Bilbao

Bilbao

Bilbao es la ciudad más grande que he visto hasta ahora. Tiene un cielo con nubes negras y una ría muy sucia. La gente va muy bien vestida por la calle, pero cuando le pregunto al gallego a ver cómo tratan a los forasteros, me dice que a los pobres en todas partes se les mira mal.

Nuestros amigos nos llevan a su casa, que está en un barrio de las afueras que llaman Ollargan y al que se sube en autobús. «Hasta que encontréis vuestra chabola», nos dice. Porque las de Ollargan no son casas sino chabolas, que son peores que las casas de La Baña. ¿A ver si hemos venido a peor? ¿No me decía el gallego que en Bilbao todo el mundo vive bien? Su chabola tiene cocina y un cuarto, todo tan pequeño que extiendes los brazos y tocas a un tiempo pared a derecha e izquierda.

—Alojaos aquí mientras encontráis vuestra chabola —dicen los gallegos.

De modo que ellos duermen en el cuarto y nosotros en la cocina.

Ollargan es un hormiguero de chabolas.

—¿Habrá alguna libre para nosotros?

—Déjalo de mi cuenta —dice el gallego.

Al día siguiente me trae la noticia de que ya tiene una. Marta y yo vamos a verla.

—La casa que teníamos en Carneros era mucho mejor que esta —dice Marta.

—Pues que no te oigan los bilbaínos, porque ellos creen que lo suyo es lo mejor del mundo.

También es una chabola enana, de ladrillo, con una cocina y un cuarto de risa. Y no hay más cojones que pagar las trescientas pesetas al mes que nos pide el dueño. Los gallegos nos regalan su cama, porque ellos van a comprar una nueva.

Por la tarde me dan trabajo de peón en una obra del barrio de La Peña: diez horas al día, diez pesetas por hora.

—¿Estás contenta, Marta?

Sonríe y nos abrazamos. Siempre está contenta Marta. Yo no podría vivir sin ella.

—Antonio, tenemos enfermo al niño.

—¿Qué le pasa?

—No sé. Pero se nos está yendo por el culito.

Tres días después nos dice el gallego que le llevemos al hospital.

—¿Qué es un hospital? —digo.

—Un lugar donde hay muchos médicos para curar a muchos enfermos.

Y allá nos vamos los cuatro, Marta con el crío en brazos y bien abrigado. El pobre está más blanquito que la nieve y tan flaco como un palillo. Cogemos un taxi. El médico del hospital nos dice que tiene colitis. Lo ingresamos a las nueve de la mañana y a las nueve y media ya está muerto.

—Tenían que haberlo traído antes —dice el médico.

—No se ha podido morir tan pronto —digo.

—Lo siento.

—Mi hijo no se ha muerto todavía.

—Así vienen las cosas.

—Hace sólo unos minutos que lo he tenido en brazos, vivo. Quiero verlo.

Marta llora en silencio. Le paso un brazo por el hombro y seguimos al médico.

Sí, el niño está muerto. Justamente hace un mes que llegamos a Bilbao.

La vida es triste en la chabola, pero Marta la va arreglando con su dulzura. Hoy, tres meses después de habernos quedado los dos solos, compro una cama nueva. Cojo la vieja y la tiro monte abajo y planto la nueva en su lugar. Le pongo el colchón encima, y sábanas y mantas, y yo mismo hago la cama. Luego me quedo mirando a Marta.

Por la noche, nos acostamos y nos abrazamos pensando con fuerza en el nuevo hijo que estamos haciendo.

Al año, se acaba de hacer la casa en que trabajo y nos dan la cuenta final. Todos mis compañeros dicen que nos han robado, que las horas extraordinarias nos las han pagado como normales.

—Hay que ir a Sindicatos.

Pues a Sindicatos me voy dando un paseo con Marta, que ya tiene la tripa como para estallarle. Pregunto en una ventanilla y me mandan a «Vidrio, Cerámica, Construcción y Madera». En un despacho hay un hombre detrás de una mesa y una señorita en otra más pequeña, ante una máquina.

—Siéntense, por favor. ¿Qué desean?

Le explico mi queja, él coge los papeles que le doy, saca unas cuentas y luego habla a la señorita y ella escribe algo a la máquina y al acabar le pasa el papel al hombre.

—Tome esta carta, que la lea su patrono y tendrá que darle setecientas pesetas más de las que le dio —dice el hombre de Sindicatos.

—Muy bien.

—¿Cuánto tiempo lleva usted fuera de Galicia?

—Yo no soy gallego, sino de León.

—Hombre, yo tengo familiares en León.

—Llevamos aquí algo más de un año.

—¿Ya tienen padrino para lo que va a venir?

Mira a Marta y sonríe.

—No, señor.

—Yo me ofrezco a ser el padrino. Ah, pero sólo si es niño. Si es niña, no.

—¿Qué tiene usted contra las niñas?

—Ya hay bastantes mujeres en el mundo.

—Pues muchas gracias. Ya le avisaremos.

—¿No tiene usted otra ropa que la que trae puesta, Antonio?

—No, señor.

El hombre de Sindicatos coge el teléfono y dice a alguien que se presentará un amigo y que le dé algo de su ropa. Me da la dirección y nos despide.

—Nos ha ido bien en Sindicatos, ¿verdad, Marta?

Es una casa elegante y en ella vive la hermana del hombre de Sindicatos. Una criada de uniforme nos pasa a una salita y se marcha.

—Se tiene que vivir bien en casas como esta, ¿eh, Marta?

—Yo sólo pido salud para todos.

Llega la criada y una señora. La criada trae un montón de ropa en los brazos.

—Creo que le estarán bien estos trajes de mi hermano.

Y me regala tres, y también camisas, corbatas y calcetines.

—Si le viene algo grande, yo se lo arreglaré —dice Marta.

—Ah, muy bien —dice la señora.

—Muchas gracias.

—Muchas gracias.

—No es nada, no es nada. Ustedes a cuidar de lo que va a venir.

Es niño y nace en la Residencia Sanitaria de Cruces. De modo que aviso al hombre de Sindicatos. Y no sólo viene él de padrino, sino que trae a una sobrina suya para que sea la madrina. Los nombres de este nuevo hijo nuestro son Antonio y Javier, porque el hombre de Sindicatos es un abogado que se llama don Javier.

Como un año después seguimos todavía en la chabola de Ollargan, pues el otro hijo también lo tenemos estando aquí. Llevo a Marta a Cruces y nace felizmente entre doctores, enfermeras y muchos aparatos. En La Baña lo habría traído al mundo el veterinario o cualquier mujeruca llena de piojos.

En esta ocasión hace de madrina la secretaria de don Javier.

—¿No tiene algún trabajo para mí, don Javier?

—¿Estás en paro?

—Bueno, ya ando en las obras de peón, pero me arreglo mal con estas manos sin dedos.

—A ti te vendría bien un empleo de guarda.

—Algo así pienso yo.

—Pues ya te avisaré si sale algo.

Desde hace unos meses me duelen cada vez más las tripas.

—¿Dónde te duele, Antonio?

—Aquí.

—Esas no son las tripas sino el estómago.

—Pues yo siempre les he llamado las tripas.

Después de darme muchos días la lata, Marta me arrastra al médico del Seguro.

—Seguramente, úlcera —dice el médico.

—¿Y qué es eso?

—Pues que a lo mejor hay que operar. Que le vea el especialista.

Vamos al especialista y me manda a Cruces.

—Yo no voy a Cruces —digo a Marta.

—¿Por qué?

—No quiero que me operen.

—Es para curarte.

—A mí nadie me abre las tripas para meterme mano por dentro.

—Que no son las tripas, Antonio, sino el estómago.

Pero esta cabrona de mujer que tengo siempre me convence y de pronto me encuentro en Cruces. Me hacen todas las pruebas que quieren y me dicen que tengo una úlcera como una caverna. A operar.

—Yo no me opero —digo a Marta.

—No seas niño, Antonio, y déjate.

—En cuanto me dejes solo, me escapo.

—Tengo que volver con nuestros hijos.

—¡Me escapo!

Al cabo de un rato de marcharse Marta, viene una enfermera.

—Quítese la ropa y póngase este pijama.

—¿Por qué?

—Ordenes del médico. Su esposa le ha dicho que le vigilen a usted, que tiene el propósito de escaparse.

Durante toda la noche no hago más que pensar en lo bien que estábamos en La Baña sin médicos. Y al día siguiente, llegan el médico y la enfermera y me dicen:

—Prepárese, que mañana a las nueve le operamos.

