He estado nueve días en la prisión de Palencia y al reemprender viaje me acompañan los tres presos para el Dueso, el que va a Santander y las tres putas, que también van a Santander, a la cárcel de mujeres. Inés y yo nos sentamos en el mismo banco del tren.

—Tú eres Antonio, ¿verdad?

—Sí, Antonio o el Ruso, como quieras.

—He conocido a un muchacho en la prisión de Palencia. Uno que solía estar asomado a la ventana del patio y que tiene el pelo ensortijado. ¿No sabes quién era?

—No.

—Me hacía señas y yo le hacía señas a él, y al despedirnos me mandaba un beso con la mano. ¿No caes? Era un chico muy majo.

—Allí casi todos éramos majos.

—¿No sabes de quién te hablo?

—¡Cómo voy a saberlo!

—Haz memoria, Antonio. Llevaba un jersey gris y una camisa oscura y no tendría arriba de veinte años. Tú habrás hablado varias veces con él estos días, estoy segura. ¿Nadie te dio un recado para la presa rubia?

—No, nadie.

La chica se queda muy triste.

Tengo suerte, siempre me toca viajar con putas. Después de tantos meses entre hombres, a uno casi se le olvida hablar con mujeres. Los viajes se nos hacen cortos, porque los guardias están a nuestro lado pero es como si no estuvieran, y las putas nos tratan a todos los presos como si ellas fueran nuestras madres. Nos animan si nos ven rotos; reparten con nosotros su comida, y siempre sacan de sus maletas algún detalle de mujer: un pañuelo que regalan a alguien porque dicen que les sobra; aguja e hilo para coser algún botón; un par de pastelillos, que parten en tantos trozos como somos, después de invitar a los guardias, que siempre dicen que no. Los guardias en los trenes, no se portan como guardias. No nos pierden de vista, nos tienen con esposas o cadenas, pero, por lo demás, nos ayudan en todo, nos dejan hablar e incluso a las mujeres no las callan cuando se meten con ellos para ponerles verdes.

Inés, la rubita, que tiene diecisiete años, sólo piensa en el preso de pelo ensortijado que le mandaba besos desde la ventana.

—¿Estás seguro, Antonio, de que no sabes quién es? —me pregunta de tiempo en tiempo.

—No, chica, no sé quién es. Pero si te valgo yo…

Me sonríe y baja la cabeza. Se le ha metido muy fuerte el muchacho. Es como si yo hubiera visto a Trinidad en aquella ventana y no la conociera.

Estamos llegando a Santander.

—¿Puedo ir al váter? —dice Jacoba.

—¿Cómo no lo ha dicho antes? Estamos llegando a la estación —dice un guardia.

—No es más que para meterme un paquete de tabaco, porque en la prisión no nos dejan fumar.

—Jacoba enseña una cajetilla de Celtas.

—Ah, bueno. ¿Ya te cabe? —dice el guardia riendo.

—No uno, sino un estanco lleno.

Nos ha dicho Jacoba que le cayeron cinco años, pero que ya ha cumplido dieciocho meses. La condena de Felisa es corta: catorce meses, y de ellos ha cumplido ya dos. Felisa tiene una hija pequeña interna en un colegio de monjas, y por eso se tuvo que meter de puta, para pagar los recibos. Inés empieza ahora su condena de tres años.

—No tengas miedo, guapo, que no me largo —dice Jacoba.

La acompaña un guardia hasta la puerta del váter. Jacoba vuelve con una sonrisa de triunfo.

—¿Ya está? ¿No te has dejado fuera ninguna punta? —digo.

—Mis clientes te dirían que nunca tocan fondo —dice Jacoba.

—¡La Tabacalera entre las piernas!

Nos despedimos en la estación de Gama, porque nos llevan a diferentes sitios. Las putas nos abrazan a todos, y como las vemos llorar, algunos de nosotros también lloramos.

—Adiós.

—Que tengáis suerte.

—A ver si os llega un indulto.

Inés me coge del brazo.

—Recuerda, Antonio: era un chico con jersey gris y camisa oscura, siempre con una sonrisa en su cara de niño. ¿No sabes cómo se llamaba?

—No.

—¡Si al menos me llevara su nombre! Yo creo que si hicieras memoria… Cierra los ojos y recuerda las caras que te rodeaban.

Cierro los ojos.

—¿Se te viene la cara de un chico muy majo y sonriente, con pelos ensortijados?

Los abro. Muevo la cabeza. Inés se tapa la cara con las manos y llora.

—Vamos, andando —dice el guardia.

Allá se va la rubita con las otras dos. Ya lejos, vuelve la cabeza y me hace una seña con la mano. Yo también levanto el brazo. Y ahora pienso que debería haberme inventado un nombre para ese muchacho y así Inés se lo hubiera llevado a la cárcel.

Nos meten dos días en la prisión provincial y luego vamos al Dueso en coche de línea. Somos cuatro presos y estamos de buen humor, porque todo el mundo nos ha hablado bien de este penal. También me han dicho que veré el mar, que nunca he visto. Hasta que de pronto ahí aparece, todo azul. Es la cosa más grande que he visto en mi vida.

¿Qué son esos chismes que andan por encima?

—Barcos —dice Manuel.

—¿Para qué son?

—Para traer los garbanzos que te van a dar en el hotel —dice un guardia.

El penal está abajo y el pueblo arriba y más arriba el faro de Santoña. Los muros del penal son enormes, de cinco o seis metros de altura, y tan gruesos que en lo alto hay garitas para los centinelas y veo a los guardias pasearse de un lado a otro. Cuando llegamos al pie de las grandes puertas de verjas, todos parecemos enanos. Uno de nuestros guardias aprieta el botón de un timbre, un funcionario abre la puerta y entramos. Esta vez ni siquiera me despido del mundo: estoy en el Dueso, no en Ocaña.

Sin embargo, ¡qué hostias!, todo empieza igual. ¿A ver si era cuento todo lo que me decían? He estado veinte días bien jodido en una celda de periodo, tan pequeña que apenas cabía el catre, y también con la prohibición de sentarme durante el día. Un cabo de periodo abría a todas horas el chivato, es decir, el ventanillo de la puerta, a ver si me cazaba sentado. Los cabos de periodo son más cabrones que los propios funcionarios; son presos que hacen este servicio a cambio de algunas ventajas, como mejor trato y comida, y reducción de condena. Y se lo toman tan a pecho que para flotar ellos hunden a los demás.

La única ventilación era un ventanillo de un palmo casi en el techo, de modo que la lata de las necesidades no podía estar llena ni dos minutos y había que aporrear la puerta con frecuencia para que abriera el cabo de periodo. Se oían sus pasos en el corredor. «¿Qué número?». «La ciento seis». «¿Qué quiere?». «Tirar la mierda». Abría, y allá iba yo con mi carga a echarla en el retrete y luego a limpiar la lata bajo un grifo.

La comida era mejor que en otras prisiones y penales en celdas de periodo. Por las mañanas, café con leche; forraje al mediodía y por la noche, un cacho de tortilla o pescado: chicharros, lirios y otros que no conozco.

Los primeros cinco días estuve sin salir, y al sexto me sacaron con un montón de presos a pasear a un patio aislado, que daba a la enfermería. Paseábamos en fila, a distancia de dos metros unos de otros, girando en un gran círculo, sin hablar una palabra y con las manos detrás. Desde algunas partes de este patio se veía el pueblo.

Teníamos un botijo de agua para cinco celdas y para beber había que pedir que abrieran la puerta. Dos celdas más allá de la mía había un preso loco, que hablaba más de lo debido y gritaba y protestaba por todo; el cabo de periodo le arreaba con la porra; un día, estando los cocineros con la perola repartiendo el rancho y nosotros esperando el medio cazo con el plato, oí gritar al preso loco: «¿Usted cree que esto es comida para cristianos?» y luego oí un ruido; asomé la cabeza y vi a un funcionario pringado de arriba abajo con la ración que le había tirado el loco. «¡Cerrad celdas!», ordenó el funcionario, y al pobre lo molieron entre cuatro durante media hora.

En el piso de arriba, sobre estas mismas celdas de periodo, hay otras para presos que tienen grandes condenas y quieren estar solos, en vez de vivir con los demás en brigadas. Les permiten tener muchos objetos personales, siempre que sean inofensivos, y llave propia, aunque como la puerta no se puede cerrar por dentro, cuando ellos están en la celda es el funcionario el que debe cerrar desde el corredor. Ahora voy con mi colchoneta y dos mantas camino de la brigada, detrás de un funcionario. Estoy contento, ¿por qué no? Después de veinte días casi sin hablar con nadie, de pronto me veo rodeado de presos que me miran con curiosidad, y al entrar en la brigada, la tercera, me rodean para pedirme lo de siempre: la filiación. Porque los presos siempre tenemos que dar dos filiaciones: una, a la administración, y otra, a los compañeros. Esta última ayuda a que enseguida te sientas como de la familia. Me saludan dos que estuvieron conmigo en León y salieron antes; son maquis y comunistas y les han caído treinta años. Conocieron a Pedrón y les conté lo que vi y oí en el depósito del cementerio de Ponferrada.

—Era un tipo con buenos cojones y con gran personalidad y muy justo. Sabía dominar a su gente. Nunca permitió salvajadas contra nadie. Atacaba sólo a los ricos, y si vertía sangre, la víctima era siempre un enemigo del pueblo —me dicen.

Yo les digo que a mí me hizo muchos favores.

Como no hay catres libres, echo mi colchoneta en el suelo. Me han dado ropa en el almacén. La que yo traía puesta, la he tirado sucia y rota.

—En el Dueso se come mejor que en otros sitios, ¿verdad? Yo no me quejo de lo que me daban en periodo.

—Ruso, te conformas con poco. Se ve que has pasado mucha hambre por el mundo.

La primera vez que pude ver bien cómo es el Dueso, quedé asombrado. No mentían, no, los que me dijeron que es el mejor penal. Los edificios están rodeados por grandes prados y uno tiene la impresión de estar en el monte. Hay campo de fútbol y frontón, y cuando en el frontón juegan vascos, que son los mejores en la pelota, hay más presos mirando y se cruzan apuestas. El edificio de las cocinas está aparte, y debajo tienen la vaquería, con setenta vacas y leche para los presos. También hay granjas, en las que viven quinientos patos, mil gallinas y mil conejos. Y huertos, con toda clase de verduras. Los presos se encargan de cuidar todo ello y así matan el tiempo. Hay también una piscina, pero está prohibido bañarse en ella desde la fuga de cuatro presos; se comunica con el mar por debajo del muro y me cuentan que en la parte baja de este hay rejas; los cuatro presos bucearon para arrancarlas y luego pasaron por debajo del muro y de la carretera y salieron a unas marismas; pero no fueron más lejos: los guardias los alcanzaron y los mataron a tiros. Ahora, en la piscina sólo dejan pescar: anguilas, carramarros y otros bichos, que los presos fríen o cuecen en infiernillos de alcohol que esconden en sus brigadas, donde también se preparan grandes alubiadas con la comida que les traen los familiares.

Algunos presos tienen su huerto particular, como Perico. Perico puede ver todos los días a su mujer, no porque ella le visite, sino porque vive en una casa que se ve desde el penal. «Mi parienta acaba de salir de casa», suele decir Perico, y se va a cargar la cesta con lechugas, patatas, cebollas y otros productos de su huerto, que ella pasa a recoger y luego vende fuera. Vivían en León, pero la mujer se vino a Santoña para estar cerca del marido y hacerle la cosa más llevadera, pues incluso dicen que el funcionario de la puerta les deja echar de vez en cuando un polvete.

Los domingos hay cine.

—¿Qué es cine? —digo.

—Ven y lo verás.

Y allá me voy. Lo hacen en el comedor, quitando las mesas, y cuesta dos pesetas. La nube de presos cubre los bancos y hay empujones y tortas, y los funcionarios andan por allí para imponer orden con las porras. De la pared del fondo cuelgan una sábana limpia, como las que había en las pensiones de Orense.

—¿Qué película tiran hoy? —dice el preso que tengo al lado.

El último cuplé —dice otro.

En esto, que apagan las luces.

—¡Qué no se ve! —digo.

—¡Qué se calle el Ruso o le pego una hostia!

—¿Cómo vamos a ver el último cuplé si no se ve?

Llega un funcionario y me arrea un porrazo en la cabeza.

—Está prohibido hablar.

¡Pues empieza bien esto del cine!

Se oye un ronquido, cruza un rayo de luz por encima de mi cabeza y veo unas letras en la sábana.

—¡Sarita Montiel! —dice una voz.

—¿Quién es Sarita Montiel? —digo.

—¡Una tía buena!

—¿Y no sale, sólo se ve su nombre?

—Abre los ojos, Ruso, que aquí te viene.

De pronto salen en la sábana unas personas muy grandes. ¡Estos nos matan! ¡Vaya tíos! Pero cuando voy a echar a correr, veo que nadie se mueve y me quedo. ¿Cómo están ahí esas personas? Hay una hembra morena, con las tetas casi al aire, que levanta gritos entre los presos cada vez que sale. Y canta cojonudamente. ¡Con lo buena que está y con ese tamaño! ¡Todas esas personas están detrás de la sábana y quiero verlas bien! Me levanto y voy hacia ella abriéndome paso a empujones y la quito de la pared para ver dónde están las personas y esa tía buena de Sara Montiel, pero no veo a nadie.

—¡Ruso, deja en paz la pantalla!

—¡Agarradle de los cojones y sacadle fuera!

—¡Funcionario, mátelo con la porra!

¡Vaya si me dan! Entre dos funcionarios me sacan del comedor a porrazos y me dejan sin Sarita Montiel. ¡Oiga, que yo he pagado también dos pesetas! Me quedo esperando por allí a que se acabe el cine y luego bajo al patio a ver a Sarita Montiel cuando se marche del penal.

Pero espero, espero y no llega.

—¿Por qué no baja Sarita Montiel?

—Se le ha reventado el sostén.

—¿Dónde se ha metido?

—Se fue. Otro día vendrá. Es nuestra novia de los domingos.

—¿Por dónde ha salido?

—Por la puerta grande, por donde salen las vacas.

Subo al comedor. Las mesas están como siempre y no veo la sábana en la pared. ¿Dónde han metido tanta butaca, el cortinón blanco, tanto traje de la hostia y tanta gente? Llega un funcionario.

—¿Qué andas buscando en esa pared?

—Un agujero.

Hay un preso que se come su propia mierda en bocadillo. La gente dice que para hacerse el loco y que lo saquen, pero yo pienso que ha de estar loco de verdad, pues nadie sano de la cabeza es capaz de comerse su propia mierda. Le llaman «el Cuatrero» porque se dedicaba a robar ganados en Asturias para venderlos en Orense. Tiene tantos delitos que le han caído cuarenta años. Yo pienso que de tanto querer hacerse el loco se ha vuelto loco de verdad, porque dicen que empezó por cortarse las venas y luego pasó a cortarse la ropa con cuchillas de afeitar, y luego la cara. ¡Qué cara tiene el Cuatrero! Toda rota, rajada, abierta, como si le hubieran pasado un arado por ella. Cuando todo eso le falló, empezó a comer mierda. El médico ordenó que le ataran las manos a la espalda, y que cuando fuera al retrete le acompañara un funcionario.

Aquí llega el médico.

—¿Qué tal va eso, Lucio?

—Quiero ir al retrete.

—No, ven conmigo, que tengo que hablarte.

El médico me ve allí cerca y me pide que suba con él para coger un cesto para su hija.

—Mira, Lucio: por más que hagas, lo tuyo no tiene remedio. Cuando cometiste los delitos no estabas loco. Suponiendo que ahora lo estés, que no lo estás, yo nada puedo hacer. Ni yo ni nadie. Excepto si no te importa pasar a una situación peor. ¿Quieres que comunique a la Dirección General de Prisiones que estás loco y que te metan en un manicomio? Saldrías perdiendo en el cambio. En el Dueso se está mejor que en un manicomio.

—Quiero ir al retrete —dice el Cuatrero.

Ha habido una tentativa de fuga. Un maqui, al que habían agarrado en Sierra Morena y tenía treinta años encima, ha salido en pleno día hasta el muro y quería echar una cadena por encima para trepar y huir. Pero enseguida le han visto los centinelas y le han trincado. Este sí que estaba loco de verdad. ¿A quién se le ocurre ponerse a saltar el muro a la luz del sol? Con trozos de cadena con las que atan a las vacas, se había hecho en la vaquería con una de varios metros, pero el trabajo de tantos días se le jodió al final. Estaba tan desesperado, tan loco, que ni siquiera pudo esperar unas horas más hasta la noche. Bueno, pues ahora le caerán unos años más. Yo, la verdad, no estoy tan mal en el Dueso. Voy a pedir el puesto que este pobre tonto ha dejado libre en la vaquería, y así me podré hinchar de leche.

Desde hace algún tiempo voy a la escuela del penal, desde que me he enterado que descuentan medio día por cada uno de clase. Los pupitres son mesas corridas para cuatro, con asientos individuales. El maestro es muy bruto, como aquel otro, pero bueno, y algunos presos le ayudan dando clase a los más atrasados. Tenemos exámenes todas las semanas, y el maestro le lleva al director los papeles para que este vea si alguno de nosotros sólo va a la escuela a cazar moscas y ganar el descuento de ese medio día, y entonces lo echa. Las clases son de nueve a doce y media y de cuatro a seis. Son la lata padre. A ver cuándo me dan el puesto en la vaquería.

En una de esas celdas que están encima de las de periodo hay un abogado que apenas habla con nadie, pero sí conmigo. Le he caído bien. Me hace preguntas sobre mi vida y yo se la cuento.

—Antonio, ¡qué novela se podría escribir con tu vida!

—Pues escríbala usted.

—No, no nos lo permiten.

Tiene miedo de que le castiguen, como cuando intentó fugarse, hace ya tiempo. No sé por qué no le dejan escribir una novela, cuando le dejan tener en su celda casi todo lo que quiere, y además la llave. El hombre me trata bien y de vez en cuando me da vales para el economato.

Por la mañana nos cuenta un funcionario lo que ha pasado esta noche en la que pocos han dormido. Se trata de «el Catalán», que había preparado una fuga que por poco le sale bien. El Catalán es uno de esos comunistas que se escaparon al monte después de perder la guerra, y fue agarrado por los guardias y sentenciado a muerte, aunque luego la cosa quedó en treinta años. Tiene unos cincuenta y su mujer le ha abandonado, hace años que no viene a visitarle al penal, seguramente porque habrá pensado que con esa edad ya nunca lo verá vivo en la calle. Pero a lo mejor es que se le hincharon las narices, porque el Catalán tiene una querida, también de más de cincuenta años y que le visita en el penal. Lo bueno que tiene esta querida es que es millonaria. La vemos cargada de joyas y con grandes abrigos de pieles, siempre diferentes. No sabemos de quién fue el plan de la fuga, si del Catalán o de la millonaria, pero era tan bueno que nada faltó para que saliera bien. El Catalán es de los que viven en celda individual, y ayer noche, en vez de recogerse en ella, cruzó la explanada y se quedó pegado al muro. ¿Cómo hicieron el recuento nocturno los funcionarios, que no le echaron en falta? ¿Acaso los millones de la millonaria habían comprado a alguno? ¿Y cómo se libró el Catalán de los guardias que bajan del muro al anochecer y hacen guardia nocturna alrededor de los edificios? ¿Y los focos? Bueno, es que los focos están sobre los muros y lanzan su luz hacia los edificios, de modo que un hombre pegado a los muros puede no ser visto. El caso es que el Catalán no fue visto. Luego subió por la escalera y se descolgó por la parte de fuera, y corrió a la orilla del mar, donde le esperaba la millonaria con una embarcación a motor y se largaron. Pero resulta que unos paisanos que pasaban casualmente por delante del penal vieron descolgarse a un preso y dieron aviso en el cuartel que está al otro lado de la carretera y los guardias subieron a otra motora y alcanzaron a la de la millonaria y agarraron al Catalán. El pobre se mordía los puños por su mala suerte, por haber sido visto en el muro por aquellos cabrones chivatos. Ahora está en celdas de castigo y dice el funcionario que no saldrá en tres meses, que le harán juicio, que le saldrán varios años más de penal y que no podrá beneficiarse de ningún indulto. Seguro que de esta le abandona la otra mujer, la millonaria.

Tenemos treinta y ocho barberos. Uno, llamado Pedro, con el alcohol para fricciones y azúcar fabrica un licor que quema las orejas. Los presos que tienen dinero se lo compran a vasitos. Pero, como siempre hay algún chivato, pues a Pedro lo agarran con su licor y lo meten a celdas de castigo. Saldrá pronto. Es el mejor barbero: todos se pegan por sentarse en su silla, yo pienso que por la costumbre que les ha quedado del traguito de licor que recibían a escondidas, y porque esperan que, el día menos pensado, Pedro empiece de nuevo con su negocio.

Hoy, en el frontón, dos presos se han liado a hostias por culpa de «la Florines», un marica moreno como un gitano y querida de uno de los que estaban jugando a la pelota. Está muy solicitada la Florines, y por ello su hombre no le quita ojo, porque hay muchos presos que le rondan y le hacen proposiciones. Y resulta que su hombre ha vuelto la cabeza y ha visto cómo otro le daba a la Florines un pellizco en el culo. Ha dejado el juego, ha salido de la cancha y él y el del pellizco se han dado una buena paliza. En el Dueso hay muchos maricas, pero no los suficientes para todos los presos, porque aquí, al cabo de una estancia de pocos años, casi todo el mundo cae en la mariconería.

Por fin, me dan el puesto en la vaquería y ya no tendré que ir a la escuela para ganar ese medio día de reducción de condena por cada uno de trabajo. Estamos catorce presos para atender ciento cuarenta vacas, todas numeradas a fuego. Hay en el penal grandes campos de hierba para pasto y corte, de modo que vuelvo a hacer de pastor. También siego. Tenemos guadañas, que un funcionario guarda bajo llave en un cuartito, y también una segadora a motor. El resto del trabajo consiste en limpiar las cuadras diariamente, sacar el estiércol a la huerta del penal (no a la de los presos), ordeñar y llevar las vasijas llenas de leche al camión, para su venta en Santoña y Santander. Yo hago de todo, menos ordeñar, porque cuando me puse a ello y cogí el mango de la vaca, el funcionario me dijo: «Oye, Antonio, déjalo, que como agarres así a la novia…». Para mí ya se ha acabado el hambre; todos los días me atiborro de leche.

Estoy en la vaquería con un gitano que mató a un hombre de un navajazo en una riña de feria. Otro preso de aquí es un viejito de Puente Genil que mató a un hermano, pero nunca dice por qué. Otro, sorprendió a su mujer con un tío y la emprendió a escopetazos con los dos, matándola a ella e hiriendo al maromo.

Esto no parece un penal. Todo el día al aire libre, entre animales de campo, yerba y huertos bien cuidados, y tragos de leche a porrillo. Además, desde la vaquería se ve la parte baja del penal, la de la puerta, donde siempre hay gente de fuera, visitantes de presos, y entre los visitantes, mujeres. Me gustaría ver más de cerca a estas mujeres. Y también a las que pasan por la carretera, para echarles piropos. A veces, me acerco al grupo de viejitos que se encargan de los arbolillos de esa entrada, con la excusa de ayudarles, pero en realidad para rondar la puerta y ver mujeres. Uno de los funcionarios de la puerta, al que llaman «Chocolate», siempre me está echando de allí.

—Eh, Antonio, a tu vaquería, que aquí no te llama ningún servicio.

Es que sólo a los viejitos les dejan rondar la puerta, porque ¿cómo van a echar a correr en un descuido, los pobres?

Hasta hace poco, a las vacas de la vaquería las consolaba un padre semental, pero se ha puesto enfermo y ahora se tienen que contentar con la jeringa que les mete el veterinario.

En la vaquería hay, también, un viejo muy triste. No pasa día sin que se ponga a llorar un rato. Mató a su propio hermano creyendo que se entendía con su mujer, pero después le entraron las dudas porque ella se cabreó y lo abandonó. El pobre viejo cada vez está más seguro de que eran inocentes.

Es tan buen destino la vaquería, que cuando a uno le quitan de ella se ve como perdido. Es lo que le ha ocurrido a un preso con una condena de veinticinco años, de los que sólo lleva cumplidos seis. Es padre de la novia de un famoso maqui, al que llaman «el Cariñoso», al que ayudaba guardándole armas en su casa. Un día, se las encontraron los guardias y le cayó aquella gran condena. El hombre era feliz en la vaquería y en el huerto que le había concedido la dirección, que araba con vacas. Se le jodió lo bueno el día en que sorprendió a un funcionario dando por el culo a un preso. Lo denunció al director y por ello empezaron a hacerle la vida imposible casi todos los demás funcionarios, y acabaron por echarle de la vaquería. El hombre se sintió tan desesperado que, al cabo de unas semanas, me dijo que se fugaba y me pidió que le buscara unos ganchos. Él ya tenía una cadena y necesitaba los ganchos para unirlos a ella y así poder colgarla del muro y descolgarse él por la pared de fuera. Me dio tanta pena, que prometí ayudarle, aunque, en realidad, fui dando largas al asunto. Aparte de que era difícil encontrar hierros para hacer esos ganchos, no puse mucho empeño, pero él me mareaba tanto, que al fin arranqué las bisagras herrumbrosas de una puerta y se las di, diciéndole: «Es mejor que no lo intentes». No sé si me hizo caso o comprendió lo descabellado de la fuga, el caso es que fue pasando el tiempo y no ocurrió nada.

En Nochebuena comida extraordinaria, con medio litro de vino por cabeza. Como algunos presos no beben o no beben toda su ración, la venden por tres pesetas, y otros se hacen con diez o doce litros de vino y agarran cogorzas de puta madre. También nos dejan cantar y la banda de música de los presos toca sin parar y allí bailamos todos a lo suelto o agarrados machos con machos.

Al final, corro a los retretes con las tripas deshechas. Todas las puertas están cerradas. Espero. Hay otros presos rondando por aquí. No puedo más y voy a empujar una puerta. Un preso me cierra el paso.

—No se puede pasar.

Nos miramos y comprendo: dentro hay dos maricones.

—¡Pero me estoy cagando!

El preso se encoge de hombros. Por fin, se abre la puerta y salen dos subiéndose los pantalones.

