El mundo

El mundo

Madre dice que me ha encontrado trabajo en Carmona.

—¿Está lejos Carmona? —digo.

—Por Sevilla.

—¿Y está lejos Sevilla?

—Está donde la ha puesto Dios.

Son nombres que no he oído nunca. Pienso que están mucho más lejos que las canteras de Orense. Viene la tía Petra con un morral de lona cargado.

—Dentro va algo de ropa y comida —dice.

—Te llevas también este pan —dice madre, metiendo uno entero por la boca del macuto, pero dejándolo medio fuera. Todo aquello me da miedo.

—¿Dónde está Carmona? —digo a la tía Petra.

—No está en el fin del mundo, Antonio. Todos los años van vecinos de aquí a trabajar en la sementera del trigo y luego vuelven. Ya verás como te gusta y como llenas el bolsillo.

La tía Petra saca dinero de su falda.

—Toma, Basilia, Roque y yo te lo prestamos. Nos lo devuelves cuando regrese Antonio con los jornales.

—¿Cuánto es?

—Ciento cincuenta pesetas, lo que pediste.

Madre coge los billetes y los mira. Nunca ha tenido tanto dinero en las manos, que yo sepa. Y lo ha pedido para mí.

—Irás en tren, Antonio —dice la tía Petra.

No duermo aquella noche. Madre tiene los ojos cerrados, pero sé que tampoco duerme porque no la oigo roncar. En la madrugada me dice:

—En cualquier parte del mundo vivirás mejor que en La Baña. A veces, las maldiciones se quedan donde nacieron.

Para cuando llegan los cinco vecinos, la tía Petra, madre y yo estamos esperándolos en la puerta. No llevo las ropas sucias y rotas de siempre, sino una camisa gruesa, un pantalón con tirantes de la misma tela, una chaqueta y unas alpargatas que me ha traído la tía Petra. La chaqueta es una vieja del tío Jenaro, y el resto, de mis primos. El morral cuelga de mi hombro. Madre da el dinero a los hombres.

—Para los gastos.

A los cinco vecinos sólo los conozco de vista y ni siquiera sé cómo se llaman. Sus casas están al extremo del pueblo. Visten ropas fuertes y alpargatas, como yo; llevan morrales y uno de ellos boina. El más joven tendrá la edad de mi hermano, y los cinco me miran con dureza.

—¿Por qué no voy a Orense con Mario? —digo a madre.

—Es difícil entrar en las canteras —dice la tía Petra—. Y el trabajo allí es muy fuerte para uno de tu edad. Ya irás más adelante.

Madre me besa en la frente y la tía Petra me abraza. Camino detrás de los cinco hombres. Vuelvo la cabeza: allí están las dos, despidiéndome con el brazo.

—¡Cuiden de él! —dice la tía Petra.

Al pasar ante el cuartel de los guardias, el cabo está en la puerta.

—Nos dan vacaciones. El Ruso se marcha —dice.

Sé que vamos muy lejos. He oído hablar que otros hombres que han ido a Carmona andando tardaron dos meses. Dejamos atrás las últimas casas del pueblo. Luego pasamos Cardilla. En Robledal hacemos un alto para tomar un bocado: yo, pan con tocino, y ellos, pan con gallina. Me siento aparte y no me llaman. Tampoco me hablan mientras caminamos. Luego viene Robledal y luego Aguasvivas, y desde aquí empieza el mundo. No veo a Clara en la casa del juez. Sigo andando, sin dejar de mirar atrás, aunque sea por ver al juez. Es que siento ganas de volverme corriendo para pedirle que me encierre en su cuadra, que me tenga allí hasta que estos hombres se pierdan de vista. Con los guardias nunca me he entendido, pero sí con el juez. Su obligación es decirme que no robe, pero yo sé que piensa que no es tan malo robar, pues él mismo me pide que robe para él. Es un buen hombre, el juez. Es el único que me llama Ruso en un tono de amigo. ¡Quiero volver, quiero estar en mi cueva del lago, aunque sea comiendo lagartos crudos! ¡Quiero ver a Pedrón y a su banda, porque siempre me ayudan! ¡Quiero bañarme desnudo en el lago! ¡Quiero meter mi hierro en las cerraduras de las cantinas! ¡Quiero que me sigan los guardias para dejarlos atrás por los montes que tan bien conozco! ¡Quiero ver a Clara! ¡Quiero ver a Trinidad, la hija de Daniel el de la viña, que no avisó a su padre cuando me vio robar una gallina! Pero dejo a mis espaldas la última casa conocida y el último campo conocido y entro en el mundo.

Sin embargo, durante mucho camino las cosas no son diferentes. El mundo sigue teniendo el aire de las tierras que conozco. Subimos el Puerto del Carvajal y entramos en la Cabrera Alta. Al anochecer me dice uno de aquellos hombres:

—Oye, Ruso, ¿es que tú no te cansas nunca?

Pasamos la noche en un pueblo grande que se llama Truchas, durmiendo en las ruinas de una casa. ¡He visto los primeros coches de mi vida! Son parecidos a los que llevó el gobernador hace muchos años a La Baña, pero aquellos comieron el heno que les puso la mujer del pedáneo y estos no tienen que comer para andar, según me dicen los hombres. Al día siguiente tomamos un bocado y subimos a un autobús de línea que nos lleva a La Bañeza. Lo guía un hombre rechoncho, con un ojo de cristal. Antes de sentarme, recorre su autobús cobrando cuatro pesetas a cada viajero.

Ahora estamos en La Bañeza.

—¿Qué es esto? —digo.

—Un tren.

Hay mucha gente. De tanto querer verlo todo no veo nada. Se oyen voces y gritos, y un gran ruido que arma un cacharro grande y negro, de hierro, que tiene una chimenea por la que echa un humo negro.

—¿Nunca habías visto un tren?

Aquellos hombres se ríen de mí, pero yo no me separo un palmo de ellos. El tren tiene muchas ventanas y mucha gente asomada que nos mira. Subimos. No hay asientos y nos quedamos de pie en el pasillo. Aquel cacharro se pone en marcha con gran escándalo de hierros y yo me caigo contra la gente.

Durante horas y horas pasan pueblos y campos. El tren se para muchas veces para que bajen unos y suban otros, y luego sigue su marcha. Siempre llegan nuevos pueblos y nuevos campos. ¡El mundo es muy grande!

Comemos de pie y a media tarde nos podemos sentar. Los cinco hombres se quedan dormidos. Yo no duermo. Miro y miro. De tarde en tarde una pareja de guardias recorre el pasillo. ¿También sabrán que me llaman el Ruso? Sus ojos se paran un momento en mí y siguen adelante.

El tren queda quieto una vez más. Está anocheciendo.

—Esto es Salamanca —dice el hombre de la boina.

Nos hacen pasar de un tren a otro y enseguida el hombre de la boina me dice que les traiga una botella de vino y me pone en la mano tres pesetas.

—¿Dónde se compra vino?

—En la cantina de la estación, pero mejor y más barato lo encontrarás en cualquier taberna de la calle. Vamos, ¿qué esperas?

Cuando llego al final del pasillo doy la vuelta y regreso.

—¿Tengo que bajar?

—¡Claro!

—¿Y si el tren marcha sin mí?

—No te apures. No salimos hasta dentro de una hora.

Salgo de la estación a la calle y busco una taberna y tengo que andar mucho antes de encontrarla, por entre casas tan altas como nunca he visto. Las personas del mundo viven en estas casas. Son limpias, tienen cristales en todas las ventanas y de ellas sale una luz muy fuerte que no es de vela ni de quinqué.

—Una botella de vino.

Entonces oigo ese ruido de hierros del tren. Dejo las tres pesetas en el mostrador, cojo la botella y corro hacia la estación, sin hacer caso de las llamadas del dueño de la taberna. El tren se ha largado. Me siento en el suelo, llorando. Cierro los ojos. No quiero ver nada. Tengo miedo. Pido la muerte o cualquier cosa para no recordar que el tren se ha ido y me ha dejado solo en el mundo.

—¿Qué te pasa, chico?

Es uno de esos hombres con gorra azul que llevo viendo en las estaciones.

—Se me ha marchado el tren —digo.

—¿Y cómo te has descuidado?

—Me dijeron que el tren paraba una hora y fui a comprar vino.

—¿Quién te dijo eso?

—Los hombres que venían conmigo.

—¿Y sólo te has quedado con esa botella? Bueno, no te apures y ven. Ya verás como el jefe te ayuda.

Me lleva a un cuarto donde hay una mesa, una estufa de carbón y en las paredes mapas parecidos a los que había en la escuela. El jefe es un hombre gordo y sonriente, que también usa gorra azul. Cuando el otro le cuenta, me dice:

—Te abandonaron, como en Las dos huerfanitas de París. A veces ocurre en las estaciones. Vamos a ver: ¿quiénes eran esos hombres? ¿Parientes tuyos?

—No, sólo eran del pueblo.

—¿Cómo se llama tu pueblo?

—La Baña.

—¿Y dónde coño está eso?

—Por allí —y le señalo con el brazo.

—Entendido. ¿Qué te robaron?

—Ellos no me robaron. A mí se me escapó el tren.

—Te engañaron. Te dijeron que paraba una hora para que lo perdieras. Querían librarse de ti y robarte. Y lo han conseguido. Aquí estás, solo y con una botella de vino por todo bien. Pero no llores, que ya verás como lo arreglo. ¿Llevabas dinero?

—Me lo llevaban ellos.

—¿Cuánto?

—Ciento cincuenta pesetas.

—¿Qué más llevabas?

—Un morral con ropas y comida.

—¿Cuántos eran los hombres?

—Cinco.

Descuelga un cacharro de la pared y empieza a hablarle sobre lo que me pasa.

—Ya está… ¿Nunca habías visto un teléfono?

Me deja que lo toque.

—Es para hablar a la gente que está muy lejos. ¿Tampoco habías visto una bombilla? Lo bueno que tiene es que te ahorra cerillas. Y ahora, mientras esperamos, no te parecerá mal que mi amigo y yo le demos a esta botella tuya, ¿eh?

Entre trago y trago me dice que ha hablado con la estación de Mérida para que la Guardia Civil les coja a los cinco hombres mi dinero y mi morral.

—En el próximo tren que vuelva vendrán tus cosas. ¿Cómo te llamas?

—Antonio Bayo. Pero me llaman el Ruso.

—¿Es que eres comunista? Oye, Ruso, tu pueblo debe estar en el quinto carajo, ¿no?

Abro los ojos. Es de día. He dormido en la misma habitación, sobre un banco y con una manta que me ha echado el jefe.

—Ven a tomar un poco de café caliente —dice.

Apenas recuerdo cómo sabe el café. Sólo lo he probado una vez, en casa de la tía Petra. La mujer de la cantina lo mezcla con leche y le quito el sabor amargo a fuerza de azúcar. Siempre había un saco de azúcar en la cantina de Bonifacio. Yo metía el morro y me lo comía como si fuera agua.

A media mañana llega un tren en dirección contraria y una pareja de guardias entrega al jefe mi morral y dinero que sacan del bolsillo.

—¿Este es el chico?

—Sí —dice el jefe.

—Pues a ver si otro día andas con más cuidado.

He salido ganando y los cinco hombres han salido perdiendo. Resulta que el viaje hasta Salamanca me lo han pagado ellos, pues los guardias me han devuelto las ciento cincuenta pesetas enteras.

—Y ahora, ¿qué vas a hacer? —dice el jefe.

—Madre quería que fuese a Carmona.

—Pues si tu madre quería que fueses a Carmona, irás a Carmona. Siéntate ahí hasta que te avise cuál es tu tren.

Pasan trenes, unos hacia la derecha y otros hacia la izquierda. A Carmona se va hacia la derecha. Por fin, el jefe me pide cuarenta y cinco pesetas y me da un billete.

—Con esto llegas hasta Sevilla en ese tren.

Guardo el dinero y el billete en el morral, doy tres pasos y me vuelvo.

—Adiós.

—A ver si haces fortuna en Carmona —dice el jefe riendo.

Me río con él y me voy.

Pasan postes con cables, casas, campos, gentes que se quedan mirando el tren. Me gusta meter la mano en el morral para tocar el dinero. Ahora es de noche. El aburrimiento, el miedo de lo lejos que me voy de La Baña y el baile del tren, me dan sueño. Cuando abro los ojos es un nuevo día y estamos en Mérida. Los guardias me dijeron que habían dicho a los cinco hombres que me esperaran aquí. Pero no están. No me gustaría ir con ellos, pero no quiero quedarme solo. Pienso que a su lado no me sentiría tan lejos de La Baña. El tren se pone en marcha. Me siento más solo que nunca.

Oigo decir a la gente que estamos en Sevilla. Bajo del tren y en la calle pregunto dónde está Carmona.

—Sigue derecho esa carretera.

Carmona es blanco. He tardado tres horas en llegar. Ando por las calles sin saber qué busco. No sé si busco trabajo o a los cinco hombres. Pero no pregunto nada a nadie. Miro a la gente sólo por si tropiezo con una cara conocida. «Estás en Carmona, ¡en Carmona!, al otro extremo del mundo», me digo.

