Infancia

Infancia

Me llamo Antonio Bayo, pero cuando madre me echó al mundo, una mujer que estaba allí dijo: «¡Leches, si es rubio como un ruso!». Así que no vaya usted por las Cabreras preguntando por Antonio, porque desde entonces todo el mundo me conoce por «el Ruso».

Ahora tengo seis años y madre me dice:

—Súbeme una berza.

Madre es una mujer alta y delgada, de pocas palabras y agrias, siempre vestida de negro, con blusa metida en la cintura del muletón, madreñas y pañuelo negro a la cabeza. Marchó a América a los diecisiete años con tres mozas del pueblo, a quitar el hambre, y volvió con un hijo de cinco años en la mano y conmigo en el vientre y sin el gallego con el que vivió amontonada. Así es que yo nací en este pueblo de La Baña de puro milagro.

Regreso y le digo:

—No nos queda una berza en el campo.

Nací, como Cristo, sobre pajas, en ese cajón del suelo pegado a la pared donde ya dormían madre y mi hermano Mario, y donde, a partir de entonces, yo dormí también. Creo que mamé, como todo el mundo, pero muchas veces llego a pensar que ella me sacó adelante con berzas. Es el primer olor de este mundo que recuerdo. Es un olor importante en nuestra casa. Tan importante, que si falta aquí no caga nadie.

Madre me mira con dureza y dice otra vez:

—Súbeme una berza.

Cuando el hambre aprieta en casa, madre suele gruñir: «¡Quién me sacó de América para pudrirme en este agujero!». Fue el abuelo quien la llamó. Era el dueño de esta casa donde vivimos, que la había heredado de otros Bayo. En La Baña, todas las casas son iguales, de piedras puestas en seco unas sobre otras. Abajo, una cuadra. Arriba, los cuartos. Nuestra casa no tiene más que uno, grande y con dos ventanas con tapas de madera, ese cajón–cama como único mueble y un hornillo de piedras en el suelo. Mi abuelo pidió al cura que le escribiera la carta a madre. «Vuelve a casa, hija», le ponía. «Ella se ha muerto y me he quedado solo». Y madre volvió.

Miro bien en nuestro pequeño huerto y no encuentro más que tallos cortados a ras de tierra. Entro en casa y le digo a madre que no hay más berzas. Ella me mira otra vez como si quisiera romperme los ojos con su mirada.

—Súbeme una berza —me dice.

Las Cabreras están en la provincia de León. Hay la Cabrera Alta y la Cabrera Baja, partidas por el puerto de El Carvajal. Mi pueblo está en la Cabrera Baja. Es de casas en forma de cajón, con techos de pizarra sostenidos por cantiagos. Aquí no se ve dinero, porque nadie lo tiene ni se puede ganar en ninguna parte.

Me quedo mirando a madre, sin comprender. Ya le he dicho que no hay berzas. Ella también me mira y me llamo tonto porque sé que me está diciendo algo. A todas horas me pregunto si madre me quiere. Oigo decir a la gente que en La Baña resulta difícil quererse unos a otros. De pronto empiezo a comprender la mirada de madre y un rato después ya sé lo que me está diciendo. Salgo por tercera vez, cruzo el camino que atraviesa el barrio y miro a mí alrededor para que nadie me vea robar en el campo del tío Cayetano.

Llevo una hora mirando la espalda de madre y esperando que me diga algo, pero ella sólo se ocupa de vigilar el cocimiento. Está de rodillas, metiendo leña en el hornillo y removiendo dentro de la gran lata que cuelga con alambres de un cantiago. La casa está llena de humo, buen humo de berza.

Oigo los pasos de mi hermano y le veo entrar, tieso, con su cabeza demasiado grande y sus brazos sin movimiento. Madre se vuelve.

—He hablado con el tío Gabino para que le hagas algo en su casa —le dice—. Que ya lo pensará.

Mario se acerca a ella y se miran.

—Tengo hambre —dice él.

—Hoy dormirás con la tripa llena —dice madre.

—Yo he traído la berza —casi grito, acercándome a ellos.

Madre revuelve el potaje con un palo.

—Sí, él la ha traído —dice.

Luego estamos sentados en el suelo alrededor de la lata y empezamos a comer cuando todavía abrasa el cocimiento. Las tres cucharas se hunden buscando los trocitos de patata perdidos en el agua, antes de buscar la berza.

Luego estamos en la cama, madre en medio para darnos su calor, vestidos, porque no tenemos mantas y hace frío. Madre cambió la manta que teníamos por medio saco de patatas. Siempre duerme de costado y vuelta hacia Mario. Yo me pongo a quitarle los piojos que andan por su espalda y a reventárselos entre mis dedos para que duerma mejor.

Estoy jugando a las bigarcias con Mario y otros. Casi no podemos dar el golpe a la bigarcia del suelo, de tan oscuro que está. Me toca a mí. Alzo el palo y miro hacia casa y veo al hombre avanzando hacia la puerta. No veo su cara, pero lo reconozco por su altura y por sus grandes hombros. Doy el golpe y lanzo la bigarcia contra él y le pego en un brazo. Se para y espera a que yo vaya a recogerla.

—¿Lo hiciste a propósito?

Es un hombre oscuro y grande como una montaña, con una mueca en la boca que él quiere que parezca una sonrisa y unos ojos en el centro de un redondel negro. Pasa su mano por mis pelos y yo me aparto. Oigo una voz a mi lado.

—Ven.

Es Mario. Me agarra del brazo y quiere arrastrarme. No sé por qué empiezo a llorar, como tampoco sé por qué no quiero que aquel hombre entre en nuestra casa. No es la primera vez que viene. Y no es el único que viene. Aparece una vez por semana. Tampoco sé por qué nunca me he atrevido a levantar el picaporte de madera cuando él está dentro.

Entonces leo en los ojos de mi hermano que sólo hemos comido un cacho de pan en dos días. Y de pronto tampoco sé por qué me abandono a la fuerza de sus brazos que me arrastran de allí. El hombre se llama Tomás, vive en el pueblo y trae, como siempre, un envoltorio en la mano.

Luego oímos la llamada de madre y dejamos la oscuridad donde hemos esperado sentados. La puerta está de nuevo abierta y madre acaba de pelar siete patatas que no había antes en casa.

En una de las casas viven unos hombres que usan botas como de hierro, contra las que nada pueden ni el agua, ni la nieve, ni las piedras de los caminos. Tiene que ser muy bueno andar con los pies metidos en unas botas tan calientes. Yo no he visto a nadie del pueblo que lleve unas botas así. Aquellos hombres siempre pasean en parejas y con fusiles colgados del hombro. Me siento delante de su casa a ver de cerca sus botas. Uno de ellos está sentado en un banco contra la pared y comiendo pan y sardinas de lata. Come con tantas ganas que no me ve. Si me dieran a elegir, no sé si me quedaría con las sardinas o con las botas. Se llena la boca con grandes trozos de pan y mastica lentamente, pero yo prefiero mirarle las botas. Sí, me quedaría con las botas.

Por las últimas casas del camino aparece una mujer. Es mi tía Petra. Su marido es hermano de madre. Viene del río, con un cesto de ropa contra la cadera. Pasa ante la casa de los hombres de las botas sin mirar al que come sardinas. El levanta la cabeza y la mira. Tiene la boca llena, pero ha dejado de masticar. Mi tía se para ante mí.

—¿Qué haces ahí sentado como un tonto?

Yo miro y no le digo nada. Entonces me doy cuenta de que me ha visto el hombre de las botas.

—¿No es ese el crío al que llaman «el Ruso»?

Mi tía tarda en volver la cabeza. Luego mira un momento al hombre y le dice:

—Sí.

—Con un pelo tan rubio podría trabajar en las películas —dice riendo el hombre de las botas.

Mi tía me coge de la mano.

—Anda, ven conmigo.

—Si me estaba mirando es que quiere una sardina —dice el hombre de las botas—. Acércate y te doy la última de la lata.

Mi tía y yo le miramos. Nos enseña una sardina puesta sobre un cacho de pan. ¿Por qué no se le ocurre darme aunque sea una sola de sus botas?

—No, gracias. Yo le daré de comer en casa —dice mi tía.

Me lleva de la mano, pero vuelvo la cabeza y veo que el hombre de las botas sigue mirando a mi tía y se traga de un bocado todo el pan con la sardina.

Cuando pasamos por delante de mi casa la puerta está cerrada y mi tía me pregunta:

—¿Dónde está Basilia?

—Con el ganado de Dalmacio.

—Así que esta noche ya cenaréis. Pero ahora es mediodía y tienes que comer.

Me siento a gusto con la tía Petra. Me gusta sentir mi mano dentro del calor de la suya. Entramos en su cuadra y ordeña un tazón a la única cabra que tienen y me lo da. En su casa hay una gran cocina y dos cuartos. En uno duerme ella con mi tío Jenaro, y en el otro mis siete primos, en dos camas. Son las primeras que he visto en mi vida. Las ha hecho mi tío, con tablas compradas en la carpintería del tío Hilario.

—¿Me habéis cuidado bien el fuego?

Cuatro de mis primos están sentados en el suelo alrededor del hornillo y de la olla con berza, echando por turno palitos al fuego. Mi tía deja el cestillo de ropa en una banqueta y luego mira la olla.

—Tengo unos cachorros muy listos —dice.

Mis cuatro primos se levantan. Son dos chicos y dos chicas. Los tres que faltan ya son mayores y andan a la escuela. Me siento entre ellos para ver mejor cómo les mira mi tía.

Después llegan el tío Jenaro y los tres de la escuela. Hay también una mesa y un montón de banquetas. De modo que hoy como berza de una olla que está sobre una mesa. Además de las patatas, lleva un cacho de tocino, porque el tío Jenaro tiene más tierra que nosotros y mata un cerdo al año. Meto la cuchara en el potaje tan aprisa que mi tío dice:

—¡Cómo carga el jodido! Por algo le llaman «el Ruso».

Mis primos ríen con la boca llena y mi tía acaricia mi cabeza. Mi tío Jenaro es un hombre flaco, con una voz tan ronca que las palabras salen distintas de su boca. La tía suele decir que en años era el mozo más alegre de La Baña, que ahora es otro. Después de la berza, mi tía parte el tocino en siete porciones y nos pone una en cada pan. Mi tío se larga con el último bocado. Desde la puerta le veo coger la azada y marchar hacia su campo. Y cuando mis primos mayores se van también a la escuela, los cuatro pequeños y yo salimos al camino a jugar a las bigarcias, pero mi tía viene detrás y me mete en casa.

—Siéntate.

Me siento.

—No me gusta ver descalza a la familia.

Le veo buscar por los rincones. Se me para delante y mueve la cabeza.

—No tengo nada para ti.

Nos miramos y sé que ella y yo estamos pensando en lo mismo.

—Qué botas las de ese guardia, ¿verdad?

Se arrodilla, me aplasta la cara entre sus manos abiertas y me agarra mis ojos con los suyos.

—Aún eres pequeño, pero quiero empezar a decírtelo, si no te lo dice nadie. ¡Huye de aquí, Antoñito! ¡Huye de La Baña en cuanto tus piernas puedan llevarte lejos! Lo mismo les digo a mis hijos. ¡Salvaos todos de esta miseria!

Me besa en la cara y sonríe.

——Espera un poco.

