Quiero que miren tus ojos
como miraron en tiempos,
quiero que rían tus labios
como antaño se rieron…
RANCHERO (Revista La Ametralladora. Año I)
Noviembre 1935
El paseo de Ronda, sugerido por las pocas casuchas laterales que lo unían a la glorieta de Cuatro Caminos, era una vía ancha de tierra sin aceras que atravesaba campos, huertas, granjas y lavaderos y bajaba hacia el Hipódromo, más de un kilómetro allá abajo, donde había comenzado la prolongación de la Castellana y la construcción de los Nuevos Ministerios. El Hospital de Jornaleros San Francisco de Paula, enorme edificio construido por los arquitectos Palacios y Otamendi en el año 1916, era, junto a la Cruz Roja de la avenida de la Reina Victoria, el único centro médico de la zona y a él se dirigió María Marrón con sus hijos Jaime y Teresa. Hacía mucho frío y llegaron arrecidos después de la larga caminata desde casa. Numerosos carros tirados por mulas y borricos esperaban delante de la larga fachada, algunos bloqueando la puerta de acceso situada en la calle de Maudes, al otro lado. Las lluvias habían enfangado las calles, y la gente intentaba limpiarse el calzado, mayoritariamente alpargatas y botas, en los limpiabarros de hierro anclados en el suelo a la entrada. En el embarrado piso de los largos pasillos y salas de espera había escupideras desbordadas de esputos y colillas. Mucha gente resignada, con predominio de niños estilizados por la desnutrición, aguardaba en las abarrotadas salas llenas de humo esperando ser atendida.
María se vio reflejada en otras tantas madres angustiadas. Por consideración de Manuel Tagüeña, miembro de las Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas, colaboraba en el periódico comunista Juventud Roja, a cuya redacción él pertenecía. Tagüeña se creía responsable en cierto modo de la muerte de su compañero, ocurrida en octubre del año anterior, que la dejó sin brújula, con dos hijos huérfanos de padre y con hermosas promesas desvanecidas. Lo que ganaba no le alcanzaba para cubrir las necesidades. El administrador del chiscón donde vivía, en la calle de San Raimundo, le había amenazado con el desalojo si no pagaba las mensualidades atrasadas. Se le habían acumulado cinco recibos y debía setenta y cinco pesetas, cifra que no sabía cómo podría saldar. Tendría que mudarse a otra habitación más barata. Retroceder de nuevo, salir de Madrid. Buscaría en el municipio de Tetuán de las Victorias, más al norte, donde decían que podría encontrar un alojamiento de bajo alquiler. Toda España se hallaba en convulsión, con largas filas de desempleados ante las fábricas esperando que los sindicatos lograran acuerdos con los patronos y empresarios. Cada vez había más pedigüeños pululando por las calles en procura de una atención que nadie les prestaba.
—¿Quién te ha enviado aquí? —preguntó el médico.
María le mostró una carta, firmada por Gabriela Abad Miró, dirigente de las Juventudes Socialistas Unificadas.
—Aquí dice que eres miembro de la Unión de Mujeres Antifascistas. Eso es del Partido Comunista. Su presidenta es Dolores Ibárruri.
—Bueno, fue creada por la Internacional Comunista, pero es una organización que integra a mujeres de todas las tendencias. Por si no lo sabe le diré que…
—Sé lo que es esa Unión de Mujeres.
—Entonces sabrá que muchas somos mujeres humildes que apenas podemos atender las cuotas.
—¿Pagáis cuota?
—Sin dinero no pueden desarrollarse las organizaciones.
—La Komintern tiene dinero de sobra. No creo que sean necesarias vuestras aportaciones.
—No necesitan nuestros pobres dineros para mantener la asociación, es cierto. Habría cerrado ya, porque una gran parte tenemos cuotas impagadas. Creo que se estableció para que la sintamos como nuestra y poder hacer una defensa consciente de ella. Cuando algo es gratis no se valora tanto.
La miró. Era mujer de mediana estatura, desalojada de carnes y no especialmente bella, o acaso así lo sugería lo ajado de su rostro. Pero tenía unos ojos negros enormes que se desparramaban por toda la cara e impedían sustraerse al hechizo que desprendían. Se concentró en los niños y, tras examinarlos de forma minuciosa, dictaminó:
—Me harían falta los análisis de sangre para confirmar, pero creo que el chico está bien; no así la niña. Tiene anemia. Necesita alimentación especial.
