Dos

¡Qué tiempo aquel de alegres armonías…!

¡Qué albos rayos de sol…!

¡Qué tibias noches de susurros llenas,

qué horas de bendición!

ROSALÍA DE CASTRO

Octubre 1934

Él entró en la habitación alquilada e introdujo el frío del exterior y del largo pasillo de la vivienda compartida. Ella lo vio coger la pistola y guardarla en un bolsillo.

—¿Qué piensas hacer con eso?

—Debo reunirme con mi compañía de milicias.

—¿Por qué tanta prisa?

—El PSOE y la UGT han cursado la huelga general en toda España. Puede que tengamos problemas con las fuerzas fascistas.

—¿A qué fuerzas fascistas te refieres?

—Los guardias de asalto, la Guardia Civil…

—Ésas son fuerzas del orden de la República, la que tú tanto querías. ¿Por qué deseas luchar contra ella ahora?

—No es contra la República sino contra el Gobierno burgués y retrógrado que ha formado Lerroux.

—Sea el que sea, deberías aceptarlo porque es legal y conforme a las reglas democráticas. Él está autorizado para formar Gobierno.

—Católicos, reaccionarios… Gil Robles ha logrado colocar a tres ministros. Es un desafío y una afrenta al sentimiento proletario de la mayor parte del espectro político. Estamos como siempre. Es un Gobierno de derechas.

—Es un Gobierno de centro, como Lerroux. Tres ministros no hacen un Gobierno. Además, tú no eres proletario. Eres universitario, escribes en un periódico.

—Soy solidario con las ideas renovadoras que exige una sociedad moderna, necesarias para sacar a España del hambre secular.

—No me hables como si fuera una ignorante. Soy maestra. Tu discurso enmascara la realidad, la consecución de un régimen soviético.

—¿Tenemos que discutirlo ahora?

—Sí. Tengo miedo por el arma que llevas. Y por nosotros.

Él la miró. Pelo moreno largo, ojos profundos y negros que le secuestraban la cara. Jugaban desde niños en el mismo barrio de Chamberí y el primer hijo les vino en 1928 cuando ella tenía diecisiete años y él dieciocho, para escándalo del entorno y preocupación de las familias. Entonces ella era más promesa que certeza. Seis años después era una mujer en plenitud, como un cuadro no necesitado de retoques. Completa, equilibrada, perfecta, con un sentido crítico fuera de lo normal. Dejó que su mano, al acariciar su rostro, mostrara lo vulnerado de amor que estaba por ella.

—Mira cómo vivimos, María. Cuatro en una habitación en la que apenas cabemos. Una ventana a un patio sucio, turno para guisar y para evacuar, oír los ronquidos de los otros… Si hacemos la revolución viviremos mejor y habrá un reparto equitativo de los bienes y de los sistemas productivos.

—Revolución. Al fin sale a la luz el objetivo. Es eso lo que hay detrás de las huelgas, ¿verdad?

—No. Pero si se alcanza será para bien.

—Nos llevará al desastre. Quienes la preconizan se dejan llevar por sus emociones.

—Todas las izquierdas comparten el mismo sentimiento.

—No todas. Sólo los anarquistas y comunistas; unos proclamando colectivización y otros la desobediencia al Gobierno. Lo de la CNT es una quimera de algunos alucinados, porque para eso hace falta dinero. ¿Qué tiene el sindicato por más que supere el millón de afiliados? Sólo las pobres cuotas, impagadas muchas veces. Pero los comunistas son otra cosa. Poseen todo el poder económico y organizativo del Estado soviético. —Él la miró y ella no encontró en sus ojos propuestas de diálogo, sólo una firme determinación—. Si esa revolución triunfa se acabó la propiedad privada.

—Naturalmente. La propiedad privada es la que produce la sociedad injusta que tenemos: pocos ricos explotando a muchos pobres.

—Varias familias metidas en una habitación. Peor que ahora. Todos juntos, sin intimidad. El reparto de la miseria.

—Qué cosas dices. No será así. Se construirán miles de viviendas para que todos tengamos nuestro propio espacio.

—Palabras. Es la mística de una esperanza permanente. Sueños. Ahora tenemos una realidad: la República por la que luchamos. No la destruyamos. ¿Te parecen pocos los avances conseguidos? Tantos derechos para los ciudadanos, la libertad de enseñanza y de reunión, el que las mujeres podamos votar… En nuestro caso pudimos legalizar nuestra unión, casarnos por lo civil, algo que nadie quiso hacer durante las dictaduras de Primo y de Berenguer.

—Precisamente la revolución es para salvar la República.

—¡Qué ingenuo eres! Hablas de mezclar agua con aceite. —Movió la cabeza y se acercó a la cama turca donde dormían juntos los hijos de ambos, el niño de seis años y la niña de cinco, y los contempló con dolor. Hacía una temperatura agradable debido al brasero de cisco situado debajo de la mesa. Se sentó en la otra cama turca y habló sin mirar al hombre—. ¿Quién dirige tu compañía de milicianos?

—Manuel Tagüeña, ya sabes. Es un buen dirigente. Lleva cuatro años de jefe de grupo de milicias.

—Un radical de las Juventudes Comunistas. ¿Por qué te dejas arrastrar? Tú eres de las Juventudes Socialistas y tienes un trabajo. Él es un revolucionario sin empleo, soltero, con la cabeza llena de consignas. Un agitador.

—No. Es un estudiante aventajado de Física y un teórico con ganas de pasar a la acción. Cuando entró en la FUE empezó a darse de hostias con los estudiantes de derechas y monárquicos, mostrando ejemplo de combatividad. Es un valiente. Llegará lejos.