Se levanta, entra en un cuarto y sale con unos trapos. Se arrodilla otra vez y envuelve mis pies con restos de esas chaquetas que hacen las mujeres con lana de nuestras ovejas. Me pone unas fundas tan bien atadas que puedo andar sin que se me salgan. Estoy acostumbrado a ir descalzo, pero es mejor llevar los pies tapados, aunque no sea con botas como las que tenía aquel hombre.

Como ha trabajado todo el día majando centeno, madre regresa por la noche con un pingo de tocino y medio pan. Hace tres cachos del tocino y otros tres del pan. Madre, Mario y yo cenamos en silencio. Madre no habla. Se ha sentado en una banqueta y no se mueve. Está cansada. Ni siquiera me pregunta dónde he pasado el día, ni si he comido algo.

Mi hermano ha cumplido once años y ha entrado a servir donde el tío Gabino, que es uno de los tres ricos del pueblo, porque tiene cien ovejas y cuatro vacas. Desde ahora, mi hermano comerá todos los días. Pregunto a madre cuándo me pone a mí a servir.

—A ti no te quiere nadie.

Mi hermano vuelve ahora por las noches con un cacho de pan, que nos comemos entre madre y yo. Madre le dice:

—Cuando el tío Gabino pone en tus manos pan para nosotros, es que está contento de tu trabajo.

Mario nos mira cómo masticamos y dice:

—Ya me deja azadonar las patatas.

—Estoy segura de que está contento de tu trabajo —dice madre.

Entonces yo digo:

—Cuando tenga once años yo también trabajaré donde el tío Gabino.

Espero, pero madre no dice nada.

Al día siguiente despierto y estoy solo en casa. Como llevamos tres días sin hacer cocido, no encuentro nada de comer en la lata, y tampoco queda una miga de los panes que trae Mario.

El sol calienta el polvo y las piedras del camino y se queman las plantas de mis pies, pero ya estoy acostumbrado. El día es tan brillante que me alejo mucho del pueblo. Estoy en un sitio grande y silencioso, nuevo para mí, y cuando miro a mí alrededor no veo ninguna casa. Creo que es por donde llevan los ganados a pastar al monte. Es el sitio más grande y abierto que he visto en mi vida, todo lleno de urces abajo y de pájaros arriba. Tengo hambre y como moras de los zarzales. Sin darme cuenta llego hasta el río. Me escondo, no porque me asuste lo grande que es por allí el río, sino porque hay alguien pescando con el agua hasta las rodillas. Lo conozco: es Benigno, un mozo del pueblo, de diecisiete años, que hasta no hace mucho solía jugar con los pequeños. Está pescando truchas a mano. Levanta piedras con movimientos de gato, y de pronto lanza la mano contra algo que ha visto y la saca con una trucha. Sigue y falla el golpe tantas veces que no se cansa de decir hostias. Pienso que a lo mejor me da una trucha si me acerco a él. Y entonces sale una voz del follaje de la orilla.

—No eches a correr o te cosemos.

Son dos de esos hombres que usan botas. ¿Cómo se han podido acercar sin ruido con esas suelas de hierro? Uno de ellos apunta a Benigno con su fusil y el otro sonríe y le da unas palmadas en la espalda.

—Nos ha costado días, pero ya te hemos cazado con las manos en la masa, cabrón.

—Sólo estoy pescando truchas. El río es de todos —dice Benigno saliendo del agua.

—Si no te callas te deslomo —dice el guardia que le clava el fusil en la espalda.

—No nos cabrees más haciéndote el inocente. ¿Cuántas? —dice el otro guardia.

Benigno señala el suelo con un gesto del brazo. El guardia saca una navaja del pantalón, la abre y corta un palo de arbusto para hacer un garabito, que entrega a Benigno. Benigno se agacha y al ponerse en pie tiene cuatro truchas ensartadas.

—Andando —dice el guardia.

En cuanto se van los tres, corro hacia el hueco en la yerba donde estaban las truchas, pensando que habrá dejado alguna. Tengo tanta hambre que busco, pisoteo las yerbas, las aparto. Sólo pido una trucha. Cuando la veo contra una piedra me cuesta creer que la estoy viendo. Toco su carne húmeda. Mis tripas saben que tengo comida y me la piden. Me siento con la trucha ante la cara y le doy el primer bocado. Mastico la carne y la piel. Es blanda y blanca. Siento que es blanca sólo masticándola. Sabe a río. La cabeza sabe a caña de río y las tripas a arena de río. «Que se jodan las hormigas», pienso, arrojando la espina limpia.

Entonces me acuerdo de Benigno y echo a correr. Los alcanzo antes de que lleguen al camino y Benigno vuelve la cabeza y me ve. No dice nada. Marcha entre los dos guardias, con el garabito colgándole de la mano. Ahora se por qué he corrido tanto: allí están las cuatro truchas, no se ha caído ninguna. Les sigo. Benigno abulta la mitad que cada uno de los guardias, pero si de pronto echara a correr no le alcanzarían, porque los guardias se mueven como bueyes y sus botas serán buenas para el agua y la nieve, pero no para correr. Sin embargo, Benigno se deja llevar hasta aquella casa a través de todo el pueblo, que ha salido a las puertas a verle. Nadie habla. Nadie respira. La puerta se cierra detrás del último guardia.

Entonces regreso al río y me meto en el agua, justo donde estuvo Benigno. Mis rodillas cortan la corriente. Veo mis pies descalzos y blancos tan claramente como si el río fuese aire. Me agacho y empiezo a mover piedras. Una cinta se ondula y avanza. Es una culebra. De un salto alcanzo la orilla. Cuando pasa, sigo pescando. ¿Qué prefiero: los guardias o la culebra? Ya sé lo que van a hacer con Benigno. No quedan más truchas: había cinco y Benigno las cogió. Recorro el río arriba y abajo, no dejo una piedra sin mover, pego los ojos al agua. Tengo más hambre y no hay truchas. En esto me doy cuenta de que está anocheciendo. ¡Leches! Llevo todo el día con las truchas. Levanto la cabeza y me veo en otro lugar desconocido del río. Me agarra de golpe el cansancio y me tumbo en la yerba. Creo que ya no tengo hambre. Pero no dejo de mirar el río. Algo se mueve entre dos aguas. Una gran trucha pasa bajo mis narices, riéndose de mí. Salto y caigo al río sobre ella. Mis manos se hunden, pero sólo cogen agua. Braceo, pataleo y el hambre que ha despertado en mis tripas me hace gritar de rabia. Sí, hay truchas, pero no son para mí. Creo que son para esos hombres de las botas. Y para Benigno, si ellos le dejaran. A mí no me han hecho caso porque saben que los pequeños no son capaces de pescar. Cuatro piojos trepan por los jirones de mi blusa hasta el hombro. Me hundo hasta el cuello, levanto el brazo y los piojos lo recorren y se amontonan en la punta del dedo, lo único que está fuera del agua. Entonces lo hundo. Los piojos no se mueven ya. Aguantan. Cuando pienso que se han ahogado, los saco y les toco el cuerpo. Se mueven. Los hundo de nuevo y por más tiempo. Al sacarlos, siguen tan vivos como antes. Madre dice que la única manera de matarlos es cociendo la ropa. Pero ¿qué nos ponemos mientras la cuece durante horas y se seca, si sólo tenemos una ropa? Además, madre dice que es inútil tomarse el trabajo, porque un día la tía Petra me regaló una camisa y un pantalón viejos y madre coció mi otra ropa y cuando me la pude poner, la camisa y el pantalón de la tía Petra ya estaban con piojos. Vuelvo a la yerba. No sé si estoy cansado o hambriento.

Cuando despierto es de noche. La ropa mojada me hiela la carne. Corro para entrar en calor. Ante mi casa hay un grupo de gente.

—Aquí llega tu hijo, Basilia.

Madre me agarra del brazo y me zarandea.

—¿De dónde vienes, condenado?

Yo sólo pienso en la carne blanca de la trucha que me he comido.

La tía Petra nos empuja al interior de la casa y cierra la puerta.

—La culpa es tuya, por dejarlo solo todo el día.

—Tú tienes un hombre que te trabaje. Yo he de dejar la casa de la mañana a la noche.

—Llévatelo contigo.

La tía Petra enciende una vela y madre se sienta, apretándose la cara con las manos. Entonces recuerdo que me he comido la trucha entera, sin guardarle un cacho. Me pongo a su espalda y le toco el hombro.

—También podrías mandarlo a la escuela.

Madre suspira.

—Estoy esperando a que nos muramos todos.

—Este chiquillo abrirá la marcha. Está en los huesos y enano. Tiene siete años y parece que tiene la mitad.

Madre lanza un alarido.

—¿Quieres que le guise mis tetas?

La tía Petra me coge y me desnuda.

—¿Cuánto tiempo llevas con la ropa mojada?

Pienso en el grito de madre y no puedo responder.

—¿Anduviste por el río?

Me seca el cuerpo con el trapo que se quita de su cabeza. Me levanta de los sobacos, me lleva a la cama y me cubre con las pajas. Luego corta un trozo de pan y otro de tocino, de lo que le han dado a madre por un día de trabajo, y me los pone en las manos.

—Come y engorda —dice.

Luego tiene que cortar para madre, que parece una estatua en su banqueta, y para mi hermano Mario, que se asusta más que yo cuando las mujeres gritan. Los tres masticamos en silencio.

—Parece un buen tocino el de Dalmacio —dice la tía Petra.

Es blanco, como la carne de la trucha. Mañana iré a pescarle una a madre, aunque luego me cojan los hombres de las botas. Ahora puedo masticar a gusto mi bocado.

De pronto se abre la puerta y entra Benigno.

—¿No sabes llamar y esperar a que te abran? —dice la tía Petra—. Entonces, ¿por qué no lo haces? ¡Esta casa es como las otras! ¡Si me entero que otra vez…!

—Mi trucha —dice Benigno.

El tocino se me atasca en la garganta.

—Este espabilao me robó la que pude esconder de los guardias.

—Aquí no hay ninguna trucha —dice madre.

—Pregúntenle a él.

Madre y la tía Petra me miran.

—Ahora entiendo lo del remojón —dice la tía Petra.

—¿No le preguntan dónde la tiene? —dice Benigno.

—La tiene en la tripa —dice madre—. ¿Dónde crees que puede tener una trucha un hijo mío?

—Me la ha robado y quiero algo a cambio.

—Que digan los guardias lo que te tenemos que dar —dice la tía Petra.

Benigno abre la boca y se queda como mudo.

—¿Qué te han hecho en el cuartel?

—Firmar el atestado para la multa. Y por haberme tenido que vigilar en horas de siesta, he probado el vergajo. Esas truchas me salen caras y no puedo perder ni una.

—Tienes razón —dice la tía Petra—. Vamos tú y yo a preguntarles qué vale la trucha que faltaba.

—Esta casa es un nido de cabrones.

Benigno se marcha dando un portazo.

No sé cuántos días ando por el río queriendo pescar algo. Ahora ya consigo ver las truchas, aunque no pueda cogerlas. Ayer toqué una con los dedos. La mano se me encogió sola. La próxima vez no me asustaré. Madre tendrá su trucha. Levanto la cara del agua y dos de esos hombres con botas están en la orilla. No son los mismos que agarraron a Benigno. Están sentados a la sombra y me miran sonrientes.

—Sigue, sigue, hijo. Pues no faltaba más.

Usan sombreros negros como cuervos. Uno de ellos es el mismo al que vi comer sardinas a la puerta de su casa.

—Pero si me parece que es el Ruso —dice.

