Hijos
Echo a andar sin rumbo por cualquier carretera y llego a un pueblo que se llama Carvajales de la Encomienda. Cerca de la primera casa pregunto a una chica si necesitan allí un pastor. La chica es guapota, está muy rica y no me canso de mirarla. Me habla y no sé lo que me dice.
—¿Qué?
—Sí que necesitamos aquí un pastor. En esa cantina te dirán.
—¿Por qué no me lo dices tú?
—Porque el cura del pueblo nos prohíbe hablar con los rubios.
—Será porque sabe que os volvemos locas.
La chica se parte de risa y yo me voy a la cantina. Hay cinco hombres bebiendo vino.
—Buenas. ¿Necesitan en este pueblo un pastor?
Los cuatro hombres y el cantinero han vuelto la cabeza.
—¿Tú?
—Sí, señor.
El que se acerca a verme mejor es un hombre fuerte, de espaldas anchas, ojos espabilados y de unos cuarenta años.
—¿Cómo andas de pastor siendo tan joven? Los pastores suelen ser viejos.
No les puedo meter la historia de que los trabajos duros no están hechos para mí.
—Miren mis manos.
Se las enseño. Los cinco hombres miran y remiran mis manos a falta de muchos dedos, como si nunca hubieran visto algo así, y a lo mejor no lo han visto.
—Pues esta noche reúno a la gente del pueblo y veremos —dice el hombre de los ojos espabilados.
Me convida a un bocadillo de chorizo, a un vaso de vino y a un cigarro.
En la plaza hay un grupo de treinta hombres.
—Este muchacho, que se nos ofrece de pastor.
—¿Ya conoce bien el oficio?
—Sí, señor. Casi el único trabajo que he hecho en mi vida es el de pastor.
—¿De dónde vienes?
—De La Baña.
—¿Por dónde cae eso?
—Por las Cabreras.
—¿Es que en tu pueblo no hay trabajo de pastor?
—Cada vez menos. Es un pueblo muy pobre.
—¿Más que este?
—Allí, los niños tienen tanta hambre que hacen la primera comunión muchas veces seguidas el mismo día.
Toda la cantina ríe.
—No nos tomes el pelo, muchacho.
—¡Yo mismo hice la primera comunión un montón de veces! —Ríen más.
—Pues no hay más que hablar: te contratamos. Nadie puede ser más honrado que un pastor que ha hecho muchas veces la primera comunión. ¿Qué os parece?
Todos dicen que sí, excepto el hombre de los ojos espabilados, que dice que él no necesita pastor, pues ya tiene bastantes pastores con sus once hijos.
—¿Cómo te llamas, muchacho?
—Antonio.
—Al pastor anterior le dábamos setenta duros al mes, comida y cama.
—Está bien —digo.
Es buena gente y aquí nadie me conoce. Sí, creo que es el lugar para empezar una nueva vida.
Por las mañanas salgo con el ganado a los prados comunales, donde paso todo el día. Al atardecer, regreso al pueblo y los animales saben meterse en las cuadras de sus amos. Luego voy a la casa que me corresponde, donde me dan un banquete y una buena cama. Cada vecino ha de tenerme un día en su casa por cada cinco corderos que tenga en el rebaño general. Es tan buena gente que come patatas para darme a mí gallina. Se ve que quieren tener contento al pastor, para que no se les vaya.
—Eh, Antonio, ya he hablado con los otros y desde esto noche dormirás todas las noches en mi casa, porque mis corderos también los cuidarás tú. Ellos te darán comida, cuando les toque, y yo cama, siempre. Y también lavado de ropa. Mi hija Marta se encargará de esto.
De modo que después de la comida fuerte de cada día, me voy a casa del hombre de los ojos espabilados. Se llama Juan y tiene mujer y once hijos, los que dijo eran sus pastores, pero que no lo pueden ser debido al mucho trabajo en los campos. Es una familia alegre, que me acoge como a uno más. El niño más pequeño tiene ocho meses, y entre que es tan pequeño y que con él serían doce los hijos del hombre que me dijo que tenía once, le pregunto:
—¿También es suyo este?
—No, es de Marta. Se lo hizo el Ramón y no se quiso casar. —Marta tiene diecisiete años. Es tan pequeña y tan delgaducha que parece una cría de doce. Ni siquiera se le notan pechos: a su hijo lo alimenta con biberón. Pero todas las noches la espero sentado a la puerta para charlar un rato con ella, y siempre viene. Y los domingos, que para mí son días de trabajo como cualquier otro, Marta sube por las tardes al monte a hacerme compañía, en vez de irse al baile de la plaza. No sé por qué, me recuerda mucho a Trinidad. Le cuento mi vida y la pobre llora. No le oculto que estoy casado y que vivo separado de mi mujer, ni tampoco las razones. Y Marta llora más. Luego me cuenta lo suyo: que desde los once años hasta los dieciséis estuvo con las monjas, pero que se salió y nada más regresar a Carvajales de la Encomienda la cogió el Ramón y le hizo un hijo.
—¿Y cómo te dejaste? —digo.
—Yo no sabía nada del mundo. Las monjas sólo hablaban de la Virgen. Ahora no lo haría.
—No lo harías con el Ramón, pero sí con alguien que te quisiera, ¿no?
—Bueno, según.
—¡Cómo que según! ¿Es que piensas meterte monja o no entregarte jamás a otro hombre?
—No me hagas esas preguntas, Antonio, que me da mucha vergüenza.
—Bueno, pues no te hablaré, y en silencio te doy un beso.
—No.
—¡No quieres que te haga el amor ni con palabras ni en silencio! ¡A ver quién te entiende!
Marta se echa a llorar.