Cuando viene Marta de visita le digo que me marcho con ella. Y de nuevo me convence para que me quede. Tengo las tripas revueltas. Ya es de noche y llueve a cántaros. Salto de la cama. Mi compañero de cuarto me pregunta adonde voy.

—¡A la calle! ¡Me marcho!

—Yo también.

—Pues me la ha hecho usted, porque pensaba cogerle sus pantalones.

No hay nadie en el pasillo y salto por una ventana, en pijama y descalzo. Antes de dar cuatro pasos ya estoy empapado. Corro y corro, tirando por otro lado cuando veo guardias, quitándome de los ojos el agua que me chorrea del pelo, chapoteando en los charcos con unos pies que ni noto que van descalzos. Sólo quiero llegar a Ollargan, a nuestra chabola. La poca gente con la que me cruzo se me queda mirando hasta que desaparezco por el final de la calle.

Saco a Marta de la cama.

—¿Ya te han operado?

—Sí.

—¿Y cómo te han dejado salir a estas horas y con el tiempo que hace?

—Para dejar mi cama a otro que la necesitaba más que yo.

Me desnudo, me seco, tomo café que me calienta Marta. Supongo que no me cree, pero también se alegra de verme vivo y en casa. Seguramente piensa que un hombre que cruza media provincia en pijama y descalzo bajo la lluvia, no está tan enfermo como dicen los médicos.

Marta entra en la chabola con la ropa que yo dejé en Cruces.

—Me ha dicho el médico que eso no se hace y que vuelvas. Que, si no, te denuncia.

—Y tú, ¿por qué has ido allá?

—No estamos para andar perdiendo la ropa por el mundo.

—Lo que pasa es que no creíste a tu marido.

—A los maridos sólo hay que creerlos cuando dicen la verdad. —Discutimos. Ella, que vuelva. Yo, que no. Esta vez no me convence.

Una semana después llega carta del director de Cruces. Si no voy a operarme, me denuncian a las autoridades. ¡Vaya perra que han cogido! Ni que mi estómago fuera suyo.

—Que me manden los guardias. A nadie pueden meterle en la cárcel por negarse a que le metan mano.

—O sea, que no vas.

—¿No viste cómo sacan todos los días muertos de Cruces? Pues estarían vivos si no se hubieran operado.

Hemos dejado a los críos con una vecina y hemos bajado a Bilbao a comprar algunas ropas para ellos. Y de pronto, que me tropiezo con uno de aquellos frailes del manicomio, de paisano. Miro bien y sí, es él. La misma cara de cabrón. Está subiendo a un tranvía de los que van hacia La Peña. Me ve.

—¡Antonio!

Era el que preparaba las inyecciones de largantil.

—Ya dejé aquello. Ahora trabajo en un laboratorio. ¿Qué es de tu vida? —me dice.

Por fin puedo hablar.

—¡Hijo de la gran puta! ¿Recuerdas lo que me hacías, cabrón?

El tranvía arranca y yo voy detrás. Quiero agarrar al fraile para tirarlo a la ría. ¡Claro que lo tiro si lo agarro! Pero Marta está muy asustada y me sujeta de la ropa. Y como el tranvía ya se larga, pues lo dejo.

—¡Era uno de aquellos frailes hijos de puta! —le digo.

Ya le he hablado de todo lo que me hicieron sufrir en aquel manicomio. Nos han estropeado el paseo de compras.

El abogado de Sindicatos me encuentra trabajo en Viviendas de Vizcaya. Viviré en Zorroza, en una casita a estrenar y sólo tendré que cuidar de unos jardincillos y cobrar unas rentas del 28 al 30 de cada mes. El sueldo no es grande: tres mil pesetas. Tanto a Marta como a mí nos gusta el nuevo destino, porque así dejamos la sucia chabola de Ollargan y ponemos a los niños en un jardín y en una casa que parece de ricos. Es limpia, nueva y blanca, y en ella nuestros dos hijos parecen como esos muñecos tan bonitos que se venden en los escaparates de las tiendas.

Somos felices en Zorroza. Si Marta hacía milagros con las tres mil pesetas, luego, según pasan los años y me van subiendo el sueldo a cuatro mil, a cinco mil, a seis mil, nuestra vida es un no faltarnos de nada imprescindible. Los niños crecen sanos y fuertes. El abogado de Sindicatos me llama de vez en cuando para decirme que en casa de su hermana tengo más ropa. Además, en Zorroza también nace nuestro tercer hijo, una niña a la que llamamos María del Carmen. Cuando veo las tiendas de comida me acuerdo de las cantinas de La Baña y del pobre diablo que fui.

Desde hace meses me han vuelto los dolores de tripas. Marta dijo que no eran las tripas sino el estómago, pero llamándoles tripas me siento menos enfermo.

—Marta, me duelen mucho.

—A mí no me digas nada.

—¿Y a quién se lo voy a decir?

—Pues al médico.

No hace ni un año que me escapé de Cruces. Los dolores son insoportables.

—¡Lo que más me jode es que el director se ha salido con la suya!

—Pues que te joda, pero que te curen.

—Ah, usted fue el que se escapó.

—Sí, señor.

—Pues ahora no le opero.

—Es que no puedo aguantar más y si no me opera me pego un tiro.

—De acuerdo, pero lo haré sin anestesia. No se merece otra cosa por burro.

—Haga usted lo que quiera conmigo.

El director se acerca y me mira fijamente.

—Vamos a ver: ¿por qué huyó usted?

—Por miedo.

—¿A qué?

—A operarme.

—Pero ¿qué le da miedo? Todo el mundo se opera para recuperar la salud.

—Es que metido entre tanto médico y tanta enfermera, tanta cama y tanto enfermo más muerto que vivo…

—Usted verá. Aquí no se obliga a nadie a operarse.

—No me decían lo mismo hace un año.

—Si le llamé a usted fue sólo para hablarle y tratar de convencerle. Pero la última decisión es cosa suya. Usted se muere por su cuenta y nada más. En vez de durar cuarenta años, dura uno y se acabó.

Después de tanto hablar, resulta que no tenía úlcera sino dilatación de estómago. El médico que me ha abierto lo ha visto. ¡Dilatación de estómago! ¡Claro, de tanto como lo cargaba cuando tenía comida a mano!

Está a mi lado el ayudante del médico.

—Y si se han encontrado sin úlcera, ¿qué me han hecho en el estómago?

—Cortarle un trozo y nada más.

¡Ay, Ruso!, ¿por qué no te hicieron eso antes? ¡Habrías tenido menos hambre y robado menos!

—¿Cómo estás, Antonio?

Abro los ojos y veo a Marta muy pequeñita. La sigo mirando y se me va haciendo más grande, más grande, hasta que la tengo de tamaño normal.

—Has tenido un accidente, Antonio. Estás en Cruces.

¿Pero es que yo no voy a salir de Cruces? Y entre lo que ella me cuenta y lo que yo recuerdo, resulta que ayer me cogió un amigo en su Vespa y nos fuimos a tomar unos vinos y luego se lio la cosa y que me lleva a cenar a Valmaseda, a 50 kilómetros. «¿Estás loco? Yo nunca hago estas cosas», le dije. «Un día es un día», me dijo él. Y allá nos fuimos, y a la vuelta, doce de la noche, que un camión se nos echa encima y nos damos la hostia padre. Al camión se le había reventado una rueda delantera. Era de unos talleres, los diez hombres que viajaban en él eran obreros de esos mismos talleres, lo mismo que el conductor. Estos talleres, que también trabajan como casa de seguros, tenían asegurado su propio camión.

—Antonio, tienes rota la pierna, pero no te preocupes, que te quedará bien —dice Marta.

—¿Y mi amigo?

—Ha muerto.

—¡Pero si él no tuvo la culpa!

—La gente se muere aunque no tenga la culpa.

¡Pobre de mi amigo el de la Vespa! ¿Quién le mandó a él…? Sí, estoy con la pierna rota, deshecha. Me dicen que me han tenido en el quirófano desde las doce y media de ayer hasta las nueve de la mañana de hoy; que me han vaciado de huesos la pierna, o poco menos, y que luego la han rellenado con huesos de mi propia cadera. Ahora tengo la pierna colgada en el aire, con un hierro atravesándome el talón y un peso en la punta para que no se me encojan los tendones.

—¿Cuánto tiempo he de estar así? —digo al médico.

—Usted sólo piense en que es un milagro que esté vivo.