Desde hace tiempo tenía echado el ojo al puesto de ordenanza de la puerta principal, pues al preso que lo ocupa le faltaba poco para dejar el penal. Y resulta que hoy ha cumplido y yo pregunto a un funcionario qué hay que hacer para que me den el puesto, y me dice que eche una solicitud al director. Corro a la celda de mi amigo el abogado y me da dinero para comprar en el economato papel de barba, y vuelvo a escape y enseguida se pone a escribir sobre una mesita que tiene en su celda: «Señor director: el recluso Antonio Bayo solicita la plaza de ordenanza en la puerta principal de este penal. Es gracia que espera alcanzar de usted, cuya vida guarde Dios muchos años para bien de la población reclusa».

—¿Hay que poner siempre todas esas tonterías? —digo.

—Sí, Antonio. En nuestro país, lo más importante son las tonterías.

A un preso de cuarenta años, no sé por qué, le llaman «el Moscovita». Es de Guardo, pueblo de la provincia de Palencia, y su afición era violar a las muchachas que se le ponían a mano. Aunque no le cayeron treinta años por eso, sino por haber matado a dos. Resulta que encontró a una pareja de chavalitas regando un huerto y él se acercó y quiso agarrar a las dos, pero sólo agarró a una, mientras la otra echaba a correr. El Moscovita se puso como loco y cogió una azada y se la tiró a la cabeza, con tan buena puntería que la alcanzó y la mató. La otra empezó a gritar aún más al ver aquello, y el Moscovita comprendió que la tenía que matar también para que no cantara. Y la mató. Más tarde, lo agarraron. Ahora se le suele oír que le salió todo al revés, que las mató no queriendo haberlas matado, y no se las tiró queriendo habérselas tirado.

Me dicen que vaya al jefe de servicios.

—Se presenta el recluso Antonio Bayo.

—¿Es usted el que ha hecho una solicitud para la puerta principal?

—Sí, señor.

Estoy en posición de firme, como hay que estar, y muy contento, porque son muchos los presos que han hecho solicitudes como la mía, pero parece que me han elegido a mí.

—Acompáñeme al despacho del director.

El director es alto y fuerte, moreno y con gafas. Está sentado detrás de su mesa y me mira con ganas de saber lo que estoy pensando.

—Se presenta el recluso Antonio Bayo. A sus órdenes.

—Siéntese.

Me siento.

—Usted ha enviado esta solicitud, ¿verdad?

—Sí, señor.

—¿Se considera competente para desempeñar ese cargo de ordenanza?

—Sí, señor.

—Debe saber que no se trata de un trabajo cómodo, aunque lo parezca. Entre sus obligaciones está la de atender la casa de los funcionarios de la puerta, limpiarla, hacer la cama, hacer café en la cocina de carbón y calentar comidas, ordenar la oficina. Luego, el servicio propiamente de la puerta: abrirla y cerrarla al paso de los vehículos, recoger recados… En fin, cosas así, que le obligarán a estar en continuo movimiento. Y a muchos reclusos lo único que les gusta es tumbarse.

—Yo atenderé bien la puerta, señor.

—De acuerdo. Aquí nos gustan los hombres que se integran a la vida del penal con buen espíritu. ¿Cuánto tiempo lleva usted entre nosotros?

—Nueve meses.

—No se le habrá ocurrido dar este paso para escaparse, ¿verdad?

—No, señor.

—Para el ordenanza de la puerta principal resulta relativamente fácil huir.

—No, señor. Bueno, sí, señor. Pero es que yo no quiero huir. Me encuentro bien aquí.

—¿Dice que se encuentra bien en un penal? Usted querrá decir que lo soporta bien.

—Mire usted: es que yo, fuera, vivía peor. Si quería comer, tenía que robar. Es bueno esto de tener la comida segura. Y no es mala comida la del Dueso. Y vivo sin el miedo a las palizas en el cuartel.

—No mencione eso aquí.

—No, señor.

—¿De modo que usted no se escaparía aunque se encontrase con la puerta abierta, solo, sin funcionario cerca?

—No, señor.

—¿Pero no echa en falta la libertad, nada de lo de fuera?

—Sí, las mujeres. Y esta es una de las razones de haber echado la solicitud para la puerta. Pasan muchas mujeres por la carretera. Vienen muchas a visitar a los presos. En la puerta principal nadie se aburre, señor director.

—Pero sólo podrá mirarlas.

—Menos es nada.

—Empezará a partir de mañana.

El puesto de ordenanza es tan bueno como yo me había imaginado. ¡Todo el día viendo hembras de cerca! Por una parte, las que entran y salen para visitar a los presos. Por otra, las que pasan por la carretera, justo pegando a la puerta de rejas. En verano, muchas de ellas van ¡en bikini!, porque van a la playa. Me como sus carnes con los ojos. ¡Qué buenas están las jodidas! Las piropeo y las cabronas se ríen y mueven más el culo. Y, claro, Antonio Bayo anda como los monos en la jaula.

De los tres funcionarios que se alternan en la puerta principal, uno es bueno, otro regular y el otro malo. El malo es «Chocolate». Le llaman así porque un día en que estaba de cabreo volcó de una patada el tanque en que unos presos se hacían chocolate en la brigada. Las verdaderas cocinas de los presos son las que el penal ha construido contra una pared, cerca del economato; son de ladrillo y con leña o carbón se guisa de todo. ¡Se monta cada alubiada! Pues con Chocolate tengo que andar como una vela. En cambio, con don Dionisio, que es el bueno, hago casi lo que quiero. Yo cumplo con mi obligación y él no me molesta. Hablamos mucho, pues aunque un funcionario no es un preso, se aburre tanto como nosotros. Siempre me entrega parte de su comida y se preocupa por mí: cuando le hablé de mis planes de ir hacia Asturias a la salida del penal, me dijo:

—No vayas, Antonio, que por allí la gente es muy revolucionaria y te van a liar.

El consejo me gustó por dos razones: porque vi que don Dionisio me hablaba como a un hijo, y porque me quitó las pocas ganas que tenía de trabajar en las minas de Asturias. Yo, como siempre, lo que quiero es volver a La Baña, al lago, o a mi cueva de La Fervienza. Pero resulta que es bueno decir de vez en cuando a las autoridades que uno piensa cambiar de vida, y para cambiar de vida lo mejor es cambiar de sitio.

Ahora, mi vida es así: cuando tocan diana, recojo mi catre de la brigada y bajo con todos a tomar el café en el comedor, y luego doy a un compañero el plato y la cuchara para que me los lleve a la brigada y así yo poder bajar derecho a la puerta y empezar con los trabajos. Recojo la cama donde ha dormido el funcionario, que es plegable, barro y quito el polvo, y hago otros trabajos que me mandan. El resto del día lo paso atendiendo la puerta, aunque dispongo de ratos libres para pescar en la piscina; la mujer de un preso me ha traído anzuelo y nailon, y de la tierra saco gusanos; pesco anguilas, panchos, sarrones, que desde el mar entran en la piscina a través de aquellos barrotes del fondo que abrieron aquellos presos que se escaparon, aunque enseguida los cosieron los guardias. Al toque de fajina, rumbo a comer, y por la noche, después de la cena y antes de acostarme en la brigada, bajo a hacer la cama del funcionario de guardia. A veces, la dejo hecha antes de subir y así no tengo que bajar.

En la brigada se me acercan tres comunistas y me dicen:

—Oye, Ruso, el ordenanza que ocupaba la puerta principal antes que tú nos subía un periódico que le entregaban nuestros familiares. Supongo que a ti no te importará hacer lo mismo. Ya sabes que está prohibido meter periódicos en el penal, pero no te preocupes, que si te sorprenden y te encierran en celdas de castigo, nosotros te ayudaremos.

—No contéis conmigo. Yo soy un preso ladrón, no un preso político, y nunca me afiliaré a ningún partido. ¿Sabéis por qué? Pues porque de esos líos políticos no entiendo ni castaña. Aunque sí las consecuencias que pueden traer.

—Bueno, Ruso, no te pongas así. Has hablado claro y se terminó. Lo único que te pedimos es que no cuentes a ningún funcionario lo que acabamos de proponerte. Mira, ten estos duros.

—Gracias, pero no necesito dinero para estar callado.

Sólo cuatro días después me entero de que nada menos que un funcionario les pasa de la calle el Mundo Obrero a los comunistas. Este sí que ha aceptado los duros.

Uno de los comunistas tiene una hija que da gusto verla. Le visita, al menos, un día por semana, y, después de la charla con su padre en el locutorio, la veo hablar con el funcionario que pasa el Mundo Obrero a los comunistas y entregarle un envoltorio. «Ahí va el contrabando», me digo.

La chica siempre se queda un rato de palique conmigo.

—¿Ya te escribe la novia, Antonio?

—A mí no hay nadie que me quiera.

—Ya habrá más de una chavala de tu pueblo llorando por ti.

—Los únicos que me lloran en mi pueblo son los piojos, que ya no pueden chuparme la sangre.

Así una semana y otra. Hasta que la chica me dice que el funcionario ya no quiere pasar el Mundo Obrero y que lo haga yo. Es guapa de verdad, me mira con unos ojos grandes y en sus preciosos labios le leo que está nerviosa por mi contestación.

—Yo nunca niego nada a las mujeres bonitas.

—Gracias, Antonio.

A su padre y a los suyos les extraña que yo les vaya con un periódico.

—¡Vaya, Ruso, que te estás haciendo comunista!

—Ni comunista ni leches. Lo que pasa es que si los comunistas hacéis todas las cosas tan bien como hacéis las hijas…

Uno de mis trabajos en la puerta consiste en registrar los camiones que entran con comida o con palmito, mimbres, barnices u otros materiales para los talleres de los presos. Y, sobre todo, registrarlos a la salida, por ver si va escondido algún recluso. Yo hago el trabajo, mientras el funcionario mira. Me pregunto si es que confían en mí o es que son vagos.

Lo único que no me habían dejado hasta hoy es clavar una aguja en los pies de los muertos. Cuando un preso la palma, pues se le mete en una caja y esta sale en camión. Se para en la puerta y el funcionario coge una aguja con mango que se guarda en un cajón de la oficina y levanta la tapa de la caja y le pincha en los pies al tipo para ver si de verdad está muerto. Antes, nadie se tomaba este trabajo. Pero dicen que desde que el director de algún penal leyó un libro llamado El Conde de Montecristo, donde un hombre escapaba de una prisión poniéndose en el lugar de un muerto que echaban al agua, en todos los penales de España se pincha a los muertos antes de sacarlos, por si a algún preso se le ha ocurrido hacer lo mismo que en el libro.

—Vamos, Antonio, ya es hora de que aprendas medicina —dice don Dionisio.

Hay un camión con un muerto parado en la puerta. El funcionario me mira, con una aguja en la mano.

—Levanta la tapa del fiambre.

La levanto. No me resulta muy familiar la cara del preso. ¡Es que somos casi dos mil! Parece sólo dormido.

—¿Has visto alguna vez cómo se hace?

—¿Lo de pinchar? Sí, pero de lejos.

—Pues ahora lo verás de cerca.

Y me pone la aguja en la mano. Los pies del preso de la caja están desnudos.

—¿Por qué te paras? ¡Vamos, adelante!

Meto la mano en la caja y apoyo la punta de la aguja en el pie. Está duro. Las tripas se me revuelven.

—Bueno, Antonio, vamos a ver si está muerto o no.

—Sí, está muerto.

—Hay que pincharle.

—¡Pero si está muerto!

—¿Y si luego se nos levanta al otro lado de la puerta?

—Este no se levanta ni aunque le pongan encima a la Sarita Montiel. Don Dionisio me mira y veo que se me está cabreando. Cierro los ojos y aprieto. Es como si la aguja entrara en madera. Miro. Ha salido una agüilla. Los pies han resistido el pinchazo sin moverse. Pero es don Dionisio el que tiene que sacar la aguja. Me agarro al borde de la caja para no caer.

Don Dionisio me da en la oficina dos copas de coñac, mientras él firma un papel diciendo que aquel preso sale muerto.

—Queremos ver a Juan Gómez.

Acaban de llegar a la puerta dos mujeres jóvenes.

—Las visitas son por la mañana y ahora es la tarde —digo.

Llega don Dionisio.

—¿Qué pasa, Antonio? Anda, déjame. ¿Qué desean ustedes?

—Ver a Juan Gómez.

—No es hora de visitas.

—Ya se lo he dicho —digo.

—Hemos venido de León sólo a verle y nos volvemos enseguida.

—¿Son hermanas suyas?

—Yo, sí, pero esta muchacha es su novia.

La novia baja los ojos y se pone roja.

—Se quieren conocer —dice la hermana.

—¿Es que son novios y no se conocen? —dice don Dionisio.

—Sólo se han carteado y se han visto en foto.

Don Dionisio se rasca la cabeza y luego entra a telefonear que baje ese Juan Gómez.

Don Dionisio es un buen hombre. La hermana sonríe y la novia se pone muy nerviosa. Llega Juan Gómez. Es uno de los comunistas, con una condena de treinta años. Es un muchacho largo y serio, que cuando se ve ante su novia no sabe qué hacer. Su hermana le abraza, le besa, le dice que los padres están bien y luego le presenta a su novia.

—Esta es Luisa.

—Ya me he dado cuenta.

El pobre chico no sabe qué decirle ni dónde poner las manos. Y ella está roja a estallar. Pero sonríe feliz.

—Llevan un año escribiéndose —dice la hermana.

—Pasen al locutorio —dice don Dionisio.

Y allí los dejamos. Al cabo de una hora me dice don Dionisio:

—Ahí dentro sobra uno.

Se asoma al locutorio y dice a la hermana que salga. Ella nos mira y mira a los novios.

—Déjelos solos. No pasará nada. Sólo unos besos —dice don Dionisio.

La hermana sale, volviendo muchas veces la cabeza hacia atrás.

—Quiere que sean felices, ¿no? —dice don Dionisio.

Luego me agarra del brazo y también me aparta de allí. Durante una hora más don Dionisio no hace más que hablar a la hermana, que no abre la boca. Yo no hago más que mirar el locutorio, pensando en cómo se estarán poniendo los novios que no se conocían. ¡Ahora sí que se conocerán!

No sé qué es mejor: si vivir en el interior del penal sin ver mujeres, o en la puerta viéndolas a todas horas y estando todo el día caliente.

—¡Quién pudiera ir con vosotras a la playa! —les digo.

—¡Pobrecito! ¿Qué nos harías tú? —me contestan.

Las mando besos y ellas me los devuelven.

—Don Dionisio, si yo me echo novia, ¿ya me dejaría…?

—¿Qué locura me estás proponiendo?

—A los demás ya les deja.

—Yo sólo les dejo que hablen.

—Usted sabe que hacen más que hablar.

—Tú eres un mal pensado, Antonio.

Porque el bueno de don Dionisio se ha convertido en alcahuete.

Deja pasar a las mujeres de los presos empleados en el economato y a la novia del ordenanza del director, y encierra a las parejas en el locutorio o en la misma casa de los funcionarios.

—Ven, Antonio, vamos a dar un paseo por allí —me dice para alejarme.

Cuando sale la pareja, volvemos y tomamos todos café que se manda traer de fuera.

—Don Dionisio, ¿pero cuándo me va a dejar a mí?

Me llevo bien con todos los presos, porque desde mi puesto en la puerta puedo hacer favores a todos: recados de la familia, paquetes, periódicos… A los comunistas les subo, escondido en la ropa, un periódico que lleva una hoz y un martillo, y a los falangistas —porque también hay falangistas en el Dueso— otro periódico que tiene un yugo y unas flechas. Todos corresponden dándome comida y puedo decir que nunca en mi vida he comido como aquí. Además, esto de que la gente te mire bien y te busque y te dé coba es para mí algo tan nuevo que desde mi llegada a este destino de ordenanza de la puerta pienso con pena en el día en que se me acabe, es decir, en el día en que tenga que salir del penal. Sí, no me avergüenzo de decirlo: en el Dueso no sólo como bien y todos los días, sino que me siento una persona. Algunas veces lloro bajo la manta.

Sin embargo, cada vez son más frecuentes las protestas de los presos por la que ellos llaman mala comida.

—No es tan mala —digo.

—Ya se ve, Ruso, que tú no has comido más que berzas. Pero por compañerismo supongo que te unirás a los demás para no entrar mañana en el comedor.

—Vamos a hacer una huelga de hambre de varios días —dice un comunista.

Al día siguiente don Dionisio me pregunta por qué no subo a comer. Y entonces le digo lo que se ha tramado, porque, en realidad, lo iba a saber pronto, y él coge el teléfono y avisa al director y este baja con el administrador y me pregunta qué es lo que sé yo, le cuento lo mismo que le conté a don Dionisio, y entonces el director hace llamar por los altavoces a los presos con destinos y a los que redimen penas, y cuando nos tiene reunidos nos amenaza con dejarnos sin cargos y sin redenciones si no entramos los primeros en el comedor. Bueno, pues allá vamos. Nos dicen que ya han apaleado a un funcionario que quiso obligar a un preso a porrazos a entrar en el comedor. Los demás presos se le echaron encima y lo dejaron medio muerto, aunque luego permitieron que fuera retirado por los otros funcionarios.

En los alrededores de la puerta del comedor está el penal en pleno. Los funcionarios nos han puesto delante a los de los destinos y a los de redención, para que abramos brecha, y cuando los primeros llegamos a la puerta, aquello se convierte en una casa de locos. Los dos mil reclusos se lanzan sobre los cien funcionarios y se monta a mi alrededor una batalla campal. No va nada contra los de los destinos ni contra los de redención: sólo contra los funcionarios. Estos se defienden a porrazos y también sacan sus pistolas y oigo algunos disparos, pero acaban perdiendo sus porras y sus armas y escapando para salvar el pellejo.

—No te preocupes, Ruso: los de destino tenéis más que perder y no podíais hacer otra cosa —me dice uno de los comunistas.

Son los comunistas los que dirigen la protesta o rebelión, porque eso ya es un verdadero motín. Así lo llama el director por los altavoces cuando pide a toda la población reclusa que obedezca y entre en los comedores. Rompen el penal los gritos pidiendo mejor comida. Los presos se han apoderado de todas las llaves y listas de servicios de los funcionarios, para que estos no hagan ninguno. Después de un día entero sin comer más que de los paquetes que trajeron las familias, se vota al segundo día por entrar al comedor. Pero como la comida sigue siendo mala, pues todo el mundo afuera sin probarla. Esto se repite en los siguientes días, hasta el octavo. El director no cede, no mejora la comida, y los presos siguen dueños del penal y rechazándola. Se pasa hambre, porque se han acabado los paquetes de comida que se guardan debajo de las camas. Pero los presos políticos mantienen el espíritu de todos con discursos. Desde el primer día, fuerzas armadas llegadas de Santander y de Santoña han puesto cerco al penal. Y amigos y familiares de los presos montan otra guardia en la carretera y protestan porque no se les permite pasar paquetes de alimentos.

Por fin, el octavo día se presentan ante los presos el director y el administrador.

—Hablad —dice—. Atenderé las quejas cuya solución esté en mi mano. Pero les advierto que siempre les acusaré de haberse rebelado. No existe justificación para lo que han hecho. En las leyes penales hay cauces para haber hecho llegar hasta mí todas las anormalidades que se observen.

—Usted sabe que hemos agotado todos esos cauces sin conseguir nada —dice un político.

—Ustedes no son quiénes para decidir si se han agotado o no todos los cauces, ni tampoco para marcar el ritmo a nuestras soluciones.

—Supongo que habrá venido a hablarnos de otra cosa.

—Sí, he venido a ayudarles, a hacerles desistir de su postura de rebeldes. Les escucho.

—Los presos trabajamos en la huerta y no probamos verdura fresca. Trabajamos en la vaquería y no probamos la leche, pues el desayuno es agua sucia. Trabajamos en la granjas de gallinas y de patos y no nos sirven huevos más que una vez por semana. ¿Adónde van todos estos productos que proceden del trabajo de los reclusos? Todos lo sabemos: van a los mercados del exterior y de su venta no se benefician los presos.

¡Ahora sí que comemos como reyes! Tenían razón los presos políticos: comíamos mal, teniendo en cuenta cómo se podía comer. Desde el motín, nos sirven huevos, pato y pollo los jueves, los sábados y los domingos y festivos.

—Esto no lo hemos conseguido por los cauces legales —repiten los políticos.

Al director y al administrador se les ha colgado lo que ganaban con la venta de estos productos. Además, el pueblo de Santander se pone de nuestra parte y nos regala una ternera, y unos pescadores que acaban de pescar un cachalote, lo traen al penal en un carro y lo entregan gratis a la cocina para los presos.

Sólo hubo violencia una vez durante los ocho días de motín: ocurrió en el segundo, cuando el grupo de presos falangistas se enfrentó al grupo de presos comunistas.

—¡No hay derecho a pegar así a un funcionario! —dijeron los falangistas.

—¿Por qué nos miráis a nosotros?

—¿A quién, si no, vamos a mirar? Seguís siendo tan criminales como en la guerra.

—¡Oíd, reclusos del Dueso: Falange Española está llamando criminales a los demás!

Suena una carcajada. Luego, los comunistas y los falangistas empiezan a hostias en medio de todos los demás. Sin embargo, en la rebelión lucharon codo con codo.

A un preso catalán le llaman «Matamadres» porque violó a la suya y, para que no gritara, le puso una mano en la boca, y es tan bruto que la ahogó. Después la tiró por las escaleras, para hacer ver que se había caído. El Matamadres dice que una madre es como cualquier otra mujer.

Ya dije que en el Dueso también hay campo de fútbol, y se monta cada partido de la leche. Yo no conocía esto del fútbol hasta llegar aquí; sólo había oído hablar de él en Ponferrada. Se cruzan apuestas, como en el frontón, se meten muchos goles y también se descalabra mucha gente.

—¡No seáis tan brutos! —dicen los funcionarios.

—En algo nos tenemos que desahogar —dicen los presos.

Y es verdad: a los hombres que están entre rejas años y años, cuando les dan ocasión la arman. Justamente hoy ha regresado al penal un preso que llevaba ocho meses fuera, en el hospital de Valdecilla, por habérsele salido un hueso de la rodilla por culpa de una patada jugando al fútbol. El caso es que el médico del penal, después de reconocerlo, no lo mandó al hospital, y por allí veíamos al muchacho cojeando, y todos pensábamos que quedaría cojo para siempre. En esto, que se meten en medio los comunistas. Piden hablar con el director y allá se van unos cien. Luego nos contaron la entrevista. «Señor director», le dijeron, «este preso necesita una asistencia que no se le puede prestar aquí». «Ya saben ustedes que ha sido reconocido por nuestro médico, el cual no ha creído necesaria otra intervención», les dijo el director. Y los comunistas: «El médico, usted, todos los que tienen ojos, pueden ver que el muchacho cojea cada vez más. Su obligación, señor director, es comunicar el caso a la Dirección General de Prisiones para que nuestro compañero sea llevado al hospital de Valdecilla, pues, como quede inútil para el resto de su vida, usted será el responsable». Me dijeron que al decir lo último, el comunista que hablaba miró al director como si continuara en la guerra y en la trinchera de enfrente. El cojo fue enviado al hospital de Valdecilla y cuando lo devolvieron, ocho meses después, su pierna estaba curada. Cuando se corrió la voz de que se había metido en el partido comunista, todos los presos pensamos que era lo menos que podía hacer. Don Dionisio, que tiene un gran corazón, también se alegró, y me dijo: «Antonio, que le vayan a ese muchacho hablando mal de los comunistas, que son los que le han salvado. En todo el Dueso son los únicos que se preocuparon de él. En cambio, toda esa cuadrilla de cabrones…».

Hoy, 24 de septiembre, día de Nuestra Señora de la Merced, se celebra una boda en el penal: se casa un muchacho de Castro, de familia rica. Conozco a su novia; es muy maja y llega muy elegante y feliz, con parientes y amigos.

—Sólo puede pasar la familia —dice Chocolate.

—Este señor es Antonio Molina y queremos que nos alegre la boda con sus cantos y los de su compañía.

¡Vaya chavalas las de su compañía! Morenas, graciosas, limpias, de ojos como soles. ¡Si se arma una fiesta yo no me la pierdo! Chocolate llama por teléfono al director.

—Lo siento, pero ya hago bastante con permitir la entrada a la familia —dice el director.

—Mire usted, señor director —dice el padre del novio, el rico de Castro—. Como este buen artista, Antonio Molina, actuaba por aquí, pues le he pedido que amenice la boda de mi hijo y él ha aceptado. ¿No podría hacer usted una excepción?

—Lo siento, imposible.

Las mujeres morenas de la compañía empiezan a pedírselo también, con bastante escándalo. El director mueve la cabeza y levanta las manos para que se callen.

—Lo siento, lo siento, son demasiados. Sin embargo, para no ensombrecer aún más esta boda, permitiré al señor Molina que pase solo.

Lloran las chicas morenas de la compañía.

—Tengo tanto interés en cantar en este penal que lo voy a hacer gratis —dice entonces Antonio Molina.

—¿Y a qué se debe ese interés? —dice el director.

—A que mi padre fue fusilado ahí dentro. Y yo deseo llevar una alegría a los hombres que ahora sufren en él.

Al director le ha volado la sonrisa.

—Pues si su padre murió aquí, usted no lo pisa —dice.

Las chicas morenas de la compañía lloran con más fuerza. La cara del director dice que no hay nada que hacer.

—Que alguien transmita mis saludos a los presos —dice Antonio Molina con los ojos húmedos.

Se despide de la novia y de sus parientes y se va con las chicas morenas y sus guitarristas, todos muy tristes.

Luego se celebra la boda en la capilla del penal, y si todas las que he visto aquí parecen más bien funerales, en esta los novios y la parentela lloran más que en ninguna.

Cuando les cuento a los presos lo de Antonio Molina, dicen que el director es un cabrón. Yo no pienso eso. No es un mal hombre, perdona muchas faltas y ahora da bien de comer. Dicen que lo de comer se consiguió con un motín, pero la verdad es que antes tampoco se comía mal. Cuando sale y entra en su coche, el director se suele parar a hablar conmigo. «Qué, ordenanza, ¿cómo va eso?». En cualquier caso, siempre me dice: «Buenas tardes», o «Buenas noches», o «Buenos días». No, no es un mal hombre. Él, el administrador y los jefes de servicios viven cerca de la playa, en un grupo de chalets que hasta la guerra pertenecieron a gente de izquierda, que huyeron a Francia.

Un pescador de Santoña, de los que suelen traer al penal parte de su pesca sin cobrar nada, me ha regalado una plantita de peral y la he plantado frente a la casa de los funcionarios de la puerta. Los presos enseguida le ponen al peral el nombre de Ruso.