Le recetó un fármaco. Ella miró al médico al tenderle la receta.
—No sé cómo voy a alimentar a mis hijos adecuadamente. Ni siquiera podré pagar la medicina. Soy maestra de escuela en cesantía obligada.
El hombre la observó de nuevo y luego a los niños. El trío le cautivó pero no le conmovió. El chico tenía culeras en sus pantalones incoloros y su cazadora de tela estaba fuera de arreglo, como sus recosidas alpargatas. La niña le recordó los cantos de colegio:
Mañana domingo
se casa Perico con una mujer
que tiene las piernas como un alfiler.
Las de ella no eran de alfiler pero sí palillos de tambor, como la mujer de Popeye. Apenas pesarían setenta kilos entre los tres. La imagen repetida de la indefensión y el desamparo. Pero captó algo diferente: los hipnotizantes ojos de la mujer no se mostraban plañideros sino acusadores. Y se supo parte de la acusación. Al fin él tenía trabajo y comía a diario.
María sostuvo la mirada del hombre. Aunque la República había traído nuevos modos de trato todavía quedaban restos del pasado. Uno de ellos era el respeto, a veces reverencial, de los pacientes hacia los médicos. No era fácil llamar camarada a aquel en cuyas manos estaba el peso de la Medicina y la facultad de curar, por mucho que hubieran cambiado los tiempos. Del mismo modo, los médicos en general no sabían sustraerse a esa superioridad que les daba su profesión. Sin embargo, ninguno de los dos tenía herencia del pasado. María estaba erguida y miraba al ser humano, no sólo al médico. El hombre, por su edad, habría hecho la carrera durante la fenecida monarquía de Alfonso XIII y quién sabe en qué partido militaría. Pero su mirada, fuera lo que fuese, no había claudicado aún ante la indiferencia hacia el mal ajeno que da el estar inmerso en un mundo de dolor y enfermedades.
—¿Estás casada?… Bueno, si tienes compañero.
—Fue matado justo hace un año. Me quedé sola con los niños. Estaba con Manuel Tagüeña.
—Tagüeña. Entonces, tu compañero era del pecé.
—Muestra usted obsesión por los comunistas.
—No me gustan. Ellos y los anarquistas, cada uno por su lado, nos llevarán a la tragedia.
María guardó silencio. No era momento de iniciar un debate con el hombre al que había ido a pedir ayuda.
—Mi compañero era de las Juventudes Socialistas.
El médico buscó en un botiquín, cogió un frasco y se lo tendió.
—Dale una cucharadita de esto a la niña una vez al día. ¿Conoces el Socorro Rojo Internacional?
—Sí, también está bajo la égida del Partido Comunista. Sé que aquí hay médicos de esa organización.
—Los hay. Pero no sólo socorren a los comunistas sino a quienes lo necesitan. —Tomó un nuevo papel y garabateó unas líneas. Luego lo metió en un sobre en el que escribió un nombre—. En la calle de Velázquez están el Comité Provincial y los comedores. Pregunta por este hombre. Os darán de comer todos los días mientras esta situación continúe.
Ella tomó el sobre y dudó.
—Discúlpeme. Creí que no tenía ningún trato con los comunistas.
—Suscribo lo que hacen en el orden social pero repruebo el uso político que dan a todas sus acciones. Socorro Rojo está organizada por Juan Modesto, que es también el responsable de las Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas, organización comunista obviamente. Cara y cruz. Pan y balas. ¿Para qué esas milicias? Iniciativas como ésa suponen un desafío a los poderes legales del Estado.
—Disculpe otra vez, pero creo que fue en el seno de las Fuerzas Armadas donde se creó la Unión Militar Española, de signo reaccionario. Una clara agresión a la República.
—Es lo que han conseguido los agitadores, que todo el mundo se politice. ¿No lo ves? Tú y yo hablando de política sin quererlo, contaminados de ese fenómeno. —Movió la cabeza mirando a los niños—. En el Comité de Velázquez también se encargan de algo que puede ser beneficioso para tus hijos: tienen colonias infantiles en el Mediterráneo. En seis meses estarían como deseas, sanos y fuertes, algo que aquí no conseguirás. Es difícil lograr plazas, hay muchos niños apuntados. Pero si las consigues, no las desaproveches.
—No quiero desprenderme de mis hijos.
—Es algo que debes valorar en beneficio de ellos. Son tu responsabilidad. Tienes que elegir lo mejor para los niños, no para ti. El amor de madre suele ser egoísta sin quererlo.
