Penales

Penales

El coche de línea nos deja a media mañana en Ponferrada. La pareja me lleva ante el juez de instrucción. El otro, el de Aguasvivas, era el juez de paz, pero los guardias no han querido arriesgarse a que, como otras veces, rompa mi atestado y me mande a casa.

—Usted es al que llaman el Ruso.

—Sí, señor.

—No estaba seguro de reconocerle, con esa cara tan hinchada y llena de moretones. ¿Con qué se ha golpeado? ¿Contra un tren?

Callo.

—¿Pueden explicármelo ustedes? —dice el juez a los guardias.

—Los maleantes como él sufren muchos accidentes, señor juez —dice un guardia.

Se miran. El juez baja la vista al atestado.

—¡Qué barbaridad! Si tuviéramos otro como usted en la Cabrera, tendrían que duplicarnos el sueldo.

Firma el recibo y los guardias se van. Empieza a pasar hojas, hojas y hojas de atestado.

—¿Está usted conforme con todo lo que aparece aquí?

Entre jueces, guardias, penales y abogados se aprende mucho.

—No, señor. Yo no he robado nada de eso. Todo me lo he encontrado en la calle.

—Vaya, vaya. En fin, a ver si le designan un buen defensor, porque le hará falta.

Estoy en la sala de juicios. Delante, el Tribunal. Detrás, el público que viene a divertirse con la desgracia de los demás. Me han advertido contra el fiscal, que se llama Ávila Camacho. Los delincuentes le tienen terror. Aplica estrictamente la ley, sin compasión. Los carteristas ya no trabajan en esta provincia: se han pasado a otras en las que no se verán con Ávila Camacho. Me quitan las esposas, me toman juramento, el fiscal lee el interminable atestado. Luego vienen las preguntas:

—¿Cómo se llama usted?

—Antonio Bayo.

—¿No es cierto que también le conocen por el apodo de «el Ruso»?

—Sí, señor.

—¿Quién se lo puso y por qué?

—Una mujer de mi pueblo, que dijo que mi pelo era rubio como el de los rusos.

—Y usted se ha cuidado de seguir manteniendo su popularidad de «Ruso» con sus actividades delictivas.

—Yo no sé lo que hacen los rusos, pero si pasan hambre, yo soy un ruso.

—Y en todos estos años de delincuencia, ¿no ha tenido ocasión de rehabilitarse y trabajar honradamente?

—No, señor. Yo busco trabajo, pero como no me lo dan me echo al monte a vivir como una fiera, huyendo de las gentes para que no me denuncien. ¡Cómo para pedirles trabajo!

—¿De qué ha vivido usted desde que fue puesto en libertad la última vez?

—Si ustedes me ven vivo es porque he comido, y si he comido es que he robado. Sí, no niego que soy un ladrón.

—Algo más que eso, según consta en el encabezamiento del atestado. Aquí le califican a usted de atracador, ratero maleante y violador.

—Si los atracadores, los rateros y los maleantes roban, yo soy todo eso. Y violador sólo lo era antes, cuando no sabía tratar a las mujeres. Ahora, con mi fama, ellas vienen a mí.

Risas en la sala y campanilla del presidente.

—Así, pues, usted admite haber sido violador en alguna ocasión.

Protesta de mi abogado defensor: lo de violador, en todo caso, pertenece a un atestado anterior. Luego, el presidente le pasa la palabra.

—¿Cómo se llama su padre?

—Soy hijo de soltera. No he conocido a mi padre.

—¿Y su madre?

—Se llama Basilia.

—¿Hermanos?

—Sí, señor, tengo uno: Mario.

—Creo que no es un ladrón.

—No, señor. Tuvo más suerte que yo. No cogió mi fama.

—¿Por qué?

—No lo sé. Las cosas vinieron así.

El presidente me pregunta qué cosas.

—Las cosas de la vida —digo.

—Pero la vida se puede enderezar —dice el presidente—. No hay que limitarse a verlas venir.

—El hambre siempre me ha tenido atado de manos.

—Su problema es una mezcla de dos elementos: falta de voluntad y pocas ganas de trabajar —dice el presidente.

—¿A quién le gusta trabajar? Encima, a mí no me han dejado acostumbrarme —digo.

Entonces toma de nuevo la palabra mi abogado defensor y esta vez lo hace en serio, quiero decir que lo hace como si yo le fuera a pagar. Apenas sabe de mí, pero habla de mi infancia, de mi niñez y de mi juventud como si lo hubiera visto todo desde cualquier tejado de La Baña. Cuenta tan bien mis desgracias que incluso a mí me hace llorar. Algunas mujeres del público sacan sus pañuelos para sonarse las narices y secarse los ojos. El propio presidente está colgado de las palabras del abogado y mueve la cabeza, sobre todo cuando oye que yo, antes de robar, entraba en la iglesia a rezar para que el Señor me pusiera en el camino un trozo de pan y así no tener que apoderarme de lo ajeno. ¿De dónde se habrá sacado aquello mi abogado defensor?

A los tres días veo al abogado en el locutorio.

—Enhorabuena. Sólo le han caído seis años y un día.

—Tengo que alegrarme, ¿no?

—Yo también estoy muy contento. ¿Qué le pareció a usted mi discurso?

—La gente lloraba y yo también lloré.

—Sí, estuve inspirado.

—Acertó en casi todo lo que dijo sobre mí.

—No hizo falta más que echarle dolor. Todas vuestras historias son iguales.

—¡Mi historia no se parece a ninguna! ¡Soy el hombre más desgraciado de la tierra!

—Bueno, bueno, no es para tanto. Acabas de ganar diez años de vida.

Cuarenta días después, ¡a Ocaña! ¿Por qué otra vez a Ocaña? Los presos de León me consuelan: «Ya estuviste una vez y saliste vivo. ¿Por qué no vas a salir vivo de nuevo?».

Ocaña: el pueblo que sigue matando a los presos que agarra sin funcionarios que los defiendan. Ocaña: veinte días en celdas de periodo, como si no fuera bastante castigo el destino en este penal. Ocaña: vuelta al espantoso lugar que yo creí haber dejado para siempre; al patio que parece una lata de sardinas; a las peleas por un catre; a convivir con maricas y con matrimonios entre hombres; a oír las historias de sangre de los que se enorgullecen de haberlas cometido; al hambre, al cacito de agua sucia; a ver cómo a tu alrededor la gente se muere de hambre, enferma de hambre y se muere, algunos riéndose…

Aquí sigue el cura maricón. Me reconoce y no me habla. Como esta vez no tengo ninguna carta de recomendación para él, pues le huyo desde el principio. Cuando estoy en la misa que nos obligan a oír, y cuando lo veo alzar la hostia, me gusta pensar que Jesucristo le dice: «Ah, maricón, suéltame pronto de esas manos que les gusta tocar la carne de los machos».

Aquí sigue Javier, el comunista. Me abraza y me lleva con los suyos a celebrar mi llegada. Tienen pan con chorizo. Quieren que les hable de las cosas de fuera, de la política, de los ministros, de la lucha del pueblo contra el Gobierno, y, sobre todo, de Franco. Tienen a Franco muy metido en la cabeza, sus ojos brillan de un modo especial cuando pronuncian su nombre. «¿Todavía no se ha muerto?», me preguntan. Pero yo sólo les puedo hablar del hambre que pasaba en La Baña, de mi vida en los montes en una cueva de alimañas, de las palizas en el cuartel, de madre, de Trinidad, de mi flauta. Me miran y sonríen. «Ruso, a ti te tenemos que abrir los ojos», me dicen. Cuando me invitan a subir a la brigada a escuchar una de sus charlas, yo les digo: «Dejadme de charlas. Lo que yo quiero es comida». Ellos me dicen «Todo es alimento. Las charlas son para traer un mundo en el que no haya gentes que pasen tanta hambre como tú». A veces, les hago caso y voy, pero salgo de sus reuniones con más hambre de la que entré. «Estáis locos. ¡Pitanza, pitanza es lo que importa en este mundo!», les digo. Se ríen, pero me siguen invitando y yo voy por aburrimiento. No sé cómo se las arreglan, pero reciben periódicos del exterior. No me refiero al periódico de la Dirección General de Prisiones, que se llama Redención, sino a los que lee la gente de la calle. Los funcionarios animan a los presos a que se suscriban a Redención, que cuesta siete pesetas mensuales, y algunos presos pican y se suscriben, no para leerlo sino para que los funcionarios les miren mejor. ¡Si en Redención metieran fotos de mujeres en pelotas…! Los comunistas hablan a todas horas de cambiar el mundo, pero el mundo ya está mal hecho por Dios y no se puede cambiar. ¿Quién puede cambiar el sol o la luna? ¿Quién puede cambiar al cura don Matías, a los guardias del cuartel y a los vecinos de La Baña? Las cosas están hechas así y basta. Se trata de tener buena o mala suerte. En mi pueblo hay unos vecinos con buena suerte y otros con mala. O unos con mala y otros con peor. El mundo se arreglaría con unos chorizos y unos corderos de más. Les digo a los comunistas: «¿Por qué se vivía tan bien en el Paraíso Terrenal? Pues porque había comida. ¡Lo único que importa es la comida! En cuanto lleven p’a La Baña unos chorizos y unos corderos de más, ¡veréis qué comunismo se jama el Ruso!».

Javier me pregunta si sigo viendo al maqui Pedrón.

—Pues no he sabido nada de él en estos meses —le digo.

—Ya quedan pocos maquis. Los están exterminando como a perros. Y lo peor es que ya hemos descartado esa forma de lucha. Han cambiado los tiempos. Ya sabrás, Ruso, que los maquis son los restos del ejército de la República que luchó contra los que se rebelaron el año 36. No quisieron entregarse y se echaron al monte a plantear una guerra de guerrillas, esperando el apoyo de las democracias extranjeras y la propia rebelión del pueblo español. Ellos, Ruso, los maquis, mantuvieron encendida en el país la llama de la libertad. La mantuvimos, porque yo también fui maqui. Ahora, no sólo están acabando con nosotros, sino que los comunistas hemos emprendido otra forma de combate. Hemos abandonado la lucha armada. En adelante, trabajaremos cerca del pueblo, formaremos el grupo más firme de la oposición, nuestra actuación irá demostrando a las gentes que nuestra lucha es la lucha de la verdad.

—¿Y qué será de Pedrón y su grupo?

—¡Quién sabe cómo aceptará la nueva consigna! Nos llegan noticias de que algunos maquis se cargan a los camaradas que van a buscarlos a los montes para decirles que suelten las armas. Sí, Ruso, los matan, en parte por sospechar que son chivatos y en parte por no querer aceptar la nueva dirección del partido. ¡Es que han sido casi veinte años con las armas en la mano! ¿Cómo supones tú que reaccionará Pedrón?

—Matando a los que le vayan con ese recado. Lo conozco bien. Me cogió afecto y yo a él. Siempre que me encontraba sacaba algo de su macuto para quitarme el hambre.

Ocaña. Voy enterrando días, semanas y meses. ¿Qué contar, si tollos son iguales? Se vive pendiente de la comida, de ganar un duro haciendo la guardia de otro para luego correr al economato a por una lata de sardinas. Hay más presos que nunca: ni siquiera se puede cruzar el patío andando a gatas por entre las piernas. No pasa día sin que ocurra una barbaridad: hoy, dos presos han cogido una manta y han ahogado bajo ella a un anciano, por cuestión de celos. Lo hicieron en medio de la brigada, a la vista de todos, pero nadie se quiso meter en los asuntos de los otros. Después llegaron los camilleros y se llevaron el cuerpo. No hubo preguntas. Uno menos para el rancho.

Sí, se aprende mucho mundo en los penales. Los presos mayores enseñan a los jóvenes a robar y a matar sin dejar rastros. Y si los jóvenes les preguntan a los mayores por qué les agarraron si sabían cómo hacer la cosa, pues siempre culpan a un socio, a una hembra mala o a un único fallo. «Pero cuando lo haga de nuevo, me saldrá perfecto. De modo que te doy todo el camino andado, hijo. Sólo tienes que seguir mis trucos para hacerte famoso y salir en la primera página de los periódicos». Yo, que ya no me acuerdo de matar ni al cura ni a los guardias, he aprendido una trampa para robar: se coge un trapo y se le pasa a una perra por sus partes, y cuando llegas al sitio de robar, si hay perro, le tiras el trapo y él lo huele y empieza a tratarlo como si fuera una perra de verdad y así puedes robar sin estorbos.

Y de pronto, Ocaña tiembla con una de esas noticias que resucita a los muertos: ¡Habrá indulto con motivo del Año Mariano Jacobeo! Los propios funcionarios lo van comentando con alegría por los pasillos y las brigadas. Lo dicen como si fueran nuestros padres y el indulto saliera de ellos y tuviéramos que besarles los pies. ¡Pues a ver cómo se porta conmigo ese Año Mariano Jacobeo!

—¡Antonio Bayo, prepare sus cosas para salir en libertad!

Esta vez me han tenido unos tres años. A la mayor parte de los presos no les toca nada. Javier y los demás comunistas, también se quedan.

—Con nosotros no quieren nada ni el Papa ni la Virgen —dice Javier.

Allí lo dejo, mirándome con una tristeza que me parte. Aún le falta una pila de años. Sus últimas palabras son:

—No olvides, Ruso, que el mundo está mal hecho. No se arregla con más chorizos y corderos, porque irían a manos de los que ya lo tienen todo. Se arreglará cuando la gente cierre oídos a la propaganda mentirosa y abra, por fin, los ojos.

—Pues, mientras tanto, con las pesetas que me dan en la Dirección voy a ver si me como medio cordero.

Las putas de León con las que me fundo los pocos duros que me dan en Ocaña me dicen que hay trabajo en la provincia de Zamora, en Ribadelago. Yo pensaba regresar a La Baña, como siempre, pero ya que parece que hay trabajo por otro rumbo, pues tiraremos para allá. Una temporadita y luego al pueblo con dinero a invitar a los guardias a un vaso de vino. ¡Sólo por verles la cara que pondrán al beber a cuenta del Ruso…!

Dura caminata hasta llegar a las obras de un túnel que están abriendo para llevar las aguas de un valle a otro, de un pantano a otro. Son las obras de un pantano que llaman de Vega de Terra. Me dicen que me presente al encargado general.

—Buenos días. Busco trabajo.

El encargado es un hombre gordo y de cara colorada. Lo veo detrás de una mesa pequeña en una oficina de madera.

—¿Qué sabes hacer?

—Pues de todo un poco.

—¿En qué trabajaste la última vez?

—Bueno, yo vengo del pueblo de La Baña, en la Cabrera Baja, y allí no hay trabajo.

—Aquí serás peón de vagonetas.

—Bien.

—¿No te importa saber lo que ganarás?

—¿Qué ganaré?

—Quince pesetas.

—Bueno.

—¿Tienes papeles, documentación?

—No, señor.

—Supongo que no te perseguirá la autoridad.

—No, señor. A la autoridad ya no le debo nada.

El hombre gordo me mira. Le veo dudar. Creo que me he quedado sin trabajo. ¡Pues muy bien! Siempre he pensado que el trabajo y yo no hacemos buenas migas. Entonces me rasco la cabeza y el hombre se fija en mi mano y luego en la otra.

—¿Qué te ha pasado en los dedos?

—Me explotó una escopeta.

—Pues a mi padre le falta una mano entera. ¿Cómo te llamas, muchacho?

—Antonio Bayo.

Descansa en ese barracón y empieza mañana.

Cinco meses de doblar los riñones y una pierna jodida. Es un decir, cinco meses que no me han servido de nada para aprender el oficio, porque dejé como un tonto la pierna entre las dos vagonetas. Ahora estoy en el clínico de Zamora: rotura de fibras. ¡Si digo que el trabajo y yo…!

Diez días entre batas blancas, y ahora a recuperarme en el barracón–enfermería de la Compañía, en medio de un ejército de lisiados.

—¿Qué tal esa pierna, Antonio? —me dice el capataz.

—Bien. Enseguida iré a poner la otra entre las vagonetas.

Es un buen hombre el capataz. Le he caído bien. A los pocos minutos de salir del barracón, vuelve, y no solo. ¡La pringamos! ¡Los guardias! ¿Qué puedo temer de ellos? Estoy limpio. Sin embargo, ese uniforme, esas caras, esos gorros los tengo demasiado metidos en mi vida. La pareja sigue al capataz y este se para ante mí. ¡Es imposible! ¡Yo no…!

—Preguntan por ti, Antonio.

—¿Es usted Antonio Bayo? —dice el guardia.

—Sí, señor.

—Tenemos orden del cuartel de Malaviña de Aguasvivas de detenerle.

Malaviña de Aguasvivas está cerca de Aguasvivas, el pueblo de mi amigo el juez.

—¿Qué he hecho yo?

—Prepárese para acompañarnos.

—No puedo andar.

Les enseño la pierna hinchada y vendada, les demuestro que apenas puedo moverla, y ellos llaman al médico.

—Examínele y díganos si puede andar.

El médico se sabe mi pierna de memoria. Sabe que no se me quita el dolor, que no la apoyo en el suelo desde el accidente. Él siempre me dice: «Vamos, Antonio, valor y echa a andar, que te acabarás de curar con un poco de decisión». Yo le digo: «Cómo se ve que la pierna no es suya». No sé si aprovecha la ocasión o le imponen los guardias, el caso es que les dice que sí puedo andar. Y allá me llevan arrastrando mi pata y aguantándome el dolor. ¡Malditos, no me hagáis correr tanto!

En el cuartel de Ribadelago me dan una silla, y sentado me llega la tarde sin comer. Oigo la charla de los guardias en el otro cuarto: se han puesto de acuerdo con los de Malaviña para entregarme en la raya entre Zamora y León, en lo alto de los montes, en un punto llamado Fuisusano. Los de Ribadelago me subirán por una falda y los de Malaviña me bajarán por la otra. Pero ¿qué coño he hecho yo? Nos pondremos en camino al día siguiente, a primera hora. Si yo no he hecho nada, ¿para qué me quieren? Y de pronto me da por pensar que entre unos y otros van a matarme en el monte. Se han enterado de que estoy en libertad y quieren descerrajarme cuatro tiros por cortar de una vez los trabajos, los sudores y los ridículos que les hago pasar. ¡Sí, se han juramentado para acabar con el Ruso!

—¿Puedo salir a tomar el sol a la puerta?

—Anda, chico, vete con las gallinas.

Todos los guardias están dentro. De modo que echo a andar y luego a correr, sin hacer caso de la pierna que parece que se me hace pedazos. Pronto alcanzo los montes. Estoy seguro de que La Baña cae por allá.

Espero en un bosque a que oscurezca. Luego tomo el río Mortravea y avanzo por él con el agua hasta la cintura, para no dejar huellas. Por suerte, calzo botas de goma y marcho bien sobre las piedras del cauce. Lo que me duele es cómo van a quedar la chaqueta y el pantalón que compré en Ribadelago con los jornales del primer mes. El agua está helada.

Llego a la unión de dos ríos, el Mortravea y el Faeda, y ya sigue con este nombre. Toda la noche chapoteando, mojado, muerto de frío y de hambre. Pero sé que por este Faeda alcanzaré finalmente La Baña.

Está amaneciendo. Doy un rodeo para llegar a casa sin atravesar el pueblo. La puerta está cerrada. Intento empujarla. Alguien le ha puesto una tranca por dentro.

—Madre.

Es Mario el que abre la puerta y asoma la cabeza.

—Hola, hermano. Me muero de frío y de hambre y los guardias me quieren matar. Vengo a que me escondáis en nuestra casa. Nadie sabe que estoy aquí.

—Tú no tienes remedio, Antonio. ¡Vete y no nos compliques en tus robos!

—¿Qué robos? Ya he pagado lo que robé. ¡Madre!

Quiero entrar y Mario me saca a empujones. Entonces, detrás, aparece madre. Nos miramos y yo le digo con los ojos: «¡Madre, hace más de tres años que no nos vemos!». Está vieja, más flaca que nunca y su cara me frena el abrazo que quiero darle.

¿Dónde estabas, Antonio?

—Trabajando en Ribadelago.

—Y si ganabas un jornal, ¿por qué has vuelto a los robos?

—¡Yo no he robado nada!

—No mientas. Te acusan de cómplice —dice Mario.