—¡Oye, que yo no soy el Ramón!
Marta pone su mano sobre la mía.
—¿Te has enfadado?
—No.
—¿Me quieres?
—¿No se me nota?
—¿Te quedarás aquí mucho tiempo?
—Toda la vida, si me dejan.
Marta es de las mujeres a las que no se puede ir como un bestia. Me ocurre con ella algo parecido a con Trinidad: podría dormir a su lado sin pedirle nada. ¿Pero qué, si es ella la que empieza? Me da un beso en la mejilla. La abrazo y la tiro de espaldas. Es tan poquita cosa que casi me da miedo hacerlo con ella. Pero ocurre que es una mujer como otra cualquiera: cuando parece que se me va a romper entre las manos, siento su cuerpo de pequeña leona.
Hoy me toca comer en casa del padre del crío de Marta, y resulta que hace tres días que ha venido licenciado de la mili. Es alto, delgado y moreno, con cara de sinvergüenza, y la verdad es que todos dicen que es un viva la Virgen. Su propia familia le pide que se case con la chica, y suele mandar ropas para el crío a casa de Marta.
Sirven garbanzos y tengo al Ramón enfrente.
—¿Dónde hiciste la mili? —dice.
—No la hice.
Le enseño las manos.
—Pues lo siento por ti, porque cuando toques a las hembras te perderás la mitad.
—Ya me arreglo.
—¿Y qué dice la Marta?
—Qué dice, ¿de qué?
—No, es que ya me han dicho que tenéis amistad. Yo te podría contar muchas cosas sobre la Marta.
—No necesito que nadie me cuente nada.
—¿Tan adelantado vas ya con ella?
Su madre pega a Ramón con la servilleta.
—¡A ver cuándo aprendes a respetar a la gente!
—¡Pero si me voy a casar, madre! ¡La mili me ha enseñado a respetar tanto a la gente que me voy a casar con la Marta!
Su padre y su madre se quedan de piedra y a mí se me cae la cuchara.
—¿Lo dices en serio, hijo?
—Alguna vez hay que sentar la cabeza. ¿Qué te pasa, Antonio? ¡Mirad qué blanco se ha puesto!
—Marta ya no quiere casarse contigo.
—¿Te lo ha dicho ella? Las madres siempre quieren casarse con los padres de sus hijos. Porque yo soy el padre del hijo de Marta, ¿no lo sabías?
—Lo sabe todo el pueblo, y también que la abandonaste.
—Pero ahora estoy arrepentido y cualquier día la llevaré al monte para decirle que me caso.
—¡Tú a Marta no te la llevas al monte!
—¿Quién me va a prohibir que use de la mujer con la que tengo un hijo y con la que me voy a casar?
—¡Marta ya no quiere casarse contigo!
Ramón y yo nos hemos levantado y el padre también se levanta y se pone en medio de los dos.
—Bueno, bueno…
—No le haga caso a mi hijo, Antonio, que le está tomando el pelo. ¡Si le conoceré bien! —dice la madre.
Me siento y sigo comiendo, y lo mismo hace Ramón. Cuando levanto los ojos le veo mirándome con una sonrisa de hijo puta. Al despedirme de los padres, me dice:
—Que te aproveche.
—Que me aproveche, ¿el qué?
—La comida, hombre, la comida. Y toma este puro.
—¡Yo no quiero ningún puro!
En la puerta, y para calmarme, la madre me pone en las manos un envoltorio con chorizos.
—Mi hijo es como es y yo no hago otra cosa que ir de aquí para allá tratando de poner parches a sus chapuzas.
—Pues que no meta sus narices en lo nuestro porque le voy a quitar las ganas de reírse de la gente.
—No creí que usted tuviera tan mal genio, Antonio.
—Pues ya lo ve.
—Marta, me vas a decir una cosa: ¿te casarías con Ramón si él te lo pidiera?
—Ese no pide a nadie que se case con él.
—Bueno, pero mañana él te lo pide, ¿y qué pasaría?
—Ayer, sí. Hoy, no. Ayer no te conocía, Antonio.
—Pero una madre debe pensar lo primero en su hijo.
—¿Por qué nos rompemos la cabeza si Ramón no va a dar ese paso?
—¿Y si lo diera?
—Pues ya te lo he dicho, Antonio.
—¿De modo que no te casarías con él porque me has conocido a mí?
—¡Sí, Antonio, sí!
—¿Y tu hijo? Tu hijo debe tener a su padre. Yo, además de no ser su padre, no puedo casarme contigo porque ya estoy casado.
Marta me besa.
—Ahora no quiero pensar en nada.
Estamos tumbados en la yerba.
—¡Pero yo quiero saber si te casarías con el Ramón si él quisiera!
—¡Ya te he dicho que no!
—¡Pues él está seguro de que sí!
—¿Cómo lo sabes? ¿Te lo ha dicho?
—Se lo leí en la cara.
—¡Lo que pasa, Antonio, es que no me crees a mí!
—¡No, no puedo creerte, Marta! ¡Una madre soltera no piensa más que en casarse con el padre de su hijo! ¡Yo no puedo vivir contigo pensando siempre que me dejarás en cuanto él te llame desde la puerta de la iglesia con un silbido!
Marta calla. Luego dice:
—Soy feliz, Antonio: ¡me quieres! Déjame que te demuestre que yo también te quiero a ti.
Me abraza y se aprieta contra mí.
Hoy me ha tocado cenar en casa del cura, y al llegar a la de Marta allí me está esperando la pareja de guardias.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
—Este es nuestro pastor —dice el padre de Marta.
—¿Cómo se llama usted?
—Antonio Bayo.
—¿De dónde es?
—De La Baña, un pueblo de las Cabreras.