Marta me trae a nuestros tres hijos y así me consuelo.

Sólo días después estalla la bomba. Los guardias de tráfico, al pasar la denuncia del accidente y mi nombre al juzgado, levantan la liebre: estoy reclamado por todos los juzgados de España. Mandan un parte a Puebla de Sanabria, Zamora, y de aquí sale la orden de que nos detengan a los dos, a Marta y a mí. Todo esto me lo cuenta el médico mismo, que prohíbe a los guardias llevarme cuando se presentan en Cruces.

—¿No ven cómo está este hombre? Aquí lo tienen más seguro que en la cárcel.

Y los guardias se marchan.

Llega ante mi cama un oficial del juzgado número siete a tomar declaración.

—Lo siento, pero aunque a usted no podamos detenerle por su estado, habrá que detener a su mujer. Bueno, que tampoco es su mujer.

—¿Y qué será de los niños?

—Pensando en ellos lo estamos demorando.

—¡Dios! ¿Es que nunca me van a abandonar las desgracias? ¿Acaso mi destino es ser siempre un miserable y arrastrar a lo peor a personas que están conmigo? ¿Irá por mi culpa Marta a la cárcel?

—Escuche: todo se arreglaría si el padre de ella retirara la denuncia. Escríbanle, ruéguenle que les perdone, que ya tienen tres hijos, que piensan casarse. Mire, y así se casan ustedes de una vez.

Digo a Marta lo que hemos de hacer para salvarnos.

—Lo peor es que no podemos casarnos aunque queramos.

—No te preocupes, Antonio, que yo, casada o soltera, sólo quiero vivir contigo.

Marta sabe escribir y escribe a su padre: que la perdone, que destrozará su vida si no retira la denuncia, que en cuanto yo pueda levantarme iremos a Carvajales de la Encomienda a recoger al otro hijo. Marta escribe una carta tras otra, pero el viejo no las contesta. ¡Maldito viejo, una sola carta y nos evitaría ir a prisión! Pasan semanas, meses, y nada. Y yo aquí, sin poder moverme de esta cama, sin poder mover un dedo por Marta. ¡Ruso, ya te veo en otro penal!

Nueve meses de agonía, ¡cómo en un embarazo!, hasta que, por fin, el padre de Marta nos escribe. Nos perdona. Ha tardado mucho, pero ¡vaya! Se ha presentado en Puebla de Sanabria a retirar la denuncia. ¡Yo siempre pensé que tenía cara de bueno!

Acaban de traerme a la habitación un anciano con cara de vasco. Al poco rato ya estamos hablando como antiguos amigos. Habla mal el castellano y se le nota a la legua que no es un vasco de ciudad.

—Me llamo Antonio.

—Yo, Juan, y soy de Munguía, donde se comen los mejores huevos y las mejores chuletas del mundo.

—Pues yo soy de las Cabreras.

—¡Leches! ¿Dónde está eso?

—Más vale que no lo sepa. Oiga: ¿hay muchos de la ETA por Munguía?

—Algunos, algunos…

—¿De qué le operan a usted?

—Del apéndise. Ayer, sano, y hoy, ¡zas!, el cabrón del apéndise. ¡Ay, Antonio, tú si que estás bien, porque ya estás operado!

—No hay que tener miedo. —Miedo, no. Sólo precausión.

Los días se me hacen más cortos con el viejo Juan. No tiene pelos en la lengua. Cuando las monjas le traen la tortilla, les grita:

—¡Fuera, cabronas, yo no como lo que otro caga! ¡Yo, chuletas, chuletas!

Las monjas se ríen, porque parece que están acostumbradas a oír de todo. Un día le dicen a Juan que mañana le operan y a ver si quiere confesarse.

—¿Confesar? No hay Dios. Si lo hubiera, no me mandaría esta peste a mis ochenta y dos años.

Las monjas sonríen.

—Bueno, bueno, no se ponga así. A fin de cuentas, el alma es suya. —¡Fuera! ¡Fuera! ¿Saben? La mujer mía, al morir, me dijo: «Juan, tú, ni resar por mí, ni confesarte, ni ir a misa». Y la mujer mía sabía mucho. Sin embargo, las monjas le mandan al cura.

—De modo que no quiere confesarse, ¿eh?

—No. No hay Dios.

—Usted dice que no lo hay, pero… ¿y si lo hay?

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡No quiero curas!

El cura se marcha y yo le digo a Juan:

—Yo creo que debería confesarse.

Espero su estallido, pero no.

—¿Tú crees, Antonio?

—Allá usted. Pero es lo que dice el cura: ¿y si hay Dios?

—Tienes razón, Antonio: ¿y si lo hay?

—Y usted no se va a morir en la operación, pero ¿y si se muere? El viejo Juan pasea por el cuarto en silencio. Por fin, aprieta el timbre y entra una enfermera.

—Oye, mira a ver si hay algún saserdote suelto por ahí.

Luego me mira.

—Por ti, ¿eh, Antonio? Sólo por ti me confieso.

Llega el cura y le pregunta si es verdad que se quiere confesar.

—Sí, pero de este es la culpa.

Juan se confiesa a voces. Se ve que no está acostumbrado.

A la mañana siguiente, entran otro cura y una monja con la comunión. Al verlos, el viejo se tapa con las mantas y ellos se paran ante mí.

—Saque la lengua.

—No, es para ese señor.

Oigo al viejo reírse bajo las mantas. Luego comulga.

—¿Ves, Antonio? Yo, buen compañero. Yo, partir contigo la ración.

Después de la operación, el viejo se pasa casi dos días en una misma postura en la cama, sin hablar con nadie, sin comer. Las monjas no pueden hacer carrera con él y le dicen que así se va a morir. Yo también le hablo, pero es inútil.

Estoy tomando una sopa que humea y, en un descuido, se me vuelca el plato sobre el pecho y me abrasa la piel. Grito. Quiero alcanzar la pera del timbre, pero como han levantado mi cama, no puedo.

—¡Juan, Juan, salga al pasillo y llame a alguien!

El viejo me mira, pero no se mueve. Cojo el plato y lo tiro contra la puerta y después hago lo mismo con la mesita para comer en la cama.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Qué me abraso!

De pronto, el viejo pega un brinco de liebre y salta de la cama y sale al pasillo.

—¡Enfermera, que se quema Antonio!

Y así, gracias a mi sopa, se salva el muy cabezota y entra en la vida normal.

Se despide de mí días después.

—Antonio, si vas a Munguía pregunta en la estación por Juan, el operado. ¡Allí comemos chuletas! ¡Chuletas!

Esto es el cuento de nunca acabar. Me llevan a casa en ambulancia cada dos meses, estoy quince días, y vuelta a Cruces. Así me van alargando lo del Seguro. Ya se han celebrado dos juicios por el accidente de mi pierna, para ver quién tuvo la culpa: uno en el juzgado y el otro en la Audiencia. No hay discusión: la culpa la tuvo el camión y la indemnización la tiene que pagar el seguro del taller. Pero ¿cuánta indemnización? Depende de cómo quede yo. Y, para saberlo, el forense me visita cada quince días a ver mi pierna, y siempre tuerce el morro. A los treinta y siete meses del accidente, el forense me dice que mi pierna ya no se recupera más y cierra el caso. Inútil total. Seiscientas mil pesetas. ¡Seiscientas mil pesetas! A mi amigo el de la Vespa sólo le pagaron quinientas mil por morirse. El seguro también paga a Cruces trescientas mil pesetas y setenta mil al juzgado. ¡Cuánto dinero ha movido el pobre Ruso!

No acabo de creer que sea dueño de seiscientas mil pesetas. Esto he sacado del viaje en Vespa, y también el andar con muletas. Y con muletas y con Marta me voy a ver un piso en el barrio de Basauri. Tiene tres dormitorios, sala, cocina y retrete con ducha y bañera. Es una casa nueva, a estrenar. Nos piden por ella trescientas noventa y cinco mil pesetas. Pero, ahora, el Ruso no tiene que robar para tener cosas. A Marta le gusta el piso y nos quedamos con él. Los niños corretean por los cuartos vacíos como dando rienda suelta a su alegría y a la mía, a la nuestra, ya que yo no puedo acompañarles.

Luego nos vamos a por muebles, porque aún tenemos más de doscientas mil pesetas. Todo esto es como un sueño. En las tiendas, pagamos y nos llevan las cosas o nos las mandan al piso. No acabo de acostumbrarme a esto de pagar con dinero. ¡Ay, Ruso, Ruso, en qué agujero estabas metido! Tenía razón la tía Petra: había que salir de La Baña.