En el tiempo que llevo en el Dueso se han celebrado unas veinte bodas. Los padrinos suelen ser los propios funcionarios, y las madrinas, monjas seglares. Al final de cada boda, el director obsequia al grupito con unas bandejas de pastelillos, pinchos y vino.

Hace quince días se casó un asturiano que tiene dos condenas: una de treinta años y otra de veinticinco. Después de las bodas, el director sólo permite a los novios que se den un beso. «¿Para eso se casan?», pienso yo. «¿Cree el asturiano que su mujer le va a esperar cincuenta y cinco años?». Lo que la suya le hace a un marroquí me da la razón, y eso que el marroquí saldrá dentro de doce años. Se casaron en la misa de un domingo y el director les puso en el corredor de las celdas de periodo una mesita con cosas de comida para picar. Ni el marroquí ni su novia probaron bocado: sólo esperaban darse el beso de reglamento. Se agarraron el uno al otro como lapas y tuvieron que separarlos los funcionarios. Luego, ella se abrazó a su hermana y lloró como una Magdalena. Trabaja en Santoña y durante un año ha visitado puntualmente a su marroquí.

—Don Dionisio, ¿por qué no los deja solos en el locutorio? Tenga en cuenta que nunca lo han hecho, ¡y están casados! —le digo.

—Precisamente, por eso, porque nunca lo han hecho: el director me pondría en la calle si ella tuviera un hijo.

De modo que la culpa es de don Dionisio si a la chica se le ha empezado a ver con otro. Ha ocurrido al año de la boda. Yo, desde la verja de la puerta, la veo llegar de visita, del brazo de un tipo alto y de buena facha, al que deja fuera: Después de charlar un rato con su marroquí en el locutorio, sale, se agarra otra vez al maromo de la esquina y se va tranquilamente. ¡Pobre marroquí!

Los guardias del muro siempre me están pidiendo unos estuches fabricados por algunos presos con cajas de puros forradas en seda y que quedan muy bonitos. Ya les he vendido varias, es decir, les he cobrado las cincuenta pesetas que me cobran a mí los presos.

—¿Por qué no les cobras más a esos vagos? —me dice don Dionisio.

—¿Cobrarles más?

—¡Claro! El que quiera criados, que los pague. Cóbraselas a ciento veinticinco pesetas.

La verdad es que yo podría ganarme un dinerito y, lo que es mejor, me vengaría de los guardias, aunque por mucho que les cobre jamás llegarán a pagarme los vergajazos que he recibido de ellos en tantos años. De modo que cuando les llevo al muro lo que me piden, todos quieren quedarse con el estuche, pero cuando les digo que cuesta ciento veinticinco pesetas, se quedan quietos.

—Oye, Ruso, que no ha subido tanto la vida.

—Dígaselo a ellos.

—Tú quieres robarnos por la cara.

—Pues no lo compren.

Me pagan las ciento veinticinco pesetas. Y me pagarán lo mismo por cuantos estuches les lleve. ¡Así os arruine, cabrones!

En el taller de reparaciones de radios, un preso tiene una con la que se oye Radio Pirenaica. Oye las noticias y al día siguiente se las cuenta a todos. Esta noche han matado a un preso en la brigada por haberse chivado lo de la radio. Está prohibido oír noticias, y menos de Radio Pirenaica, y el chivato se lo dijo a Chocolate, que ayer tenía guardia en ese taller, y Chocolate dio parte a la dirección y al preso de la radio le caerá un paquete. Pues por la noche le echaron una manta encima al chivato y entre una docena de presos lo ahogaron, lo aplastaron y lo reventaron a patadas, ante las miradas dedos demás presos, y allí lo dejaron hasta la mañana, en que el funcionario de guardia descubrió el pastel. Nadie había visto nada, ni siquiera el de la imaginaria. El muerto había echado sangre por las orejas y por la boca, y tenía el cuerpo morado. En las cárceles y penales se odia a muerte a los chivatos, todos los presos se unen contra ellos y las reclamaciones al maestro armero.

A un atracador, con pena de muerte conmutada y treinta años de condena, se le oye decir con frecuencia que a él le cayeron cuatro años por matar a un perro. Con tres compañeros asaltó de noche el auto en que viajaba el cajero de un Banco de Ávila con su mujer, tres hijos y un perro. Al no encontrar el dinero que esperaban, pues mataron a las cinco personas y al perro.

—El juez me dijo que me echaba cuatro años por el perro —dice el atracador.

Cuando le viene este recuerdo se pone de un cabreo que no hay quien le aguante.

La querida millonaria del Catalán sigue visitando a su hombre. Se presenta, como siempre, muy pintada, con grandes abrigos de pieles y joyas brillantes, y alguna que otra vez don Dionisio los deja solos. Ya no son ningunos niños, pero están muy enamorados. La millonaria parece una mujer fiel. Acordándome de la del marroquí, echo un vistazo por la calle a ver si la espera algún tipo mientras ella está de visita, pero no. No veo a nadie, ni siquiera dentro del cochazo que se trae. Me dan pena. Les quedan más de quince años de espera. Cuando él salga, los dos serán ya ancianos. Sin embargo, ella, con todos los millones que parece tener, no abandona a su preso, al pobre desgraciado.

—Adiós, Antonio, hasta la semana que viene.

—Adiós, señora.

Una de dos: o están preparando otra fuga o esperando a que se muera Franco.

Mientras echamos un cigarro, un compañero preso me dice que hace tiempo quiere decirme algo.

—Pues venga.

—Mira, yo conozco a una chica de un pueblo de León que te convendría. Se llama Rita y es guapa y hermosota.

—¿Para casarnos?

—Sí, claro, para casaros.

Miro al compañero. Nunca me habían hecho una proposición semejante. Creo que me está tomando el pelo.

—Los presos debemos ayudarnos unos a otros y no burlarnos.

—No me burlo de ti, Antonio. Yo hablo de esta chica para ayudarte. Es bueno recibir cartas de fuera y tú no las recibes.

Es verdad: en tres años, madre sólo me ha escrito cuatro.

—Yo conozco a Rita: es cariñosa y sabe leer y escribir. A lo mejor, carteándoos os tomáis cariño. Ella está sola y tú también.

—¿Por qué está sola si es tan guapa?

—Bueno, Antonio, te lo diré: es soltera y tiene una niña de cinco años. El tío la abandonó. Veo que ya no te interesa la chica.

—¡Calla! En mi pueblo casi todas se casan después de haber parido.

—Pues por eso se encuentra la pobre un poco sola, un poco mal vista.

—¿Cuántos años tiene?

—Treinta y dos.

—Cuatro más que yo. ¿Y dices que es buena moza?

—Buena, buena.

—Pues que me mande la foto.

Llevo cinco meses carteándome con Rita, es decir, con la foto de una mujer lucidota, alta, de cara larga y apetecible. Sí, es bueno tener fuera de la cárcel a alguien que piense de vez en cuando en uno. Y es verdad que Rita es cariñosa. Sus cartas están llenas de preguntas sobre mí. ¿Estás bien de salud? ¿Coméis bien? ¿Qué te apetece, para que te lo envíe? ¿Quieres que te siga escribiendo? ¡Pues claro que quiero, Rita! Y llega un momento en que ya no puedo vivir sin sus cartas. Miro su foto, su cara seria y tranquila, con una boca grande que me deja tonto, y me gusta leer sus cartas mirando esa cara suya y figurándome que me está hablando.

Mis cartas son más largas que las de ella, pero, claro, es que un preso tiene más tiempo. ¿Es cierto que esta mujer de la foto puede ser mía? Se la enseño a los presos y todos la miran y remiran, alborotan como corzos en celo y a algunos les noto que se van a su catre a hacerse una paja. No, no puedo creer en mi suerte.

«Rita, ¿por qué no vienes a verme?». Ella da largas. Me dice que tiene mucho trabajo. Cuando le digo a don Dionisio que ya tengo novia y que si viene algún día nos tiene que dejar solos en el locutorio, como a las demás parejas, él me dice que a ver de dónde me invento que él deja hacer esas cosas.

Por las noches sueño con Rita. ¡Me la he tirado tantas veces que ya no me va a hacer ninguna ilusión!

En las últimas cartas ya empezamos a hablar de boda.

¡Ha muerto el Papa! ¡Ha muerto el Papa! La noticia corre por todo el penal y todo el mundo salta de alegría porque habrá indulto. La ha oído el preso de la radio.

—¿Y saldremos todos? —digo.

—Todos, no, pero sí muchos. ¡Y tú, Ruso, seguro!

Me entra un temblor en las tripas. ¡La calle! ¿A ver si de verdad me mandan fuera? No quiero salir. Lo que pasa es que me da miedo volver a vivir en la calle. ¿En dónde voy a estar tan tranquilo, tan comido y tan apreciado como en el penal? ¡A los jueces que me metieron les pido ahora que no me saquen!

Así se lo confieso a don Dionisio.

—¿Y esa novia que te escribe? ¿No tienes ganas de agarrarla por tu cuenta?

—También me da miedo pensar en ella. El Ruso no puede tener tanta suerte.

—¡Pero te escribe y tienes su foto!

—Sí, pero algo saldrá mal. Al Ruso todo se le tuerce en la vida.

—Alguna vez ha de empezar tu buena racha.

Coronan a Juan XXIII y todo el mundo espera noticias seguras sobre el indulto, pues hasta ahora no hay más que habladurías.

Estamos en misa. Es obligatorio asistir, aunque no confesarse ni comulgar. Al final, el director toma la palabra:

—¡Atención, población reclusa! Tengo que comunicarles algo verdaderamente importante. Ha fallecido el Papa.

Se oye un murmullo de cabreo. Todo el mundo sabe desde hace tiempo que el Papa la ha espichado.

—En su memoria y para celebrar la efemérides de la coronación de Juan XXIII, su sucesor, Su Excelencia, nuestro Caudillo de España, ha tenido a bien…

El director saca un cuaderno y empieza a leer.

—Es el Boletín Oficial del Estado —oigo decir a un político.

¡Se trata del indulto, ya escrito y firmado! Tiembla la capilla con los gritos de alegría de los presos. El director pide silencio.

—Ahora, cada uno de ustedes debe hacer una solicitud dirigida al Tribunal que le haya condenado. Y sepan todos que me alegro profundamente de la libertad que algunos de ustedes alcanzarán en el plazo de breves días. ¿Nunca se han detenido a pensar que soy otro recluso como ustedes? Pues lo soy. Ya ven que paso mi vida entre estas cuatro paredes, igual que ustedes. Con la desventaja de que a mí nunca me llegan los indultos. Bueno, aquí me tienen a su disposición. El que no pueda adquirir papel para la solicitud que me lo pida. Y al que no sepa escribir yo le pondré un funcionario a su servicio.

Mi solicitud me la escribe el abogado y va dirigida al presidente de la Audiencia de León.

Hace tiempo que mi peral ha dado sus primeras flores. Los presos dicen: «El Ruso da flores».

Abro la puerta al cartero funcionario y don Dionisio me dice:

—¡Aquí traen tu libertad, Antonio!

—¡Pues que se la lleven, que no la quiero!

—No seas tonto: tu destino es salir de aquí algún día. Lo que necesitas, Antonio, es un puesto en la sociedad de fuera. Mira: hace días hablé con un heladero de la plaza y está dispuesto a darte trabajo. ¿Qué te parece? ¡Ya te he colocado y nunca volverás al Dueso!

—Bien.

Más tarde, llega a la puerta un funcionario.

—Que suba el ordenanza, que ya está en libertad.

—¿No lo decía yo? —dice don Dionisio.

—Vamos, que le está esperando el director.

—No quiero ir —digo.

—Ya decía yo que nuestro ordenanza era tonto. ¡Ea, sube ahora mismo! —dice don Dionisio.

Entro llorando en el despacho del director.

—¿Da su permiso? Se presenta el recluso Antonio Bayo.

—Pase, pase. Enhorabuena. Ya le llegó la hora de la libertad. Y sale de los primeros. Pero, oiga, ¿por qué llora?

—Porque salgo en libertad.

—¿Sabe usted lo que dice?

—Sí, señor. Yo le pido que me deje quedar en este penal para siempre.

—Si yo no le estuviera viendo con mis propios ojos, creería que se burla de mí. ¿Es que usted no aprecia el gran tesoro de la libertad?

—Sí, señor. Pero yo soy un desgraciado y de la libertad sólo he recibido palos. ¿Adónde voy, señor director? ¿A mi pueblo, a pasar hambre y a tener que robar para ser agarrado otra vez por los guardias? ¿A buscar trabajo por el mundo, que nadie me da porque enseguida se enteran de que he sido un penado? Usted me dirá a quién debo enviar una solicitud para quedarme en el Dueso.

—Eso es imposible y usted lo sabe. Debe buscar un trabajo honrado. Si insiste, ya lo encontrará.

—Yo sé que volveré aquí a las primeras de cambio. De modo que me quedo y me ahorro disgustos.

—Hay muchos caminos para un hombre honrado. Lo que hay que proponerse es eso: ser honrado.

—Muchas veces he querido ser honrado, señor director, pero tenía que dejarlo para no morirme de hambre.

—Vamos, no llore usted así, que no parece sino que le estoy poniendo más años de condena. Vaya a preparar sus cosas.

Me da la mano y me desea suerte.

Dicen que saldremos unos trescientos reclusos. Entre ellos, aquel anciano al que echaron de la vaquería por haber denunciado al funcionario que atizaba por el culo a un preso. Le colgaron el sambenito de mala conducta, de modo que se habría muerto en el penal, pero resulta que meses después impidió que otro funcionario epiléptico se cayera a la piscina y se ahogara, y por ello le quitaron lo de la mala nota.

Me despido de mucha gente: unos, que también se van, y otros, la mayoría, que se quedan. Entre los que se quedan está el abogado que me escribió la solicitud para el puesto de ordenanza en la puerta y la solicitud a la Audiencia de León. Nos abrazamos.

—Antonio, busca a alguien que escriba tu vida… ¡y que no se calle nada!

Y entre los que se van también está el que me habló de Rita y me dio su dirección. Otro de los que me abrazan es don Dionisio.

—¿Qué hacemos con tu trabajo de heladero?

—Tiro hacia León.

—Ya sé. A conocer a tu novia. ¡Y lo dices como si fuera un castigo!

—Es que yo no quiero ir a ninguna parte.

—¿Tanto te asustan las mujeres?

—Lo que me asusta es la vida.

Don Dionisio me da una patada y me larga fuera del penal.

—¡Y que no te vea más por aquí, Antonio!

Entro en la libertad con la ropa que acaban de darme: un buzo, una camisa, zapatillas blancas con suela de goma, camiseta y calzoncillos, y con 480 pesetas, lo que he ganado en el penal en tres años. Cuando me han preguntado que hasta dónde quiero el billete de ferrocarril, no he dudado en decir que hasta León, que es donde me espera Rita. ¿Me atreveré a tomar ese rumbo desconocido? ¿Qué sé yo de esa Rita?

Pero ¿acaso un desgraciado como el Ruso puede elegir? ¿Y qué espera ella de mí? No la he engañado en mis cartas. Ya sabe que soy una piltrafa, carne de presidio. Ella, por su parte, tampoco me ha engañado; podía haberme ocultado lo de su hija, pero no, me lo ha confesado. ¿Qué hago? ¡Pues a León!

Lo único que me quita el miedo a la libertad es pensar en Rita. Me consuelo mirando su foto y sólo la meto al bolsillo cuando los viajeros del tren parecen burlarse con sus sonrisas.

En la estación de León veo un puesto de periódicos y recuerdo el juramento que me hice de comprar cierto libro cuando me viera en la calle.

—¿Tiene usted el Genoveva de Brabante?

—¿Genoveva de Brabante?

La mujer mira y por fin lo saca de debajo de un montón de revistas. En el frente, el libro lleva un dibujo de una muchacha rubia con un corderito. ¡Cómo me gustó la película que nos echaron en el penal! Un preso me dijo que alguien había escrito un libro sobre Genoveva y que él lo había leído. Guardo el mío en el bolsillo. Yo también lo leeré.

En su última carta, Rita me citaba en casa de su hermano. Está en la parte vieja de León y tiene un gran patio. Llamo a la puerta y espero temblando. ¡Voy a conocer a Rita! Me abre una mujer. Creo que no es Rita. Pero tampoco está nada mal. Bueno, es que a todas las mujeres que veo me las llevaría a la cama.

—¿Eres Antonio? Yo soy la cuñada de Rita.

Ahora me fijo en que es más bien fea y pequeña. La casa tiene dos habitaciones y cocina. En la cocina está José, el hermano de Rita. Ya sé que es ciego y que vende el cupón. Se levanta y me abraza. Tiene los ojos abiertos y yo no puedo mirarlos. Es fuerte, moreno y simpático.

—Esta es Isabel, la hija de mi hermana.

La niña esconde la cara en el cuerpo de José y este la abraza. Tiene una cara muy monilla, pero creo que no se parece a la madre.

—¿Cuándo viene Rita?

—Esta semana. No te esperábamos tan pronto.

—Entonces me voy para su pueblo.

—No, ella quiere verte aquí.

Es buena gente. Me dan comida y cama durante tres días y la Isabelita acaba haciéndose muy amiga mía. Ellos, el matrimonio y la niña, duermen en un cuarto, y yo en el otro. Cuando José vuelve de vender el cupón, hablamos mucho. Es curioso cómo se mueve por la casa sin tropezar en ninguna parte.

—Oye, Antonio, ¿cómo te casas con una mujer a la que no conoces?

—Tampoco tu hermana me conoce a mí.

—Eso es verdad.

Creo que a José se le queda algo en los labios.

—Yo te hago otra pregunta: ¿por qué tu hermana se casa con un pobre preso como yo que no tiene dónde caerse muerto?

—Ya sabes, Antonio, lo que pasa en los pueblos cuando una chica tiene un hijo de soltera.

—En el mío no pasa nada.

—Oye, Antonio, mi hermana quiere casarse enseguida, pero a mí me gustaría que esperaseis una temporada.

—¿Para qué?

—Las cosas hay que hacerlas despacio para hacerlas bien.

—¿Es que el casarse no es hacer las cosas bien?

No lo entiendo. Todos los hermanos quieren que sus hermanas se casen cuanto antes.

—Ya sé que Rita está en buena posición y que yo soy un desgraciado.

—¡No es eso! ¡No es eso! Lo único que quiero para Rita es una buena persona, y tú, Antonio, lo eres. ¿Pero sabes tú cómo es Rita?

Rita llega cuatro días después, a las nueve de la mañana, con un vestido de flores, chaqueta roja de lana y zapatos sin tacón, porque es muy alta. Está tan buena como en la foto. Ruso, ¿cuándo has estado tan cerca de una mujer como esta? Nos damos la mano y sonreímos.

—Te pensaba como eres —dice Rita.

—Pues usted está mejor que en la foto —digo.

—¿Por qué me tratas de usted, después de seis meses tuteándonos por carta?

Es que, de pronto, he visto a Rita muy lejos de mí. Por un lado, lo elegante que es y lo buena que está. Por otro, las tierras y casas que tiene en su pueblo. A mí, vestido con buzo regalado y recién salido del penal, se me cae la cara de vergüenza. José, que salía a la calle a vender el cupón, se queda, y todos nos sentamos en la cocina a charlar. Yo me siento en un rincón y Rita acerca su banqueta a la mía y se coge de mi brazo. Y es ahora, justo en este momento, temblando junto a la carne del brazo de Rita, cuando me alegro por primera vez de estar en libertad y de haber tomado el rumbo de León.

Rita se quedará por la noche y yo me paso el día pensando en cómo dormiremos. Sólo hay dos camas, una en cada cuarto, y si el matrimonio duerme en una, Rita y yo, que ya estamos medio casados… Porque la cosa ya está hecha. A media tarde, Rita dijo: «Bueno, Antonio, entonces ¿nos casamos?». Y yo dije: «Por mí…». Y Rita dijo: «Supongo que es verdad que no estás casado con otra». Y yo dije: «Claro que no, mujer». Y el ciego dijo: «¿Por qué no esperáis a conoceros mejor?». No sé qué piensa este José. Rita le dijo que ya tendríamos tiempo de conocernos después. Me gustó su prisa.

Recorro la casa a ver si agarro a Rita contra una esquina, pero ella se me escurre siempre, sonriendo. Sólo me deja que le agarre la mano.

—Pues mañana te vas a tu pueblo a arreglar los papeles.

—¿Tengo que ir a mi pueblo?

Me da miedo volver al sitio de mis desgracias, ahora que mi vida parece arreglada.

—¿No hay otro remedio?

—¿Quién va a leer tus amonestaciones sino el cura de tu pueblo? ¿Por qué te preocupas? ¡Oye, Antonio, que me parece que tú ya estás casado!

—No, si lo que ocurre es que no conocéis a don Matías.

Nos levantamos de la charla después de la cena. Le he preguntado a Rita por qué no vive su hija con ella y me dice que por el mucho trabajo que tienen en el pueblo y también porque es mejor la escuela de León. Le paso la mano por la cintura y me la llevo hacia mi cuarto, pero es José, que va por delante, el que se mete en él.

—Los mozos con los mozos y las mozas con las mozas —dice Rita escabullándose.

Las dos mujeres nos dan las buenas noches y se encierran en el otro cuarto, con la Isabelita.

—Paciencia, Antonio. Ya te llegará —dice José.

—Tu hermana tiene mucha prisa para unas cosas y poca para otras —digo.

El ciego ronca como un cerdo y me tiene toda la noche despierto y pensando en que él podía ser Rita.

Isabelita llama madre a la mujer de José y Rita a su propia madre.

¡Entro en La Baña, como tantas veces, aguantando las miradas de los vecinos, que saben que vengo de un penal, y temiendo que los guardias se me echen encima para llenar otro atestado con lo que ellos quieran! ¡Es la vuelta a lo mismo! ¿Habré soñado todo lo Rita? Como tantas veces durante el viaje en tren y luego en autobús, meto la mano en el bolsillo para tocar las doscientas pesetas que me dio José para gastos. Cuando, al despedirnos, Rita me dijo que me comprara ropa, un traje nuevo, yo le dije que sólo tenía trescientas pesetas y ella me dijo que no me preocupara, que ya me mandaría dinero al pueblo. ¡Una mujer como ella dando dinero a un desgraciado como yo! Pero no estoy soñando: mis dedos tocan las doscientas pesetas que su hermano puso en mi bolsillo.

Todo está igual. La puerta de la casa de madre con la cerradura rota. Veo a Mario sentado en una banqueta y con la cara clavada en un rincón del suelo. No me siente hasta que le toco en un hombro. Me mira y se levanta.

—¿Vienes a trabajar? —dice.

Está caído, parece un viejo.

—Vengo a casarme —digo.

—¿Con quién?

—Con una señora.

—¿Cómo se llama?

—No la conoces. No es de aquí. Tiene tierras y casas.

Me mira sin creerme.

—¿Dónde está madre?

Me sigue mirando como un lerdo, con esa cara suya sin expresión.

—¿Dónde esta madre?

—Ha ido a espantarme la novia.

—¿También te vas a casar?

—Eso es lo que quiero.

—¿Quién es ella?

—Felisa, la de la casa del puente.

La recuerdo: una moza pequeña y seria, con el cuerpo un poco torcido hacia la izquierda. Sin querer me encuentro comparándola con Rita y me hincho por dentro.

—¿Y qué pasa?

—Pues que a madre no le gusta mi novia y me la espanta.

Luego viene madre. Nos abrazamos, pero es como si me acabara de ver ayer. Sólo tiene una idea en la cabeza.

—Acabo de echarle a la cara que es una puta que quiere llevarse a mi hijo con sus porquerías —dice a Mario.

—Eso no está bien, madre.

—Cuando se trata de salvar a un inocente como tú, todo está bien.

—No, madre, no está bien. La Felisa…

—¡Además de puta, la Felisa es una sucia! ¡No me la nombres en esta casa!

Madre no quiere que se le vaya Mario. Quiere tenerlo a su lado toda la vida.

—Yo también quiero casarme, madre.

Se vuelve.

—¿Casarte? ¿Con alguna presa?

—No, con una señora. Tiene tierras y casas. En cuanto arregle aquí los papeles, me marcho.

Madre se acerca. Al fin, me mira despacio.

—Han sido tres años, ¿verdad?

—Algo más, madre.

—En la cárcel, el tiempo parece más largo. Pues te han dado bien de comer: no estás flaco, como siempre.

—A veces, comíamos hasta cachalote.

No sabe lo que es, pero tampoco me lo pregunta.

—¿Ha comido usted hoy, madre?

Es igual: si ha comido hoy, no habrá comido ayer y a lo mejor no come mañana. Se le notan todos los huesos. A Mario tampoco le deben de ir bien las cosas. Saco cincuenta pesetas del bolsillo.

—Tenga, madre.

—No, hijo, no. Si te vas a casar, tendrás gastos.

—También le daré dinero para que venga a mi boda.

—No, no quiero salir a ninguna parte. Me he jurado morir en La Baña y no quiero que la muerte me pille fuera.

Tampoco quiere venir a mi boda.

—Le he traído esto. Es un libro que se llama Genoveva de Brabante.

—¿Para qué quiero yo un libro?

—Pues déjelo por ahí… ¿Todavía está vivo don Matías?

Aún da ciruelas el ciruelo de don Matías. Llamo a la campanilla y veo venir por el huerto a Florencia.

—¿Qué desea usted?

No me reconoce.

—Hablar con don Matías.

¿Es el Ruso el que habla así, el que se acerca a este muro sin ganas de robar fruta? Sí, creo que mi vida ha empezado a cambiar.

El cura me recibe en el mismo cuarto donde madre y yo estuvimos con él siendo niño, cuando le vinimos a pedir pan; y esa es la puerta que abrí para verlos desnudos de cintura para abajo y enganchados. Don Matías sí que me reconoce.

—¿Qué vienes a llevarte ahora de mi casa?

Ha cerrado la puerta, pero no se aparta de ella. Me tiene miedo.

—No vengo a llevarme nada. Sólo quiero que me dé el papel de soltero y me lea las amonestaciones, porque me voy a casar.

—Con alguna india o con alguna negra, ¿verdad? Porque a ti sólo te pueden querer las indias o las negras.

—No, me caso con una señora.

—¿Pues sabes lo que te digo? Que el sacramento del matrimonio no se ha hecho para gentuza como tú. ¡No hay ni certificado ni amonestaciones! ¡Fuera! ¡Yo no leo las amonestaciones a piratas! ¿Cómo tienes la cara dura de pedirme que te ayude a reconciliarte con la Iglesia? ¡El infierno es tu único sitio! ¡Fuera y que no te vea más por mi casa! ¡Cásate por detrás de la Iglesia, como los cafres!