—¿Me enseña, por favor, su documento de identidad?
—No tengo.
—¿Por qué?
—Nunca había salido del pueblo y allí nadie lo tiene.
—¿Es usted casado?
—No.
Sólo a Marta le he dicho que soy casado. Aguanto la mirada de los guardias y me dicen:
—Que sea verdad lo que usted ha declarado, porque vamos a pedir informes a su tierra.
¿Qué pasa ahora para que me sigan pisando los talones?
—No te preocupes, Antonio: esto siempre lo hacen con los forasteros. En cuanto comprueben que eres una persona decente, te dejarán en paz —dice el padre de Marta.
Marta y yo nos pasamos llorando hasta la hora de acostarnos, porque le he dicho que me tengo que marchar.
—¡Pero tú no has hecho nada!
—¿Te parece poco escaparme del manicomio dónde me había metido el juez?
—¡Pero no estás loco!
—¡Creo que sí estoy loco, porque me olvidaba que tengo saldadas las cuentas con el manicomio, pues ellos mismos me enviaron la ropa! ¡Pero resulta que no vivo en casa con madre, como ella les prometió! ¡Ay, Marta, Marta, el caso es que aquí tengo a los guardias otra vez y a un desgraciado como yo siempre hay por dónde agarrarle! ¡Y si me agarran me veo con los locos de verdad! ¡Y a mí nadie me lleva otra vez a ese infierno!
—Pues yo me voy contigo.
Lo ha dicho como si hablara de ir a por agua al río.
—No, Marta, no, que yo no te puedo ofrecer nada, ni siquiera matrimonio. Yo seré otra vez un fugitivo y no quiero que tú lo seas a mi lado. ¡Quédate con tu hijo!
—Mis padres lo cuidarían. ¡Ya no puedo separarme de ti, Antonio!
La verdad es que yo tampoco puedo separarme de ella. Marta es lo único que tengo en el mundo.
Estoy esperando en la oscuridad de la puerta. Sale Marta con su maleta.
—Ya están todos dormidos —dice.
Se echa a llorar.
—He besado al niño por última vez.
—Por última vez, no, mujer. Algún día volveremos por aquí, cuando se me arreglen las cosas.
—Sé que no lo veré nunca más.
Me agarra de las manos.
—Te ruego, Antonio, que me digas qué harás conmigo.
La abrazo, llorando.
—Te juro que nunca nos separaremos, que donde yo viva tú también vivirás, y donde yo muera tú también morirás.
Dejamos Carvajales de la Encomienda como dos ladrones, cogidos de la mano y yo llevando la maleta. En los dos meses que llevo trabajando de pastor sólo me ha dado tiempo de cobrar un sueldo, que lo gasté en ropa y tabaco. No llevo encima más que doscientas pesetas, cien que he pedido prestadas a un vecino y otras cien que me ha adelantado el hombre que hace la recaudación para pagarme a mí. Llevando a una mujer al lado no se puede ir muy lejos con doscientas pesetas, pero viajaremos hasta que nos cojan o llegaremos al fin del mundo.
Nunca lo había hecho en una cama con Marta. Estamos en una pensión de Puebla de Sanabria, en un cuarto que hemos alquilado por sesenta pesetas para pasar el día y descansar de la caminata nocturna de treinta y siete kilómetros. Tenemos los pies reventados. Hemos pensado viajar de noche y descansar de día, pues el padre de Marta nos habrá denunciado a la autoridad.
—No hay mal que por bien no venga —digo, haciendo crujir el jergón.
Marta y yo hemos dejado de llorar. Después de hacerlo sobre este piso tan blando, nos dormimos abrazados.
En la estación hay un mercancías a punto de arrancar.
—Mire usted, tenemos que ir a Zamora a ver a unos familiares y no tenemos dinero para el billete. ¿Le importaría que viajáramos en un vagón de carga de su tren?
El empleado nos mira a los dos, sobre todo a Marta.
—Yo les dejaría, pero no se permite a mujeres.
—La escondería bien.
—No insistan, que tengo prisa.
El hombre se marcha hacia la cabeza del tren.
—Hala, sube —digo a Marta.
—Pero es que él…
—¿Quién sabe mejor lo que nos conviene, él o yo?
El vagón es grande y sucio y está vacío y al correr la puerta nos quedamos a oscuras. Marta y yo nos sentamos muy juntos en un rincón y sacamos los bocadillos de chorizo que hemos comprado.
Zamora. Miro bien antes de saltar del vagón, pero cuando estamos en el suelo aparece el mismo empleado.
—¡Vaya! ¿Qué te parece?
—Ya le dijimos que no teníamos más remedio que venir.
—¡Y yo os dije…! ¡Ahora mismo os denuncio a la pareja!
—Perdónenos: teníamos que desobedecerle porque somos pobres.
—¿Sabéis lo que me cae si se entera de esto la Compañía?
Ahora dice Marta:
—Tenga compasión de nosotros, señor. Estamos empezando a vivir y no nos ponga la vida más difícil.
El hombre nos mira.
—¡Venga, largo de aquí!
Hemos tomado en Zamora un mercancías para ir a Salamanca, con cinco mil pesetas en el bolsillo. En Salamanca nadie nos conoce y a ver si podemos empezar a vivir como las personas normales.
Después de haber acabado en el primer viñedo, pasamos a otro y luego a otro, ganando lo mismo y comiendo parecido. En total, unos veinte días de matada. Pero ahora tenemos dinero en el bolsillo. Si hemos cogido el mercancías es sólo por ahorrarnos el billete y que nuestro pequeño tesoro nos dure más.
—¿Qué coño pasa? ¿Por qué llevamos parados tantas horas?
