Aprendizaje
En el pueblo la nieve alcanza tres palmos. Los ganados no salen de las cuadras y no hay trabajo en los campos y madre no tiene adonde ir para traer algo a casa. A los guardias les basta seguir las pisadas en la nieve para agarrar a los pescadores de truchas. Ya no puedo pasar por las rejas de la ventana de Bonifacio. Sólo Mario ha comido en los tres últimos días. Ahora ni siquiera trae un cacho de pan, porque le dice Gabino que la cosecha de centeno ha sido mala y no se lo puede dar. Madre y yo apenas salimos del cajón de las pajas, por no vivir en el frío de una casa sin fuego y por ver si podemos dormir y dormir para olvidarnos del hambre. Madre no tiene más que huesos bajo la ropa. Pero hay tantos piojos como con el calor.
Madre me lleva de la mano por la nieve. Voy descalzo y mi piel está morada. El muro de la casa de don Matías no me parece el mismo. Todas las cosas me dan vueltas delante de los ojos.
—¿Qué desea usted?
Estamos ante Florencia, la sobrina del cura. Es alta, tiene el pelo rojo y sus brazos arremangados son gordos y tienen frío.
—Quiero hablar con don Matías —dice madre.
—Está en la siesta.
—Esperaré.
—¿Para qué quiere hablar con él?
Madre me pone delante de Florencia y clava sus dedos en mis hombros.
—¿Para qué cree usted que le quiero hablar? —dice.
Nos pasa a un cuarto con una mesa en el centro, sillas, dos muebles con platos y fuentes y cuadros de iglesia en las paredes.
—Acérquense a la estufa a calentarse —dice la sobrina de don Matías al salir.
Hay encendida una estufa de leña. Madre y yo esperamos de pie junto a ella. Entra don Matías y me escondo detrás de madre.
—Hola, Basilia. ¿A quién tienes ahí detrás?
Madre me saca.
—Buena pieza tienes por hijo —dice don Matías—. Vigílale mejor para que no se desvíe del camino del bien. Será carne de infierno como no cambie. Ha sacado la mala raza de su padre.
—Usted no le conoció.
—Me basta con saber que abandonó a una mujer con dos hijos.
—Yo le abandoné a él para venir a La Baña a cuidar de mi padre.
—Pero traerías alguna promesa suya.
—Sí, pero nadie que no esté loco viene a este pueblo. Yo le abandoné. Él no tiene por qué pudrirse conmigo.
—Basilia, no empeores el concepto que tengo de ti, aunque sabes que siempre te perdono en el confesionario. ¿Qué tienes que hacer de puta para dar de comer a tu prole? ¿Y qué? ¡Así es la vida, mujer! Siempre ha habido putas en el mundo. Dios reparte la suerte y los bienes en esta tierra y todos debemos conformarnos. Pero si Dios te perdona en el confesionario, yo no te perdono en este comedor. Con un poco más de resignación no necesitarías ser puta. Dios no mata de hambre a personas, sino sólo a pueblos enteros, cuando les envía una plaga por sus pecados. Sí, Basilia, eres una mujer pecadora, porque en la vida siempre se encuentran agarraderos antes de meterse puta. Cualquier día te cierro el confesionario para que te condenes con tu hijo. ¿Sabes cuál es tu mayor pecado, por encima del de puta? ¡Este hijo tuyo! A fin de cuentas, el ser puta sólo es malo para ti, pero este vándalo profana los sacramentos del Señor y roba la fruta de sus ministros, y pesca truchas en tiempo de veda, y quién sabe cuántas tropelías más cometerá diariamente. ¡Y sólo tiene nueve años! Sí, Basilia, hay más salidas que la de puta. Por ejemplo, hoy te ha tocado Dios y vienes a mí por una limosna. Hoy comeréis comida limpia de pecado. Diré a Florencia que te prepare un paquete de patatas.
—Pero no voy a estar pidiendo todos los días a la gente.
—¡Ya salió el orgullo! Otro pecado. Cuando hay necesidad, se debe pedir. Jesucristo alabó la limosna. Medio mundo ha de ayudar al otro medio. Ven conmigo, hija, para que te convenzas de que da más el que recibe y así quitarte el orgullo. Este vándalo que nos espere aquí.
Salen y me dejan solo. Pego la ropa a las paredes de la estufa para secarla. Luego tengo sueño y me siento en el suelo. Algo me despierta de golpe. La estufa me ha quemado el hombro. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Me aburro. Me levanto y abro la puerta. Allí están los dos, en un rincón. Madre está con la espalda en la pared y las faldas levantadas hasta la cintura, enseñando sus piernas blancas. El hombre que la tiene agarrada es don Matías, sin su ropa negra, que está en el suelo. Nunca había visto al cura en pantalones, aunque los pantalones se le han caído a los pies. Ahora veo que don Matías le está mordiendo el cuello y doy unos pasos.