—Al yerno del juez de Aguasvivas le han robado veinte mil pesetas de su cantina —dice madre.

—¡Yo llevo meses en Ribadelago!

—Como eres de esta región, creen que tú dijiste a los ladrones cómo entrar y dónde estaba la caja del dinero, y que vas a medias con ellos —dice Mario.

Me siento a llorar en el escalón donde tantas veces he llorado de niño. Oigo cuchichear a madre y a Mario. Luego, madre me saca un cacho de pan.

—Vete a esconderte en el pajar del tío Gabino, que lo tenemos a renta para guardar yerba.

—¿Para qué queréis la yerba?

—Es cosa de Mario —dice madre—. Ha comprado un terreno junto al río y quiere la yerba para que se lo aren con bueyes, y el alquiler del pajar lo paga con trabajo.

Madre está orgullosa de lo bien que le va a Mario. ¿Cómo convencerte, madre, de que esta vez yo no he robado?

—En un pajar puede colarse cualquiera —dice Mario.

Me quito las botas y la ropa mojada y busco calor entre las pajas. Madre viene al mediodía con un tazón de caldo de berza muy caliente. Resucito. También me deja un cacho de pan. La pierna se me agarrota y me la revienta el dolor.

Durante cuatro días, madre me trae un tazón por la mañana y otro por la tarde, siempre con un cacho de pan. Hasta que hoy me dice que no sabe cuándo podrá traerme más comida, porque no tiene más.

Vivo en silencio, pendiente de todos los ruidos del pueblo. ¿Por qué, haga lo que haga, me persiguen las desgracias? Si me echo al monte, porque me echo al monte. Si me pongo a trabajar, porque me pongo a trabajar. ¿Será porque no rezo? Pienso así de puro aburrimiento. A ver si recuerdo el padrenuestro. Sí, lo recuerdo. Bueno, es una manera de matar el tiempo y distraer el hambre.

Es de noche. Abro la puerta del pajar del tío Gabino y salgo al pueblo, a ver dónde hay comida. No quiero robar, sino sólo coger. Paso ante las casas tocando con la mano las maderas de puertas y ventanas por ver si hay alguna abierta. Empiezo a rezar un padrenuestro, y otro, y otro, hasta que cede la madera de una ventana. Silencio y oscuridad en la casa. Es la de Vicente, el albañil que a mis siete años me mandó coger aquel lino para él. Vicente y su mujer duermen en su cama. Busco por la casa. Sobre la mesa encuentro dos panes de centeno.

Me he comido un pan en el pajar y he dormido. Ahora he salido otra vez, a beber agua del río. Amanece. Una mujer se acerca a la corriente. Es la mujer del pedáneo. ¿Me habrá visto? Se marcha sin volver la cabeza.

Se abre la puerta del pajar y entran madre y el pedáneo. Esto me huele mal.

—Sal, Antonio.

Salgo.

—Hola, Antonio, ¿cómo te va?

Nunca me he fiado de este hombre.

—¿Por qué no vamos a mi casa a charlar despacio?

—¿De qué hay que charlar? —digo.

—Mira, yo soy aquí una autoridad y mi deber es dar consejo a la gente. Sé lo que te pasa, Antonio. Sé que has huido de donde trabajabas, y, lo que es más importante para ti, que no tenías razón para huir, que no tienes nada que temer. Todos sabemos que tú no has robado esas veinte mil pesetas.

—Entonces, ¿por qué me agarraron los guardias?

—Por error, Antonio, por error.

Me mosquea que me llame Antonio. Siempre me ha llamado Ruso.

—¿Y qué quiere usted que yo haga?

—Que te vengas a casa conmigo. Nada te ocurrirá, yo te lo prometo. Los guardias sólo quieren ver buena voluntad por tu parte.

—¿Qué hago, madre?

—Obedece al pedáneo.

Al minuto de entrar en casa del pedáneo, llegan dos guardias, con un teniente. Son nuevos. ¡Nos ha engañado el cabrón del pedáneo! Su mujer me vio en el río, se lo contó al marido, este habló con los guardias y estos le dijeron que hablara con madre y le convenciera para que ella le llevara a mí.

—¿Qué pasa, hombre? ¿Por qué te escapaste de Ribadelago?

El teniente es joven y blanco, con una sonrisa de niño bueno.

—Por miedo.

—No tenías por qué escapar. Estabas trabajando honradamente y no habías salido en meses de allí. ¿Cómo va tu pierna?

—Mírela.

—Bah, sólo un poco hinchada.

—Y el dolor, que no se ve.

El teniente le dice a la mujer del pedáneo que me dé algo de comer y ella me saca un cocido de patatas con berza.

—Hoy, nos quedamos todos a dormir aquí, y mañana nos marchamos a Malaviña, a tomarte declaración.

El teniente habla ahora a madre.

—Y usted, señora, puede retirarse, que no le va a pasar nada a su hijo.

Madre se va. Esto cada vez me huele peor.

Sin embargo, he dormido bien, sobre una colchoneta, en el suelo.

—Bueno, Antonio, prepárate, que salimos para Malaviña.

La mujer del pedáneo reparte cachos de pan con tocino y a mí también me llega una ración. Se me hace muy raro comer de igual a igual con los guardias, pero no acabo de fiarme de nada. Y llega. En cuanto mis manos se quedan sin pan, el propio teniente me planta las esposas. El pedáneo me ve partir con una mirada de asco.

La primera hostia me cae nada más salir de La Baña. Ha sido un sopapo sobre la marcha dado por el teniente.

—Vamos, a decirnos quiénes robaron la caja esa.

—¡Yo qué sé! Le juro que…

Otra hostia.

—¡Yo no la robé!

—Sabemos que tú no fuiste, que ese día estabas accidentado en el clínico de Zamora, pero también sabemos que preparaste el robo con unos cómplices, a quienes revelaste dónde escondía la caja el yerno del juez. ¡Vamos, Ruso, no negarás ahora que eras un cliente asiduo de ese juez!

—Sí, ustedes me han llevado muchas veces a su despacho, ¡pero nunca a la cantina de su yerno! Yo nunca le haría una cosa así a Clara.

—¿Quién es Clara?

—La hija del juez, la dueña de ese dinero robado. ¡Yo nunca vi esa caja ni sé dónde la escondían!

Tercera hostia.

—Ya hablarás en el cuartel.

Llegamos a media tarde. Yo, con mi pierna colgando. El teniente y los guardias toman un bocado y después pasan a mi cuarto el teniente y un guardia, este con una porra de goma. Me quitan las esposas y la chaqueta y se sientan, uno a cada extremo del cuarto.

—Estamos esperando a que empieces, Ruso. Si no, empezaremos nosotros.

El teniente sonríe como si estuviéramos jugando.

—Tú aleccionaste a los quinquis y los mandaste para acá a hacer el trabajo.

—¡No, no, no…!

Empiezan. Los golpes de porra me caen en la pierna sana, en los brazos y en el culo. Los dos se han levantado. De vez en cuando el teniente me arrea una hostia en la cara. Esto dura toda la noche. Sin embargo, he conocido a bárbaros peores en el cuartel de La Baña. La porra de goma nunca me atiza en la pierna mala ni en los cojones, y el teniente trabaja con la mano abierta. En la madrugada, yo estoy roto y sangrando, pero ellos no se cansan. Se toman pequeños respiros y vuelven al ataque.

—Bueno, sí, yo robé la caja con las veinte mil pesetas.

El teniente me arrea el mayor golpe de la sesión.

—¡No mientas! ¡Tú no fuiste! ¡No confieses para salvarte! ¡Queremos los nombres de tus socios!

Prosigue el baile hasta primera hora de la mañana. El teniente me esposa y se retira con el guardia a dormir, dejándome tirado en el suelo. Luego entran otros dos guardias y me miran desde lo alto como se mira a un perro.

—Qué te parece el cabrón: tiene la misma pinta de los que caen debajo de las ruedas del tren.

Se quedan en el cuarto, hablando de sus cosas, de sus pagas y de sus destinos. A eso de las doce, uno de ellos trae una palangana con agua.

—Lávate la sangre.

No tarda en llegar al cuartel alguien nuevo. Oigo su voz y los saludos que le han hecho los guardias de fuera. Los de mi cuarto se ponen en pie como un resorte.

Ya tenemos aquí al teniente de Truchas —dicen.

Ahora me explico lo de la palangana: le quieren ocultar mi sangre.

El teniente de Truchas es un hombre de cincuenta años, con un bigote cuadrado y el uniforme más planchado que he visto en mi vida.

—Hola, Ruso, ¿no me conoces?

—No, señor.

—Pues soy el jefe de línea de esta zona. Y te voy a decir otra cosa: con nosotros no se juega.

Me ayuda a levantarme del suelo y me sienta en una silla. Él también se sienta.

—¿Qué te pasa en esa pierna?

—Me la aplastó una vagoneta en las obras de Ribadelago. Yo trabajaba allí cuando me acusaron…

—Sí, lo sabemos todo. Sabemos que no robaste ese dinero con tus manos, pero que diste el trabajo hecho a unos compinches. ¿A quiénes?

—¡Yo no tengo nada que ver con ese robo!

Me mira fijamente, me mira de arriba abajo y suspira.

—Que un número lo lleve a que le vea la pierna el médico.

Uno de los guardias me hace señas para que le siga. Me levanto y no puedo mover la pierna.

—No, mejor que venga el médico aquí —dice el teniente de Truchas.

Vuelvo a sentarme y quedo solo durante una hora. No pienso en nada. Sin saber cómo, me encuentro rezando.

Entran el médico, el teniente de Truchas y un guardia. El médico me conoce y yo a él: es el que fue a Robledal a recetar inyecciones al marido de Camila.

—Tú, Ruso, siempre metido en problemas —dice.

Empieza mirando mi pierna, pero luego se le va la vista hacia mi cara, mi pecho, mis brazos, mi otra pierna, cubiertos de moratones.

—Usted, limítese a examinar esa pierna —le dice el teniente de Truchas—. Al resto del cuerpo no tiene que mirarle para nada.

El médico obedece. Me quita la venda de la pierna y me la limpia con alcohol. Luego extiende una pomada y me da masajes. Finalmente me la envuelve en vendas nuevas y se marcha.

—Vete para tu casa, Ruso. Ya hemos acabado contigo —dice el teniente de Truchas.

Desde que me soltaron del cuartel no he hecho otra cosa que arrastrarme por los montes. Mi única idea es llegar a Ribadelago y olvidar esta aventura. Si no tuviera pierna, marcharía más aprisa… y sin dolores. ¡Madre de Dios, qué castigo del infierno!

Toda la tarde y toda la noche de un monte a otro, de un río a otro. En vez de comer, rezo.

La puerta del barracón–enfermería está abierta. He dejado de soñar con comida para soñar sólo con el camastro que me espera aquí.

—¿Adónde vas, Antonio?

Es el capataz.

—Ya he vuelto. Voy a tumbarme a ver si se me cura la pierna.

—En la enfermería sólo atendemos a la gente de la empresa y tú ya no estás en nómina. Te han despedido.

—¿Por qué?

—Por ladrón.

—La autoridad acaba de soltarme porque soy inocente.

—Sabemos ya quién eres. Sabemos que te llaman el Ruso y que eres el delincuente más famoso de las Cabreras. Aquí no queremos a personas como tú.

La gente del pueblo de Ribadelago vuelve la cabeza a mi paso. De pronto me entra un hambre de pura rabia. Me entra toda el hambre del mundo, toda el hambre atrasada, y no tengo una miga que comer. Es un hambre de venganza, es un hambre de mala hostia, porque ya no me importa gritar: «¡Tengo hambre! ¡Tengo hambre! ¿De quién es la culpa de que yo tenga tanta hambre?». A un niño le quito un pastel mordisqueado que lleva en la mano y echo a correr, comiéndomelo.

—¡Coged a ese monstruo! —oigo a mi espalda.

Me escondo en unas ruinas y salgo a la noche, a robar. Hasta ahora, siempre he robado sin ganas, sólo para comer, pero ahora tengo ganas de robar aunque no sea comida. Me espera un viaje de veinte horas hasta La Baña. Porque vuelvo allá. ¡Es mi tierra y son mis montes!

Abro una rendija en la tela de un gallinero y salgo con dos gallinas y un conejo, ya muertos. Detrás de unas zarzas arranco plumas y piel y saco tripas. Me como cruda una gallina entera. Anudo bien las vendas y me pongo en camino. He de volver por aquí: el capataz de la obra me dijo también que me presentara a partir de los quince días a recoger la liquidación de mi cuenta.

La pareja de guardias me echa el alto a las tres horas de marcha, y con la otra gallina y el conejo me meten en el cuartel de Ribadelago. No me pegan. Ya sabían todo sobre mí. Al día siguiente, derechos a Ponferrada.

—Hola, Ruso, ¿otra vez por aquí? ¿Con qué te traen ahora? Ah, muy poca cosa, tratándose de ti. Aunque eres reincidente…

Me caen seis meses y un día.

Bueno, pues a descansar y a curar la pierna en la prisión de Ponferrada.

Se acabó la prisión, y ahora hacia mis montes. Me he quedado sin la cueva del lago y sin el agujero del zorro, pero ya me haré con otra casa mejor.

—Adiós, don Mateo.

—Adiós, Antonio. ¡Y a ver cuándo te perdemos de vista, hombre!

¿Cuántas veces he oído la misma despedida? Os lo juro: de esta no veréis más al Ruso. ¡A mis montes! No puedo ir a otro sitio. Soy como el zorro, que aunque lo corran a tiros, no le sacan de su territorio. Me adentraré en los montes más lejos que nunca, donde nadie me vea, donde nadie haya pisado hasta ahora, y jamás bajaré al pueblo. Para ello necesito una escopeta.

Estoy engañando a Evaristo, el padre de Gualberto.

—Présteme su escopeta para mañana. Se la devolveré pasado mañana.

—Ahí la tienes.

Gualberto quiere acompañarme a cazar y tengo que citarle para las diez. ¡Pobre amigo! Yo me largaré de madrugada. Es una buena escopeta la de Evaristo. De dos cañones, moderna y brillante como el oro. Esto no es un robo, Evaristo, sino un préstamo.

Al llegar la noche descerrajo la cantina de Eulalia. Busco un fuelle, lo saco y empiezo a llenarlo: dos jamones, tres latas de chorizos en manteca, un paquete de sal, un montón de conservas, dos cuchillos, una navaja, veinte cajetillas de tabaco y cerillas y una manta. Ah, y tres cajas de cartuchos.

No me he despedido de madre. Paso, llorando, por delante de nuestra casa, pero no quiero llamar a la puerta. Ya está Mario con ella. La última vez que llamé, no me dejasteis entrar. Vuestras miradas me dicen siempre que yo sobro en esta casa. No molestaré más a la familia. Cuando una persona decide vivir como una fiera en los montes, lo mejor es romper con sus semejantes, incluso con su madre y con su hermano. ¡Después de haber estado dos veces en penales y una pila de veces en prisiones, después de media vida entre rejas, el Ruso es ahora el hombre más libre del mundo!

Al amanecer me encuentro a unos veinte kilómetros de La Baña, en un valle enorme rodeado de montes boscosos. Es un lugar nuevo para mí. De pronto recuerdo que esta región se llama La Fervienza. Dejo en el suelo el fuelle y la escopeta y corto una rebanada de jamón. ¡Idiota, olvidaste meter pan! Bebo agua de un arroyo helado de cristal y me echo a dormir.

Despierto. Silencio: el mundo se ha muerto. El sol está muy alto: es mediodía. Los únicos ruidos son los de los pájaros y el ramaje movido por la brisa. Lanzo un grito de alegría y de libertad y nubes de aves levantan el vuelo.

—¡Soy el Ruso! ¡Soy el Ruso! ¡Soy el Ruso!

Gasto toda la tarde en recorrer el valle con mi fuelle y mi escopeta al hombro, buscando algún agujero donde meterme. ¡Quiero vivir en este sitio! Pero cae la noche sin encontrar casa. De modo que a patadas abro hueco en la base de un matorral y allí anido, enrollado como una culebra y tapando la entrada con el fuelle. A pocos metros se estrella la cascada de una corriente que cae de unos treinta metros.

Despierto de golpe. ¿Qué me ha asustado? ¡Los truenos de la cascada! ¡Es la mejor música que he oído en mi vida! Y entonces veo la cueva. Estaba ahí mismo, al otro lado de la cascada. Voy a ella. Su entrada es alta y ancha, parece como labrada en la peña y tiene otra entrada un poco más allá. Me cuelo por esta segunda. La cueva tiene cinco o seis metros de fondo por tres de ancho, con una altura de dos hombres. Es tan silenciosa que en su interior ni siquiera se oye el alboroto de la cascada. Voy por el fuelle y la escopeta, y cuando los dejo en un rincón de la cueva me parece que ya he puesto mi señal de propiedad. Salgo y grito a todo el valle:

—¡Acaba de llegar vuestro amo! ¡Se acabaron el hambre y los golpes de vergajo! ¡Ahora el Ruso es el dueño del mundo!

Me río de mis propios gritos de loco y me meto en pelotas debajo de la cascada. El agua es de hielo, pero así se largarán antes los piojos. Luego corro por el valle, también en pelotas, gritando hasta que caigo rendido.

Hago una escoba con arbustos y barro el suelo de la cueva, que es de tierra y de piedra. Luego reparto la comida por las grietas de las paredes, como si fueran baldas de armario, y finalmente recojo puntas de urces, helechos y hojas secas, para extenderlos en el suelo de la cueva formando un colchón.

¡Esto es Jauja! Puedo cazar desde la misma boca de la cueva. No como cuando tenía todos los dedos, pero me arreglo. Me siento a esperar, en silencio, y no tardo en ver trepar a las perdices por la ladera, desde el valle. Vienen hacia mí como tontas y sólo tengo que levantar la escopeta y disparar. Casi resulta aburrido cazar así. Los animales de este valle aún no saben lo criminales que somos los hombres.

Es raro el día que no salgo de caza, a veces tan lejos de mi hogar que he de dormir dos o tres noches en pleno monte. Es una manera de hacer que todos los días no sean iguales. Recorriendo los montes me siento como Dios o como Franco. Disparo con gran cuidado y no fallo un solo tiro. Si el Ruso era el mejor cazador de las Cabreras, ahora es el mejor del mundo. Con una piel de corzo me he cosido un macutillo, que me lo cruzo sobre el pecho con correas y en él llevo los cartuchos, la navaja mayor, algunos cachos de carne salada y ahumada, y cerillas. En estas excursiones no me acuerdo de Trinidad, ni de madre, ni de ninguna hembra; no me acuerdo de los guardias, ni de la gente. Es como si estuviera solo sobre la tierra. ¡Me siento tan fuerte y tan gigante como Franco o como Dios!

Por culpa de la nieve he resbalado al saltar un arroyo y he caído a un pozo. Mis ropas han quedado empapadas por completo. Estoy a quince kilómetros de la cueva y hace frío. Corro para llegar cuanto antes, y cuando llego mis ropas ya están secas. Me echo al cuerpo dos copas de coñac y a la cama como un rey.

Al querer levantarme, no puedo. Entonces recuerdo que he dormido muy mal, con dolores en todo el cuerpo. Hago fuerza con brazos y piernas para levantarme. Imposible. Estoy paralizado, inválido, como un muerto vivo. «¿Por qué pienso esto? ¿Estaré muerto?». No, veo mi cueva. Da vueltas a mi alrededor, pero la veo. «No, Ruso, no estás muerto, pero estás metido en tu propia tumba».

¡No! Lucho por levantarme de esta maldita cama de follaje. ¡Imposible! No puedo mover ni un solo dedo. Yo no estoy muerto, pero mi cuerpo sí está muerto.

—¡Socorro! ¡Socorro!

El miedo a morirme solo, como cualquier animal, hace que me olvide de la propia muerte para acordarme sólo de mí. Nunca sabrá nadie dónde se pudre mi cuerpo, y ni siquiera se pudrirá, porque será alimento de fieras.

—¡No quiero acabar como un perro!

Me pongo a rezar un padrenuestro tras otro y a llamar a gritos a Dios. «Yo nunca he dejado de creer en ti, ¿sabes, Dios?». Siempre que me acordaba, rezaba antes de cometer los robos. El Ruso es un desgraciado, una peladura de estercolero, pero sigue siendo una criatura de Dios y no merece acabar como un perro en una cueva de alimañas.