La tía Petra se ha enterado de que estoy en el pueblo y corre a mi encuentro. Me estrecha en sus brazos en medio del camino, a la vista de todos los vecinos. Me lleva a casa y me sirve un plato de arroz con leche. Me rodea toda la familia, esperando que cuente mi historia de los tres años, pero yo sólo les digo que don Matías no quiere leerme las amonestaciones.

—No llores, Antonio, que nosotros vamos ahora y le quemamos la casa —dice Nazario.

—¡Sí, ahora mismo! —dicen Cayo, Jorge, Fernando y Próspero, levantándose.

—¡Y nosotras arrastramos de los pelos a la Florencia! —dicen Marina y Cecilia.

¡Dios, cómo han crecido todos!

—De modo que se nos casa Antonio —dice el tío Jenaro con su voz ronca y triste.

—¿Es guapa la novia? —dice Cecilia.

Yo no puedo hablar porque estoy casi llorando.

—¡Ea, ea, Antonio! Termina tu plato y ya verás como se arregla todo —dice la tía Petra.

—¡Si don Matías no quiere leerme las amonestaciones, pues no me las lee!

—Yo iré a hablarle. Cogeré a tu madre e iremos las dos a hablarle —dice la tía Petra.

—Dará lo mismo. ¡A mí, ese no me lee las amonestaciones!

—Al que hay que ir a hablar es al obispo —dice el tío Jenaro.

La casa se queda en silencio.

—¿Al obispo? —dice la tía Petra.

—Claro, al obispo. ¿Para qué, si no, están los obispos? —dice el tío Jenaro.

—¡Claro, al obispo! —dice la tía Petra—. ¡Vete a hablar con el obispo, Antonio!

—¿Yo?

—¿Quién se casa? Vete y él te lo arreglará.

—¡El obispo no conoce a don Matías!

—¿Dónde vive el obispo? —dice la tía Petra.

—En Astorga —dice Nazario.

—¡Pues corre a Astorga, Antonio!

—Yo no voy a Astorga a hablar con el obispo.

—Si no vas, te quedas sin amonestaciones y sin boda.

—Ya me he quedado sin ellas.

—¿Y vas a dejar que don Matías se salga con la suya?

—Don Matías manda en su iglesia y sólo en las iglesias se leen las amonestaciones.

—¡Pero el obispo manda en don Matías!

—Los obispos no escuchan a desgraciados como yo.

—Entonces, ¿irás con las orejas gachas dónde tu novia a decirle que no te casas porque un cura no te lee las amonestaciones?

Me convencen. Y luego, cuando quieren que pase aquí la noche y salga de mañana, pienso en Rita y tomo la puerta y me voy.

Toda la noche andando hasta Truchas, sin probar bocado y sin ganas de hacerlo. Llego muy temprano. ¿Seguirá Néstor con su coche de línea? No, no sigue. Ahora hay otro coche, más nuevo, en el que leo «Empresa Fernández».

De Truchas a La Bañeza y de aquí a Astorga en otro coche. «¿Me dice dónde está el obispado?». Hay un cura a la puerta de un edificio viejo.

—Quiero ver al obispo.

—¿Para qué?

—El cura de mi pueblo no quiere leerme las amonestaciones.

—Sígame usted.

Espero media hora hasta que me pasan a un cuarto grande, con una mesa grande y brillante, y sillones, cuadros y Cristos. El obispo es un hombre alto, con muchas entradas en su cabeza canosa, y sonriente. Yo creí que los obispos eran de otra manera.

—¿Es cierto que el párroco de su pueblo se niega a leerle a usted las amonestaciones?

—Sí. Dice que me case por detrás de la Iglesia.

—No es posible que le haya dicho eso.

—Sí, señor, me lo ha dicho.

—Bueno, pero lo de las amonestaciones será una exageración de usted, ¿verdad?

—Nada de exageración, señor obispo. Don Matías me dijo bien claro que a mí no me leía las amonestaciones.

—¡Ah!, don Matías. ¿De qué pueblo?

—De La Baña.

—Sí, sí, claro… ¿Y qué tiene don Matías contra usted?

—Pues él sabrá.

—¿Cómo se llama usted?

—Antonio Bayo.

—¿Cuál es su profesión?

—Pues pastor y cosas así. Pero he pasado la mitad de mi vida en cárceles y penales.

—Vaya, vaya… ¿Por robos?

—Sí, señor. Robaba para comer. Hace unos días que he salido del penal del Dueso y me voy al pueblo y don Matías que me dice que no me lee las amonestaciones.

—Jamás se me había presentado un caso semejante. Pero no se preocupe, que ya le recordaremos su obligación a don Matías.

Llama a otro cura y este entra con una máquina de escribir.

—Hágalo con copia… «Querido don Matías: tengo ante mí a un feligrés tuyo, llamado Antonio Bayo, que me asegura te niegas a leerle las amonestaciones. ¿Cómo puede ser eso? Tu obispo te ordena que le leas a este muchacho las amonestaciones, y en un solo día todas, así como que le entregues la fe de soltería, para que se pueda casar. Si en el plazo de una semana no se ha solucionado este caso, ya puedes cerrar tu iglesia hasta nueva orden. Y no le cobres un céntimo. Aprovecho esta oportunidad para enviarte un abrazo en Cristo».

El cura secretario mete un sobre en la máquina y escribe la dirección. El obispo firma la carta y la mete en el sobre.

—Póngale sello de urgencia —dice. Me mira—. Y usted mismo la echa al buzón, para que no tenga dudas… ¿Dónde se casa usted?

—En León.

—Pues que el obispo de León me pida a mí los papeles, que yo se los pediré a don Matías. Váyase tranquilo, Antonio.

—Adiós y muchas gracias.

Llego a La Baña antes que la carta. Podía haberla traído en el bolsillo, pero es mejor no tener más encuentros con don Matías. En Truchas me he comprado una camisa blanca y una corbata de flores.

Al día siguiente. Crisanto, el cartero, me trae a casa dos mil pesetas. Son de Rita. Doy vueltas a los billetes entre los dedos. Es como un sueño, pero un sueño que se puede tocar.

Aquí llega el cura. Tras la cara roja. ¿Qué hago? ¿Me meto o me quedo? ¡Qué coño, me quedo! Se para ante la puerta y levanta el puño.

—¡Asesino! ¡Rojo! ¡Me has puesto a la altura del betún ante mi obispo!

—¿Por qué no quería leerme las amonestaciones?

—¡Mañana te las leo, a primera hora! ¡Te las leeré, aunque no diga misa! ¡Y todo el mundo me oirá lo que voy a decir!

—Usted me lee las amonestaciones y luego dice lo que quiera.

—¡Rojo! ¡Asesino! ¡Pirata!

—Suya es la culpa. Yo no quería casarme por detrás de la Iglesia.

—Para lo que te va a durar el matrimonio…

Madre vuelve de misa y me dice:

—Ya te ha leído don Matías las amonestaciones. Es más cabrón de lo que yo pensaba. Empezó así: «Atención, feligreses: voy a leeros de un tirón las amonestaciones de Antonio Bayo a quien las personas honradas conocemos por el Ruso. Gracias a Dios, nos vamos a ver libres del peor maleante que se ha visto por aquí. Acaba de salir del tercer penal y se casa. ¡Pobre de la que va a ser su esposa!…». Así siguió don Matías, insultándote y riéndose. Por suerte, hijo, te marchas de esta tierra de mierda, seguramente para siempre. ¡Ya verás como te va mejor en cualquier otro sitio!

—Vendré a verla, madre.

—Mi cadáver, hijo, y que Dios lo quiera.

La pobre tía Petra llora y ríe a un tiempo. Me ahoga a abrazos y me besa.

—¡Adiós, Antonio! Desde que eras chico me has oído que la suerte de todos nosotros está lejos de este pueblo maldito. ¡Ya ves lo que ha hecho de ti! ¡Huye, Antonio, huye antes de que algo te obligue a quedarte! ¡Huye pronto, ahora que el destino te libra de esta tierra! ¡Y que no te volvamos a ver nunca, nunca…!

En las afueras del pueblo están Mario y su novia Felisa, ellos huyendo de madre.

—Adiós —digo.

—Ya me han dicho que te casas —dice Felisa.

Tiene una cara triste.

—Y tú, también, a ver si te casas —digo a Mario.

Los dos bajan la cabeza. Mario no tiene genio para luchar contra madre. Felisa le agarra la mano con fuerza. Y de pronto me acuerdo de Trinidad. Ha sido una suerte no tropezarme con ella estos días. Se me habría caído la cara de vergüenza. ¡Con todo el tiempo que llevo pensando en ella y ahora me caso con otra! Este tonto de Mario no sabe lo que tiene con Felisa. ¡Si yo hubiera tenido así a Trinidad!

—Así que te marchas —dice Mario.

—Sí.

—Bueno.

¡Este sí que se alegra de perderme de vista!

Los encuentro charlando en la cocina, casi como los dejé.

—Ya me han leído las amonestaciones —dice Rita.

—Pues a mí antes que a ti, porque me las leyeron de un tirón. —Rita me besa en la boca e Isabelita me llama tío.

—¿Ya te has comprado el traje?

—Aún no, pero no me he gastado el dinero. Sólo esta camisa y esta corbata.

—Pues ahora tendrás que comprarte un traje que haga juego con esa corbata de flores.

Salimos de compras Rita, su cuñada, Isabelita y yo, y a José lo dejamos en la esquina donde vende el cupón. Primero vamos al obispado de León a que nos preparen los papeles, y les damos los datos y nos dicen que volvamos en una semana. Luego, Rita empieza a gastarse dinero en ropa y no para. Cuando pide que le saquen bragas y sostenes, a mí me entra la vergüenza y salgo de la tienda. La propia Rita elige un traje para mí, de color azul marino, y vamos a un sastre. Sí, estoy entrando en una nueva vida.

Antes de volver a casa recogemos al ciego de su esquina y vamos a tomar churros con chocolate, y yo, además, me trinco dos copas de coñac y compro seis cajetillas de tabaco. Ante la gente que me mira, saco un billete de mil del bolsillo del buzo y se lo doy al camarero, y me encuentro pensando que el dinero es mío. Cenamos poco, y Rita está cansada y nos da las buenas noches. La sigo.

—No, Antonio. Tú, a tu sitio —dice.

—¡Pero si ya está todo hecho! —La abrazo y me quita las manos.

—No, no está todo hecho. Ten un poco de paciencia, como la tengo yo.

—¿A ti también te cuesta esperar?

Me besa, con cuidado de que no la agarre. ¡Qué buena está la Rita! Ya me he fijado cómo la miran los hombres en la calle. ¡Pues a dormir con los ronquidos del ciego!

Rita se marcha al día siguiente y regresará el próximo domingo, a probarse ropas en la modista. ¿Qué haré casi una semana sin ella? La despido en la estación, y aquí ni siquiera me da un beso.

—Hay gente —dice.

Me pongo de morros.

—No seas niño —dice riendo.

—Estoy como en la cárcel: contentándome con tu foto.

—A lo mejor yo no soy mucho más que esa foto.

Se ríe la muy zorra. ¡Si no estuviéramos en el andén!

—¡Espera, que saco billete y me voy contigo!

—¡No!

—¿Por qué? ¿No hemos vivido en casa de tu hermano?

—Pero en el pueblo está mi padre.

Lo dice como si hablara de una fiera. ¿Cómo será ese padre, mi futuro suegro? Por ahora, un cabrón, porque se nos mete entre Rita y yo.

—¿Sabes que después de tres años de penal salgo a la calle y aún no he ido a una casa de putas? ¿Y sabes que es por ti que no he ido?

—Ya verás como sé recompensar a mi rubio impaciente.

Hace con los labios el gesto de un beso y sube al vagón. Me hace señas con la mano al arrancar el tren. ¡Me ha llamado «mi rubio impaciente»!

El domingo no llega ni en el tren de las nueve ni en el de las once.

—No habrá podido por el trabajo —dice José.

No hablo en la comida y creo que tampoco como.

—Me voy a su pueblo —digo.

—¿Eh? —dice José.

—Que quiero saber por qué no ha venido mi novia.

—Si tienes tantas ganas de verla, no tienes que poner excusas. Hay un tren a las cinco.

El tren me deja en Lavecilla y de aquí a pie monte arriba. Está oscureciendo cuando llego al pueblo, que es pequeño y más pobre aún que La Baña, sin caminos, con rocas por todas partes. Veo carros tirados por vacas y sin ruedas; son como trineos. Y las casas son de adobe. Pregunto por Rita y me señalan unos terrenos de más arriba. Allí está, trillando, junto a un hombre de unos sesenta años.

—¡Antonio!

No sé si se alegra o no de verme. La verdad es que no me esperaba.

—Padre, este es Antonio.

Tampoco sé si el hombre me mira o no. Al menos, no me mira cuando se acerca y me abraza sin ganas.

—¿Cómo se te ha ocurrido venir? —dice Rita.

—Pues ya ves.

Viste ropa de campo, que no le marca tanto las formas como la de calle, pero que a mis ojos me la acerca más, la veo como a las mozas de La Baña. Les ayudo a rematar la jornada y luego marchamos hacia su casa, que es muy vieja. ¡Anda la hostia! ¿En qué familia me he metido yo?

—Hemos comprado otra casa nueva cerca de aquí, para los novios —dice Rita sonriéndome.

Le guiño un ojo y ella me guiña otro. Esta casa, que por fuera parece tan pobre como las de La Baña, por dentro es algo muy distinto. ¡Vaya, menos mal! Tiene muchos muebles y cortinas, y está muy limpia. Abajo está la cuadra. Rita prepara la cena en una cocina muy alegre. Yo la miro, mientras charlamos. El padre anda por la casa como un fantasma. Aún no le he oído ni una palabra. Pero se sienta con nosotros para cenar: lentejas, chorizo, jamón, vino y buen pan. El padre come por tres y luego se levanta.

—Adiós.

Pregunto a Rita adonde se va y ella me dice que a casa de un vecino, de tertulia.

—Así que nos deja solos.

—Sí, pero no te hagas ilusiones.

—¡Pero si es tu propio padre el que nos pone la ocasión!

—¡Quietas las manos, Antonio! Mi padre ha dicho que vayas a dormir a casa de mi amiga Rosa.

—¿No lo comprendes? Tenía que decirte algo para quedar bien ante ti, pero en el fondo no le importa que nos adelantemos unas horas y por eso nos ha dejado solos.

—Tú estás loco, Antonio.

—Yo conozco a los hombres porque soy hombre. ¡Tu padre quiere que nos metamos en esa cama!

Cuando una mujer como Rita no quiere, pues no hay nada que hacer. Toma la puerta y yo la sigo de morros. Es de noche. El camino está desierto. Hemos dejado un grupo de casas y el otro grupo está muy lejos. Rita se me cuelga del brazo.

—No seas chiquillo, Antonio, no te pongas así.

—Para esta gaita mejor estaba en la cárcel.

Caminamos un rato muy juntos, porque es ella la que se me pega. También noto que anda más despacio. No habla. La agarro de la cintura y no pasa nada. La paro y la beso.

—La yerba está seca —digo.

—No se te ocurrirá…

La tumbo y no se me resiste. Yo, como el zorro, soy un especialista en descampados. El cuerpo de Rita es tan grande que nunca se me acaba.

—Es sólo para luego decirle a tu hermano José que ya nos conocemos bien.

Despierto en una de esas camas como las que había en las pensiones y casas de putas de Orense. Mi primer recuerdo es para Rita. ¡Dios, qué buena está, qué colchón me va a poner el cura que nos case! Ayer nos presentamos en casa de este matrimonio amigo como si no hubiéramos roto un plato y quedamos de tertulia hasta las tantas. No recuerdo ni de qué hablamos, porque yo sólo pensaba en Rita, miraba a Rita y tocaba con disimulo a Rita.

Me levanto, digo adiós a la mujer y echo una carrera hasta la casa. Ella está en la cocina.

—Siéntate. Toma empanada y leche.

No me deja que la toque.

—¡No soy una lechuza, que sólo lo hace por la noche!

—Come y calla.

Tengo hambre y me hincho de leche y empanada. Luego caigo en un sillón de paja.

—Arriba, que tienes que llevar cuatro vacas al prado —dice Rita.

—¿Has hecho tú esta empanada?

Está buena: rellena de chorizos, tocino, cebolla, pimentón y acelgas.

—Llévate un cacho al campo, pero sal de una vez.

Debajo de la vivienda, en la cuadra, está el horno de pan. Entre Rita y yo sacamos las cuatro vacas.

—Mira, aquel es nuestro prado, el que está rodeado de muros.

Veo a mi futuro suegro trabajando en otro campo, de espaldas, y no se vuelve.

—¿Son vuestras todas estas tierras?

—Todas, no. Casi todas.

Siento algo raro de pensar que voy a ser el marido de la hija del dueño de tanta riqueza.

Así vivimos tres días, comiendo bien, trabajando algo y trincándome a Rita por las noches, bajo las estrellas. Hasta que dice que hay que ir para León.

Ya están los papeles en el obispado y ya está mi traje, y la modista entrega a Rita todas las ropas hechas. Me pruebo el traje ante el gran espejo del sastre. No me conozco. «Soy el Ruso, soy el Ruso», me repito por lo bajo, pero no me lo creo. ¿Es un premio de Dios por todo lo que he sufrido?

En la parroquia de San Pedro de los Huertos le decimos a un cura viejo que nos queremos casar mañana y le entregamos los papeles. El cura me mira de arriba abajo.

—Se tiene que confesar —dice.

Rita asiente con la cabeza y se va con él. Luego vuelve.

—Te está esperando.

—Yo no me confieso.

—¿Es que no quieres casarte?

Llego ante el confesionario, pero no me arrodillo.

—¿Qué le pasa?

—Es que no voy a confesarme.

—¿Por qué? ¿Es de otra religión?

—No.

—Usted verá lo que hace, pero si no se confiesa no hay boda.

—No se puede obligar a la gente…

El cura abre la puerta del confesionario.

—Espere —digo.

Me arrodillo.

—Hijo, ¿cuándo se confesó la última vez?

—No me acuerdo.

—Pero ¿se ha confesado, al menos, alguna vez?

—Creo que sí.

—¿Ha hecho la primera comunión?

—Esa, sí, la hice muy bien, porque la hice tres o cuatro veces.

—¿Tres o cuatro veces la primera comunión? ¿Qué dice usted?

—El cura de mi pueblo me la dio tres o cuatro veces, una detrás de otra.

—¡Pero se confundiría, habría mucha gente! Y usted, ¿por qué se la aceptó tantas veces?

—Porque tenía hambre.

—¿De qué pueblo es usted?

—De La Baña.

—¿Y dónde está eso?

—Al final de las Cabreras.

—Un misionero es lo que habría que mandar allí… ¿Ha robado usted alguna vez?

—No, señor.

¿Por qué se lo tengo que confesar a él? Ya me he confesado de eso con los guardias.

—¿Ha matado a alguien?

—No, señor.

—¿Ha puesto alguna bomba?

—No, señor.

—¿Reza por las noches?

—No, señor.

—Pues hay que rezar… Nómbreme algún pecado suyo que recuerde.

—¿Por qué no me pregunta los pecados que han hecho los demás conmigo?

—Yo le tengo que confesar de sus propios pecados, no de los de los demás.

—¿Es pecado revolcarse con las mujeres en el campo?

—Lo es y grave… Oiga: ¿ha mantenido relaciones íntimas con su novia?

—¿Qué le ha dicho ella?

—Que no.

—Entonces, ¿por qué me lo pregunta a mí?

Me marea aún más, pero acaba dándome la bendición y citándonos para mañana, a las nueve, para casarnos.

Son las nueve, el cura viejo está diciendo misa y a su espalda estamos toda la cuadrilla. Ha venido el padre de Rita, con traje negro nuevo, camisa blanca sin corbata y cachava de paseo, por lo único que sé que me ha visto es porque me ha tocado en el brazo con su palo. Busco sus ojos y sigo sin encontrarlos. El padrino será José, el ciego, y la madrina, la mujer de aquel preso que me puso en relaciones con Rita y que salió del penal tres días después que yo. Se llama Pedro. Él, su mujer y dos hijos, uno de catorce años y otro de diecisiete, son los únicos invitados que han venido por mi parte.

—No te conozco con tu traje nuevo —me dice Pedro riendo.

—Lo malo de este traje es que lo he tenido que comprar, mientras que el del penal me lo regalaban.

Rita lleva un hermoso vestido de flores blancas y otra flor en el pelo. Al cura viejo le tiemblan las manos. Primero, se le caen al suelo los anillos y luego se le escapa el hisopo y le pega a Rita en la cabeza. Todos reímos y el cura se cabrea. ¿A ver si ahora no nos casa? Pero todo acaba bien y firmamos en la sacristía. Luego, la foto. «No te pongas tan tieso, Antonio, que parece que has comido cola».

Rita ha encargado comida en un restaurante: entremeses, merluza, medio pollo cada uno, pastel, yogur, café, coñac, puro y champán. Mi suegro se larga con su bastón para el pueblo con el último bocado.

—A tu padre no le gusta la gente, ¿verdad?

—Es que hay mucho trabajo en casa. Está muy preocupado con la recolección. Quiere que regresemos mañana.

Si el dinero fuese mío, tendríamos viaje de bodas. Pero es de ellos y nos quedamos sin él. Aunque, ¡qué leches!, el mejor viaje de bodas ya lo hemos disfrutado varias noches en los descampados de su pueblo.

Pasaremos nuestra primera noche de casados en casa de mi cuñado, el ciego. ¡Sí, Ruso, han cambiado mucho las cosas para ti! ¡Ahora te acuestas con hembra buena y rica en cama con sábanas y sin piojos!

—Vamos a ver cómo nos sale sobre colchón —digo a Rita.

Dos meses de casados. Ya ocupamos la casa nueva, que es la mejor del pueblo. Vivo como un rey. Trabajo, sí, con mi suegro y mi mujer, en los campos y con los ganados, pero también he de decir que ellos me dan ejemplo, que trabajan más que yo. Con frecuencia tengo la impresión de que soy una especie de visitante, pero un visitante con todos los derechos, porque Rita es mía, los jamones y los chorizos de la bodega son míos y el dinero que hay en el cajón de la mesa de la cocina también es mío: nunca faltan en él unas quince mil pesetas, y todos los días cojo unos duros para ir al estanco a comprar tabaco. Si necesitara más, estoy seguro de que podría llegar a cogerlo todo sin que me dijeran nada. ¡Esto es Cuba!

Voy conociendo a la gente del pueblo, a los parientes y amigos de Rita. Todos los días pasa una prima de ella con sus vacas y siempre se para un rato a charlar conmigo. Se llama Aniceta, tiene cuarenta años y es soltera. Me mira de un modo raro y me habla con miedo. Es como si sus palabras fueran por un lado y su mirada por otro. A veces, le contesto a algo que me ha dicho y me dice: «¿Qué?». No se entera de la fiesta.

Mi suegro vive con nosotros, aunque pasa fuera la mayor parte del tiempo. Habla poco: saluda, se despide y continúa sin mirarme cuando me dirige la palabra. A sus sesenta años sigue siendo tieso y fuerte, con las fuerzas de un joven para trabajar.

Bueno, y aquí llega Aniceta, la prima de Rita, con sus vacas.

—Buenos días, Antonio.

—Buenos días, Aniceta.

Y se me echa a llorar.

—¿Qué te pasa, mujer?

—A mí no me pasa nada. Al que le pasa es a ti.

—¿A mí?

—Sí, Antonio. Tú eres un hombre bueno, aunque hayas estado en la cárcel. En tu casa ocurre algo.

—¿En mi casa? En mi casa no ocurre nada.

—¿No has notado algo raro, Antonio?

—¿Qué voy a notar? Oye, Aniceta, que me sales chismosa.

—No, Antonio, no, que te estoy diciendo la verdad.

—¡Pero si todavía no me has dicho nada!

—¡La niña, Antonio, la niña de Rita!

—¿Qué le pasa a la niña?

—Que no es del hombre que ella dice, de ese novio que la abandonó.

—Bueno, de él o de otro, ¿qué más da? Rita no me mintió sobre la niña: desde el principio me dijo que era suya.

—Pero es que ella nunca tuvo más novio que ese.

—¡Pues entonces la niña será de él!

—¡No, Antonio, no es de él!

—Claro, el hombre que ha preñado y no quiere casarse, dice siempre que él no ha sido.

—Habla con él.

—Entonces, ¿de quién es la hija?

—¡De su padre!

—¡Leches con los viejos! ¿De modo que se la tiraban el padre y el hijo? ¿Dónde viven? ¡Los voy a moler a palos!

—Escucha, Antonio: no hablo del padre de él sino del padre de ella.

No la entiendo. ¡Esta mujer no sabe ni hablar! Pero me sigue mirando y en sus ojos empiezo a leer poco a poco lo que me quiere decir. Hasta que lo veo claro.

—Sí, Antonio: tu suegro.

—Estás loca.

—Habla con el novio. Te dirá lo mismo que yo, Pero, por favor, no armes un escándalo. Tú, obsérvalos. Abre los ojos que no has abierto hasta ahora. Rita se acuesta con su padre y la niña es de él, de tu propio suegro. Aunque, así como te revelo esto, Antonio, te digo también que jamás lo repetiré ante nadie. Siempre juraré que no te he dicho nada. Siempre lo negaré, incluso ante el juez y la Biblia.

Me siento en el peldaño de la puerta, a pensar. Se me están cayendo las tripas con lo que he oído.

—Suponiendo que eso sea verdad, ya se acabó. Rita se ha casado conmigo.

—Sí, para que hagas de tapadera. Por desgracia para ti, Antonio, todavía siguen.

—¿Todavía siguen?

—Mira: él se quedó viudo siendo ella una chiquilla y enseguida la metió en su cama. Te digo, Antonio, que ella ya no puede separarse de su padre. Desde hace muchos años viven como matrimonio. En un pueblo pequeño se sabe todo y a una pariente como yo no se le escapan ciertas cosas.

—¿Dices que lo saben todos?

—Sí, Antonio. Si no me crees, habla con el novio. Hace dos semanas que llegó con permiso de la mili.

—¿Cómo se llama?

—Roque. Vete de noche, cuando ellos no te vean. Sí, que no sospechen nada, porque tu suegro es un mal hombre. Es dueño de medio pueblo y tiene casas y tierras en otros pueblos de por aquí. ¿Y sabes cómo lo ganó todo? Pues denunciando y matando a gente durante la guerra y quedándose con sus bienes.

—¿Dónde vive ese Roque?