—¡Madre! —grito.
Don Matías se aparta de ella y viene hacia mí con la cara roja y sin aliento, pero el pantalón le hace caer de rodillas, y se pone en pie y se lo sube, y ahora está su bulto sobre mí y oigo que me llama «¡cabrón!» y siento su puño cerrado contra mi oreja y yo no quiero moverme y recibo todos sus golpes hasta que madre me coge y me lleva.
Las únicas berzas que quedan en el pueblo son las de Romualdín, porque como vive solo tarda en comérselas. Todas las mañanas se le oye decir que aquella noche le han robado otra berza, y algunas veces no he sido yo. Medio pueblo anda tras las berzas de Romualdín.
El cepo de garduñas me fija toda la noche sobre la nieve, en medio de las berzas. Sus dientes me han cosido la pierna y la sangre forma pronto un manto helado sobre la piel. Romualdín llega con las primeras luces. Antes de abrir el cepo me da una sarta de hostias.
—¡Por fin he atrapado al hijo puta! —dice.
Me suelta cuando me ve tumbado sobre la nieve. Yo llevaba mucho tiempo sin sentir dolor, pero cuando Romualdín saca los hierros de mi carne, me desmayo. Al abrir los ojos tengo a Romualdín frotándome la frente con nieve.
—Vete a casa y di a tu madre que no venga más pidiéndome trabajo.
Me caigo al dar los primeros pasos. Voy dejando un hilo de sangre sobre la nieve.
—Espera —dice Romualdín.
Arranca de raíz una de sus berzas, la limpia de nieve y me la da.
—Que tu madre te la ponga muy caliente y que no te vea más por aquí.
Han pasado días y noches y la puerta no se ha abierto. Apenas siento la pierna. Se me ha cubierto de una pasta blanda que huele a podrido y que cuando la toco con los dedos sé que está llena de gusanitos. A veces encuentro sobre las pajas algún trozo de pan que ha dejado madre y me lo como. Oigo pasos y golpes en la puerta.
—¿Hay alguien ahí dentro?
Es la tía Petra. Abro la boca, pero no me sale la voz. Cojo la tabla para tirarla al suelo y así sepa ella que estoy aquí, pero mi brazo muerto no puede levantarla. Entonces empiezo a llorar. Oigo que la tía Petra está metiendo algo por la rendija de la puerta para descorrer el cerrojo. Luego sus pasos cruzan la oscuridad, me toca y me besa y me levanta en brazos y me lleva a su casa, diciendo:
—Se estaba muriendo solo el Antoñito. Pesa menos que una liebre.
Estoy en cama, rodeado de toda la familia. La tía Petra me hace muchas preguntas mientras me limpia con agua toda la pierna; me quita las postillas, las costras y me aprieta la carne para sacar sangre negra y me venda.
—Esa mujer se ha vuelto loca —dice muchas veces.
Pasa el resto de la noche a mi lado, sin dormir, y a la mañana siguiente entra en la casa con dos guardias. Ninguno de ellos es el de los caramelos de menta.
—¿Este es el chico? —pregunta uno.
—Sí —dice la tía Petra.
Los dos guardias se sientan en la cama y me miran la pierna.
—¿Dónde está tu madre?
—No sé —digo.
—¿Cuándo se marchó de casa?
—No sé.
—Hará unos cuatro días —dice la tía Petra.
—¿Te hizo ella esta herida en la pierna?
—No.
—¿Qué ocurrió, entonces?
El guardia toca mi hombro con el cañón de su fusil.
—¿Cómo fue?
—Me agarró el cepo de garduñas de Romualdín.
—¿Dónde lo había montado?
—En sus berzas.
—¿No ven que está temblando de miedo? —dice la tía Petra—. No he denunciado a su madre para…
Los guardias la miran y la tía Petra calla.
—¿Por qué se marchó tu madre?
—No sé.
—¿Tampoco sabes adónde ha ido?
—No.
—Se fue con el otro hijo. Creo que el hambre la ha vuelto loca y dejó a este para que se muriera —dice la tía Petra.
—Si el hambre volviera loca a la gente, en este pueblo todos estarían sonados. Esa mujer es una puta y no quería cadenas para su coño. Al hijo que se ha llevado lo despeñará por el primer barranco —dice un guardia.
—¿Por qué hablan esas cosas delante de esta pobre criatura? —dice la tía Petra.
—Nosotros siempre decimos la verdad.
Los guardias se levantan y van hacia la puerta.
—¿Se le puede reconocer a esa mujer por algo especial?
—¿Es que ninguno de ustedes la ha visto nunca?
—No. Los cuatro del cuartel somos nuevos. Al último lo relevaron hace quince días.
—Es una mujer que nunca ríe.
—Así la encontraremos enseguida.