¡Madre, madre, madre…!

Abro los ojos. ¿Cuántas horas o días he dormido? La cabeza ya no me arde, pero los escalofríos cruzan mi cuerpo. Silencio. Soledad. Miedo. «Te estás muriendo, Ruso, y nadie te puede ayudar».

—¡Pero alguien debe saber dónde estoy muerto, dónde está mi cuerpo!

Me olvido de todo para pensar en esta idea. Mis nervios se calman. Lo doy todo por perdido, excepto mi cuerpo. Quiero que me entierren como se entierra a los cristianos. Sólo hay que pensar cómo conseguirlo… Si alguien llegara por aquí, pasaría de largo ante la cueva, si algo no le llama la atención… Estoy haciendo todos mis esfuerzos por levantarme, ¡y lo estoy consiguiendo! Ya estoy sentado en las yerbas. Me tiro al suelo y busco un palo, moviéndome a gatas. Luego busco un trapo, y me arrastro hacia la boca de la cueva con el palo y el trapo. Entonces noto que no se ve el exterior. ¡Hay una pila de nieve en la entrada! Aunque yo pudiera andar, no podría salir de la cueva. Hundo el palo en el suelo y le ato arriba el trapo. Me estoy muriendo. Pero alguna vez se irá la nieve, alguna vez pasará alguien por aquí y verá mi señal en este palo y bajará mi cuerpo a La Baña y madre lo recogerá y enterrará.

Bueno, pues no me he muerto. Desde mi cama veo la entrada casi limpia de nieve. Veo comida tirada por el suelo y recuerdo que durante esta semana o este mes a veces me arrastraba de un lado a otro buscando algo que llevarme a la boca. «Sé lo que te pasó, Ruso: fue aquella agua del pozo que se te secó con las ropas puestas». Estoy muy débil, pero no me he muerto y sé que no me moriré.

Hoy, he podido ponerme de pie. Fuera de la cueva sigue habiendo mucha nieve. Estoy vivo, sí, pero tengo miedo y sólo pienso en estar bajo los cuidados de madre.

Todo el día medio arrastrándome con nieve hasta la cintura. Y luego tener que esperar escondido a la entrada del pueblo a que se eche la noche.

Sé que es madre la que está abriendo la puerta. Me ve y se desmaya. La levanto y la siento en la banqueta. Enseguida abre los ojos y me mira asustada.

—Hijo, tú estás muerto.

¡Una voz, una voz de persona!

—No, madre. Tóqueme.

—El pueblo cree que te han comido los lobos. Alguien encontró tus ropas en la nieve. Hace dos meses pagué dos misas por el eterno descanso de tu alma.

—¿Gastó usted dinero por mí, madre? Pero ¿por qué ha engordado la bolsa de don Matías? Pues como no me he muerto, que le devuelva a usted las dos misas.

—Valdrán para cuando te mueras de verdad. Además, es mejor que te crean muerto: si saben los guardias que estás vivo, te buscarán como antes. Eulalia, la de la cantina, les presentó una larga lista de géneros robados por ti.

—¿Cómo sabe que fui yo? El Ruso tiene la fama y…

—Pero ¿te los llevaste tú?

—Esta vez sí.

—Huye, hijo, huye. Te agarrarán de nuevo.

—Estoy enfermo, madre. He llegado aquí de milagro. Acabo de escapar de la muerte.

—¿Te dieron algún tiro los guardias?

—No, me cogió la pulmonía.

—¿Y qué voy a hacer por ti si no tengo un mendrugo de pan?

Entonces le cuento cómo he vivido en los últimos meses, aunque me callo el lugar donde está la cueva, no vaya a ser que los guardias la peguen y ella hable de miedo. Madre se pone a llorar.

—Quédate en casa. Como todos piensan que te has muerto, nadie te buscará.

Madre me cuida. Madre me alimenta. Me cuida echándome su toquilla, y me alimenta trayéndome por las noches un poco de pan con tocino, sacado con su trabajo. Llevo así dos meses, y si no me muero de pulmonía voy a morirme de hambre. No dejo de pensar en los banquetes que podría darme en la cueva.

—Me marcho, madre.

No me dice ni que sí ni que no.

—No debes seguir sacrificándote por mí. Y como yo no puedo salir a trabajar, lo mejor es que me marche lejos.

—Que tengas suerte, hijo.

Sí, ha merecido la pena venir donde madre y ver cómo me cuida y oírla decir que ha pagado dos misas por mi alma.

Sólo por cazar cuando a uno le viene en gana merece la pena vivir en esta soledad como un animal. No me canso de saltar de un monte a otro con mi escopeta, matando liebres, perdices o corzos, y asándolos, a veces muy lejos de mi cueva. Con buen tiempo me alejo tanto de La Fervienza que paso días y noches seguidos fuera de mi casa. Hay épocas en que la mayor parte de las noches no duermo en mi buena cama de la cueva. Y, cuando regreso, me siento como en el hogar. ¿Qué he de hacer si mi hogar es una gruta de bestias?

Estoy sentado al pie de un roble, descansando, con la escopeta del pobre Evaristo sobre las piernas, cuando veo a pocos metros un gato montés con un sapo en la boca. Me quedo quieto y espero a que se acerque más. En ocasiones, los gatos no son tan listos como se cree, porque yo estoy ahora a una docena de metros de él y no me ve. Es un bonito bicho. Casi me da pena matarlo. Pero resulta que andar a tiros por los montes es un gusto tan agarrado que en cuanto tengo ocasión pues ¡zas!, aunque en ese momento no necesite carne. ¡Así somos de criminales los hombres! ¡Y nunca fallo un tiro! El caso es que disparo contra el gato montés, da un salto en el aire, más por el susto que por la perdigonada, aunque le veo herido de muerte. Cuando va a meterse en el hueco de un tronco, se derrumba junto a él.

Es una hembra. Si lo hubiera sabido… Meto la mano en el agujero del roble y algo se mueve. Saco cuatro garitos.

—Mira, os he matado a la madre. Os pido perdón.

Son bonitos, muy pequeños, casi crías recién nacidas, y enseguida se ponen a jugar conmigo.

—¡Hale, p’a mi casa! Yo seré vuestro padre.

Sólo me quedan dos. Como no tengo leche, les tuve que alimentar con trocitos de carne fresca bien cocida y trozos de sardinas en conserva, pero dos de ellos echaban tanto en falta la leche de su madre, que la diñaron.

Son hembra y macho, y tienen ya tres meses. Todavía me arañan y me muerden cuando quiero acariciarles. Si les riño y les doy un pequeño sopapo, saltan hacia atrás y se me quedan mirando. Creo que acabaré por quitarles el salvajismo.

¡Ah! Les he puesto nombres. La hembra es María y el macho Petroni. Se me han ocurrido sin pensarlo.

¡Petroni! ¡María! —les llamo, y ellos ni caso—. ¡Pues os domo o se acabó la sopa boba!

Me siguen monte arriba como si fueran perritos. Ya se han acostumbrado a los disparos de la escopeta. Al principio, echaban a correr, aterrorizados, y tardaban en regresar.

Cuando hace frío, dormimos los tres en mi cama, pegados unos contra otros.

Al cabo de un año, María y Petroni son como familia del Ruso. Ya no podría vivir sin ellos. Cuando les hablo, me miran y estoy seguro dé que sufren por no poderme contestar con palabras. No importa, les entiendo como si me hablaran. Y ellos a mí. Han aprendido todas mis costumbres. Les gusta salir a cazar conmigo y a veces cazan más que yo.

Se me está muriendo María. Resulta que entró en la cueva una culebra venenosa y María le hizo frente y recibió una mordedura debajo de un ojo. Corrí a abrirle la herida con mi navaja, para que sangrara y se le fuera el veneno, aunque pienso que le quedó algo, pues aquí la tengo jodida. Petroni se le acerca y le lame la cara.

Sale adelante María. ¿Fue gracias a la navaja o a mis rezos? Sí, he rezado al cabo de no sé cuánto tiempo. Me he sacado como con pinzas las palabras de mi cabeza y cualquiera sabe lo que he dicho. El caso es que María está curada. Y está tan curada que deja que Petroni la monte. Son hermanos, pero nadie se lo ha dicho y no lo saben. Además, ¡qué coño!, a mí también me gustaría tener aquí a una hermana.

María parió tres crías. De modo que durante un mes hemos sido seis a vivir en la cueva de La Fervienza. Pero, hoy, al regreso de una cacería, ya no he visto a los tres pequeños de María y Petroni. Están los padres, pero no ellos. ¿Se han marchado y luego perdido? ¿Los ha cogido alguna fiera? Creo que nunca lo sabré.

—¿Qué les ha pasado a vuestro hijitos? —les pregunto a los padres.

María y Petroni los buscan por los rincones. Al anochecer, para consolarles, les doy a cada cual un trozo de jamón.

Estando de caza, he disparado contra un animal que se movía en la maleza y resulta que era María. He cogido a la pobre y ahora la tengo en la cueva, en mi propia cama, esperando que se muera. Le hablo y le acaricio y no me atrevo a pensar que ya está muerta. Petroni la huele una y otra vez, y también se tumba a su lado. ¿Qué me está diciendo su mirada? ¡Oye, oye, que ha sido sin querer…!

Allí dejo a María horas y horas, porque no me atrevo a sacarla de la cama. Petroni la vigila como un guardia.

Pero habrá que llevarla a enterrar. La acaricio por última vez. ¡Pobre María, he perdido a mi compañera, yo mismo la he matado! ¡Eres un animal, Ruso! ¡No me extraña que todo te salga mal en la vida!

¿Qué haces, cabrón? ¡Pues no me ha clavado los dientes en la mano este jodido de Petroni! Lo echo a patadas y él se revuelve y me gruñe y tengo que coger un palo.

Desde que enterré a María, Petroni me ataca en cuanto me descuido. En tres ocasiones me ha saltado a la cabeza y he tenido que taparme los ojos con las manos para que no me los vaciara con sus zarpazos. Pero ¿cómo le voy a clavar la navaja o pegarle un tiro si es por mi culpa que está tan fiero, si es el dolor por la muerte de su compañera que yo he matado? Yo no sabía que los animales sentían como las personas.

—Mira, que como sigas así voy a tener que matarte —le digo. Pasa las noches maullando de pena y en cuanto me levanto de la cama se lanza a morderme los pies. Y pasan los días y no se le olvida. Tengo el cuerpo lleno de mordiscos y arañada la cara. Cualquier día, esta fiera me agarra por el cuello mientras duermo y me liquida.

Me ha costado mucho apretar el gatillo y he tenido que esperar a que Petroni mirara hacia otro lado. Ha caído de costado y ha muerto sin la menor protesta.

De manera que otra vez me he quedado solo. Se me saltan las lágrimas viendo a Petroni a mis pies. Lo enterraré junto a María. Primero, comeré y luego cogeré mi pala de abedul para hacer el trabajo. Veo que no me quedan más que latas para comer. Con la pena por la muerte de María llevo días sin salir de caza. No puedo ni mirar ni tocar la escopeta. Sin embargo, he tenido que cogerla para librarme de Petroni. Así, pues, me he cargado a mis dos amigos. ¡Este es tu destino, Ruso, joder todo lo que tocas, joderte a ti mismo! ¡Mejor si el tiro lo hubieras dirigido contra ti! ¿Para qué quieres seguir viviendo? Nunca podrás volver al pueblo ni a casa de madre. Y tampoco te quieren en ningún trabajo. Tu sitio es el monte, como los corzos. ¡Sí, soy una bestia! ¡He matado a María y a Petroni y me he quedado solo! ¡Ni siquiera me deja Dios que viva con animales! ¿Seré menos que un animal? ¡Tú eres el Ruso, el maldito Ruso! ¡A ver cuándo te mueres!

Me entran ganas de comer carne, pero sólo tengo latas. Sé que la carne de gato montés es buena. ¡Adelante, Ruso, que eres un animal! Bueno, pues adelante, ¡qué coño! Cuando cojo la navaja para desollar a Petroni sólo quiero acordarme de que en los últimos días se portó conmigo como un cabrón.

Primavera. He dejado atrás otro invierno. Ayer dormí, por primera vez en este año, lejos de mi cueva, en una grieta entre peñas. Ahora estoy en una cumbre, algo asustado, sí, porque veo en el valle a cuatro pastores con un rebaño de vacas. No sé si ir o no a ellos. Después de medio año sin hablar con ninguna persona ni ver a nadie, ¡qué ganas tengo de oír cualquier voz que no sea la mía! Además, estos pastores no serán de La Baña. A veces, sí que van lejos con sus ganados…

Bajo al valle y les hago señas desde lejos y me ven y se quedan como de piedra. Y, pasos después, es cuando empiezo a reconocerlos. Sí, uno es Francisco, aquel que siendo yo niño me vendió una linterna por cinco pesetas; el otro es Aniceto, el cabrón que me acusó de haberle robado precisamente la noche en que los guardias me dejaron en el cuartel; el otro es Juan, el del robo de gallinas la tarde en que yo trabajaba en la herrería del viejo Bernabé y los guardias querían echarme la culpa; el cuarto es un tal Manuel, uno que ha solido trabajar en las canteras de Casayo. Ya no puedo volverme atrás, porque ellos también me han reconocido.

—¡Es el Ruso! ¡Pero si es el Ruso!

Se han puesto de pie y se juntan, pues parece que piensan que soy un muerto que anda.

—¡Claro que soy el Ruso! Vengo de trabajar en tierras de Orense, en las obras. ¿De qué tenéis miedo? ¿De mi escopeta? El Ruso sólo dispara contra las liebres.

Y les saco una del morral. Ninguno de ellos se atreve a cogerla. Se la tiro a los pies.

—¿De dónde sales, Ruso? —dice Francisco.

—Ya os lo digo: de Orense.

—Con esa pinta de fiera que tienes sólo has podido vivir en el monte.

—Bueno, he vivido en todas partes.

—¿Y cuándo te das una vuelta por el pueblo? Tu madre te querrá ver.

—Pues tendrá que esperar, porque no quiero que me carguen todos los robos que los demás han cometido en estos años.

Les leo a los cuatro en la cara que el Ruso es el ladrón. ¡Qué piensen lo que quieran! No busco más que charlar con ellos, aunque sean unos cabrones.

Limpiamos la liebre y la guisamos. Les pregunto del pueblo y de madre y me dicen que a madre la solían llevar antes al cuartel y que los guardias dicen ahora que el que roba es el fantasma del Ruso.

—No te preocupes, que no les diremos que te hemos visto —dice Manuel.

Cenamos alrededor del fuego y ellos ponen morcillas y leche de vaca. ¡Morcillas! No son tan mala gente estos pastores.

Me invitan a dormir en una cabaña que tienen en los alrededores.

—En el monte todos tenemos que ser hermanos —dice Aniceto.

La cabaña es pequeña y dormimos apretados. Las vacas pasan la noche en un cercado con techo de ramas. No sé lo que me despierta, pero al abrir los ojos tengo la impresión de que Aniceto, Manuel, Juan y Francisco no duermen y me están mirando. Cuando mis ojos se acostumbran a la oscuridad, estoy seguro de que los ojos de los cuatro no se apartan de mí.

De modo que cojo mi escopeta y salgo de la cabaña y me tumbo a dormir en el bosque.

Mientras ordeñamos las vacas ninguno de ellos me pregunta por qué me largué anoche de la cabaña, y esto me huele peor.

No me decido a dejar a estos hombres, que me siguen contando cosas del pueblo. Además, necesito oír voces después de tantos meses. Vivo con ellos de día y después duermo en el bosque con mi escopeta.

—¿Dónde está Juan? —digo.

—Por ahí. Enseguida viene.

Pero pasa la mañana y Juan no viene.

—¿Dónde está Juan?

—Olvídate de Juan, que parece tu querida. Anda, come tu chorizo y echa la siesta.

Pero despierto de la siesta y no veo a Juan.

—Me largo.

Manuel, Francisco y Aniceto se levantan y se me acercan.

—Hombre, Ruso, que a lo mejor Juan nos trae unas morcillas.

—¿Adónde ha ido, pues?

—Por lo que tarda, es capaz de haber ido a robarlas.

Echo a andar con mi morral y mi escopeta. Ellos vienen detrás y de pronto alguien me agarra del cuello. Le atizo con mi escopeta un culatazo en los cojones.

—¡Ay! ¡Tu puta madre!

Me vuelvo y me echo la escopeta a la cara.

—¡Al que se acerque lo dejo seco!

Manuel está retorciéndose en el suelo y los otros dos están frenados por el cañón de mi escopeta.

—Sois unos cabrones. Ya sé adonde ha ido Juan: a avisar a los guardias. Luego os pagarían un cafecito en la cantina por chivatos. ¡Estoy por apretar el gatillo y acabar con vosotros tres!

Me miran con terror y me retiro caminando de espaldas. Estos ya no me siguen ni aunque se lo pida la autoridad.

Antes de que cierre la noche me subo a una peña desde la que se domina todo el valle, y sobre todo, el camino. Si los guardias suben al monte a cazar al Ruso, han de pasar por aquí y yo los veré. Me parece mejor quedarme aquí, en vez de esconderme en mi cueva. Debo saber si tengo enemigos en el monte. Entre mi peña y el camino corre un riachuelo con bastante agua: suponiendo que me vieran, tardarían un tiempo en cruzar esa corriente y yo tendría tiempo de huir. Pero no me verán.

Me despiertan unos ruidos. ¿Dónde estoy? Sí, en lo alto de una peña. He dormido como un rey, con la tripa llena de liebre ahumada y pan de centeno de los pastores. Es ruido de pisadas. Sólo las botas de los guardias hacen un ruido así. ¡Ahí los veo, saliendo de un bosquecillo! Vienen cuatro, guiados por el cabrón de Juan. ¡Cuatro guardias, cuatro fusiles contra una triste escopeta! Pues me agacharé y que pasen de largo. ¿Y si me ven? Yo creí que la peña era un buen sitio, pero eso fue cuando no tenía a los guardias ahí abajo. La verdad es que si me ven podrán jugar conmigo al blanco. De modo que ahora que aún están lejos, echaré una corta carrera para meterme en esa barranca que hay al pie de mi peña.

Antes de dar seis pasos ya empiezan a silbarme las balas en las orejas. ¡Madre, cómo tiran! ¡Al suelo y enseguida vuelta a la peña! Uno de los guardias cruza el riachuelo y rodea mi nido para cogerme por la espalda. Lo tengo a tiro. ¿Qué hago? Mis manos tiemblan sobre la escopeta. Está cargada y tengo 48 cartuchos más en el morral. Llevo años esperando un momento así, tener a un guardia al alcance de mi escopeta. ¿Qué me pasa, entonces? Ahí viene el cabrón, saltando como una cabra por encima de las urces. Bueno, resulta que me estoy acordando de los criminales de los penales, enterrados en vida por haberse dado el gusto de vendimiarse a un prójimo. Pero ¡qué coño! Debo elegir entre mi vida y la suya, porque si yo no les mato, con las ganas que le tienen al Ruso no salgo vivo de este monte. La escopeta a la cara, ¡y allá van mis dos saludos! El guardia cae al suelo. ¡Ya te has cargado a uno, Ruso! Y me pongo a temblar de arriba abajo. Ni siquiera acierto a meter nuevos cartuchos en la recámara. Hasta que el guardia se levanta y echa a correr de vuelta al riachuelo y a los otros guardias. ¡Has fallado los dos tiros, Ruso! ¿A ver si es que no querías matarlo? Suena una descarga cerrada. Han disparado los cuatro guardias desde el otro lado del río y todas sus balas pegan en la peña, a mi alrededor. ¡Qué bien les enseñan a disparar a los jodidos! Y siguen disparando durante un rato, hasta que se paran. Entonces asomo la cabeza y los veo cruzando la corriente. Sólo a tres, pues el otro, al que yo disparé, se queda atrás y es el que en este momento me dispara. Cambio de postura y me protejo mejor, y ahí les mando mis postas a los tres guardias, que corren a refugiarse entre las matas y desde ellas empiezan a dispararme. Yo también les disparo. Cargo y disparo. Cargo y disparo. Esto se ha convertido en una guerra. Ya no tiemblan mis manos. Tampoco me acuerdo de los asesinos de los penales. Delante de mi escopeta los bultos de los guardias se me han convertido en alimañas a las que hay que matar para que no me maten a mí.