Ahora camino por delante de casitas más pequeñas, pero tan blancas como las otras. Luego vienen los campos y entonces me doy cuenta de que me muero de hambre. Me siento al borde del camino y como el último cacho de tocino y el último cacho de pan. Aquí, los árboles no forman bosques. Son pequeños y están separados y en filas. Me tumbo debajo de uno. Despierto al día siguiente. No veo el morral por ninguna parte. Me han robado, no tengo nada y ya jamás podré volver a La Baña.

Me levanto para andar por cualquier parte. Alguna gente que pasa me ve llorar y me pregunta qué me pasa, pero yo no les hago caso y les llamo cabrones para mis adentros, porque alguno de ellos me ha robado. Y de pronto los veo. Sí, son mis cinco vecinos de La Baña. Se han parado, porque también me han visto y no pueden creer que yo esté aquí. Me acerco.

—Tengo que volver con ustedes al pueblo.

El de la boina me agarra del brazo y así me lleva fuera del camino.

—¿Dónde tienes el morral?

—Me lo han robado.

—¿Y las ciento cincuenta pesetas?

—También me las han robado.

Los cinco buscan por todos los rincones de mi ropa.

—Este Ruso es más listo de lo que parece. Las ha escondido debajo de alguna piedra.

El de la boina me da unos sopapos.

—¡El dinero!

—¡Me lo han robado! ¡Además era mío! ¡Me lo dio madre!

—¿A quién se lo dio? ¿No viste que tu madre lo puso en mi mano?

—¡Pero era para pagar mi viaje y mi comida!

—¿Sabes, Ruso, para qué era ese dinero?

Se calla. Los cinco me miran durante un rato en silencio.

—Para que te abandonásemos en cualquier parte. Sabía que veníamos a Carmona y nos habló: «¿Ya se llevarían a mi hijo para soltarlo por ahí lejos?». Yo le pregunté que cuánto nos pagaría por hacerlo. Discutimos el precio y quedamos en que serían ciento cincuenta pesetas. Y tú echaste sobre nosotros a la autoridad para quitarnos algo que nos había dado tu madre, de modo que hemos perdido las ciento cincuenta pesetas y el precio del billete hasta Salamanca. ¿Nos dirás ahora dónde lo tienes escondido?

—¡Es mentira!

Ellos me miran en silencio.

—¡Es mentira!

De un puñetazo en la cara el hombre de la boina me tira al suelo.

—No vuelvas a llamarnos mentirosos.

—Habrá que darle una paliza para que cante.

—No, dejadle. Está diciendo la verdad.

El hombre de la boina me levanta.

—Te voy a dar un consejo. Apártate de nosotros para siempre. No nos conocemos.

Saca una navaja del bolsillo.

—Si te vemos otra vez te destripamos.

Por la tierra me llega hasta la oreja el pequeño trueno de las pisadas de un rebaño. Estoy echado en el mismo lugar donde me dejaron los cinco hombres. He llorado y he dormido con la cara contra el suelo. El rebaño es muy grande y es de ovejas y lo llevan un hombre y un muchacho de mi edad. El hombre se para.

—¿Quieres trabajo, rapaz?

Digo que sí con la cabeza.

—Pues, ¡arreando! Vete con este a cuidar de esos animales. Te daré comida, techo y un duro por día.

El hombre marcha hacia otro lado con la mitad del rebaño.

—¿De dónde eres? —dice el muchacho.

—De La Baña.

—¿Y por dónde está eso?

—No sé. Lejos.

—¿Cómo te llamas?

—Antonio, pero me llaman el Ruso.

—¿Por qué te llaman así?

—Porque todos los rusos son rubios como yo.

—Pues en esta tierra que pisas hay moros y moras, y todos los moros tienen un tesoro escondido. Por aquí hay más moros de lo que parece.

—¿Cómo te llamas tú?

—Juan, pero me llaman «el Ñito».

—¿Por qué?

—Cualquiera lo sabe.

—¿Eres de aquí?

—No, de Sevilla. Sevilla es más grande que Carmona, pero hace cuatro años a mi padre le dieron trabajo aquí y yo vine con él.

—¿Dónde está tu padre?

—Lo mató una vaca brava cuando la toreaba por la noche.

—¿Y dónde está tu madre?

—Con otro.

—¿Con quién?

—Con otro maromo.

El Ñito es pequeño, como yo, de pelo y ojos muy negros. Habla muy rápido y cuando no habla se pone a cantar. Llegamos al borde de un riachuelo y las ovejas se paran también y empiezan a pastar en un campo verde. Juan me cuenta muchas cosas.

—Aquí uno se las arregla bien si sabe entender la vida. Y las niñas de Carmona están muy ricas.

Me mira.

—Oye, ¿pero es que tú nunca has ido a niñas?

—¿A niñas? ¡Pues claro! ¿Quién no ha ido a niñas?

—Dinero tampoco falta, sobre todo a final de mes.

—¿Por qué a final de mes?

—Entonces te pagan. Un duro por día, treinta duros. Las niñas rezan para que les llegue pronto a los hombres el final de mes. Oye, ¿sabes chorizar?

—Es lo que mejor sé hacer.

—Pues tienes cara de no haber chorizado en tu vida un guisante. A mí no se me despinta la gente.

—Te digo que sí.

—A ver: ¿cuántas veces has chorizado?

—En mi pueblo soy famoso. En cuanto falta un tocino o una gallina, ya está: ¡el Ruso! Yo aprendí a robar antes que a andar.

—¡Pero si tienes cara de payo!

—Me he pasado media vida en la cárcel y los guardias se han consolado atizándome en el cuartel. Yo puedo abrir todas las cerraduras que me pongan por delante.

—En Carmona no hay que abrir cerraduras.

Por fin llegamos al sitio donde pastará el rebaño. No es un prado como los que conozco, sino uno de esos bosques de árboles pequeños que el Ñito me dice ahora que se llaman olivos. El rebaño es grande, de más de setecientas cabezas, y como liquida pronto la yerba que crece bajo los olivos, viaja continuamente en busca de nuevo pasto y nos hace viajar a nosotros.

—¿Era aquel hombre el dueño del rebaño? —digo.

—No, sólo era el rabán, el que nos manda. Él se va con las machorras y a nosotros nos deja las paridas. El dueño es don Felipe Pérez, que tiene muchos cortijos y muchos rebaños. Los rojos mataron a su padre en la guerra.

¿Por qué le mataron?

—Tenían hambre.

—¿Se comieron los rojos al padre de don Felipe?

—No, fue para quedarse con su tierra.

—¿Se puede matar a una persona para quedarse con su tierra?

—Ahora, no. Tiene que ser en una guerra.

—La guerra la ganó Franco desde el cielo.

—¿Has visto alguna vez a Franco?

—Sí.

—¿Cómo es?

—Es tan fuerte y tan grande que no se le puede ver bien. Un día pasó por el cielo de mi pueblo guiando unos aviones con el dedo. Nadie le puede mirar de frente sin quedarse ciego.

—Por aquí se habla mucho de Franco, pero yo nunca había oído estas cosas de él.

—Si hubiera guerra, ¿matarías tú a don Felipe para quedarte con su tierra?

—A mí, de don Felipe sólo me interesan sus corderos. Ahora vamos a comer y luego te enseñaré cómo se choriza por aquí.

Nos sentamos y el Ñito saca un cacho de pan y lo parte en dos, uno para mí.

—¿Sólo comemos esto? —digo.

—A la vuelta el rabán nos preparará un gazpacho.

—¿Es bueno el gazpacho?

—Hay gazpacho de ricos y gazpacho de pobres. Dicen por aquí que el mejor es el de pobres, porque el otro ablanda los dientes y porque además es el único que hay.

Luego, entre el Ñito y yo elegimos un cordero sin marcar, le atamos las patas y nos lo llevamos.

—¿Y el rebaño? —digo.

—Déjale que se pudra solo un rato.

Es más que un rato, porque la casita de campo adonde me lleva el Ñito está muy lejos. Para cuando llegamos a los naranjos y olivos que la rodean, ya está un hombre esperándonos. Es gordo como una bola y con una voz de niña. El Ñito le llama «Clavel». Se queda con el cordero y nosotros nos vamos con dos duros.

—Si el cordero es pequeño, dos duros. Si es grande, dos duros. Clavel siempre me da dos duros. Uno es para ti.

El rebaño se ha desmandado y lo tenemos que reunir. Al atardecer nos damos una larga caminata hasta la chabola donde nos espera el rabán.

—¿Bien? —dice.

—Bien —dice el Ñito.

La chabola son dos chapas de zinc apoyadas por abajo en la tierra y por arriba una contra otra. Hay que entrar agachado, pero en el suelo caben tres personas tumbadas. Una de las bocas está tapada con tablas. El rabán prepara gazpacho en una pequeña fogata, echando en el agua que hierve en un tanque pepinos, tomates, cachos de pan y aceite. Luego me dan una cuchara y comemos los tres del mismo cacharro. El hambre no me deja ver a qué sabe el gazpacho, pero creo que me gusta.

El rabán sólo abre la boca para comer. No habla. Nos mira como si tuviéramos la culpa de que sea tan feo.

El rebaño pasa la noche en un cercado hecho con una red de cuerda sostenida por palos clavados en el suelo. Y nosotros dormimos apretados en la chabola, sobre albardas de caballería.

—Ya verás qué bien dormimos cuando visitemos a las niñas —dice el Ñito por lo bajo.

El rabán cuenta las ovejas cada ocho días. Deja una entrada estrecha en el cercado y las ovejas pasan una a una.

—Siempre faltan cabezas —dice.

En un mes hemos robado siete corderos menores de un año, que son los que aún están sin marcar. El Ñito siempre me dice que guarde los duros de Clavel para cuando vayamos a las niñas.

Al final del mes el rabán nos entrega treinta duros a cada uno.

—Tenemos que ir a Carmona a comprar algo de ropa —dice el Ñito al rabán.

Ya está listo el gazpacho de la noche.

—Pero no tardéis, que luego no hay quien os levante.

El Ñito me hace una seña para irnos.

—¿Y el gazpacho? —digo.

—Que se lo meta el rabán por el culo —dice el Ñito.

En las calles de Carmona hay gentes sentadas a la puerta de sus casas. La chabola sólo está a siete kilómetros y hemos llegado enseguida. Oigo algunos cantos. El Ñito me lleva a una taberna donde sirven comidas.

—¿Qué quieres comer?

En la mesa de un rincón hay un hombre comiendo huevos fritos y yo también pido huevos fritos. En La Baña sólo podía comer crudos los que robaba en los gallineros. El Ñito pide una ración de chuletas de cordero, y después de los huevos yo también pido otra ración de chuletas. Nos bebemos entre los dos una botella de vino. Cuando me levanto se me va la cabeza.

—¿Has fumado alguna vez? —dice el Ñito.

—Todo el tabaco que dejaban por las noches en las cantinas de mi pueblo era para mí —digo.

Compramos dos paquetes de «mataquintos» y salimos a la calle fumando.

—¿Adónde vamos ahora? —digo.

—A la obligación.

Entramos en una casa que tiene una Virgen de yeso en el pasillo. Nos ha abierto la puerta una mujer llena de collares y con el pelo rojo.

—Hola, Ñito.

—Hola, Finita.

Pasamos a un cuarto que tiene otra Virgen, esta en un cuadro, y muchas sillas. En el fondo están sentadas cuatro mujeres, dos gordas y dos delgadas, con vestidos cortos y aire aburrido. Contra otra pared hay dos hombres sentados y mirando en silencio a las mujeres, y también parecen aburridos.

—¡Aire, aire! —dice Finita dando chalos.

Se levanta una de las mujeres y se acerca al Ñito.

—He pensado mucho en ti, Ñito —le dice poniéndosele muy junta.

Es una de las mujeres gordas. Abraza a mi compañero, le da un beso en la boca y le deja el rosetón de la pintura que lleva.

—¡Vamos, niña, que no soy de miel! —dice el Ñito, y la aparta y hace una seña a una de las delgadas—. Esta es una mora —me dice.

—Desde que entraste sabía que venías por mí —dice la mujer delgada abrazándole y besándole.

—¿En qué lo notaste? —dice el Ñito.

—¡En que hoy es jueves!

Ríen todas las mujeres, incluso la primera gorda del pelo rojo, que lo mira todo desde la puerta.

—Este es el Ruso —dice el Ñito.

—¡Uy, qué miedo! —dice la mujer delgada que está con él.

—Vamos, Ruso, elige en este harén del rey moro —dice el Ñito.

—Mi tipo son los rubios —dice la mujer gorda que seguía sentada, levantándose y pegando su tripa a la mía y echándome los brazos al cuello.

Huele a vino y a la pasta blanca que lleva en la cara. Cuando me besa, sus pechos no caben entre ella y yo.

—¿Qué dices, Ruso? ¿Te gusta la niña? —dice el Ñito.