Lo peor es que es la hora de la siesta y Benigno dijo que…

—Vamos, hijo, sal de ahí, que sólo queremos charlar un poco contigo.

En cuanto piso la orilla los tengo encima, uno a cada lado.

—¿No sabes que está prohibido pescar?

—Yo sólo quería una trucha para madre —digo.

—Ya conocemos bien a tu madre. Hay algo que le gusta más que las truchas.

Se ríen.

—No lo vuelvas a hacer. Debes respetar las leyes. También llegan las leyes a este rincón del demonio. También a nosotros nos gustaría pescar, ¿no lo sabes? Pero la ley se ha hecho para todos y nosotros estamos aquí para que se cumpla.

El guardia de las sardinas se agacha a mi lado. Deja el fusil en el suelo y me coge de los hombros.

—De ti depende el que seamos o no buenos amigos, Ruso.

—Yo sólo quería una trucha para madre.

—Pues se quedará sin ella.

—Yo siempre veo a la gente pescar en el río.

—Sí, pero en otra época, cuando la ley lo permite. —Se quita el gorro y me lo enseña.

—Este sombrero es la ley, Ruso. Cuando lo veas, es mejor que agaches las orejas y obedezcas. Y ahora, derecho a casita.

Doy la vuelta y echo a correr.

—¡Espera!

Se me acerca.

—Toma este caramelo de menta, para que no olvides que no debes pescar. Y este otro para tu madre, para que se consuele por haberse quedado sin trucha.

Los dos caramelos son iguales, envueltos en papel verde. Es la segunda vez que tengo un caramelo en mis manos. La tía Petra me dio el primero, cuando el bautizo de su hijo pequeño, hace tres años.

—Dile a tu madre que te lo ha dado para ella el guardia de los sábados.

Madre me lleva por primera vez a la escuela después de una gran nevada. La escuela está en las afueras del pueblo, en la parte baja de la misma colina donde están la iglesia y el cementerio. Es una casa grande y nueva, con ventanas largas. A la izquierda está la parte de las chicas y a la derecha la de los chicos. La maestra nos mira desde una de las ventanas de la izquierda. El maestro nos abre la puerta. Es un hombre fuerte, con cara de toro, que me mira como si nunca hubiera visto a un pequeño.

—Le traigo a mi hijo a ver si lo quiere tener —dice madre.

—Aquí admitimos a todos los niños en cuanto dejan de mearse. ¿Cómo te llamas? —dice el maestro.

—Antonio —digo.

—A que tienes cuatro años.

No, siete —dice madre.

Leo en la cara roja del maestro que le molesta haberse equivocado. Yo daría cualquier cosa por tener cuatro o porque madre hubiera mentido.

—¿Cómo se llama usted? —pregunta el maestro.

—Basilia.

—¿Y su marido?

—No tengo marido.

—¿Viuda?

—No, sola.

El maestro la mira fijamente, abriendo mucho los ojos.

—Ya. Sé de usted que regresó de América con dos hijos. ¿Dónde está el otro?

—Trabajando.

—¿Y antes? ¿Cómo no vino antes?

Madre se encoge de hombros.

—Lo de siempre —dice el maestro—. La escuela no vale para nada. Sólo los traen cuando les estorban en casa. Descuide, señora, que yo lo aguantaré por usted. Para eso estamos.

Luego mira mis pies cubiertos con trapos mojados por el agua de la nieve. Desde el día en que la tía Petra me puso aquellos trapos en los pies, madre siempre me pone trapos. El maestro me coge de la mano y me mete en la escuela.

—Su hijo acaba de cruzar el umbral de la civilización, señora —dice el maestro—. Se lo devolveré por la noche.

Hay un gran cuarto con más de veinte niños puestos en mesitas iguales. Me miran y se ríen. Conozco a casi todos. El maestro me lleva hasta una mesa sobre un gran cajón de tablas, y me sienta en una silla. Se agacha y me suelta los trapos de los pies y luego me levanta con silla y todo y mete mis piernas debajo de la mesa. Siento un buen calor.

—Tú y tus zapatos os secaréis junto al brasero, dice el maestro.

—El carbón, para el último que llega —se oye una voz y todos ríen.

El maestro se vuelve.

—¡Raúl, sal por una vara!

Raúl es uno de los que juegan conmigo a las bigarcias. A mi espalda, en la pared, hay una gran tabla negra llena de rayas blancas, y a su lado una bola de colorines. A través de los cristales veo a Raúl subido al avellano de la explanada, arrancando una rama. La clase está en silencio y el maestro pasea por entre las mesitas, hasta que Raúl vuelve y le entrega la vara y él le atiza con ella en el culo. Sólo lo deja cuando se cansa de perseguirle por la clase y de mover el brazo con la vara. Luego se acerca a mí y me encojo.

—No tengas miedo. Aquí no se mata a nadie. Pórtate bien y no me obligarás a hacer lo que has visto. ¿Sabes una cosa, Antonio?

—No.

—No, señor.

Le miro desde abajo. Es grande como un árbol.

—Di «No, señor».

—No, señor —digo.

—Pues, escucha, Antonio: la letra, con sangre entra. ¿Qué te parece?

—Sí, señor.

—Quiero decir que si alguna vez os atizo es por vuestro bien. ¿Te has subido alguna vez a un avellano?

—Sí.

Me mira.

—Sí, señor —digo.

—Bien. Me gusta que mis alumnos vengan preparados.

Se vuelve a la clase con una sonrisa y los niños se atreven a moverse y a reír.

—Cuando te seques, me dejas el sitio y te pones con los pequeños. Vivimos en un lugar dejado de la mano de Dios, pero me he propuesto sacar de vosotros unos hombres de provecho.

Ahora que voy a la escuela he descubierto los domingos. Ha pasado el invierno y sigo sin entender por qué madre me manda a que aprenda las letras. Donde tío Gabino a mi hermano Mario le dan de comer y encima trae a casa por la noche un cacho de pan de centeno, mientras que a mí en la escuela sólo me dan palos. Las cosas se han puesto tan mal entre el maestro y yo que ya no me pone a secar los pies en el brasero. Empezó a los quince días de mi llegada, cuando me encontró meando en un rincón de la clase y a todos riendo. No lo hice por una apuesta ni por hacerme el valiente. Es que, de pronto, no aguanté aquella escuela tan limpia recordando mi casa. Fue la primera vez que el maestro me mandó salir al avellano.

—¿Os habéis quitado los piojos antes de entrar? —nos dice el maestro.

He descubierto los domingos. Ahora es el único día importante. También he descubierto las semanas. Son largas, nunca se acaban entre un domingo y otro. Y menos mal que he empezado a trabajar de pastor para los vecinos. Me ven camino de la escuela y me dicen: «Eh, Ruso, lleva mis bichos al monte», y los cojo y estoy con ellos todo el día y a la noche me dan un cacho de pan. Madre no me riñe. Otros días me escondo en el río para no ir a la escuela, porque resulta que ya he pescado mi primera trucha. Pude esconderla entre la blusa y el cuerpo, porque era pequeña y se la llevé a madre. La puerta estaba cerrada por dentro con la tranca. Madre siempre lo hace cuando tiene visita. Esperé, preguntándome cuál de los hombres sería esta vez. Por fin se abrió la puerta y vi al que llaman Tomás. Estaba sentado en una banqueta, comiendo una patata cocida. Me miró y se rio sin ruido con la boca llena. Madre le cuchicheó unas palabras y entonces él se levantó y se fue.

Aquellos hombres visitan nuestra casa cuando ya no nos queda nada en el huerto y cuando madre no puede ir a los campos de otros o a cuidar los ganados por ser invierno. Siempre dejan alguna comida. Hace tres días acabamos nuestra última berza, y también hemos acabado con todas las patatas, pues el hambre nos obliga a sacarlas de la tierra cuando empiezan a granar y aún son como canicas.

Madre cogió la trucha que yo le daba y salió a la puerta a limpiarla.

—Que no te agarren los guardias —me dijo.

Estaba contenta de tener aquella carne, pero no me lo dijo. ¿Por qué no me dijo que estaba contenta? Hablé a su espalda. Le dije que he encontrado un trozo de río con cañaverales tan cerrados que puedo pescar sin ser visto. Madre acabó de sacar las tripas a la trucha y se puso a remover el cocimiento de la lata. Tomás había dejado dos berzas y unas patatas.

Lo único que tiene de bueno la escuela es que al ir y al venir se pasa ante las dos viñas del pueblo, y ante la tapia de la casa del cura: al otro lado hay cerezos y ciruelos. Es difícil robar allí. Toda la escuela vive el año soñando con las uvas del verano, pero cuando empiezan a madurar los dueños de las viñas montan guardia al borde del camino cuando pasamos. Tienen que sentarse allí cuatro veces al día, con una tranca a su alcance. Sólo los mayores se atreven a saltar la tapia del cura.

Mis amigos son Raúl, Félix y Gualberto. Gualberto es mudo. Abre la boca, dice «¡uuuuhhhh!» y cree que le entendemos. Su padre está en la cárcel por robar o por matar, no sé. Con Gualberto hay que entenderse por señas. Le he enseñado a decir trucha: hago con la mano el gesto de sacar algo del agua y de doblarlo. La primera vez lo hice con una trucha que acababa de pescar ante él y luego se lo repetí sin trucha y él lo repitió también, lanzando su «¡uuuuhhhh!» de alegría. Pero es mejor ir a pescar solo. Es más fácil esconderse. Además, Gualberto empieza con su «¡uuuuhhhh!» en el momento menos pensado, porque tampoco oye ningún ruido. Me gusta pasar los domingos en el río, solo. Raúl, Félix y Gualberto tienen más miedo que yo a los guardias. O menos hambre. Pero casi todos los domingos vuelvo a casa sin haber cogido una sola trucha.

Me gusta darme de hostias con algunos de la escuela. Empezamos sin más, en cuanto ellos me ven a mí o yo a ellos. A veces, en clase o en el recreo. El avellano se está quedando sin varas.

Es septiembre. Salimos de la escuela y vamos de regreso al pueblo. A Lorenzo le voy pegando patadas en las piernas y él me suelta coces. Lorenzo es hijo de Eulalia, una mujer que estuvo con madre en América, y con más suerte, pues trajo perras para abrir una cantina en La Baña. Lorenzo y yo dejamos de pegarnos al pasar ante las viñas. Todo el grupo camina en silencio, la cara vuelta hacia las uvas, a las que falta poco para estar a punto. Hay tanta carga que rompe las ramas. Daniel y Moisés, los dueños, están tumbados boca arriba al borde de sus tierras y parece que no nos miran con sus ojillos semicerrados. Después, Lorenzo y yo proseguimos la zambra hasta el pueblo, hasta que él coge un pedrusco y me lo estrella en la boca. Algo se me rompe dentro. Escupo medio diente. «¡Cabrón!», le digo a Lorenzo y él echa a correr y le alcanzo y le doy hasta que me duelen las manos y los brazos. Y en esto llegan las mujeres.

—¡El Ruso está matando a mi hijo!

Es Eulalia.

—¡Ayer hizo sangrar al mío de la nariz! —dice otra.

—¡Siempre anda buscando a uno o a otro para desgraciarlos!

—¡Viene de mala casta el condenado!

Hay muchas y están como locas. Me quieren agarrar y escapo. Madre está a la puerta de casa y se aparta para que yo pase.

—¿Qué queréis? —dice a las mujeres.