Paro cuando paran, y oigo la voz de uno de ellos:

—¡Oye, Ruso, escucha! Será mejor que te entregues. Si sales con las manos en alto yo te doy mi palabra de que ninguno de nosotros te tocará un pelo. Si continúas en tu actitud rebelde y criminal, disparando a unos agentes del orden, nuestras balas acabarán dejando tu cuerpo hecho una criba. ¡Entrégate, Ruso, no seas necio! ¿Quieres morir como un perro en plena juventud?

—¡Calla, cabrón! —le grito y le mando dos tiros—. No sé si me pondréis el cuerpo como una criba, pero antes yo me cargaré a más de uno de vosotros. ¡Y puede que te toque a ti!

Cargo y disparo. Cargo y disparo. Ellos también disparan como locos. Casi no puedo asomar ni el pelo. Y así estamos dos horas. Hasta que a mí sólo me quedan cuatro cartuchos. Cuando se me acaben, quedaré en una trampa. Así que empiezo a mirar hacia el bosque que llega hasta cien metros de la base de la peña.

Los guardias me tiran un recuerdo cada diez minutos. Por sus movimientos seguros veo que saben que estoy sin munición. ¡Pero todavía me queda algo para cada uno de vosotros!

Me arrastro peña abajo, y cuando pienso que ya estoy fuera de la trampa y que los he despistado, empiezan a silbarme las balas. Corro hacia el bosque y cada vez parece que lo tengo más lejos. De pronto, un golpe seco en la ingle. Ni caso. ¡Adelante, Ruso, que pronto te ríes de ellos! Cuando me tiro de cabeza detrás del primer follaje, los tiros siguen un rato, pero son ya tiros perdidos. Luego me levanto y echo a correr por el bosque.

Media hora después no sé qué me ocurre. Ando con dificultad. Me baja una humedad por la pierna derecha y el pie chapotea en un líquido caliente dentro del zapato. Toco con la mano y es sangre. Me bajo los pantalones. Tengo un agujero de bala en la ingle, salida por detrás; un agujero del que cuelga una cosa oscura y blanda del tamaño de un puño. Me siento y cojo la aguja con hilo que siempre llevo clavada en la ropa, y meto aquella cosa dentro de mi cuerpo y coso. Hacen falta nueve puntadas. Pero no puedo coser el otro agujero, porque no llego bien con las manos, aunque me parece que sólo hace que sangrar.

Doy unos pasos y tengo que sentarme. La cabeza se me va. Cuando voy a levantarme, no puedo. Ni siquiera puedo cuando oigo los pasos de los guardias. «Ruso, estás perdido», pienso.

¿Cuánto tiempo llevo desmayado? Es de noche. Lo último que recuerdo es que llegaban los guardias y que yo me enterré en el follaje. De modo que pasarían sin verme. ¿Qué le ocurre a mi cuerpo? Todo el lado derecho, de la cabeza a los pies, está hinchado, y de la herida sin coser sale una agüilla turbia. Y al moverme, se me escapan también por esta herida las tripas o la hostia. ¡Hay que coserla como sea! Con la aguja en la mano, tuerzo el cuerpo, aguanto el dolor de la postura, aprieto los dientes, y coso. Trece puntadas.

Ni apoyándome en un árbol puedo casi levantarme. Y cuando estoy arriba, pues que veo la escopeta en el suelo. Vuelta abajo. Ahora me apoyo en la propia escopeta para levantarme a duras penas.

Bueno, ¿y hacia dónde tiro? ¿Hacia la cueva? La tengo a un montón de kilómetros atravesando montes. Imposible, tal y como estoy de jodido. Además, una vez allí, ¿qué sería de mí sin medicinas y sin nadie para curarme? Aún recuerdo el infierno que pasé cuando la pulmonía. Entonces, ¿tiro hacia el pueblo? Con suerte, llegaría a casa y madre me curaría.

Estoy en un cruce de caminos: por la derecha, se va a La Baña; por la izquierda, a Orense. Estoy apoyado en una pared rocosa, sólo apoyado, pues no me atrevo a sentarme, porque luego el cuerpo se me pone duro y no puedo levantarme. Por eso tengo sed. He cruzado riachuelos y dejado atrás fuentes, pero desde la primera vez que me agaché supe que sólo podía levantarme a costa de terribles dolores. Desde entonces no bebo más que cuando encuentro fuentes altas o cascadas. La fiebre me quema, la sed me ataca de firme, y debo dejar atrás muchas aguas para no quedarme en el sitio.

Mi cuerpo es de plomo y las piernas se me doblan. He avanzado despacio, agarrándome a los árboles. La sangre seca ha puesto mis ropas como de piedra y me raspan la carne. A punto de caer al suelo me apoyo en esta roca y es entonces cuando veo que estoy en este cruce de caminos.

Descanso. Mis manos están blancas como las de un muerto, y mi cuerpo hinchado, y el ojo derecho lo está tanto que casi no veo por él.

Más tarde, cuando quiero seguir adelante, no puedo apartar mi cuerpo de la roca. ¡Ánimo, Ruso, aunque te dejes aquí los huesos! Aprieto los dientes y tiro con toda mi alma. Caigo con la frente contra el suelo. ¡Y ya no puedo levantarme! La frente se me hincha y el ojo derecho se me ciega del todo. ¡No puedo levantarme! Poca sangre se me escapa por la brecha de la frente: es que me queda muy poca dentro. Entonces empiezo a Morar y a llamar a madre. ¡Aquí moriré! ¡Aquí se acabó el Ruso! Los ojos se me cierran. Es la muerte.

Está amaneciendo. Ya no me duele el cuerpo. ¿Será que ya no tengo cuerpo? Dicen que al cielo o al infierno se pasa sin cuerpo. No, sólo estoy en esta maldita encrucijada de caminos.

Se acercan tres sombras, tres hombres. Es la primera vez en mi vida que me alegro de ver a los guardias. ¡Estoy salvado! Ni siquiera ellos rematarán a un moribundo. Cargarán conmigo hasta el cuartel y me curarán para luego molerme con el vergajo.

Pero no son guardias. Vienen con tres caballos y un burro cargados con sacos. Ya los tengo encima.

—¿Qué te pasa, muchacho?

—Tengo un tiro en el cuerpo.

—¿De dónde eres?

—De La Baña.

—¿Cómo te llamas?

—Antonio. Pero todos me conocen por el Ruso.

—Mira por dónde nos hemos tropezado con el tipo más famoso de estas tierras.

Los tres son gallegos entre cuarenta y cincuenta años. Visten pantalones y chaquetones gordos, y pasamontañas de lana. Mientras me vuelven y me bajan los pantalones para verme la herida, me dicen que se dedican al negocio del aguardiente, que lo compran en Barco de Valdeorras y lo venden en los pueblos de las Cabreras. Los sacos que traen sobre sus animales son de grano de centeno.

—A este muchacho hay que llevarlo al pueblo a que alguien lo mire.

Sé que lo dicen para engañarme, para entregarme en el primer cuartel de guardias. ¿Por qué les he dicho que soy el Ruso? ¿Y qué me importa caer preso, si lo único que quiero es que me curen y salvar la vida?

Los gallegos quitan los sacos de un caballo y me cruzan sobre él.

—¿Cuánto hay que andar? —digo.

—Unos veinte kilómetros. Pero el caballo que llevas es manso como un almohadón.

Cuando abro los ojos no sé dónde estoy ni me acuerdo de nada. Unas manos me limpian las heridas con trapos mojados.

—¡Bendito sea Dios! ¡Lo hemos salvado!

Tres hombres y tres mujeres gritan esto y cosas parecidas. Nada recuerdo del viaje. Seguramente lo hice desmayado. Estoy en una cama. Los tres gallegos y las tres mujeres se alegran tanto de no verme muerto que se abrazan entre sí. En vez de entregarme a los guardias, me tratan como de la familia. Me han dejado casi desnudo y me limpian todo el cuerpo.

La casa es como algunas de La Baña, con una cocina grande y dos cuartos. Yo estoy en uno de ellos.

—¿Qué pueblo es este? —digo.

—Casayo —dice una de las mujeres.

Es pequeña y fea pero joven. Me limpia todas las partes del cuerpo desnudo como la cosa más natural. Veo que en el hornillo de piedra del suelo hierve una olla, y enseguida me traen un plato de sopa.

—Es de malvas y grasa de cerdo con azúcar —dice la mujer pequeña.

Ella misma me la da a la boca con una cuchara. Uno de los gallegos ha ido en busca de un médico y vuelve acompañando a un hombre de unos cincuenta años que me mira con disgusto.

—¿Quién eres y qué te ha ocurrido?

Le digo todo: que soy de las Cabreras, que soy el Ruso y que me metí en un tiroteo con los guardias. El hombre me quita las vendas puestas por los gallegos.

—¿Quién le ha hecho a usted este cosido?

—Yo mismo, con aguja e hilo de ropa, para no dejar mis tripas en el monte.

—Esto es grave y yo no soy médico sino practicante. Si usted se me muere entre las manos, me la cargo. Además, mi deber es dar parte a la autoridad. Lo comprenden ustedes, ¿no?

—Sí —dice un gallego.

—Y sepan que ustedes también serían acusados de encubridores.

—Es la verdad —digo—. Denúncieme y que me lleven. Por nada del mundo perjudicaría a estos buenos amigos que me han salvado la vida.

El practicante me mira y luego mira a los gallegos. Finalmente abre un maletín y me aplasta un algodón mojado contra la nariz.

Despierto y los gallegos me dicen que he dormido siete horas. No puedo mover los brazos ni las piernas. ¡Estoy atado a la cama!

—El practicante quiere que te tengamos así —dice una gallega.

—¿Por qué?

—A lo mejor te tiene miedo o aún duda entre entregarte o no a la autoridad.

—Nosotros ya le hemos dicho que eres un buen muchacho, pero…

—¿Tienes hambre?

Digo que sí con la cabeza y ellas se miran y sonríen. Me cuidan con el afecto de unas madres y se alegran de mi mejoría. Me traen sopa y un tazón de leche. El practicante me ha atado a la cama con esos vendajes que usan los de su oficio.

Pienso que el hombre me está salvando la vida para después entregarme a los guardias. Esto dura ya quince días. Viene todas la noches a hacer la cura, a quitarme las vendas y las pomadas de las heridas, y a ponerme otras. La fiebre desapareció hace una semana, pero él sigue poniéndome el termómetro. También se fueron los dolores fuertes.

Los seis gallegos son tan buenos conmigo que a veces lloro sin que me vean. Las tres parejas están siempre de buen humor, se sientan en tertulia alrededor de mi cama y les cuento mi vida.

—¡Ya te han pasado cosas, Antonio! ¡A ver si en adelante todo te va mejor! —me dicen.

Ahora llega el practicante y suelta las vendas que me ataban a la cama y me da friegas en brazos y piernas. Al sentarme, después de quince días tumbado, me parece que mi cuerpo es de otro. Y luego, al ponerme en pie, me tienen que sostener.

—No está para que lo lleven a ninguna parte —le dicen los gallegos al practicante.

—¿Quién se lo va a llevar de aquí? —dice el practicante.

—¿No me entrega a los guardias? —digo.

—¿Qué guardias? Tú, a ponerte fuerte las piernas para que no te agarren cuando corras delante de ellos.

Han pasado tres meses. El practicante no falta una noche a la cita con mi cura. ¿Por qué me ató durante los quince primeros días? No lo sé. ¿Para que no asesinara a los gallegos o a él mismo? Me soltaría al ver que yo no era ninguna fiera.

—¡Bueno, ya puedes salir a la calle a matar más guardias! —me dice un día.

—¿Ya está del todo bueno? —dice la mujer pequeña.

—Ya está.

—Yo no he matado a ningún guardia —digo.

El practicante me abraza, yo le abrazo y se marcha.

—No ha querido cobrar nada —dice uno de los gallegos.

Nos hemos hecho muy amigos. A veces, se me ocurre pensar que, si lo pidiera, me darían a sus mujeres. ¡El pobre Ruso no está acostumbrado a que le traten tan bien!

—Bueno, el practicante me ha curado y me voy.

Me ha costado decirlo.

Me despido a las dos de la madrugada. Cojo mi escopeta y los abrazo con la otra mano. Las mujeres me meten panes y chorizos en los bolsillos.

—Que tengas suerte Antonio, y ya sabes que siempre nos tendrás aquí.

—Me habéis salvado la vida y habéis hecho por mí más que nadie en este mundo.

Empiezo a llorar.

—Era nuestra obligación. Las personas estamos en la tierra para ayudarnos las unas a las otras.

—Algunas creen que están para joder a las demás.

Los abrazo por última vez y me meto en la noche con el miedo que se tiene en las tripas cuando te vuelves a quedar solo en el mundo cabrón.

Aún es de noche cuando dejo atrás los últimos lugares habitados. Todo el día por los montes. ¡Aquí está otra vez el Ruso, vuestro rey! Pero ni yo mismo creo en mi propio grito. Lo que yo quiero es una casa, un hogar, con gentes que me quieran, y no estos montes, donde uno se convierte en más bestia y en más desgraciado de lo que ya es.

La vista de mi cueva hace que vuelen las tristezas. La última distancia la salvo a la carrera. ¡La cueva es mi único refugio en este mundo! Está lo mismo, excepto en el desorden que veo: los animales la han invadido y tirado todo por el suelo y me han limpiado la comida guardada.

Habrá que empezar a hacer viajes al pueblo.

Ha pasado un año más. Tengo la cueva bien surtida de alimentos, procedentes de la caza y de robos en el pueblo. Cuando agarro un cordero en una cuadra o media res en una cantina, lo conservo en sal: primero extiendo la carne sobre una piedra, le abro rajas con mi navaja y meto sal en ellas, y luego la cuelgo y la ahumó. Si aparecen murciélagos, los espanto llenando la cueva de humo y para ello hago fogatas con unas berzas silvestres que se llaman carbicinas.

Desde hace unos días visto un traje nuevo, más propio para andar por un palacio que por el monte. Lo he cogido de casa de Cayetano, junto con una maleta. Se trata de una chaqueta y un pantalón azules, que me vienen algo grandes. Desde entonces me gusta mirarme en las aguas quietas, porque nunca en mi vida me he visto tan elegante. La chaqueta resulta incómoda para la vida que llevo, pero es la ropa más nueva y bonita que he usado. También duermo con ella. En los bolsillos encontré documentos de Cayetano: carnet de identidad, cartilla militar y otros papeles que decían que había cumplido el servicio militar en la guerra, así como dos medallas ganadas en el campo de batalla. A todo le prendí fuego, porque no me servía para nada. Y Cayetano que se joda, que para eso lo encontré aquel día durmiendo en nuestro cajón de las pajas.

Estoy sentado ante la casa de Trinidad, bajo la ventana de su cuarto. Es de noche. Daría mi vida por dormir otra vez con ella en la cabaña de pastor, por hablarle y tocarle un poco las tetas, sin más. ¡Pero soy un maldito animal de guarida!

Cojo el saco vacío para ir a descerrajar la cuadra de Bernardo, el padre de mi antiguo amigo Félix. Agarraré un cordero de los siete que hay. Y entonces me dan el alto por la espalda.

—¡Si das un paso te largo p’al otro barrio!

¡No es un guardia! ¡Es la voz de Benigno!

—No dispares, Benigno, que soy Antonio.

—Que te veamos la cara.

Me vuelvo. Con Benigno está Nazario, el hijo mayor de la tía Petra.

—Gracias a que me he tropezado con la familia.

—¡Ni familia ni hostias! ¡Tú eres nuestro prisionero! —dice Benigno.

—Ya. Estáis de ronda, como aquella vez. ¿Tanto miedo le tienen los guardias al Ruso que no se atreven a salir de noche y mandan a otros?

—Vamos, Ruso, tira p’alante —dice Benigno empujándome con el cañón de su escopeta.

—¿Es que vais a llevarme al cuartel?

—No lo dudes.

—Pero es mi primo —dice Nazario.

—Tú y yo hemos sido puestos aquí para atrapar al Ruso y ya lo hemos atrapado, y ahora hay que llevarlo al cuartel.

—Que se vaya y les decimos que tampoco esta noche lo hemos visto.

—Yo no me juego el pellejo por él.

Nazario me pone la mano en el hombro.

—La verdad, Antonio, es que no sé qué hacer. Si se enteran…

—¿Por qué se van a enterar? Me soltáis, yo me largo y aquí no ha pasado nada.

—Tú lo puedes soltar por parentesco, pero ¿yo? —dice Benigno.

—¿Qué quieres a cambio? —digo.

Benigno me mira. Ya sé lo que quiere a cambio: que le llene de comida y ropas robadas la casa donde duerme solo, como lo hacía antes. Tampoco es mal negocio para mí: dispondría de un almacén lleno de artículos, del que los sacaría para mi cueva según los fuera necesitando. Así, no perdería ningún viaje, porque a veces bajo al pueblo y no puedo robar por andar cerca los guardias o la ronda de vecinos, y tengo que regresar de vacío a mi cueva. Además, podría esconderme en casa de Benigno si las cosas se ponen mal, y recoger noticias sobre los movimientos de los guardias. Además, allí hay una cama.

Es muy cómodo robar y no tener que cargar con todo hasta la cueva. En tres semanas he robado tanto que he llenado de comestibles las tres habitaciones de Benigno. La cama es tan buena que al principio no me levantaba de ella ni por el día. ¡Buena vida la que me doy! Durmiendo a pierna suelta y comiendo hasta hartarme. Al empezar le dije a Benigno que quería ver a madre. Me aconsejó que no, que los guardias la llevan con frecuencia al cuartel a interrogarla y que a la pobre mujer la tienen tan mareada que podría contarles dónde estoy, si lo supiera, por lo que es mejor que ni lo sospeche. ¡Perdóname, madre! Estás sufriendo por mi culpa, pero a ti sólo te cae alguna molestia, y en cambio, si yo me presentara para salvarte, me matarían.

Benigno y Nazario vienen a esta casa al mediodía, a comer, y luego por la noche, a cenar. Pasamos los tres juntos buenos ratos, pues la gente siempre es amiga cuando anda de por medio el buen pienso. En esta temporada ni Franco vive mejor que yo. Sólo me falta una cosa.

—A ver cuándo me traéis una moza.

—Alfreda, la puta del pueblo, se tumbaría muy a gusto sobre ese colchón de jamones.

—¿Quieres que luego vaya con el cuento a los guardias?

Ya se: la agarro debajo del puente.

Es de noche. Oigo pasos. Son Benigno y Nazario con la Alfreda.

—¡Vaya sitios que eligen los hombres para pecar! ¡Si me ve el cura tan tirada! —dice Alfreda.

—Si te ve el cura, se pone a la cola —digo.

Le enseño un jamón y la Alfreda se me tumba sin más sobre las piedras.

—Es demasiado —dice Benigno.

—Somos ricos. Y voy a hacer que la Alfreda se gane bien ganado ese jamón. ¿Qué miráis? —digo.

Benigno y Nazario se van. La mano de la Alfreda no se aparta del jamón. Me dice que no piensa en lo que estamos haciendo, que no puede pensar por mucho que se esfuerza, que sólo piensa en la atracada de jamón que le espera.

Nazario abre la puerta como un loco y me dice que los guardias han agarrado a Benigno porque el tío Gabino le ha visto el pantalón y la chaqueta que llevaba puestos, que eran suyos porque yo se los vendimié de su casa la semana pasada.

—¡Escapa, que ese Benigno cantará y los guardias vendrán aquí! —dice Nazario.

Nazario me trae todas las noches noticias al pajar de Daniel, el dueño de la viña, donde me escondo, y desde el que puedo ver la casa de Benigno donde he vivido varios meses. Resulta que Benigno dijo a los guardias que alguien le había robado la llave de su casa y los guardias fueron y encontraron todo el almacén.

—Yo no sé nada —dice Nazario que dijo Benigno—. ¡Esto es cosa del Ruso! Al parecer, entra y sale cuando le da la gana. ¡Y miren ustedes cómo me ha llenado la casa! ¡Yo no había visto hasta ahora esta carga!