Como no puedo vivir en dos sitios a la vez, digo adiós a la casa de Zorroza y al cómodo puesto de guarda en Viviendas de Vizcaya y visito a mi amigo el abogado de Sindicatos para que me dé otro empleo. Ahora está en la sección de Actividades Sindicales. Le hablo de todo lo que me ha ocurrido y se cabrea por no haberle comunicado que pensaba dejar Viviendas, donde él me metió.

—Yo te proporcioné ese puesto y lo justo era que me confiaras a tiempo tus nuevos planes. Se os ayuda y luego correspondéis de este modo.

Pero me pregunta qué deseo ahora.

—Un puesto de guarda en otro sitio.

—Dame tu dirección y te avisaré.

Es un buen hombre mi amigo de Sindicatos. Me estrecha la mano y se interesa por mi pierna.

—Pues va mejor —digo.

—Porque esa es otra —dice él—. Nadie te dará un empleo si, como me dices, te certificaron inutilidad total.

—Y entonces era verdad, pero ahora ya no.

—Sin embargo, como la Seguridad Social certificaría lo mismo que el juzgado…

—Mire usted: hace sólo cuatro meses tenía que usar muletas, y hoy como usted ve, sólo bastón. La pierna me ha ido a mejor. Entonces la Seguridad Social me dijo que también podía darme inútil total, si yo quería, pero yo no quise, porque quiero trabajar y ganar para mis hijos.

—Bien, bien, ya tendrás noticias mías.

Basauri es una población de casas nuevas y altas, de muchos pisos, y con mucha gente. Los domingos salen todos a la calle, a pasear, y aquí no se puede dar un paso. Las industrias de Bilbao están vaciando los pueblos de España. En Basauri también hay una cárcel. ¡Mira por dónde, he venido a vivir a la vera de una!

En cierto modo, resulta más fácil vivir del robo que de un jornal. Cuando entras a robar en una tienda, puedes llevarte cuanto quieras. Pero si entras a comprar, entonces todo depende del dinero que lleves. Bueno, y no es que me queje: Marta, Antonio Javier, Agustín, María del Carmen y yo vivimos como príncipes. Sobre todo, mientras nos ha durado el pico que nos quedó de las seiscientas mil pesetas después de pagar el piso y los muebles. Por suerte, el abogado de Sindicatos no tardó mucho en llamarme: un puesto de guarda en Inducosa, refinería de Somorrostro, con veinte mil pesetas al mes. Muchas horas de aburrimiento (no de trabajo), doce, pero más pesetas, que Marta sabe administrar mejor que un banquero.

Somorrostro cae lejos de Basauri y las cuarenta y cinco pesetas diarias de transportes me las paga la empresa.

Marta y yo somos dueños de cosas importantes: unos hijos y una casa; los tres hijos son nuestros, y la casa también la tenemos registrada a nombre de los dos.

Han pasado dos buenos años. Se acaban las obras de Inducosa y me quedo en la calle. Empiezo a patear por aquí y por allá buscando trabajo, preguntando y recibiendo respuestas negativas. Hasta que llego a la plaza de Federico de Moyúa, donde están haciendo excavaciones para levantar un Banco.

—¿Habría un trabajo de guarda?

El encargado me mira de arriba abajo.

—¿Para quién?

—Para mí.

—¿Y no le da vergüenza, tan joven, pidiendo trabajo de guarda?

—No, no me da vergüenza.

Y le enseño las manos.

—Perdone.

Me da el trabajo.

Al cabo de año y medio, otra vez cesante. Pero Bilbao no es La Baña. Hay aquí tanta gente, tanta industria y tanta construcción, que resulta más difícil estar parado que trabajando. Aquí sí que da vergüenza estar de brazos cruzados en medio de tanta gente que trabaja como loca. Llego a las obras que se hacen en el cine Ayala y me contratan. ¡Cómo se alegran Marta y los niños cuando regreso a mi hogar con una buena noticia como esta! ¡Mi hogar! A veces no puedo evitar recordar mi vida en La Baña. Pero aquí está Marta para decirme que aquello pasó para siempre, y me trae a los niños para que se me echen encima y entre los tres me ganan la batalla.

Hace mucho frío en la obra del cine Ayala. Me hielo por las noches, y eso que ya estamos en abril. Para colmo, hoy, día 27, me roban el abrigo. ¡Qué nochecita tengo que pasar! Por la mañana vuelvo a casa más jodido que nunca.

—Marta, me siento muy mal.

—¿Qué te pasa?

—Fríos, escalofríos y casi no puedo respirar.

—Métete ahora mismo en la cama y te llevo dos botellas de agua caliente.

Paso mal día, muy malo.

—Pero ¿te vas a levantar? ¿Te has vuelto loco, Antonio?

—Tengo que ir. Me esperan. ¿Quién va a guardar esta noche la obra si falto yo?

Allá me voy, arrastrando los pies, ahogándome, muerto de frío y con la cabeza hirviendo.

—Trae usted mala cara, Antonio —me dice el encargado.

—Es que estoy enfermo.

—¿Y por qué no se ha quedado en casa?

—¿Y cómo les iba a avisar si no tienen ustedes teléfono?

—Bueno. ¿Podrá pasar esta noche? Si ve que no puede…

Me quedo. Y paso una noche de infierno.

Entro en casa ahogándome y con terribles dolores en los costados.

Cuando me pongo a orinar, orino sangre. Marta se asusta y llama al médico.

—A usted hay que internarlo de inmediato —dice el médico—. Yo mismo avisaré a la ambulancia.

Marta deja a los niños con una vecina y se viene conmigo en la ambulancia. Cuando le pregunto qué tal está ella, me dice que le duele un poco la garganta.

Lo primero que me hacen en Cruces es sacarme radiografías.

—Usted tiene una señora pulmonía —dice el médico.

Es el 1 de mayo. Como es día de fiesta, Marta no puede recoger la baja.

—Vas mañana —le digo—. Pero luego no pases por Cruces, porque el médico es a las nueve y no te da tiempo a llegar. De modo que te vienes pasado mañana, a primera hora, con la baja.

—¿Te encuentras mejor, Antonio?

—Sí, mujer, marcha tranquila, que si en La Baña tuviéramos tantos médicos, allí no se moriría nadie.

La veo irse con el apuro en los ojos.

Durante tres días me cosen a inyecciones y vivo gracias al suero. Pero lo peor es que no ha venido Marta. ¡Tres días enteros sin aparecer por aquí! Algo muy grave le ha tenido que suceder. ¿Quién se acerca ahora a mi cama? Es la vecina de Basauri, una buena mujer con la que Marta se entiende muy bien.

—¿Le ha ocurrido algún accidente?

—No, Antonio, no le ha ocurrido ningún accidente.

—¿Y por qué no viene ella en vez de venir usted? Hace tres días…

—¿Es que Marta no se puede poner un poco enferma?

—¿Qué tiene?

—Fiebre, pero baja. Será gripe, cosa de nada. No te preocupes. Me dice que te diga que vendrá pronto.

Luego aparecen más vecinos, gente de la escalera. Me preguntan por mi salud con cara seria. ¿Qué ocurre aquí?

—¿Qué le pasa a mi mujer?

—Nada, Antonio, sólo que está algo enferma. Mañana viene el cura a verte.

—¿El cura? ¿Qué cura?

—Uno de Basauri.

—¿Para qué quiero yo al cura? No me estoy muriendo.

Pido papel y bolígrafo y escribo esto: «Marta, si tú no puedes venir, envíame con el cura unas líneas escritas por ti y con tu firma». Pido a los vecinos que le lleven esta carta a mi mujer.

Al día siguiente me visitan un cura y una de las vecinas. Yo, como no voy a misa, no conozco al cura, pero él me saluda como si fuéramos íntimos.

—Hola, Antonio. El médico me ha dicho que vas mucho mejor. Enseguida, a casa.

Me da muy mala espina la llegada de este cura.

—¿Cómo está Marta?

—Bien, bien. Ayer la visité cuando estaba el médico. Tiene algo de fiebre; poco: treinta y siete y medio. Ah, pero se comió delante de mí una porrusalda y una tortilla francesa.

—¿Y por qué no me ha escrito unas líneas, como le pedí?

—Ya sabes que, estando en cama y con fiebre, no se tiene humor.

—Dígame la verdad, dígame que mi mujer está muerta.