Ellas le apartan a empujones y me atrapan en un rincón. Me cubro la cabeza con los brazos y aguanto sus golpes. Puedo ver que a madre la agarran entre cuatro.

—Es mi casa. No tenéis derecho a entrar así.

—¡Cállate, puta!

También puedo ver que llega mi hermano. Da unos pasos, se para junto a una banqueta y mira. Sus brazos le cuelgan de los hombros como ramas secas y no leo nada en su cara. Sólo hace que mirar. Las mujeres se van cuando se cansan de pegarme.

Madre parte en tres cachos el pan de Mario y me da uno. No hablamos de lo que ha pasado.

Estamos los tres en la cama de pajas y empiezo a notar las patas de los piojos. Me levanto y voy a la puerta.

¿Qué haces? Dice madre.

—Salgo a traer algo —digo.

El pueblo está a oscuras, sin una ventana con luz. En La Baña hay cuatro cantinas, donde se vende o se cambia tocino y jamón, latas de comida, sal, cerillas y tabaco, azúcar, aceite, petróleo para quinqués, velas, mantas, calzado, pantalones y chaquetas, patatas y demás cosas, casi todas traídas de fuera a lomo de mulas. Ni Mario ni yo tenemos que entrar casi nunca a las cantinas. Tampoco madre. Paso por delante de las cuatro y sus puertas están atrancadas. Tengo que llevar a madre y a Mario unos puñados de sal o una lata de sardinas, cualquier cosa. Yo he tenido la culpa de lo ocurrido, y encima Mario me ha dado el cacho de pan. Pero tengo que seguir hasta las viñas. Me quito la blusa y la cargo de racimos. No quiero probar un solo grano hasta que los prueben ellos, pero el hambre es muy fuerte.

Es domingo. Madre va siempre a la iglesia en este día. A veces, yo la sigo, como hoy. Mario tiene trabajo donde el tío Gabino. Madre marcha delante y yo detrás, a cinco pasos. Me doy cuenta de que ha engordado. Lleva las madreñas tan rotas que me pregunto si le resistirán hasta la vuelta a casa.

En la explanada de la iglesia me junto con Raúl, Félix y Gualberto.

—Don Matías ha cogido a Lorenzo para que le ayude con la bandeja de la comunión —dice Félix.

—¿Qué comunión? —digo.

—La que dan a los mayores en la iglesia.

—¿Para qué?

—Para que la coman.

—¿Y por qué no la dan también a los pequeños?

—Porque, antes, se la tienen que dar por primera vez.

—Madre dice que haré la primera comunión cuando me pueda comprar un traje usado en la cantina de Eulalia —dice Félix.

Entonces comprendo por qué madre nunca me ha hablado de la primera comunión.

—¿A qué sabe? —digo.

—Nunca la he probado —dice Félix.

—Ni yo tampoco —dice Raúl.

—¿La habrá probado este? —digo tocando a Gualberto.

Los tres le miramos y él se ríe con su «¡uuuuhhhh!». Le hago la última seña que le he enseñado: muevo el dedo en círculo sobre la cabeza, diciéndole «bonete» y «cura», y ahora su «¡uuuuhhhh!» es tan fuerte que le miran los que pasan hacia la iglesia.

—¿Y es don Matías el que da esa comunión? —digo.

—Sí —dice Félix.

—¿Para qué?

—Para meter a Dios en los cuerpos.

—¿Qué es Dios?

—Una persona.

—Las personas no se comen.

—Esta, sí.

—¿Y vive en la iglesia?

—Sí.

Raúl da un empujón a Félix.

—Dios está en todas partes.

—Es verdad: Dios está en todas partes —dice Félix—. Y en todas las cosas. Él ha hecho el mundo y todo lo que hay. ¿Nadie te ha hablado de Dios?

—No —digo.

—¿Ni tu madre?

—Siempre anda en el trabajo o cansada.

—¿Tampoco has oído cómo se cagan en Dios?

—Sí, pero yo creí que era algún cabronazo que vivió en el pueblo y que ya se había muerto.

—Dios no es ningún cabronazo. Es el padre de todos nosotros.

Siento algo en las tripas.

—¿El padre? ¿Y tu padre? ¿Y el tuyo? ¿Y el de este, aunque lo tengan en la cárcel?

—Es también el padre de nuestros padres —dice Raúl.

Ya no me interesa Dios.

—¿Qué te pasa? —dice Félix.

—Nada.

—¿Te duele algo? —dice Raúl.

—No.

Hasta que Gualberto se pone a hacer muecas para que yo levante la cabeza.

—¿Por qué no comulgamos? Todo el mundo va.

—Es que ellos ya han comulgado alguna vez —dice Raúl.

—Si no empezamos no comulgaremos nunca.

—¿Por qué quieres comulgar? —dice Félix.

—Tengo hambre.

—Dios no es para comer.

Pero ¿no me habéis dicho antes…?

Félix y Raúl se miran.

—Bueno, es para comer, pero no hay que ir pensando en que se le va a comer —dice Félix.

—Pues no iré pensando. Y esa cosa que te dan con Dios, ¿es dura o blanda?

—Si fuera dura, ¿cómo la podrían comer los viejos sin dientes?

—Es verdad.

—Yo no tengo el traje nuevo —dice Raúl—. Creo que a Dios le gusta que los pequeños comulguemos de estreno la primera vez.

—La iglesia es oscura y los ojos de Dios tienen que ser muy viejos porque hizo el pueblo y el pueblo es muy viejo —dice Félix.

—Además, entre tanta gente no se fijará en ti —digo.

—¿Y madre? Ella me conoce hasta por el olor —dice Raúl.

—Adiós —digo y echo a correr hacia la iglesia.

Me siguen los tres. De pronto me paro.

—¡Leches! Hasta hoy no me había dado cuenta. He dicho «¡adiós!». Sí, Dios está en todas partes.

Es la primera vez que entramos en la iglesia. Aquí está todo el pueblo. Nadie habla y ni siquiera se oyen las madreñas de madera contra el suelo. La iglesia es grande y alta y la luz entra por unas cristaleras en las que hay pintados hombres con barbas. La pared del fondo tiene velas encendidas de arriba abajo rodeando unos postes dorados y un hombre grande clavado a dos maderos. Hay otras figuras, dos o tres hombres con las manos abiertas y una mujer con cara de tonta y piel blanca. Yo no puedo apartar los ojos del hombre de los maderos.

—Es de mentiras —dice Raúl.

—Ya lo sé —digo, pero ahora estoy más tranquilo.

Estamos en las primeras filas. Nadie se preocupa de nosotros. Llega don Matías disfrazado y empieza a hacer cosas ante una mesa con manteles. Luego suena el órgano, que ya he oído otras veces desde fuera. No entiendo lo que dice don Matías. No es fea la música del órgano, pero me aburro. Por mucho que miro no veo comida por ninguna parte. En esto, la gente empieza a moverse hacia don Matías y los que están en la primera fila se arrodillan.

—Vamos —dice Félix.

No hay ollas ni latas de cocimiento. Sólo la copa de metal dorado que don Matías tiene en las manos cuando se vuelve y se acerca a los arrodillados. Lorenzo está a su lado con una bandeja. Las bocas se abren y la mano de don Matías mete en ellas una ración de pajarito de una cosa blanca que casi no se ve entre sus dedos. Pienso que no merecía la pena aburrirme en la iglesia para esto.

—Es la hostia —dice Félix.

—Sí, esto es la hostia —digo.

Pero me arrodillo cuando nos llega el turno. Nunca en mi vida he estado tan cerca del cura. Lorenzo presume demasiado con su bandeja. Al ponérmela debajo de la barbilla, el muy cabrón me da un golpe con su canto en la garganta. De vez en vez, don Matías cierra los ojos y se le pone una cara de bueno que casi asusta más que la otra. Pero cuando los abre se le escapa su mirada de fiera. Ahora lo tengo delante. Sus ojos me atraviesan y sé que se está preguntando si ha visto mi cara alguna vez. Abro la boca y él deja el pingajito sobre mi lengua. Casi no lo noto. Pero como mis tripas comienzan a pedírmelo con sus ruidos de siempre, lo mastico. No sabe mal. Lo trago como si fuera un sorbo de agua. Oigo el «¡uuuuhhhh!» de Gualberto y vuelvo la cabeza. Está masticando su ración y mirándome con una cara de que aquello está muy bueno. Nos levantamos con todos, y mientras los demás se quedan en la iglesia, nosotros salimos.

—Ya hemos hecho la primera comunión —dice Félix.

—Tendremos que hacer la segunda para quitar el hambre —digo.

Volvemos los cuatro a la iglesia y nos colamos hasta la fila de arrodillados. Lorenzo se queda tan asombrado que no se acuerda de clavarme la bandeja. Esta vez, la mirada de bestia de don Matías se pregunta si no me ha visto hace un momento. Pero me mete en la boca el cacho de Dios. Ahora ni siquiera salimos de la iglesia, sino que damos la vuelta por detrás de la gente y enseguida estamos de nuevo arrodillados. No se pasa tan mal en la iglesia y si en la copa de don Matías hay comida para muchas pasadas, ya tengo dónde llenar la tripa los domingos. Lorenzo abre la boca para reírse, pero lo callo con una mirada. La mano del cura se para a un palmo de mi nariz. Se cruzan nuestras miradas y un momento después sus ojos se ponen negros.

—¡Fuera de mi iglesia, perdidos! —grita con la copa en alto—. ¡Sacrilegio! ¡Habéis profanado el templo de Dios!

Los cuatro nos levantamos como rayos y ganamos la puerta a empujones. La gente empieza a hablar y a reírse, mientras el cura nos persigue por el pasillo que hemos abierto. Nos paramos al otro extremo de la explanada desierta y miramos hacia atrás. En la puerta, don Matías sigue con la copa de la comunión en alto.

—¡Sois carne del infierno! —grita.

Luego se vuelve, cierra las puertas mientras nos dice más bajo:

¡Cabrones!

No aparezco por casa en todo el día y por la noche encuentro en la lata algo de berza con patatas. Mientras ceno miro el cajón de las pajas, donde madre no se mueve. Creo que duerme, pero de pronto me dice:

—¿Ya has venido?

—Sí, madre.

Espero un sermón por lo de la iglesia, pero no habla más.

—¿Quién es Dios?

Tarda tanto en responderme que pienso que ya está dormida.

—La vida te dirá quién es Dios —dice.

En la escuela tenemos unos libros que hemos de dejar a la salida formando torre sobre una de las mesas. Yo no sé leerlos, pero he oído cómo se llaman: Lecciones de Cosas, Historia Sagrada y Fábulas. Nos juntamos en grupos a ver sus santos y escuchar al que sabe leer. La voz del maestro suena a mi espalda:

—Y tú, Ruso, ¿cuándo aprendes a leer?

Y me da un golpe en la oreja que me deja sordo. Me vengo de él robándole después uno de esos libros.

Mi casa está cerrada y hay un palmo de nieve en el camino. Doy la vuelta a la casa y bajo por la rampa de tierra hacia la cuadra, y entonces oigo a mi tío Dalmacio que me dice que vaya con él a calentarme a su cocina. Está llena de humo. El tío Dalmacio es hermano de madre. Es un hombre que tan pronto está riendo como gritando. A veces, me encuentra y sin más me da un sopapo. Hoy está de buenas y me lleva a su casa y dice a mi tía Irene que me parta un cacho de pan. Saco el libro de debajo de la blusa y lo dejo sobre la mesa y empiezo a comer, mientras la tía Irene me suelta los trapos de los pies para secarlos al fuego.

