Cuatro

Cuando sea tan grande como la hormiga

Construiré una casa con mi pena

Tendré mi campo y mi hierba

Y lluvia de mi sudor y de mis manos

ANDJELKO VULETIC

Octubre 1935

Los tenues calores del verano se habían prorrogado en el Concejo de Allande, pero el invierno, quizá para compensar, acudió con urgencia dejando un otoño menguado y sin colores. Ya el frío tenía intención de aposentarse y había traído las primeras nieves para dejar constancia. Las irreconciliables posiciones políticas mantenidas secularmente habían destruido la convivencia el año anterior hasta culminar en los terribles hechos de octubre y el aborto de una revolución imposible que produjo cientos de muertos y destrucción, y ahondó más en la herida de las incompatibilidades. Durante el sañudo y largo enfrentamiento, primero mediático y dialéctico y luego guerrero, miles de horas de trabajo se perdieron en las minas y en las industrias y se descuidaron las labores en las huertas y en la ganadería, lo que dejó un saldo de escasez alimenticia en una región donde el hambre nunca se ausentaba. Como consecuencia se intensificó la caza, y los corzos, jabalíes, rebecos y urogallos casi se extinguieron. Así que ese año la recogida de castañas, nueces y avellanas empezó antes y con más intensidad si cabe que en los años previos, puesto que los frutos arbóreos constituían un alimento básico, en muchos casos único, para las maltrechas despensas. En un santiamén todos los castañales, noguerales y avellanales cercanos quedaron limpios y hubo que buscar en parajes más lejanos.

Ramiro Vega siguió a su padre por trochas desconocidas acompañados por Cuito, el bravo mastín crecido a la par de él y llamado así por su color pardo-negruzco y porque al poco de nacer cayó en una acumulación de bostas y sólo su movimiento lo distinguió de la masa de estiércol. Cruzaron los ríos del Oro y de la Cereza y ascendieron por el lado occidental de la sierra de los Lagos. Su progenitor buscaba zonas menos acosadas, no importaba el esfuerzo y dando por hecho que él a sus ocho años ya debía aportar su trabajo. Ramiro admiró la tenacidad y constancia de su padre. Quería ser como él pero dudaba que pudiera igualar nunca a ese hombre enorme y de tan permanente actividad sosegada al que nunca vio reír desde la muerte de su madre. A la mitad de la montaña se detuvieron, abrumados por el pico del Mosqueiru. Habían caminado mucho y se hallaban lejos de casa. Mediaba el día, y el paisaje, a pesar de las amenazantes nubes, era de una belleza que le emocionó. Enfrente, las cúspides del cordal de Berducedo; en medio, abajo, la cuenca por donde el río del Oro, invisible ahora, se deslizaba hacia el Navia. Todo estaba pintado de blanco y verde, y nadie alteraba su soledad. Miró a su padre, que había llegado al castañal bravo buscado y ya vareaba las ramas con la vara de avellano de seis metros. Las gordas castañas empezaron a caer, y Ramiro se apresuró a cargar el saco grande. No hacían falta palabras, nunca prodigadas. Su padre no le había hablado en todo el camino, algo a lo que él estaba acostumbrado porque la gente de esos lugares era de vocabulario menguado y renuente a la comunicación verbal. De pronto su padre se aquietó y observó el cielo, como hace el corzo cuando ventea el peligro. Cuito se había detenido también y miraba con fijeza hacia un lado.

—Démonos prisa, carga tu saco.

La nieve empezó a caer de súbito, sin sonido, secuestrando el paisaje con millones de copos. La sensación de frío aumentó y traspasó sus tabardos. Su padre cogió el pesado saco y las varas, indicándole con la mirada que cargara el suyo, más pequeño, sin ayudarle y sin renegar de su gesto serio. Luego echó cuesta abajo apoyado en el bastón, sin pausa pero con precaución para evitar resbalar. No miraba para atrás y Ramiro le seguía procurando pisar donde él y no distanciarse. Los árboles se desperdigaban y la montaña mostró lienzos desnudos. Por encima de los copos el cielo se ennegrecía a gran velocidad. Avanzaban pero no tanto como la noche, que reclamaba un horario que no era el suyo. De repente Ramiro notó que el vello se le erizaba. Miró a su padre, que se había detenido, expectante. El mastín estaba convertido en estatua, los ojos inmóviles, enhiestas las orejas. Su padre oteó alrededor y se dirigió al espolón de una montaña, donde encontró una oquedad. Su calma habitual había desaparecido.

—Rápido, coge todas las ramas que puedas y tráelas aquí —dijo, liberándose de la carga.

En un momento apilaron contra la roca una considerable cantidad de leña. Su padre hizo varios montones en semicírculo, ellos dentro; luego sacó su mechero de yesca y formó la brasa. Prendió un papel y con habilidad fue encendiendo los montones de leña. Instantes después, las llamas crepitaban porfiando con los copos y manteniendo a raya la oscuridad. Más allá del resplandor Ramiro vio numerosos brillos moviéndose, rondando. Poco a poco fueron acercándose. Las siluetas aparecieron primero fugazmente y luego completas. En silencio iban de izquierda a derecha y viceversa con sus fauces anhelantes calculando el momento de atacar.