He metido el ganado en la cuadra, pero Rita y su padre siguen en el campo. He pasado el día sin atreverme a pensar demasiado en lo que me ha dicho Aniceta. Estará loca. Para salir de dudas, en cuanto anochece corro a ver a ese Roque.

Su casa es tan vieja como las demás. Me abre la puerta una mujer, su madre, seguramente.

—¿Está Roque?

Sale Roque. Desde su primera mirada comprendo que sabe quién soy. Me pone cara de mala hostia.

—Lo que tengas que decirme, dímelo aquí.

Es rubio, de buena planta.

—No vengo a reñir contigo, sino a hacerte una pregunta.

Me alejo un poco de la casa y él me sigue.

—Tú fuiste novio de mi mujer, ¿verdad?

—Sí, durante siete años.

—Y la niña, ¿es tuya?

—No lo sé. No puedo decir ni que sí ni que no.

—Vamos, no tengas miedo de hablarme, que lo sé todo. ¿Por qué no te casaste con ella?

Nos miramos. Mis ojos le dicen lo que ya le han dicho mis palabras.

—Pues no me casé con ella porque muchas veces tenía que esperar a que terminara con su padre.

—Me estáis mintiendo. Eso no puede ser verdad.

—Te llamas Antonio, ¿verdad? Pues bien, Antonio, yo no tengo por qué mentirte. Ni siquiera hubiera hablado de no pedírmelo tú.

—¿Y cuánto tiempo seguiste con ella después de saberlo?

—No sé, tres o cuatro años.

—¿Y por qué seguiste?

—Por la sencilla razón de que estamos en un pueblo donde hay pocas mujeres y el que tiene novia pues jode y el que no la tiene pues se la menea. Pero ya, de boda, nada. Me largué en cuanto la vi en estado. Tú no puedes largarte porque estás atado. Pero debes vigilarlos, cogerlos con las manos en la masa. Debes tener pruebas para denunciarlos. Si no eres tonto, acabarás por atraparlos, pues Rita no es capaz de separarse de su padre. Pero te advierto una cosa: jamás me oirá nadie lo que acabo de decirte. Lo negaré ante jueces y obispos.

Da la impresión de que todos se han puesto de acuerdo.

La casa me parece otra. Todo ha cambiado. Aunque tenga a Rita en la cama, sé que está en otra parte. Y cuando el viejo anda por la casa, ya no lo veo como un fantasma sino como un macho que busca a su hembra. Llevo diez días vigilándolos a todas horas. No los dejo a solas ni dentro de casa ni fuera, ni en la cocina ni cuando se van a los campos a trabajar. Y noto que el viejo se está poniendo nervioso. El muy cabrón tiene ganas de su hija.

—Voy a la cuadra a poner a mamar a los cabritillos dice ahora Rila.

Sale con un farol y enseguida sale el viejo tras ella. Y finalmente, yo, con una linterna. Cuando me asomo a la cuadra ya han apagado el farol. La puerta está entreabierta y se diría que no hay nadie en esa oscuridad. He bajado lleno de dudas, queriendo pensar que lo que me dijeron Aniceta y Roque no son más que habladurías. Pero sé que ellos están en esa oscuridad de la cuadra. ¡Dios mío!, ¿qué están haciendo?, ¿qué están haciendo? Abro la puerta de golpe y lanzo al interior la luz de la linterna. ¡Y allí los veo, Rita con las faldas arriba y él atacándola de pie! ¡Y están tan en lo suyo que ni siquiera se dan cuenta de la luz que les he echado encima! ¿Los mato?

Me lo sigo preguntando cuando regreso a la cocina y me pongo a llorar.

—¿Qué te pasa, Antonio?

Levanto la cabeza. Ante mí está Rita.

—¿Qué qué me pasa?

—¿Por qué lloras?

—¿No es para llorar lo que estáis haciendo conmigo?

—¿Y qué estamos haciendo?

—Os he visto en la cuadra, a un padre y a una hija como marido y mujer.

—¿Qué dices? ¿Te has vuelto loco?

—¡Vosotros sí que estáis locos! ¡Eso sólo lo hacen los locos!

Rita sale de la cocina y oigo que le dice al viejo:

—¡Padre, mire lo que dice Antonio: que nos ha cogido a usted y a mí haciendo como matrimonio!

El viejo llega en cuatro zancadas a la cocina.

—¿Yo, con mi hija? ¿Para esto te has casado con ella? ¡Acabas de llegar a esta casa y ya te estás metiendo conmigo! ¡Tú, aquí, no tienes derecho a nada!

¡Ya salió!

—Oiga, que ella es mi mujer. Usted se puede quedar con todo, pero no con mi mujer.

—¿Quién te la quita, imbécil?

—¡Usted, que yo los he visto! ¡Y también sé que no es la primera vez que lo hacen! ¡Sé que empezaron siendo Rita una chiquilla!

—¡Este hombre se ha vuelto loco! —dice Rita.

—¡Vaya marido que has traído a casa! —dice el viejo.

—¿Quién le habrá metido eso en la cabeza?

—¡Nadie se lo ha metido! ¡Es que está loco!

Me meto destrozado en la cama y en esto que oigo a Rita desnudarse sin apenas ruido y levantar las mantas y acostarse a mi lado.

—¿Aún sigues llorando, Antonio?

—¡Pues no he de llorar después de lo que he visto!

—No has podido ver nada. Lo has soñado.

—¡Ojalá todo fuera un sueño!

—Vamos, abrázame y yo te quitaré todas las penas.

Como no la agarro, ella se acerca más y me besa.

—Mi querido Antonio, ¡cuánto te quiero!

—¡A mí me tenía que ocurrir esto! He vivido en mil cárceles y penales y creí que al casarme contigo me libraba para siempre de tanta podredumbre. ¡Y dónde he venido a caer! El que nace con mala estrella… ¡Antonio Bayo, nunca dejará de ser el Ruso!

Rita se me enrosca, me llama «Antoñito», me come a besos y quiere empezar. Pero cuando comprende que de nada le valen sus arrumacos de puta, se da la vuelta para dormir y se duerme enseguida. Yo me paso toda la noche dándole vueltas a mi suerte. ¡Mira que mi rival en amores es un viejo que además es mi suegro!

La vida en esta casa es un infierno, pero ¿adónde voy? ¡Yo me he casado con esta mujer y soy el marido en este hogar!

No, Ruso, tú eres una mierda. El viejo te lo recuerda a diario.

—¡Ladrón, que has venido a revolver nuestra familia, a ensuciarla!

Excepto para armarme bronca, no me dirige la palabra. Rita sigue durmiendo conmigo, pero ya no intenta ponerme caliente. Se porta como si yo no estuviera en la cama. Ni siquiera me habla a solas, y ello indica que está con su padre, que no finge ante él y luego viene conmigo, sino que de verdad está de su parte. Los dos andan por la casa como si no me vieran. Rita no me prepara comidas. Cuando tengo hambre, he de bajar a la cuadra a cortarme jamón o soltar un chorizo. Y ha desaparecido el dinero del cajón de la cocina. Y el padre y la hija tienen una cara tan dura que andan denunciándome ante todo el pueblo. Vecino que ven, vecino que lo paran: «Mira lo que dice este sinvergüenza». Y los vecinos los escuchan con cara de asombro, incluso su prima Aniceta, la que me lo contó a mí. Ya me advirtió que nunca se pondría de mi parte. Resulta que todos le tienen mucho miedo a mi suegro. Oí decir a Aniceta: «¡Es que anda suelto cada tipo!».

Siento que voy a estallar. ¿Es que se van a salir ellos con la suya? Tienen dinero, tienen a todo el pueblo a su lado, aunque los vecinos sepan que son unos puercos. Yo tengo razón, pero como soy el Ruso acabarán echándome de la casa que, por ley, también es mía. ¡Y a mí qué me importa esta casa y todas las casas y tierras! ¡Lo único que quiero es llevarme a Rita conmigo, librarnos del viejo! Creo que si la apartara de él, nuestro matrimonio estaría salvado. ¡Pero el muy cabrón se la sigue llevando a la cuadra!

Ahora, también están abajo. Es día de matanza de cerdo; acaban de matar dos. De pronto, he dejado de oír los chillidos de los animales y les he dejado de oír a ellos. Llevan mucho tiempo callados. ¡Dios, lo están haciendo otra vez, y hoy entre los cerdos! Agarro el cuchillo mayor y bajo. Está anocheciendo, pero ahí los veo, de pie y enganchados, junto a los dos cuerpos sangrantes y colgados.

—¿De cuánto tiempo? —dice el viejo en voz baja.

—De dos meses —dice ella.

—Pues haz algo para destruir al crío.

—Sí, tendré que hacer algo.

Entonces me ven. Se sueltan de golpe, se cubren con sus ropas, y él viejo ya está gritando:

—¡Asesino! ¡Asesino! ¡Qué viene con un cuchillo a matarnos!

Sí, es lo que tenía que haber hecho hace un momento. ¿Por qué no lo hice? Yo sí quería, pero me falló el valor. Aún estoy a tiempo… El viejo abre del todo las puertas de la cuadra y sigue gritando:

—¡Vecinos! ¡Socorro! ¡Este hombre nos quiere matar!

Voy hacia él. Siento que ahora me voy a atrever. Sí, lo voy a hacer.

El viejo corre y yo le sigo. Pero resulta que las lágrimas y el recuerdo de Rita me dejan frío y me paro. Y entonces empiezan a llegar vecinos, que me miran con miedo.

—¡Vedle con el cuchillo con el que quería matarnos!

De mañana, el viejo sale a caballo. Ha dormido en casa, pero con la puerta de su cuarto cerrada por dentro. En cambio, Rita se ha metido tranquilamente en nuestra cama. Durante un tiempo, siempre espera, de cara a mí, que la agarre, y sólo cuando ve que no le hago caso se da la vuelta. ¡Y cómo me cuesta no echarme encima de ella! Los dos en la misma cama, casi tocándonos, yo oliendo su carne desnuda que me recuerda la trampa en que me ha metido. Y no me muevo.

El viejo regresa por la tarde en su caballo. ¿Adónde coño habrá ido?

Los guardias llegan a las nueve de la mañana con otro hombre que dice que es el pedáneo.

—¿Es usted Antonio Bayo?

—Sí, señor.

—Acompáñenos.

Me llevan hacia la escuela sin esperar a que me ponga la chaqueta. Estamos en el mes de enero y hace frío. Rita y su padre también vienen con nosotros. Los guardias abren la puerta de la escuela con la llave que les ha dado el pedáneo. El lugar está vacío, pues los críos están con las vacaciones de Navidad. Nada más cerrarse la puerta empiezan a lloverme culatazos.

—De modo que sales de la cárcel y amenazas a tu suegro con un cuchillo —dice un guardia.

—Si no escapo, me mata —dice el viejo.

—Un hombre tan digno y respetado.

—Sobre todo, por los que mató —digo.

Me tiran por el suelo de un culatazo en la cabeza.

—¿Quién ha matado? —dice el viejo.

—¡Usted! Ya me lo han contado algunos vecinos. Usted mató y denunció a gente para quedarse con sus bienes.

—Eso es asunto pasado, que a usted no le debe importar. En cambio, sí que le debe importar el haber querido matar con un cuchillo a este señor y a su hija. Al casarse, usted ya sabía que ella tuvo una hija de soltera. ¿De qué protesta, pues?

—Protesto de que esa hija la ha tenido de su propio padre. ¡Esto es lo que yo no sabía! ¡No sabía que hacen vida de matrimonio!

—¡Péguenle más! ¡Písenle las tripas! —dice Rita.

—¿Y cómo sabe usted eso? —dice un guardia.

—¡Porque los he visto enganchados en la cuadra!

—Eso es lo que usted dice.

—¡No, que también lo dicen otros!

—¿Quiénes?

—Un antiguo novio de mi mujer llamado Roque, y una prima llamada Aniceta. Ellos me hablaron del asunto antes de yo sorprender con mis propios ojos a estos dos.

—¡Cabrón! ¡Asesino! —dice el viejo.

—¡Maten a golpes a este mentiroso! —dice Rita.

—Habrá que llamar a ese Roque y a esa Aniceta —dice un guardia.

Mientras esperamos, los guardias se traen la gran charla con Rita y su padre.

—¿Cómo te casaste con este individuo?

—No sé.

—Menos mal que no fue el que te quitó el virgo. ¿Qué tal te metía mano?

Todos ríen, incluso Rita y el viejo.

El pedáneo regresa con Aniceta y dice que Roque está de soldado en el cuartel de San Marcos, de León.

—Entonces, ¿cómo pudo hablar con usted? —me dice un guardia.

—Estuvo hace muy poco de permiso —dice el pedáneo.

Aniceta está hecha un mar de lágrimas. Rita y el viejo la miran como fieras.

—Yo no he dicho nada —dice Aniceta.

—¿Cómo que no? ¡Todo lo que me dijiste lo repitió luego el novio! —digo.

—¿Le ha contado usted a este hombre que don Fulgencio y su hija hacen vida de matrimonio y que la hija que tiene ella es de su propio padre? —dice el guardia.

—¡No, no, yo jamás he dicho tal cosa a nadie!

—¡Ya me advirtió que lo negaría! —digo.

Los guardias me arrean más culatazos y empiezan a llenar el atestado con una pluma estilográfica que ha sacado uno de ellos. Me acusan de asesinato frustrado y de difamación, y lo tengo que firmar.

—¡Mátenlo! ¡Macháquenle las tripas! —dice Rita.

La pareja me lleva esposado por el monte. Han creído al viejo y a Rita, o les conviene creerlo. En cualquier caso, yo soy una piltrafa a la que se puede aplastar sin tener que dar cuenta a nadie. Me miran con esa superioridad que les da saber que podrían matarme aquí mismo. Luego dirían al juez que intenté huir. ¿Qué puede esperar de la justicia un desgraciado como yo? Mi sitio estaba en el penal. ¡Quiero volver al Dueso, a mi puesto de ordenanza en la puerta principal, junto al bueno de don Dionisio y cuidar del peral del Ruso y al cine de los domingos y a ver chavalas en bikini desde las verjas y junto a tantos que dejé allí! ¡Quiero vivir tranquilo y comido en el penal!

—Tengo sed —digo.

Nos paramos y me arrodillo junto al arroyo. Estando bebiendo, la bota de un guardia me pisa la cabeza por detrás y me la hunde en la corriente y luego voy entero detrás. Salgo chorreando y los guardias no quieren entrarme así en el pueblo de Aviados y aquí nos quedamos a que el sol seque mis ropas.

Dos horas después los guardias se impacientan y encienden fuego y mandan que me desnude y cuelgan mis ropas ante las llamas. No quieren que me vean en Aviados cómo me han puesto ellos.

Llegamos por la tarde ante el juez de primera instancia de Lavecilla. Es un hombre fuerte, de unos sesenta años, con gafas y corbata. Después de leer el atestado, dice:

—¡Pero, hombre, si yo conozco a don Fulgencio y es de las personas más buenas y honradas de por aquí! Usted tiene que estar loco para acusarle de todo esto.

—No sé si estoy loco, pero tal vez me vuelva ahora.

—¿Está usted de acuerdo con todo lo que figura en el atestado?

—Sí, excepto en lo del asesinato frustrado. Yo no iba a matar a nadie.

—Aunque lo hayan puesto los agentes, no importa. Será el presidente del Tribunal quien resolverá sobre ello en su día. Aunque, si lo prefiere, yo puedo tomarle otra declaración.

Le digo que sí y me la toma y en ella cuento toda la verdad y la firmo.

Un muchacho me acompaña a otro edificio viejo situado a unos doscientos metros del juzgado, donde está el calabozo. Saca del bolsillo un montón de llaves, abre una puerta y me entrega una colchoneta y dos mantas.

Llega la noche y no me traen ni una miga para cenar. He de esperar hasta el día siguiente, y sólo para un trozo de pan y un botijo de agua. Al otro día, a las once de la mañana, abre la puerta el mismo muchacho y me acompaña de regreso al juzgado.

—No intente escaparse, porque lo más seguro es que lo pongan en libertad —dice.

—¿Por qué voy a escapar si no he hecho nada?

El juez me mira largo rato antes de hablar.

—Si le pongo en libertad, ¿adónde irá usted?

—Oiga, yo tengo mujer. Pues debo ir a la casa de mi mujer. ¿O es que también me la quieren quitar?

—No, yo sólo le pregunto adonde irá.

—A casa de mi mujer.

—Pues no le pongo en libertad.

—¿Y por qué no me pone en libertad si no he hecho nada?

—Estoy mirando por usted mismo. Cuando en un hogar se tuercen las cosas…

—¿Tengo yo que pagar lo que tuercen mi mujer y mi suegro? ¡Yo quiero ir a mi casa!

—¿Por qué no va a la de su madre?

—¡Pero si me he casado hace cuatro meses! ¿Es que usted, señor juez, quiere que acabe así mi matrimonio?

Lo que yo quiero es ir a casa a ver si puedo arreglar mis cosas con Rita. A lo mejor ella prefiere acabar con el viejo y no se atreve, y yo no la he ayudado en ello. Encima, si me largo sin más ni más, me acusarían de abandono de hogar.

El juez no sabe qué hacer. Si sigue la ley, tiene que darme a mí la razón, pero lo que quiere es darle la razón a mi suegro, al que conoce. ¡Todos son de la misma banda!

—Le voy a poner en libertad.

Me apunta con un dedo.

—¡Pero cuidado con los líos que arma esta vez!

Está claro: echa la culpa sobre mis espaldas. Sigo siendo el Ruso, el desgraciado.

—A la más mínima queja lo meto en la cárcel de León.

—¡He estado allí tantas veces! En este mundo donde mejor lo he pasado ha sido en las cárceles.

—Firme este papel y venga dentro de quince días con su esposa y su suegro. A ellos ya les mandaremos una citación. A usted se lo comunico ahora.

Llego al pueblo y encuentro cerrada la puerta de casa. Llamo. Aquí no hay nadie. Pregunto a la vecina de la casa de al lado.

—¿Dónde está mi familia?

Se encoge de hombros, pero me da la llave.

—Esto me dejaron.

—¿Adónde se han ido? ¿Qué le han dicho?

Se encoge de hombros.

—Yo no sé nada. No me meto en las cosas de los demás. Yo, oír, ver y callar.

Y se hace una cruz en los labios.

Rita me ha dejado en casa una cazuela de habas y un pan, y con ello y unos viajes a los jamones y a los chorizos de la cuadra paso tres días, solo, esperándola. ¿Qué coño me están haciendo ahora? Sé que mi suegro está en la casa vieja, pero no Rita. Y por fin me voy a la casa vieja. Encuentro al cabronazo sentado a la puerta, pelando unas patatas.

—¿Dónde está mi mujer?

Ni siquiera levanta la cara para mirarme.

—¿No dices que eres el amo de ella? ¡Pues búscala!

Por la tarde ya estoy donde el juez.

—Desde que me despedí de usted no he visto a mi mujer. No está en casa. Lo pongo en su conocimiento por si le ha pasado algo.

—No, no le ha pasado nada. Ha venido a hablarme, a comunicarme que se iba a León.

—¡Pero usted no puede permitir que abandone nuestro hogar así como así!

—No se preocupe. Su esposa ya es mayorcita para cuidarse.

—Oiga, esas no son razones de juez. Usted lo que debe hacer es levantar una denuncia por abandono de hogar.

—No, yo no voy a hacer nada. Sólo a usted, como marido, le corresponde buscar a su esposa.

Vuelta al pueblo. La casa sigue vacía y los vecinos se meten en las suyas para no responder a mis preguntas. Todo el mundo sabe que tengo razón: el juez, los vecinos, Rita y su padre, pero todos me dejan solo, a ver si me aburro y me largo y los dejo en paz. ¡El Ruso siempre luchando solo contra el mundo!

Llamo en la casa de la mujer que me dio las llaves.

—Mire usted: he ido al juez a denunciar el abandono de hogar de mi mujer y no me ha hecho caso. Me ha dicho que está en León, de modo que me voy a León a buscarla. Pero se me ha acabado el dinero. ¿Podría prestarme usted algo para el viaje?

Leo en los ojos de la mujer que me compadece, y entra y me saca ciento cincuenta pesetas.

—Gracias. A ver si se las devuelvo pronto.

—No tenga usted prisa. Lo principal es que se arregle el asunto de su familia.

Duermo en casa y a la mañana siguiente tomo el tren para León. Voy temblando. Me siento perdido. Sin embargo, en medio de las lágrimas me empieza a quemar la mala leche.

¡Qué distintas estaban las cosas cuando vine por primera vez a esta casa del ciego! Salen este y Rita y no me dejan pasar de la puerta.

—¡Ladrón! ¡Hijo puta! —dice el ciego.

—¡Márchate! ¡Vuelve a pudrirte en el penal, cabrón! —dice Rita.

—¡Cómo te acerques a mi hermana, como te vea más por aquí, te mato! —dice el ciego.

—¡Este hombre va a ser la perdición de mi vida! ¡Qué se lo lleven los guardias lejos! —dice Rita.

Entro en la Comisaría General de Policía de León y a un policía le pregunto por el comisario jefe.

—Vamos, cálmese usted, deje de llorar. Cuénteme lo que le pasa.

—Mi mujer ha abandonado nuestro hogar.

—¿Cuándo?

—Hace cuatro o cinco días.

—Bien, pues vaya a denunciarlo al juez.

—Ya he ido y me ha dicho que él no levanta ninguna denuncia, que me ponga yo a buscarla.

—¿Cómo se llama su esposa?

—Rita González.

—¿Sabe usted dónde está?

—Sí, señor.

Y le digo dónde. El comisario jefe llama a una pareja de policías armados.

—Id a esta dirección y traedme a una tal Rita González en calidad de detenida.

Salen los policías y el comisario jefe me hace un guiño.

—Es para que ella coja miedo.

Por la ventana de la Comisaría veo llegar a Rita, al ciego y a la niña.

—¿Es usted Rita González?

—Sí.

Rita no me ha mirado. Tiene los ojos rojos de rabia por haber sido traída como una delincuente. La encuentro más guapa y más buena.

—¿Conoce usted a este hombre?

—¡No quiero saber nada de este hijo de la gran puta y ladrón!

—Así que le conoce. ¿Cuánto tiempo lleva casada con él?

—Cuatro meses —dice el ciego.

—Que responda ella.

—Cuatro meses.

—En cuanto él salió del penal —dice el ciego.

—Un flechazo, ¿eh?

—Llevábamos meses carteándonos. Ella me había mandado una foto y me gustó.

—Dígame usted, Rita: ¿por qué se casó con él?

—No sabía cómo era.

—¿Y cómo se casa usted con un hombre del que no sabe ni cómo es?

—Si quiere usted saberlo, porque tenía ganas de macho.

Se hace el silencio. ¿Por qué hablas así, Rita? Me lleno de orgullo hasta que me doy cuenta de lo cabrona que es: ¡diciendo que tenía ganas de macho pone a su padre fuera del asunto!

El comisario jefe manda que le quiten las esposas y luego él mismo la ayuda a sentarse.

—Usted, señora, debe volver a casa con su marido.

Rita se levanta como un toro bravo.

—Si usted me obliga a ir con mi marido, tendrá que hacerlo esposándome y a rastras, y tenga en cuenta que me meto debajo del primer camión que pase y usted será el responsable.

El comisario jefe suspira.

—Bien, yo no puedo hacer más. He intentado reconciliarles. De modo que pueden marcharse cada uno por su lado.

Rita sale sin despedirse, y detrás el ciego y la niña. El comisario jefe me pone la mano en el hombro.

—Lo siento. Ya ve usted que he intentado hacer algo por su matrimonio. Si usted ha ido al juez y no le ha hecho caso, ¿qué puedo hacer yo? A ese juez habría que expedientarlo. Si usted quiere, lo hacemos.

—No, yo no quiero más líos. Gracias.

Rita me está esperando en la calle. Aprieta la boca como si quisiera comerse los labios.

—Ahora, cada uno por su lado y para siempre. Que mis ojos no te vuelvan a ver más. Y no se te ocurra volver por casa, porque allí no te ha quedado nada, ni siquiera yo. Deseo que te mueras, cabrón, por lo que me has hecho. Hemos terminado para siempre. ¿Lo has oído? ¡Para siempre! Aunque te vea con cincuenta mujeres del brazo, me dará igual. ¡Ni la Iglesia ni los jueces conseguirán que me meta contigo en la misma cama!

Empuja al ciego y a la niña y se va.

Vuelvo al pueblo, a la casa nueva de Rita… ¡a ver quién se sale con la suya! ¡De aquí no me echan ni con los guardias! No es sólo terquedad. Es que quiero quedarme a la espera de Rita. Algún día vendrá, cuando deje de obedecer al viejo. Y entonces la perdonaré.

A los cuatro días me viene una orden para que me presente en el juzgado de Lavecilla. ¿Qué he hecho ahora? Yo soy el que sigue en su casa y Rita es la pecadora, por haber huido. ¿A ver si me saltan con que le cierro la puerta o la arreo con un palo?

Allí están, esperando, Rita y su padre.

—¡Qué se vaya! ¡No quiero verle! —dice Rita volviéndome la espalda.

—¿Hasta cuándo tendremos que aguantar a este hijo puta? —dice el padre.

—¿Por qué me engañaron ustedes dos? ¡Me tenían que haber dicho a tiempo que estaban liados! ¿Por qué me engañaste, Rita, si tenías intenciones de seguir con tu padre?

—¡Hijo puta! ¡Cerdo! —dice Rita.

Se abre una puerta y asoma la cabeza del juez.

—Como no se callen llamo a los guardias… Vamos, suban por aquí. Entramos con el juez en un cuarto donde hay una secretaria y un alguacil. El juez se sienta detrás de una mesa y se arregla el nudo de la corbata.

—Siéntense, por favor. Les he citado para llevar a cabo un acto de conciliación. Bien: ¿están ustedes dispuestos a perdonar a Antonio?

—No —dice Rita.

—No —dice el viejo.

—¿De qué me tienen que perdonar? —digo.

—Usted ha intentado matar a su padre político y a su esposa con un cuchillo.

—Es lo que tenía que haber hecho.

—¿Se da cuenta, señor juez, de que es verdad lo que le decimos? ¡Está loco, loco, loco! —dice Rita.

—¡Yo no estoy loco! ¡Me están volviendo loco entre todos!

—Pero ha de reconocer que intentó matar a su esposa y a su padre político con un cuchillo —dice el juez.

—Si yo le digo que no, ¿a quién hará caso, a ellos o a mí?