Corro algo la puerta y asomo la cabeza. Hay una fila de vagones en una vía muerta, y entre ellos el nuestro.
—Abajo, mujer, que ya no puede faltar mucho para Salamanca.
Es de noche, y como no estamos cansados echamos a andar vía adelante, con la maleta al hombro.
¿Cuántos días llevamos de camino? Marta dice que diez y yo que doce. Andar por una vía es la cosa más aburrida del mundo, sobre todo de noche. No queremos que nos vean. De día, nos escondemos en los campos y, mientras Marta duerme, yo me voy al pueblo más próximo a comprar comida. No pregunto a nadie cuánto falta para llegar a Salamanca, porque no quiero dejar ninguna pista a los guardias.
No ha parado de llover en dos noches y un día, y en todo este tiempo no hemos salido de debajo de un puentecillo de la misma vía. La pobre Marta no se queja. Nunca se queja.
—¡Mira lo que te pasa por haber venido con un desgraciado como yo! —le digo.
—No, Antonio, no me arrepiento de haber dado este paso.
—Al menos, en tu casa estarías seca, y aquí nos estamos ahogando.
—Es en casa donde yo me ahogaba, en aquel pueblo que se reía de mí.
No sé por qué le toco el tema: se acuerda del niño y acaba llorando.
—¡Oye, Marta, pero si esto no es Salamanca! ¡Estamos en Astorga!
—Si el destino nos ha traído acá, será que nos conviene.
—Yo del destino me fío menos que del cura de mi pueblo.
Tiramos hacia un pueblucho que se llama Carneros y preguntamos por una casa en renta y nos mandan donde un hombre con cara de enfermo y barba de varios días.
—Sí, yo les puedo alquilar una casa, pero les costará trescientas cincuenta pesetas al mes.
Piensa que no tenemos dinero. ¡Vaya pintas que debemos traer!
—Vamos a ver la casa, que si nos gusta se le pagará a usted lo que pide.
La casa es grande, de dos pisos y tan vieja que se cae a pedazos. Por dentro también está vieja y sucia. No hay un solo mueble en los cuartos. Pero Marta me dice que sí con la cabeza. La pobre no quiere andar más tiempo como los vagabundos.
—Tenga sus trescientas cincuenta pesetas y vengan las llaves.
Cuando el hombre se marcha le pongo a Marta las llaves en la cara.
—¡Nuestra primera casa, mujer! ¡Los casados, casa quieren! ¡Y los que se amontonan, también!
Nos sentimos como reyes pudiendo elegir dormitorio entre los muchos cuartos que hay. Este quiero, este no quiero. Nos quedamos en el que nos parece más caliente. Esta primera noche nuestra cama será el suelo de madera. Nos tumbamos vestidos, cubriéndonos con el abrigo de Marta y poniendo el bulto de mi chaqueta de almohada.
—Mañana, lo primero, a comprar una cama —digo.
—También pondré cortinas —dice Marta—. ¿De qué color te gustan?
—Color jamón.
—Ya buscaré así.
—Y para que no te canses buscando tela de ese color pues compra jamones y cuélgalos.
A Marta no le quito con bromas el recuerdo de su crío.
Me han dicho que hay trabajo en las minas de hierro de San Bernardo y allá me voy.
—¿Ha trabajado usted alguna vez de barrenista?
—Pues, sí.
—Le pondré de oficial segundo barrenista, con diez mil pesetas al mes.
A Marta le digo que ya somos ricos, que puede comprar todos los muebles y cortinas que le dé la gana.
—Pero será un trabajo peligroso, Antonio. Busca otro.
—¡Me pagan más dinero que el que he ganado en toda mi vida!
—Tú verás.
A Marta ya le he contado las miserias que yo pasaba en La Baña y le cuesta creerme. Ella también me ha preguntado lo que me preguntaban todos: que a ver por qué no me iba de allí. Y ahora empiezo a comprender que a lo mejor tenían razón.
Me dan un casco con una bombilla delante y una pila para colgar de la espalda, y me bajan a la «galería 500». En la mina hay ochocientos hombres trabajando a dos relevos, y un ascensor nos baja y nos sube. A este ascensor le llaman «la mesilla». Nunca he estado enterrado vivo y no me gusta nada. Hay un silencio como del fin del mundo hasta que empiezan a cantar los martillos barrenadores. A mí me dan uno y ni siquiera me explican cómo se maneja, porque les dije que había trabajado en esto. Miro a los demás cómo lo hacen. Me lo apoyo en el pecho y adelante. Tiembla el martillo y tiemblo yo. La primera noche vuelvo a casa descuajaringado y le digo a Marta que me parece que se va a quedar sin hombre. Ella aprovecha para decirme otra vez que lo deje. Al día siguiente agarro con más furia el martillo barrenador.
Tengo que hacer unas doscientas perforaciones en la jornada de diez horas. Se empieza con barrenas cortas, que se cambian por otras más largas a medida que se profundiza el agujero, hasta llegar a las que tienen veinticuatro metros. Luego viene el «artillero» a poner la dinamita. La explosión tiene lugar al término de cada relevo, para que dé tiempo a que un ventilador saque el polvo.
El otro día, estando la carga montada y todo listo, cayó un rayo sobre los mandos de la dinamita y hubo explosión antes de tiempo y tres hombres quedaron destrozados en el ascensor.
Yo también he sufrido un accidente. Estando barrenando, una peña me dio en la cara y me dejó sin conocimiento. Tres días de baja y luego con esparadrapos en la jeta.
Las vagonetas tienen ruedas de hierro como cuchillos y ya han cortado limpiamente más de un pie.