Y como don Matías, el cura, es padrino de Benigno, pues a este le creen los guardias. ¡Le creen que nunca había visto las montañas de comida y de ropa que cubren toda la casa y que casi no dejan andar por ella! «¡Al que hay que coger y matar es al Ruso!», dijo don Matías una y otra vez a los guardias. Los vecinos están tan cabreados que se apuntan voluntarios para formar piquetes de ronda y de registro. De modo que cojo una plancha de tocino que tengo a mi lado en las pajas de Daniel y me largo al monte.

Dentro de la cueva huele a podrido: es mi carne salada y ahumada, que no ha resistido tanto tiempo. Lo limpio todo y después, muy cansado, me tumbo en la cama. ¡Estoy en mi verdadera casa! ¡Mi casa no puede ser más que una cueva de animales en el monte! Me echo a llorar. ¿Qué va a ser de mí? Si estuvieran conmigo María y Petroni… ¿Quién me cuidará cuando no pueda levantarme de la cama? Y si muero, ¿quién me enterrará para que no se coman mi cuerpo las bestias? Le cojo tanto miedo a la cueva que empiezo a buscar otra, más cerca del pueblo, para poder llegar a casa de madre si enfermo y andar menos con los robos a cuestas.

Miro por aquí y por allá, buscando mi nueva casa, y ya he echado el ojo a dos, más pequeñas y con agua más lejos.

Despierto de golpe. ¡Tengo una fiera sobre mí! Aparto a manotazos sus colmillos y entonces veo que es un perro, uno de esos mastines lobos que a veces se van a vivir a los montes. Es tan grande y tan fuerte que no me deja levantar ni sacar la navaja del bolsillo. ¿A ver si tiene hambre y el muy cabrón se quiere desayunar conmigo?

—¡Arriba las manos, Ruso!

Vuelvo la cara. A dos pasos, una pareja de guardias me apunta con sus fusiles. ¡Esta vez me han cazado con perros!

Los primeros en dar el aviso en el pueblo son unos críos que juegan junto a la primera casa.

—¡Han cogido al Ruso! ¡Han cogido al Ruso! —La gente sale de las casas y forma un pasillo.

—¡Mira qué cara trae el cabrón! —dice una mujer.

¿Qué cara quieren que traiga? La pareja ya me ha molido a la bajada del monte y mi nariz sangra. El pueblo me insulta y me tira piedras. La verdad es que tienen razón: con los dedos de una mano se pueden contar los que no han sido robados por mí. Un hombre se me echa encima y me agarra del cuello con sus dos manos.

—¡Hijo de puta! ¿Qué has hecho de mi traje, de mis documentos y de mi maleta?

Es Cayetano. Me quiere ahogar. Tiene tanta fuerza que no puedo hacer nada por abrirle las manos, aparte de que llevo esposas. Me zarandea y oigo los gritos de la gente:

—¡Mátalo! ¡Mátalo! ¡Mátalo!

Caigo al suelo y allí Cayetano me patea con ganas. Los guardias se ríen y los vecinos también se ríen. Unos y otros se quedarían muy tranquilos si Cayetano me abriera las tripas y me mandara al otro mundo. Entre el gentío que me rodea y me sigue veo las caras de madre y de la tía Petra. Madre me mira en silencio y la tía Petra se muerde los labios. Empiezo a llorar.

Sólo a la puerta del cuartel Cayetano se cansa de golpearme y se seca con las mangas el sudor de la cara. Allí están el cabo y tres números. Me meten a empujones. El pueblo sigue gritando:

—¡Qué no salga vivo!

—¡Córtenle lo que le queda de las manos para que no descerraje más puertas!

—¡Cuélguenle de una viga!

—¡Pero de los cojones!

Desde dentro le oigo decir al cabo:

—Regresen a sus casas, que nosotros sabremos darle al preso su merecido. Les iremos llamando uno a uno a medida que vaya confesando sus robos.

Estoy ante la mesa del cabo. Manda que me quiten las esposas. Hay cuatro guardias más en el cuarto.

—Muy bien, Ruso, ya era hora de que nos hicieras una visita —dice el cabo.

El vergajo sigue en el mismo clavo de la pared.

—No se debe hacer esperar tanto a los amigos.

Les veo más bien contentos que cabreados.

—Mira, Ruso: entre todo lo que has robado y el haber sostenido aquel duelo a tiros con nosotros, te pueden caer tantos años que pases el resto de tu vida en el penal. Pero, si eres listo, te ayudaremos para que sólo te tengan cuatro o cinco años. ¿Quieres fumar?

Me da un cigarro y fuego. ¡Cuándo empiezan a buenas es que te van a joder de verdad, Ruso!

—Has pasado unos tres años en los montes, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Es mucho tiempo para estar solo, ¿no te parece?

—Sí, señor.

—Estoy seguro de que hablarías con alguien.

—Sí, con María y Petroni.

—¿Quiénes son María y Petroni?

—Dos gatos monteses que amaestré.

—¿Con quién más hablabas?

—Con mi sombra.

La primera hostia me la da el cabo levantándose y cogiéndome la cara entre los dos puños.

—¿Cuándo viste por última vez al maqui Pedrón?

Pedrón. Me pregunto cómo no lo he visto en tanto tiempo de vivir en el monte. Seguro que él sí me ha visto.

—Le juro a usted que nunca me lo tropecé.

El cabo se levanta por segunda vez, descuelga el vergajo y se lo da a uno de los guardias.

El cuerpo de una persona se endurece a golpes, por eso el mío está tan blando, porque no me los han hecho probar en los últimos tiempos. Nunca me habían dolido tanto. Estoy tirado en un rincón del cuarto, con la espalda hinchada y como de cristal. Me han dado tantos vergajazos en la cabeza, que si la levanto se me va de este mundo. Hay un guardia, sentado, mirándome. Está en camiseta, despeinado y sudoroso. Parece más baldado que yo mismo. Es uno de los tres que se han turnado para zurrarme. Los otros dos han ido a acostarse.

Al anochecer, regresan el cabo y los demás.

—¿Nos dirás ahora algo de Pedrón?

Ni siquiera puedo abrir la boca. Tengo el pecho como de piedra y los ojos casi cerrados por la hinchazón de los golpes.

—Desnúdate —dice el cabo.

Un guardia me levanta de los hombros y quedo con los brazos colgando y los dolores cosiéndome todo el cuerpo.

—¡Desnúdate!

¡No puedo levantar los brazos! Miro al cabo por una rendija de la carne.

—¡Desnúdate!

Se acerca un guardia y me pasa el vergajo por las narices, para que lo huela. Empiezo a desnudarme: no sé cómo, pero lo hago.

—También los pantalones.

Me pongo a ello y un guardia me los saca de un tirón. Quedo en pelotas. Alguien me pone un cascabel al cuello.

—¡El Ruso se acaba de convertir en Gilda! ¡Agarra a Gilda, Cotano!

Se ponen a jugar conmigo. Me empujan de uno a otro y si caigo me levantan para lanzarme al compañero.

—¡Ahí te mando a Gilda, la tía buena!

Luego me dicen que baile. El vergajo sigue en manos de uno de los guardias. Empiezo a levantar los pies.

—¡Al Ruso nos lo llevan los del cine!

Los cuatro guardias están en continua carcajada, pero aún les parece poco y me gritan que baile con más garbo.

—¡Vamos, como lo hacía Gilda en la película! ¡Sí, el Ruso está más bueno que la puta esa!

No sé lo que hago. Muevo brazos y piernas, salto, me tuerzo, y el cascabel de mi cuello suena a coro con las risas de los guardias.

—Eh, Ruso: ¿quieres decirnos ya cuándo viste a Pedrón?

Ha entrado el cabo. Y en ese momento oigo también que ha llegado madre.

—¿Quería ver a su hijo? Pues véalo, señora.

Madre se queda un rato en la puerta del cuarto y de pronto echa a correr hacia mí para abrazarme, estoy seguro de que es para abrazarme, pero ellos le cortan el paso. ¡Cabrones!

—¡La desnudamos a ella también y ya tenemos la pareja de bailarines!

Pero el cabo no les deja y ordena a madre que se marche. Madre no quiere, quiere quedarse conmigo, y llora, pero los guardias la sacan.

Ellos cenan en el cuarto de al lado y a mí no me dan nada. Les oigo abrir latas y me entra el hambre. Sigo desnudo, porque al salir se llevaron mi ropa.

Me despiertan unas voces. El cuarto está a oscuras.

—¿Qué le trae a su hijo?

—Esta cazuela con berza cocida.

—Descuide, señora, que ahora se la pasamos.

Se abre la puerta de mi cuarto y entran dos guardias con una vela, la cazuela de madre y el mastín que me agarró.

—Mira, Ruso, lo que te trae tu madre.

Me levanto. Las tripas me piden la berza que tiene un guardia en la mano. Pero, en vez de dármela, la deja en el suelo para que se la coma el perro. Después sale con la cazuela vacía.

—Ya ve, señora, cuánto apetito tiene su hijo, señal de que se encuentra bien entre nosotros. No deje de traerle comida siempre que quiera.

No me atrevo a gritar a madre que es £l perro el que se ha comido la berza.

—Sabemos con certeza, Ruso, que te has relacionado con los rojos en el monte, que tienes que saber dónde están sus refugios, que has colaborado con ellos. Es mejor que confieses. Te aseguro que lo vas a pasar muy mal si no lo haces. Lo que has recibido hasta ahora no han sido más que caricias. Estoy resuelto a que lo cantes todo. ¿Qué dices?

El cabo se pasea por el cuarto con las manos atrás.

—No he visto a Pedrón ni a los suyos desde hace más de tres años —digo.

Entonces me agarran tres guardias, me sientan desnudo en la banqueta y empiezan a pellizcarme. ¡Pero son pellizcos que se llevan carne entre las uñas! Como me atacan en todas las partes, todo el cuerpo se me llena de sangre. Veo en el suelo cachitos de mi propia carne.

—Vamos, Ruso, habla. ¡Habla! ¿Crees que nos gusta hacer esto contigo?

Si no les gusta, lo parece.

—¡No sé nada! ¡No sé nada de ellos!

Me dejan cuando se cansan. El cuerpo me quema como si tuviera llamas por toda la piel, y en todas las partes donde me toco encuentro sangre. Salen los guardias, después de tirarme al rincón y los párpados se me caen como si los tuviera rotos.

Despierto. ¿Cuántas horas he pasado dormido? A lo mejor ni siquiera media. Un guardia me está atando una cuerda fina a los huevos. Veo también al cabo y a los demás guardias del cuartel. Les leo en la cara que esperan una buena diversión. El guardia tira de la cuerda y se me escapa un grito, y no sé si me quieren castrar o sólo arrastrarme de los cojones. El guardia sigue tirando de la cuerda porque quiere arrastrarme por el suelo, y a mí no me queda más remedio que ayudarle en el arrastre para que los tirones de la cuerda no resulten tan duros. Sin embargo, el dolor es insoportable. ¡Grito, grito con toda mi alma, pues siento que es el alma lo que se me está desgarrando en el punto mismo de los cojones! El cuarto se llena con las carcajadas de los guardias, que se relevan en el trabajo de tirar de la cuerda.

—¿Dónde están los rojos, Ruso?

El cabo repite la pregunta una y otra vez, mientras yo soy un puro grito y los guardias se tronchan de risa.

Esta vez no he caído en un sueño. Cuando se cansaron los cabrones, todo mi empeño fue dormir para huir del dolor, pero sólo he podido estar unas horas encogido en el suelo y cuidando de no tocarme nada con las manos. Así que no he sabido hasta ahora que tengo los cojones hinchados como globos. Ya no sé si me duelen o no. Están aquí y los veo grandes, feos, de un rojo de tripa, y vuelvo la cara para no verlos.

Los guardias me los miran con curiosidad. Entran en el cuarto una y otra vez y se me quedan delante con los ojos muy abiertos y me los tocan con la punta de sus botas, y cuando yo grito la retiran como si mis cojones quemaran.

¿Cuánto tiempo pasa? Ahora entran el cabo y los guardias.

—Ruso, ¿dónde se esconde Pedrón con su gente?

Me gustaría responderle esto: «¡Pregúnteselo a mis cojones!», pero sólo meneo la cabeza. Entonces ellos me ponen en pie, me pasan por el cuello una cuerda gruesa con nudo corredizo y pasan la otra punta por encima de una viga. Entre dos tiran de esta punta y me arrancan el cuello y me dejan colgado. Me ahogo. Es la muerte. Lo último que oigo son risas a mi alrededor.

Despierto asustado. Los guardias me están echando baldes de agua fría.

—Ya abre los ojos.

Me levantan y de nuevo me cuelgan del cuello.

—¡Está muerto! ¡Está muerto!

Abro los ojos. Es la mujer que limpia el cuartel. La veo en la puerta del cuarto, con las manos en la cabeza y gritando ante el suelo de tablas cubierto de agua y de sangre, y viéndome a mí. ¿Qué aspecto tendré, Dios mío? Quiero hablar a la mujer, pero no puedo. Tampoco consigo moverme. Todo mi cuerpo está dormido.

—¡Está muerto! ¡Está muerto!

Los guardias tardan en llegar. Están en sus camas, descansando, porque el dar martirio también debe cansar lo suyo. Por fin, aparece uno, agarra del brazo a la mujer y se la lleva.

—No vuelva por aquí en tres o cuatro días —oigo que le dice.

Y luego:

—¿Qué hace usted aquí?

—Vengo con esta cazuela para mi hijo.

¡Es la voz de madre! Se abre la puerta del cuarto y entra el guardia con la cazuela y el mastín, y el perro se la come ante mis propios ojos.

—¿Se te ha quitado el hambre, Ruso? —dice el guardia.

Y sale con todo. ¿Dejarán pasar a madre? No, no, es mejor que se lo prohíban. ¡Si la pobre viera lo que han hecho con su hijo! Entonces oigo de nuevo al guardia:

—¿Qué hay aquí? ¿Conque un papel pegado al fondo de la cazuela? ¡Mi cabo! ¿Quiere venir a ver cómo nos quería engañar esta mujer?

El cabo entra en el cuarto a la cabeza de los demás guardias y con un papel en la mano.

—Ruso, te voy a leer la carta que tu madre quería pasarte clandestinamente. Escucha: «Querido hijo: supongo que ya te habrán devuelto tu ropa y estarás vestido, y que te habrán quitado el cascabel del cuello. He hablado con el señor cura, pero no me ha hecho caso, dice que Dios da a cada uno su merecido, y que todo el pueblo llevaba mucho tiempo esperando que te diera a ti el tuyo. Sí, hijo, estas fueron las palabras de un hombre de sotana, que en varias ocasiones ha abusado de mí. Hoy no he querido acostarme con él, y ahí tienes el resultado. Mis oraciones van por ti, hijo, para que Dios y su Santísima Madre se apiaden de tus desgracias. Reza tú también, hijo, y que el Señor arregle tu caso. Te digo que hablé con el presidente de la Junta, y se ha negado a prestarnos ayuda. Nadie quiere hacer nada por ti, excepto Dios, y por eso debes rezarle, porque El nunca abandona a nadie, aunque sea un ladrón. Recuerda que perdonó a quienes le crucificaron.

»No me queda más que decirte. Sólo que confieses cuanto antes tus pecados, pues Dios te está escuchando. Di la verdad, hijo. Tu madre no te olvida.

»Basilia».

El cabo levanta la cabeza y me mira.

—Tu madre, Ruso, dice cosas por las que también la podríamos encarcelar. Pero una de las cosas que dice me gusta. Dice que confieses. Si sigues emperrándote en lo contrario, yo te aconsejo, como te aconseja ella, que te encomiendes a Dios y a todos los santos del cielo.

Se guarda la carta en el bolsillo. Es una carta que me ha hecho mucho bien. ¿Cómo he pensado alguna vez que madre no me quería?

La cabeza se me va de hambre. ¿Cuánto tiempo llevo sin comer?

No me he movido en todo el día del rincón. Estoy desnudo, tirito de frío y me llega la noche sin saber si sueño o estoy despierto. Tampoco sé de quién es el cuerpo.

Se abre la puerta y entran ellos. Los veo descansados, con ganas de empezar conmigo.

—¡Arriba, Ruso!

No puedo levantarme. Ninguna parte del cuerpo me obedece. Los guardias salen y me tiran dos baldes de agua.

—¡Vamos, Ruso, a ver si despiertas con la ducha!

Me retuerzo a sus pies. Ellos me miran y unas veces se ríen y otras ponen cara de cabreo. Me agarran y me sientan en una banqueta.

—Aquí lo aguantará mejor.

Es el cabo el que me da unas palmadas en la espalda.

—Escucha, Ruso: esto te pasa porque quieres. A nosotros no nos gusta tratar así a las personas, pero nos pagan para averiguar la verdad y ahora hemos de saber dónde tienen su escondrijo Pedrón y sus rusos. ¿Sabes que esta comandancia se está ganando broncas de sus superiores por no haberlos cazado todavía, cuando los montes de otras regiones ya están limpios de maquis? Habla, Ruso, y te vas a casa.

¿He movido la cabeza? Sí, la he movido, porque me cae la primera hostia en la cara. Luego me ponen las manos sobre la mesa y me meten alfileres por entre las uñas y la carne y después hacen lo mismo en los pies. Me las hunden despacio y hasta la cabeza. La sangre sale a chorritos y el dolor me cierra los ojos.

El cabo da una orden y un guardia trae un fusil y empieza a reventarme las uñas a culatazos contra la mesa. Saltan por el aire alfileres y trozos de uñas. Me clavan nuevos alfileres y me arrean más culatazos. Y así toda la noche. Los dedos se me abren y quedan sin rastro de uñas, sangrando como caños. ¡Y gracias a que Dios sólo me había dejado seis dedos!

Lo único que pienso durante todo el día es en que no aguantaré otra noche de torturas. Tengo el cuerpo helado y lleno de sangre. Estoy seguro de que me ha llegado la hora de morir. Estoy muriéndome. ¿Cómo puedo oír la voz de madre? Está hablando con los guardias. Me traerá comida. Es decir, se la traerá al perro. Creo que no ha venido sola. Sí, es la voz del tío Dalmacio.

—¿Podemos verle?

Se abre la puerta. Ahí están madre y el tío Dalmacio. Me miran y no se atreven a entrar, y el cabo los empuja.

—Ahí lo tienen, más gordo que citando llegó.

¡Sí, más hinchado a golpes! ¡Cabrón! Madre y el tío Dalmacio tampoco se atreven a hablar. Me miran asustados. ¿Será verdad que tengo el aspecto que leo en sus caras?

—Miren qué bien le sienta el cuartel.

Madre y el tío Dalmacio no abren la boca. Tengo la impresión de que no los veía en cien años. Me parecen más viejos. Los pobres vienen a salvarme de los guardias, pero ¿qué pueden hacer contra estos animales?

—Quédense a solas con él y convénzanle y pónganse de acuerdo para que confiese dónde se cobijan los maquis. Díganle que con la autoridad no se juega.

Madre se acerca y me mira despacio.

—Este no es mi hijo —dice.

¿Estoy soñando? ¿Por qué esta mujer que tengo delante, que es madre, dice que yo no soy su hijo? ¿Es que me he vuelto loco y la verdad es que no es madre?

—Señora, mírele las manos para convencerse de que es su hijo. Usted sabe que le faltan varios dedos. Lo que pasa es que el muchacho se encuentra tan bien entre nosotros, le tratamos tan bien, que ha engordado y usted no lo conoce.

Madre coge mis manos y lanza un grito. Se ha convencido de que soy yo. Su mano recorre mi cara, mi pecho y mis hombros.

—Hijo mío.

¿Cómo me habrán dejado para que madre no me reconozca? Me palpo el cuerpo y me miro. Estoy hinchado, abulto el doble, los huevos como sandías, la carne abierta y sangrante, la cara tan gruesa que apenas puedo ver por entre las hinchazones.

Ahora el tío Dalmacio está llorando. Entonces se marcha el cabo y nos dejan solos. Madre se arrodilla y me mete un cacho de pan en la boca. Empiezo a masticar, pero el dolor me para.

—¿Por qué no comes, hijo?

Madre acaricia mi cara. Mastico, aguantando el dolor. Trago, y madre mete otro cacho de pan en mi boca. El tío Dalmacio no se atreve a acercarse. Me mira con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué te han hecho, Antonio, qué te han hecho? —dice.

Les cuento mis torturas y también hago llorar a madre.