—Cerca de esta oreja tiene una verruga con un pelo muy largo.
—¡Ya traen a Basilia!
Salgo a la puerta y veo en el camino a madre y a mi hermano entre dos guardias. No echo a correr hacia ella, aunque en estos dos meses la tía Petra me ha curado la pierna con yerbas y barro. No echo a correr porque madre me da miedo. Llegan a la puerta con medio pueblo detrás. Madre no aparta su mirada de mí ni siquiera cuando sale la tía Petra y la zarandea de los hombros.
—¿Ya sabes lo que has hecho, mujer? ¡Basilia! ¡Basilia! ¡Si querías matar a tu hijo te voy a dar un disgusto porque ahí le tienes, vivo! ¡Dime que estás loca y entonces te perdonaré!
Madre da tres pasos para darme algo que lleva en la mano.
—Mira, hijo, te traigo esto —dice.
Es una latita de sardinas.
—Señora, regrese donde la hemos dejado —dice un guardia. Y la empuja hacia atrás.
—Tienen que venir con nosotros usted y el crío —dice el guardia a la tía Petra.
Madre me está pidiendo con la mirada que le coja las sardinas, y yo quiero hacerlo, pero uno de los guardias se ha puesto en medio.
—Lo hice por Antoñito, para que no se quede sin madre. Le juraré al juez que sólo querías quitarles el hambre a tus hijos —dice la tía Petra a madre.
Un guardia camina delante de los cuatro y el otro detrás. A las tres horas de marcha se me abren las llagas de la pierna y se ponen a sangrar. Los guardias ordenan un alto y se sientan aparte a comer. Abren una lata de bonito y lo reparten en dos panes. La tía Petra nos entrega a cada uno una patata cocida que ha traído en el bolsillo y luego se quita sus madreñas para ponérselas a madre. Mario también está haciendo el viaje descalzo. Y yo, con los pies envueltos en trapos.
—No necesito tus madreñas. Puedo andar otro medio mundo si Dios no me jode con su última putada —dice madre.
Estoy sentado junto a ella y meto la mano en el bolsillo del muletón para sacarle la latita de sardinas. La pongo sobre las rodillas y la miro.
—Bueno, si se empeñan en jugar con ella yo la guardaré, porque es una prueba —dice un guardia, levantándose y cogiéndola.
La tía Petra no puede hacer que madre se calce las madreñas.
Es media tarde cuando llegamos a la casa del juez de Aguasvivas. Recuerdo la misma habitación de aquella vez, con la mesa y el hombre gordo. Uno de los guardias se queda en la puerta.
—Pero ¿qué me traen ustedes aquí? Una mujer descalza, un chico descalzo y otro con trapos en los pies y chorreando sangre. ¿Qué han hecho estos cuatro desgraciados? —dice el hombre gordo.
—Señor juez, esta mujer se ha marchado de su casa abandonando en ella a un hijo enfermo —dice el guardia que está junto a nosotros.
—¿Uno? ¿Y por qué me traen dos?
—Al otro se lo llevó.
—¿Cuál es el abandonado?
—El pequeño.
El juez me mira de abajo arriba.
—Yo conozco esta cara. Y también la de esa señora y la del otro rapaz. Creo que los tuve a los tres en este mismo despacho. ¿De qué se les acusaba entonces, señora?
—Mi hijo había robado un cesto de lino —dice madre.
—Sí, lo recuerdo bien.
Ahora, el juez mira fijamente a madre.
—De modo que abandono de familia, ¿eh? ¿Por qué no ha venido el esposo a denunciarla?
—Es soltera —dice la tía Petra.
—¿Quién es usted?
—Su cuñada.
—¿Por qué está aquí?
—Esta otra señora encontró al crío medio muerto y denunció el abandono.
—¿Cómo hacen ustedes las cosas, agentes? ¿Cómo no tengo yo ese atestado?
—El señor juez lo puso en ese montón de papeles.
El juez busca en silencio.
—¿Nombre?
Levanta los ojos de golpe.
—Le pregunto su nombre, señora.
—Basilia Bayo —dice madre.
El juez encuentra el papel que buscaba.
—¿Por qué se marchó usted de su casa?
—Para ir a la limosna por los pueblos.
—¿Abandonando a un hijo que se estaba muriendo?
—Llevábamos tres días sin comer.
—¡Lo primero era cuidar de esta criatura! Mire cómo tiene aún la pierna. Si no es por su tía, se muere. ¿O es lo que usted quería?
—Entonces yo no sé lo que quería.
—Estas cosas no se hacen en un país civilizado. Usted se merece que yo le aplique una pena muy fuerte. Creo que la voy a meter en la cárcel.
El juez se levanta y rodea la mesa hacia nosotros.
—Ustedes, agentes, pueden retirarse, que yo me entenderé con esta familia.