Si no fuera por la bomba de achique, las galerías quedarían inundadas en pocas horas a causa de las muchas filtraciones. Bueno, un sábado al encargado de la bomba de achique se le olvidó ponerla en marcha y cuando el lunes «la mesilla» hizo el primer viaje cargada de gente fue como si se hundiera en una piscina. ¡Y yo iba en ese viaje! «La mesilla» es como una jaula y nadie podía salir de ella. ¡La de agua que tragué! Me acordé de madre y de Marta, creyendo que allí iba a morir. Recuerdo que tiraba con las manos de los hierros por ver si abría un hueco por alguna parte, pero la Compañía, para que no se accidentaran sus obreros, había construido una «mesilla» demasiado dura. ¡Y lo peor era que en la boca de la mina no sospechaban lo que estaba ocurriendo abajo y nos ahogaríamos antes de que nos mandaran p’arriba, porque metidos en agua era imposible encontrar los mandos! Ah, pero de pronto me pareció que «la mesilla» empezaba a moverse, y así era. ¿Qué sentí cuando mis narices encontraron otra vez el bendito aire en lugar de agua? Los compañeros nos abrieron la puerta y nos sacaron de la jaula para atendernos, hacernos la respiración artificial o sacarnos chorros de agua por la boca. ¿Cómo habíamos subido? No fue cosa de arriba, sino de los medio ahogados: en sus movimientos de desesperación, alguno apretó casualmente el timbre de socorro. Y cuando se hizo el recuento, faltaba uno, y entonces se vio que «la mesilla» había subido abierta, de modo que se había abierto abajo y el pobre muchacho se caería fuera. Se puso a trabajar la bomba de achique a toda presión y al cabo de dieciséis horas pudo bajarse en «la mesilla» y allí encontramos su cuerpo.
Escribo a madre hablándole del buen pie con que he entrado en mi nueva vida, hablándole de Marta. También le pongo mi dirección por si quiere escribirme, pero no la pongo en el sobre sino dentro, no sea que pase por manos de los guardias y la lean.
El capataz de «la 500» es un cabrón. Siempre está encima de uno, chillándole, empujándole a los puestos de peligro.
—¡Me cago en… si os matáis ya tenéis el Seguro! ¡El Seguro responde de vosotros! —dice a todas horas.
Tiene un tanto por ciento «de avance», es decir, de mineral volado y de galería perforada, y otro tanto por ciento sobre el número de vagonetas de «producción» que sale de la mina.
Un grupo de jóvenes asturianos le para los pies. Estos asturianos trabajan como la leche. Los barrenos, en sus manos, entran en la roca como si esta fuera mantequilla. Pero incluso a ellos les ataca el capataz. Y recibe buena respuesta.
—¡Me cago en la madre que te parió! ¡Cómo sigas gritándonos así te guindamos! ¡Nuestro relevo trabaja más que ninguno!
Encima de responderle así, se quejan al capataz facultativo y este mete al capataz cabrón en la segunda galería, que está sobre la nuestra.
Estos asturianos también meten en cintura a un electricista al que ellos han puesto el nombre de «Singer» porque trabajó en la empresa Singer, de máquinas de coser. Singer es un tipo flaco y con mala uva, un enchufado del obispo de Astorga que se come los santos de las iglesias y mea en las pilas, y se mete con todo el mundo, especialmente con los que no se atreven a replicarle porque tiene detrás al obispo, o porque son algo tontos, como Pedro, un subnormal a quien la Compañía tiene allí por caridad, por ser hijo de viuda y haber muerto un hermano suyo en la mina; le llaman el «Tonto 500» y no es minero sino pinche para recados: le mandan a por vino, bocadillos o tabaco al bar de la mina, porque en esta mina nuestra se puede fumar. El Singer se burla cruelmente del Tonto 500, y un día los asturianos le paran y le dicen:
—Oye, Singer, deja en paz al muchacho, que no se puede defender. ¿Por qué no te metes con uno de nosotros?
Después de esto, el Singer sólo ataca al Tonto 500 cuando no están cerca los asturianos. Pero estos se enteran y un día lo agarran entre todos y lo muelen a palos. Entonces el Singer los denuncia y llegan los guardias y se llevan a los asturianos. Estos, al volver, nos dicen:
—Nos procesan por ese cabrón.
Pero el cabrón ya no vuelve a meterse con nadie, ni siquiera con el Tonto 500.
Cuando llego con mi relevo, vemos a todo el personal fuera de la mina.
—¿Qué pasa?
—Estamos en huelga. Acabamos de saber que también están en huelga Bilbao y Asturias. La consigna es que no baje nadie.
Bueno, pues no bajamos. Hace tiempo que llevan con lo del aumento de sueldo. Dicen que ganan poco. A mí, lo que gano me parece mucho. Yo no iría a la huelga. Pero, si van todos, pues hay que ir, no sea que me den de hostias. A mí, eso de la cuestión social me trae de lado. Cada uno debe arreglárselas como pueda. ¿Quién hacía huelga por mí cuando pasaba hambre en La Baña? Y resulta que ahora que gano para comer, para ropa, para poner mi casa y para su alquiler, tengo que ir a la huelga y a lo mejor me despachan y me quedo sin nada.
En esto que llegan doce guardias con metralletas y nos ordenan bajar a la mina si no queremos que nos barran.
—Vosotros sois tan obreros como nosotros y deberíais comprender nuestra postura de huelguistas —les dicen los mineros.
Los guardias callan y no bajan las metralletas. Yo estoy enfrente de ellos, pero no solo, sino en medio de un ejército de ochocientos mineros. Y de pronto me encuentro a gusto entre los que están contra mis enemigos de siempre. ¡Viva la huelga y lo que sea contra ellos!
Por la noche le digo a Marta que o me suben el jornal o nos vemos durmiendo en la calle.