—Mire: yo a usted no le conozco, y sí a ellos. Además, ellos son dos.

—Y encima, liados.

—Le aconsejo que abandone esa absurda idea.

—¡Yo no puedo olvidarme de lo que he visto!

—No empeore las cosas.

—A don Fulgencio y a su hija los conozco de toda la vida y jamás han dado motivo de escándalo ni han tenido pleitos de ninguna clase con sus vecinos. Y resulta que, nada más aparecer usted por aquí, comienzan los jaleos.

—Es que hasta ahora nadie vivió en su casa para ver lo que hacían.

—No estamos aquí para que usted les acuse a ellos, sino para que ellos le acusen a usted.

—¡Un juez no debe ponerse de lado de ninguna de las dos partes! ¡Aquí ni hay justicia, ni hay vergüenza, ni hay jueces, ni hay nada! ¡Lo que usted está haciendo es acusarme e insultarme! ¡No sólo defiendo mis derechos, sino el honor de mi mujer, ya que ella no sabe defenderlo!

El juez se pone en pie como un basilisco.

—¡Agarren a este loco y métanlo en la cárcel!

Me han tenido cinco días en el calabozo, a pan y agua, y en el segundo un oficial del juzgado vino a decirme que estaba procesado por amenazas. Luego, una pareja de guardias me metió en un tren de La Robla y me trajeron a la cárcel de León, que ya es una especie de hogar para mí. Después, quince días en celda de periodo. Después, dos meses en la brigada. Los presos me ven llorar y me preguntan: «¿Qué te pasa, Ruso? No te pongas así, que la cárcel no es tan mala, y si eres inocente, como dices, pues ya verás como sales enseguida». No tengo humor para decirles que soy un viejo cliente de estos sitios; que, después de tantas condenas, les he tomado gusto a cárceles y penales; pero que ahora es distinto, pues no he robado nada ni he hecho mal a nadie, y sin embargo aquí estoy, con mi vida y mis ilusiones por el suelo, sin nadie que mueva un dedo por mí.

Ahora me llaman a la oficina de servicios, que tengo visita. ¿Quién será? No quiero ver a nadie, porque si es Rita sólo vendrá a hundirme más. Pero, no, es un viejo, con un cordón que se le mete en el oído. Me dejan a solas con él. El viejo me acerca una silla, para que me siente, y él se sienta en otra, a dos palmos de mí.

—Mire usted, yo soy el médico forense y he venido a ayudarle. ¿Quiere contarme su problema?

Es tan viejo que a veces se le cae la baba.

—Pues mi problema es tener una mujer que se acuesta con su padre y que ya tiene una hija de él.

—¿Sabe usted lo que está diciendo? Aunque se le ocurran esas ideas, no las diga, porque le van a tomar por loco. ¿Verdad que usted no cree en lo que dice?

—¿Cómo no lo voy a creer si mis propios ojos los vieron cómo follaban?

—Le recuerdo que vengo a ayudarle y que no lo podré hacer si sigue diciendo esas tonterías.

—Oiga, ¿quién le manda a usted aquí?

—El juez de Lavecilla.

—Pues vuelva donde ese juez y dígale que estoy loco y acabemos. Haga lo que yo haga y diga lo que yo diga, ya sé lo que, al final, van a hacer conmigo.

El médico forense pone cara de aburrido y se queda mirando al techo. Luego saca un lapicero de su bolsillo y me lo enseña.

—¿En qué se diferencia esto de una máquina de tren?

—Déjeme en paz de tonterías.

—Si quiere que le ayude, ha de contestarme en qué se diferencia esto de una máquina de tren.

—Le pido, por favor, que me deje de hostias.

Entonces el médico forense saca de la chaqueta su aparato de sordo.

—A ver, dígame usted: ¿en qué se parece esto a una vaca?

—No estoy para bromas, señor.

—¿No comprende que le estoy ayudando? Tiene que decirme en qué se parece esto a una vaca.

—¿Me está tomando el pelo? ¿Qué hostias me pregunta?

—Cálmese usted. Si se excita, va a estropear las cosas. Siga mi consejo y colabore… ¿Por qué llora?

—Porque quiero estar solo.

—Bien, pues respóndame y me marcho enseguida. ¿En qué se parece esto a una…?

Me levanto y empiezo a darle de hostias al cabrón.

—¡Auxilio! ¡Auxilio! —grita.

Se cubre con los brazos, pero yo siempre encuentro hueco para llegarle a la cara. ¡Es que me ha sacado la mala leche! ¿Hay derecho a tomar el pelo a un desgraciado? ¡Qué me deje en paz y se vaya con su trasto de sordo! Se le cae al suelo y ahora se agacha a recogerlo, sin dejar de gritar como un cochino cuando le sangran, y yo le arreo patadas en el culo, y entonces se abre la puerta y entra el jefe de servicios y empieza a darme porrazos.

—¡Está loco, loco como una cabra, loco rematado! ¡Nunca vi un loco tan rematado como este! —dice el médico forense.

Me han metido un día en una celda de castigo, y una semana después el funcionario me dice que me espera otro médico, este de la Audiencia.

—A ver si no le matas como al otro —dice el funcionario.

El médico es más joven, alto y con un bigotito. Me estrecha la mano.

—¿Cómo está usted? ¿Le importaría sostener conmigo una pequeña charla?

—Bueno. Pero…

—Así me gusta. Supongo que a mí no me tocará salir como salió mi colega. Modérese, que todo irá mejor para usted. Vamos a sentarnos. ¿Quiere fumar?

Cojo un cigarrillo y él me lo enciende.

—Usted se llama Antonio Bayo, ¿verdad?

—Sí, señor.

—¿Dónde nació?

—En La Baña.

—¿Le gusta su pueblo, Antonio?

—Allí nunca tenía comida.

—Sus padres, ¿viven en ese pueblo?

—Sólo madre. Al otro nunca le vi. Se quedó en América cuando madre vino preñada de mí.

—¿Tiene usted hermanos?

—Sí, uno.

—¿Qué opinión tiene usted de su madre y de su hermano?

—Madre sufre mucho por mí, y Mario siempre encontraba trabajo y podía comer.

—¿Cree usted que le quiere su madre?

—Todas las madres quieren a sus hijos.

—¿Y la suya también?

—Pues claro.

—¿Ha sentido alguna vez tentación de matar a su madre?

—¿Ya empieza usted como el otro médico?

—No se exalte, no se exalte. Advierto que se exalta enseguida.

—¿Por qué me preguntan tonterías?

—Le aseguro que no son tonterías.

—¿Sabe usted lo que me preguntó el otro médico? Que a ver en qué se parecía un aparato de sordo a una vaca. No me diga usted que no es una tontería.

—Cada doctor tiene sus normas. Tanto él como yo sólo queremos ayudarle.

—Pues él se marchó gritando que yo estaba loco de remate.

—Es que usted ha cometido graves errores con su mal genio. Las personas que no están locas saben contener su genio.

—Entonces, también usted cree que estoy loco. ¡Pues dígalo por ahí y déjeme en paz!

—Sí, usted ha cometido graves errores. Un hombre que agrede al médico forense que ha ido a examinarle para ver si está loco o no…

—Si usted cree que estoy loco, pues vaya con ello al juez y déjeme tranquilo.

—No, yo no creo que usted esté loco. Sin embargo, me va a resultar muy difícil ayudarle. Mire: si yo digo que no está loco, como el otro médico ha dicho que está, enviarán a un especialista de Madrid para salir de dudas, y ello retrasará mucho su caso, y a usted lo que le interesa es solucionarlo cuanto antes.

—¿Cómo lo voy a solucionar antes si usted dice que estoy loco?

—Escuche: a un loco no se le puede condenar, aunque haya intentado matar a alguien con un cuchillo, e incluso aunque lo haya matado. Está loco y nada más. Si yo le declaro a usted cuerdo, se corre el riesgo de que el especialista de Madrid le declare loco, y no habríamos ganado nada y sí perdido un montón de meses, que usted los viviría entre rejas.

—De modo que usted también va a decir que yo estoy loco.

—Pues no lo sé. Quizá fuera lo mejor. Y quizá lo que más se acerca a la verdad. ¡Ese genio suyo, Antonio!

—Ya le dije al otro médico que si poniéndome como loco me dejan en paz, pues que digan todos ustedes que estoy loco.

—¡Hombre!, no diga esas cosas.

Se levanta y me estrecha la mano.

—Que tenga usted suerte, Antonio.

Y se va.

Dos meses más en la cárcel de León antes de que me visite un abogado.

—Su asunto está muy feo. Le han declarado loco peligroso por haber atacado a su suegro con un cuchillo, y además el juez de Lavecilla ha alterado el expediente.

—¿Y a mí qué hostias me importa todo eso? Lo único que quiero es que usted y todos me dejen en paz.

—¿No le interesa preparar su defensa? Yo soy su abogado y estoy aquí para ayudarlo.

—Sí, todos ayudan a joderme.

—No hable así, que yo también voy a pensar que está loco.

—Ya lo está pensando. ¡Ande, váyase y déjeme tranquilo!

El juicio es a puerta cerrada. Aquí están Rita y su padre, y media docena de testigos del pueblo, entre los que veo al antiguo novio de Rita, Roque, y a Aniceta, la prima. El juez y los abogados ya están formando el tinglado que me va a joder.

—¿Está usted de acuerdo con lo que ha declarado hasta ahora? —dice el juez.

—Sí.

Llaman a declarar a la prima. Viste sus ropas de domingo y se tropieza en todas partes.

—¿Conoce usted al acusado?

—Sí, señor.

—¿Le dijo usted que su esposa, Rita González, mantenía relaciones matrimoniales con el propio padre de ella?

—Nunca.

—¿Tampoco le dijo que la hija de Rita González la tuvo esta de su propio padre?

—No, nunca.

—Está usted hablando bajo juramento.

—Sí, señor juez, lo juro.

No le importa condenarse con tal de salvarse del viejo cabrón. Pero ha mentido muy bien. Casi me hace dudar de si me dijo algo alguna vez.

—Puede retirarse.

Ahora llaman a la madre de Roque, la que me abrió la puerta.

—¿Fue el acusado a su casa?

—Sí, señor.

—¿A qué fue?

—Quería ver a mi hijo.

—¿Y lo vio?

—Sí, señor. Hablaron un rato largo en la puerta.

—¿De qué hablaron?

—Oí sus voces, pero no lo que decían, porque hablaban bajo.

—¿Cómo vio al acusado: tranquilo o nervioso?

—Estaba muy nervioso.

Luego llaman a Roque.

—¿Para qué deseaba el acusado verle a usted?

—Para pedirme un cigarro.

—¿Cuánto tiempo permaneció ante su puerta?

—Nada. El tiempo que se tarda en sacar un cigarro.

—¿Hablaron?

—Dos palabras.

—Sin embargo, su madre ha declarado que estuvieron hablando largo rato.

—Se equivoca mi madre.

—Usted, en otro tiempo, fue novio de Rita González.

—Bueno, novio o como se le quiera llamar.

—¿Por qué lo dejaron?

—Ya ni me acuerdo. Por alguna tontería, supongo. Por lo que se dejan estas cosas.

—¿No le preguntó el acusado si sabía usted que Rita González y su padre vivían como matrimonio?

—No.

—Y usted, ¿se lo dijo?

—Yo no ando por ahí diciendo barbaridades.

—De modo que usted no cree que tal cosa sea posible.

—Quien lo crea ha de estar loco.

Luego pasan tres o cuatro vecinos del pueblo y todos juran que me vieron con el cuchillo y que yo quería matar a mi suegro y a mi mujer. Luego llaman a los peritos forenses. Primero, al viejo.

—¿Examinó usted al acusado?

—Sí, sí.

—Y tuvo con él una experiencia desagradable.

—Verá usted: le formulé varias preguntas para observar sus reacciones, y entre los objetos que utilicé estaba mi aparato de sordo… Este, precisamente… Y, nada más verlo, este hombre me atacó como una fiera y me habría matado allí mismo de no acudir a mis gritos un funcionario.

Habla totalmente como un viejo chocho, cayéndosele las palabras y la baba, y hasta el tribunal se ríe.

—¿Lo calificaría usted de loco?

—¡Sí, de loco rematado!

Luego, el otro médico.

—Conmigo se portó muy bien. Si no fuera por leves indicios, yo le habría declarado cuerdo. Aunque debemos considerar que estos enfermos mentales, a veces, se comportan con absoluta normalidad.

¿Por qué calla mi abogado defensor? ¿Por qué no salta para protestar de que todo el mundo me esté llamando loco antes de oírse la sentencia? Pero ¿de qué me quejo? ¿No es lo que yo esperaba? ¡Qué se acabe esto cuanto antes, que me metan dónde sea y que me dejen en paz!

Ahora, el juez está preguntando a Rita si aceptaría en su casa a su marido.

—¡No! ¡Está loco! Es un loco peligroso y me da miedo. Nunca olvidaré sus ojos cuando nos atacó con el cuchillo. Además, es un ladrón. Toda su vida se la ha pasado en penales. ¿Cómo voy a meter en mi casa a un hombre que es ladrón y asesino?

—Sin embargo, al casarse usted ya sabía que era ladrón.

—Sí, pero ladrón regenerado. ¡Pero luego salió con lo de asesino!

—Señora, no hable tan duramente de él, porque se trata de un enfermo. ¿No se compadece usted de una persona enferma?

—Sí, pero quiso matar.

—Así, pues, no lo acepta en casa.

—¡No!

Mi abogado, que ha hablado muy poco hasta ahora, se levanta cuando el juez le pregunta si tiene algo más que decir.

—Considerando el estado de este hombre, lo más procedente es el internamiento.

El juez se vuelve a mí.

—Levántese, por favor… ¿Tiene usted algo que añadir?

—Ustedes ya lo han dicho todo. Si la sentencia es que me fusilen, pues me parecerá bien.

El juez y los abogados se miran.

—Se levanta la sesión —dice el juez.

¿A que resulta que estoy loco de verdad? En estas dos semanas en la cárcel pienso tantas cosas que pienso también en esto. Al despertarme por las mañanas me digo que todo ha sido un sueño, y si es así también ha sido un sueño que veo enganchados a Rita y a su padre. Pero ¡qué hostias! ¡Claro que los vi! Entonces, es verdad el resto, es verdad que mi vida ha quedado jodida y que vuelvo a ser el Ruso, ahora no en una prisión o en un penal sino en un manicomio.

—Seguramente te llevarán al manicomio, Ruso —me dicen los funcionarios.

Hasta que me avisan que me prepare para ir de viaje. Dos funcionarios me esperan en la puerta.

—¿No tienes que recoger nada?

—Ya llevo encima mi locura.

—¿Nunca has estado en un manicomio?

—Lo que pasa es que nunca he salido de él. ¡El mundo es un manicomio!

Me había acostumbrado a vivir entre rejas, y en el Dueso fui incluso feliz, y algo me decía que no debía salir de él, y si ahora me llevaran al Dueso pues estaría cantando, pero me llevan al manicomio, y aquí nadie ha estado en el manicomio y sólo alguno ha oído hablar de él y me dice que esos frailes no usan porra sino correa y que se quedan solos repartiendo correazos. Pero no me asustan los correazos, sino el que me metan en un sitio en el que nunca he estado.

—Escucha, Ruso: en el bolsillo llevamos unas esposas. Esperamos no tener que usarlas contigo, pues has dejado de ser un preso para ser un enfermo, y así te trataremos, siempre que no intentes huir.

Los dos funcionarios me llevan al tren. Les miro a ver si me creen loco.

—¿Creen ustedes que estoy loco? —digo.

—¡Claro que no! Lo que pasa, Ruso, es que el juez quería que vieras todas las clases de hoteles que hay en España.

El manicomio es un edificio grande y bien cuidado, con pabellones nuevos por allí cerca. En la puerta nos recibe un fraile portero con cara de difunto.

—Buenas, aquí traemos a este hombre.

—A ver, la documentación.

El fraile mira los papelotes y dice que todo está en regla.

—Buena suerte, Ruso.

Los funcionarios me dan la mano.

—Aquí te dejamos. Esto no es una cárcel y estarás muy bien. Mira, mira qué casa más limpia y sin guardias. Y de estos sitios se sale mucho antes. Pórtate bien, y en menos de un año, fuera. Has tenido suerte, Ruso, en que te crean loco.

Se van y el fraile me dice que le siga. Empiezo a ver los primeros locos. Caminan por los corredores como fantasmas, mirando sin ver a nadie, con la boca caída y hablando solos. Nos cruzamos con más frailes y con dos curas, y el fraile portero me dice que estos también están locos. Todo lo que veo es limpio, la gente anda por donde quiere y esto parece mucho mejor que una cárcel. Hasta que un fraile pregunta al fraile portero: «¿Adónde lo llevas?» y el fraile portero dice: «A la Diputación», y enseguida pasamos a unos corredores, salas y jardines muy tristes y llenos de locos, todos vestidos con ropa de cuartel y saltando, gritando, corriendo y pegándose unos con otros e insultándose con tacos y blasfemias tan negras como las que se oyen en los penales, y siete frailes moviéndose entre ellos armados con duras correas de cuero y arreando con toda su alma a los más locos. ¡Dios!, ¿qué hace ese hombre? ¡Está cagándose de pie! Se pringa toda la ropa mientras grita a un fraile: «¡Hijo puta! ¡Hijo puta!», y el fraile le muele a correazos y se lo lleva a rastras con la ayuda de otro fraile, y el fraile portero me toca en el brazo y me dice: «Ten cuidado, Antonio, con portarte mal, porque aquí lo pasa bien el obediente y mal quien arma escándalo y hace la vida imposible a los hermanos. ¿Ves a ese? Se lo llevan a aplicarle el “kruchoff”. ¿Sabes lo que es el “kruchoff”? Pues la corriente eléctrica. Mira, cómo se retuerce, con la corriente se retorcerá hasta que se quede como una seda».

Veo a hombres tirados por todas partes y de todas las edades, desde jóvenes casi niños a ancianos, unos echando a correr al vernos al fraile y a mí, y otros hincándose de rodillas ante nosotros y pidiéndonos por piedad un cigarrillo, y otros rasgándose sus ropas y otros rasgándoselas a los demás, y otros con las manos atadas a la espalda, que deben ser los más peligrosos.

El fraile portero me entrega a otro fraile y se marcha, y el otro fraile me pregunta cómo me llamo y luego me dice que vaya al comedor. «¿Dónde está el comedor?». «Sigue a ese fraile». Es un fraile de unos veinte años, que me hace una seña y me voy con él.

—Acabas de llegar, ¿no?

—Sí.

—¿Cómo te llamas?

—Antonio.

—¿Y estás loco? No, tú no estás loco. No son locos todos los que meten aquí. He aprendido a conocerlos.

—Yo creí que era el único caso.

—Te diré que tenemos a uno que en la cárcel se puso a comer excrementos para que no le cayera algo gordo por haber matado a hachazos a su mujer. De aquí, en cambio, puede salir el día menos pensado. Y tú, Antonio, ¿qué hiciste?

—Me vieron con un cuchillo en la mano cerca de mi suegro.

—¿Con idea de matarlo?

—Tenía motivos.

Y le cuento toda la historia. El fraile joven me mira.

—Es un poco difícil de creer.

—Ya ha cambiado usted de idea y ahora me cree loco.

—Bueno, todos tenemos un poco de locos.

El comedor es grande, con veinte mesas grandes, y aquí me deja el fraile, que me ha dicho que se llama Ricardo. Enseguida entran los locos, en manada y gritando y se sientan unos diez o doce en cada mesa y yo también me siento, porque veo llegar las perolas y tengo hambre. Nos sirven un arroz medio crudo y sin sal. Los locos no callan ni se están quietos. A uno le da la venada y tira su plato lleno contra la cara del que tiene enfrente y, como monos de imitación, otros locos empiezan a tirar sus platos contra sus vecinos, hasta que uno se pone tan loco que vuelca su mesa, y entonces llegan los frailes repartiendo correazos y levantan la mesa y el cocinero echa nueva ración en los platos recogidos del suelo, mientras dos frailes se llevan al que ha volcado la mesa a meterle el «kruchoff».

¡Dios mío!, ¿adónde me han traído? ¿En qué infierno estoy? ¡Aquí acaban locos hasta los que entran sanos!

En la sala grande hay unas ciento setenta y cinco camas, y se arma tanto escándalo que en la primera semana no puedo dormir. Siempre ocurre lo mismo: varias docenas de locos se ponen a gritar y llegan los frailes con otros tipos a los que llaman loqueros y la emprenden a correazos contra todo el que pillan y entonces la sala entera empieza a gritar de terror y los locos saltan de sus camas y corren de aquí para allá.

¿Dónde estoy, madre mía? Este sitio es peor que el peor de los penales. Y la comida también es peor: casi cruda, mal condimentada y poca. Y aquí no hay economato para aliviar el hambre. Tampoco hay modo de encontrar consuelo en la conversación, pues cada uno está con su tema, con sus gritos. Si les dices algo, o pasan de largo sin hacerte caso o te miran y te salen por peteneras. Acabo de preguntar a uno que cuánto tiempo lleva aquí y me ha dicho que él lleva la cuenta exacta de cuántos polvos ha echado en su vida y que son novecientos treinta y dos.

A los locos más rebeldes los frailes los atan con correas a sus propias camas y así los tienen semanas y meses, dándoles la comida a la boca y dejando que se hagan encima sus necesidades y no limpiándoles más que de semana en semana. El que suele estar más tiempo atado a su cama es un tal Juanín, a quien todo el mundo le tiene miedo; se pasa hablando el día y la noche, y cuando me acerco a él me dice: «¿Verdad que sí, Antoñito, hijo puta?», y hay que contestarle que sí, pues de lo contrario te tira a la cabeza lo que tiene más cerca.

Me he hecho amigo del fraile joven que conocí el primer día, el que se llama Ricardo. Es de Santander y está en el manicomio aprendiendo para practicante, pues sus padres no tienen medios. «En cuanto apruebe, dejo este horror para siempre», me suele decir. Él y yo nos juntamos muchas veces. Me dice: «Todos estos frailes son desertores del arado o maricones. Ten cuidado con ellos». Ya he visto a uno en los retretes atizándole a un loco. Ricardo y yo nos retiramos al muro que rodea los edificios del manicomio, y nos sentamos contra él y hablamos de nuestras vidas. «¿Y todo eso te ha pasado, Antonio?», me dice. A pesar de que lleva aquí varios meses, no se acostumbra a las barbaridades que ocurren. No pasa día sin que me hable del «sótano de la mierda». Le pregunto dónde está y él me dice que lo encontraré por el olor. «Pero es mejor que no lo veas». Pero allá me voy. Al llegar al rincón más escondido, por donde aún no había pasado nunca, siento como si el aire fuera de mierda y, pasos más allá, veo una ventana. Me agarro las narices y me asomo. Hay dos escalones hacia abajo y en el fondo del gran cuarto veo a unas seis o siete docenas de hombres moviéndose lentamente o sentados, tropezándose unos contra otros por la falta de sitio, algunos con cadenas en los pies y otros en los pies y en las manos, hablando solos y vestidos nada más que con una bata, enseñando sus piernas sucias de mierda, porque hacen sus necesidades de pie y el suelo por donde andan es un fangal de excrementos propios y ellos chapotean en él con sus pies descalzos. Me pongo a llorar como un crío al ver aquello, y me asusto al oír una voz a mi lado.

—Te advertí que no debías verlo.

Es el fraile joven.

—¿Es que nadie cuida a estos pobres locos? —digo.

—Los han dejado por imposibles y aquí metidos les dan menos trabajo.

—¡Pero no se puede tratar así a las personas!

—Es que dicen que estos ya no son personas.

—¿Y no protestan sus familias?

—Nunca los ven así. Cuando tienen visita, los sacan, los limpian y los visten con ropa decente y los presentan a la familia hechos una monada. Cuando se retira la visita, les ponen de nuevo el quitapolvos y los meten en el sótano de la mierda.

—¿Y cuánto tiempo estarán aquí?

—¿Tiempo? Hasta que se mueran.

El fraile me mira.

—Antonio, huye de este infierno antes de que acabes junto a estos infelices.

—¡Pero si yo no estoy loco!

—¿No dices tú mismo que aquí acaban locos hasta los cuerdos?

El manicomio de esta ciudad está regido por unos frailes que llevan una gran cruz en el pecho de sus hábitos. Al Superior le llaman «el Vice» y yo le veo con andares de marica y habla como uno de ellos. En las paredes hay cuadros de san Juan de Dios cuidando enfermos locos, limpiándoles los excrementos con una expresión llena de amor hacia ellos.

En el «sótano de la mierda» hay un conde de sesenta años a quien el correo le trae diariamente el periódico a su nombre, y él se pasa el día leyéndolo de pie sobre la mierda.

Por encima de los frailes está el director, que parece no enterarse de la fiesta. Voy a verle a los dos meses de estar en el manicomio. Es un hombre serio, que habla muy despacio.

—Usted ya habrá visto que yo no estoy loco. ¿Cuándo me dejarán libre?

—Usted ha llegado con un hermoso certificado de loco y, de momento, yo no puedo hacer nada. Ni siquiera un médico puede estar seguro, en muchos casos, de si el enfermo es un loco o un cuerdo.

—Pues sí que estaban seguros los médicos forenses que me metieron aquí.

—Luego está el juez. Usted no está en este manicomio sólo por loco, sino también por haber delinquido. Yo no estoy autorizado a informar de usted a nadie, sino que es el mismo Tribunal que le ingresó en este centro el que debe pedirme informes sobre su salud, e ignoro cuándo lo hará.

Además, como su familia no quiere saber nada de usted, pues aquí se quedará por ahora.

—Entonces, si alguien de mi familia me reclama, ¿podría salir?

—Posiblemente, si, al mismo tiempo, solicitara el permiso de ese Tribunal.

—Pues les voy a escribir.

—Sí, a su esposa. Si ella se presentara aquí a por usted, se irían los dos del brazo.

Tres meses después sigo sin respuesta de Rita. Le he escrito quince cartas, las primeras suaves y las otras de cabreo. Al principio, le pedía perdón, le decía que ella no sabía en dónde me había metido, que eligiera entre admitirme en su casa o echarme por ahí, que yo me conformaría a todo… ¡pero que me sacara! Después, cuando Rita dio la callada por respuesta, mis cartas llevaban cosas como: «¡Maldita sea la madre que te parió!» o «¡Cuándo salga, te mato!».

Me llama el director a su despacho.

—Usted, Antonio, tiene mucho genio, ¿verdad?

—Pues como todo el mundo.

Me enseña unas cartas. Son algunas de las que yo he mandado a Rita.