—¡Nos has traído un cliente virgen! —dice la mujer gorda que me abraza.

El Ñito me coge del brazo y me saca al pasillo. En el cuarto se quedan riendo las mujeres y los dos hombres.

—¿No me dijiste que ya habías estado con niñas?

—Es que yo creí que niñas era otra cosa.

—¿Es que en tu pueblo no teníais casa de putas?

—¡No sé si teníamos casa de putas!

Me pregunto por qué he gritado al acordarme de lo que pasaba en nuestro pueblo. No quiero pensar en eso.

—Vámonos —digo.

—¿Irnos? ¿Quieres que se rían de ti? ¡Pero si esto no es para asustarse! Mira, entras de nuevo, te coges a una y te la llevas a la cama. En la cama nadie necesita maestros, todos nacemos sabios.

—Vámonos —digo.

—¿Es que eres marica? ¿No te gustan las mujeres? Oye, niño, ¿es que todavía no sabes que la minga no es sólo para mear?

Me la toca.

—¿Nunca has sentido gusto por aquí? ¿Nunca te ha mojado los calzoncillos?

—¿Qué son los calzoncillos?

—¿Se puede saber en qué pueblo has vivido tú? ¿Nunca te has agarrado esto con la mano? Vamos a ver: ¿te gustaba alguna chica de tu pueblo?

—Sí, pienso mucho en una chica y en una mujer casada.

—Las casadas también valen. ¿Cómo se llamaban?

—Trinidad y Clara.

—¿Nunca te la moviste pensando en ellas?

—Moverme, ¿el qué?

—¡Por mi sangre! ¿Sabes cómo se hacen los hijos?

—Se amontonan un hombre y una mujer.

—¡Ele! ¿Y qué hacen el gachó y la gachí cuando se amontonan?

Le miro.

—No importa. ¡Ya verás como en la cama te enteras! —dice el Ñito.

Me coge del brazo y me lleva hacia la puerta.

—Yo no quiero tener un hijo —digo.

—No tendrás un hijo, calamidad. Sólo aprenderás cómo se tienen. ¡Mi niño, que nadie te va a comer! Nadie se marcha de Carmona sin hacerse hombre.

Entramos. La mujer gorda de pelo rojo me señala con su dedo amorcillado.

—¡El barrenador! —dice.

Todos ríen. Todos, menos la mujer delgada que aún no se ha levantado de su silla. Tiene la carita de Clara y es menuda como Trinidad.

—¡Niña! ¿No ves que te está reclamando el payo? —dice la mujer gorda de pelo rojo.

Se levanta la mujer delgada y se me acerca. Al andar parece que no anda: los brazos le cuelgan como si los tuviera muertos. Me mira fijamente con unos ojos muy abiertos de trucha. Sin hablar, me toma de la mano y me saca al pasillo. Oigo la voz del Ñito: «¡A ver, que traigan vino y pasteles para todos! ¡Hoy la armamos!». Estoy con la mujer en otro cuarto. Hay una cama, un armario, una mesilla con una palangana y dos sillas. La mujer se sienta en la cama.

—Siéntate —dice.

Me siento en una de las sillas, al otro extremo de la habitación.

—¿Cómo te llamas?

—Me llaman el Ruso.

—Tu verdadero nombre.

—Antonio.

—Aquí puedes estar sin hacer nada, Antonio. Luego sales y le dices a tu amigo lo que quieras.

Sus brazos son delgados, pero redondos. Su carita también es redonda y en ella casi no le caben los ojos cuando los abre. Parece tan triste que si no estuviera sentada en la cama me atrevería a acercarme a ella. Como si leyera mi pensamiento, se levanta para acercarse a una ventanita con cortinas de flores. Pasa demasiado tiempo, ella mirando por la ventana y yo sentado en la silla. Me acuerdo del Ñito, me levanto y me acerco a la mujer.

—¿Cómo te llamas?

—Consolación.

No encuentro más palabras.

—No tienes que hablarme si no quieres —dice.

Ahora ni siquiera puedo pensar. Levanto la mano derecha y la apoyo en su brazo.

—Tampoco tienes que tocarme si no te apetece —dice.

¿Por qué recuerdo ahora el pecho de madre aplastado por la manaza de aquel tratante de ganado? Mis dedos resbalan por el brazo de la mujer y pasan por el vestido hasta su pecho. Es pequeñito, como de niña. Me recuerda la carne dura de lagarto cuando la clavo con mi hierro.

—Soy de Badajoz. ¿Y tú?

—De La Baña.

Es ella la que primero se desnuda. Luego me desnudo yo. Veo por un momento el matorral de su tripa. Si uno se empeña puede estar acostado con otra persona en una cama estrecha sin tocarla. Yo había oído hablar de sábanas a la tía Petra, pero nunca había visto una ni dormido en ellas. La mujer también es la primera en hablar.

—¿Tienes novia?

—No.

—Pues con ese pelo rubio que tienes no sé en qué andan pensando las chicas de tu pueblo. Pero ya te gustará alguna.

—Allí no pensamos en esas cosas.

—¿Qué diría tu madre si te viera en esta cama conmigo?

—No sé lo que diría.

Estamos tumbados de espaldas, sin movernos. Yo no aparto la mirada del techo encalado.

—Cuando te entre sueño te puedes dormir —dice la mujer.

—¿Cuántos años tienes?

—Veinticuatro. ¿Y tú?

—Veinte.

—No me mientas.

—Quince, creo.

—¿De verdad que tienes quince años?

—Sí.

Se ha movido para ponerse de costado y mirarme. Su mano se acerca a mi pelo y me lo acaricia.

—¿Te parezco muy crío?

—No, no es eso. Pensaba en otros quince años, en los míos. Los perdí para siempre en la guerra. Vivía en Badajoz con mi padre y mis dos hermanos. Estaban defendiendo la ciudad con escopetas de caza y mi padre me escondió en el fondo del pozo, que estaba seco. Me sacaron seis moros de Franco y me violaron uno detrás de otro. Luego vi que a mi padre y a mis dos hermanos los habían castrado. Así empecé en esto.

—¿Franco tenía moros?

—Sí.

—¿Qué son los moros?

—Hombres de África, soldados.

—¿No viste los aviones de Franco?

—No.

—Tu padre y tus hermanos hicieron mal en luchar contra Franco, porque Franco siempre gana desde los cielos. Un día, los guardias de mi pueblo mataron a un maqui de los montes y los matarán a todos, porque los guardias son de Franco.

—¿Eres amigo de los guardias?

—No, porque me desloman con el vergajo. Cuando tenga un fusil los mataré a todos.

—¿Y luego? ¿No dices que Franco siempre gana?

—Pues luego me confieso con el cura para que Franco me perdone desde el cielo.

—Pero Antonio, Franco es sólo un hombre. Yo he visto retratos de él.

—En las iglesias también hay retratos de Dios.

La sábana que cubre a Consolación resbala de su hombro y veo sus pechos desnudos. Mi mano va hacia ellos y los toca.

—Odio a los hombres morenos como los moros —dice Consolación acariciando mi pelo.

Me acerco a ella.

—Tú eres mis quince años —dice.

Se abre de golpe la puerta y entra la mujer gorda de pelo rojo. Ya es de día.

—¡Ya está bien de niño!

Consolación y yo hemos dormido abrazados. Su cuerpo es suave y blanco como el de los lagartos. Ha ocurrido algo tan nuevo que no puedo pensar demasiado en ello sin que me falte la respiración. Palpo mi propio cuerpo para convencerme de que sigo siendo el mismo de ayer.

Consolación sale de la cama y se viste. Yo también me visto. La mujer gorda de pelo rojo no para de hablar metiéndonos prisa, y detrás aparece el Ñito.

—¡Corre, Ruso, que nos espera el rabán con el rebaño! Y dale a Finita todo el dinero que llevas.

En la puerta, Consolación me da un beso suave en la boca.

El Ñito está cabreado porque el rebaño acaba enseguida con todos los pastos y tenemos que buscarlos cada vez más lejos. Cada quince días desmontamos la chabola para plantarla en los nuevos sitios.

—Hay pastos más cerca —suele decirle el Ñito al rabán.

—Pero no buenos. Don Felipe quiere los mejores pastos para sus animales —dice el rabán.

De modo que nuestra segunda visita a Carmona, al final del segundo mes, sólo duró tres horas, porque entre ir y venir se nos fue el resto de la noche y de la madrugada.

—Ya sé cómo son vuestros viajes a comprar ropa —dice el rabán.

Después de comer el mendrugo de pan del mediodía, el Ñito me dice:

—Esto lo arreglo yo con un anónimo. A mí ningún cabrón me quita las visitas de fin de mes a las niñas. La próxima vez tendríamos la chabola en otra provincia.

—¿Qué es un anónimo?

—Un papel escrito que se manda a un gachó diciéndole que se le va a abrir la tripa como no haga tal cosa.

—¿Y a quién se lo vas a mandar?

—A don Felipe.

El Ñito saca de su bolsillo una hoja de cuaderno y un lapicero.

—¿A quién le has cogido eso?

—Al rabán, esta noche, mientras dormía.

Se pone a escribir sobre una piedra. Luego me pasa el papel.

—A ver qué te parece.

—No sé leer —digo.

—¿Pero ni siquiera escuela tenéis en tu pueblo?

Me lo lee: «Don Felipe, como siga sacando el rebaño de los olivares del “Conchilla”, le meto a usted la navaja en la tripa. Dios le guarde muchos años».

—Mañana temprano se lo clavo en la puerta de su cortijo.

En estos dos últimos meses hemos vendido al Clavel veinte corderos más, y al contar nuestro rebaño el rabán sigue diciendo que faltan bichos. En cambio, no falta ninguno cuando cuenta el suyo.

—Le tendré que decir a don Felipe que abortaron muchas ovejas —dice.

Mañana cobramos. El Ñito dice que estamos a treinta kilómetros de Carmona, pero tanto él como yo queremos ir a gastarnos a Carmona la paga y los duros del Clavel. La vez anterior, Consolación acarició mi pelo y me llamó «hombre rubio» y lloró sobre mi pecho y yo me sentí de verdad un hombre. Pienso que el padre de Gualberto no me decía la verdad cuando me decía que el mundo era malo.

A media tarde aparece por el camino un coche con un caballo espantando las ovejas. El Ñito se levanta de un brinco.

—¡Es don Felipe!

El coche se para y el hombre que viene en él nos da un grito para que nos acerquemos y el Ñito y yo bajamos la loma.

—Buenas tardes, don Felipe —dice el Ñito.

Don Felipe es un hombre de cara con papos y un bigotito que parece una raya negra. Viste pantalón y chaqueta nuevos y planchados, y camisa blanca con el cuello abierto. Es moreno, con el pelo ondulado y huele bien.

—El rabán me ha dicho que faltan muchas ovejas de vuestro rebaño —dice.

—Abortaron las madres —dice el Ñito.

—¿Cuántas abortaron?

—Treinta —dice el Ñito.

—Quince —digo yo al mismo tiempo.

—También me ha dicho que os vais de juerga todos los meses. Y para los juerguistas todo el dinero es poco.

—Nosotros no hemos robado los corderos —dice el Ñito.

Don Felipe me mira.

—Tú eres el nuevo, ¿verdad? Será casualidad, pero desde que te contrató el rabán faltan más corderos que nunca. Ahora hay en vuestro rebaño más abortos que en una casa de putas. ¿Cuántos duros llevas ahorrados, gallego?

—Ninguno —digo. En esta tierra, a los de fuera nos llaman «gallegos».

—¿Y para esto has venido hasta el sur? Me vas a decir la verdad: ¿te buscan las autoridades de tu tierra? En veinticuatro horas puedo enterarme si me mientes o no.

No sé qué decirle.

—Nunca ha robado nada, don Felipe. Ni allí ni aquí. Lo sé muy bien porque me ha contado su vida —dice el Ñito.

—Sin embargo, he visto dudar al «gallego». ¿Sabéis lo que os digo? Que para delinquir hay que ponerse de acuerdo en las respuestas.

Mete el caballo en el prado para dar la vuelta y se va. El sol brilla en los metales nuevos de su coche.

—¿Qué ha querido decir con eso?

—No lo sé —dice el Ñito.

De regreso a la chabola con el rebaño nos esperan dos guardias junto al rabán. Me miran como me miraban los de La Baña.

—Tenéis que venir con nosotros.

—¿Qué hemos hecho? —dice el Ñito.

—Ya os lo dirán en el cuartel.

—¿Y nuestra paga? —dice el Ñito al rabán.

—Nosotros os daremos la paga —dice uno de los guardias.

La jodimos. Las mismas caras, las mismas voces y las mismas palabras. Hacemos esposados uno con otro el viaje a Carmona que pensábamos hacer libres aquella noche.

—Ya verán como se equivocan. Nosotros no hemos robado nada —dice el Ñito varias veces.

Hasta que un guardia le dice que no abra la boca, y se calla.

También hay un cuarto con una mesa y un cabo, al que hemos levantado de la cama. Deben ser más de las doce de la noche.