—¿Qué dices, Antonio? Vamos, calla, que la fiebre te hace delirar. Marta se encuentra mucho mejor que tú.

El cura me mira y me sonríe. La vecina también me sonríe. Esta noche duermo más tranquilo.

Al otro día, dos nuevas vecinas. Sé que son vecinas porque ellas me lo dicen. Son de otro portal. Las noto nerviosas y asustadas. Hablan antes de que yo les pregunte.

—Hemos pasado toda la noche en jaque con Marta. Está muy grave, Antonio.

—¿Y ahora me lo dicen? ¿Por qué me han estado mintiendo entre todos?

—Hoy, a las tres de la madrugada, la hemos ingresado.

—¿En dónde la han ingresado?

—Aquí mismo, en Cruces. Está en reanimación, metida en el pulmón de acero.

—¿Qué tiene? ¡Díganme qué es lo que tiene!

—No lo sabemos. Los médicos no lo saben.

—¿En qué parte está?

—En la sexta planta.

La mía es la cuarta. Me arranco el suero y salto de la cama y echo a correr por los pasillos, en pijama y descalzo. Me cruzo con caras que me miran asustados. Ya arriba, una enfermera me corta el paso ante una puerta.

—¿Adónde va usted?

—Me han dicho que mi mujer está aquí.

—¿Cómo se llama ella?

—Marta Fernández. ¿Cómo está?

—Nada bien. Espere un momento, que llamaré a la doctora.

Viene la doctora.

—¿Es usted el marido? Pues ella está bastante mal. Y todavía no sabemos lo que tiene. Pero usted también está grave. Vuelva a su cama o al menos póngase alguna ropa.

Bajo, me pongo una chaqueta y zapatillas, y subo. Llamo a la misma puerta y ahora salen un médico joven y otra enfermera.

—¿Qué tal está mi mujer?

—¿Quién es su mujer?

—Marta Fernández.

—Ya está algo mejor —dice la enfermera.

El médico joven mueve la cabeza.

—Esta es la que está bien. Su mujer está para morirse de un momento a otro.

—¿Qué dice usted?

—Lo que oye, señor. Su mujer acaba de ingresar con todo el pulmón derecho en una llaga viva. Y cuando hemos intentado meterle las gomas por la garganta para ayudarle a respirar, se nos han salido por la clavícula.

—¿Y no puedo entrar a verla?

—Eso lo tiene que decir la doctora.

Sale la doctora.

—Yo quiero ver a mi mujer. ¡Quiero verla!

—Sígame usted.

Me lleva a un pasillo encristalado. Allí veo a Marta, desnuda, sólo tapada con un pañito y con unos pinchos en la cabeza, nalgas y pies. Pego la cabeza al cristal a ver si ella me ve. «Marta, Marta, ¿qué te han hecho, cómo has llegado a esto?». Por fin, vuelve la cabeza y me ve. ¡Sí, me ha visto! ¡También estoy seguro de que ha sonreído! «¡Marta, Marta, estoy a tu lado y no permitiré que te pase nada!». Su cabeza vuelve a la posición de antes. Noto claramente lo mal que respira la pobre, cómo se ahoga. «¡Marta, Marta, Marta…!».

Oigo a la doctora:

—No tenemos esperanzas de salvarla, señor. Si la hubieran traído sólo veinticuatro horas antes…

Nos miramos.

—Vaya a avisar a las familias.

—Todas viven fuera, lejos.

—Pues póngales conferencias. Si no tienen teléfonos, pase el aviso a los puestos más próximos de la Guardia Civil y que ellos les lleven el recado.

—Gracias.

Miro a Marta por última vez.

Al regresar a mi habitación, después de haber puesto las conferencias, las vecinas que me esperan me dicen que mis hijos también están enfermos y graves.

—¿Qué dicen ustedes? ¿Quién me quiere matar a toda la familia? ¿Quién me está castigando así?

No sé ni cómo me visto. A los padres de Marta les he mandado aviso a través del puesto de Barco de Valdeorras, y a madre, a través de la comandancia de León, para que estos avisen al cuartel de Truchas y estos a La Baña. De mis ojos no se quita el cuerpo desnudo y casi muerto de la pobre Marta, ni el recuerdo de mis hijos, solos en casa, también enfermos graves, me dicen. ¿Qué ocurre aquí? Las vecinas intentan tranquilizarme.

—¡Llamen a un taxi!

Antonio Javier tiene nueve años, Agustín, ocho, y María del Carmen, seis. La niña y el chico están en cama, con las sábanas y almohadas llenas de sangre. Nadie les atiende, están solos en casa. ¿Y el mayor? ¿Es que también ha muerto? Abrazo y beso a María del Carmen y a Agustín, y este me pide agua. Se la doy y bebe con ansia.

—¿Qué os pasa, hijos?

—Las vecinas dicen que estamos enfermos —dice Agustín.

—¿Y esta sangre?

—Nos sale.

—¿Y qué ha sido de Antonio Javier?

—Está en casa de la vecina.

—¿Vivo o muerto?

—Él no sangra.

En esto que llegan las vecinas.

—Hemos oído voces…

—¿Qué pasa en mi casa? ¿Cómo nadie cuida de mis hijos, que se están muriendo?

—Los habíamos dejado sólo un momento.

Llega corriendo Antonio Javier y lo abrazo. Está bien: no sangra.

—¿Han llamado al médico?

—Claro que hemos llamado al médico, y ha venido tres o cuatro veces —dicen las vecinas.

—¿Y qué dice?

—Que no es nada.

—¿Cómo que no es nada si los niños tienen toda la cama llena de sangre?

—Pues el médico dice que no es de cuidado, que no es más que una bronquitis.

—¡Por una bronquitis no se sangra así! ¡Tenía que haberlos internado!

—Todo ha venido de ti, Antonio.

—¿Qué dices?

—Sí, que tú le pasaste el mal a Marta y ella a vuestros hijos. Ha sido un contagio.

—¡No, no, no!

—Te llaman al teléfono. Es de Cruces.

Hay teléfono en el piso de enfrente y la vecina está esperando en la puerta a que yo la siga. Del otro lado del hilo me llega la voz de la enfermera.

—¿Cómo ha encontrado a sus hijos?

—Mal, casi muriéndose. ¿Y mi mujer?

—Ya ha muerto.

—Ha muerto.

—Escuche: ahora lo que tiene que hacer es traer enseguida a los pequeños.

Oigo los gritos de mi hijo:

—¡Papá! ¿Se va a morir mamá? ¿Se va a morir mamá?

Se ha dado cuenta de lo que pasa. Los cojo a los tres en un solo abrazo.

—Mamá ya ha muerto.

Las vecinas me ayudan a vestirlos. Lloran y se les caen los brazos.

¿Será verdad que llevo la maldición en la sangre?

Un taxi nos lleva a Cruces y subo a mis hijos a que vean a su madre muerta. La miran con sus caritas blancas y asustadas.

—Está como dormida. Ya ha dejado de sufrir —les digo.

Sus manitas se agarran a mis ropas, pero no lloran. Están demasiado asustados viendo así a su madre y viéndose en este lugar tan grande y entre tanta gente. Luego, la enfermera se lleva a los dos pequeños a reconocerlos, y Antonio Javier y yo regresamos a casa, una casa vacía, que ha sido arreglada un poco por las vecinas. Antonio Javier no cesa de mirarme, como si quisiera saber hasta dónde llega mi dolor, para hacer él lo mismo que yo haga. Sólo habla cuando yo le hablo: es que tampoco se atreve a decirme su pensamiento. Resulta que es la primera vez que ve una muerte en la familia y no sabe cómo comportarse. Yo mismo le hago una tortilla francesa y le caliento leche. Nos acostamos en la misma cama, abrazados. Y entonces, sí, entonces rompe a llorar sin remedio, y yo con él.

Al día siguiente dejo al hijo con las vecinas y voy a Cruces. Creo que si me encontrara con que han muerto Agustín y María del Carmen, lo tomaría como cosa natural.

—No tienen nada. Les hemos sometido a todas las pruebas y se encuentran perfectamente. Puede llevárselos a casa —me dice la enfermera.

¡Qué caritas más tristes tienen Agustín y María del Carmen! Se agarran a mis ropas y los beso. El cura de Cruces me da el pésame y me dice que llame a la Casa de Misericordia para lo del entierro. Llamo a esta funeraria. ¡Qué bárbaros! ¡Ocho mil novecientas pesetas! Pero ¿qué importa ya todo? Además, como quiero llevar el cuerpo de Marta a enterrar al cementerio de San Miguel de Basauri y no al de Derio, como le corresponde, pues me cobran diez mil pesetas más.