—¿Qué son, padre? ¿Raposos?

Chobos, los amos de la nieve.

—¿Qué va a pasar, padre?

—Nada mientras tengamos fuego. No te acerques mucho, lo justo para echar leña. Manten sujeto a Cuito, que tien ganas de lucha. Son muchos. Pueden lo matar.

Eso era casi un discurso. Lo vio vaciar el saco grande y amontonar las castañas junto a la leña. De entre varias ramas escogió las más gruesas. Las sopesó meditabundo y colocó una de ellas verticalmente en la boca del saco para mantenerlo abierto. Luego prendió los extremos de otras dos transformándolas en antorchas.

—Mantenla encendida —dijo, tendiéndole una y sin dejar de vigilar—. Prende otra antes que se gaste.

—¿Por qué están así de fieros?

—Tien fame, como nosotros. Matemos su caza y nos quieren a cambio. Están desesperados. Ponte tras de mí.

El tiempo fue pasando. Los animales no cejaban en su agobio, aullando y arañando el suelo, disputando al rozarse. De pronto uno saltó por un hueco entre las hogueras, la boca babeante. El hombre lo golpeó fuertemente con la estaca encendida, que se partió. No eran ramas fuertes, como había sospechado. El lobo cayó y se revolvió. Cuito se zafó de Ramiro y, esquivando las dentelladas de la fiera, se lanzó sobre su cuello zarandeándolo hasta matarla. En el mismo instante el hombre se apercibió de que otro lobo iniciaba el salto. Cogió el saco preparado, calculó la trayectoria del animal y lo recibió con él abierto. El lobo se zambulló en el costal, moviéndose fieramente. A una velocidad insospechada para Ramiro, su padre pateó la cabeza de la presa, la agarró de las patas traseras y la volteó estrellándola con fuerza contra la roca. El animal dejó de agitarse. Con presteza el hombre retiró del saco al lobo ensangrentado y lo envió al otro lado. El mastín levantó sus fauces ávidas.

—¡No, Cuito! —gritó Ramiro.

Pero ya el perro saltaba como una flecha sobre el círculo de fuego. Hubo una disputa tremenda apenas vislumbrada, los animales enzarzados. Luego los ruidos fueron desplazándose hacia la total oscuridad. El hombre estuvo un rato mirando. Cogió el lobo matado por Cuito y lo arrojó afuera.

—Echa más leña. Si falta, también las castañas.

—¿Qué está ocurriendo, padre?

El hombre no respondió. A lo lejos se oían gañidos pero no se veía nada más allá de las fogatas, la noche llena de negrura. Luego los gruñidos se extinguieron y mucho más tarde dejó de nevar.

—¿Por qué no vuelve Cuito?

El círculo de calor mitigaba el frío intenso y la nieve caída dentro se había licuado y escurrido afuera por la leve pendiente. Su padre sacó el reloj de bolsillo, lo miró, lo guardó y con parsimonia lio un cigarrillo. Se lo puso en la boca invisible y lo encendió. Toda sensación de urgencia se había esfumado.

—Ye medianoche —dijo sin mirarle, su rostro lleno de luces y sombras del resplandor tembloroso—. Deja la rama. Túmbate contra la roca y duerme.

Las hogueras languidecían cuando llegaron las primeras claridades. Apenas quedaban castañas. El espacio estaba despejado y no había rastro de la manada en todo lo que abarcaba la vista; ni siquiera huellas, como si hubiera sido un sueño. Semejando rocas pardas, tres lobos muertos, casi sepultados, resaltaban de la blancura. Su padre miró hacia un hayedo, que se arracimaba no muy lejos. Le mandó ayudarle a apagar los rescoldos. Luego recogió las varas y los talegos casi vacíos y se encaminó hacia el bosquecillo. Ramiro le siguió. Al cruzar la primera fila de hayas se detuvo. La negra cabeza de Cuito, sin ojos, sobresalía de la albura como un tronco requemado. Tenía la boca abierta pero sus poderosas armas nunca volverían a ayudarles. Ramiro fue quitando la nieve de alrededor, con suavidad, como si no quisiera dañarle. Apareció la piel rasgada e incompleta, casi vacía de carne y evadida de patas. El niño, de rodillas, apretó la cabeza del mastín contra sí y la meció durante un largo tiempo. Cuito, su compañero de juegos, más que un perro, ya nunca estaría con él. Cuito, que dormía siempre a su lado y tanto le protegió en cientos de noches del Cuélebre, la serpiente gigante con alas membranosas… Elevó sus ojos sufrientes hacia su padre, que miraba paciente y en silencio cómo el valle iba abriéndose al día.

—Comiéronlo, padre; comieron a Cuito.

—Sí, comiéronlo —dijo el hombre sin volver el rostro.

—Me dijera que lo trabara. No pude lo hacer, padre.

—Las cosas acontecen. No ye la tu culpa.

—¿Puedo lo llevar a la nuestra huerta? Quiero lo enterrar allí.

—Puedes.

Ramiro introdujo los restos del animal, tiesos como una tabla de lavar, en uno de los sacos. No se lo echó a la espalda. Lo cogió en brazos, como si fuera un cachorro vivo. Luego reemprendieron el regreso evitando los ventisqueros.