—Vamos, contadme la verdad y nos vamos todos en paz a dormir.

—Nosotros no hemos robado nada —dice el Ñito.

El cabo me mira. Es un hombre negro y de ojos borrosos.

—Y tú, rubio, ¿qué dices?

—No hemos robado nada.

—Pues a don Felipe le faltan veintisiete corderos, así que vosotros veréis.

No me he dado cuenta de la seña del cabo, pero de pronto el Ñito cae al suelo de un tortazo, y para cuando me quiero cubrir otra mano de hierro se estrella en mi cara. Yo aguanto de pie. El guardia que ha pegado al Ñito lo levanta.

—¿Hablaréis ahora? —dice el cabo.

El Ñito está llorando.

—No oigo nada —dice el cabo.

Ahora sí veo su seña. Los guardias levantan el brazo y el Ñito grita:

—¡Sí, robamos corderos!

No creí que el Ñito fuera tan blando. Se ve que no está acostumbrado como yo.

—¿Y qué pasa con el anónimo? —dice el cabo mirándome.

—Yo no sé escribir —digo.

—Pero ¿a que sabes quién lo escribió?

—No.

Veo la seña del cabo y me encojo. La torta del guardia me tira rodando hasta la pared.

—¿Quién lo escribió? —dice el cabo al Ñito.

El Ñito sigue llorando. Cuando se levanta la mano del guardia dice que él lo escribió.

—Eres duro, gallego. ¿Cómo te llamas? —me dice el cabo.

—Antonio Bayo.

—¿De qué pueblo eres?

—De La Baña.

—Ya miraremos dónde está eso.

Me pregunta la edad, los nombres de mis padres, mi oficio y si tengo algún mote, y todo lo va apuntando. Luego le toca al Ñito. Y luego viene el atestado. Sale todo, hasta Clavel.

El Ñito sabe firmar; yo firmo con el dedo. Dormimos en el suelo de un cuarto, los dos atados con las mismas esposas, pues dicen los guardias que se les ha perdido la llave de la puerta.

El juez de Carmona es un hombre con una nariz chata y tan pequeña que parece una cagadita de pichón. Todos los jueces se sientan detrás de una mesa.

—Han escrito un anónimo amenazando de muerte y han robado veintisiete corderos, señor juez —dice un guardia poniendo el atestado sobre la mesa.

—Para comerlos o para venderlos —dice el juez.

—Para venderlos.

—Vicio y prostitución, golfería y comunismo —dice el juez—. Al Ñito ya lo conozco. ¿Quién es su socio?

—El Ruso —dice un guardia.

—Tenía que llamarse así. Cualquier día habrá que empezar otra guerra.

Dice que nuestro caso ha de ser visto por el juez militar de Sevilla.

Nos han metido en una cárcel, en una celda estrecha. El padre de Gualberto también estuvo en una cárcel y decía que lo alimentaban sin tener que trabajar ni que robar. Pero en la cárcel de Carmona nos matan de hambre. Por la mañana se abre la puerta y un carcelero coge el botijo y lo trae con agua nueva, y nos da una punta de pan, y al mediodía nos trae un platillo de aceitunas. El Ñito las cuenta y siempre hay las mismas. Eso es todo. Por la noche no hay nada.

En lo alto de la pared hay una ventana con rejas y el Ñito y yo dormimos en el suelo. Recuerdo mucho a Consolación. Si por la noche suena alguna guitarra, la recuerdo más, porque desde su cama también se oían las guitarras.

—No te preocupes, Ruso. Esto es el sanatorio. Ya verás con qué ganas de juerga salimos de aquí. Y el mundo está lleno de rebaños —dice el Ñito.

Ahora se abre la puerta y entra el carcelero con los dos platillos.

—Estáis de enhorabuena: hoy se me ha ido la mano —dice.

En vez de veinte aceitunas hay veintidós.

A las tres semanas nos mandan a la cárcel de Sevilla. Vamos en tren, esposados y bajo las miradas de una pareja. La gente pregunta a los guardias:

—¿Podemos dar comida a los presos?

Y ellos dicen que sí con la cabeza y recibimos pan con aceite, fruta y dos morcillas. El Ñito y yo comemos las morcillas como si fueran la última comida que queda en el mundo, y nos damos cuenta de que los guardias nos miran con envidia y entonces nos ponemos a comer haciendo más ruido con la boca y pasándonos la lengua por los labios y haciendo muecas de lo ricas que están las morcillas. Los guardias se cabrean.

—Tirad eso por la ventana.

—¿Qué? —dice el Ñito.

—Ya habéis oído.

Y tenemos que tirar lo que nos queda de las morcillas.

La cárcel de Sevilla es mucho más grande que la de Carmona. Seguramente la cárcel en que estuvo el padre de Gualberto era así. Hay un patio para presos políticos y otro para presos comunes. Y dos patios más: uno para niños y ancianos, con una enfermería, y otro para militares. En este patio he visto a guardias con todo su uniforme. Al Ñito y a mí nos han metido en el patio de delitos comunes. En el centro hay un pabellón con celdas, y alrededor está el patio. De los diecinueve hombres que duermen en nuestra celda, siete son maricas. Les gusta tocar mi pelo y el Ñito siempre anda apartándolos de mi lado para que no se salgan con la suya en el retrete.

—Tienes que darles una patada en los cojones. Claro que a lo mejor no tienen cojones —me dice.

Apenas duermo pensando en todo lo que estoy aprendiendo en el mundo. Si no fuera por el Ñito no aprendería tanto y además lo pasaría muy mal. Nunca me separo de él.

—¿Qué hará Consolación? —digo.

—¿Qué quieres que haga una puta? —dice.

A uno de los presos de nuestra celda le llaman «el Señorito». Está aquí porque obligó a una chica a abortar a golpes. Usa corbata. Yo nunca había visto una corbata en La Baña. Cuando duerme la pone estirada debajo de la colchoneta para tenerla planchada al día siguiente. Y lo mismo hace con el pantalón. Le tenemos que estar agradecidos al Señorito: los maricas duermen emparejados, pero como son siete, al acostarse arman broncas porque siempre sobra uno y aquí no puede dormir nadie.

—Por no oíros —dice el Señorito.

Y se acuesta con el que no tiene pareja.

A los nueve días me llevan ante el juez militar. Tiene gafas, bigote y se mueve muy despacio. Viste de paisano, con corbata. En su mano hay un papel.

—Tú eres Antonio Bayo, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Y vives en La Baña, León.

—Yo sólo vivo en La Baña.

—Robaste veintisiete corderos y escribiste un anónimo amenazando de muerte.

—Yo no sé escribir.

—Es igual, lo escribió tu amigo. ¿Qué tenías contra don Felipe Pérez?

—Nos hacía andar demasiado con el rebaño.

—Por ese motivo no se amenaza a nadie de muerte. Ya no sois unos niños. Lo que habéis hecho es grave. Y luego están los veintisiete corderos. Estaréis aquí varios meses.

Los «varios» meses se convierten en ocho, y durante ellos cumplo mis dieciséis años. Por la mañana nos dan caldo de café; al mediodía, habas caballares; y por la noche, higos cocidos. A veces cambian algo de esto por patatas. Para mí es una novedad comer todos los días. Algunos presos despotrican contra la comida. Ya les querría haber visto en mi pueblo.

Casi todos los días me dice el Ñito:

—Ya falta menos para salir de la jaula, Ruso. La próxima vez haremos las cosas sin fallos.

—¿Adónde irías si te pongo mañana en libertad? —dice aquel juez militar.

—A casa de madre.

—Allí es donde debes ir. ¿Hablas en serio?

—Sí, señor. Pero no tengo dinero para el viaje.

—No te preocupes. Yo te pago el billete. ¿Estás arrepentido de lo que hiciste?

—Sí, señor.

—Bueno, pues prepara tus cosas para salir mañana.

—No tengo nada que preparar.

—¿Tienes padres?

—Sólo madre.

—Mira, como no regreses con ella y yo te coja por aquí de golfo, te meto en un penal hasta que te pudras. Piénsalo: sería un mal negocio para ti. ¿Sabes algún oficio?

—A veces trabajo de pastor.

—Pues a pastorear a La Baña.

Me mira de otra forma.

—Te cambio tu edad y tu oficio de pastor por mi edad y mi oficio de juez.

Sonríe. Yo también sonrío, pero tengo la impresión de que lo decía en serio.

Al día siguiente el propio juez me da un billete de tren hasta La Bañeza.

—Suerte —dice, y me estrecha la mano.

Ordena a un funcionario que me de otra ropa y calzado. La que llevo está sucia y se me cae a cachos y hace meses que ando descalzo. Me dan un buzo y unas alpargatas. El buzo es de la talla más pequeña, pero como soy tan chico y flaco, pues me sobra por todas partes y tengo que arremangarme piernas y brazos.

El Ñito también sale conmigo, pero él se queda por Sevilla. No entiende por qué regreso a mi pueblo.

—¡Tú estás loco, niño! ¿No decías que allí pasabas hambre y que un día sí y otro también los guardias te zurraban la badana?

—Se lo prometí al juez.

—¡Mándale al carajo! Vende el billete y vivimos una semana como califas. Lo que pasa es que tú vuelves a tu pueblo porque quieres. Creo que estás loco. A ver: ¿no ganaste dinero a mi lado? ¿No te divertiste? ¿Pasaste hambre, eh? Entonces, ¿por qué vuelves?

—No lo sé.

—¿Has olvidado que tu madre se gastó ciento cincuenta pesetas para perderte de vista para siempre?

—Es porque a todas horas tenía los guardias encima por mi culpa.

—Tú y yo lo de robar lo llevamos en la sangre. Mira, me das el billete, voy a la taquilla de la estación y pido el dinero. ¿Te olvidas de Consolación?

—No tengo tiempo de verla. El tren sale ahora.

Hemos llegado a la estación. El Ñito no me deja.

—¿Por qué vuelves? ¿Por qué vuelves?

—No lo sé.

Subo al tren. Encuentro al Ñito en mi ventanilla.

—¡Idiota! ¿Por qué vuelves dónde todo el mundo te apalea?

La máquina pita.

—Dile a Consolación que siempre me acordaré de ella.

—¡Sólo los perros aguantan con gusto los golpes, y tú, Ruso, eres un perro! ¿Por qué vuelves?

—No lo sé.

El tren se acaba en La Bañeza. Lo recuerdo: ahora tengo que tomar un coche de línea hasta Truchas. De Truchas a La Baña, andando, diez horas. Lo primero que hago al bajar del tren es llenarme de agua en una fuente de la calle. En dos días de viaje me he alimentado de lo que me daban los demás viajeros. También recuerdo la plaza donde, hace meses, se paró el coche de línea. Veo al mismo hombre limpiando los cristales de su pequeño autobús, el hombre bajo y fuerte y con el ojo izquierdo de cristal.

—Tengo que ir a Truchas —le digo.

—Pues, sube, que salimos en media hora.

—Pero no tengo dinero.

Entonces el hombre deja de frotar con el trapo y me mira.

—¿De dónde vienes?

—De Sevilla.

—Eso está lejos. Fuiste a trabajar, ¿eh?

—Sí.

—¿Y cómo vuelves sin dinero? ¿Es que no te pagaron?

—Se me perdió.

—¡Vaya por Dios! Anda, sube, que te llevo gratis.

La portezuela está abierta. Subo y me siento. Veo al hombre vaciar una lata de agua por el agujero del motor. Luego viene debajo de mi ventanilla.

—¿De qué pueblo eres?

—De La Baña.

—Yo tengo un amigo allí. Se llama Bonifacio. Tiene una cantina.

—Ya le conozco.

—¿Y qué piensas hacer en tu pueblo?

—Trabajar de pastor o de lo que sea.

—¿Tienes padres?

—Sólo madre.

—¿Qué diría tu madre si te quedaras a trabajar aquí, en mi serrería?

No sé qué contestar. El hombre me hace una seña para que baje y un momento después estoy caminando a su lado por una calle de La Bañeza. La serrería está en las afueras. Seis hombres se mueven alrededor de una sierra que corta troncos de árbol por la mitad con gran ruido. El suelo está lleno de serrín y de chirloras blancas que otra máquina saca de unas tablas que otro hombre hace resbalar sobre ella.

—Limpia el suelo y a la hora de comer sube a casa y le dices a mi mujer que yo te mando. ¿Cómo te llamas?

—Antonio Bayo.

—Yo me llamo Néstor. Nos veremos cuando vuelva con el coche. Se marcha. Los siete hombres se quedan mirándome y se olvidan de su trabajo. Busco una escoba y ellos siguen con los ojos todos mis movimientos, y no la encuentro por ninguna parte. Ya no voy de un lado a otro para buscar la escoba, sino para no estar quieto bajo sus miradas. Y ahora no veo nada: todas las cosas me parecen iguales. Me siento sobre unos tablones a llorar. Algo me pincha el culo. Mi mano tropieza con un ramaje, tiro y saco por entre las piernas una escoba de brezo. Me pongo a barrer y enseguida oigo la sierra partiendo troncos otra vez.