Han viajado para el entierro el padre de Marta, un hermano y el hijo que dejó, que ya tiene trece años. Hablamos poco. ¿Qué vamos a decir? También llega madre. La abrazo y lloro con la cara contra su pelo. La veo asustada, mirando a todas partes, sintiéndose perdida en esta gran ciudad y en esta casa nueva. Es sólo una figurita pequeña y negra, con unos ojillos que no parecen entender lo que está ocurriendo. Pero madre ha venido y yo se lo agradezco en el alma.

Se celebra en la iglesia de Basauri un funeral de cuerpo presente. Después, en cinco taxis, al camposanto de San Miguel de Basauri. Los coches van llenos, porque también han venido unos parientes lejanos de Marta que viven en Santuchu.

«¡Adiós, Marta, mi querida mujercita Marta!».

Los niños también le dicen adiós con unos ojitos llenos de lágrimas.

Quiero ver al médico. Le digo al cura si me acompaña y vamos los dos a su consulta, Al verme, el médico no sabe si ponerse serio o no.

—¿Sabes que ha fallecido la esposa de este señor? —le dice el cura.

—Sí, sí, ya me lo han comunicado. Y no lo entiendo, porque no tenía fiebre. Hablé con ella varias veces y no le aprecié gravedad.

—Pues cuando llegó a Cruces se moría —digo.

El médico se encoge de hombros y mira al cura.

—Vamos, Antonio —dice el cura. Me dejo llevar hasta la calle.

Los niños me dicen que su madre estuvo muchos días en cama mientras a mí me tenían en Cruces; que sangraba, que no probaba bocado y que cuando ponía un pie en el suelo, se caía.

La vecina de enfrente llama a la puerta para darme un papel.

—Marta lo escribió para ti, Antonio.

Se lo arranco de las manos y lo leo:

«Antonio, estoy muy mala. Tal vez no nos veamos más. Si es así, que nos encontremos en el cielo. Yo me siento morir por momentos, pero el médico dice que sólo tengo bronquitis. Me estoy muriendo, Antonio. Dile a nuestra hija Carmina que no te olvide nunca ni te abandone, como yo tampoco lo hice. Esto es para el hombre que me enseñó a amar y a querer».

—¿Por qué la dejaron morirse? —pregunto a la vecina.

—¿Qué íbamos a hacer? El médico decía…

—¡El médico, el médico! ¡Él mató a mi Marta!

Se marchan el padre, el hermano y el hijo de Marta. Al despedirse me miran como si yo fuera el culpable del desastre.

Madre se queda tres días más. Limpia la casa y hace la comida. Pero no sabe guisar. ¿Cómo va a saber si en el pueblo nunca ha podido hacerlo? Madre sólo sabe cocer berzas. Los niños tuercen el morro ante los platos que les saca.

Le digo a madre que si quiere quedarse a vivir con nosotros, y me dice que no.

No aguanto más y voy otra vez donde el médico.

—He sabido que usted asesinó a Marta.

—Bueno, bueno, no me diga esas cosas.

—Se las digo: usted es un asesino. Dejó que ella se muriera sin hacer nada. Cualquiera pudo ver que estaba muy enferma, menos usted. ¡Se le murió a usted entre las manos!

Quiere hablar, pero le corto.

—Y escuche bien lo que le digo: ¡márchese dónde yo no lo vea, porque si lo sigo viendo por aquí, lo mato! Hoy me puedo contener, pero si me da por pensar y pensar, cualquier día me saltan los nervios y le vuelo a usted la tapa de los sesos. Márchese de Vizcaya, pues ya que ha destrozado mi vida de una forma, no me la destroce de otra.

—Yo no tengo por qué marcharme de aquí. Si los médicos tuviéramos que huir siempre que se nos muere un paciente…

—¡Una cosa es que se muera y otra que lo maten! ¡Y usted mató a Marta! Si no se larga, cualquier día vengo a por usted. ¡No lo olvide!

Madre coge su envoltorio de ropa y me dice adiós.

—Mi sitio está en el pueblo, Antonio. No me hago a vivir aquí.

—Pero la necesitamos, madre. ¿Cómo me voy a arreglar sin una mujer en casa?

—Soy ya muy vieja para cambiar de costumbres, muy vieja para hacerme cargo de tus tres hijos.

—¿Se marcharía también si yo fuera Mario y estos tres niños fueran de Mario?

Me mira y no sabe qué decirme. ¡Pobre madre!

—Ande, ande, vaya y métase en aquel maldito pueblo, que esta familia de huérfanos ya se las arreglará para salir adelante.

Besa a sus nietos, me abraza a mí y se va. Luego pienso en que a lo mejor no la veo más, en las palabras que siempre se me quedan en la boca y ella no oye. ¿Por qué se iba a romper hoy la mala costumbre? ¿Hoy, precisamente, con Marta recién enterrada y yo no pudiendo pensar más que en ella? Adiós, madre, y le dice a Mario que se case y que le vaya bien con los corderos.

Abro la puerta de casa y es un municipal.

—¿Antonio Bayo?

—Sí.

—Tiene usted que pasar por el cuartelillo.

—¿A qué?

—Allí se lo dirán.

Bueno, y en cuanto entro en el cuartelillo, el jefe de los guardias me grita:

—¿A usted nunca le han partido la boca?

—Sí, me la han partido mil veces, ¿qué pasa?

—¿Por qué dice usted que el médico mató a su mujer, cuando nos hemos informado de que fue muy bien atendida?

—¿Cómo lo sabe usted? ¿Es que la atendió?

—Hemos preguntado a los vecinos.

—Pues los vecinos saben que eso no es verdad. Ojalá sea usted tan bien atendido a la hora de su muerte como lo fue ella.

—En cualquier caso, usted no puede amenazar a nadie de muerte. Ese médico ha presentado la denuncia correspondiente y a usted se le puede caer el pelo.

—¡Él mató a mi mujer y yo lo mataré a él!

—¡Metan a este hombre en el calabozo!

—Ya estoy acostumbrado a los calabozos. ¿Qué me mete usted? ¡Pues ya me sacará!

El jefe lanza un bufido y sale del cuarto, y entonces se me acerca un cabo, al que conozco de tomar con él algún vino en los bares de Basauri.

—Cálmate, Antonio, que tu problema ya no tiene remedio. No te empeñes en buscarle tres pies al gato. Retírate a tu casa y olvida a ese médico.

—¡No lo puedo olvidar! A veces, creo que lo puedo olvidar, pero luego resulta que no. ¡Y si la autoridad, encima, me lo recuerda! Es un cabrón y sólo le dije la verdad. Y un día lo mataré.

—Vamos, hombre, vamos, no te pongas así. Hale, vete a casa y a ver si te tranquilizas.

He vuelto al trabajo. ¿Cómo arreglar lo de mis hijos? De noche, han de quedarse solos en casa y es peligroso para ellos, y además me confiesan que tienen mucho miedo. De día, yo no puedo atenderles, porque he de dormir. No sé qué hacer.

Hoy he pasado por Gran Vía, 62, a darme de baja del médico que mató a mi mujer. Lo he pensado mejor: le dejaré vivir. Mis hijos me necesitan y ellos son lo primero. El haberme dado de baja indica que es cierto que lo quiero olvidar.

El timbre. Es el cura.

—Antonio, vengo a hablar contigo muy seriamente. Me han dicho los municipales que has amenazado de muerte al médico.

—Mire usted, haga el favor de no hablarme de ello, porque usted es tan mentiroso y tan culpable como ese médico. Usted, que es un ministro de Dios, es un gran embustero. Usted me mintió aquel día en Cruces y yo me tranquilicé y no hice nada por mi mujer. Usted me dijo, que ella había comido porrusalda y tortilla francesa, y después he sabido que no comió nada ni había comido en los días anteriores. ¡Si usted no me hubiera mentido entonces Marta no estaría ahora muerta!

—Escucha, Antonio: fue deseo de ella que yo te dijera eso. Tú también estabas enfermo y había que mirar por tu tranquilidad.