—Dios mío, Dios mío, ¿es que ha dejado de existir Dios? —dice.

Cuando acabo de contarlo todo, madre me dice que confiese lo que sé y lo que no sé para que no acaben de matarme. En esto que se abre la puerta.

—Ya es la hora. Márchense —dice el cabo.

—¿Me dejan hervir un balde de agua para limpiar el cuerpo de mi hijo y desinfectarle las heridas?

—En su momento, señora. Aún no hemos terminado con él. Nosotros disponemos de todo el tiempo que haga falta para hacer cantar a los tercos y rehabilitarlos ante la sociedad. No se preocupe, señora, que nosotros curaremos a su hijo.

Madre me abraza con cuidado de no tocarme fuerte y el tío Dalmacio no sabe más que llorar. El cabo se los lleva. Luego entran tres guardias.

—Tu madre te quería limpiar con agua, Ruso. Pues nosotros lo vamos a hacer. Ya verás cómo te purificamos.

Hay una palangana llena de agua. Vacían en ella varios saquetes de sal. Un guardia coge la cuerda con la que me colgaban, corta una brazada con su navaja, hace un nudo en una de sus puntas y finalmente la mete en el agua. Los guardias me ponen de pie y empiezan a atizarme con la cuerda mojada. La cuerda llega a todas las partes de mi cuerpo desnudo y la sal del agua me abrasa las heridas. Cuando la cuerda se seca, la meten otra vez en la palangana, la mantienen allí hasta que se empapa de nuevo y siguen con los latigazos.

El cabo me sacude para que despierte y diga dónde están los rojos. Esta vez ni siquiera sé si muevo la cabeza. De una patada el cabo me tumba en el suelo, la cara contra las tablas. Oigo el destape de una lata y un chorro frío cae sobre mi espalda. Al principio, creo que es agua, pero enseguida huelo a gasolina. Oigo el encendido de un mechero y una llamarada alumbra el cuarto. ¡Estoy ardiendo! ¡Me he convertido en una antorcha humana! Empiezo a gritar de puro miedo y me lanzo a rodar por el suelo y cuando la espalda queda debajo siento que las llamas prenden en mi cuerpo.

—¡Pronto! ¡Echadle agua encima! —dice el cabo.

Me ahogan a baldes, pero no apagan las llamas.

—¡A ver quién trae una manta! —dice el cabo.

Y entre risas me envuelven en una manta y todo se acaba. Pasa mucho rato, y cuando me parece que estoy solo en el cuarto, aparto la manta. La espalda me arde. Echo una mano atrás para tocármela y la encuentro blanda y me causa un dolor de los demonios. La tengo en carne viva. ¡Los muy cabrones me la han abrasado! Me cubro con la manta y me acurruco en el rincón y que sea lo que Dios quiera. Estoy seguro de que Dios quiere que me muera para salvarme de la siguiente tortura.

—¡Vístete!

¿Qué quieren ahora? Creo que ya estamos en la siguiente mañana. He pasado toda la noche sin pegar ojo por culpa de mi espalda abrasada y jodida. Cuando entiendo que me han dicho que me vista, voy a levantarme y no puedo. Me arrancan la manta y entre dos guardias me ponen en pie.

—¡Vístete!

Mi ropa está en el suelo, podría tocarla con el pie, pero mi cuerpo está duro como un árbol. Los propios guardias me tienen que poner el pantalón y la camisa. Luego viene el cabo.

—Has ganado, Ruso. O no sabías nada o quieres mucho a Pedrón. En cualquier caso, te has salido con la tuya, pero te espero en el atestado.

El cabo se sienta a la mesa, con un guardia a su derecha preparado para escribir. El cabo coge un montón de papeles ya escritos: son las denuncias amontonadas a lo largo de tres años.

—Yo, comandante de este puesto de La Baña, juntamente con mi subordinado, hemos capturado al delincuente más peligroso y famoso de esta parte del mundo, llamado Antonio Bayo, también conocido por el apodo de «el Ruso», de profesión ladrón, violador, atracador, ratero y maleante —dice el cabo.

El guardia escribe. Y enseguida el cabo empieza a leer delitos. Detrás de cada uno, me pregunta: «¿Lo admites?», y no sé lo que le contesto, bueno, lo que le digo con la cabeza, pero él ordena al guardia que lo anote como mío. ¡Y así resulta que todos los delitos que han llegado al cuartel en tres años me los cargan a mí! Sí, en este tiempo me he hinchado de robar, ¡pero un hombre solo no puede amontonar tanto robo y ellos lo saben! Tardamos toda la mañana y toda la tarde en hacer el atestado, y al final queda que todos los vecinos son almas de Dios y que el único que merece la horca es el Ruso.

A poco de empezar he caído al suelo, y desde el suelo he oído el interminable rosario del cabo y el rasgueo de la pluma del guardia llenando un papel tras otro. Al anochecer los suman y hay cincuenta y tres. Los guardias se ríen. ¡Nunca se había conocido un atestado de cincuenta y tres hojas! Me ponen en pie para que lo firme. El cabo me mira como diciendo: «¡Ya estás listo, Ruso!». Me echan al rincón y me dan una manta, un jarro de agua y un cacho de pan.

Me sacan a la calle muy de mañana. ¿Cómo voy a viajar hasta el juez, si no puedo dar ni un paso? Hace frío. Al menor movimiento el roce de la ropa me revienta las grandes ampollas y la espalda se me queda en carne viva y reblandecida por una agüilla caliente.

Los dos guardias me empujan para que ande. Los vecinos se paran a verme pasar y me miran asustados. Ni uno solo me insulta esta vez. En sus caras veo como en un espejo cómo estoy, cómo me han dejado en el cuartel. Algunas mujeres se muerden los labios y mueven la cabeza, y alguna otra se santigua.

A media tarde llegamos a Aguasvivas. Todo el día andando, todo el día arrastrando los pies y apretando la boca para no gritar de dolor, todo el día los fusiles empujándome por la espalda. ¡Pero si estoy muerto! ¡Soy un vivo muerto! Me caeré al siguiente paso. Ya estoy en Aguasvivas, y ha sido un milagro. Me moriré en cuanto me siente.

Desandamos el camino y ya es noche cuando llegamos al cuartel de Malaviña de Aguasvivas. Mis guardias saludan a los otros y luego les dicen:

—Haceos cargo de este hombre, porque el juez no tenía dónde meterlo.

Mienten. Lo que quieren es encajarme pronto y a quien sea, pues saben que me estoy muriendo.

—¿Quién es?

—El Ruso.

—¿El Ruso? ¿Ese hombre es el Ruso? ¿Qué tren le ha pasado por encima?

Pero el caso es que allí me dejan. Los guardias del cuartel de Malaviña de Aguasvivas hojean el atestado. Y en esto que me caigo redondo al suelo. Los guardias me levantan y me sientan en una silla. Por lo que les oigo sé que ahora se fijan en mis manos rotas y negras, en mi cuerpo cubierto de sangre, en mi espalda ampollada.

—Le han trabajado de firme. Fijaos en lo hinchado que está. Esos se han pasado y ahora escurren el bulto. ¡Nos han engañado! Tenemos que llevarnos a este hombre de aquí y pronto.

Estoy en otro viaje. Me sostienen entre tres guardias y mis pies van arrastrándose por el suelo y me llega que los guardias están asustados. Luego, por lo que les oigo, sé que están llamando a la puerta del alcalde de Robledal.

—Buenas noches. ¿Le importaría hacerse cargo de este preso hasta mañana? Es por no volver con él hasta el cuartel.

—Lo haría con gusto si dispusiera de depósito. Estamos en obras.

—Métalo en cualquier sitio, en un pajar, y que lo vigilen los vecinos. Sólo es hasta que pase la noche.

—¿Quién es el preso?

—Antonio Bayo, el Ruso.

—Ya he oído hablar del Ruso.

Está oscuro y no hay luces. El alcalde dice que se queda conmigo. No ha visto cómo estoy. De noche todos los gatos son pardos.

Hasta las blandas pajas me martirizan el cuerpo. Me tumbo boca abajo. Oigo al alcalde hablar con tres o cuatro vecinos, a los que dice que se turnen para vigilarme.

—Este hombre está tan maltrecho que no puede ni moverse —dice un vecino.

—Pues así les dará menos preocupación —dice el alcalde.

Y se va. Los vecinos me rodean. Retiran mi ropa, ven mi cuerpo y cuchichean entre ellos. Estamos bajo la luz de un quinqué.

—No hay derecho a hacer esto con una persona.

Rato después, unas manos me vuelven y alguien acerca una cuchara a mis labios. Es puré de patatas con pimentón. Está caliente y lo trago con hambre. Luego me dan tocino a cachitos, que van metiendo en mi boca con trozos de pan. Al final, un trago de vino. Se me escapan lágrimas de agradecimiento. Los vecinos me vuelven a tumbar y me cubren con una manta.

—Estamos fuera, muchacho. Si quieres algo, no tienes más que llamar.

El sol del nuevo día entra por una pequeña ventana. Lo primero que quiero saber es si estoy muerto o vivo. Contengo el aliento a ver si me ahogo y así lo sabré. Entonces veo otra vez el sol entrando por la ventana. En la muerte no hace sol.

Me acerco a gatas a la pared de la ventana y me levanto apoyándome en ella. Me asomo. Los vecinos están en la puerta y no hay ninguno por este lado. Meteré a esta buena gente en un lío, pero ¿qué puedo hacer?

Al saltar, vuelven a reventarse las ampollas de la espalda y el dolor me deja un rato sin sentido. Ando arrastrando los pies. Y después de bordear el pueblo y alcanzar el bosque, caigo al suelo como un fardo.

—Ruso, aquí sí que te mueres, porque de esta no te levantas.

Las piernas se me doblan porque están blandas como el tocino. No puedo contar con ninguna parte del cuerpo. Pero he de huir y para ello he de levantarme. ¿Adónde voy? ¿A mi cueva de La Fervienza? No, no quiero morirme solo y dejar mi cuerpo sin enterrar a merced de las fieras. ¡Iré dónde madre! Ella me curará. La he visto compadecida de su pobre hijo destrozado en el cuartel y sé que ahora daría su vida por mí.

Al cabo de una hora de arrastrarme por el monte descubro a una pareja de guardias. Vigilan el camino al pueblo. ¡Saben que me he escapado del pajar y me esperan a mí! Seguro que hay guardias por todas partes. Me tumbo a esperar que se vayan. Los dolores de mis heridas son ya insoportables. La cabeza me da vueltas, la vista se me va de los ojos o donde hay un árbol veo tres o cuatro.

Despierto al amanecer, después de haber estado todo el día y toda la noche sin conocimiento. Miro y allí siguen los guardias. No puedo esperar más porque me estoy muriendo. Iré a la cueva. De ningún modo quiero que me agarren los guardias. Una vez en la cueva, cavaré una fosa, me echaré en el fondo, meteré en mi boca una caña larga y hueca, y me echaré tierra encima con las manos y podré seguir respirando con la tranquilidad de saber que nunca me tocarán las fieras.

Este pensamiento me da ánimos, pero sólo puedo arrastrarme unos pasos. Estoy al pie de un arroyo. Al menos llenaré mi tripa de agua.

He dormido una noche y un día enteros en la cama de mi cueva, después de cenar tres latas de sardinas, pues no he encontrado más: la carne salada y ahumada se la han llevado los animales. Lo primero herví agua y me lavé y desinfecté todo el cuerpo. Al desnudarme, la ropa pegada se llevó tiras de piel, postillas y trozos de carne. Luego me sentí mejor y es por ello por lo que pude dormir tanto. ¡Estoy a salvo en la cueva que ninguna otra persona conoce! ¡No me han matado los guardias y soy libre otra vez!

Llevo una semana saliendo de caza armado de un palo, porque necesito comer carne. Las latas me quitan el hambre, pero las tripas me piden carne fresca. Sin embargo, siempre regreso de vacío, pues nada se puede cazar con un triste palo. Las trampas que monto también me fallan. ¡Cuánto daría por tener la escopeta del padre de Gualberto que me quitaron los guardias! ¿Dónde agarrar otra? ¿En mi pueblo? Aún me faltan fuerzas para meterme otra vez en robos. ¡Y tiemblo con sólo pensar en los guardias! ¡Ya sé: me daré una vuelta por Casayo, el pueblo de los gallegos que tanto me ayudaron!

Emprendo el viaje tres días después. Marcho por rutas escondidas, por bosques y senderos apenas pisados, y ahora estoy llamando a la puerta de mis buenos amigos. Es de noche. Estoy satisfecho de mí mismo por haber aguantado casi de un tirón dieciocho horas de camino. Se abre la puerta y veo a la pequeña gallega. Tampoco me reconoce.

—Soy Antonio.

Lanza un grito y me abraza como a un hijo, repitiendo: «¡Antonio! ¡Antonio!». Sale su marido y también me abraza. Me sientan en una silla y me dan dos copas de coñac.

—¿Tienes hambre? ¿Tienes sed? ¿Quieres echarte a dormir en una de nuestras camas?

De pronto me doy cuenta de que no sólo estoy aquí por la escopeta, sino también buscando afecto. La pequeña gallega no sabe qué hacer para atenderme y toma la puerta de la calle para avisar a los otros dos matrimonios, y cuando vienen recibo más abrazos que en toda mi vida. Quieren que les cuente lo que me ha ocurrido desde que me despedí de ellos y les hago llorar con mi historia.

—Antonio, si te hace falta una escopeta nosotros nos encargamos de ello.

Preparan un asado de cordero con patatas fritas y puede decirse que sólo como yo, porque ellos miran con gusto cómo doy cuenta de tres grandes raciones. Luego me siguen haciendo preguntas mientras tomamos café y copas, y cada vez me cuesta más hablar por la emoción: me tratan como a un ser humano.

Al cuarto día me traen una escopeta comprada a un vecino. Insisten para que me quede más tiempo, y sí que me quedaría, pero sería a costa de no pisar la calle. Además, me niego a que por mi culpa los guardias les metan un paquete. Yo no soy una persona normal, no puedo tener amigos entre las gentes de buen vivir, y quienes me ayuden sufrirán los mismos castigos que caen y caerán sobre mí.

Es de noche cuando me despido de los tres matrimonios gallegos. Les llamo hermanos y lloro al abrazarlos. Ellos también lloran, incluso los hombres.

—Que no tengas necesidad de emplear esta escopeta contra la autoridad, Antonio. Que la dispares sólo para cazar, para vivir libre en los montes, como quieres.

No puedo hablar. Me hundo en la noche como una alimaña perseguida.

Han pasado varios meses. Nunca me acostumbraré a la soledad. También echo en falta una hembra; casi todas las noches sueño que duerme una en mi cama y al despertar me veo abrazado a un montón de hojas secas.

Las aguas claras de los ríos me vienen diciendo que mi cara y todo mi cuerpo vuelven a ser como antes de las torturas en el cuartel. La idea de darme una vuelta por cualquier pueblo donde no me conozcan sale del recuerdo de que se acercan las fiestas en algunos pueblos de la provincia de Zamora, a unos veinticinco kilómetros de mi cueva.

Cargo mi morral con tocino, jamón y carne de corzo ahumada, y salgo muy temprano. Al mediodía paso por un pueblo en el que veo una tienda con ropa en la calle, y entonces me doy cuenta de lo desastrado que voy. Tantos meses de andar entre las urces del monte han dejado a tiras mis pantalones y mi camisa. También noto que la gente me mira con asombro; es que llevo tanto tiempo sin ver personas, que las miro como a bichos raros, sin pensar en lo que ellos piensan de mí. Yo estoy acostumbrado a mi cara, pero es que con mis barbas cortadas a tijera, mi pelo de oso y casi desnudo, debo tener pinta de animal salvaje.

El caso es que de pronto me encuentro en el centro de la atención de todo aquel pueblo.

—¿Dónde afeitan? —pregunto.

—Allí.

Es a la puerta de una cuadra. Un hombre junto a una silla espera a los clientes.

—Le doy este cacho jamón por afeitar y cortar el pelo.

Luego paso por la tienda de la ropa. Hay colgados un pantalón azul y una camisa y una chaqueta del ejército. La viejita de la tienda está al fondo, tomando un tazón de leche, y en este momento no pasa nadie por la calle.

Me pruebo las ropas en el monte y no me están mal. Tiro las viejas a un río. Me arrodillo para mirarme en la corriente.

—¡Estás más guapo que Dios, Ruso! ¡Las mozas se te van a rifar!

Bien comido, bien vestido y con las baterías cargadas por falta de uso, llego al anochecer a San Ciprián, que está en fiestas. Sus casas son peores que las de La Baña, de paredes de adobe, es decir, de barro y paja. La cuadra también la tienen debajo de la vivienda. Dos músicos, uno con gaita y otro con tamboril, tocan en la plaza para que bailen las parejas a lo suelto y a saltos, como los conejos. Hay una pareja de guardias rondando por allí y yo me escabullo entre la gente. Todas las mozas que veo me gustan. Allí hay tres, sentadas en unos palos, esperando pareja. Me acerco. La de la izquierda tendrá unos diecisiete años, pero es una hembra hecha y derecha.

—¿Echamos un baile?

La chica mira a sus amigas, como esperando su permiso, y pienso que allí no hay nada que hacer. ¿Es que no le gustan los rubios? De pronto se levanta de su palo con un temblor de tetas y viene hacia mí. Un momento después estamos saltando en medio de otras parejas. ¡Cómo le brincan las tetas a la condenada!

—¿Cómo te llamas?

—Lucía. ¿Y tú?

—Antonio.

—No eres de aquí. ¿Vienes de lejos?

—Sí, de bastante lejos.

Es morena, de cara redonda y guapa, con una pechuga rellena que habla de buena carne debajo de la ropa.

—¿De qué pueblo eres, Antonio?

—Yo no vivo en ningún pueblo.

—Entonces vivirás en una capital.

—Sí, es una capital.

—¿En qué capital?

—En la más grande.

—La capital más grande es Madrid.

—Pues yo soy de Madrid.

—Ya me parecía a mí que con ese pelo rubio tenías que ser de un sitio de esos. Padre dice que en Madrid tenemos unos parientes ricos a los que no hemos visto nunca.

—¿Cómo se llaman?

—Los Carballo.

—¿Has dicho los Carballo?

—Sí.

—Yo soy Carballo. Antonio Carballo.

—¿De los Carballo de Madrid?

—Claro, de los Carballo de Madrid.

—¿Y no sabíais que tenéis parientes en San Ciprián?

—¿Por qué te crees que estoy aquí? Pues para ver a mis parientes.

La chica se tapa la cara con las manos.

—Es un milagro —dice.

—Nada de milagro. Padre me dijo: «Pásate por San Ciprián y en cuanto veas a la moza más guapa, pues esa es tu prima».

—¿De modo que tú sabías que yo era tu prima?

—En cuanto te vi.

Se pone roja como un tomate.

—Pero no habrás venido sólo a vernos.

—No, estoy por negocios, para abrir por estas tierras unas cuantas tiendas. Tú misma dijiste que los Carballo somos ricos. ¿Tienes novio?

—No.

—Pues ya va siendo hora de que empieces.

La tengo como la crema. Y en esto que se fija en mis alpargatas destrozadas y luego me mira a mí. Si no invento pronto otra mentira, se me parte toda la historia y se me jode la noche.

—Es que a los de Madrid nos gusta trotar por los montes a la primera ocasión. Yo salté del tren en marcha en Puente de Sanabria y me vine por todas las cumbres. Y en las cantinas de San Ciprián no me querían vender zapatos por ser las fiestas del pueblo.

—Ven, te llevaré donde te los vendan.

—Lo que yo quiero de ti es otra cosa.

—Pero no puedes ir medio descalzo.

—¿Adónde no puedo ir medio descalzo?

Otra vez se pone como un tomate. La cojo de la mano y me la llevo a un campo.

—A mi regreso te llevo conmigo a Madrid.

—¿A Madrid?

—Y te presento a mis padres, que están forrados de pasta y por las tardes juegan con Franco al dominó.

—¿Con Franco?

—Todo el mundo quiere jugar con Franco al dominó, pero Franco siempre llama a mi padre.

Nos sentamos en la yerba y le saco a Lucía las tetas del vestido.

—Da gusto tener primas como tú.

—Con dinero y en Madrid, estarás harto de mujeres.