A casa de Néstor se sube por una escalera de cemento que arranca del exterior de la serrería. Durante dos horas he reunido varios montones de serrín y de chirloras y he llenado cinco sacos que me ha traído uno de los hombres diciéndome por señas para qué eran. A las doce se han parado las máquinas y me he quedado solo. Entonces he subido hasta la puerta de la casa. Sale una mujer secándose las manos en un trapo.

—Su marido me ha dicho que venga.

La mujer me mira fijamente y luego sonríe. No sé por qué me recuerda a Consolación. No se parece en nada a ella, pues tiene la cara alargada y los ojos pequeños. Creo que desde que he salido de Sevilla todas las mujeres que veo me recuerdan a Consolación.

—¿Y para qué te ha dicho que vengas?

—No lo sé. Me dijo: «Limpia el suelo y luego le dices a mi mujer que te mando yo».

Entonces aquellos ojos pequeños me miran de otra forma. Incluso creo que cuando me habla su voz suena también distinta.

—Vamos, pasa.

Es una casa tan limpia que da miedo pisarla con mis alpargatas sucias y acercar las manos a las cortinas, los trapitos y los cacharritos que cubren todos los muebles como adorno. Y la mujer es una parte de la casa. Lleva su cabeza tan peinada que no tiene suelto ni un pelo, y la pechera de su delantal es tan blanca y tan bien planchada que uno piensa que los pequeños pechos que cubren han de ser también blancos, y sin arrugas.

—¿Tienes hambre? Sí, claro que tienes hambre. Te daré un bocado mientras llega Néstor.

Se aleja por el pasillo y yo no sé qué hacer y por fin la sigo. La cocina tiene, hasta media pared, unos baldosines de flores. La mujer abre un armario de puertas blancas y deja sobre el mármol de una mesa una bandeja con un pastel redondo. Parte un cacho y me lo pone en las manos sobre un platillo, y después me da una cucharilla.

—¿Por qué no te sientas?

Acerca una banqueta y me siento. Ella se apoya en el fogón y cruza sus brazos sobre el pecho.

Quiere saber de qué pueblo soy, cómo me llamo, si tengo madre, en qué trabajo, de dónde vengo, si estoy a gusto en mi casa y cuáles son mis planes. Yo le voy contestando a duras penas, metido de lleno en cortar trozos de pastel con esta cucharilla que sólo hace que desmigarlo. A lo único que no le contesto es a si estoy a gusto en mi casa.

—¿Eres feliz en tu casa? —repite ella.

Todavía no he probado el pastel. La mujer se acerca, coge la cucharilla de mi mano, parte un cacho y lo mete con la cucharilla en mi boca. Madre nunca me ha hecho esto.

—Creo que madre no me quiere —digo.

—No debes hablar así. Todas las madres quieren a sus hijos.

Se lo digo sin querer. Le cuento que pagó ciento cincuenta pesetas para no verme más. La mujer me mira en silencio y me sigue dando pastel a la boca hasta acabarlo.

—No te doy más porque te quitaría el apetito —dice.

Deja el plato en la mesa y me pide que la siga. Entramos en un cuarto con una mesa en el centro, sillas barnizadas, cuadros en las paredes y un gran sillón y dos más pequeños.

—Era el sillón de mi madre. Casi no se levantó de él durante los veinte últimos años de su vida. Siéntate, que estarás cansado.

Es como cuando se sueña con nubes. Me hundo en el sillón y me río como un tonto. Entonces llega Néstor.

—Ah, ya estás aquí. ¿Te gusta nuestra casa?

Los dos se miran.

—¿Le has preguntado su nombre, mujer? Se llama Antonio.

—Antonio —repite ella.

Hemos comido sopa de fideos, cocido de garbanzos con acelgas y tortilla de patatas. Luego el pastel y manzanas asadas con mucho azúcar, café y una copa de coñac para Néstor y otra de vino dulce para mí. Néstor y su mujer se han pasado la comida viéndome comer y sonriendo. No puedo creer que esto me esté ocurriendo a mí.

Ahora Néstor está sentado en el sillón grande y yo en uno de los pequeños. Fuma un gran cigarro negro que ha sacado de una caja de madera. La mujer entra y sale recogiendo la mesa. Se llama Eugenia.

—¿Tú crees, Antonio, que en estos tiempos se puede vivir como vive este hombre? Te voy a decir un secreto que sabe toda la gente de por aquí: es estraperlista.

En La Baña también a Bonifacio le llaman estraperlista.

—Precisamente esta noche tengo viaje y Antonio vendrá conmigo —dice Néstor.

—Es demasiado joven. Antes no le has dado cigarro y coñac por eso —dice Eugenia.

—Una cosa es vicio y otra trabajo. Ambos son castigos de Dios, pero uno entra sin querer y el otro hay que querer mucho para que le entre a uno. Esta noche lo convierto en estraperlista.

—¡Con dieciséis años!

—Para los dieciséis años yo ya me había cortado con el hacha todos los bosques de por aquí. Ahora tengo derecho a robar un poco.

—Y para eso se ha metido estraperlista.

—Antonio te dirá mañana si los estraperlistas trabajan o no.

Néstor se levanta.

—Vamos, que hay que vigilar a esos esclavos.

Me levanto. Entre el peso de la tripa y la postura en el sillón, me cuesta andar.

—¿Qué tal has comido, Antonio? —dice Eugenia arreglándome el cuello de la camisa.

Es de noche y ya hemos cenado: coliflor y chuletas de cordero con patatas. Junto a la casa hay un camión cargado de sacos cubiertos con una lona. Néstor lleva un jersey azul y Eugenia me ha metido por la cabeza otro, amarillo.

—Con lo cansado que estarás después de barrerte todo el taller… dice.

He dejado el suelo de la serrería como un espejo. Luego he llevado al sótano los sacos de serrín y de chirloras, para la estufa que encienden en invierno para calentar la casa. No ha sido demasiado trabajo si lo comparo con el de los siete hombres descargando troncos del camión y poniéndolos en la sierra, pero estoy baldado. Es que no estoy hecho a trabajar así, doblando las bisagras. Puedo andar mucho y puedo trabajar de pastor, donde sólo hay que sentarse con los ojos abiertos, pero lo de doblar las bisagras es otra cosa. ¿Qué clase de trabajo será el de estraperlista?

Néstor y yo entramos en la cabina y el camión arranca rompiendo el silencio de la noche. Eugenia nos despide con la mano desde la puerta. Los faros alumbran una carretera desierta.

—Mira: esto es el freno, esto el embrague, esto el contacto —dice Néstor.

Quiere que aprenda a conducir. Bueno. Es un trabajo de estar sentado. Enseguida llegamos a la población.

—Vamos a cumplir con la primera estación de la novena.

Paramos ante una casa con una bombilla sobre la puerta de la calle. Sé quiénes viven aquí; me basta con oler el aire. Sale un guardia y se queda mirando cómo Néstor y yo descargamos uno de los sacos, que es de azúcar, y entramos con él en el cuartel, y aparece un cabo.

—Déjelo ahí mismo. ¿Cuánto le debo?

—Es un regalo de la casa —dice Néstor.

—Usted siempre el mismo —dice el cabo.

—No se hable más.

—Pues muchas gracias. De retirada, ¿eh?

—Bueno, antes haré unas pocas obras de caridad.

—¿Se ha echado usted un ayudante?

—Sí, ya empiezo a necesitar un bastón.

Los guardias me miran, pero me siento muy seguro junto a Néstor. Estamos otra vez en el camino y marchando.

—¡Listo! ¡Vía libre! Siempre hay que empezar por esta primera estación. Es como regalarle al Papa una catedral. ¿Volviste a poner la lona? —Sí.

La siguiente parada es en un chalecito con jardín y vallas blancas de madera. Llevamos hasta la puerta medio saco de azúcar y otro medio de harina. Néstor llama suavemente con los nudillos. Sale un hombre con cara de sueño.

—Le esperaba, pero me he dormido.

—Aquí tiene usted el encargo —dice Néstor.

—¿Cuánto le debo?

—Mil quinientas pesetas.

El hombre saca una cartera del bolsillo de su bata y da unos billetes a Néstor.

—Dentro de una semana, garbanzos y café.

—Cuente con ello.

Al poner en marcha el motor, Néstor me dice:

—¿Ya ves? Al contado. A los estraperlistas se nos tiene mucho respeto.

Pasamos la noche en el reparto, dejando sacos enteros o medios en casas o en almacenes, en iglesias o en conventos, hasta vaciar el camión. Como a Néstor no le caben los billetes en la cartera ni el bolsillo, los va metiendo en una caja de hierro que tiene debajo del asiento. Regresamos a casa a las cuatro de la madrugada. Eugenia nos abre la puerta antes de que llamemos.

—A la cama derechos —dice.

Me lleva a un cuarto con cortinas en la ventana, papel con flores en las paredes y una cama ya abierta con una alfombra a los pies.

—Buenas noches, Antonio —dice.

Se queda en la puerta, con la mano en el picaporte. ¿Estás a gusto entre nosotros?

—Sí.

Quiero decir algo más, pero no me sale. Me gustaría decirle que ellos son para mí lo mejor que he encontrado en el mundo. Los ojos se me llenan de lágrimas. Eugenia se acerca y me besa en la frente.

—Que duermas bien, hijo —dice.

Estoy desnudo entre las sábanas. «Ahora me acordaré de Consolación», pienso. Pero sólo me acuerdo de madre y de nuestra casa. «Yo no soy el que está aquí», pienso. Las sábanas son suaves y parecen una gran piel que me acaricia. Están hechas para que personas como Néstor y Eugenia las pongan en la cama de quienes quieran. Me duermo llorando.

En quince días he acompañado dos veces a Néstor a repartir sacos en el camión. No me mato barriendo el taller y como hasta hartarme. Ya conozco bien a mis amigos. Dice Néstor que ahora trabaja mucho para luego no dar ni golpe. Le gusta comer bien, vestir ropa limpia y planchada, y que la gente le llame don Néstor. Dice también que los domingos se levanta a la una del mediodía para demostrarnos lo poco que le gusta el trabajo. Cuando está en casa, su mujer le sigue a todas partes, tanto para ver qué le hace falta como para que no le tire las cenizas al suelo linterna sólo se dedica a su casa. Dice que ese es el sitio de las mujeres. Néstor la llama tonta y le dice que cuando se retire la va a llevar a que conozca a los americanos. Creo que les gustaría que yo fuera su hijo. Eugenia me ha comprado un pantalón, una chaqueta, una camisa, calcetines y zapatos, y también un calzoncillo y una camiseta. Es la primera vez en mi vida que uso calzoncillos, camiseta, zapatos y calcetines.

Ahora hemos terminado de cenar. Néstor pone la radio para oír las noticias y Eugenia me pregunta si quiero otro plato de mermelada.

—Me marcho —digo.

Las manos de Eugenia dejan lo que estaban haciendo y la casa queda en silencio.

—Quieres decir que te vas a la calle a dar una vuelta —dice Néstor.

—No. Mañana me marcho a La Baña.

Eugenia da un paso hacia mí y se tropieza con una silla.

—¿Mañana? Creí que estabas bien con nosotros.

—Es natural que el chico quiera ver a su madre, mujer. Pero volverá, porque aquí tiene trabajo, casa y comida, y se le quiere. ¿Verdad, Antonio, que te veremos pronto?

Una mano de Eugenia se apoya en mi brazo y con la otra saca un pañuelo para llevárselo a los ojos.

—Hay que decírselo, Néstor.

—Sí, hay que decírselo.

Se sienta, uno a mi derecha y el otro a mi izquierda.

—Escúchame bien, Antonio: queremos que te quedes con nosotros, que te quedes para siempre. ¿Te gustaría? —dice Néstor.

Ya esperaba aquello. Digo que sí con la cabeza. A Eugenia se le alegra la cara.

—Entonces sólo falta que ella también esté conforme —dice.

—¿Qué crees que dirá tu madre? —dice Néstor.

—No sé lo que dirá.

—Pero tú nos dijiste que quiso deshacerse de ti —dice Eugenia.

—Es verdad.

—¡Pues la cosa está hecha! Y si hace falta, ¡te compramos!

—Dios no me ha dado hijos, pero sí dinero para comprarlos —dice Néstor.

—¿Se puede cambiar de padres? —digo.

—¡Claro que sí! Los padres son los que le quieren a uno.

—Ahora yo tengo que decirles algo a ustedes. Soy peor de lo que creen. Si supieran cómo soy no me querrían por hijo.

—Te conocemos, Antonio, te conocemos bien. Eres un angelote —dice Néstor.

—Soy un ladrón. Robo desde que tenía cinco años. Los guardias me cogen y me pegan para que no robe más. Madre está cansada de mí, porque también la pegan a ella para que les diga dónde me escondo. Robo en los campos y en las cuadras y por las noches abro las puertas de las cantinas con un hierro y me llevo cuanto puedo cargar. Vayan ustedes a La Baña y les dirán la fama que tengo. Cuando me conocieron, venía de estar ocho meses en la cárcel de Sevilla por robar corderos.