—¿Y a ti quién te manda meterte en líos, Antonio? Los pobres siempre salimos perdiendo.
Tiene razón. ¿Para qué me meto en lo que no me importa?
Al día siguiente me entero de que los guardias se han marchado de la mina, pero que se han llevado a nueve cabecillas al cuartel. Pregunto cómo saben ellos que eran los cabecillas y me dicen que es la oficina de la Compañía la que se chiva.
Por la noche oigo Radio Pirenaica: «¡Adelante, obreros, que vuestro ánimo no desfallezca! ¡Uníos todas las provincias! ¡Ahora es la ocasión de dar el golpe de gracia al franquismo! ¡Compañeros: vuestros dirigentes obreros han sido apaleados en las comisarías! ¡Responded al reto como un solo hombre!».
Luego le digo a Marta:
—Esto se pone muy feo.
—¿No puedes cambiar de trabajo?
—Sí, he oído que necesitan peones en las obras de un cargadero del ferrocarril.
De modo que pido la cuenta en la mina y me voy. He estado siete meses. En cuanto me presento en el otro trabajo, me emplean. Ganaré menos, sólo cuatro mil pesetas, pero Marta está contenta, como yo. La verdad era que el trabajo en la mina era muy duro. Así, pues, ¡bendita sea la huelga que me sacó de allí! En esta obra tengo que abrir zanjas. Todo el día abriendo zanjas, doblando las bisagras de mi cuerpo. Pero cada noche, al volver a casa, encuentro a Marta con un buen plato de sopa caliente y con su pregunta: «¿Cómo has pasado el día, Antonio?». Este trato hace que al día siguiente vaya a gusto al trabajo. Y encuentro también una casa limpia y con los muebles que ya hemos comprado: una cama, una mesilla, un armario, sábanas, mantas, ropa, calzado. Y una radio. Y una bicicleta para ir y venir del trabajo. Y cortinas. ¡Qué bonita está la casa con las cortinas que ha puesto Marta!
Marta me coge la mano y me la pone en su tripa.
—¿Qué notas?
—Nada. Tu carne. ¿Estás enferma?
—Sí, preñada. Vamos a tener un hijo, Antonio.
—Un hijo.
—Parece que no te alegras.
—¿De verdad que vamos a tener un hijo?
—Sí, si no se me estropea.
—¡El Ruso va a tener un hijo!
—No digas el Ruso. No me gusta.
—¡Es que nunca creí que el Ruso llegaría a tener un buen empleo y un hijo! ¡Y te lo debo a ti, Marta!
—Al menos, el hijo sí que me lo debes a mí.
—¡El Ruso ya es otro hombre!
—¿Por qué no dices que Antonio Bayo ya es otro hombre?
Recibo carta de madre: «Querido hijo: espero que te encuentres bien, porque yo no. Estoy sufriendo mucho por culpa del terco de tu hermano. Se quiere casar con esa Leoncia, con esa puta sucia, y todos los consejos que le doy le entran por un oído y le salen por el otro. ¿Qué puedo hacer yo para quitarle a esa mujer de la cabeza? Le hará desgraciado. ¿Por qué no te vienes por el pueblo, hijo, y me ayudas a convencerle? Estoy sufriendo mucho, mucho, y si sigo así acabaré muriéndome. Quiero que vengas, hijo. Tu madre está muy enferma. Quizá sea la última vez que nos veamos en este mundo. Tu hermano me ha llegado a amenazar con un cuchillo. Estoy asustada y enferma. Ven».
—¿Qué dice tu madre?
—Me llama.
—¿No decías que nunca te escribía y que no te quería a su lado?
—Pues ahora sí me quiere.
Me despiertan los gritos de Marta.
—Esto ya viene, Antonio.
La veo retorcerse en la cama mientras yo me visto.
—¡Corre, Antonio, corre!
—¿Y cómo te voy a dejar sola?
—Pues ven a sacarme el crío, que ya está aquí.
—¡Vuelvo con ese hombre en un minuto!
Ese hombre es el practicante, con el que hablé el otro día. ¿Y si no está en su casa?
Sí está.
—¡Venga, corra, que mi mujer ya tendrá al crío sobre la cama!
El practicante es un hombre corpulento, de manos grandes y mirada caída. Tarda un siglo en atarse los cordones de los zapatos.
—Usted es primerizo, ¿verdad? Pues tenga en cuenta que todos nacemos con prisas y no sé para qué.
—¡Pues corra, a ver si se lo dice mi hijo!
Oigo los gritos de Marta desde la escalera. El practicante se quita la chaqueta, se arremanga los brazos, descubre a Marta y le mete la mano por debajo de la saya.
—Viene atravesado —dice.
—¡Ay, Dios mío! —dice Marta.
—No se apure, mujer, que si no nos atravesamos antes de nacer nos atravesamos después.
El hombre se pone a trabajar en la tripa de Marta como si amasara pan.
—Ya viene, ya viene —dice.
Yo no sé dónde ponerme en el cuarto, no sé dónde mirar. Cuando agarro la mano de Marta para decirle que sufro con ella, el practicante me dice que menos mimos y que le traiga un vaso de vino. Marta sigue gritando y gritando hasta que de pronto se muere.
—¡Marta! ¡Marta!
La veo abierta en la cama, con los ojos cerrados, sudando. ¿Sudan los muertos?
—¿Qué le pasa, hombre? ¡Si todo ha salido bien!
Marta abre los ojos y quiere sonreír. El practicante está limpiando un trozo de carne sobre las sábanas. Me acerco.
—No ponga usted esa cara, que todos los niños son feos al nacer.