—Mi enfermedad se curó en cuanto salté de la cama… ¿Es que usted no tenía ojos para ver cómo se encontraban mi mujer y mis hijos? ¡Debió cogerlos a todos y llevárselos a Cruces, dónde yo estaba! Poco faltó para que también se me murieran mis hijos. ¿Sabe usted lo que me dijo la doctora? Pues me dijo: «Si hubieran traído a su mujer veinticuatro horas antes…». ¿Lo oye usted? ¡Mi mujer pudo salvarse! Que las ignorantes vecinas no vieran su gravedad, pero usted, un hombre de estudios…

—Siento en el alma lo ocurrido, Antonio. Sé por lo que estás pasando. Pide fortaleza al Señor.

—Déjese de palabras.

—Te aseguro que tu mujer fue bien atendida.

—Sí, cuando la enterraron.

—El dolor te ha abrumado y es natural. Ahora debemos pensar sólo en tus hijos. Tú no los puedes atender por culpa de tu trabajo de guarda. ¿Me das permiso para que inicie las gestiones a fin de internarlos en la Misericordia? De modo provisional, claro, hasta que soluciones tu vida.

—Haga usted lo que quiera.

Mi mujer murió el 6 de mayo y el 7 de junio los dos niños ingresan en la Santa Casa de Misericordia. No Carmina, que tiene seis años y medio, y sólo admiten a partir de los siete.

Yo he pedido la baja a los médicos de Cruces y me la han dado por seis meses, y así puedo quedarme en casa con la niña. Los domingos vamos a ver a sus hermanos. Me da mucha pena verlos tan apagados y silenciosos, con caritas pálidas de muerto, pidiéndome con los ojos que los saque de allí y formando con los demás niños recogidos en esta casa un ejército triste de figuritas todas vestidas iguales con blusitas raquíticas. Carmencita y yo los sacamos a las nueve de la mañana de los domingos, vamos a casa, yo cocino con ayuda de la niña y, después de pasar un buen día, los devolvemos a la Misericordia a las seis de la tarde.

Me resulta de gran consuelo la compañía de Carmina. Lo terrible es que se acaban los seis meses de mi baja y he de empezar a trabajar. ¿Y cómo dejar a una niña de seis años sola toda la noche en casa? Interviene una asistenta social y me la mete interna en un colegio de monjas de Larrondo llamado del Amor Misericordioso.

—Aquí la niña estará muy bien y contenta —me dicen las monjas.

Miro a Carmina y sé que no estará muy bien. La abrazo y me abraza.

—Vendré a verte siempre que pueda —le digo.

Y allí la dejo a la pobre con cara de espanto.

Pago en la Diputación diez pesetas diarias por cada uno, que es el diez por ciento; el Ayuntamiento de Basauri paga el cincuenta por ciento y la propia Diputación el cuarenta. Bueno.

Sigo trabajando de guarda en las obras y viviendo sólo para los domingos, en que recojo por unas horas a mis tres hijos y pasamos el día en casa y les gusta mucho lo que yo les guiso. También los días de labor me acerco a la Misericordia; no puedo sacar a Antonio Javier y a Agustín, pero sí verlos de lejos por encima de la tapia cuando juegan en el patio. Les hago señas y ellos me responden igual, a escondidas de los guardianes. ¿Por qué los llamo guardianes, como si los niños estuvieran en un penal? Y no me contento con verlos por encima de la tapia, sino que paso el día en unos jardines próximos sólo por tener la sensación de estar cerca de ellos, generalmente sin comer o comiendo algún bocadillo, y acercándome a la tapia de vez en cuando por si los veo.

También voy entre semana a Larrondo y llamo a la puerta y la monja me pone mala cara.

—Ya le hemos dicho a usted que resulta negativo sacar a la niña con frecuencia, pues así no acaba de hacerse a estar en nuestro colegio.

Y no me la dejan ver. Pero yo doy la vuelta al edificio y la veo en clase a través de los cristales. Le hago un gesto con la mano y a ella se le agrandan los ojos y me responde con otra seña. Si la monja la sorprende, la sienta de un empujón.

Ahora me ha tocado estar de guarda en una obra del barrio de Recaldeberri. Estoy sin mujer para mis hijos y sin mujer para mí. De vez en cuando dejo pasar a una puta de la zona y, de madrugada, lo hacemos entre los tablones. Me cobra quinientas pesetas. Así resuelvo a medias mi problema, pero no el de mis hijos.

Tengo la casa tan sucia que me avergüenza lo que estará pensando Marta de mí desde el cielo, y un día voy a la sección de anuncios de la radio a que digan que hombre solo necesita mujer para un par de horas de limpieza. Y me vienen a docenas. Me quedo con la primera que ha llamado a la puerta, una mujer alta, fea y tripuda, de unos cuarenta años y que vive en Echévarri. Viene a hacer el trabajo por la tarde, y a la semana ya me la meto en la cama. Al cabo de unos días me empiezo a preguntar si me ha dicho que sí porque le gusto, porque espera sacar más dinero o porque no quiere trabajar, pues llega, se desnuda, se acuesta a mi lado y no hay quien la saque de la cama, y la limpieza y los guisos se van al carajo.

La despido cuando me viene otra mujer, guapetona, también de unos cuarenta años, que vive separada del marido, según me dice. «Cobro doscientas pesetas por dos horas al día», me dice. Me gusta la hembra y me la quedo. El primer día hace lo que ha venido a hacer: limpiar. Pero la cosa se lía a partir del segundo: le doy un pase de tanteo, ella lo acepta y mi piso de trescientas noventa y cinco mil pesetas de Basauri tiembla como con un terremoto con todas las burradas que hacemos. Cuando me acuerdo de Marta, levanto los ojos al cielo y le digo: «Es la vida, mujer». Se llama Pepa, vive en Ocharcoaga y resulta que tiene una prole de hijos, unos pequeños y otros mayores; los mayores son tres o cuatro, entre dieciséis y veinte —uno es chica— y ninguno da ni golpe. Según pasa el tiempo, me doy cuenta de que lo que busca Pepa es traerse a toda la recua a mi casa, ¡a vivir a costa del Ruso! Y un día me lo propone claramente.

—Viviríamos muy bien todos juntos, Antonio, nosotros dos con tus hijos y los míos. Y tú podrías sacar a los tuyos de donde los tienes metidos.

Como lo tengo bien pensado desde hace tiempo, le suelto enseguida el no. Entonces la Pepa me dice que sólo vendría con sus tres pequeños. También le digo que no. Aunque luego lo pienso y digo:

—De acuerdo, pero si traes para mí a tu hija de diecisiete años.

Me llama cabrón y se caga en mi puta madre. Allí terminamos. Me hace una escena, me dice que me he aprovechado de ella por la cara, y parece que esto le duele de verdad, porque una de las últimas cosas que me dice es que «sólo mi marido y tú me habéis puesto los pantalones encima». Le cierro la puerta y me preparo un bocadillo para marchar a la obra.

De este modo, poco más o menos, pasan varias mujeres más. Van a limpiar y acabo con ellas en la cama. Pero ninguna me engancha en serio. La tentación es grande: una mujer siempre a mano para limpiar, cocinar y la cama, y, sobre todo, el poder traer a mis hijos a vivir conmigo. Pero, no. Siempre hay algo que me avisa que así no lo debo hacer, y creo que ocurre cuando las comparo con la pobre Marta. A mí, me valdría cualquier mujer, el Ruso es poco exigente. Pero mis hijos necesitan una mujer, que se parezca aunque sólo sea un poco a Marta. ¿Qué se puede esperar, por ejemplo, de esta que aparece un día en la puerta, la hago pasar, le pregunto la edad que tiene, me dice que cuarenta y tres, yo le digo que no tiene menos de cincuenta y cinco y entonces ella se levanta las faldas hasta arriba para enseñarme sus piernas y dice: «La edad de una mujer se lee sólo en sus piernas, y las mías, como usted puede ver, son las de una joven de treinta años»?

Hasta la dueña del bar de Recaldeberri donde tomo algún vino se da cuenta de que necesito una mujer. Ella es morena, muy guapa, pero no, no me ofrece su persona, porque está casada, sino que me habla de una hermana suya de La Coruña, viuda y con un hijo pequeño.

—Es una buena chica, Antonio, y os arreglaréis bien.

—Pues que me mande la foto.

—Escríbela, a ver qué le parece a ella.

Me da la dirección y la escribo incluyéndole una foto mía que me saco en un buen fotógrafo, a ver si le parezco guapo a la gallega, que se llama Enriqueta.

Al cabo de un mes, todavía no he recibido respuesta. Vigilo todos los días el paso del cartero, pero nada. Entonces le pido a la hermana que me dé el teléfono de Enriqueta, y no me da el de ella sino el de otra hermana que vive también en La Coruña. Le pongo conferencia.