—¿Qué es esto? —dice el tío Dalmacio cogiendo el libro.

—Para leer —digo.

—¿Cómo se llama?

Por los santos de la pasta sé cuál es.

—La Historia Sagrada.

—Pero ¿cómo se llama? Cuando hice la mili había un comandante que en una balda de su despacho tenía nueve… nueve… no sé qué.

—Libros —dice la tía Irene.

—¡Sí, libros! —dice el tío Dalmacio—. Antonio, te lo cambio por otro cacho de pan.

Pongo la mano a la tía Irene y ella me da más pan.

—¿De dónde lo has cogido? —dice el tío Dalmacio.

—De la escuela.

—¿Y hay más?

—Un montón.

—Te doy un cacho de pan por cada uno que me traigas.

Al día siguiente le llevo las Lecciones de Cosas y las Fábulas y me da un solo cacho de pan, cuando me tenía que dar dos. Ha clavado una balda en la pared, donde ya ha puesto la Historia Sagrada. Junto a ella pone los dos libros de hoy y los mira sonriendo.

—¿Cuándo me traes más?

En los dos días siguientes tengo al maestro encima y no puedo sacar ninguno. Pero en el tercero escondo tres en la blusa. Al entrar en casa del tío Dalmacio sólo llevo uno en la mano, y recibo un cacho de pan. Al día siguiente le doy el otro, y al otro el otro, de modo que saco tres cachos de pan. Hasta que un día el maestro me caza y me abre la ceja de un puñetazo.

Madre me acompaña a la escuela. Al maestro no se le ha ido la mala leche.

—¿Qué desea usted? —dice.

—Mando a mi hijo a la escuela para que le enseñen y no para que lo maten.

—¿Sabe lo que ha hecho?

—Coger un libro no es tan malo.

—¿Sabe usted leer?

—No, ni falta que me hace.

—Entonces no sabe lo que significa un libro. Un libro significa cultura, civilización, buenas maneras…

Mira con más fuerza a madre y dice:

—… Moralidad.

—Yo le pagaré su libro.

—No me ha robado uno sino muchos. Me ha vaciado la clase. Y tampoco eran míos sino del Ministerio.

Se vuelve a mí y yo doy un salto atrás.

—¿Para qué los querías? ¡Devuélvemelos!

Pienso en todos los cachos de pan que tendría que devolver al tío Dalmacio y le digo con la cabeza que no voy a devolvérselos.

—Es un vándalo —dice el maestro—. Su hijo, señora, no tiene remedio. Durante un mes lo tendré dos horas más en clase. Es decir, los días que venga. ¿Ya sabe que me falta dos días de cada tres?

Va de pastor.

Pues entre las ovejas y los novillos todavía no ha aprendido ni la A.

Se miran. El maestro mueve la cabeza y lanza un suspiro.

—¡Ea!, váyase en paz. Bastante desgracia es la suya de tener un hijo como él.

En la balda del tío Dalmacio ya no caben más Fábulas, Historias Sagradas y Lecciones de Cosas, de tantas como tiene repetidas. Las coge y las manosea. O las mira como tonto mientras come.

Vengo de la escuela. Cuando estoy a veinte pasos de casa veo a mi hermano entrar corriendo. Aún no es la hora de dejar su trabajo con Gabino. Corro también y enseguida oigo los lamentos de madre. Está en un rincón y el hombre que se llama Tomás la está pegando. Mario se ha quedado quieto en el centro de la casa, sólo mirando.

—¡Madre! —digo.

Y me echo encima del hombre, agarrándome a su espalda, pero no alcanzo sus brazos y resbalo hasta sus piernas. Se las golpeo con pies y manos, pero él ni me siente.

—¡El hijo será de tu padre! —dice el hombre una y otra vez.

Levanto su pantalón y le clavo los dientes en la carne peluda. Oigo su grito, me sacude en el aire y ruedo por el suelo. El hombre viene hacia mí y veo su puño sobre mi cabeza.

—¡No le toques! —dice madre.

El hombre la llama puta y se va.

Cuando tengo hambre me acuerdo de Dios. Desde el día de mi primera comunión pienso mucho en el cura. Es un hombre gordo, que cría tres cerdos al año y que se lo come todo. En sus tierras recoge más lino, patatas y cebada que todo el pueblo junto. Por encima del muro de su jardín se ven sus árboles cargados de fruta. Es amo de muchas cosas y creo que Dios se las da, que está más cerca de Dios que todos nosotros y que es Dios el que le manda repartir los domingos esas galletitas blancas de comida que saca de la gran copa. Ni yo ni Raúl ni Félix ni Gualberto nos atrevemos a pisar la iglesia, pero nos escondemos ante el muro del cura para mirar sus ciruelas.

—Sería como quitárselas a Dios —digo.

—Sí, claro —dice Félix.

—Lo mejor será dejarlo —dice Raúl.

—Pero a Dios le queda mucho más porque es el amo de todo —digo.

No se ve a nadie y saltamos el muro. Al tenerlas al alcance notamos que las ciruelas están más verdes de lo que creíamos. Subo a lo más alto del árbol y mastico. Ni una sola está madura. Félix, Raúl y Gualberto empiezan a trepar también y de pronto suena un cencerro dentro de la casa. Se oyen portazos y don Matías aparece en el jardín con una escopeta. Todo ha ocurrido tan rápido que seguimos en el mismo sitio. Veo a Gualberto caído en el suelo con el pie enredado en un alambre pintado de verde y que entra en la casa del cura por una ventana baja. Cuando Gualberto quiere seguir a Raúl y a Félix al muro, el alambre le hace caer de nuevo al suelo y suena otra vez el cencerro. Pero salta también el muro antes de que yo llegue a las ramas bajas. El cura ya me está esperando apuntándome con su escopeta de dos cañones. Me encojo en la rama y empiezo a llorar, pero no suena el tiro.

—Está bien. Está bien. No llores. Anda, baja ya. Me has pillado de buenas y te perdono la vida. Aunque sería mejor para ti que apretara el gatillo, pues los niños que mueren a manos de cura van derechos al cielo. Tú me dirás lo que hago.

Salto y ruedo hasta sus pies. Las lágrimas apenas me dejan ver.

—Tienes hambre, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Pues yo te la voy a quitar. Creo que eres al que llaman el Ruso, ¿verdad?

Se aparta para coger un capazo que hay sobre la yerba y me lo da.

—Llénalo de ciruelas.

Caben tantas que no acabo en mucho tiempo. El cura no me quita ojo y no sé lo que está pensando. Cuando levanto el capazo del suelo, casi no puedo con él. Lo arrastro hasta ponerlo a sus pies.

—No, son para ti, Ruso. Mis visitas no pasan hambre —dice.

Se acerca hasta un pozo y vuelve con una gran jarra de agua. Se sienta en una piedra y me dice:

—Empieza a quitar el hambre.

Cojo la primera ciruela. Él sonríe y entonces me la como. Y sigo comiendo hasta que ya no puedo más.

—Tengo que ir a casa —digo.

—Hay que acabar el capazo. Empuja con agua —dice el cura.

Y me alarga la jarra. No sé por qué bebo. No tengo sed. Creo que es para meter en la boca otro sabor distinto al de ciruela.

—Sigue comiendo, que ya has hecho sitio —dice.

Están duras y ácidas y los dientes me bailan. Pero el cura me sigue mirando y engullo las ciruelas una tras otra, sin que yo las vea descender en el capazo. Mi tripa ya está como un bombo.

No puedo más —digo.

Lo que pasa es que no bebes agua.

Me da la jarra y bebo un trago.

—Otro —dice.

Le obedezco. Tengo la tripa tan dura y me duele tanto que empiezo a llorar.

—No, no llores, Ruso. En este pueblo sólo se llora cuando hay hambre y las visitas nunca se marchan de mi casa con hambre.

Descarga una patada sobre el capazo para acercármelo. Las ciruelas entran en mi boca mojadas de lágrimas.

—¿Qué te parece, hijo, mi sistema de alarma? Nunca falla. El cencerro está a la cabecera de mi cama. Animo, Ruso, que ya quedan pocas.

Por fin, mis dedos tocan el fondo del capazo. Pienso en otra cosa para poder tragar las últimas ciruelas. Cojo la jarra que me alarga el cura, pero por mi garganta ya no pasa el agua. Se escapa de mi boca como una cascada.

—Anda, vete, y cuando vengas a por más y aparezca yo, no escapes, que yo te daré ciruelas, ya verás.

Al día siguiente en la escuela el maestro me mira con los ojos abiertos.

—Don Matías me ha dicho que hoy te quedarías en casa. Tienes permiso para irte, si te sientes mal.

El cura le ha contado lo de ayer y esperaba verme muerto.

—No tengo nada —digo.

Y es verdad. La tripa se me ha vaciado por la noche. El cura se ha jodido porque no he reventado.

He pasado el día en el lago con el rebaño de Romualdín y al llegar a casa me dicen que tengo una hermanita. La tía Petra la pone en mis brazos. Es fea, negra y pequeña. No pesa nada. Los trapos rotos en que la han envuelto le pasan el primer piojo. Madre está en el cajón de las pajas, mirándonos en silencio. Una mujer llama a la puerta para dejar una berza y un cacho de pan. La tía pone el pan debajo del brazo de mi hermanita y se la pasa a madre.

—Ya ves, Basilia, cómo todos los hijos vienen al mundo con un trozo de pan.

—Que alguien llame a Tomás —dice madre.

La bautizamos dos días después. Es la segunda vez que yo entro en la iglesia. Don Matías le echa agua sobre su cabecita de avellana y le pone el nombre de Pilar. Es una pena que al final no repartan comunión, porque como soy de la familia don Matías no me habría echado. Su cara está roja. Coge a la tía Petra del brazo.

—Decidle que no le bautizaré otro hijo del pecado.

Estoy en el monte cazando pájaros con una honda que acabo de hacer con gomas que me ha traído Gualberto. Mato un gorrión y Gualberto me dice por señas que le haga otra honda. Desarmo la mía, corto las gomas a lo largo con una hojalata y se la hago. A la primera tirada se revienta el dedo gordo de la mano, le tapo la herida con barro y le acompaño a su casa. En pleno monte oigo un ruido en el cielo. Son tres grandes pájaros que se acercan muy altos. Gualberto me ve mirar y mira también y me hace nuestra seña de pájaro: una mano acariciando algo que tiene la otra cerrada. Le digo que no con la cabeza. Aquellas cosas no son pájaros. Echo a correr y Gualberto me sigue. La gente huye de los campos hacia el pueblo gritando: «¡La guerra! ¡La guerra!». Aquellas cosas pasan por encima de nuestras cabezas y me llegan desde el pueblo los gritos de miedo de las mujeres. Se cierran todas las puertas y ventanas y corremos por entre las casas hasta que oigo una voz:

—Frena, frena, Ruso.

Es uno de los hombres de las botas, el guardia de los caramelos de menta. Me mira sonriente desde la puerta abierta de su casa.

—No hay peligro, Ruso.

Le gusta decir Ruso.

—Todos los habitantes de La Baña son unos cobardes. ¿Sabes, Ruso, lo que eran esos trastos? Aviones.

Levanta los brazos para imitar su vuelo y hace un ruido con la boca.

—Aviones de Franco. De los nuestros. Son para tirar bombas y matar, pero no a nosotros.

Se sienta en el peldaño de piedra de su casa.