—Con esta actitud suya no adelanta nada. ¿Reconoce estas cartas? Me las envía su esposa y me ruega que le prohíba a usted escribirle más. Su genio le está perdiendo de nuevo, Antonio. Con estos insultos sólo consigue asustar a su esposa, recordarle cómo es usted. Y así, en vez de un año estará aquí veinte.

—¿Y qué iba a hacer si con las cartas de súplica no conseguía nada?

Me llama el director a su despacho.

—¿Cuándo escribió usted al presidente de la Audiencia?

—Hace algún tiempo, cuatro o cinco semanas.

Sí, escribí al presidente de la Audiencia diciéndole que ya estaba curado y que me sacara. Y el presidente de la Audiencia ha pedido informes sobre mí al director. Con un poco de suerte, puedo salir enseguida.

—¿Quién le echó su carta al buzón?

—No recuerdo.

Tuve que sacar la carta en secreto, para que los frailes no descubrieran que escribía a la Audiencia. De modo que le pedí que me la echara fuera a uno de los locos que tienen permiso para dar un paseo por la ciudad.

—¿Cómo es posible que no se acuerde usted?

—Pues no me acuerdo.

—Le advierto que si no me confiesa quién de los enfermos le depositó esa carta en un buzón de correos, comunicaré al presidente de la Audiencia que usted no está en condiciones de vivir en sociedad y, por lo tanto, perderá esta ocasión de ganar la libertad.

Las infracciones cometidas por los locos son castigadas duramente, bien con correazos o metiéndoles el «kruchoff» o atándolos a una cama durante semanas o meses. El loco que me sacó la carta es un buen hombre, siempre dispuesto a hacer favores.

—¿Me dice usted el nombre de ese enfermo?

—No recuerdo quién fue.

Como me han prohibido escribir cartas a Rita, pues se las escribo a madre. Le digo que venga pronto a sacarme, que si ella viene a hacerse cargo de mí, me pondrán en la calle. También le contaría las barbaridades que se ven en este infierno, pero no puedo porque los frailes leen las cartas y la mía la romperían.

Después de mucho esperar, madre me escribe: «Hijo, que yo no puedo moverme del pueblo. Que ya no tengo edad para andar trotando por el mundo. Que tanto el cura como el pedáneo me dicen que es tu mujer la que te tiene que sacar. Hijo, que Dios te ayude y reza mucho para que las cosas te salgan bien».

Desde que volvió de América, madre no ha salido del pueblo. Además, no tiene dinero para el viaje. Está enferma y muerta de hambre. Bastante tiene con mirar por ella misma. El papel de la carta está mojado por una esquina: serán lágrimas de madre por mí.

Cuando me veo al otro lado del muro me digo por qué no me he escapado antes. El muro es alto, de tres metros, pero el jardín del manicomio está lleno de acacias y pinos y algunos crecen pegados a él, de modo que no he tenido más que trepar a un árbol y dejarme caer al otro lado. Mientras corro, me digo: «En adelante, Ruso, cuidado con robar. A las cárceles y penales no te importaba demasiado volver, pero este manicomio es el lugar más jodido que conozco. No, no, jamás robaré, para que nunca más me agarren». Hago esfuerzos para olvidar a los cien locos que chapotean en el «sótano de la mierda», pero no puedo.

El tren de mercancías me deja en León a mediodía, con un hambre de lobo. No tengo más que pensar en los locos del «sótano de la mierda» para aguantarme sin robar comida. En un almacén de patatas hay un cartel que dice: HACE FALTA HOMBRE PARA CARGA Y DESCARGA DE CAMIONES. Entro, me ofrezco, el dueño me mira de arriba abajo y me echa a la calle. Es que voy con una pinta que asusto: con la misma ropa con que entré en el manicomio, rota, sucia, y mi cara de hambre y de miedo. Agarro una patata sin que me vean y me la como cruda en la calle.

¿Es posible que sea Leopoldo aquel tipo que veo allá? ¿Habrá salido ya del Dueso? Me acerco. Sí, es Leopoldo, un compañero de penal que había descerrajado nueve cajas.

—¡Leopoldo!

—¡Ruso!

Nos abrazamos. Leopoldo mira sin cesar a un lado y a otro.

—Sepárate de mí, Ruso, que creo me vienen siguiendo, y si te ven conmigo…

—Lo que tú no quieres es convidarme a un plato de alubias.

—Te digo que…

En esto que aparecen tres policías de paisano y rodean a Leopoldo.

—¡Vamos, andando!

Yo me aparto, pero uno de los policías se fija en mí.

—Y tú también.

¡La he pringado! Nos llevan a la misma comisaría donde estuve con Rita. Me piden la documentación.

—No tengo.

—¿Dónde vives?

—En La Baña.

—¿Y qué haces por aquí?

—Buscar trabajo.

No está aquel comisario de la otra vez. Leopoldo me dice adiós con los ojos cuando se lo llevan. A mí me meten en los calabozos por indocumentado, a ver lo que el gobernador quiere hacer conmigo.

Quince días después me pasan a la cárcel de León.

—¡Pero si es el Ruso! ¡Si sólo hace unos meses que lo mandamos para el manicomio!

Me han reconocido y no tienen que preguntarme si me he escapado, porque me lo leen en la cara. De modo que llaman al manicomio y al día siguiente llegan dos loqueros.

—Pues ahora va a ser un lío con los papeles, porque este preso estaba a disposición del gobernador.

—No es un preso, sino un loco —dice un loquero.

—A eso vamos: que ni el gobernador ni nadie puede hacer cargos contra un loco, y los papeles ya están hechos, y más trabajo para sacar a este hombre de la jurisdicción penal y pasárselo a ustedes.

—A nosotros no nos miren, sino a él, por haberse escapado y traído este lío.

Me llevan al director.

—Ya le veía a usted con muchas ganas de salir de aquí. ¿Hasta dónde quiere complicar su caso?

Me envía al «Vice», que es un fraile muy alto, fuerte y calvo.

—Bien, bien, hijo, conque esas tenemos, ¿eh? Pues ya verás lo que reservamos para los fuguistas.

Entre dos frailes me arrastran a un cuartito con dos camas. Una está ocupada por Juanín, el loco más peligroso, el que dice: «¿Verdad que sí, Antoñito, hijo puta?», y hay que decirle que sí para que no te machaque. Lo tienen atado de pies y manos. Los frailes me desnudan y me tumban en la otra cama y me ajustan correas en brazos y piernas y no puedo moverme. Las correas se cierran con unos pernos que sólo se pueden soltar con una llave que guardan los frailes. Un fraile se me acerca con una aguja de inyección. Me pincha en el brazo con una sonrisa de placer. El líquido que entra en la carne me produce un dolor insoportable.

Antes de abrir los ojos ya estoy oyendo a Juanín, que canta y grita sin descanso. Junto a mi cama veo al fraile joven, a Ricardo.

—Has dormido veinticuatro horas seguidas, Antonio.

—¿Qué me metieron en el brazo?

—Largantil. Es para calmar a los locos.

—Estoy como muerto y casi no puedo abrir los ojos.

—Es el largantil.

¡Dios mío!, ¿cuántos días llevo sin comer? Ricardo me adivina el pensamiento y me trae un plato de patatas cocidas con pimentón. Se sienta en la esquina de la cama y las aplasta con el tenedor. Luego coge la cuchara y empieza a darme a la boca, pues yo no puedo moverme.

—¡Sopla, que están calientes!

Ni soplo ni mastico. No siento las quemaduras. Juanín no para de cantar y de soltar blasfemias. ¡No calla el jodido!

—¡Qué me saquen de aquí o que le saquen a él! —digo.

—Si de mí dependiera —dice Ricardo poniéndome en la boca una botella de agua.

A lo largo de la tarde pasa por el cuarto siempre que puede y charla conmigo y me pregunta si quiero alguna cosa.

—¡Qué se lleven lejos a este loco!

Es que parece que al Juanín le dieron cuerda hace años y todavía no se le ha gastado. Y lo peor es cuando deja de cantar y se pone a hablar. Cuenta historias interminables, mezcladas con palabrotas. Cuando ya no puedo más, yo también le grito, y entonces sí que no hay quien pare en el cuartucho. Dicen que Juanín está así por culpa de la brecha que se hizo al caerse de un andamio. De vez en cuando, el que abre la puerta no es el fraile joven sino el Vice.

—¡Usted sabe tan bien como yo que no estoy loco! ¿Por qué me tienen así? —le digo.

Él sonríe con sonrisa de marica y se larga. Me paso la noche rezando para que al día siguiente le toque a Ricardo de cuidador mío, pues cuando les toca a otros frailes —especialmente a dos—, a quienes llamamos «los verdugos», hay que aguantar muchas cabronadas. ¡Qué manera de darme la comida a la boca! No les importa que abrase o que se me caiga o que yo no pueda tragar a la velocidad a que me la meten. Yo les insulto, les llamo de todo a voz en grito y ellos me atizan con el puño cerrado y me dan patadas en la tripa. Y luego, la limpieza. Sólo una vez por semana me sueltan y me llevan a la ducha y ordenan a un loco que quite la mierda que se amontona en mi cama… ¡la mierda y las meadas de una semana entera! De manera que si el fraile joven tarda en venir por esta parte del edificio, ¡pues aquí tienen al Ruso acostado, viviendo día y noche sobre su propia porquería! Por suerte, Ricardo no suele tardar más de una semana en venir, y entonces me limpia con su santa paciencia, como un verdadero fraile caritativo, ¡y resulta que es el único que va a colgar los hábitos en cuanto se haga practicante! ¡Pues va a quedar buena sin él la Compañía!

A las cuatro o cinco semanas de estar fijo a esta cama, entra uno de los frailes «verdugos» y me suelta la mano derecha y el pie izquierdo y hace una limpieza a fondo, llevándose un balde de mierda. Luego trae ropas limpias, para mí y para la cama, y repite lo mismo con el Juanín, que también olía a demonios. ¿Se han vuelto locos los frailes? Es domingo. A eso del mediodía se abre la puerta y entra una cara nueva. Oigo que le llaman Viceprovincial inspector o visitador. ¡Algo era ello! Se inclina sobre mí y dice: «Este hombre tiene muy buen aspecto», y me dice a mí: «A ver si somos buenos y nos portamos bien». Al Juanín, que sigue sin callar y echando blasfemias, no se atreve a decirle nada.

—¿Puedo hablarle, hermano? —digo.

—Claro, claro.

—Mire usted: estoy atado a esta cama por haberme escapado, pero prometo no fugarme nunca más.

—¿Lo prometes de verdad?

—Si quiere, se lo juro.

—No, no me lo jures. Te creo.

Hace una seña y me sueltan. Tengo muertos los miembros, ¡pero estoy libre! Y de esta forma tan sencilla empiezo a hacer vida normal en el bendito manicomio de los Hermanos.

He preparado otra escapada con un loco de verdad. Se llama Lucio y también ha estado varias veces atado a su cama por haber intentado fugarse. Pero le agarran siempre, porque le da por empezar a hostias con la gente de los pueblos. Tanto a él como a mí nos han puesto en la nave de los fuguistas, que está arriba y que es donde duermen los que han saltado la tapia alguna vez. Nos quitan la ropa al acostamos y nos la entregan a la mañana siguiente, y así uno se lo piensa dos veces antes de echarse a la calle en calzoncillos. Lucio no piensa en otra cosa que en ir a ver a su madre. Como a mí, le ha encerrado la Justicia en el manicomio. Es también ladrón, y él mismo dice que está loco de los palos que le han dado los guardias en la cabeza.

—Mira, esta noche bajamos al dormitorio de los que están más locos que nosotros, nos ponemos las ropas de alguno y a la calle —digo a Lucio.

En ese dormitorio de abajo están los verdaderos locos. Salimos del nuestro después de las doce de la noche, bajamos las escaleras y entramos en la gran sala dormida. Tanto Lucio como yo vamos en camiseta y calzoncillos, y descalzos, y cuando Lucio coge un jersey de sobre una cama, engancha también un dedo de su dueño y al dar el tirón lo despierta y debe ser el más loco de todos porque se pone a gritar como si le arrancaran el alma y en un momento los doscientos locos del piso se despiertan y arman un cirio de puta madre, y a Lucio y a mí no nos queda más que saltar a través de los cristales de una ventana del dormitorio y luego de otra del comedor y lanzarnos por la nieve del jardín hacia el muro. Saltamos desde arriba sobre la nieve. Y entonces veo sangre sobre lo blanco. Es mía. Me he cortado la mano derecha al reventar los cristales. Me chupo la sangre mientras corro por la nieve con mi compañero.

Helados y mojados llegamos cerca de un pueblo que se llama Paredes de Navas. Ni Lucio ni yo podemos hablar de frío. Hay que meterse en algún sitio para librarnos de la lluvia de nieve. Al borde de una laguna hay unas rocas que el agua ha desgastado por la base y en el hueco nos refugiamos, y enseguida Lucio y yo estamos abrazados como dos maricones, para darnos calor. Pero no basta.

—Vamos al pueblo, a ver si podemos robar algunas ropas —digo.

—Yo quiero ir al pueblo de mi madre —dice Lucio tiritando.

—Después, después, no te preocupes.

A la vuelta de un corral encontramos un horno de pan. Descerrajo la puerta con un alambre que veo por allí. Hay muchos sacos de harina y hace calor, aunque el fuego está apagado. Nos envolvemos en sacos de esparto, que están calentitos, y nos tumbamos en el suelo, cerca del horno.

—¿Cuándo vamos a casa de mi madre? —dice Lucio.

—Mañana. Ahora, a secarte, si quieres estar vivo al llegar ante tu madre.

¿Quién grita? Hay un hombre en la puerta, con los brazos en alto y dando voces de loco. ¿A ver si estamos en el manicomio? Enseguida entra y nos agarra a Lucio y a mí.

—¿Qué hacéis en mi horno, sinvergüenzas?

Llega medio pueblo y la gente se queda mirándonos como si fuéramos apariciones.

—¿De dónde han salido?

—¡Vaya pintas!

—¡Dejadlos, que están asustados como niños!

—¡Estoy seguro de que son locos huidos del manicomio!

Entonces uno de ellos va a avisar a los guardias. La hemos jodido. Hay tanta gente en la puerta que no sería posible echar a correr hacia los campos. Lucio se pone a llorar y creo que yo también estoy llorando.

Entran dos guardias con pistola en mano.

—¿Quiénes son ustedes?

—Nos hemos escapado del manicomio.

Los guardias ríen.

—No lo juréis, pues hay que estar bien locos para salir en calzoncillos con esta nochecita.

El coche del manicomio nos devuelve a él.

El fraile joven me visita de quince en quince días, lo que significa que a veces he de estar quince días aguantando mi propia mierda. Este fraile es el único entre ellos que me retira la plasta y me limpia y me trae ropa interior seca y limpia, y durante unas pocas horas me siento un ser humano. Después, aguanto cuanto puedo el dolor de mis tripas y grito a los frailes que me pongan debajo un orinal, y les llamo cabrones y maricones, hasta que no puedo más y me hago y así empieza a convertirse otra vez mi cama en una cuadra.

Se abre la puerta y aparece el Viceprovincial, pero no da un paso más a causa del olor que debe haber en el cuarto, porque yo no lo noto.

—¿No ve cómo estoy de mierda? ¡Quítenmela!

El Viceprovincial me mira sonriendo.

—Así se te ablandarán las malas ideas de fugarte.

—No hay en este mundo un solo maricón bueno, ¿verdad?

El Viceprovincial se da la vuelta, sin dejar de sonreír, y cierra la puerta y se larga.

—¡Asesinos, desgraciados, arrancaos el crucifijo y metéoslo entre los cojones, hijos de puta, que no os sirve para otra cosa!

Hoy, le toca a uno de los «verdugos» darme de comer. Entra con un plato de lentejas y una cuchara. Le noto que se cabrea cuando el olor se le mete por las narices, y al ver mi cuerpo encima de esta capa de mi propia mierda. Se sienta en el borde de la cama con cuidado de no mancharse y me mete con prisa la cuchara llena en la boca. Quiere acabar pronto para marcharse de aquí. Las lentejas arden y protesto, pero él se pone terco y llena la cuchara una y otra vez y la estrella contra mis labios cerrados. Tengo todo el pecho cubierto de lentejas humeantes.

—Traga, cabrón, hijo de puta, miserable, ladrón —me dice el fraile.

Como vuelvo la cara, el «verdugo» se pone en pie, levanta una pierna y me aplasta la garganta con la suela de su zapatón y aprieta hasta ahogarme para fijar mi cabeza y poder meterme la cuchara en la boca. ¡Ah, maricón, si tuviera las manos libres! He de tragar las lentejas a borbotones, y cuando se acaban y el fraile retira la suela le puedo hincar los dientes en la pantorrilla. Lanza un grito y me llama hijo de puta, y con el plato vacío recoge una paletada de mierda y se va con ella hasta la puerta y desde allí me la tira a la cabeza, pero falla por mucho y le cae a Juanín, pringándole. ¡Cómo se pone Juanín! Tacos, blasfemias, amenazas… Es tan venado que hasta los frailes le temen. La maldita puerta enchapada se cierra por fuera y yo me quedo a solas con Juanín convertido en una fiera. Tiene un brazo libre y lo mueve en el aire, hasta que de pronto lo echa hacia mí y empieza a llamarme, también, hijo de puta, y no sé cómo se las arregla este demonio para arrastrar su cama hacia la mía. Sus ojos están rojos y entre las palabrotas que suelta le oigo decir que me va a matar.

—¡Qué yo no te he tirado el plato de mierda! —le digo.

Ya lo tengo a un metro con su cama.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Qué me mata el Juanín!

Entran dos frailes, llevan la cama del loco a su sitio y le atan el brazo libre a los hierros y le ponen una inyección de largantil.

A los tres meses me sueltan las correas y, cubierto de mierda de diez días, entro en la ducha. Luego salgo al jardín y me revuelco sobre la yerba, estirándome y respirando a pleno pulmón. Ahí está el muro. Esta misma noche me largo. Si puedo, porque desde que he dejado la cama tengo un fraile que no me quita ojo. Me he fugado dos veces y estoy fichado como fuguista. No aguanto más aquí dentro, no puedo ver a los frailes sin que se me revuelvan las tripas. ¿De dónde ha salido tanto cabrón? Esta Orden de Dios tenía que ser la Orden del Diablo.

Cinco días después, burlo al fraile y salto la tapia. Corro como un corzo, y, ya de noche, llego a un pueblo. Todavía hay una taberna abierta. ¿Por qué no voy a entrar? Llevo una ropa decente, robada a un loco, y, aunque no tengo un real, me conformo con sentarme en una banqueta y mirar a las personas libres y cuerdas, después de tanto tiempo entre personas presas y locas. De modo que entro. ¡Qué calorcito! Cuatro hombres toman vino en el mostrador y seis o siete juegan a cartas en dos mesas. En esto que alguien se levanta en el rincón del fondo. ¡Es un fraile del manicomio! ¡Es uno de los «verdugos»! Se acerca a mí limpiándose la boca y estoy tan asustado que me dejo coger del brazo.

—¡Miren al pajarito que había volado!

—¿Quién es? —dice el tabernero.

—Un loco escapado del manicomio. ¿Me lo quieren sujetar mientras salgo a llamar por teléfono?

Me agarran dos hombres, pero me sueltan al ver que me pongo a llorar. De pronto hay un vaso de vino en mi mano.

—No te preocupes, amigo, que allí no tienes que trabajar. Anda, bebe y olvida el disgusto.

Luego me dan un bocadillo de jamón. Entra el fraile y me lleva a un rincón y me sienta en la banqueta que está junto a la que él ocupa para terminar su cena: carne con pimientos.

Más tarde llegan los loqueros en el coche del manicomio.

—¡Vaya, aquí está el especialista en fugas! —dicen.

Esta vez me han tenido cinco meses atado a la cama. El fraile joven es el que más veces limpia mi cama de mierda. Es decir, todo sigue igual. Los frailes me meten la comida a la boca como si cargaran un carro. Me insultan, me pegan. Cuando me cabreo y les grito, me meten inyecciones. ¡Cinco meses! Cinco meses atado a una cama y sobre un colchón de mierda, son muchos meses. Pero ya se han acabado. Los frailes han traído la llave de los pernos que sueltan las correas.

Durante varios días estoy reponiéndome de la postura en la cama y haciéndome el bueno. Me presto a hacer algunos servicios. Llevo una semana recogiendo en la puerta el periódico del conde que vive en el «sótano de la mierda» y llevándoselo a la mano. Este pobre loco habla sin descanso y, de pronto, se pone a saltar hasta que se para y vuelve a hablar como una cotorra, salpicado de mierda, hundidos los pies en la mierda. Así, semanas, meses y años. ¿Por qué los frailes no le matan de una vez?

Ahora estoy en lo alto del muro.

—¡Adiós, cabrones! ¡De esta, no me volvéis a ver!

Llego a la carretera y al primer auto que pasa le hago señas para que me lleve. Para y me acerco. ¡La hostia! ¡Al volante va un hombre con uniforme de capitán de guardias! ¡Bueno, ya me han agarrado! ¿Cómo habrá sabido que estaba yo aquí?

—¿Qué deseas, muchacho?

¡No sabe nada!

—Ando buscando trabajo y si me llevase a León…

—Pues allá vamos. Sube.

Abre la puerta y me siento a su lado. No estamos solos en el coche: detrás va una mujer y un niño pequeño.

—¿Tienes hambre? Marta, dale a este muchacho algo que comer.

Ella me da una empanada de conejo, chorizo y cebolla. Y una botella de vino.

—Tienes cara de bueno. Estoy seguro de que nunca has tenido líos con la Justicia —dice el capitán.

—Pues no, señor —digo.

—Así me gusta. Aunque si todos fueran honrados como tú, ¿qué sería de nosotros, los guardias?

El capitán sigue hablando, pero a mí me entra el sueño.

—Adiós, muchacho. Que tengas suerte.

—Muchas gracias por el viaje y la empanada.

¿Soy yo mismo el que habla tan a buenas con un guardia? Hasta ahora, han sido unos cabrones para mí, pero yo también he sido un cabrón para ellos, porque no les he dado respiro. No quiero volver a aquello. De esta sí que voy a buscar trabajo.

Doy vueltas por León hasta el mediodía, preguntando a uno y a otro por trabajo. No tengo suerte. Y de pronto, me empiezo a preguntar por qué he venido a León y no a otro sitio cualquiera. Es por Rita. A pesar de todo, no la doy por perdida, es decir, algo me arrastra hacia la única tierra en la que podría enderezar mi matrimonio. La verdad es que intento engañarme a mí mismo, porque me quedo a medio camino. Si he llegado hasta León, ¿por qué no viajo un poco más y me presento en el pueblo de Rita? ¡Ruso, Ruso, sabes la verdad! ¡Sabes que estás casado, pero que no tienes a nadie, que si vuelves a ese pueblo te meterían de nuevo en el manicomio! ¡Tira para otro lado de una vez para siempre!

—¿Es usted el que busca trabajo? Me lo han dicho en ese almacén.

A mi lado hay una mujer pequeña y viva, vestida de negro.

—Pues yo le puedo dar trabajo en mi casa, que está en Monforte de Lemos. Cincuenta pesetas diarias y comido. ¿Eh?

—Bueno.

Vamos a la estación y subimos al tren. La mujer es habladora y pronto se lía con los demás viajeros.

—Estoy casada en segundas nupcias, pero mis dos hijos no se llevan bien con su padrastro, de modo que parte del año vivo con mi esposo en Barcelona y otra parte con mis hijos, en Monforte de Lemos, en la época en que se necesitan más brazos en nuestra casa de labranza. ¡Ay, los hijos! ¡Cómo son los hijos! Pero una es madre y los quiere, porque también me recuerdan al difunto, al que no he olvidado ni quiero olvidar, y así se lo digo a mi segundo, que es un santo y…

En Ponferrada, la mujer se asoma a la ventanilla y dice:

—¡Acabo de ver a unas amigas subir al vagón de cola y me voy con ellas! Tú, muchacho… te llamas Antonio, ¿verdad?… pues, Antonio, no te olvides que bajamos en Monforte de Lemos. Hasta luego.

Arrancamos y enseguida aparece el interventor, y yo sin dinero para el billete. El vagón está lleno y el hombre pasa de un viajero a otro acercándose a mí. Ya lo tengo encima.

—¿Adónde va usted? —dice.

Es corpulento, de cara roja y tiene prisa. Se impacienta porque no hablo y el taco de billetes tiembla en su mano. ¿Qué hago? Los viajeros empiezan a mirar lo que pasa.

—¿Qué, muchacho? —dice el interventor.

Y entonces, sin apenas pensarlo, empiezo a señalarme la boca abierta y a hacerle señas de que no.

—¿Eres mudo?

Ahora me señalo las orejas y le hago señas de que no.

—¿También eres sordo?

Paso un momento de miedo, cuando me pregunto si alguien me habrá oído alguna palabra en aquel vagón. ¿Dije algo a la mujer que me ha contratado? Quizás algún sí o algún no. Pero nadie se acuerda, porque nadie levanta la liebre llamándome mentiroso.

—¡Pobre muchacho! —dicen las mujeres.

—¿Cómo dejan a este desgraciado andar solo por el mundo? —dice un hombre.

—Entró con una mujer, que se marchó enseguida diciendo que iba al vagón de cola, pero está claro que lo abandonó.

—Entre todos le pagaremos el billete.

—Sí, porque el reglamento es el reglamento —dice el interventor—. ¿Hasta dónde vas, muchacho?

Y me hace muecas y señas para que le entienda. Hace tales gestos con la cara que no sé cómo me aguanto la risa. Yo hago lo mismo que recuerdo que hacía Gualberto, que era un verdadero mudo.

—¡Ya sé! ¡Aquella descastada le dijo que se bajase en Monforte de Lemos! —dice una mujer.

—¡Pues vamos a reunir dinero entre todos para pagarle el billete hasta Monforte de Lemos!

—¡Y encima de descastada, es tonta! ¡Mira que hablarle a un pobre sordo! ¡Porque yo le vi hablarle!

—A lo mejor el desgraciado entiende por el movimiento de los labios.

—Claro, es verdad.

Un viajero pasa una boina y los viajeros van dejando dinero en ella. Luego se lo dan al interventor. Y el interventor me da el billete. Se queda dudando.

—Toma —dice.

Y mete en mi bolsillo todo el dinero que le acaban de dar los viajeros.

—Aún quedan almas buenas en el mundo —dice una mujer.