—Soy Antonio Bayo. ¿Le ha hablado Enriqueta de mí?

—Sí.

—¿Y por qué no me escribe?

—Lo está pensando.

Recibo carta de Enriqueta cuatro días después. Sólo carta, no foto. ¿Qué es una carta sin foto para un asunto como este? Pero menos es nada, y corro con ella al bar de la hermana.

—Oye, Enriqueta no será un callo, ¿verdad?

—No, no es un callo, que es guapa y buena moza.

—Pues a ver cuándo lo compruebo.

Llevamos cuatro meses de carteo, aunque por cada carta de Enriqueta van ocho mías. Parece una chica seria y algo tímida. Parece de buen carácter y cariñosa. Parece, parece… ¡Lo que yo quiero es saber qué pinta tiene en una foto! En todas mis cartas le pido lo mismo…

Y, ¡por fin!, me la manda. De medio cuerpo. En colores. Enriqueta es rubia, de cara guapa y redonda, y muy bien puesta. Durante una semana no hago más que mirar su foto. Bueno, ¿y a qué espero? ¡Tengo que ir a su lado a realizar la última prueba! Mañana sacaré el billete de tren. ¡No, el tren corre poco! ¡Irás en avión, Ruso! Pues vamos allá. Nunca he subido a un avión, pero, pensando en Enriqueta, ni me entero de que voy por el aire. Aunque me vienen a la memoria aquellos aviones de Franco que en mi niñez pasaron por el cielo de La Baña y tanto nos asustaron.

Estoy en la calle donde vive Enriqueta, en un bar, esperando que pase. Un taxi me ha traído a La Coruña desde Santiago de Compostela. ¿Estará ya en casa? Esperaré un poco más y si no aparece subo al piso. ¡Ahí llega! No puede ser otra. ¡Buena mujer, sí, señor! Voy tras ella y la alcanzo en su portal.

—¡Aquí me tienes!

Se asusta, pero enseguida me reconoce.

—Eres Antonio.

—Claro. ¿Quién iba a ser?

—¿Cómo has venido sin avisarme?

—Porque a los hombres nos gusta correr más que a vosotras.

—¿Qué pensarán los vecinos si nos ven hablando en el portal?

—¡Mientras no hagamos más que hablar!

—No sé, Antonio, no sé…

—Pues tiene fácil remedio: subamos a tu piso.

Sonríe y subimos. Es el cuarto. El hijo de Enriqueta tiene ocho años. La madre dice que soy un amigo, el amigo de las cartas.

—Ah —dice el chico, sin dejar de mirarme.

Yo no le quito ojo a Enriqueta, que ya anda trajinando en la cocina. Cenamos los tres amigablemente. ¡Qué bien cocina Enriqueta! Siento como si la conociera hace un montón de años. Me lo dice antes de que yo toque el tema:

—Dormirás en casa de una vecina.

¿Para esto he venido yo desde Bilbao? Pero creo que tiene razón Enriqueta: la pobre está tan nerviosa que hoy no lo podría hacer. Piensa, Ruso: ¿cómo se te va a entregar una mujer tan seria como ella a los pocos minutos de conocerte? De modo que dejo que me lleve a dormir a casa de una vecina, a la que explica que está en relaciones conmigo.

A la mañana siguiente, temprano, ya estoy de nuevo en casa de Enriqueta. Trabaja en una mercería, pero ha pedido permiso para no ir, de manera que pasamos el día juntos, en casa, comiendo y cenando lo que ella prepara tan bien, y hablando, hablando mucho. Hablamos tanto que, al llegar la noche, ya nos conocemos tan a fondo que nos acostamos en la gran cama de matrimonio como la cosa más natural. ¡Enriqueta, Enriqueta, eres la mujer que yo andaba buscando!

Enriqueta viaja a Bilbao a finales de julio de 1974 y yo voy a esperarla a la estación. La veo tan contenta como yo de encontramos otra vez. Nos besamos. ¡Vamos a repetir en mi casa los tres estupendos días que pasamos en su piso de La Coruña! Le gusta mi casa, es decir, la casa en la que pronto vivirá. ¡Y qué banquete me prepara! Chuletas de cerdo, lomo frito, queso gallego, flan y fruta. Después, la cojo y a la cama.

Al día siguiente vamos a visitar a mis hijos. Primero, a Larrondo, de donde me dejan sacar a Carmina, y, ya con ella, nos presentamos en la Misericordia. Sentados en un banco del jardín, la nueva familia pasa una hora junta.

—Esta será vuestra nueva madre —les digo a mis hijos—. Gracias a ella os podré llevar a casa.

—¿Y vas a tardar mucho en ser nuestra madre? —preguntan los tres.

Hago un último viaje a La Coruña, en agosto, y estoy con Enriqueta cinco días, al término de los cuales regreso con ella y con su hijo a Bilbao, con una nevera, una lavadora, dos camas y algunos trastos más. El resto de lo que ella tenía en el piso, lo ha vendido.

Saco a mis tres hijos del colegio de monjas y de la Misericordia, y empieza la nueva vida. Soy feliz. Tengo otra vez a mis hijos conmigo; tengo una buena mujer con un hijo al que pronto me encuentro queriéndole como a uno propio; tengo una casa y tengo trabajo. ¡Ruso, a ver si de esta tienes suerte!

Carmina me confiesa que las monjas del colegio le ponían esparadrapo en la boca para no oírla llorar por las noches. ¡Cabronas! ¡Algo me decía que había que sacarla pronto de allí!

Entra un guardia en el bar de Basauri. ¡Pero si es uno de los que me dieron tormento durante aquellos cuatro terribles días en el cuartel de La Baña! ¿Qué hago? ¿Le hablo? ¡Adelante, Ruso, que hoy ya no debes tenerle miedo! Me llego hasta él. Vuelve la cabeza. Tarda en reconocerme.

—¡Ruso! ¿Qué haces tú aquí?

—Pues ya ve usted.

—¡Creí que ya habías muerto!

—No, no me he muerto, pero no será porque ustedes no hicieron lo posible.

—Bueno, pues me alegro de verte vivo. ¿Y se puede saber a qué te dedicas ahora?

—Trabajo.

—¿En serio?

—Trabajo y tengo un piso propio y una familia y aquí todos me respetan. Puede preguntar a cualquiera de los que están aquí, que me conocen.

El bar está lleno de gente y todos han empezado a interesarse por nuestra conversación. A nuestro alrededor se hace el silencio.

—¿Sabe usted hasta dónde he tenido que venir para ser tratado como un ser humano? ¡Hasta la tierra de los de la ETA!

—Como sigas hablando así te llevo conmigo al cuartel.

Pero yo estoy embalado.

—¿Recuerda todas las barbaridades que me hicieron ustedes aquella vez? ¿Recuerda cómo me tuvieron cuatro días con sus noches a vergajazo limpio, metiéndome alfileres en las uñas y luego aplastándomelas a culatazos contra la mesa?, ¿ve usted cómo desde entonces me quedé sin uñas?, ¿colgándome por el cuello del techo una y otra vez, hasta que me ahogaba, y me bajaban justo antes de quedar muerto?, ¿incendiándome la espalda con gasolina, poniéndome un cascabel al cuello y obligándome a bailar mientras me llamaban «Gilda» y se reían de mí…? ¿Se acuerda usted de aquello?

El guardia no sabe qué decir. Está avergonzado porque toda la taberna le está mirando.

—Eras un delincuente de lo peor, Ruso, y a veces a los delincuentes hay que tratarlos de modo desacostumbrado. Sin embargo, exageras en lo que has dicho. Y es posible que también mientas en lo referente a tu actual posición. Mañana te espero en el cuartel para comprobarlo.

—Mire, si usted quiere verme, yo soy el que le espero en mi casa.

Y saco la cartera y le doy una de las tarjetas que me he hecho últimamente, en las que pone mi nombre, mi dirección, mi teléfono y mi profesión: GUARDA.

El guardia la coge, la lee y el asombro le deja de piedra. ¡A ver si se convence de que ya no está tratando con aquel pobre Ruso de La Baña!

—Como no sea verdad lo que me has dicho, verás qué paquete te cae encima.

Es lo único que puede decir antes de marchar bajo las miradas silenciosas de todos los presentes.

El 30 de abril de 1975, Enriqueta me pare gemelos en una clínica de Portugalete. De golpe, la familia ha crecido de seis a ocho bocas.

—Oye, Enriqueta, ¿no te parece que vamos a tener que dejar de follar?