—Yo te digo que en todo Madrid no hay unas tetas como las tuyas.

—¿Tienes novia, Antonio?

—Sí, tú.

¡Ven p’acá, maricona, que si quieres amarrar un novio rico para el altar, yo te daré un mango de millonario!

—Esta es mi casa, Antonio.

Por fuera es tan destartalada como la mía, pero por dentro tiene varios cuartos y muebles. Lucía está emperrada en cazar a su primo Carballo, y después de habérseme presentado ella en la yerba, quiere presentarme a la familia.

—Mirad quién ha venido: el primo Carballo de Madrid.

El padre es un hombre pequeño, flaco y con la boca sin dientes. Me abraza y al hablar tartamudea de la emoción. Luego sale la madre de la cocina, secándose las manos, y también me abraza. Es una mujer más alta que su marido, con una sonrisa de tonta en la cara. Sus Carballo de Madrid son parientes muy lejanos, pero esta gente los quiere acercar. En un momento me convierto en el rey de la casa.

—¿Qué tal anda Juan?

—Muy bien.

—¿Y Pedro? ¿Aún vive?

—Ese nos entierra a todos.

—Oí que su padre había comprado tres nuevas pescaderías.

—Sí, le ha entrado la manía de comprar pescaderías. Ya se lo decimos: no compres más pescaderías. Pero él dice que para un gallego lo mejor son las pescaderías.

—Él no es gallego.

—Yo no he dicho que sea gallego.

El padre me mira y a la mujer se le corta la sonrisa. Lucía se pone pálida.

—Usted ha dicho que su padre dice que para un gallego lo mejor son las pescaderías.

—Sí, eso es lo que dice mi padre, pero aunque lo diga no significa que sea gallego.

—Entonces, ¿por qué lo dice?

—Porque le gustan las pescaderías. ¿O es que a los que no son gallegos no les pueden gustar las pescaderías?

Lo he dicho cabreado y ellos se asustan.

—No queríamos ofenderle a usted —dice el padre.

—Bueno, ya está bien —digo.

—No se ponga usted así, por favor.

—Yo no me pongo de ninguna manera.

—Nosotros queremos pedirle a usted perdón.

—¡Ya está bien!

Las dos mujeres empiezan a llorar.

—¡Quiero decir que ya está bien de que me traten de usted, que me tuteen!

Los tres se me derriten. Me llevan a la mesa y me sientan a la cabecera.

La madre pone a Lucía a mi lado y le dice que me sirva. El primer plato es guisado de vaca con patatas. Mientras mastico, Lucía me da en la pierna con la suya. Le miro a ver qué quiere y ella me enseña con disimulo la pechera de su vestido con los botones arrancados de cuando le saqué las tetas. Ríe por lo bajo.

—Te voy a llevar a Madrid, con el permiso de tus padres —digo.

—¿Tanto te ha gustado nuestra Lucía? —dice la madre.

—Me la quedo para novia —digo.

Los padres se echan a reír y Lucía pone su mano sobre la mía, pero yo le pido que me sirva del arroz con leche que ya está en la mesa.

—¿Lo has hecho tú?

—El arroz con leche siempre lo hace mi padre —dice Lucía.

—Pues me tendré que casar con tu padre —digo.

Al oír la palabra casar los tres se me corren de gusto. De postre hay roscón. Para cuando nos levantamos de la mesa ya tengo echada la vista a cinco cajones de muebles y a un arca.

Lucía y sus padres me pasean por el pueblo como si yo fuera una joya. Allí siguen el músico de la gaita y el del tamboril, tocando para que la juventud salte en la plaza, y Lucía y yo nos metemos entre todos a saltar también. Con gusto me la llevaría otra vez al descampado, pero sus padres no dejan de mirarnos, soñando ya con la boda, pensando seguramente en la buena pareja que hacemos. Yo, al menos, con mi traje nuevo y mis millones de Madrid, sí que estoy dando el golpe. Hasta que vuelvo a ver a la pareja de guardias y pienso que es peligroso seguir con la comedia.

—Espérame un poco, Lucía, que voy por ahí a hacer mis necesidades.

Doy un rodeo y entro en la casa por una ventana. Abro cajones y puertas de armario, y encuentro comida para el invierno que se nos viene. Está almacenada en un cuarto pequeño y es la matanza del cerdo o cerdos. Meto en un saco varias brazadas de chorizos, dos jamones y dos panes. En un rincón veo una escopeta y estoy a punto de agarrarla, pero ya tengo otra en la cueva, y mejor que esta, de modo que la dejo para viajar con menos estorbos. Hay un cofrecito sobre un mueble, una pequeña caja fuerte con la ruedecita de los números. La cojo y al saco. Salto por la ventana y dejo a mi espalda la gaita, el tamboril y a la pobre Lucía, jodida y sin novio.

No me tomo un descanso hasta el amanecer. Me siento al pie de un roble y trato de abrir la caja de metal. Estoy una hora dándole vueltas a la rueda, y nada. La descerrajaré en la cueva. Me parece que guarda papeles. ¿Billetes de Banco? ¡A lo mejor es verdad que el Ruso es millonario!

Tengo herramientas en mi cueva y con martillo y cortafrío empiezo a descerrajar la caja, sin pensar en descansar después de tantas horas de viaje con el saco al hombro. Está dura la cabrona. Por fin, salta la tapa. No puedo creer lo que ven mis ojos: ¡un montón de billetes verdes! Los toco: son nuevos y tiesos y huelen tan bien como la carne de hembra. Hay muchos y los cuento: ¡Veintidós mil pesetas! ¡Ruso, eres más rico que los Carballo de Madrid!

Estoy baldado, pero no pego ojo en toda la noche. Pienso en esas veintidós mil pesetas y en lo que hacer con ellas. Lo primero que se me ocurre es llevárselas a madre. Pero, en cuanto empezara a gastarlas, el pueblo y después los guardias se preguntarían: «¿De dónde ha sacado tanto dinero esta pobre mujer?». Y todos se acordarían de su hijo ladrón y allí acabaría lo bueno, porque agarrarían a madre y yo tendría que entregarme en el cuartel para que no la mataran. También podría gastarlas en comprar comida y así no tener que robar en una temporada. Pero ¿en dónde hacer esas compras? En mi pueblo sería cazado nada más aparecer. Tendría que visitar cantinas más lejanas, pero ¿y el viaje de vuelta, cargado? ¡Vaya un precio que pagaría por la honradez: me quedaría sin las veintidós mil pesetas y reventaría mis riñones! Además, ¿es justo que el pobre Ruso, el hombre más apaleado y más perseguido del mundo, pierda la única ocasión que le pone el destino de correrse una juerga?

Más de una vez he oído que en Orense están las mejores casas de putas. Dejo en la cueva todo listo y salgo al viaje con mis veintidós mil pesetas en el bolsillo.

Seis horas por el monte entre barro, piedras y urces, dejan mi ropa más jodida de lo que ya estaba.

A mediodía llego a Barco de Valdeorras, saco un poco de pan y jamón de mi morral y luego tiro el resto, incluso el morral. ¡Mientras duren las veintidós mil pesetas, el Ruso será otro hombre!

—¿Me puede llevar a Orense?

—Para eso está mi taxi.

Llegamos en dos horas.

—¿Cuánto?

—Quinientas pesetas.

—Tome. ¿Por dónde caen las casas de putas?

—Coja por ahí derecho.

Me paro ante el escaparate de una tienda de ropas. Necesitas vestirte mejor, Ruso. Los trapos que llevas sólo valen para San Ciprián. Entro. Una mujer de cincuenta años me pregunta qué quiero. Bueno, me pregunta qué deseo.

—Vestirme de arriba abajo.

Me mira.

—Hoy, la ropa está muy cara.

Se ve que no tiene ganas de servirme. ¡Cualquiera sabe lo que está pensando de mí! Teme que yo agarre algo y eche a correr. ¿Es que a los ladrones se les queda para siempre el sello en la cara, aunque lleven ropas decentes y 21 500 pesetas en el bolsillo?

—No soy ningún maleante, señora. Le pagaré.

Me sigue mirando. Está segura de que soy un ladrón. Entonces le enseño un billete de mil pesetas. ¡Qué coño, el dinero del Ruso vale tanto como el de cualquiera! La mujer llena el mostrador de ropa y yo elijo una chaqueta amarilla, un pantalón verde de rayas, una camisa azul con corbata roja, un jersey marrón, una camiseta, calzoncillos y calcetines naranja.

—¿Venden también zapatos?

Sí venden. Me quedo con unos rojos de suela gorda.

—¿Puedo cambiarme de ropa en algún sitio?

Me pasa a un cuartucho interior, con un espejo grande. ¡Ruso, te has puesto como un rey! No me canso de mirarme en el espejo. Cuando me pongo la corbata se me saltan las lágrimas, porque siento que soy otra persona, una cualquiera de las que he visto por estas calles de Orense, que no tienen que robar para comer y que no han probado el vergajo de los guardias.

—Usted nunca se ha hecho un nudo de corbata, ¿verdad?

—No, señora.

Ella me coge las dos puntas y me aprieta un nudo de caballero. Después hace la suma y me dice que falta otro billete de mil. Lo saco y se lo doy. La mujer mira los dos y me mira a mí.

—Voy por cambios —dice.

Y sale. ¿A ver si esta va a llamar a los guardias? La veo meterse en una ferretería de la acera de enfrente. Tarda demasiado en salir. Por fin, la veo. Entra en su tienda contando el dinero. Me devuelve trescientas veinticinco pesetas.

—Adiós, señora, y gracias por el nudo de la corbata.

—Para eso estamos.

—¿Puede decirme dónde está el barrio de las…?

—¿Qué barrio?

—No, nada. Adiós.

En un bar donde sirven comidas me hincho de paella con carne y patatas. Antes, he comido unas cosas que no conocía: quisquillas. Y al final, café, copa y puro. ¡Qué bien viven los ricos! Al camarero le pregunto dónde está el barrio de las putas.

Recorro las calles con miedo. Cuando alguien tropieza conmigo pienso que viene a detenerme. Además, me mareo entre tanta gente y de tanto volver la cara al paso de las mujeres. Voy por en medio de todos fumándome el puro y aguantando sus miradas. Soy el Ruso, pero ahora no soy menos que vosotros, cabrones. ¡Mi bolsillo está lleno de billetes!

En el barrio de las putas entro en el primer bar y pido coñac. Desde el fondo me miran una morena y una rubia. Aquí vienen.

—Rubio, si me acompañas, mañana al despertar te haré un nudo de corbata como Dios manda —me dice la rubia.

—¿Qué le pasa a mi corbata?

—Que se ve que te lo ha hecho tu esposa legal, y las esposas legales no saben tratar a los hombres.

—¿Y tú sabes?

—Ven y lo verás. Me llaman «la Colchonita».

—Y a ti, ¿cómo te llaman? —digo a la morena.

—¿A mí? Dejo a los hombres tan secos que no les quedan fuerzas ni para inventarme un nombre.

—Pues yo me llamo Antonio y venía buscando a dos como vosotras.

—Tenemos sed.

Piden dos whiskies y yo pido otro después del coñac. Nunca había probado el whisky.

—Me gustas por tu pelo rubio y por otra cosa —dice la morena.

—¿Por qué cosa?

—Porque eres lo menos parecido a un policía que he visto.

Le pego un beso y le digo.

—¡No lo sabes tú bien!

Llevo viviendo una semana en el piso de las putas, sin pisar la calle, durmiendo de día y revolcándome con las dos por la noche. Nos suben de un bar la comida y la cena. Muevo un dedo y la rubia se me acuesta a la derecha. Muevo otro dedo y la morena se me acuesta a la izquierda. Me obedecen como perrillos. Y puedo ponerlas celosas una de otra: basta con decir a la rubia que la morena me muerde mejor, o a la morena que la rubia lleva mejor el ritmo. Son mis esclavas. Hago con ellas todas las cochinadas que se me ocurren. ¡Y encima de sábanas! Hasta que hoy las cojo revisándome los bolsillos.

—¡A mí no me roba nadie!

—¿Quién robaba? Sólo teníamos curiosidad por saber lo rico que eras. Anda, cuenta tu tesoro y verás como no te falta un céntimo.

—Me marcho.

Se me echan encima, en la cama, y me cubren a besos y a carantoñas. La verdad es que las he usado tanto en estos siete días, que me empalagan. Escapo de sus abrazos y me pongo los pantalones.

—Tengo que volver a casa —les digo.

—Bueno.

Se sientan en la cama y me miran. De pronto me arrepiento de haberlas reñido, porque a su lado me he sentido una persona.

—Si vuelvo por Orense, os buscaré.

—No nos encontrarás. Las putas viajamos mucho. Tenemos que ser novedad en cada sitio.

—¿Cuánto os debo?

—No lo preguntes así, como si fuéramos cualquier cosa.

—Si tenéis tantos remilgos os haré el favor de no pagaros nada.

Se levantan y me agarran la mano de los billetes. Me piden dos mil pesetas por la semana de dormidas y el servicio doble, y yo les dejo dos mil quinientas pesetas. También he pagado la comida. Encuentro gusto en soltar el dinero a lo loco. ¡Ruso, acuérdate del hambre de berzas de otros tiempos!

Un mes y cinco días llevo en Orense, viviendo a cuerpo de rey, pasando de una puta a otra. Al día siguiente de dejar a la rubia y a la morena, conocí en una casa de niñas a Serapio, un muchacho de Pontevedra que no tenía ni blanca y a quien durante doce días le pagué todo, mantenimiento y vicios. Me llevó donde se alquilan las mejores hembras, aunque el Ruso tiene olfato especial para estas cosas y no necesita guía. Lo hemos pasado en grande en salas de fiesta y cabarets, bailando y emborrachándonos y luego subiendo con putas a sus pisos. El resto del tiempo lo pasaba en la pensión. No siempre en la misma, según consejo de Serapio, para burlar mejor a la policía, porque, aunque no le he dicho la procedencia de mi dinero, él se lo huele. De modo que cada dos días cambiaba de alojamiento. Alguien se preguntará: ¿para qué quería el Ruso pensión si todas las noches dormía en las casas de las putas? Pues, precisamente, para dormir, porque ya se sabe que con las putas no se duerme, y así, me pasaba el día roncando y cogiendo fuerzas para la obligación de la siguiente noche. También me dijo Serapio que ocultara el dinero a las putas, porque si me veían tanto subirían la tarifa. Lo he pasado bien con Serapio, que se sabía todas las trampas. Y él lo ha pasado bien conmigo. ¡A ver!, con todo pagado. Ayer se despidió de mí, en cuanto le dije que estaba limpio. No es verdad. Me quedan mil pesetas, las últimas, las que escondí hace una semana en el bolsillo interior de la chaqueta para el viaje de regreso a la cueva y comprar cartuchos y sal. ¡Ay, Ruso, que se te acabó la vida de rico y volverás a ser una bestia de madriguera!

En la estación de Orense saco billete hasta Barco de Valdeorras. A través de la ventanilla en marcha me despido sin palabras de esta ciudad donde he probado por primera vez lo bueno.

De Barco de Valdeorras se me ocurre ir andando a Riodolas, y en este pueblo pregunto a una mujer dónde venden cartuchos.

—Tú no eres de aquí.

—Pues, no, señora: estoy de paso.

—¿Es que andas buscando trabajo?

No sé por qué le digo que sí. Es lo que ella esperaba que le dijera y a mí me ha dado miedo negárselo. Es una mujer guapa y con cara de mando; su marido puede ser el alcalde o un guardia.

—En mi casa tienes trabajo —dice.

¿Y si en su casa me encuentro con un alcalde o con un guardia?

—Te daré dos duros, comida y cama.

—Es que yo…

—Te daré tres duros, comida y cama.

Se ha empeñado en llevarme y si rechazo el trabajo puede pensar mal.

—Bueno —digo.

Por el camino me cuenta que es viuda… ¡menos mal!… de un marino muerto hace pocos meses. Me fijo mejor en ella: sí, es guapa, de unos treinta y cinco años y el disgusto familiar no le ha quitado la frescura.

—Aquella es mi casa.

Es grande, aunque muy destartalada. Una vecina le guardaba a su hija de tres años.

—Me llamo Juana, ¿y tú?

—José.

—¿Qué más?

—José Castillo Roca.

Así se apellidaba Serapio.

—Pues, bien, José, baja a la cuadra y saca a pacer a las ovejas y las cabras.

Lo mío no es el trabajo. ¿Cómo va a serlo si no me han dejado trabajar en toda mi vida? Se me han endurecido todas las bisagras del cuerpo. ¿Por qué será que para todos los trabajos hay que agacharse? Desde el principio dejé las cosas claras con la viuda: soy medio inválido, me faltan casi todos los dedos de las manos, no puedo hacer ciertos trabajos. Y ella me sigue mandando al monte con los ganados y con su niña, para que se la cuide. Yo me paso el día tumbado y es la cría la que más se ocupa de las cabras y las ovejas. Luego, la viuda me sirve buena comida y buena cena, y la cama tiene un grueso colchón de lana, muy blando, y me cubro con tres mantas. Pensé que aquí dormiría con sábanas, pero no: la viuda tampoco las usa.

La viuda habla mucho de su difunto. Me enseña su foto y llora cuando me dice que se lo habrán comido los tiburones. Enseguida veo que no hay nada que hacer con ella. Al segundo día se me ocurrió decirle que es triste dormir solo, y ella me dijo que me subiera una cabra. Bueno, ya se pondrán otras hembras a tiro en este pueblo de Riodolas. Empiezo a pensar en quedarme en esta casa a pasar el invierno que se avecina. Como bien, trabajo poco, gano unos duros y hasta ahora me siento tan seguro como en la cueva.

Llaman a la puerta y la viuda se levanta de la mesa. Contengo la respiración, como siempre que alguien se acerca a la casa. Aunque, ¿quién va a saber que es el Ruso el asalariado de la viuda? A mi lado, la niña bebe leche y la mitad se le cae en el vestido.

—José, me he manchado.

Le gusta que ande detrás de ella, pero ahora estoy pendiente de lo que ocurre en la puerta. Oigo voces de hombre. ¡No, es imposible que sean guardias! Luego oigo sus pasos dentro de la casa. ¡Es el trueno de sus botas, de sus malditas botas!

—José, en la habitación de al lado te esperan unos señores —dice la viuda.

Hay dos guardias en el cuarto. Me miran como sólo ellos saben mirar.

—¿Cómo se llama usted?

—José Castillo Roca.

—¿De dónde es?

—De Barco de Valdeorras.

—¿Y qué hace por aquí?

—Pues trabajar.

Uno de ellos lo va apuntando todo en una libreta.

—¿Qué le pasó en los dedos?

—Me reventó un barreno en las minas.

—¿En qué minas?

—Las de Casayo.

—¿Ha tenido alguna vez algo que ver con la Justicia?

—No, señor.

—¿De qué pueblo dijo que era usted?

—De Barco de Valdeorras.

Se marchan. La viuda los despide en la puerta. ¡Ya han encontrado mi pista los cabrones! Hay que levantar el vuelo. Pronto se enterarán de que en Barco de Valdeorras no hay ningún José Castillo Roca y volverán para agarrarme.

—¿Quién les ha dicho que usted tiene un criado de fuera? —digo a la viuda.

—En los pueblos pequeños todo se sabe.

—Estoy enfermo. Hoy no podré levantarme —digo a la viuda a la mañana siguiente.

He hecho un plan por la noche. Como tengo que huir, meteré en un saco algo de la casa. No será un robo, porque la viuda me debe trece días de jornal, que no le puedo reclamar ahora, pues sospecharía que me voy y a lo mejor avisaba a los guardias. Diciéndole que estoy enfermo, será ella la que suba al monte con el ganado y la niña, y me dejará el campo libre.

Es buena persona esta mujer. Me dice que no me preocupe, que no me levante en todo el día, y además me trae el desayuno a la cama antes de marcharse a hacer de pastora.

Me quedo solo y empiezo a registrar la casa, es decir, a coger las cosas que ya sé dónde están. Voy metiendo en un saco carnes curadas, alubias, garbanzos y patatas, todo lo que me vendrá muy bien en la cueva. Hasta que pienso que no puedo ir tan cargado a un viaje de tantos kilómetros por el monte. Elegiré cosas de menos peso y más valor. Cojo de un armario dos trajes completos y cinco camisas: pecado leve, pues el muerto jamás los podrá usar. Y un despertador. Al abrir una caja de zapatos encuentro doce mil pesetas en billetes de Banco y otros billetes raros, seguramente traídos por el marido de otros países. Como yo no puedo ir tan lejos a gastármelos, pues se los dejo a la viuda.