María había aprendido a domeñar sus emociones. Quería erradicar de sí la imagen llorosa como signo de identificación de lo femenino. En la sociedad que intentaban poner en marcha, la mujer se equipararía al hombre tanto en funciones como en decisiones. Sin sumisión. Iguales. Por tanto había que olvidar las armas de seducción, siempre ventajistas y propias de su condición, tales como la insinuación sensual o el desvalimiento, según conviniera.
—Somos muchas en el mismo estado de indefensión. No creo posible que pueda prestar esta ayuda a todas. ¿Por qué hace esto por mí?
—No lo sé. No hay una razón concreta. Como no la hay para que estemos manteniendo esta conversación sin conocernos. Quizá tu mirada…
—Gracias —dijo, frenando la carga de emoción que sentía. Buscó el auxilio de su propia angustia—. ¿Tiene tiempo para otra pregunta?
—Adelante.
—¿Cuándo y cómo cree usted que acabará esta situación?
El médico se levantó y miró hacia el campo que se extendía sin límites hacia el noreste hasta Chamartín de la Rosa. Quizás algún día todo eso se llenaría de casas, y no sólo como consecuencia del crecimiento natural de la población, sino para dar vivienda al sobrepasado millón de habitantes que tenía la capital en esas fechas y cuya mayoría carecía de un hogar digno, muchos ni de hogar siquiera.
—Una pregunta recurrente en todo el país. Pocos ignoran lo que está ocurriendo y quizá nadie sepa darle solución. La política ha invadido la vida de los españoles y, dentro de ella, los feroces radicalismos. Nadie quiere ceder. Son posiciones irreconciliables. Antes que defensor de mis ideas soy demócrata convencido. El voto de la población debe respetarse aunque los resultados electorales no nos gusten. Creo que si la CEDA ganó limpiamente las elecciones se le debería dejar gobernar. Lejos de ello ahí está el lastre de las huelgas, los atentados, las luchas callejeras, los asesinatos… ¿Qué aportó a la tranquilidad ciudadana el mitin de Azaña el mes pasado en el Campo de Comillas en el que ante casi medio millón de personas atacó a la CEDA y calificó de «bienio negro» a los dos años de Gobierno legal sólo porque no había miembros de izquierdas? Estas turbulencias sólo sirven para exacerbar las pasiones e impiden una gestión razonada de la economía del país. Los periodistas sacan tajada de torpes declaraciones y edifican supuestos de intenciones malvadas que no son tales. O puede que sí. Lo que quiero decir es que no hay freno, todo vale. Y mientras, sigue sin lograrse lo que honradamente creo que todos los gobernantes quieren: elevar el nivel de vida y educación de los españoles, acabar con el hambre, hacer una nación moderna.
—¿Lo cree realmente? ¿Cree que las derechas quieren una sociedad sin clases? Le diré una cosa. Hay un cuarenta y cinco por ciento de analfabetismo en el país. Eso quiere decir que hay más de once millones de analfabetos totales, dando al resto rango de alfabetizados aunque de ellos muchos sólo saben leer y escribir con dificultad, lo que les sitúa en analfabetos de hecho. Los latifundios ocupan casi la totalidad del centro y sur de España, las dos terceras partes del país. Y en el norte el proletariado rural, la agricultura parcelaria, está empobrecido en extremo. El salario medio es de cuatro pesetas al día para los que tienen empleo, no para los tres cuartos del millón de parados que no tenemos nada. Y ahora el presidente Chapaprieta reduce las pensiones mientras que su ministro de Trabajo deja sin destino a muchos educadores, sobre todo a los adscritos a la Institución Libre de Enseñanza, como es mi caso, cuando la Educación es la verdadera riqueza del país. Incluso se ha cancelado el Plan de Misiones Pedagógicas de Fernando de los Ríos, tan importante para la nación. Pronto veremos que Federico Salmón hará lo mismo con Sanidad y Justicia, las otras dos responsabilidades de su cartera. Eso sí, no tardaron en devolver sus bienes a los jesuítas.