—Nos firma este recibo.
El juez apoya en la mesa el papel que le ha dado el guardia y escribe en él y luego se lo devuelve. Los guardias salen del cuarto. El juez se planta delante de madre.
—¿Le da miedo la cárcel? No, ya veo que no le da miedo. Casi estoy por pensar que le gustaría ir. ¿Y qué sería de los críos? Las madres no pueden cumplir las condenas junto a sus hijos.
—En la cárcel dan de comer todos los días, ¿no? Pues métanos a todos, separados o como sea —dice madre.
—¡Claro, a lo cómodo! ¡Hay que luchar, señora, hay que luchar! Todos luchamos en esta vida. ¿Cree que a mí me regalan la sopa? ¿Qué cree usted que gana el juez de un pueblucho? Si me durmiera, yo también pasaría hambre. ¿Sabe usted que mi alguacil saca más dinero que yo? Reparte citaciones y la gente, encima de recibir la mala noticia, le da una propina. Le propongo cambiar los puestos y él no quiere. ¡Yo soy un ciudadano que también las pasa crudas! ¡Hay que hacer frente a la vida, señora, como todo el mundo!
—¿Qué más quiere que haga sin un hombre en su casa? —dice la tía Petra.
El juez pasea por el cuarto y se para otra vez ante madre.
—Vamos a hablar usted y yo para arreglar este asunto. Los demás que la esperen fuera.
—Lo que tenga que decirle puede oírlo la familia que ha venido con ella —dice la tía Petra.
—Estoy tratando de no meter en la cárcel a su cuñada. El deber de los jueces no es sólo encerrar a la gente sino aconsejar para que no se vuelva a cometer el mismo delito, señalarles el camino de su reconciliación con la sociedad.
El juez abre los brazos y nos empuja hacia fuera. La tía Petra se vuelve al llegar al pasillo.
—Me quedo —dice.
—¿Es que quiere ver a su cuñada en la cárcel? —dice el juez cerrando la puerta.
Nos sentamos los tres en el mismo banco de la otra vez. La tía Petra en medio de los dos. Se quita el pañuelo de su cabeza para vendarme la pierna. Aquí estamos, sin movernos y sin hablar, esperando, hasta que la tía Petra se levanta y empieza a golpear la puerta del cuarto con sus puños.
—¡Basta! ¡Basta! ¡Basta! —grita.
Cuando voy a la escuela, el maestro ya no me pregunta por qué falto. Antes, tenía que decirle que andaba de pastor o al centeno, y él quería saber que de pastor para quién y con el centeno de quién, y yo le decía que con el ganado de Romualdín o con el centeno de Gabino. Ahora, entro, me siento y no pasa nada.
—Antonio, a la pizarra.
Cuando subo el escalón él ya ha acabado de escribir los números.
—Resuelve esta resta.
Me da la tiza. ¿Qué es una resta? Nunca he oído esta palabra. ¿Es que el maestro no sabe que no he pisado la escuela hace dos meses? Cuando se lo voy a decir, él arrea una puñada al encerado.
—¡Empieza de una vez!
Pongo uno de los tres números que sé escribir, el uno. El maestro me lo borra con el trapo.
—¡Debajo!
Lo escribo debajo. Me lo borra también.
—¡Mal!
Entonces escribo el dos.
—¡Mal!
Entonces escribo el tres.
—¡Mal!
Le miro. Veo que su puño viene hacia mí. Me agacho. Se oye un gran golpe y un grito de dolor. El maestro se agarra la mano y se la mete entre sus piernas, blasfemando. Luego me suelta una patada, que no me alcanza, porque yo ya estoy corriendo hacia la puerta.
Por la tarde lo sabe todo el pueblo.
—¡El maestro se ha roto la mano al pegar al Ruso!
—El maestro ha dicho que cuando te agarre te saca las tripas por la boca —me dice Raúl.
Madre entra en casa y cierra la puerta con el cerrojo y enseguida oigo la voz de Tomás.
—Abre, Basilia.
Madre está vuelta de espaldas, partiendo en tres el pan que ha traído por labrar la huerta del pedáneo.
—Te digo que abras, Basilia.
Tomás aporrea la puerta. Luego todo queda en silencio. Luego el pestillo se levanta solo. Entra Tomás, va hacia madre y la coge entre sus brazos. Grito y echo a correr y empiezo a tirarle de la chaqueta, pero entonces veo que Mario no se ha movido de su banqueta y también que madre no se defiende. Tomás la está besando. Voy hasta la banqueta de Mario.
—¿Por qué no salís a la calle a jugar? —dice Tomás.
No suelta a madre.
—Traedme una lata de agua del río —dice madre.
Tomás tiene un hierro en la mano. Con él ha abierto la puerta.
—Me voy si me da eso —digo.