Las lágrimas caen por mis mejillas y cierro los ojos porque estoy avergonzado.

—¿Nos has robado algo a nosotros? —dice Néstor.

—No.

—¿Sabes por qué? Pues porque en esta casa no tienes hambre. A ti te ha enseñado a robar el hambre. ¡Todo el mundo roba, Antonio! ¿No lo sabías? ¡Yo también robo por las noches! ¡Robo por la cara, que es más cobarde! ¿No has visto cómo vendo la comida del camión a toda esa gente que puede pagarla? ¡Eso es robar, porque cobro precios abusivos! Y los que no tienen dinero, ¡qué se mueran de hambre! Cualquier día los pobres asaltarán mi casa y me parecerá bien, porque tienen hambre. Pero, antes que ellos, yo he sido ladrón, Antonio.

Nos quedamos en silencio. Me avergüenza abrir los ojos por haber obligado a Néstor a decir aquellas cosas. Jamás nadie me había defendido así. Oigo a Eugenia sollozar por lo bajo.

—Tu misma confesión, Antonio, nos indica la clase de corazón honrado que llevas dentro —dice Néstor.

Eugenia se levanta para abrazarme. Por unos momentos me abandono al calor de su cuerpo.

—Te queremos para nosotros, Antonio. Aquí, serás otro, serás el que has sido estos días. Nosotros te salvaremos. El mundo ha sido muy duro contigo. Cuando le digas a tu madre que te vienes a vivir a esta casa, ya verás qué contenta la pones.

El autobús de línea de Néstor sale a las nueve de la mañana. Eugenia se ha empeñado en venir con nosotros hasta Truchas. Una y otra vez tengo que prometerle que volveré enseguida con la respuesta de madre. Envueltos en un periódico llevo el buzo y las alpargatas que me dieron en la cárcel.

—Vamos, subid a coger asientos, que empiezan a venir viajeros —dice Néstor.

Ocupamos un asiento doble, a su misma espalda.

—Mira, le dices a tu madre que te has cansado de robar para comer y que has encontrado un matrimonio que te quiere —dice Eugenia.

Néstor recorre el autobús cobrando a los viajeros.

—Pero tú ven, cualquiera que sea la respuesta. ¿Me lo prometes? No se te olvide decir a tu madre que has encontrado a alguien que te quiere.

Desde la primera casa del pueblo la gente sale a las puertas a verme pasar y mirarme con odio. Unos, sólo me miran. Otros, hablan entre ellos. Y otros, me dicen cosas.

—Ya nos viene de nuevo la peste.

—¿Por qué no se habrá muerto por allá?

—Tendremos que matarle nosotros a palos.

—¡Y qué elegante que viene! ¿Quién se habrá quedado sin esas ropas?

—¡Eh, Ruso! ¿Qué tal sabe el rancho de la cárcel?

¿Quién se lo ha contado a estos cabrones? Uno de los que no me dicen nada es el padre de Trinidad, y me parece ver la carita de Trinidad en la esquina de una ventana, metida en la sombra. No he querido pasar por la casa de los guardias, pero me cruzo con una pareja que llega del monte. Uno es el que me arreaba con el vergajo; el otro es nuevo.

—Mira, te presento al Ruso.

—Bien, bien, con que este es…

—Eh, Ruso, párate un momento. ¿Cómo te han tratado los nuestros en Carmona? ¿No quieres hablar? Hala, vete a ver a tu madre, y a ver si la cárcel te ha metido miedo.

La puerta está abierta y veo a madre quitando piojos de una ropa mojada que tiene metida en una lata de agua. Entro sin ruido y me paro. Ella nota mi mirada en su espalda y se vuelve. Se le cae lo que tiene en la mano y viene hacia mí. Ha envejecido mucho en tan poco tiempo. Yo había estado recordando una cara distinta. Está más flaca. Me abraza y entonces yo también la abrazo. Y cuando la oigo llorar, yo también lloro.

—Creí que nunca más te vería, hijo.

No quiero estropearlo todo nombrando las ciento cincuenta pesetas que dio a aquellos hombres.

—¿Cómo te ha ido por allá?

—Creo que por aquí todos lo saben y usted también lo tiene que saber.

—Sí, vinieron los guardias a hacer preguntas y luego se corrió por el pueblo. Es la única vez que vinieron en todo este año. —Me lo dice con la boca cerrada.

—¿Ha vuelto Mario de las canteras?

Madre niega con la cabeza.

—¿Qué piensas hacer ahora?

—Buscar trabajo.

—La gente del pueblo está cansada de ti. Nadie te ayudará.

—¿Es que usted también quiere que me vaya?

—Lo que yo quiero es la muerte para los dos, hijo, la muerte para los dos. Pero Dios no nos deja elegir. Nos mete en La Baña y no quiere que salgamos. ¿Por qué se empeña en tenernos aquí, jodiéndonos de hambre y perseguidos por la autoridad? A mí me trajo de América y a ti te trae de Carmona. ¡Qué nos deje en paz, como le deja a tu hermano! Busca por toda la casa a ver si encuentras una migaja para comer. ¡Tendrás que volver a lo de siempre, hijo!

—No robaré más.

—Cumple tu promesa y yo daré gracias a Dios por hacer que nos muramos de hambre por fin. A la cama, pues, hasta que nos levanten muertos.

—Sólo dice tonterías, madre. Ya verá como encuentro trabajo.

Madre no me oye. Ahueca las pajas para tumbarse. Yo estoy llorando.

—Ahora sé que Dios te ha traído para que muramos juntos.

Alguien entra.

—¡Antonio! ¡Antonio!

Es la tía Petra. Me ahoga a abrazos y a besos.

—Me acaban de decir que estabas aquí. ¡Ya verás como todo se arregla de ahora en adelante! Basilia, aquí tienes unas patatas para que cenéis.

—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡Dios no quiere ni sacarnos de aquí ni que muramos! —dice madre.

El tío Dalmacio me mira como si tuviera delante al demonio.

—Sí, claro que necesito que alguien me lleve el ganado al monte este verano. Pero a ti te gustan demasiado los corderos.

—Cuando tengo trabajo y comida no le quito nada a nadie.

El tío Dalmacio es uno de los que tienen más ganado en el pueblo: doscientas cabezas, contando las cabras. Todo el mundo dice que cuando le da el arrebato nadie sabe por dónde va a salir. Tan pronto te saluda sonriente como te ve y sin más te cruza la cara de un tortazo. He tenido mala suerte: hoy, el tío Dalmacio está de mala leche.

—A la gente como tú habría que quemarla viva —dice, dándome un sopapo.

No me muevo.

—Sí, ya tienes edad para ir con un rebaño tan grande como el mío, pero si lo dejo en tus manos todo el verano eres capaz de comértelo entero. ¡Con el hambre que se saca de la cárcel!

Y me arrea un golpe en la cabeza.

—¡No me pegue, cabrón! —digo.

Echo a correr cuando el tío Dalmacio agarra un palo.

Voy de una casa a otra y en todas me dicen que no. En esto que veo a Gualberto corriendo hacia mí, lanzando su «¡uuuuhhhh!» y con los brazos levantados. Me toca, me agarra las ropas y me dice por señas que le siga a su casa para comer algo.

—¡Antoñito, que ya eres de los míos! —dice Evaristo poniéndome las manos en los hombros.

Aurelia sonríe y me toca la mejilla. Tiene puesta la mesa y van a comer berza con patatas.

—Sólo saben de la vida los que han estado en la cárcel, ¿verdad, Antoñito? Vamos, siéntate a la mesa con nosotros —dice Evaristo.

Nos sentamos todos, Francisca y Secundino también. Llevo tres días sin comer otra cosa que lagartos, porque madre trabaja en los campos de Romualdín y tiene que comerse ella el pan y el tocino que le da para todo el día. Ni siquiera cojo truchas. No quiero hacer nada de lo que prohíben los guardias. Paso hambre, pero quiero demostrar a madre que no estoy maldito para trabajar en La Baña. No me atrevo a hablarle de irme a vivir con Néstor y Eugenia. Tampoco estoy seguro de si quiero quedarme con ellos. Pienso a todas horas en la cueva del lago, aunque no quiero pensar más que en buscar trabajo. Si el hambre me lleva de nuevo a las cantinas, elegiré entre Néstor y Eugenia y el lago, y tendré que elegir a Néstor y Eugenia para que los guardias dejen en paz a madre.

—En el penal dejé a la mejor gente que me he echado a la cara —dice Evaristo—. Uno había sacado las tripas a su mujer, a su hijo y a su yerno porque los sorprendió tomando a escondidas chocolate con churros, pero con nosotros se quitaba la comida de la boca para subírsela a la brigada a los enfermos. Todos los presos estábamos muy unidos. ¡Qué no te tocara un funcionario sin motivo! Nos echábamos sobre él como un solo hombre. En cambio, no le pidas sal a nadie en este jodido pueblo. ¿Qué viste en la cárcel de Sevilla, Antonio?

—Mucho maricón.

—Maricones hay en la cárcel de Sevilla y en todas las cárceles. ¿Con quién vas a hacer el amor si sólo hay hombres?

—No me digas que tú también te agarraste a eso —dice Aurelia.

—Mira, teníamos unas vacas que al andar se movían como una mulata, pero nunca pasó nada porque el funcionario no nos quitaba ojo y siempre se llevaba la banqueta del ordeñe.

Evaristo suelta una carcajada que hace temblar las paredes. Al marcharme, le hago a Gualberto la seña de hablar y la de hacer un largo viaje, y él comprende que le tengo que contar las cosas que he visto por ahí y abre mucho los ojos y hace «¡uuuuhhhh!».

No es la primera vez que me ocurre. Delante de mí va una chica. Su pelo y su cuerpo me recuerdan a los de Consolación. Sé que no puede ser ella, pero aprieto el paso y al estar a su altura la miro. No sé cómo se llama, pero tiene una nariz pequeña y una boca bien hecha. La chica me ha visto, pero no me hace caso, aunque le pregunto adonde va.

—¡Apártate de mi hija o te corto los cojones!

Hemos llegado ante su casa sin darme cuenta. La madre se me acerca empuñando una hoz.

—¡Para un sinvergüenza como tú la he traído al mundo! ¡Qué yo no te vea más rondándola!

Cuando voy al monte a por lagartos me quito los zapatos y la ropa que me compró Eugenia, incluso la camiseta y los calzoncillos, y me pongo el mono y las alpargatas. Me estorban la camiseta y los calzoncillos. Se va mejor con una sola ropa. Sin embargo, nunca me los quito para dormir, como me dijo Eugenia que debía hacerse. Raúl, Félix y Gualberto están de vacaciones.

Raúl me pregunta si le dejo ir conmigo.

—Trae una botella de aceite.

Le esperamos en el río. Desde que saben que he estado en la cárcel de Sevilla, Félix y él me miran con respeto. Raúl toca el hierro que llevo en la mano.

¿Eran así de gordos los barrotes de la cárcel de Sevilla?

Cómo se ve que no has estado en ninguna cárcel. Un preso nunca preguntaría qué gordos son los barrotes, sino qué hueco queda entre ellos para poder colarse y huir.

—A veces, los presos también se escapan limando los barrotes, y para eso hay que saber si son gordos.

—Lo de limar es lo último de todo. Ya te digo que lo primero que quiere saber un preso es si puede pasar entre los barrotes. Luego, también pregunta qué funcionario tiene vicios, si fuma mucho o es maricón o le gustan las niñas de ocho años.

—¿Para qué lo pregunta?

—Para hacerse amigo de ese funcionario y que le deje abierta la puerta.

—¿Y cómo se hace amigo de él?

—Pues llevándole un cajón entero de «mataquintos», o metiéndole en su oficina un rapaz que esté bueno o una niña de ocho años.

—¿Y cómo puede llevarle esas cosas si está preso?

—Oye, tú siempre pones pegas a todo lo que digo.

—Yo sólo quería saber cosas de la cárcel de Sevilla. Si no quieres contar, pues nada.

—Yo sí quiero contar, para abrir los ojos a los que nunca han salido del pueblo. Bueno, lo que creo es que sois pequeños para oírlo todo.

—Tú y nosotros tenemos la misma edad.

—Eso es lo que parece, pero en un año he visto y me han pasado tantas cosas, que ahora para mí sois como recién nacidos. ¿Sabéis lo que es estar un año entero comiendo y durmiendo con hombres que han sacado las tripas a su madre, a su hija y a su yerno por haberles cogido tomando chocolate con churros; con hombres que llevan el pecho y la espalda tatuados con sangre; con hombres que te sueltan una cuchillada si les rozas sin querer; y que te hablan de cómo se conquista a las mujeres y de lo que hay que hacerles en la cama para que no te olviden nunca, y de que hasta que no pruebas con hombres no puedes decir que a ti sólo te gustan las mujeres?

—¿Todo eso has aprendido?