—Si eran suyos, ¿por qué no iban a devolvérselos? El error fue quitárselos. —Ella lo miró, sin saber qué debía responder—. No sé qué decirte, mujer. Creo que tienes cierta confusión, lo que es normal en estos tiempos. Porque hablas de Federico Salmón y de Chapaprieta. Ambos intentan actuar en la misma línea pero la falta de dinero se impone. Salmón lucha por reducir el paro usando los fondos públicos pero Chapaprieta, que también es ministro de Hacienda como sabes, está empeñado en depurar las finanzas estatales y quiere la contención del gasto, por eso ha empezado a despedir funcionarios. Y no sólo eso. Quiere que las grandes propiedades rurales paguen impuestos y que suban los que se aplican a las actas sucesorias. No es el Gobierno el culpable de la situación.
—Puedo entender lo que dice. Es claro que la economía subiría si los que tienen el dinero trabajaran por el país y no para ellos. Es difícil comprender la cerrazón de los patronos en no conceder mejoras salariales que, en realidad, son meras peticiones de los sindicatos para que el hambre deje de ser crónica.
—Es cierto. Pero a ello opondría que las huelgas están politizadas porque en el fondo los organizadores no van a la defensa del trabajador, que es el que pierde siempre, sino a medrar en la consecución de sus objetivos de partido. ¿Benefició a alguien la tremenda huelga general de mayo del año pasado?
Ella estaba temperamentada para continuar en la porfía. Pero comprendió que no sería justo seguir abusando del tiempo de hombre tan ecuánime.
—Necesito la esperanza para mis hijos, aunque lo prioritario ahora sea su alimentación. Dígame que hay una salida.
—¿Quién soy yo para ejercer de Dios? No puedo darte esa satisfacción. El horizonte está muy negro. Hay una tradición golpista en el Ejército. Los militares siempre son una opción para los añorantes de un orden, no importa si conculcan las libertades. Pero tenemos un Estado que todos hemos de proteger.
María se acercó y le besó en la mejilla dejando un punto de confusión en el hombre.
—Gracias, doctor.
No había nadie en la sala cuando salieron. Eran los últimos. Volvieron a atravesar por el centro de la muy transitada glorieta de Cuatro Caminos, como todo el mundo, bordeando la gran fuente circular de esmirriado surtidor y soslayando la lenta marcha de los carros y esporádicos automóviles. Cruzaron la ancha carretera de Francia, que se diluía hacia el norte entre quejumbrosas casuchas. Al pasar por delante de la vaquería de la calle de Juan Pantoja, la niña se paró.
—Déjame ver las vacas —pidió.
La vaquería era un espacio abierto en el fondo del cual un establo albergaba seis vacas. Los niños se apoyaron en la cerca de madera donde, a despecho del tiempo inclemente, otros niños miraban a los animales. Un paso no exento de excrementos llevaba a una casucha adyacente donde la gente entraba a comprar leche. Dos muchachos salieron con cántaras de cinc al hombro.
—¿Adonde van?
—A vender por las casas.
—Quiero leche —dijo Teresa.
María no disponía de los sesenta céntimos que costaba el litro. Luchó contra la flaqueza que intentaba vencerla.
—Vamos, hijos. Luego. Ahora no es el momento.
Pero Teresa opuso voluntad de permanecer mirando, subyugada por la necesidad. Jaime le cogió la mano.
—Mamá tiene razón. No es el momento. Luego, en casa.
—¿De verdad?
—Sí —dijo él, recompensado con la mirada de agradecimiento de su madre.
Llegaron al barrio. Unas niñas jugaban en corro chocando sus manos mientras cantaban:
En el Barranco del Lobo
hay una fuente que mana
sangre de los españoles
que murieron por España.
Pobrecitas madres, cuánto llorarán…
María se estremeció. Era una canción infantil, repetida cientos de veces junto a otras. Las niñas ni siquiera sabían lo que significaba, pero ella sí. Miró el cielo. Negros nubarrones se cernían presagiando tormenta. En ese momento tuvo la premonición de que un gran desastre se avecinaba.
Más tarde, ya en el incompleto hogar, de una cajita sacó sus pequeños tesoros, grandes para ella como la buena salud: su carné de la CNT, a la que se adhirió al escuchar a Federica Montseny; el de Mujeres Antifascistas, el de las Juventudes Socialistas que enorgullecía a Jaime, su rostro apenas entre soldados en la foto de su mili en la Guardia del Rey, otras fotos. Y los dos anillos de plata de cuando el mundo estaba naciendo y todo era joven y libre y la maldad no tema cabida. Balbucientes promesas de unión eterna, ya invalidadas por la ausencia del compañero. Era lo único de valor que le quedaba, tanto tiempo demorando su inevitable destino. Algo de todo, algo de nada. Iría a empeñarlos para que la vida continuara.