—¿Sabes quién es Franco? El dueño de esos trastos de matar que bajan del cielo. Franco lo puede todo. Cuando gane la guerra os traerá tantos camiones de comida que engordaréis como cerdos.

Me acuerdo de la comunión y estoy a punto de preguntarle algo, pero no abro la boca. Empujo a Gualberto para marcharnos de allí. Las casas se han vuelto a abrir y entro en la de la tía Petra.

—¿Qué es la guerra? —pregunto.

—Lo que es mejor que no venga por aquí —dice ella.

—¿Por qué?

Porque mata a la gente.

La guerra baja del cielo, ¿verdad?

Sí, la manda Dios.

—No, la manda Franco.

—Viene a ser lo mismo.

—¿También se le puede comulgar a Franco?

—Anda, toma y vete.

Nos da a Gualberto y a mi un cacho de pan, y nos pone en la calle.

Entro en mi casa y le pregunto a madre:

—¿Qué es la guerra?

—Guerra es lo que tengo yo aquí —dice ella, quitando las cacas de Pilar de las pajas de la cama.

Madre lleva trabajando dos semanas en las tierras de Gabino para reunir veinte kilos de patatas de siembra. Le ha dicho que le dé todas juntas al final, porque si las va trayendo a pocos a casa nos las comeríamos. Estamos acabando las últimas berzas. Cuando libremos el huerto sembraremos las patatas. Pilar se pasa las noches llorando de hambre. Hemos separado un poco el cajón de las pajas de la pared para tener más sitio los cuatro. Madre se hincha de agua para tener más leche.

Yo no sabía que las madres hacen con sus hijos lo que hacen las ovejas con sus corderos. Y si las ovejas crían mejor cuando tienen buenos pastos, a madre he de traerle truchas.

La cantina de Bonifacio es una casa como las demás, pero con la cuadra convertida en tienda. He pasado el día en el monte con el ganado de Romualdín, y después de entregarlo he esperado la noche escondido en unas zarzas de las afueras del pueblo. Bonifacio se pasa el día detrás de un mostrador vendiendo lo que trae a La Baña en dos caballos que tiene atados en un rincón de la misma cantina. Allí hay comida y ropa, y muchas veces me siento en el camino a ver los jamones y los chorizos que cuelgan del techo. Me hice amigo de su hijo Raúl porque su aliento huele a chorizo.

En una caja de membrillo que hay encima del mostrador Bonifacio tiene sedal y anzuelos.

La puerta está cerrada y la ventana tiene barrotes, pero mi cuerpo pasa fácilmente entre dos. No hago ruido, para no despertar a los que duermen arriba. ¡Qué buen olor a cosas de comer! Encuentro la caja en la oscuridad y saco un puñado de anzuelos y varios rollos de sedal. Entonces se asustan los caballos y patalean el suelo con ruido. Como tengo las manos ocupadas sólo puedo dar mordiscos a uno de los jamones y salgo por entre los barrotes con la boca llena. Después de una carrera me siento a masticar. El único jamón que he probado hasta ahora son los hilos que suele haber en el tocino. Lo voy tragando a poquitos, hasta que no queda nada en la boca, y luego paso por detrás de la casa de los hombres de las botas, donde siempre hay latas vacías, y meto en una los anzuelos y los rollos de sedal y entro en casa y me meto en el cajón de las pajas. Creo que no he despertado a nadie, pero enseguida veo los ojitos negros de Pilar fijos en mí. No llora, no se mueve. Sólo me mira. Le abro la boca y le meto mi aliento de jamón.

Es domingo. Los cuatro bajamos al huerto a sembrar las patatas, porque ya nos hemos vendimiado todas las berzas. Madre pone a Pilar en un borde, sobre unas pajas, chupando un palo. Cuando se cansa del palo empieza a llorar. Madre se sienta a su lado, la coge y la pone en su pecho.

Llevo ya cogidas un montón de truchas con los anzuelos y el sedal de Bonifacio. Al principio, los nudos se me soltaban y allá se me iban los anzuelos, pero unos tratantes de ganado me han dicho cómo se hacen y ellos mismos me han hecho los primeros. Voy dos veces por semana al lago a cambiar lombrices por truchas. Si veo gente en los caminos doy grandes rodeos. Estoy conociendo mejor que nadie todos nuestros montes. He de tener mucho cuidado con don Matías, que siempre anda de caza con su escopeta. A veces, le acompaña el pedáneo. Un día los he visto cagar al uno enfrente del otro. Los que me dan más sustos son los hombres de las botas, pero siempre los burlo.

De modo que pienso que la leche que madre le da a Pilar yo se la he puesto allí. Me acerco y le pregunto a mi hermanita:

—¿Saben bien las truchas?

Estoy enseñando a andar a Pilar dentro de casa, cuando oigo los gritos de madre en la puerta:

—¡No pases de largo, cabrón! ¡Ayúdame a dar de comer a tu hija!

Me asomo y veo la espalda del hombre que se llama Tomás. Madre corre y le alcanza.

—¡Tienes a dos pasos una hija muriéndose de hambre! ¿Qué fiera te ha comido el corazón?

Luego se le agarra de la ropa.

—¡Tomás, Tomás, no puedo vivir sin ti!

Medio pueblo está en la calle viendo aquello. El hombre sigue su camino arrastrando por el suelo a madre y al fin ella queda tirada.

—¡Maldito hijo puta! ¡Cabrón! ¡Ante Dios lo juro que te mataré con mis propias manos para mandarte al infierno!

Vuelvo de la escuela y encuentro la casa vacía. Madre se ha llevado a Pilar a su trabajo. Tengo los pies helados de la caminata descalzo sobre la nieve, y la lluvia ha empapado mis ropas. Salgo al camino para ir a casa de la tía Petra y entonces recuerdo que llevan días en Robledal donde unos parientes. Llueve y me meto en la primera cuadra que encuentro abierta. Sólo he tenido que empujar la madera. Me echo sobre unas pajas, froto con ellas mis pies para secarlos y luego me entierro en el montón. Las narices se me llenan de pajitas y estornudo sin querer. Salgo de allí y tropiezo con un cesto de lino y meto en él las manos para calentarlas. Hay unas conejeras llenas de conejos. Cuando me aburro salgo a ver si ha parado de llover.

—¿Qué haces ahí, Ruso?

Es un vecino que se llama Vicente.

—He entrado a calentarme —digo.

Me mira las ropas y los pies y me hace una seña.

—Ven a mi casa.

Hay un buen fuego bajo una olla y la mujer me quita la ropa y me tapa con una manta. Luego me sienta y me pone sobre los muslos un plato de berza y patatas muy calientes y una cuchara en la mano.

—Come.

No tiene que decírmelo dos veces. Es lo primero que meto en la boca desde ayer.

—¿Qué tal está Pilarín?

—Llorando.

—Dile a tu madre que si quiere nos la dé para nosotros. Ella ya lo sabe.

—Bueno.

Vicente y su mujer no tienen hijos. Ahí están, en silencio, viéndome comer. Ella tiene una mancha roja en la frente.

—Estaba en la cuadra de Raimundo —dice él.

—Vaya sitio para calentarse —dice ella.

—Había paja seca —digo—. Y lino. Se tiene que dormir muy bien enterrado en lino.

—¿Había lino? ¿Mucho? —dice Vicente.

—Un cesto lleno.

Vicente espera a que yo acabe para quitarme el plato y dárselo a su mujer.

—¿Por qué no vas a por ese lino y me lo traes? Ya te daré algo.

—¿Y si le ven? —dice ella.

—Con este tiempo nadie anda por el camino.

Mi tripa está llena y caliente y tengo ganas de andar. La mujer me viste. Hago varios viajes con brazadas de lino, que ellos van metiendo en un saco. Vicente está contento. Me dice que soy un crío con mucha fuerza. Les llevo todo el lino. La mujer ha traído una berza y mete ocho patatas entre las hojas. Vicente saca de su bolsillo una chapa redonda y me la pone delante de los ojos.

—¿Qué número es este?

Yo sé contar hasta diez.

—El cinco.

—Justo. Cinco pesetas. Son para ti.

Cojo la chapa y la miro.

—Es dinero —dice ella—. Vale para comprar cosas.

En el camino veo venir a un hombre de frente y me gustaría dar la vuelta para que no me vea. Es Raimundo, el dueño del lino.

—Hola, Ruso. ¿Ya puedes tú solo con esa berza tan grande?

¿Por qué no me he puesto la berza delante del pecho para tapar el lino que llevo pegado? Raimundo me mira, pero pasa de largo. Luego veo a un hombre que está buscando algo a la puerta de su casa. Es el padre de Benigno, al que cogieron los guardias en el río con las truchas. Se agacha para mirar en el suelo y de la mano le sale una luz.

—Se me ha perdido un clavo —dice—. Ayúdame, Ruso, que tienes buena vista.

Está anocheciendo, pero la luz del padre de Benigno llega hasta el suelo y lo alumbra. Me agacho junto a él y busco.

—El clavo está en el suelo, no en la linterna —dice.

—¿Se llama linterna este cacharro? —digo.

El clavo está en un charco de nieve sucia. Se lo doy.

—Sí, es una linterna —dice, y la apaga.

No aparto los ojos de ella y él me la pone en la mano.

—¿Te gusta?

Es como una cajita blanca con un cristal en la punta. El hombre aprieta una bolita y sale de nuevo la luz. La aprieta otra vez y la luz se apaga.

—Se la cambio por esta berza —digo.

—¿Y cómo voy a buscar los clavos cuando se me pierdan?

—Me llama a mí.

Se ríe y mete la linterna en su bolsillo.

Dentro de la berza hay ocho patatas —digo.

—Tu madre te estará esperando, Ruso.

Entonces saco el dinero.

—Se la compro.

Ahora recuerdo cómo se llama el hombre. Se llama Francisco. Francisco mira bien el dinero y luego me mira a mí.

—¿Ya sabes lo que es eso?

—Sí, cinco pesetas. ¿Cuánto vale la linterna?

—Cinco pesetas —dice Francisco quitándomelas.

Paso la semana deseando que lleguen las noches para encender la linterna. He ido a la escuela sólo para enseñársela a todos. Madre ya me la ha visto. La guardo en un hueco de la pared de fuera.

—Pero si él no ha traído ningún lino a casa —dice madre a un hombre sentado en una banqueta.

—Yo no sé nada —dice el hombre.

Le da a madre un papel.

—Mi hijo no ha robado ese lino porque yo lo sabría.

—Se lo explica al juez a ver qué dice.

—¡Ven aquí, desgraciado! ¿Qué leches andas haciendo por ahí? Dice el juez que has robado un cesto de lino.

—El juez, no. Lo dice Raimundo.

Madre me agarra de las ropas y me zarandea.

—¡El señor alguacil nos dice que tenemos que ir a declarar ante el juez!

—Yo no lo digo. Lo dice el juez.

Salimos al día siguiente, temprano. Nieva. A madre se le caen todas las cosas de la mano y sólo habla para pedir ayuda a Dios y a la Virgen.

—Si Dios quiere acabar con nosotros de una vez es mejor que nos pille juntos —dice.

Mario y yo calzamos alpargatas que nos ha puesto la tía Petra para este viaje y Pilar va en brazos de madre. A poco de dejar la última casa de La Baña el agua de la nieve ya ha pasado las ropas y nos hiela la piel y nuestras alpargatas suenan a charco. Cuando el pie de madre aplasta la suela de sus madreñas el agua se escapa por las grietas de los costados.