Me han bastado unas horas para poner la cueva en condiciones, pero después de echar una larga dormida de veinte horas. Encontré las conservas y parte de la carne ahumada, la que dejé en los agujeros más altos de las paredes. En cambio, mi huerto de patatas está abrasado y ahogado por las malas yerbas; al faltarle mis riegos casi diarios, mi última siembra se ha perdido. Me consuelo pensando que bien mereció la pena lo bailado.

Llevo una semana cazando mañana y tarde a fin de almacenar carne para aguantar el invierno. No dejaré la cueva hasta la primavera; marcharé a Orense o a donde sea, a gastarme en juergas las doce mil pesetas que tengo.

De pronto descubro una figurita en el valle. Parece una persona. Sí, es una persona, una mujer. ¿Cómo coño ha llegado hasta La Fervienza? Me acerco con mi escopeta, porque a lo mejor no viene sola. Media hora después la tengo a cien metros. ¡Es una vecina de La Baña! Tiene unos cuarenta años y se llama Ruperta. ¿Me traerá algún recado de madre? Es imposible: nadie sabe dónde vivo. ¡Pero sí que me podrá dar alguna noticia de madre! Salgo de detrás de unos árboles y me dejo ver. Los pies de la mujer se clavan al suelo y sus ojos se agrandan de terror.

—No tengas miedo, Ruperta. ¿Me conoces? Soy el Ruso y no voy a hacerte daño. Todos me tenéis por una mala persona, pero jamas me he comido a ningún cristiano. Sólo quiero que me des alguna noticia de madre y a ver qué se habla por el pueblo de mí.

Me acerco despacio a ella, por no asustarla más y esperando tranquilizarla con mis palabras, y entonces recuerdo que es sorda como una tapia. Así que me pongo a hacerle gestos de amistad. Cuando estoy a diez metros, la mujer lanza un grito, da la vuelta y huye. Está tan asustada que se cae y se levanta mil veces, y así la veo desaparecer. Ahora recuerdo que también es retrasada mental. ¿Por qué se habrá alejado tanto del pueblo? Creo que andaba perdida por La Fervienza.

Tú, Ruso, a tu caza.

Al día siguiente también salgo con mi escopeta y derribo varias aves y un corzo pequeño.

He comido en el monte y ahora voy de regreso a mi cueva, con la caza al hombro. Siento algo raro a mi alrededor. Algo ha cambiado en el bosque. Por esta zona los pájaros han dejado de cantar.

—¡Arriba las manos, Ruso!

Dos guardias me cortan el paso y me apuntan con sus mosquetones. Cuando echo a correr hacia atrás, me encuentro con tres guardias más cerrándome la retirada.

Para cuando llegamos a La Baña ya llevo el cuerpo molido a culatazos. ¿Cuántas veces en mi vida he entrado en el pueblo esposado entre los guardias? ¿Cuántas veces han salido los vecinos a las puertas para insultarme y tirarme piedras? Yo me olvido de todo para buscar a madre con los ojos. Primero veo a la tía Petra, llorando, y un paso más allá, a madre, más vieja y caída, con más cara de hambre. Ahora yo soy el que lloro. Antes de entrar en el cuartel, el cura don Matías me amenaza con su puño.

No está el cabo de la última vez, sino otro, más gordo, con bigote y ojos de buey.

—Conque tú eres el Ruso. Pues empieza a decirnos por dónde anda Pedrón y su banda de rojos.

Toda la noche y todo el día siguiente bajo el vergajo, tomándome declaración y escribiendo un segundo atestado, en el que también se pone cuanto yo tenía en la cueva de La Fervienza, incluidas las doce mil pesetas, pues ayer los cinco guardias me obligaron a llevarles a mi refugio, y así pierdo para siempre aquel hogar donde he vivido unos cuatro años.

Recibo una buena paliza, sí, una de esas palizas normales que todo delincuente debe esperar que le den en un cuartel. De modo que al paso de las horas, al ver que los guardias no se salen del vergajo, respiro tranquilo. El nuevo comandante del puesto no es amigo de los alfileres en las uñas, del ahorcamiento, la gasolina o el cascabel al cuello.

Como siempre, me hacen firmar lo que ellos quieren.

Todo el día de marcha por el monte, esposado, en medio de la pareja, hasta Puente Domingo Flórez. Noche sobre las tablas del cuartel y a las nueve de la mañana al coche de línea y a las once y media en Ponferrada.

El juez me mira por encima de sus gafas.

—¡Hombre, Ruso! ¡Pues no has hecho gastar suela a estos hombres y a mí cuartillas de papel! Pero de esta no te vas, ¿eh?

Tiene en su poder dos atestados, el viejo, aquel de las 50 hojas, y el nuevo, el que acaban de entregar los guardias.

—Siéntate, Antonio. Escucha bien y me vas contestando si estás o no de acuerdo con cada cargo.

Tarda más de una hora en leer los dos atestados. Un oficial sentado a la máquina escribe mi declaración, en la que niego muchos delitos que me metieron los guardias.

—Antonio, cualquier día un director americano hace una película de tu vida —dice el juez.

—¡Antonio Bayo, que se presente en la dirección!

Subo al corredor y me llevan al despacho. El director es un hombre de cara afilada que siempre mira de costado, como las gallinas. Me enseña una carta.

—¿No sabe usted que está prohibido recibir correspondencias de personas que no sean familiares directos? ¿Por qué ha escrito a esta chica?

—¿Qué chica?

—Alguna novia suya.

—Yo no tengo novia.

El corazón me salta y empiezo a repetir por dentro el nombre de Trinidad. ¿Por qué no puede haber sido ella?

—¿Quién me ha escrito, señor director?

—Una tal Trinidad. No me diga que no la conoce.

—¿Ha dicho usted Trinidad?

¿Lo ha dicho? ¿Lo ha dicho?

—Usted le escribiría antes.

—No, señor, aunque no por falta de ganas. Trinidad está demasiado alta para un desgraciado como yo. Es una chica del pueblo con la que he estado de pastor en el monte. Dormíamos juntos.

—No me interesa nada de eso.

—Pero no pasé de tocarla.

—Le repito que… ¿Por qué llora usted? ¿Me asegura que no pidió a esta chica que le escribiera?

—Yo nunca escribiría a Trinidad.

—Entonces, ¿cómo supo ella dónde se encontraba usted?

—Madre lo sabe. El pueblo lo sabe.

—Bien, retírese.

—¿Y la carta?

—Esa chica no le escribiría si usted no le hubiera escrito antes. Así, pues, esta carta procede de un delito. Y está prohibido que los presos reciban cartas que no sean de familiares directos.

La rompe en cachitos ante mis ojos. ¿Por qué no salto sobre su cuello? ¡Me ha robado noticias de Trinidad, unas palabras suyas de consuelo…! ¡Pero tú, director cabrón, no me has jodido, porque me basta saber que Trinidad me ha escrito!

Estamos rodeados de locos o que se hacen el loco. Hoy han puesto en libertad a uno que se ha pasado dos meses tomando carrera y estrellando su cabeza contra la pared. Es un portugués, contrabandista de café. Los cacharrazos que se daba eran tan verdaderos que allí quedaba sin conocimiento dos o tres horas. Por fin, el médico ha firmado para que le pongan en la calle.

Otro loco es un preso político que le daba por quemar en la celda las ropas de todos los compañeros. Los funcionarios le molían con sus porras, pero él, al día siguiente, encendía otra fogata. No hablaba con nadie y comía agarrando la cuchara del revés. Cuando vino el médico forense a examinarlo, el preso lo agarró dentro de la celda y le dio una buena paliza. Una de dos: o le metían diez años más o lo soltaban. Lo soltaron, porque el médico firmó que estaba loco. Todavía recuerdo su cara de felicidad cuando recogió sus cosas de la celda. Era una cara nueva, una cara de persona normal. Se paró en el centro del patio, miró al grupo de presos que le mirábamos con envidia, guiñó un ojo y nos dijo por lo bajo: «¡Adiós, idiotas!».

—¡Antonio Bayo, que suba a la oficina!

Subo. Están el director, tres funcionarios y una pareja de guardias.

—Le van a llevar a identificar a un muerto —dice el director.

—¿Quién se ha muerto? ¿Madre?

—No se trata de ningún familiar suyo.

Me esposan, salimos a la calle y subimos a un jeep. ¡La calle! ¡La libertad! Estando dentro de la cárcel uno llega a pensar que eso de la calle y la libertad son sueños que has tenido alguna vez. Sin embargo, ¿para qué quiero yo la libertad? Sólo para andar huyendo. En la libertad no tengo amigos; en cambio, en la cárcel sí los tengo; reparten conmigo lo poco que tienen, me lloran sus penas y yo les lloro las mías. Pienso en aquellos buenos treinta y cinco días gastándome en juergas las veintidós mil pesetas de los parientes de Carballo, y me digo que aquello sí que era libertad, me digo que la libertad sólo es para los ricos, que los pobres no la tienen.

El jeep para en el cementerio. Los guardias me llevan al depósito. Hay gente y más guardias. Sobre mesas de piedra, tres féretros abiertos. ¡Dios! El del centro es el maqui Pedrón, en camiseta, cosido a balazos y bajo un manto de sangre. Su cara está tan deshecha por las balas que resulta difícil reconocerle.

—Usted es el Ruso, ¿verdad?

Me vuelvo. A mi lado hay un muchacho con una máquina de fotos, un cuaderno y una pluma.

—Soy periodista. ¿Sabe que se habla de usted en muchas partes? Le han traído de la prisión, ¿verdad? ¿Sabe para qué?

—No.

—Para que identifique a estos hombres. ¿Los conocía?

Viene un teniente y pide al periodista que se retire.

—Vamos a ver, Ruso, mira bien estas caras y dinos si habías visto alguna antes.

—No, señor.

—Pero si no has tenido tiempo de mirar.

—Ya había mirado antes.

—¿Estás seguro?

—Yo no conozco a estos hombres.

—Fíjate bien en el del centro. ¿Jurarías que no lo has visto nunca?

—Sí, señor.

Procuro que mis respuestas no suenen a rabiosas, porque lo son. Disfruto mucho mintiéndoles a la cara y sabiendo que no pueden sacarme el vergajo ante tanta gente.

—Sin embargo, este hombre vivió muchos años por los montes en que tú también vivías. ¿No te parece raro que no te cruzaras nunca con él? ¿Sabes cómo se llamaba? Pedrón.

—Nunca he visto esa cara.

—Pero me han comunicado que tú lo conocías.

—Bueno, yo sí que vi alguna vez a Pedrón, pero hace varios años y sin tanta bala en la cara.

—Pero ¿puede ser Pedrón?

Me encojo de hombros. El teniente se aleja y ocupa su puesto el periodista.

—Mira, Ruso: esa señora de negro es la madre de Pedrón.

Veo a una mujer que llora en silencio a la cabecera de la caja y que no aparta los ojos del hijo. De pronto, me mira. Sus ojos negros se meten hasta dentro, y yo también le hablo con los míos. Le digo que conocía a su hijo y que siempre se portó muy bien conmigo. «Su hijo era bueno, su hijo era bueno», le repito con la mirada. Ella se lleva el pañuelo a los ojos. Su boca tiembla. Me ha entendido. Y me pide más noticias sobre su hijo. Ahí está su mirada, esperando. Pero no puedo decirle más, porque no sé. Me da tanta pena la mujer, que lloro. Y entonces se me cruza la cara del periodista.

—Ahora estoy seguro de que le conocías. No te preocupes, no lo diré. Estos maquis eran unos machos irreductibles, ¿verdad? Quiero decir que tenían unos cojones así de grandes. Escucha, Ruso, que te gustará saber cómo lo cazaron. Pedrón y los suyos iban a atracar un Banco, ayudados por los informes que les había pasado «la Liria». La Liria era la compañera de Pedrón, una viuda de otro maqui, muerto por las fuerzas del orden. Pedrón le pidió que se fuera con él al monte, y así lo hizo ella, pero resulta que desde algún tiempo antes tenía contactos con los guardias. Es decir, era una traidora. No quería morir como su marido y se pasó de bando. Bien, el caso es que la Liria alertó a los guardias lo del robo del Banco y también les reveló dónde estaba la guarida de Pedrón y los suyos. Era en una mina abandonada. Los guardias la rodearon por la noche y cuando a la mañana salió Pedrón a lavarse a un riachuelo, con una toalla al cuello y una metralleta, lo fulminaron con un fuego cruzado. También mataron a dos de sus compañeros, estos que ves.

—¿Para qué quieren que lo reconozca yo, si la madre ya lo ha reconocido?

—No se fían de ella. Ya sabes cómo son las madres. Diciendo que este es su hijo, ya no perseguirían a Pedrón, suponiendo que este desgraciado no lo fuera.

A los dieciséis meses de estar en Ponferrada me avisan para ir a la prisión provincial de León.

—¡Antonio, tienes el traslado para las cinco!

Me despido de los presos del patio y subo, y en la oficina encuentro a dos putas con maletas, que viajarán conmigo. Me sonríen y les sonrío. ¡Dentro de poco voy a poder hablar con mujeres, después de casi año y medio sin hacerlo! Un funcionario llama por teléfono a una mujer y esta cachea a las chicas y luego firma un papel para el director. Un guardia me esposa con él y el otro guardia esposa a las putas entre sí.

En el tren nos sentamos junto a una expedición de ocho presos que vienen de Galicia. Uno de ellos, calificado de peligroso va atado con grilletes al asiento.

A través de la tela metálica del locutorio, los abogados siempre me parecen pájaros.

—¿Es usted Antonio Bayo?

—Sí, señor.

—Pasado mañana se celebra en esta Audiencia Provincial el juicio oral contra usted. Y ahora deseo que me diga brevemente si todo de lo que se le acusa son, en realidad, delitos cometidos por usted, porque en esta Audiencia han empezado a llamarle José María el Tempranillo.

—Mire usted, señor, le diré la verdad: puede que se hayan quedado cortos, pues llevo varios años viviendo del monte y del robo. Pero no paso por qué me acusen de haberme comido tres vacas ajenas, ni la harina de unos molinos próximos a mi pueblo, ni del saqueo de ciertos establecimientos, ni de otras fechorías, porque esas cosas, precisamente, fueron cometidas por otros en fechas en que yo andaba por el monte.

—¿Y por qué firmó?

—Para seguir vivo y poder decirle a usted y a los jueces que firmé falsedades. Mire mis dedos y mi cara y mi espalda. Todo esto me lo han hecho en el cuartel, metiéndome alfileres por las uñas y aplastándome los dedos a culatazos y…

Le cuento todos los tormentos y él me escucha con aire de sueño.

—Se lo expondremos todo al juez. Si no luchamos, le pueden caer a usted de veinte a veinticinco años. ¡Es que, amigo, parece que le han dado cuerda para robar!

—Robar, no: hurtar.

Me mira y sonríe.

—Veo que va aprendiendo con la práctica.

—Con algún juicio más me hago abogado.

Ya estoy delante de toda la banda de la ley. El fiscal, ¡hostias!, es Ávila Camacho, el que no se casa ni con su padre. En cambio, al presidente del Tribunal no le recuerdo. El fiscal se levanta y lee los dos sumarios, los últimos, los que hizo el juez de Ponferrada, aunque Ávila Camacho tiene también sobre la mesa los de los guardias de La Baña. A cada momento se para y me hace preguntas sobre los robos, y mi respuesta siempre es la misma: «La puerta estaba abierta. La ventana estaba abierta». Los dos ponentes se miran y se ríen y cuchichean con el juez. ¡La lectura se hace eterna! Luego le toca el turno a mi abogado.

—¿Por qué robó los jamones?

—Por hambre.

—¿Por qué robó las mantas?

—Por frío.

—¿Cómo encontró las puertas?

—Abiertas.

El fiscal pide la palabra.

—¿No declaró usted antes que encontró cerrada alguna puerta?

—No, señor, que siempre estaban abiertas.

—¿Siempre?

—Siempre.

El juez y los ponentes se miran otra vez. Finalmente, mi abogado suelta un discurso que a mí mismo casi me hace llorar. Habla de mi hambre, de la miseria de mi hogar, de las dificultades que tiene un ex presidiario para encontrar trabajo y de las palizas de los guardias. ¿Cómo sabe tantas cosas de mí si yo sólo le he contado unas pocas? Hace que le enseñe al juez mis dedos sin uñas, las marcas de golpes en mi cara y otras partes del cuerpo, y mi espalda quemada. Ahora no sonríen los ponentes. En toda la sala se hace el silencio. Esta vez sí que se me llenan los ojos de lágrimas.

—La Justicia no debe permitir que se obtengan las declaraciones con torturas. Sí, de acuerdo en que las señales en el cuerpo de este hombre pueden haber sido causadas por cualquier accidente. De acuerdo en que no constituyen pruebas. Pero tanto el señor juez como yo sabemos la verdad de lo que ocurre.

En la sala no se oye ni la caída de un alfiler. El juez golpea la mesa con su martillo.

—Visto para sentencia —dice.

Tres días después me llaman al locutorio.

—Seis años y un día. Ha habido suerte. Además, el tribunal va a solicitar rebaja de condena —dice mi abogado.

—Y a los guardias, ¿qué les ha caído?

—No se queje usted, que Ávila Camacho le pedía veinte años.

—Así le caigan veinte bombas.

—No se preocupe. Siempre se cruza algún indulto: o porque elevan un nuevo santo a los altares, o se acaba una guerra, o se muere un Papa…

—O se muere Franco.

—No, ese tiene cuerda para rato.

A través de los alambres me llega una mirada triste.

—Usted, Antonio Bayo, se encuentra en el último peldaño de la escala social y eso se paga.

Entre los dieciséis meses que pasé en Ponferrada, los tres meses en León antes del juicio y los cuatro después, ya tengo casi dos años de condena cumplidos. Esta vez no le he regalado nada al Estado, pues en otras ocasiones la sentencia que me caía era menor que el tiempo que ya llevaba preso, y es una pena que no se arrastren las cuentas de un juicio a otro, porque entonces a lo mejor no tenía que cumplir ahora nada.

Acaban de avisarme que voy al Dueso y doy un salto de alegría. El Dueso tiene fama de buen penal. En cambio, los presos a los que les ha tocado Ocaña, lloran, como yo lloré dos veces hace años.

Nos meten a ocho en las celdas de tránsito, en espera de expedición. Cuatro vamos al Dueso, uno a Santander, uno a Palencia y dos a Madrid. Salimos cinco días después, y en un coche celular con tres putas y dos parejas de guardias, nos llevan a la estación. Me siento junto a los tres que van también al Dueso y les digo mi ficha y ellos me dicen la suya. Uno se llama Roberto y lleva encima quince años por asaltar un Banco en La Coruña; otro, Manuel, dieciocho años por robo sacrílego e incendio de una iglesia, aunque él dice que se volcaría por accidente alguna vela; el tercero, Roque, mató a su hermana de un pistoletazo porque andaba con un tipo que a él no le caía bien: dieciocho años. Ya me estoy fijando en las tres putas. Van encogidas y muy calladitas. Sobre todo una, pálida, estrecha y rubita. Las tres son muy jóvenes y están asustadas.

—¿Cómo os llamáis?

—Inés.

—Jacoba.

—Felisa.

La rubita es Inés.

—¿Recogisteis vosotros algún papel de los que yo tiraba en vuestra puerta al pasar los domingos a misa? —dice Inés.

—¿Y era tuya la carita que yo veía en la torreta de enfrente? —digo.

En la prisión de León había dos torres, una con hombres y otra con mujeres y una enfrente de la otra. Los presos y las presas nos hablábamos a gritos de ventana a ventana. Y los domingos, los primeros en entrar en la capilla éramos los hombres, de modo que ya no estábamos en la sección cuando pasaban las mujeres ante nuestra puerta, pero algunas llevaban papeles con mensajes escritos y los tiraban al interior para que los encontráramos al regreso.

—No, yo nunca cogí ningún papel, ni tuyo ni de otra —digo.

Los guardias nos mandan callar.