Tomás se había olvidado del hierro. Lo mira y me lo da. Mario y yo salimos y la puerta se cierra por dentro.
—Vete tú solo a por la lata —digo a Mario.
—Madre ha dicho que vayamos los dos.
—Quiero coger algo mejor que agua.
Todas las noches se cierran las puertas de las casas, de las cuadras y de las cantinas, para que los vecinos no se roben unos a otros. Acabo de saber que se pueden abrir las puertas desde fuera. Hace mucho que no entro en la cantina de Bonifacio, desde el día que pasé por los barrotes de su ventana y luego casi no podía salir. Ahora estoy ante la puerta. No se oye nada. En cuanto meto el hierro de Tomás por el agujero me doy cuenta de que no es una puerta como la nuestra. Ahí dentro no se mueve nada.
—¿Qué haces, chico?
Me vuelvo y veo dos bultos grandes, y sale de ellos una luz que me da en la cara. Cuando veo las formas de los sombreros se me doblan las piernas.
—A ver eso que tienes en la mano.
Le doy el hierro.
—¿Cómo te llamas?
—Antonio.
—¿Qué más?
—Antonio Bayo.
—¿Y tu madre?
—Basilia.
Los guardias ríen.
—Es el que llevamos hace meses al juez.
—Mira, le devolvimos a su madre para que le enseñe a robar.
—¿Qué pensabas coger?
—Chorizos.
—Nosotros te vamos a dar chorizos. ¡Andando al cuartel!
—No, espera… ¿Tenías hambre, rapaz?
Digo que sí con la cabeza.
—Esta gente se ha comido hasta las palabras.
—Que se vaya.
—Sí, pero después de darle un susto en el cuartel.
—Es un niño; que se vaya. Ni siquiera ha robado. Tiro esta prueba y aquí no ha pasado nada.
Lanza el hierro con todas sus fuerzas.
—Un día, estos nos comerán a nosotros —dice el otro guardia.
El tío Dalmacio canta en el coro de la iglesia. Los domingos, cuando ya están todos en misa, me pongo a un lado de la puerta para oírles. Me siento en el suelo, cierro los ojos y les escucho hasta que acaban. Luego me marcho antes de que salga don Matías y me agarre, porque se pasa todo el año diciendo a la gente que le dejo sin fruta. Claro que le robo, pero también le roba toda la escuela, y entonces, ¿por qué sólo se acuerda del Ruso?
Estoy sentado en el camino de la iglesia esperando que pase el tío Dalmacio. Pasa de los últimos. No me ve y le sigo los pasos. En esto que se vuelve.
—¡Eh, Ruso!, ¿me quieres pisar el rabo?
Quería saber si el tío Dalmacio está de buenas, y sí lo está.
—Voy a cantar en el coro —digo.
Me mira con la boca abierta.
¿En el coro de la iglesia? ¿En nuestro coro?
—Sí.
—¿Te ha probado don Matías?
—Don Matías ya me conoce.
—¿Pero te ha dicho que vayas a cantar?
—Sí, si voy acompañado de alguien del coro.
El tío Dalmacio no entiende bien aquello, pero sonríe y me revuelve el pelo.
—Pues, vamos, que donde cantan veinte cantan veintiuno.
La iglesia está en el centro del camposanto. Siempre que vengo por aquí vuelvo la vista hacia el huerto de los niños. Ahí está la tumba de mi hermanita. Unos chavales andan jugando a su alrededor, se persiguen saltando por encima de Pilarín.
El coro se pone a un lado del altar, y yo me escondo tras el bulto del tío Dalmacio y no me ve don Matías. Todos son hombres, veinte hombres con cara de entierro que aclaran sus gargantas. Empieza el órgano y empiezan ellos. También empiezo yo. El tío Dalmacio me mira desde su altura con los ojos abiertos por el asombro. Si ellos gritan, yo grito más. Es en el latín que emplea el cura en la misa; la misma canción que he oído tantas veces desde la puerta. A veces, ellos se equivocan y se callan y yo sigo cantando solo. Estoy contento de lo fuerte que suena mi voz dentro de la iglesia. También descubro que no pueden sostener los gritos tanto tiempo como los sostengo yo, y el tío Dalmacio me mira y me hace señas para que me calle porque le fastidia que yo les gane. Hasta que don Matías para la misa, y el coro se calla, pero yo no.
—¡El vándalo! —oigo gritar a don Matías.
Lo tengo delante con la cara roja. Me agarra de los pelos y me saca a tirones de la iglesia.
—¡Este enviado de Satanás se ha empeñado en amargarme la vida!
De una patada me echa rodando a la explanada.
—¡No te arrojo del templo de Dios por vándalo sino por romper nuestros oídos!
Vuelvo a la puerta cuando se marcha. Me siento. El coro ya no suena tan bien como antes.