—No me hagas reír. Eso lo aprendí el primer día.

—Bueno, pero háblanos de lo que te ha pasado a ti.

—No sé para qué te dejo venir conmigo. Siempre andas a ver si me coges en algo. Cómo se conoce que vosotros no sois amigos de cárcel. ¡Aquellos sí que son amigos! Os contaré lo que me ha pasado, pero luego no lloréis si se os rompen las orejas.

—Primero, cuéntanos eso de cómo puede un preso llevarle a un funcionario un cajón de «mataquintos», un rapaz que esté bueno o una niña de ochos años —dice Félix.

—¿Tú también? Mirad: los presos son los hombres que tienen más amigos, tanto dentro como fuera de la cárcel. Les basta decir a los de fuera traedme esto o traedme lo otro y enseguida lo tienen a la puerta de la cárcel.

—¿Y cómo pueden meter a escondidas a un rapaz o una niña sin que les vean?

—¿Para qué quieren meterlos? ¿No os he dicho que son para el funcionario que abre la puerta? ¿Y dónde va a estar un funcionario que abre la puerta sino en la puerta? Se le dice: «Mire qué regalo le he traído», y el funcionario abre la puerta para coger el cajón de «mataquintos», el rapaz o la niña, y para que salgas tú.

—Claro.

El plato fuerte de Consolación lo he guardado para después de los lagartos fritos.

—La hembra con la que me amontoné se llamaba Consolación.

A Raúl y a Félix se les quedan quietas las manos y me miran con la boca abierta. Es una pena que Gualberto no se entere de nada. Ya se lo contaré a nuestro modo más tarde.

—¿Quién es Consolación? —dice Raúl.

—Una mora.

—¿Una mora? ¿Cómo era?

—Si no te fijas bien, las moras se parecen a las demás mujeres, pero luego ves que su carne es tan suave que se te escapa de la mano como una culebra.

—¿Cuándo es «luego»?

—No, si ya digo que sois unos recién nacidos. Vamos a dormir un poco.

—Ya sabemos lo que es «luego». Sólo queremos oírtelo a ti.

—Es una trampa muy gastada. Voy a echar una siestecita.

—Si no tienes nada que contar, pues cállate.

—No pongáis esa cara. Un día que yo pasaba por la calle, Consolación me llamó desde una ventana. «¿Quién eres?», le dije. «Una mora», me dijo ella. «No me gustan las moras», le dije. Entonces ella se echó a llorar.

—¿Y es verdad que no te gustan las moras?

—No, pero a las mujeres hay que tratarlas así, y sobre todo a las moras. Entonces me juró que se moriría si yo no entraba en su casa. ¿Os ha dicho alguna vez una sola mujer de La Baña que entréis en su casa? Así, uno nunca se puede hacer hombre.

Es verdad. ¿Y entraste?

Sí, pero antes le obligué a que me dijera dónde escondía el tesoro.

—¿El tesoro?

—Todas las moras tienen un tesoro en alguna parte.

—¿Y dónde lo tenía ella?

—Debajo de una tabla del suelo.

—¿Y te lo dio?

—Claro. Mira: entro en su casa y la mora me echa los brazos al cuello. «Primero, el tesoro», le digo. Entonces ella levanta la tabla del suelo y saca una caja de oro llena de dinero. «Para ti», me dijo.

—¿Qué pasó después?

—Que me hice hombre.

—Pues a contarlo.

—¿Y si se os rompen los oídos?

—No somos tan niños como crees. En este año que faltas hemos visto muchas cosas en el pueblo. El maestro y la maestra no están casados, pero se enganchan. Los vigilamos en el monte y les vemos hacer de todo. Un día también seguimos a Justa, la hija de Eulalia, la de la cantina, y a Dalmacio.

—¿Mi primo Dalmacio?

—Sí. Pues también les vimos hacer de todo y después Justa apareció con tripa y Dalmacio se casó con ella.

—Por eso encontré al tío Dalmacio tan cabreado.

—Y hemos visto más cosas, ¿verdad, Félix? —dice Raúl.

—Sí, en todo este año las parejas de solteros no han hecho más que chingar en el monte.

—Lo que pasa es que este año habéis espabilado. Pero no es lo mismo «verlo» que «hacerlo».

Félix y Raúl se desinflan. Los tengo de nuevo a mis pies. Ya ni siquiera abren la boca para pedirme que les cuente. Sólo me miran con ojos de trucha muerta.

—Me acosté en la cama de la mora. La abracé, cerré los ojos y me pareció que era el dueño del mundo. Lo que se siente no se puede contar. No es que yo no quiera contarlo: es que no se puede. Junta todos los sabores y olores de las mejores comidas y te harás una mala idea de lo que es «eso».

—Tiene que ser la leche —dice Raúl.

—¡Qué año he pasado durmiendo todas las noches con la mora!

—¿Y cuando estuviste en la cárcel?

—Salía al anochecer para ir a su casa.

—¿Y tantos rapaces y niñas como noches tiene un año le llevaste al funcionario?

—No, cada uno me valía para varias noches.

—¿Y dónde encontrabas tanto rapaz y tanta niña?

—En aquella tierra se pueden comprar personas. Todo el mundo tiene alguna para vender. En eso fui gastando el tesoro de la mora.

—Y si ya estabas fuera, ¿por qué regresabas todos los días a la cárcel?

—Porque en la calle tenía que gastar dinero en cama y comida, y en la cárcel me lo daban gratis.

—¿Y por qué no te quedabas durante el día en casa de la mora y la obligabas a que te pusiera la comida?

—Porque a las moras no se les puede mirar de día. «¿No ves mi piel negra?», me decía la mora. «Es para que me mires de noche».

—Y si era de noche, ¿cómo le podías ver la cara?

Entonces les digo a Félix y a Raúl que ya me estoy cansando de explicaciones. Ellos no se cansan de mirarme, y Gualberto también me mira. Estoy seguro de que ha cogido muchas cosas por el movimiento de los labios. Le hago una seña nueva: pongo el dedo gordo pegado a la mano, formando una raja entre la carne apretada, y él grita «¡uuuuhhhh!». Ha entendido que le digo coño.

—¿Por qué no coges truchas? —dice Félix.

—No dejan los guardias —digo.

—¿Y eso qué te importa a ti?

—Ya no soy un ladrón.

Raúl y Félix me miran, y también Gualberto.

—El mundo cambia mucho a las personas —dice Raúl.

Estoy esperando que ocurra algo. Un hombre no se puede alimentar sólo de lagartos. Si no me sale trabajo tendré que decir a madre lo de Néstor y Eugenia. No quiero dejarla sola en casa, pero si me quedo acabarían por visitarla los guardias. Creo que está más sola de lo que yo he pensado hasta ahora. Ayer, bajamos ella y yo a la huerta y buscamos la planta mayor de patata para ver cómo tenía los granos en la raíz. La arranqué del suelo. Son las patatas que madre sembró estando yo en Sevilla. Los granos parecían canicas.

—Habrá que dejarlas unas semanas —dije.

Es lo que decimos todos los años, sabiendo que sólo aguantaremos unos días más. Vi a madre quedarse tiesa y mirar hacia otra lado. Allí estaba Tomás, en los terrenos que lindan con nuestra huerta. Sin hacernos caso, se puso a azadonar sus patatas.

—¿Ya no quieres ni mirarme, cabrón? ¿Ya no te acuerdas de la hija que me hiciste y a la que ni siquiera te acercaste a ver muerta? ¡Era tuya! ¡Era tuya! ¡Y tú lo sabías! Pero la dejaste morir de hambre. ¡Hijo puta! ¡Cabrón! Juraste que te casarías conmigo. ¡Lo juraste, cabrón! —dijo madre.

Tomás vino hasta las piedras de separación de los terrenos, sin soltar la azada.

—Dile a tu madre que se calle, porque si no os parto a los dos la cabeza —dijo.

Tomás es grande y fuerte y entonces sus ojos parecían de piedra. Es muy capaz de descalabrarnos a los dos. Cogí a madre del brazo y me la llevé.

—¡Cabrón! ¡Mariconazo! ¡Si hay Dios, algún día me dará el gustazo de verte tan jodido como yo! —dijo madre.

Al principio, casi no podía arrastrarla. Luego, de pronto, se quedó sin fuerzas.

—No me abandones, Tomás. No te vayas de mí. Vuelve, que no te pediré nada. Si no quieres, no te cases conmigo. Pero, vuelve. ¡Vuelve, Tomás, vuelve! —dijo madre ahogándose con las lágrimas mientras yo la metía en casa.

Por eso pienso que está sola.

Ahora pasa Bernabé por delante de casa y me ve sentado.

—¿Quieres ayudarme, Ruso?

—¿Tirando del fuelle?

Bernabé es el herrero.

—Esta vez, no. Quiero limpiar un campo de piedras. Ya te daré algo.

Tiene una tierra al pie de la subida a los montes. Me dice que nunca la ha cultivado y no hace falta que me lo diga, porque aquello es un pedregal.

—Este año quiero meterle lino —dice Bernabé.

Aunque el viejo es fuerte, le hubiera llevado muchos días quitar todas las piedras. Conmigo, para la noche no queda ninguna. Sólo hemos descansado al mediodía lo justo para comer pan con tocino. Bernabé está contento.

—Ruso, has vuelto de tu viaje con arrestos. ¿Qué te pagaban allá?

—Un duro y la comida.

Vive solo, encima de la herrería. Él mismo se hierve las berzas. Enciende fuego y calienta una olla. Nos sentamos uno enfrente del otro y la olla en medio. Bernabé come despacio. Parece que le gusta más mirar lo rápido que como yo, y creo que yo solo vacío la olla.

—Yo también te doy un duro —dice Bernabé.

—¿Tiene usted otro trabajo para mañana?

—No, Ruso, no tengo.

—¿Y para otro día?

—Estoy viejo. Cada vez cojo menos encargos. Cuando te necesite, ya te avisaré, descuida.

Se me hace raro entrar de día en la cantina de Eulalia. Me ve en cuanto pongo dentro el primer pie. Sus ojos siguen todos mis movimientos. Deja de atender a un hombre que compra tabaco, para vigilarme. Eulalia es una mujer larga y huesuda, con un moño gordo atravesado por una aguja. En la cantina hay otros tres hombres bebiendo en la mesa de un rincón. Todo el mundo ha dejado de hablar. Echo un vistazo a los alimentos que hay por allí y ni un momento dejo de sentir sobre mis manos la mirada de Eulalia. Veo seis cajas de galletas, cuatro jamones, un montón de planchas de tocino, sacos de sal, lentejas, azúcar, garbanzos y patatas, y una pila de latas de escabeche. En el mostrador hay tres panes grandes de centeno. Al coger uno, Eulalia sale del mostrador y se planta en el camino de la salida.

—¿Cuánto vale?

Eulalia cierra la boca.

—¿Desde cuándo los ladrones preguntan el precio de las cosas? Tiene gracia: ni siquiera sabe lo que vale un pan. ¡Cómo siempre los roba…!

Los hombres ríen.

—Deja ese pan en su sitio y quítate de mi vista si no quieres que llame a los guardias.

Entonces pongo la moneda en el mostrador.

—Ahora habrá que preguntarle quién se ha quedado sin ese duro —dice uno de los hombres.

Eulalia y yo sostenemos nuestras miradas.

—Dos pesetas —dice Eulalia.

Le señalo una cazuela de barro llena de chorizos en manteca.

—Ábrame el pan y póngame chorizos hasta cinco pesetas.

Eulalia vuelve al mostrador y se pone a sacar chorizos de la cazuela y a pesarlos. Toma un cuchillo, abre el pan y mete seis chorizos. Cuando doy el primer paso hacia la puerta, la veo coger la moneda y mirarla por todas partes para ver si es buena.

Madre lleva dos días sin salir del cajón de las pajas. No podía decirle: «Levántese a tomar un bocado, madre», o «¿quiere que le lleve un bocado?», porque en casa nunca hay comida. Algunas veces le acerco una lata con agua, que ella aparta con la barbilla, sin hablar. Ahora le pongo el pan debajo de las narices, para que lo huela.

Mire, madre, pan con chorizos dentro.

Lo mira, lo huele, lo toca. Cuando creo que se va a levantar, sus manos se caen y su cara se hunde en las pajas.

—Sólo quiero morirme.

—Hace dos días que no come, madre. Se va a morir de verdad.

Quiero levantarla. Sus hombros no tienen carne y pesa menos que una niña.

—¿Es que ni siquiera le vas a dejar a tu madre morirse en paz? —dice.

Voy y vengo por el pueblo, esperando que alguien me dé un trabajo. Todavía no he dicho a madre lo de Néstor y Eugenia. He visto a Trinidad. Salía de su casa con unos tronchos de berza para las gallinas y también me ha visto. Ha crecido, casi está hecha una mujer. Es muy bonita, con unos pechos parecidos a los de Consolación. ¿Por qué ni siquiera me atreví a saludarla? ¿Se paró un momento o me lo pareció a mí? Enseguida desapareció por la esquina de la casa.

