Cinco

Enero 2003

Yasunari Ishimi es maestro Shitokai y tiene sesenta años, aunque su aspecto es de cuarenta. Ni siquiera alberga canas en su cabeza sólida como un yunque. Con su expresión enigmática acentuada al sonreír y enfundado en su uniforme blanco, rojo cinto de noveno dan, me invitó a tomar asiento en un cubículo lleno de folletos, carpetas y papeles donde con dificultad y apretadas pueden caber tres personas de pie. Una columna de carga hace de interlocutor allí donde una mesa con fichas apiladas y tres cómodas sillas se apropian de la mayor parte del espacio.

—No sé cómo te las apañas para mantener esto tan limpio y ordenado, siendo tan pequeño —pregunté mientras recogía unos CD que habían caído al suelo e intentaba colocar mis piernas por cualquier lado—. ¿No has pensado nunca en ampliar la oficina?

—Orden es primero de todo. Y no hace falta más grande —dijo, usando un español trabajoso a despecho de los cuarenta años que lleva en España—. Todo necesito para salas de ejercicios.

No le faltaba razón. El gimnasio de trescientos cincuenta metros está en la calle de Alonso Cano, céntrico, en la llamada zona A, y hay muchos alumnos de ambos sexos que se ejercitan no sólo para mantener el cuerpo sino para aplicarse en la autodefensa. Toman clases de kinesia, pilates, aeróbic, musculación y otras argucias. Tienen bicicletas, cintas de correr y demás aparatos. Cuando se traspasa la puerta corredera de la calle, el runrún de la gente entrenando le atrapa a uno como una melodía. Sentí una punzada de nostalgia al aspirar el olor mezclado de linimento y esfuerzo procedente de la sala grande.

—Te veo muy bien —afirmó, dándome una mano dura y áspera como rama recién cortada.

—Tantos años en Madrid y sigues hablando como un piel roja de los westerns americanos.

—Tengo pocas palabras. Me gusta escuchar, sólo hablar lo necesario. —Entrecerró los ojos y me fue imposible ver su mirada—. ¿Cuánto tiempo?

—Desde la boda de mi hijo, tres años.

—No vienes entrenar. —Era su forma de preguntar el motivo de mi visita.

—Lo hago en casa. Tengo un pequeño cuarto donde practico.

—Fuiste mi mejor alumno y el mejor profesor ayudante.

—Tuve el maestro más grande.

—No vienes sólo a verme. Te vales tú mismo. Algo serio debe ser —dijo, sin ceder en su sonrisa invitadora y dando la impresión de que los problemas no existen.

—Lo es, y tu experiencia me ayudará.

—Venga —animó.

—Es sobre las mafias que prostituyen a las mujeres, ese mundo. —Seguía con su gesto de piedra pero sus ojos se habían esquinado—. Busco a una chica alemana, veinte años, esclavizada. La policía no logra localizar su rastro.

—¿Te metes en ese lío? Olvida el caso. No es positivo. Un mundo tenebroso, sin solución, peor que droga.

—No busco los casos. Llegan a mí y los acepto o no. Y éste no quiero dejarlo.

Manejó un silencio y luego dijo:

—Ahora no tengo tiempo. Hablaremos domingo, en sierra. Nos veremos en este restaurante —añadió dándome un papel.

Al salir miré hacia dentro, a una de las salas. Ya le estaban esperando sus alumnos, todos profesores y profesionales de las artes marciales, cinturones negros y rojiblancos, ninguno por debajo del sexto dan. Al verme, algunos se acercaron a saludarme con alegría. Compañeros de horas de entrenamiento: policías, guardaespaldas, agentes de seguridad, bomberos, viajantes de joyería…

—Te olvidaste de tus amigos —dijo uno—. Ni siquiera vienes a tomar un vino.

—Puede que venga pronto a pediros algo más que un vino.