La única vez que he comido carne de gallina fue en el bautizo de uno de los críos de la tía Petra. Recuerdo su sabor todas las noches. Hay gallinas en muchas cuadras del pueblo. Las encierran por las noches, pero de día andan sueltas. Me gusta mirarlas. Las mujeres les echan un puñado de centeno en el polvo del camino. Entran y salen por las puertas abiertas de las cuadras a poner sus huevos y no se asustan si uno se les acerca despacio. Llevo todo el verano mirando las gallinas. Unas son rojas y otras negras. Se pasan el día picoteando el suelo y si uno les pone el pie descalzo también lo picotean, a ver si es de comer. En la cuadra de Cayetano hay cinco gallinas. No pierdo de vista a la que parece más tonta. Cayetano es un hombre alto y fuerte, que siempre anda de caza con una escopeta. Vive solo. Después de la comida del mediodía echa una larga siesta, como ahora. Voy detrás de la casa y echo gravilla al suelo y las cinco gallinas se acercan creyendo que es comida. Agarro a esa que parece la más tonta. Chilla. No puedo ponerle la mano en la cabeza. La tengo bien agarrada, pero chilla cada vez más. Oigo un golpe de tablas sobre mi cabeza y la voz de Cayetano.
—¡Deja mi gallina, Ruso!
Echo a correr, sin soltarla. Cayetano se queda ronco de tanto gritar desde su ventana.
—¡Coged al Ruso, que me lleva una gallina! ¡Coged a ese hijo de puta!
Cuando llego al bosque ya tengo la gallina muerta. La desplumo y le saco las tripas con un palo. Aunque tuviera cerillas no encendería fuego para asarla para que no vieran el humo desde el pueblo. La toco. Es una carne blanda. Arranco un cacho y lo mastico. Es bueno tener entre los dientes algo que no sean berzas y patatas. Mastico muy despacio, no porque sea dura la carne, sino para hacerla durar, aunque para la noche ya me he comido media gallina. El resto se lo llevo a madre y a Mario. En la puerta de casa unas manos me agarran de la camisa.
—¡Aquí lo tienen ustedes! Ya les dije dónde lo cogeríamos.
Es Cayetano. De la oscuridad también salen dos guardias. Cayetano me arranca la media gallina.
—¡Miren lo que ha dejado!
Un guardia llama a la puerta y abre madre.
—¿Es suyo este crío?
—Sí. ¿Qué ha hecho ahora?
—Supongo que no será usted quien le manda a robar.
Madre ve la media gallina de Cayetano.
—Mala suerte —dice.
—Le habría gustado comérsela.
—¿Usted qué cree?
—¿Admite que el chico robó para usted?
—Creo que primero robó para él. Sólo queda media gallina.
—¿Aprueba entonces el robo de su hijo?
—¿Por qué no me pregunta si apruebo que se muera de hambre?
—¿Aprueba este robo?
Madre me mira y calla.
—¡Conteste! ¿Lo aprueba?
Madre pone su mirada en la noche, por encima de las cabezas de los tres hombres. El guardia le da un fuerte empujón en el hombro con la mano, que casi la tira el suelo.
—Le he hecho una pregunta.
Entonces sale Mario y se pone delante de madre y mira al guardia.
—Mire, señora, no empeore las cosas. Si me hinchan las narices me llevo a los tres al cuartel —dice el guardia.
—¡Ella no sabía nada! —digo, poniéndome junto a madre.
Es la primera vez que entro en aquella casa de los hombres de las botas. Me meten en un cuarto donde se oyen ronquidos.
—Échate por ahí y duerme.
No encienden ninguna vela. Les oigo desnudarse y luego chirrido de muelles. Busco a tientas algo donde tumbarme, pero todos los catres tienen gente. El suelo es de madera. Me tumbo de costado. Pienso en la media gallina que no hemos podido comer en casa.
—¡Arriba, muchacho, que tenemos que viajar!
Al abrir los ojos veo un guardia pisándome con su bota. Se pone el correaje y me mira con cara de sueño. Hay dos catres vacíos y deshechos y en el tercero aún duerme un guardia. En la puerta de la casa nos espera el otro. Salgo de La Baña entre los dos. El sol asoma por los montes. Todavía hay en mi boca sabor de la carne de gallina. Ya sé adonde me llevan.
—No escaparás, ¿verdad?
—Ponle los cepos y así vamos más tranquilos.
Me hacen juntar las muñecas y cierran alrededor de ellas dos aros de hierro. Ahora, a donde va un brazo tiene que ir el otro. Me pregunto por qué si tienen miedo de que eche a correr no me atan las piernas y me cruzan sobre un borrico, en vez de atarme las manos. A media mañana nos sentamos junto a un río a tomar un bocado. Cada guardia saca de su morral un cacho de pan y una sardina vieja envuelta en papel. Abren el pan con navajas y meten la sardina. Un guardia corta una punta de pan y de sardina y me la pone en las manos atadas.