¡Me había olvidado de mi hijo! Pero ahí está, llorando como un lechoncillo.
—Bueno, se acabó todo —digo a Marta.
—Ahora es cuando empieza todo, Antonio —dice ella.
¡Claro que empieza todo! ¡Ruso, ya tienes un hijo! ¡Y no has tenido que robarlo para tenerlo! ¡Ahora sí que empieza una nueva vida para ti! ¡Antonio Bayo, Antonio Bayo! ¡Eso es lo que eres; Antonio Bayo!
No hago más que pensar en la carta de madre.
—Si quieres, vamos, Antonio —dice Marta.
—¿Ya estás fuerte?
—Sí, sí.
Sólo han pasado doce días desde el parto.
—¿Seguro que estás para ponerte de viaje?
—Yo siempre estaré bien junto a mi hijo y junto a ti.
De modo que tengo que dejar el trabajo en el cargadero y tenemos que dejar nuestra casa. En el trabajo digo que me guarden el puesto y al dueño de la casa también le decimos que volveremos. Nos llevamos la llave. Cuando cierro la puerta, pienso: «Sólo madre me saca de aquí».
—Volveremos, Marta. Con madre o sin madre, pero volveremos.
—Claro que sí, Antonio.
Marta aguanta bien el viaje en tren hasta La Bañeza y luego en coche de línea hasta Truchas. Me gustaría haber visto a Néstor y a Eugenia. ¿Qué habrá sido de ellos? ¿Recogerían a otro muchacho, ya que yo les fallé? ¡Claro que se alegrarían de verme con mujer e hijo! Sí, Antonio Bayo, han cambiado mucho los tiempos desde que sólo eras el Ruso.
Son las diez de la noche cuando nos ponemos en camino hacia La Baña.
—¿Ya te encuentras fuerte para caminar siete u ocho horas? —digo a Marta.
—Claro que sí, Antonio. No te preocupes. ¿Para qué vamos a gastar dinero quedándonos a dormir aquí?
Incluso quería cargar con el crío, pero se lo quito. Es bastante duro viajar a pie con maleta en un brazo y en el otro un crío dormido, ¡pero estoy entrando en mi tierra! «¿No ves, Marta, cómo el destino me trae siempre aquí?». Marta me dice que no se me quita la sonrisa de la cara. «¡Cómo se me va a quitar, si conozco cada palmo de tierra que piso y todo lo que veo lo he visto ya mil veces y en los montes de allá lejos está La Fervienza y mi cueva, y en aquellos otros está el lago, mi lago, porque es mío y siento que me está esperando!».
—Antonio, iba a preguntarte que por qué no te quedaste a vivir para siempre en la cueva de La Fervienza o en el lago, para estar lejos del mundo que tan mal te ha tratado, aunque pienso que si te hubieras quedado en esos sitios yo no te habría conocido.
—Pues no me quedé porque el hombre se labra su propia desgracia… aunque no siempre.
—Oye, Antonio, hablas tan bien como los curas en la iglesia.
—Es que he viajado y viajando se aprende mucho.
A las dos horas de camino a Marta se le empiezan a dormir las piernas.
—Apóyate en mí —digo.
—Ya llevas bastante carga. Me sentaré un rato.
Yo también descanso. Marta aprovecha para dar de mamar a nuestro hijo con una de sus teticas.
Llamamos y madre nos abre la puerta y yo pienso: «Ya la hemos sacado del cajón de las pajas». Pero resulta que no. Veo dos camas de verdad y una mesa con su hule. ¡Dos camas en mi casa! Y veo tabiques hechos de palos y pajas. Mario sale de un cuarto que ya tiene puerta. El cuarto de madre no la tiene aún. Todo es cosa de Mario y pienso que no le va del todo mal en la vida.
Madre me abraza y le pregunto si se ha curado de su enfermedad.
—¿Qué enfermedad? —dice Mario.
—Ella me escribió que…
Mientras madre se pone a hablar con Marta, Mario me lleva aparte.
—No está enferma ni nada. Lo único que tiene es mala leche contra mí y sobre todo contra Leoncia, la chica con la que me quiero casar.
—Me decía en la carta que era una puta.
—¿A ver si la puta es ella? Eso la pone enferma: que me caso. Ahora tira contra Leoncia, y si fuera otra tiraría contra la otra. ¡No quiere que me case con ninguna! Y lo va a conseguir, porque Leoncia ya me huye.
—También me dijo que la quisiste matar con un cuchillo.
—¿Crees que me haría falta un cuchillo para matarla?
—Pues yo estoy aquí porque ella me contó por carta todo eso.
—Pues viaje en balde.
—La casa parece otra con las mejoras. Me alegro de que te vaya bien.
—Alguna vez había que ponerla decente.
—Mira, esta es Marta y este nuestro hijo. ¿Tienes una cama para ella? Viene bastante jodida. Parió no hace aún dos semanas.
Es madre la que la lleva a su propia cama.
—Has cambiado de vida, ¿no?
—Sí, he cambiado de vida, hermano. Ya no os traeré líos. Estoy aquí sólo por la carta de madre, pero nos iremos enseguida.
—No, os quedáis hasta que tu Marta esté buena. Y no es porque ahora seas otro hombre, porque no lo eres, Antonio.
—¿Cómo que no lo soy?
—Sabemos que los guardias vuelven a andar detrás de ti en estos momentos. ¿Te ha visto llegar algún vecino?
—No, no me ha visto ningún vecino. Pero ¿qué dices de que los guardias me siguen? A mí no me sigue nadie.
—Lo sé yo y lo sabe el pueblo. El padre de la mujer que traes la ha denunciado por abandono de hijo y a ti por rapto.
—¡Qué dices!