Estoy frente a la cantina de Bonifacio y oigo su voz.

—Eh, Ruso, acércate que quiero decirte algo.

Me habla desde la puerta y pienso que puede ser una trampa, pues en su cantina siempre están los guardias tomando cafés, copas o bocadillos.

—Vamos, Ruso, no tengas miedo, que es para hablar de negocios.

Me acerco un poco más y es el propio Bonifacio el que viene a mi encuentro.

—Tengo que hablarte sin que nos oigan esos.

Dentro hay dos guardias apoyados en el mostrador.

—¿Quieres hacer un viaje esta noche y ganarte dos duros?

—¿Adónde?

—A la montaña, con los caballos y con Raúl. Es para traer artículos a la cantina.

Nos miramos y no hace falta hablar.

—Lo pasado, pasado, Ruso. Se dice por ahí que ya no andas de caza por las noches y mi hijo me ha contado que ni siquiera coges truchas por no salirte de la ley. Todo el mundo debe recibir su lección y tú has recibido la tuya y aquí estás, hecho un santo. Por eso cuento contigo para el trabajo de esta noche.

—¿Qué tengo que hacer?

—Andar mucho y luego quedarte cuidando los caballos a la orilla del río.

—¿No se puede quedar Raúl?

—Sí, pero tiene miedo. Antes, solía acompañarnos tu primo Na/a rio, el hijo de Petra, pero ya no quiere. Así que tú me dirás si cuento contigo.

Quedamos citados para la noche. Llamo a la puerta de la cuadra y allí están el padre y el hijo poniendo albardas y cestos a los dos caballos y cargándolos con planchas de tocino metidas en sacos.

—Son para los portugueses —dice Raúl.

Salimos en silencio y dando un rodeo para no pasar por delante del cuartel.

—¿Os han cogido los guardias muchas veces? —digo a Raúl.

—Nunca. Es a mi padre al que le gusta andar con tanto misterio, porque ellos ya saben que vamos y si nos ven en el monte cierran los ojos y se largan por otro camino. Lo malo son los guardias de otros pueblos, que nunca toman café y copa en nuestra cantina. Pero no es fácil que nos los tropecemos.

Bonifacio marcha a la cabeza con el ronzal del primer caballo, y Raúl y yo detrás, con el otro.

—Yo le dije a mi padre que te llamara —dice Raúl.

—Ya lo sé. ¿Quiénes son los portugueses?

—Los hombres que viven al otro lado de las montañas.

—¿Por qué se les llama portugueses?

—Porque son de Portugal. Como no vas a la escuela no lo sabes.

—Basta de escándalo —dice Bonifacio.

La caminata por los montes dura varias horas. Las alpargatas se me acaban de destripar y llevo las plantas de los pies llenas de cortes y de sangre. Nos paramos en un río. Bonifacio larga tres silbidos suaves y espera. Repite los silbidos y vuelve a esperar. Silba por tercera vez y entonces le contestan de la otra orilla con otro silbido. Descargamos los seis sacos de tocino y Bonifacio se desnuda hasta quedarse con un pantalonero corto. A la luz de la luna Bonifacio parece una vaca blanca. Luego se carga un saco al hombro y se mete en el agua.

—¡La hostia! —dice.

El agua debe de estar helada.

—Un año, cuando pasaba el río, le robaron los caballos con la carga. Desde entonces siempre los deja con alguien —dice Raúl.

—Y tú, ¿por qué tienes miedo de quedarte solo?

—Yo no tengo miedo.

—Tu padre me lo ha dicho. Por eso me pidió que viniera.

—Pero sólo un poco.

—¿Sabes por qué tienes miedo? Porque no has estado en la cárcel.

—Mi padre dice que es mejor no estar en la cárcel.

Porque los padres siempre andan prohibiendo cosas a los hijos. En el fondo tu padre sabe que la cárcel es buena para todo el mundo. ¿Por qué me ha llamado? Porque he estado en la cárcel y sabe que un hombre sale de la cárcel con unos buenos cojones. A mí me da pena la gente que no ha estado en la cárcel ni estará nunca.

—¿Por qué dices que nunca estaré en la cárcel?

—Tu padre tiene una cantina, ¿no? La gente que tiene una cantina nunca va a la cárcel porque no tiene que robar.

Bonifacio sale del río y deja un saco junto a los caballos. Respira como el fuelle de Bernabé.

—¿Qué es? —dice Raúl.

—Café.

Le ayudamos a Bonifacio a cargarse un saco de tocino y otra vez entra en el río.

—De todas formas, yo no quiero que me encierren —dice Raúl.

—Ya esperaba eso de ti. Algunos hasta tienen miedo de ir a la cárcel.

—Yo no voy porque tenga miedo, sino porque es malo.

—Mira, fíjate en mis alpargatas: hechas cisco, casi sin suela. ¿Me has oído quejarme por el camino? He salido muy duro de la cárcel. Con unas alpargatas como las mías, tú ya estarías muerto.

—Siempre andas presumiendo.

—Con unos zapatos como los tuyos es fácil comerse los montes.

—Si tienes la desgracia de llevar alpargatas, yo no tengo la culpa.

—No entiendes. Me las dieron a la salida de la cárcel porque sabían que no me quejaría como una mujer aunque anduviera sobre cristales. Jamás se les habría ocurrido dárselas a un debilucho como tú, que nunca ha estado ni estará en la cárcel.

Ya llega Bonifacio con el segundo saco. También es de café. Se marcha encorvado bajo el peso de la nueva carga de tocino.

—Yo también soy capaz de llevar unas alpargatas como las tuyas.

—Si no fueras mi amigo, a lo mejor te las dejaba. Pero no soy ningún cabrón. Luego me diría tu padre: «¿Es que querías matar a mi hijo?».

—¡Yo puedo andar por el monte con alpargatas como las tuyas! Suéltatelas y verás como te lo demuestro.

—No soy capaz de hacerte una cosa así. Tu padre…

—¡Deja en paz a mi padre! No le diré nada.

—Oirá tus gritos de dolor.

—No me oirá nada.

—¿Pero no comprendes que no puedo hacer esto a un amigo?

—Te daré un cacho de jamón.

—Yo ya te he avisado.

Me suelto las alpargatas y él se suelta los zapatos. Se pone los pingos de alpargata y yo me pongo sus zapatos. Cuando llega Bonifacio nos dice que como sigamos hablando así atraeremos a todos los guardias de la provincia.

Se acaban los viajes. Cargamos en los caballos tres sacos de café, dos de bacalao y uno de azúcar. Bonifacio se seca el cuerpo con un trapo y se viste.

—¿Qué dicen los portugueses? —dice Raúl.

—Que en su tierra todo anda jodido.

De regreso por los montes, no me aparto de Raúl, para que me vea y no se le escape ningún quejido. Se le encoge el cuerpo a cada paso, su cara se arruga y su boca se aprieta de dolor. Andar con zapatos es como ir pisando plumas. Llegamos a la cuadra cuando empieza a amanecer. Descargamos los sacos y los pasamos a la cantina. A espaldas de Bonifacio, Raúl y yo nos cambiamos los calzados, y resulta que él no puede meter sus pies en sus propios zapatos.

—No creí que fueras tan macho —digo.

Me mira como si yo fuera un perro.

—Así aprenderás a no reírte de la gente —dice.

Bonifacio me da los dos duros y además una bolsa de patatas.

—Desde ahora confiaré en ti, Ruso —dice.

Al salir, Raúl me da a escondidas el cacho de jamón que me debe.

Madre ha vendido mi chaqueta, mi pantalón, mi camisa, mi camiseta, mis calzoncillos y mis zapatos en la cantina de Eulalia y le han dado cincuenta y dos pesetas por todo. Lo sacó de casa sin avisarme y a la vuelta me dice:

—Esas cosas son demasiado buenas para ti, para nosotros. Y hay que empezarle a pagar a Petra sus ciento cincuenta pesetas.

Ni entonces le digo nada de Néstor y Eugenia.

Con los dos duros de Bonifacio compré cinco panes, que nos duraron hasta hace tres días. Ayer, madre empezó a sacar nuestras patatas. Siguen tan pequeñas que necesita ocho plantas para medio llenar dos platos.

Mira las cincuenta y dos pesetas que tiene en la mano y dice:

—Ni la ropa ni este dinero pueden ser para nosotros. Cuando se nace maldito hay que joderse.

Y se va a casa de la tía Petra.

Romualdín me ha dicho que si le quito las goteras de su casa y le limpio la cuadra, me da un cacho de pan. Estoy moviendo las pizarras del tejado cuando veo en el camino a Néstor, a Eugenia y a Bonifacio. Por fin ha llegado lo que esperaba. Pero sigo sin saber si quiero marcharme de casa. Que lo diga madre. Cuando le pregunten si me deja ir, yo callaré. Recuerdo que Néstor me dijo una vez que era amigo de Bonifacio. Les saludo con la mano desde el tejado y los tres me ven y aprietan el paso.

—¡Hola, Ruso! —dice Bonifacio.

—Por poco no te encontramos preguntando por Antonio. Yo no me dejaría llamar el Ruso, por si viene otra guerra —dice Néstor.

Ya estoy en el suelo. Los ojos de Eugenia están hinchados de llorar. Me he puesto colorado esperando su pregunta de dónde está la ropa que me compraron, pero lo único que hace es acercarse a mí y darme un beso en la frente.

—Vienen a hablar con madre, ¿verdad?

—Ya hemos hablado —dice Néstor.

Las tripas se me caen.

—¿Qué ha dicho?

—Que no.

Néstor da una patada a una piedra.

—¡Puñetas! ¡Ella no tiene derecho a decidir por ti!

—Nos ha dicho que no sabía nada. ¿Por qué no le has hablado, Antonio? —dice Eugenia.

—Sí, tenías que haberle preparado. Seguramente nos ha respondido que no creyendo que tú no quieres venir con nosotros. Mira, volvemos todos, le hablas y entonces dirá que sí.

Entonces dice Bonifacio:

—Hablando de Roma.

Néstor y Eugenia vuelven la cabeza y yo hago lo mismo y veo a madre acercándose por el camino.

—¡Ladrones! ¡Quieren quitarme a mi hijo!

—Nadie le quiere robar nada, señora —dice Néstor.

—¿No les dije que no les daba a mi hijo? ¿Qué quieren ahora?

—Basilia, usted debe comprender que lo hacen con la mejor intención —dice Bonifacio.

—Nadie les ha llamado. Que se vayan a su pueblo.

—Sólo buscan la felicidad de su hijo. ¿Qué puede esperar Antonio en La Baña? Hambre y palos. Acaba de regresar de la cárcel y no tardará en volver a ella. En La Baña todos estamos mal, pero algunos están peor. Déjele, Basilia, que se vaya a buscar un futuro.

—Le trataremos como si fuera nuestro propio hijo —dice Eugenia.

—Con nosotros tendrá trabajo, buena comida y buen techo, y algún día todo lo nuestro será suyo, pues Dios no nos ha dado hijos —dice Néstor.

—¿Qué contesta usted, Basilia? —dice Bonifacio.

—No quiero que me roben a mi hijo —dice madre.

No la comprendo, pero me gusta oírle eso. Les dio ciento cincuenta pesetas a aquellos hombres para que me dejaran por el mundo, pero ahora no quiere que me vaya de su lado, a pesar de que no le costaría ningún dinero. ¡Madre está arrepentida de lo que hizo!

—Por favor, señora, por favor. Piénselo despacio y otro día volveremos a charlar sobre esto. ¿Le parece bien? —dice Eugenia.

—No se llevarán a mi hijo —dice madre.

—¿Qué será de Antonio a su lado? ¡Un desgraciado! Si de verdad le quisiera le dejaría venir con nosotros.

—No tiene derecho a insultarme así, sólo porque soy pobre.

—Estos amigos míos no han venido a insultarle sino a hacerle un favor —dice Bonifacio.

—¡Usted se calla y mejor si se preocupa de bajar los precios de sus artículos! —dice madre.

—¿Se trata de dinero? Se lo compramos. Le damos veinticinco pesetas por él —dice Néstor.

Dejo de respirar esperando la respuesta de madre.

—Se lo vendo por cien pesetas, que es lo que me falta para pagar una deuda —dice madre.

—Es demasiado. Sólo puedo subir a veintisiete pesetas —dice Néstor.

—¡Dale las cien pesetas y nos llevamos a Antonio! —dice Eugenia.

—No me fío de ella. Una mujer que vende a su hijo por cien pesetas es capaz de faltar a todas sus palabras y a todos los arreglos. Sólo me arriesgaría por veintisiete pesetas, no por cien.

—Quiero cien pesetas —dice madre.

—¡Pues quédese con su hijo, señora! —dice Néstor.

Tiene que coger a Eugenia del brazo para llevársela, y Bonifacio les sigue. Estoy solo con madre. Lo que esperaba ha llegado y todo sigue igual para mí. Estoy solo en La Baña con madre. ¡Madre no ha querido que me separe de ella por veintisiete pesetas!