Epílogo

Epílogo

Han transcurrido treinta años del final de Antonio B. el Ruso y apenas puedo añadir cosa cierta sobre la existencia posterior de Antonio. Excepto una: que ha muerto.

Lo dejamos en Bilbao, en 1975, con trabajo, piso propio, una compañera y ocho hijos. Nunca vimos al Ruso tan integrado y en paz con la sociedad y consigo mismo. No robaba para comer, ni le perseguían los guardias ni los curas ni los jueces.

—Ahora es cuando me doy cuenta de lo que sufrí… ¡Bien que me jodieron entre todos!

—Sí, Antonio, bien que te jodieron —le dije.

Fue la última noticia clara que tuve de él.

Unos dos años después supe de Antonio por un rumor: se había instalado en Galicia con Enriqueta y su prole, había reñido con un pariente de ella, al que se enfrentó con una escopeta y el otro le clavó una sarda de establo en el hígado. Le operaron y murió en pocos meses. Fue su última mala suerte.