La casa del juez está en Aguasvivas, pero antes tenemos que pasar por Cardilla y Robledal, donde está el ayuntamiento. Llegamos al mediodía con barro hasta arriba de las piernas. La casa del juez es parecida a las de La Baña, sólo algo pintada. Madre llama y nos abre el alguacil.

—Ya era hora.

Hay un pasillo y cinco puertas. El alguacil nos mete en la primera.

—Cómo le están poniendo el suelo a mi mujer —dice un hombre gordo sentado detrás de una mesa con papeles.

—Aquí está Antonio Bayo, señor juez —dice el alguacil.

—Con toda la recua —dice el hombre gordo—. ¿Usted es su madre?

—Sí, señor.

—Por lo que veo, el único que falta es su marido.

—No tengo marido.

—¿Son suyos estos tres hijos?

—Sí, señor.

—Mal tiempo, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Benito, acerca una silla a esta señora.

Entonces veo a Raimundo, en un rincón, mirándome. El hombre gordo mira a Mario.

—Vamos a ver, hijo. Este señor dice que le has robado un cesto de lino.

—No, Bernabé. Es el otro, el pequeño —dice Raimundo.

—¡Pero si es un niño!

—Los niños también roban cestos de lino.

—¿Cómo sabes que fue él?

—Le vi con las ropas llenas de lino y aquella misma noche encontré vacío el cesto donde lo guardaba en la cuadra.

Yo tiemblo de miedo y de frío y empiezo a llorar. El hombre gordo me dice:

—No llores, hijo, que aquí no nos comemos a nadie. Sólo quiero que me digas la verdad. ¿Entraste en la cuadra de este señor?

Digo que sí con la cabeza.

—Contesta «sí, señor» —dice el alguacil.

—Déjalo, Benito. ¿Y a qué entraste?

—A calentarme.

—¿Es que no había fuego en su casa, señora?

Madre le mira en silencio. El hombre gordo se levanta y se me acerca. No es alto. Su cara es roja y redonda. Zapatos como los suyos sólo los lleva el cura y están secos. También están secos sus pantalones y su chaqueta. La mano que me arrea un cachecito en la mejilla está caliente.

—¿A qué más entraste, hijo?

—A nada. Luego salí y Vicente me llevó a su casa y me dieron de comer.

¿Quién es Vicente?

—Un hombre.

—De modo que no te llevaste el lino.

—Estoy seguro de que fue él —dice Raimundo.

El hombre gordo se inclina y me habla al oído:

—Te lo llevaste o no te lo llevaste, hijo.

—Sí, después.

—Eso está mejor.

El hombre gordo vuelve a su mesa.

—¿Dónde está?

—¿El qué?

—El lino.

—Lo tiene Vicente.

—¿Por qué se lo diste?

—Porque me dijo que lo cogiera para él.

El hombre gordo mira al alguacil.

—¿Conoces a ese Vicente?

El alguacil me pregunta si es uno que tiene una mujer con una quemadura en la frente y que no tiene hijos. Yo le digo que sí y él le dice al hombre gordo que sí le conoce.

—Pues toma el caballo y corre a avisarle.

El hombre gordo escribe en un papel y el alguacil se marcha con el papel.

—Ustedes tienen que esperar. Vengan al pasillo. Siéntense en ese banco. Ahora les darán una toalla para que se sequen.

El hombre gordo y Raimundo se van hablando por el pasillo y se meten en un cuarto. Luego, del mismo cuarto sale una mujer para dar a madre una toalla. Están comiendo. Se oye ruido de platos y hablan de Franco y de la guerra. Cuando viene otra vez la mujer a coger la toalla, nos trae unos cachos de pan.

Vicente y el alguacil llegan a media tarde y vienen otra vez el hombre gordo y Raimundo y entramos todos en el cuarto de la mesa.

—Este niño dice que usted le mandó coger un cesto de lino de la cuadra de este señor —dice el hombre gordo.

Los ojos de Vicente se llenan de miedo.

—Señor juez, él me dijo que tenía lino y yo le dije que se lo compraba. Creí que era suyo.

—¿Le dijiste que era tuyo, hijo?

—No, yo le dije que lo tenía Raimundo.

—No, señor juez. Él me dijo: «Puedo traerle lino». Y yo le dije: «Pues tráemelo, que te lo pago bien». ¿Cómo iba yo a pensar que un crío así era ya ladrón?

—Bueno, el caso es que hay que devolverle el lino a este señor, que es su verdadero dueño.

—Y a mí, señor juez, ¿quién me devuelve lo que pagué por él?

—¿Qué pagó usted?

—Una berza, ocho patatas y cinco pesetas.

El hombre gordo mira a Raimundo.

—¿Cuánto lino era?

—Quince kilos.

El hombre gordo mira a Vicente.

—No se arruinó usted, no. Yo diría que robó al niño. La infancia es sagrada, ¿sabe usted? Y algunas infancias, mucho más. Mírelos: rotos, mojados, descalzos. Esta familia se ha hecho rica con lo que usted le dio. Los niños pobres son los más sagrados del mundo, ¿lo sabe usted?

—En Las Cabreras todos somos pobres, señor juez.

—Pero unos más que otros. Usted lleva madreñas en los pies y ellos no. ¿A ver si resulta que es usted el verdadero ladrón al que hay que encerrar?

El alguacil se acerca a la mesa para decirle algo al oído al hombre gordo.

—De modo que es usted vocal de la Junta Administrativa de La Baña —dice el hombre gordo—. Será mejor dejar el asunto donde está. Usted devuelve el lino a este señor y otra vez que compre algo asegúrese de que no es robado. Los que compran cosas robadas son tan ladrones como el ladrón. Y no lo olvide: la infancia es sagrada. Si usted no fuera de la Junta Administrativa lo mandaba a la Provincial, sólo por engañar a la infancia.

Vicente se tuerce ante el hombre gordo, me lanza una mirada de fiera y se va.

—¿Y qué hacemos con esta prole? —dice el hombre gordo—. ¿Ya sabe usted, señora, que las madres son las culpables de las faltas de los hijos pequeños? —Madre calla—. Este niño ha entrado en casa ajena a robar. Hay que enseñarle que no vuelva a hacer lo mismo. ¿Quién se lo enseña? ¿Yo? ¿La ley? Para enseñárselo, la ley lo enviaría a un sitio parecido a la cárcel. No, señora. Es mejor que sea usted quien se lo enseñe. Yo debo hacer caer sobre usted la responsabilidad de este robo, para que recuerde que debe enseñar a su hijo a no robar. La víctima debe recibir una compensación en dinero.

—Ya le van a devolver su lino —dice madre.

—¿Y los desperfectos que su hijo le ocasionó en la puerta de la cuadra para entrar? —El hombre gordo me mira—. Tuviste que abrir esa puerta, ¿verdad, hijo?

Digo que sí con la cabeza.

—¿Con qué la descerrajaste?

—Yo no descerrajé nada.

—¿Y cómo pudiste entrar?

—Empujándola.

—A ver, Raimundo, dinos cómo estaba tu puerta.

Raimundo abre la boca, mira al hombre gordo y no dice nada.

—¿Qué te pasa?

—No me acuerdo.

—Pero verías algún destrozo en el pestillo… Escucha, hombre: la bondad malentendida echa a perder a los menores. Este niño ha cometido un robo y debe ser castigado. ¿Y cómo le voy a castigar si tú te empeñas en taparle? Allanó una morada y a usted, señora, le hago responsable. Así lo resuelvo. Sólo me queda por señalar con cuánto dinero deberá resarcir a la víctima por los destrozos en su puerta. ¡Las puertas están para cerrarse!

—Yo no tengo dinero —dice madre.

—Eso no importa. Lo puede pagar con la cárcel o trabajando unos meses para este señor. Usted y yo vamos a tratar de esto ahora mismo. Que salgan los demás, y tú también, Raimundo. Señora, pase la criatura a su hijo mayor.

El alguacil abre la puerta y Raimundo sale al pasillo, y yo y Mario con Pilar en brazos salimos también. El alguacil y Raimundo salen de la casa. Esperamos mucho, sentados en el banco. Pilar llora y Mario le mete el dedo en la boca para que calle. Me duermo.

—Vamos —oigo decir a madre.

Es de noche. Mis pies helados, a medio secar, vuelven a hundirse en la nieve.

—¿Qué castigo te ha puesto, madre? —digo.

—Ninguno. Ya lo hemos arreglado —dice.

Hoy sé por qué llevo tanto tiempo sin ver a Benigno. Estaba en la guerra. Me lo tropiezo en las afueras del pueblo, ya de noche, cuando aprieto la bolita de la linterna para que su luz me alumbre el camino. Desde que la tengo me gusta andar de noche por todos los sitios. Entonces oigo unos pasos a mi derecha, y muevo la luz y veo a Benigno saliendo de unas zarzas.

—Déjame ver esa linterna —dice.

Veo que tiene unas botas como las de los guardias y unas ropas buenas y fuertes. También lleva un fusil como el de ellos.

—Sí, es la mía —dice—. ¿A qué te la ha dado mi padre?

—Se la he comprado.

—¿Cuánto le pagaste?

—Cinco pesetas.

—Mi padre es un ladrón. Pero la linterna es mía y me la quedo. Dile a mi padre que te devuelva el dinero.

—¿Cómo me va a dar el dinero si no le doy la linterna?

Benigno me alumbra la cara y ve que estoy llorando.

—No te preocupes. De todas formas se lo habrá gastado. En cuanto uno se marcha, la familia le vende sus cosas.

—¿Dónde has estado?

—En la guerra.

Se sienta junto a las zarzas con un «¡ay, la puta!» de cansancio y yo me siento a su lado. Toco su fusil y él lo pone en mis manos.

—Que no se te dispare porque la jodemos.

Desde que vi un fusil a los guardias siempre he querido tener uno para cazar. Tiene que ser mejor que las escopetas, aunque tampoco he tenido nunca una escopeta.

—¿Qué hacéis en la guerra?

—Jodernos.

—Entonces, ¿por qué vas?

—No voy. Me llevan.

—¿Qué es la guerra?

—La mayor putada.

—Yo sé que la guerra la va a ganar Franco.

—¿Quién te ha hablado de Franco?

—Los guardias.

—Es muy bonito hablar desde donde no te queman las pestañas. —¿A quién va a ganar Franco la guerra?

—A los rojos.

—¿Y cómo se gana una guerra?

—Matando hombres.

—Los demonios son rojos, ¿verdad?

—No he visto nunca un demonio.

—¿Has estado en la guerra y no has visto a ningún rojo?

—Yo no te he dicho que los rojos sean demonios.

—Pero si Franco es Dios y está luchando contra los rojos, es que los rojos son demonios.

—¿Quién te ha dicho que Franco es Dios?

—Los guardias. Me han dicho que es el amo del cielo y que mata desde arriba.

—A mí sí que me mata si me coge. Mira, Antonio, ahora lo único que quiero es llegar a casa sin que me vea nadie. Me he largado de la guerra sin permiso por pegar a un sargento y me andan buscando. Ponte a caminar delante y silba si ves a alguien.

—Bueno, pero devuélveme la linterna.

Benigno se pone en pie, me levanta y me agarra del cuello con las dos manos.

—Te tendría que matar por saber que estoy en el pueblo, y a lo mejor lo hago. Si me ayudas no te pagaré con la linterna sino perdonándote la vida. Y no cuentes a nadie que estoy aquí.

—¿Quién te anda buscando?

—Los guardias.