—Aprende a comer así, que a lo mejor es tu futuro. Y tú, dale también un bocado que ya estás demasiado gordo.
El otro guardia corta su pan y deja el cacho en mi otra mano. Es sólo pan, sin rastro de sardina. Luego bebemos en el río.
Llegamos cuando en el reloj de la iglesia de Aguasvivas están dando las dos. El juez no está en casa y su mujer va a llamarle al campo donde anda con el centeno. Viene despacio.
—¿Por un niño me molestan? —dice.
Se seca la cara con una toalla. Está en camisa, con el pantalón caído y la tripa tapándole la hebilla del cinturón.
—¿Se trabaja mucho, señor juez? —dice un guardia.
—No, yo sólo vigilo el trabajo de los otros. Pero también eso hace sudar.
Entramos en la casa de siempre y en el cuarto de siempre. El juez se sienta con un suspiro y me mira.
—Yo conozco a este niñato. ¿Cuándo me lo trajeron antes?
—Serían otros compañeros, señor juez.
—¿Para qué le han puesto las esposas? ¿Es que tienen miedo de que les asesine un niño? Vamos, quítenselas.
Un guardia mete una llavecita en los hierros y me los quita.
—¿Cuántos años tienes, hijo?
—Once.
—¿Y cuándo estuviste aquí?
—No sé.
—Estoy seguro de que ya nos hemos visto. ¡Sí! Hace dos años. Tu madre te había abandonado. ¿No ha venido ella?
—El chico ha robado una gallina. Sólo queda esto —dice un guardia.
Saca la media gallina del morral y la deja en la mesa.
—¿La robaste? —dice el juez.
—Sí.
—Di «sí, señor» —dice un guardia.
—Sí, señor.
—¿Te has comido lo que falta?
—Sí, señor.
—¿Cómo te llamas?
—Antonio Bayo.
—Le llaman el Ruso, señor juez —dice un guardia.
—¿No sabes que no se puede andar por el mundo robando gallinas? Y, a ver: ¿cómo se la pagamos a su dueño? Te tengo que meter en el calabozo con las ratas. Ustedes, agentes, pueden retirarse. Yo me encargo del Ruso.
Los guardias se marchan, dejando la media gallina.
—Yo estoy aquí para castigar a los ladrones. ¿Qué pasaría si la gente robase cuando le diera la gana? Ven conmigo. Ya verás como se te quitan las ganas de robar.
Se levanta y le sigo. Salimos fuera, rodeamos la casa y se para a la puerta de la cuadra. Está abierta. Varias gallinas se apartan de mí como si supieran por qué me han cogido. Dentro hay tres vacas y una muchacha soltándolas de su pesebre.
—Es mi hija Clara. Entra, Ruso.
Entro. Los pies descalzos se me pringan en el suelo lleno de mierda de ganado.
—Padre, no le haga meterse —dice la muchacha.
—No viene a pasarlo bien sino mal. Y aún faltan las ratas —dice el juez.
La muchacha me guía hasta un rincón seco en el fondo.
—¿Cómo te llamas?
—Antonio.
—¿De qué pueblo eres?
—De La Baña.
—No tengas miedo. Lo de las ratas que dice mi padre es mentira y ya verás la compañía que te hacen esta noche las vacas y las gallinas.
—Oye, ¿por qué te llaman «el Ruso»? —dice el juez.
—Por mi pelo rubio.
La hija del juez es flaca y tiene una carita pequeña y blanca. Parece una niña, y por eso creo que me miente cuando llegan un crío y una cría y me dice que son sus hijos. Sale con las tres vacas.
—Hale, llevadlas a pastar al prado del abuelito.
Luego me dice adiós con la mano desde la puerta, y el juez le dice:
—Que me prepare tu madre para esta noche la media gallina que encontrará en mi despacho.
Y luego dice a los niños:
—Eh, echadle la tranca al Ruso.
Los niños cierran la puerta con tranca y se hace la noche en la cuadra. Oigo la risa del juez.
—El Ruso es vuestro prisionero. Que no se os escape.
Paso la tarde sin moverme del rincón limpio. La cuadra está llena de silencio y de ruidos. De pronto, en medio del silencio se oye un ruido y miro bien desde mi sitio, pero la oscuridad me deja ver muy pocas cosas, sólo sombras negras y alguna claridad en las rendijas. Nada se mueve a mi alrededor, pero los ruidos no paran. Pienso en las ratas. No me darían miedo si estuviera conmigo Gualberto. Un día se nos cruzó una en el camino y la matamos a pedradas y luego nos la comimos. Pero aquí no está Gualberto y además no hay piedras, sólo mierda de vaca por todas partes. La hija del juez me dijo que no había ratas, pero todavía es de día y las ratas salen de noche. Ahora están entrando las gallinas por un agujero que hay en la puerta y se van poniendo en dos palos de madera. No me muevo ni casi respiro, por ver si me sienten allí. No me sienten. Luego oigo las voces de los dos críos y enseguida se abre la puerta. La cuadra se llena de luz y se acaban los ruidos. Entran las vacas. El niño mete los pies en unas madreñas que hay a la puerta y entra también para atar a las vacas. Mira hacia donde estoy, sin verme.