—Tú sabrás lo que has hecho, pero esto lo ha contado una chica de Carvajales de la Encomienda que viene por aquí vendiendo botijos y cazuelas. Ella lo supo por los guardias de Carvajales. Te buscan, Antonio. Ya estás en las mismas. Esta vez has robado una mujer.
—¡Yo no la robé! ¡Ella quiso venir conmigo!
—¿Qué pasa, Antonio? —oigo a Marta.
Voy a su lado a decirle que duerma, que yo vuelvo enseguida. La cama de madre tiene sábanas de ese lino basto que algunos han usado siempre en La Baña y que ahora nosotros también usamos.
Madre se despide en Truchas y agarra las cuerdas de los dos burros. Ha pasado de la media tarde. A la pobre la esperan otras diez horas de vuelta.
—Adiós, hijo.
A Marta también la llama hija al abrazarla. Ya le he contado lo que me pasó con la cabrona de Rita y no le parece mal que Marta y yo nos hayamos amontonado. Allá se va, con los burros, feliz porque ha logrado espantar a la novia de Mario.
Coche de línea. Tren. Y luego, Astorga. A Marta ya no le sale sangre. Lo que le sale es la leche, toda la que le saca el crío. Me la va a dejar más seca de lo que está.
Y en la misma estación de Astorga me tropiezo con un guardia de los que estuvieron en aquellos tiempos en el cuartel de La Baña.
—¡Hombre, Ruso! Quedas detenido.
—¿Por qué?
—Se ve que no has leído los boletines oficiales de las provincias de León y de Zamora. Se ha ordenado a todas las comandancias tu captura. Anda, vamos. Y usted también, señora.
Marta me mira con los ojos a punto de llorar.
A ella la dejan fuera del cuartel. A mí me recibe un brigada delgado y con cara sonriente.
—Tú no me conoces, Ruso.
—No, señor.
—Pues yo a ti, sí. ¡Eres más famoso que Dillinger! ¡Vaya trabajo que nos has dado! ¿Dónde estuviste escondido?
—Yo no me he escondido en ninguna parte. Llevo un año viviendo aquí mismo, en Astorga, y acabo de llegar de una visita de una semana a madre, en La Baña.
—¡No me digas que has estado en Astorga todo el tiempo!
—No en el mismo Astorga, sino en un pueblo a dos kilómetros de aquí, Carneros.
—¿Y qué hacías en Carneros?
—Trabajar.
—¿Tú, trabajar?
Se lleva las manos a la cabeza y se ríe.
—Sí, señor. Primero trabajé en las minas y luego en un cargadero.
—Pues, lo siento, pero ahora estás reclamado por el juzgado de Zamora. La mujer que te acompaña es Marta Fernández, ¿no?
—Sí, señor.
—¿Y cómo te las arreglaste para engañarla? Tú estás casado con otra.
—Yo no la he engañado. Llámela y que ella misma se lo diga. Sabe que soy un hombre casado y le he contado toda mi vida. No la he engañado.
—Pero como es menor de edad, se te acusa de rapto y a ella de abandono de familia. Porque dejó un hijo en su pueblo, ¿no?
—Sí, señor.
—Lo siento, Ruso, pero tenemos que llevaros a Zamora. Sin embargo, para que no viajéis en tren y como hasta dentro de ocho días no sale un autobús, os vais a vuestra casa y regresáis el día… sí, el día 24 de este mes, a las nueve de la mañana.
Me mira.
—Ya sé que no te vas a escapar. A donde fueras, te cogeríamos. No se puede correr mucho con una mujer y un niño a cuestas. Vas a venir, ¿verdad?
—Sí, señor.
—¿Qué te han dicho, Antonio? ¿No te detienen?
Marta agarra al crío como si alguien se lo quisiera arrancar. Tiene una cara de difunta que no puede con ella.
—Nos mandan a casa, pero tenemos que volver en una semana.
—Estamos perdidos, ¿verdad, Antonio? Nos mandarán a la cárcel.
Llora, aprieta y besa al niño y habla del que ha dejado en su pueblo.
Me lo dice al llegar a casa:
—¿Por qué no huimos, Antonio? ¡No quiero que me separen de ti!
Yo estoy dispuesto a hacer frente a la Justicia, porque no creo haber hecho nada malo largándome con una muchacha que ha demostrado que puede tener hijos y que por tanto es una mujer hecha y derecha. Pero Marta me pide con sus lágrimas que no quiere separarse de mí.
—Como tú quieras —digo.
Por la noche vendemos todo lo que poseemos a unos vecinos de este pueblo de Carneros: la radio, la bicicleta, la cama, mantas y sábanas, cacharros de cocina. Sacamos unas tres mil pesetas. A los que nos preguntan les decimos que hemos estado en La Baña y que volvemos con madre. Un taxista nos cobra mil doscientas pesetas por llevarnos a Villatorneros, por donde pasará el tren correo por la mañana.
—¿Para dónde tiramos, mujer?
—No sé… Vámonos a Barcelona.
—¿Por qué a Barcelona?
—He oído que aquello es muy grande.
En el asiento de enfrente va un matrimonio gallego.
—Pues nosotros no tenemos hijos. ¿Quieren ustedes un cacho de empanada?
Nos dicen que él trabaja en una obra de Bilbao, que han aprovechado las vacaciones para visitar a la familia del pueblo y que ahora vuelven. Nos hacemos amigos y nos dicen que por qué no nos vamos con ellos a Bilbao.
—Allí hay trabajo para todo el mundo —dice.
El tren para en Miranda de Ebro.
—¿Qué hacemos, Marta?
—A mí, Antonio, lo mismo me da Bilbao que Barcelona.
—Pues vamos a ver cómo son esos vascos.