—Es un iluminado. Arrastrará a muchos a la muerte. No quiero que te arrastre a ti. No le sigas, Jaime. Ni tampoco a Largo. Quédate en la estela de Besteiro. Tienes tres responsabilidades que dependemos de ti.

Él se acercó y la besó. No había lágrimas en los ojos hermosos de ella sino angustia. Luego y durante un rato observó la placidez de los niños, sus caras sobresaliendo apenas de la manta.

—Debo hacerlo. Por ti, por ellos.

—La revolución no triunfará nunca en España.

—Triunfó en Francia, en México y en Rusia.

—En Francia sólo hubo un cambio institucional. Sustituyeron una monarquía por una burguesía alta y media. México acabó con el Porfiriato a costa de la destrucción del país pero no consiguió elevar el nivel cultural y de vida de la mayoría de los mexicanos. Y en Rusia quitaron un sistema feudal pero instalaron una dictadura. ¿Sabes qué? —Los ojos obsesivos del hombre la interrogaron—. Algo tienen en común las revoluciones que citas: todas ellas produjeron miles de muertos.

—Para que un árbol crezca sano hay que cortar algunas ramas.

—Eso mismo dicen quienes defienden las monarquías absolutistas y las dictaduras.

—La razón y la justicia están del lado de los oprimidos.

—Eso es un eslogan. No se trata de justicia sino de cómo conseguirla. Hablas de Rusia. ¿Qué sabemos lo que ocurre allí en realidad si todo está cubierto por la propaganda? En cualquier caso, la historia de España nada tiene que ver con la de Rusia.

—Allí sucedieron las mismas cosas que ocurren aquí. Una clase llena de privilegios oprimiendo al pueblo hambriento, analfabeto en su mayoría; una Iglesia dictando las normas de vida. Todo eso saltó por los aires. Aquí también saltará.

—Será imposible erradicar la religión en nuestro pueblo. Mi padre y mis tíos se cagan en Dios a cada momento, como casi todos los hombres en Asturias. ¿Sabes por qué? Porque en el fondo creen en Él. No se caga nadie en algo que no existe.

—Es sorprendente oírte hablar así cuando deseas el laicismo en la educación. Eres una mujer admirable y contradictoria.

—¿Por qué contradictoria? ¿Qué tiene que ver la enseñanza con la religión? Ninguna religión debe menoscabar el poder civil. Pero el poder civil deja de existir cuando se imponen filosofías materialistas excluyentes como las que vienen de Moscú. —Le miró—. Te diré algo. A veces me sorprendo rezando. Puede que crea en Dios sin saberlo o que sea un atavismo, la herencia de la tierra cristiana. En todo caso es un sentimiento, algo que nace de la libertad íntima, e imponerlo en clase es adoctrinamiento. Y soy contraria a todas las doctrinas. A todas —reiteró con convicción.

—Yo sí tengo las ideas claras y puedo afirmar que no creo en dioses ni santos. Además, es hora de tomar partido. Se acabó el permanente desear. Hay que conseguir.

—La realidad nos abruma y nos superará. Siempre habrá deseos inalcanzables.

Él se calzó la gorra y se ajustó el chaquetón, tenaz en su determinación.

—Volveré pronto.

Se hurtó de sus ojos, abrió la puerta y salió rápidamente. Permaneció un momento inmóvil mirando la madera, sopesando. Finalmente anduvo hacia la salida. Era una tarde fría y no se veían apenas mujeres ni niños por las calles. De la de Alburquerque caminó a la glorieta de Quevedo. Había ya muchos hombres allí, gesticulando. Se acercó a Tagüeña y miró sus gafas redondas.

—La huelga está triunfando en toda España —dijo Manuel—. Es la hora, Jaime. Al fin llegó.

A una orden de Tagüeña, los hombres interceptaron varios taxis a punta de pistola y obligaron a sus conductores a que los llevaran hasta el Círculo Socialista de Prosperidad, por López de Hoyos. Había ya mucha gente en el local, milicianos de otras compañías. Se repartieron armas, la mayoría cortas, aunque no había para todos. Lerroux había proclamado el estado de guerra en todo el territorio nacional, por lo que ellos estaban fuera de la ley. Horas después Jaime se dirigió a Tagüeña.

—¿Qué hacemos aquí, emboscados?

—¿Qué deberíamos hacer?

—¿Y lo preguntas? La revolución que proclamas. Tomar la Telefónica, Correos, algún cuartel, el parque automovilístico, una emisora de radio… Algo así.

—No te creía tan aguerrido —habló Tagüeña, mirándole—. Esperamos órdenes.

—Es absurdo estar aquí sin hacer nada, llamando la atención para que nos localice la policía. Para eso me hubiera quedado en casa con María y los niños.

Manuel estableció un largo silencio. Luego dijo:

—Tienes una mujer muy valiosa. Te envidio. Quizá sea mejor que te vayas. No sabemos cuánto tiempo pasaremos aquí ni la misión que nos reservan.

—Cumpliré hasta el final, contigo.

Pasada la medianoche vieron acercarse un camión con guardias de asalto, que procedieron a rodear el edificio y exigieron la salida de todos los rebeldes con las manos en alto. Los milicianos iniciaron un nutrido fuego de ametralladora, que fue respondido por la fusilería de los uniformados. Las balas penetraban por las ventanas, desmochando los débiles tabiques. Los hombres desarmados se refugiaron en la sala, bajo los asientos y el escenario, esquivando los proyectiles que rebotaban en algunas paredes. Tiempo después muchos empezaron a pedir la rendición. Tagüeña se volvió a su amigo.

—Tendremos que entregar las armas…

Se interrumpió. Desde el suelo Jaime le miraba con tres ojos. El del centro, en la frente, era un agujero pequeño y redondo creado por una bala. Parecía preguntarle por qué su vida había huido en plena juventud a cambio de nada.