—Entonces, ¿por qué saliste de las zarzas para que yo te viera?

—Reconocí mi linterna y quise cogértela.

—Pero cuando me pregunten en casa a ver dónde tengo la linterna, a lo mejor se me escapa y les digo que tú me la quitaste. Si no me la quitas no se me puede escapar nada.

Me da la linterna.

—Ese fusil sirve para cazar conejos, ¿verdad? —digo.

—Sí, pero que no te guste también. Echa a andar.

—¿Qué te abulta en los bolsillos?

Mete la mano y yo enciendo la linterna. Veo cuatro cosas que parecen piñas.

—Son bombas de mano para matar a quienes vengan a agarrarme. Se tira de esta argolla y se lanza como una piedra. También valen para coger truchas.

Su cara me dice que no me dará ninguna aunque se lo pida. Por eso le quito una del bolsillo cuando las guarda.

Estoy en la orilla del río, y solo, porque nadie debe saber que Benigno está en el pueblo y que esta piña es suya. Tiro de la argolla y entonces veo lo bonita que es. Si no la tiro, podría enseñársela a Raúl, a Félix y a Gualberto diciéndoles que me la he encontrado. Pero pienso en las truchas y la tiro al río. Suena un trueno y algo silba junto a mis orejas. Caigo al suelo y me tapo la cabeza con los brazos. En mucho rato no me atrevo a mirar. Luego veo truchas y anguilas flotando en el agua. Ensarto peces en varios garabitos y echo a andar. Ya tenemos comida para varios días. Antes de llegar al pueblo me rodean tres guardias.

—¿Cómo has pescado todo eso, Ruso? —dice el guardia de los caramelos de menta.

No puedo hablar de miedo.

—Con una bomba, ¿eh? ¿De dónde la has sacado?

Hace una seña y los otros me quitan los garabitos de las manos. El guardia de los caramelos de menta me agarra de las orejas para hacerme daño.

—¿Me lo vas a decir o no, puñetero? ¡Fusilad al Ruso!

Me ponen contra un árbol y los tres fusiles me apuntan. Me fallan las piernas y caigo al suelo. Se lo digo. Ellos ríen.

Benigno sale del pueblo entre dos guardias y con unos hierros en las muñecas. Los vecinos lo ven pasar en silencio. Sus ojos se clavan en los míos y alargo el brazo con la linterna.

—Toma —digo.

—Guárdatela para matar truchas a linternazos, jodido —dice.

Mi hermana Pilar lleva un mes con el pecho cubierto de granos. Madre ha ido de pastora, Mario trabaja donde Gabino y yo estoy solo con ella. Casi no la veo entre las pajas del jergón.

—¿Qué quieres? —digo.

Mueve los labios, pero no la oigo. Me acerco para que me hable otra vez.

—La linterna —dice.

—Madre ha dejado un cacho de patata para ti.

—Quiero ver la luz.

—¿Por qué no comes algo?

—La linterna —dice.

Siempre quiere que se la encienda. Le gusta meter sus manitas en el rayo de luz y hacer bailar los dedos para sacar sombras sobre las pajas. Dice que es el rayo de la Virgen. Acerco una banqueta y me siento y le pongo luz delante de la cara. La veo blanca como la nieve. Levanta sus bracitos de alambre y mueve sus dedos como gusanitos. Yo miro las sombras en el redondelito de las pajas hasta que siento su mirada. Sus manos siguen moviéndose, pero sus ojos están pidiendo algo a los míos. Son claros, tristes y muy redondos.

—¿Qué quieres? —digo.

—Levantarme —dice.

—¿Para qué? Ya es tarde. Enseguida vendrá madre y te traerá un cacho de tocino.

Quiero moverme como los dedos.

Pone toda su fuerza al levantarse y yo la ayudo, pero vuelve a caer como un trapito sobre las pajas. Me pide que le eche la luz a la cara.

—Pues cierra los ojos para que no te haga daño.

No los cierra. En el fondo de la luz sus ojos parecen piedrecitas duras. Mueve la cabeza a un lado y a otro y sonríe. Sé que me está diciendo: «Con la luz de la Virgen tengo más fuerzas». De pronto el rayo de la linterna empieza a irse, pero lo sostengo sobre Pilar hasta que la veo cerrar lentamente los ojos y quedar dormida. Sucede cuando la luz deja de salir de la linterna.

Al pasar por delante de la cantina de Bonifacio oigo voces y me asomo. Huele a guiso de cordero. En una mesa están el pedáneo, el cura, los tres guardias de las botas y el propio Bonifacio, masticando carne y hablando. Mi amigo Raúl me ve y sale del mostrador para venir a la puerta.

—Ha terminado la guerra —dice.

—¿Ha ganado Franco? —digo.

No me responde él sino el guardia de los caramelos de menta:

—¡Sí, Ruso, ha ganado Franco! Si no eres rojo, ven a celebrarlo con esta costilla.

Entro en la cantina y cojo el cacho de carne grasienta que me da.

—Quiero vértelo comer.

Me lo llevo a los dientes. Es la primera vez en mi vida que como carne. Cierro los ojos y no hago caso de las palabras del cura.

—Esta bestia profanó el sacramento de la comunión y roba mi fruta. No me olvido de su cara. Anda, vete antes de que te dé una hostia.

—A partir de hoy, don Matías, borrón y cuenta nueva en España —dice el guardia de los caramelos de menta.

—¡Este pertenece a la raza maldita! Por algo le llaman «el Ruso».

—¡Pues mírele cómo celebra el triunfo de Franco!

—Los menores no deben entrar en las tabernas.

El cura no sabe cómo echarme de su vista.

—Un día es un día, don Matías. Además, este crío nos descubre desertores y por tanto ya es un hombre.

El guardia de los caramelos de menta me pone en la mano un vaso de vino y bebo bajo la mirada terrible del cura. El vino es fuerte, se me va por otro lado y toso. Todos ríen, menos el cura.

—El propio Dios lo está echando de aquí —dice.

Sobre el mostrador cuelgan del techo seis jamones y sartas de chorizo.

—¿Cuándo vienen los camiones de Franco? —digo.

—¿Los camiones de Franco? —dice el pedáneo—. ¿Qué camiones?

—Los que van a traernos comida.

—¡Ah, claro! —dice el guardia de los caramelos de menta—. ¡Los camiones de Franco! ¡Ya vendrán, Ruso, ya vendrán! Entretanto vete comiendo esto.

Y me tira otro cacho de cordero. El pedáneo se levanta y me pone en la puerta. Es un hombre pequeño y delgado con dos grietas en la cara que le bajan de los ojos.

—¿Está bueno? —dice Raúl.

Mastico tanta carne a un tiempo que no puedo hablar. Su sabor llena mi boca, mi garganta y mis tripas. Quiero dar gritos de alegría.

—Tú también estás celebrando la guerra de Franco —dice Raúl.

—Don Matías está cabreado porque sólo él quiere repartir la comunión —digo.

—Aquí nadie ha repartido comunión.

—Sí, el guardia. Me ha dado para comulgar a Franco.

Es de noche y en casa no encuentro ni a Pilar. Echo a correr por el camino buscando a alguien y una mujer me dice que todos han ido a casa de la tía Petra. Ahí están, alrededor de una cama, viendo cómo la tía Petra va y viene con trapos calientes para ponérselos a Pilar en el pecho lleno de granos. Mi hermana casi ni respira. La han traído aquí porque en nuestra casa no hay fuego ni trapos. Madre está con un cocimiento de yerbas que huele a chis y se lo da a beber, aunque todo el caldo le chorrea de la boca que apenas se ha abierto. Mis primos y yo nos miramos en silencio y luego nos vamos amontonando en un rincón. Mario mira desde los pies de la cama los movimientos de los mayores. Se me cierran los ojos.

—¡Es el hambre, el hambre! —dice la tía Petra.

Hay una vela cerca de la cara blanca de Pilar. Salgo de la casa y voy por la noche hasta la cantina de Bonifacio. Me cuesta pasar por los barrotes de la ventana. He crecido desde aquella vez. Busco un cuchillo en el cajón del mostrador, subo encima y corto un buen cacho de jamón. Todos están como durmiendo sentados en casa de la tía Petra, pero enseguida noto varios ojos mirándome desde la oscuridad. Pilar ya no está en la cama sino encima de un arca sobre la que se ha puesto una manta. Me inclino sobre ella y le aprieto el cacho de jamón contra los labios.

No puede comer. Ha muerto —dice la tía Petra.

Abro los ojos y es de día. Entran vecinas, se paran un rato ante Pilar y salen. Oigo decir que el tío Hilario está haciendo en su taller una cajita de muerto y entonces me llega el ruido de los martillazos.

—¡Ea!, que los vivos tenemos que comer aunque sea mierda, si no queremos acabar igual —dice la tía Petra.

Pone sobre la mesa platos con caldo de berza. Yo voy a la carpintería. El tío Hilario es hermano de madre. En un rincón de su cuadra tiene un banco de carpintero y herramientas. Está deshaciendo un cajón de tabaco. Luego sale, pasa a mi lado sin hablar y le sigo. Entra en casa de la tía Petra y mide con una cuerda la largura de Pilar.

—¿Has tomado sopa, Antonio? —dice la tía Petra.

Yo voy detrás de Hilario. Le miro desde la puerta serrar tablas y de pronto me dice:

—Cógeme esa pieza del suelo.

Lo hago tan aprisa que choco contra el banco. Luego trabajo a su lado y así le ayudo a hacer la caja para Pilar. La terminamos al mediodía. Paso la mano por las tablas del interior y noto que hay rendijas. Las tapo con barro.

El pedáneo llama a la puerta de la tía Petra para decir que no se puede enterrar sin el certificado de defunción. El médico vive en Truchas, a siete horas de camino. Va el tío Roque. Me siento en el suelo, junto al arca, a mirar a Pilar. La han cubierto con un trocito de sábana, su cara parece de leche y la han peinado como a la Virgen.

—Antonio, siéntate a comer —dice la tía Petra.

Todos están en la mesa. Al volver la cara tropiezo con la mirada de madre. No sé lo que quiere decirme.

—Anda, hijo, come —dice.

Estoy otra vez junto a Pilar. Cuando nadie me ve toco su cara y le digo «Pilar». Le levanto un párpado y aparece su ojo y me mira. Luego le levanto el otro párpado y me mira con los dos ojos. Le digo: «Pilar, no puedo ponerte la luz de la linterna porque se ha roto».

—¡Hijo!

El grito es de madre. Suelto los párpados y Pilar vuelve a estar muerta. Un momento antes estaba viva. Su vida está dentro. Sólo está muerta para los que la miran desde fuera. Madre me agarra de las ropas y me aparta con rabia del arcón.

—¡Se le cierran los ojos y por eso parece muerta! ¡Es el sueño que le ha dado el hambre, pero si alguien le abre los ojos no habría que enterrarla! —grito.

El tío Roque regresa de madrugada con el papel del médico diciendo que Pilar está muerta y entonces la meten en la caja, y a media mañana llega don Matías con Lorenzo de monaguillo con una cruz. El tío Roque y el tío Hilario llevan la caja, y cuando toda la gente se pone en marcha y el cura se pone a murmurar, madre, la tía Petra y las demás mujeres, que llevaban más de un día sin meter ruido, empiezan a llorar como locas y pienso que si no despiertan a Pilar es que está del todo muerta. La entierran en una esquina del cementerio, en un cuadro que llaman el huerto de los niños.