Y ahí no para la cosa: cuando abren sus paquetes de comida, todos me dan de lo que llevan: bocadillos de jamón, de sardinas en escabeche, empanadillas y vino. Al ver cómo trago, dicen:

—¡Pobre mudo! ¡Pobre mudo!

Monforte de Lemos. Me despido de todos con el brazo y en el andén encuentro a la mujer. Las ventanillas de mi vagón están llenas de caras sonriéndome y despidiéndome. ¡Qué buena gente! Me sale sin pensarlo:

—¡Buen viaje y muchas gracias por todo!

Se quedan de piedra. Luego:

—¡Nos ha engañado!

—¡El muy sinvergüenza!

—¡Cabrón!

Por suerte, el tren arranca y nadie puede bajar a darme de hostias.

Mi trabajo consiste en arrancar nabos del suelo. Llevo cinco días dejando sin nabos las tierras de esta familia. Las jornadas son de sol a sol, o a mí me lo parece. Me acuesto por las noches con los riñones partidos y después no hago más que soñar con nabos, hasta que vuelven a llamarme para empezar otro día de nabos. Me dan de comer bastante bien, abundante y bien guisado, incluso carne de cerdo al mediodía. La gente también es buena. Las cincuenta pesetas diarias es un jornal que nunca he ganado hasta hoy. Entonces, ¿por qué empieza a fastidiarme el lugar? No te engañes, Ruso, tú no has nacido para el trabajo. Esto de doblar las bisagras no es para ti. Ayer eran las canteras; hoy, los nabos; mañana, otra hostia. ¿A ver si resulta que eres un gran vago? A partir de los diez años lo único que podía hacer en mi pueblo era andar de pastor, y el pastoreo es trabajo y no lo es, pues, si se anda mucho, también se descansa mucho a la sombra de los árboles. Luego, las cárceles y los penales: ¿quién trabaja en las cárceles y los penales? Nadie. ¡Y menudo ejemplo te dan los funcionarios! Y luego, ¿para qué trabajar, si se sigue pasando la misma hambre? En cambio, si se roba no se pasa hambre. Bueno, el caso es que ya está bien de nabos.

Desde el primer día eché el ojo a un traje muy majo que hay en el armario de mi cuarto. Me gusta. Me lo he probado y me está un poco grande, pero esto se arregla doblando los bordes de mangas y piernas. Los doblo y lo meto en un morral, y encima cargo un montón de chorizos. Es de noche. Al salir de la casa oigo un ruido a mi espalda. ¿Qué ha sido? Ni caso: adelante. Después de caminar un par de horas, llego a una estación y espero, escondido, el paso de un tren. Me como un chorizo. ¿Ya sabes, Ruso, que sin darte cuenta has vuelto a la vida de robos de la que no querías saber nada? Pero ahora es diferente. ¿Quién conoce aquí al Ruso? En La Baña me podían cargar con todos los robos cometidos, fueran míos o no, pero ¿quién va a culpar al Ruso de los robos cometidos en Lemos?

Por fin, llega un tren y salto a un vagón vacío de ganado, y nadie me ve. Me tumbo en las pajas y quiero dormir. Una hora después, todavía no he pegado ojo, pensando en que he robado al cabo de cuatro años sin pringarme en nada. Lo arreglaré buscando un trabajo de esos en los que no hay que doblar las bisagras.

Se para el tren. Luego, arranca la máquina, pero no mi vagón. Me asomo. Estoy en una vía muerta. ¡Es Monforte de Lemos! Bueno, esperaré a otro tren, al primero que pase, bien hacia la derecha o hacia la izquierda, lo mismo me da. Amanece. Hay un auto al costado de la estación. Entro en la sala de espera.

—¡Ese es! ¡Cójanlo!

No les había visto: ahí está el hijo menor de la viuda con una pareja de guardias. Me rodean y me ponen las esposas.

—Con esta gente no puede uno fiarse. Ya me extrañó verle salir a las tantas de casa con un bulto.

¡El ruido que oí! Me llevan al coche, un guardia se sienta detrás conmigo y el otro delante con el hijo de la patrona, que es el que guía.

Detrás de la mesa del cuartel hay sentado un cabo.

—Abra ese morral.

Lo abro.

—¡Ya les dije que se llevó el traje de boda de mi hermano! ¡Este es!

—¿Lo ha robado usted? —dice el cabo.

—No, señor, que estaba colgado en unos alambres —digo.

—¡Estaba dentro de casa y en un armario! —dice el muchacho.

—¿Qué declara usted?

—Que lo cogí de unos alambres.

Un guardia está escribiendo el atestado.

—¿Y por qué huyó usted sin avisar a nadie de la casa en la que tenía un empleo?

—Mire usted: llevo cinco días trabajando allí y anoche le dije a la señora que me pagara los jornales, que son doscientas cincuenta pesetas, y ella me dijo que no tenía dinero, y entonces me dije que no era cosa de seguir trabajando en una casa en la que al final a lo mejor no me pagaban, y me largué con estos pocos chorizos y al salir al campo tropecé con los alambres de la ropa y vi el traje y lo cogí, sólo como pago de mi trabajo.

—¡Es mentira! ¡Mi madre no se negó a pagarle, porque él no le había pedido los jornales! ¡Es un ladrón!

—Calma, calma.

Pienso que ahora empezarán a darme con el vergajo para sacarme la verdad. Pero, no. El cabo me pregunta si deseo agregar algo más y yo le digo que no y firmo el atestado. Me quitan las esposas y me meten a pasar el resto de la noche en un cuartucho con un catre, y además me dan un cacho de pan y una lata de sardinas. ¡Yo tenía que haber nacido en Monforte de Lemos! Oigo al chico despedirse de los guardias y repetir que yo les he tomado el pelo a todos. Pero se lleva el traje.

Al día siguiente, al juez de primera instancia, un hombre con cara de sueño y un vozarrón que hace bailar los papeles de su mesa. Lee el atestado y me mira y luego mira a los guardias.

—¿Dónde está el traje que el acusado cogió de un alambre?

Los guardias se miran. Son los mismos que me agarraron. El juez se cabrea.

—¿Qué clase de agentes son ustedes? ¡Si traen al acusado a mi presencia hay que traer también el cuerpo del delito! ¿O es que nadie les ha enseñado su obligación? La Justicia debe cumplir puntualmente sus pasos, sin dejar nada al arbitrio de sus funcionarios.

El juez sigue hablando y hablando y los guardias agachan las orejas. ¡Vaya bronca que les está cayendo encima! Hasta les amenaza con encerrarles a ellos. ¡Si yo tenía que haber nacido en Monforte de Lemos!

Cuando el juez se calla, me mira.

—¿Está usted conforme con la declaración que hizo en el cuartel? ¿No sufrió coacción para firmarla?

—No, señor juez. Esta vez no me tocó nadie.

Apunta mi nombre y dirección y me dice que ya me avisarán para el juicio y que me presente a él los días 1 y 15 de cada mes. «Será difícil que nos volvamos a ver, señor juez, porque son falsos los datos que le he dado y espero no volver nunca por esta tierra».

Es la primera vez en mi vida que salgo de un sitio de estos antes que los guardias.

Llevo cuatro días trotando de aquí para allá, de día y de noche, viajando en trenes de carga, y la verdad es que no sé si voy hacia donde quiero ir o estoy dando vueltas sobre el mismo sitio. Y donde quiero ir es a ver a madre.

Cruzando campos y ríos llego hasta una vía de ferrocarril y empiezo a andar por ella, que ya me llevará a algún pueblo. De rato en rato tengo que salir de los carriles para escarbar en la tierra y sacar raíces para comérmelas. En estos cuatro días casi no he metido otra cosa en la tripa. Ante mí no hay más que campos y campos, sin apenas casas. Cuando pido de comer, me dan un cacho de pan y agua, aunque no siempre, pues me ven roto, sucio y con pinta de delincuente y me echan de las puertas. Por suerte, hace buen tiempo. Debe de ser agosto, porque la gente anda en la trilla del trigo. Me ven pasar por la vía con caras de mala leche y vuelven a sus trabajos. De pronto, veo un caballo atado a una valla. No voy a robarlo, sólo a tomarlo prestado hasta la próxima estación, y entonces lo suelto y él solo regresará con su dueño. Porque la cabeza se me va de hambre y las piernas se me doblan. Es un caballo blanco. Sus amos deben estar en el grupo que veo en aquel campo. Me siento a descansar y a esperar que todos estén de espaldas. Entonces desato el nudo, monto y allá me voy por el centro de las vías.

—¡Ladrón! ¡Bandido!

Los veo correr hacia mí y también viene gente de otros sitios. Por mucho que quiño al caballo, él sigue su paso. Me alcanzan más de cincuenta personas, me tiran al suelo y empiezan a apalearme.

—¡Socorro, que soy un loco escapado del manicomio!

Si no lo digo, me matan. Se me quedan mirando como si fuera un bicho, haciéndome corro, sin atreverse ahora a tocarme. Entonces pasa un cartero en bicicleta y le dicen que avise a los guardias. Viene una pareja.

—Conque robando caballos, ¿eh? Un cuatrero.

—Es un demente —dice una mujer.

—Ya tiene cara de algo así. ¿Lo conoce alguno de ustedes?

—No, señor, pero él nos ha dicho que se ha escapado del manicomio.

—Lo comprobaremos.

Entro llorando en el manicomio. ¿Qué harán esta vez conmigo los frailes? Los dos loqueros que me han traído en el coche me entregaron a cuatro frailes; uno de ellos es el Vice, ese que anda con aires de marica.

—¡Hombre, Antonio, te echábamos de menos! ¿Cuántas veces te has fugado ya? Si has perdido la cuenta, yo te lo diré: ¡cuatro! Nunca hemos conocido un caso como el tuyo. A este paso, estés o no loco, te harás viejo entre nosotros.

Me agarran entre dos hombres para llevarme al cuartucho. Aquí están las dos camas, vacías.

—Tu buen amigo Juanín ha muerto.

En cambio, sigue bien vivo uno de los dos frailes «verdugos». Se me echa encima con la inyección, mientras los otros me agarran.

—¡Vosotros le habréis matado, cabrones!

Oigo decir a los frailes que ha llegado el mes de la Virgen, y así me entero de que llevo diez meses atado a esta cama, la misma de siempre, sobre un colchón de mierda más gordo que nunca, porque mi buen amigo el fraile joven se marchó del manicomio a las tres semanas de llegar yo esta vez, y desde entonces las limpiezas andan como quieren. En el engrudo de excrementos se hacen gusanos. Los frailes no suelen entrar a darme de comer, porque ya no aguantan el olor: mandan a algún loco que les haga el trabajo. Yo lo prefiero, porque ningún loco, por más loco que esté, me hace sufrir como los frailes al meterme la comida a la boca. Les hablo, les digo cómo lo tienen que hacer y ellos me alimentan como una madre. Algunos, para su suerte, están tan idos que ni siquiera se enteran del olor. En cambio, otros salen medio desmayados.

¡Diez meses! ¿Hasta cuándo me van a tener aquí estos cabrones de frailes? Ya me he acostumbrado a todo, al aburrimiento y a la mierda. Cuando hacía frío, incluso me venía bien, porque me daba calor. Pero, ahora, a poco bochorno que haga, en este cuartucho sin ventilación sudo como un cerdo y vivo bajo nubes de moscas que se alimentan de mierda.

—¡Cabrones, soltadme al menos una mano para poder apartarme las moscas!

No me hacen caso. Sólo se asoman al oír mis gritos y dicen: «¿Ya estás con la menstruación?». Es lo que dicen siempre a los locos cuando les dan los ataques. Las moscas comen mierda y luego se pasean por mi cuerpo. Se me meten en la boca a nada que me descuide y la abra; y en las orejas y en los ojos y en las narices. Cuando mis gritos llegan a algunos locos, vienen, y si hay suerte y algún fraile menos cabrón ha dejado la puerta abierta para que mi agujero se ventile, pues pueden entrar a espantarme las moscas y a hacerme compañía. Hay otros locos que entran en mi cárcel: los locos barberos; los frailes los mandan cada quince días a que me afeiten, y me hacen pasar muy malos ratos, porque algunos son epilépticos o tienen cosas peores y las manos les tiemblan que da gusto y las navajas de afeitar parecen aspas de molino bajo un vendaval. ¡Y yo, debajo de la cuchilla y de aquellos ojos de loco, atado, sin defensa si a uno le da por rebanarme la nuez, y oyéndoles murmurar con mala leche: «Frailes cabrones, frailes hijos de puta!».

Me suele visitar uno que está tan sano como yo y que tiene también una mujer que le ha encerrado. Ella dice que está loco y que por eso no se atreve a sacarlo, y el padre de él, que es abogado, lleva dos años convenciéndola para que lo saque.

Hace días que me ronda una idea.

—Oye, Agustín: ¿le escribirías al Vice una carta como si se la escribiera mi madre? —le digo al hijo del abogado.

—Lo que quieras, Antonio. ¿Y qué le pongo?

—Pues que viene a visitarme y a ver si me puede sacar.

—¿Y qué ganas con esa mentira?

—Ya verás.

De modo que Agustín la escribe: «Soy Basilia Bayo, madre de Antonio Bayo, y dentro de poco espero ir a ver cómo va mi hijo, porque me gustaría traérmelo a casa». Luego pone mi nombre en el sobre y la dirección del manicomio, y le pide a uno de los locos que tienen permiso para salir de paseo que la eche en cualquier buzón.

Tres días después entran en mi cuarto el Vice y uno de los frailes «verdugo».

—Buenas tardes, Antonio, ¿cómo estamos? —dice el Vice.

De modo que ya les ha llegado la carta de madre. Quiero leerles en la cara si han descubierto que el matasellos no es de La Bañeza o de Ponferrada, sino de aquí mismo. Si lo han descubierto es que vienen a ponerme inyecciones o a darme de correazos.

—¿No contestas, Antonio? ¿Por qué nos recibes con ese gesto tan hosco? Se diría que no eres amigo nuestro. ¿Tan malos somos los frailes?

—Vosotros no sois frailes sino fieras.

—Pero, hombre, ¿qué te hemos hecho?

El fraile «verdugo» me pone un cigarrillo en los labios y yo lo escupo.

—Esto no se hace, Antonio, precisamente cuando te traemos buenas noticias. Vamos a levantarte el castigo —dice el Vice.

—Qué quieres, ¿qué te dé las gracias?

El Vice hace una seña al fraile «verdugo» y este maneja la llave en las tuercas de los pernos y las correas se aflojan. Lo intento, pero no puedo mover los brazos ni las piernas.

—Vamos, Antonio, pasa a la ducha y límpiate bien y luego ven a verme al dispensario.

—¿No ves que no puedo doblar ni un dedo? ¿Hay derecho a tener a una persona diez meses atada a una cama llena de mierda?

El Vice llama a dos locos para que me ayuden a levantarme, porque ni él ni el «verdugo» quieren mancharse. Los dos locos tienen que hacer casi todo el esfuerzo, como cuando me llevan a la ducha cada semana o cada varias semanas, según el humor de los frailes: despegarme de la cama llena de moscas, ponerme en pie y sostenerme hasta los grifos. Voy dejando por el suelo un rastro de mierda.

—Ya sabes, Antonio, que luego te espero en el dispensario.

Los locos también me bañan y me limpian de toda la porquería. Los frailes me dan camiseta y calzoncillos, pantalón y chaqueta caquis y zapatillas.

El dispensario es el cuarto de trabajo de los frailes, donde preparan las inyecciones.

—Siéntate, Antonio —dice el Vice.

Me da un cigarro y tengo tantas ganas de fumar que se lo acepto. El Vice saca una carta. Es la que escribió Agustín.

—Ha escrito tu madre, Antonio.

—¿Y qué dice?

Me lee la carta.

—Como oyes, aquí la tienes el día menos pensado. Es la ocasión para que salgas, si se hace cargo de ti. La verdad es que los hermanos quedaríamos muy tranquilos con tu marcha.

—Claro, y si no me lleva mi madre, pues vosotros me acabáis de matar.

—No exageres, Antonio. ¿No estás vivo? Si te atamos a la cama es para mantener la disciplina.

—El fundador de vuestra Orden dirigía un manicomio con amor, según os he oído decir.

—Eran otros tiempos. Nuestro santo no tenía que domar a Antonio Bayo.

Mientras los frailes esperan a madre, yo ando libre por todas partes. Es la costumbre de estos cabrones: cuando se presentan familiares a visitar a un loco o cuando saben que van a venir, los frailes lo ponen limpio y reluciente para el escaparate. Así, pues, mi idea de la carta ha dado resultado, aunque han pasado varias semanas sin que madre aparezca.

—¡Cuánto tarda tu madre, Antonio! Habrá caído enferma después de escribir su carta. ¡Es tan viejita la pobre! Pero ya vendrá, ya vendrá… —dice el Vice.

Gracias a mi mentira no sólo estoy libre y limpio, sino que puedo pensar en fugarme. Esta vez será más difícil, pues llevo a dos frailes pegados a los talones a todas horas. Para ganarme su confianza, les hago trabajos, como repartir la comida, alguna limpieza… Con ello, además, puedo esconder panecillos enteros o en trozos, pues de esta quiero hacer las cosas bien. Los voy guardando en bolsitas de plástico, que escondo en las copas de los pinos. ¡Ya no pasaré hambre en la fuga! Lo malo son las ratas, que me limpian el pan más rápido de lo que yo lo pongo.

Hasta que un día les hablo a tres compañeros de huir juntos: a Agustín y a dos asesinos. A estos los han traído al manicomio porque sus abogados pudieron convencer a los jueces de que mataron a sus respectivas esposas en estado de demencia. Uno la mató a hachazos y el otro ahogándola bajo una almohada.

—No, Antonio, márchate tú solo. Ni a estos ni a mí nos conviene hacer una tontería así, cuando nuestros casos están a punto de resolverse. El tuyo es distinto: como nadie te reclama, seguramente pasarías aquí el resto de tu vida —dice Agustín.

Tiene grandes esperanzas de que su mujer le saque cualquier día. En cuanto a los dos asesinos, sus casos se hallan en trámite judicial, aunque basta que el director del manicomio certifique que han recobrado la cordura para que salgan. ¡Y sólo llevan un año! En cambio, yo, que no he matado a nadie ni hecho nada, aquí me tendrían años y años, hasta morir. ¿Qué clase de jueces tenemos?

Los tres me ayudan. Uno de los asesinos me regala un pantalón gris, nuevo; el otro, una chaqueta a cuadros rojos y negros; y Agustín, unas botas.

—Si fallo y me cogen, esta gente me mata —digo.

—No te atormentes, Antonio, que todo te saldrá bien, ya verás.

Hasta que una tarde les digo:

—Hoy me largo.

Se ponen muy contentos. El paquete con la ropa lo tengo escondido en unas zarzas, al pie del muro, y aún me quedan en los pinos dos bolsitas de panes. Mis amigos y yo paseamos por el jardín hasta que anochece. A cierta distancia, también pasean dos frailes, vigilándonos. Pero, como ya es de noche, no me ven subir al pino y bajar con las bolsitas de pan. Luego cojo el paquete de ropa. Mis buenos compañeros me abrazan con emoción. Se quedan vigilando mientras yo tiro los bultos por encima del muro. Luego se acerca Agustín y me ayuda a trepar.

—Adiós, Antonio, que tengas suerte.

Allí los dejo a los tres, mirándome muy tristes: si el manicomio es malo para los locos, peor es para los cuerdos.

Entro en La Baña al oscurecer y sin que me vea nadie. Abro la casa de madre y está vacía. Me echo en las pajas. Estoy baldado, pero no puedo dormir. Estoy tan cansado que, aunque quisiera, no podría saltar de las pajas. He tardado quince días en el viaje, casi siempre andando, eligiendo lugares despoblados. Sólo en una ocasión me atreví a subir en un mercancías. Y no he robado para alimentarme, porque no llamo robar a ir cogiendo racimos de uvas de las viñas del camino. ¡Lo único que he metido en la tripa en quince días ha sido uvas y agua!

Madre llega muy entrada la noche. Entra arrastrando los pies y se asusta cuando me ve. Entonces me levanto.

—Soy yo, madre.

Nos abrazamos.

—¿De dónde sales, hijo?

—Me he escapado del manicomio.

—¡Te habrán seguido hasta aquí!

—¿Cómo está usted, madre?

Ni me contesta. Saca un trozo de pan del bolsillo del muletón y lo parte por la mitad y nos sentamos en el suelo a comerlo.

—Cambié las banquetas por veinte kilos de patatas.

—¿Cómo no me sacó del manicomio, madre?

—Allí te daban de comer.

—El manicomio es un infierno.

Y le cuento las barbaridades que me hacían los frailes y las que hacían a los demás.

—Aquellos frailes no eran frailes sino demonios. Madre, ¿por qué no hizo caso de mis cartas y no se presentó allí a sacarme?

—Soy una vieja pobre que sólo espera la muerte. ¿Adónde iba a ir una miserable como yo? Además, no sabía que te trataban tan mal. Bueno, ¿y qué hacía tu mujer? ¿Por qué no te sacaba ella?

—¿Cómo me iba a sacar si es la que me metió?

—Hijo, has tenido mala suerte con la mujer que te ha tocado.

—Lo que he tenido es mala suerte con el suegro que me ha tocado.

Ya se lo conté todo por carta.

—¿Y qué vas a hacer ahora, hijo?

—Pues no sé. Igual me quedo por aquí, escondido por los montes.

—¡No, no! ¡Cualquier cosa, menos empezar como siempre! ¡Márchate, vete lejos y sálvate al menos tú!

—Pues Mario ya se arregla aquí.

—¡Mario no tiene tu fama! ¿Y quién dice que se arregla? Ahí anda, con cuatro ganados que cada año se le quedan en la mitad.

Por la noche le digo a madre que escriba al manicomio diciendo que se hace cargo de mí.

—¿Para qué quieres que les diga que me hago cargo de ti?

—Para que ellos pasen aviso al juez y este cierre mi asunto y no vengan detrás de mí los guardias.

—A mí no me harán caso. Sólo soy una pobre vieja que no entiende de nada.

—Usted es mi madre y la ley dice que una madre tiene tanto derecho como la mujer a sacarme del manicomio. No tiene más que escribirles esa carta.

—Bueno, hijo, si con eso puedo ayudarte…

Vamos a casa de la tía Petra a escribir la carta, porque ella tiene papel, pluma y tinta. Madre se sienta y empieza: «Señor director del manicomio…». Le voy diciendo lo que ha de poner: que tiene a su hijo Antonio en casa y quiere quedarse con él, para cuidarlo si está loco, como dicen ustedes, pero que no lo está, que soy su madre y lo sé muy bien; lo que le pasa es que ha tenido mala suerte en su matrimonio y su mujer arregló las cosas para convencer a los jueces de que estaba loco y lo metieron en ese manicomio. Yo, Basilia Bayo, su madre, me comprometo a hacerme cargo de él durante el resto de mi vida, así que no lo persigan más y envíen la ropa que dejó allí.

Paso los días sin salir a la calle, para que ni los guardias ni los vecinos sepan que he llegado. Estoy esperando la respuesta del manicomio. Llega nueve días después. No es una carta, sino un paquete de ropa: un pantalón apolillado, una camisa que se rompe al cogerla y unas alpargatas destrozadas. ¡Pero qué gran valor tienen para mí! ¡Este paquete significa que los frailes, el director y los jueces me han despachado para siempre del manicomio!

He hablado también con la tía Petra y con Mario y con más parientes, y todos me dicen que busque la vida por otro lado.

—Siempre te lo dije, siempre te lo dije —dice la tía Petra.

Sí, siempre me lo dijo y ahora veo que tenía razón. Por este jodido pueblo me han venido todas las desgracias, incluso la de mi boda con Rita, pues yo no la hubiese conocido de no haber estado en el Dueso, y estuve en el Dueso porque me agarraron aquí. De modo que abrazo a toda la familia y me voy. ¿Hacia dónde? Mario me dice que hacia la provincia de Zamora, donde podré trabajar de pastor o de lo que sea.

—Si pasas por San Ciprián pregunta por Ruperto y él te salvará el día con un plato de patatas —dice.

—Y no nos escribas, para que ningún vecino sepa por dónde andas y así tampoco lo sabrán las autoridades —dice madre.

Esto me suena a adiós para siempre. Sí, los abrazo a todos y beso a madre, llorando. ¡Hasta nunca, jodido pueblo de La Baña! Salgo de noche, como un apestado, en medio de la niebla, bajo una lluvia cerrada, sin dinero y con medio pan mojado con grasa de tocino que me ha dado la tía Petra. ¿Por qué repito el nombre de Trinidad, Trinidad, Trinidad, Trinidad…?

Llego hambriento al pueblo de San Ciprián, en la provincia de Zamora, y después de preguntar si hay trabajo de pastor, pregunto quién conoce a un muchacho que se llama Ruperto y que tiene parientes en La Baña. Un vecino le conoce y me lleva a él. ¿Y si me ve aquella moza a la que engañé diciéndole que era un pariente suyo de mucha pasta? Ruperto vive en una casucha pequeña, al final del pueblo.

—¡Ruso! ¿Cómo por aquí?

Ya no es un muchacho, sino un hombre. Ha engordado y por la sonrisa parece que no le van mal las cosas. Ruperto es sobrino de Evaristo y el primo de Gualberto a quien denuncié porque había robado un montón de gallinas. El muy jodido todavía se acuerda.

—Estoy de paso y vengo a ver si puedes darme algo de comida.

Me mira.

—Oye, Ruso, ¡vaya faena que me hiciste con aquellas gallinas! ¡Haberte callado lo que sabías!

—Mira, los guardias me andaban con el vergajo, creyendo que yo era el ladrón, y yo estaba harto de pagar por otros. Además, no te hicieron nada: sólo te quitaron las gallinas.

—Es verdad. Ahora que pasó todo aquello, tengo que decir que por robos que yo he cometido a ti te han dado vergajazos y has sufrido penales. Y lo mismo podrían decir la mayor parte de los vecinos de La Baña.

—Ya lo sé.

—¡De modo que bien te mereces un buen plato y trago de vino! Me sienta a su mesa y su mujer me sirve lentejas con chorizo y pan.

—¿Hacia dónde tiras?

Aunque lo supiera, no se lo diría, porque no me fío de él.

—Por ahí, lejos, hasta donde encuentre trabajo de pastor.

—Mucho antes tenías que haber salido del pueblo.

—Bueno, pues esta vez me largo para siempre.

Ruperto me da un pan de trigo, un billete de veinte duros y me es trecha la mano.

—Gracias.

Creo que me ha dado el dinero para que me vaya lo más lejos posible.