—Ruso.
—¿Qué?
—¿Vas a escaparte?
—No sé.
—No te escapes. Un día, se escapó uno como tú y la Virgen de los Remedios le castigó haciendo que le picara una culebra.
—¿Y qué pasó?
—Que lo metieron otra vez en la cuadra y no salió en muchos días porque se le hinchó la pierna y no podía andar.
—¿Y qué dijo tu abuelo?
—Pues, eso, que le había castigado la Virgen de los Remedios.
Cierran la puerta y echan la tranca. Ahora están conmigo las vacas y las gallinas y puedo echarles la culpa de los ruidos. Oigo los resoplidos de las vacas y cómo muelen con sus dientes. Me pringo los pies para llegar al pesebre. Mis dedos se hunden en la soma y empiezo a cogerla a puñados y metérmela en la boca, pero sólo puedo tragarla a pequeñas bolitas. Vuelvo a mi sitio cuando alguien quita la tranca.
—¿Estás bien, Ruso? Toma este cacho de pan.
Es el juez. Piso la mierda y cojo el pan de sus manos. No puedo ver su cara.
—Tienes que dormir aquí dentro para que te acuerdes de que no tienes que robar. Y come el pan antes de que te lo coman las ratas —dice.
Cierra la puerta con la tranca. El pan es mejor que la soma y me lo como en dos bocados. Luego me siento en el rincón y cierro los ojos, a ver si me duermo. No tengo sueño, pero no quiero seguir oyendo los ruidos, que ahora todos me parecen de ratas.
No sé lo que me ha despertado. No pienso más que en las ratas. A un niño que dormía en su cama le comieron las orejas. Ya no me dormiré. Pienso que las ratas también comen gallinas y que si mato una gallina el juez creerá que han sido las ratas. Las busco en la oscuridad y rompo un cuello a tirones. Vuelvo a mi rincón y desplumo solamente la mitad que voy a comer, como lo hacen las ratas. Le saco las tripas y empiezo a masticarla a trocitos. Como por hambre y también por no dormirme.
Abro los ojos y ya es de día. Resulta que me he dormido. Me toco las orejas y la nariz y los dedos y no me falta nada. La puerta se está abriendo. Mis pies tocan algo. Es la media gallina desplumada. La tiro al otro lado de la cuadra.
—Ya puedes salir, Ruso. ¿No te han comido las ratas?
Al pasar por su lado, el juez me dice:
—Y que no me entere que no vas derecho a casa.
Félix, Raúl y Gualberto me esperan a la entrada de La Baña.
—¿Qué te han hecho?
—Nada. El juez me ha encerrado en su cuadra para que me comieran las ratas y así no tener que darme pan, pero como yo he matado a todas las ratas y él no quería quedarse sin pan, pues ha tenido que soltarme.
—¿Cuántas ratas has matado?
—¿Cómo podía contarlas si era de noche?
—¿Con qué las matabas?
—Con un palo y a patadas. Bueno, a unas cuantas las retorcí el cuello.
—¿Eran grandes?
—Sí, como zorros.
—¿Cómo sabes que eran grandes si era de noche?
—Las toqué con las manos. ¿Cómo crees que se puede retorcer el cuello de una rata sin tocarla?
—¿Cómo es el juez?
—Tenía que agacharse para entrar en la cuadra, de lo grande que era, y tenía barbas muy largas y negras, y tenía una espada metida en el cinturón.
—¿Una espada como la de Franco?
—¿Quién te ha dicho que Franco lleva espada?
—Mi padre dice que don Matías dijo en la iglesia que Franco ganó la guerra con la espada de Santiago.
—La espada del juez es mayor.
—¿Quién puede más: los guardias o el juez?
—El juez. Yo he visto cómo le obedecían los guardias, y eso que eran dos.
—¿Y quién puede más: Franco o el juez?
—A Franco no le puede nadie.
—¿Por qué no le puede el juez si tiene una espada mayor que la suya?
—Porque la espada de Franco está más afilada.
—¿Y Franco es también más alto que el juez?
—Hombre, claro.
—¿Y tiene barbas más largas?
—Sí, todos los que están en el cielo tienen barbas más largas que los que están en la tierra, y Franco tiene las barbas más largas de los que están en el cielo.
—¿Y cómo sabes que Franco está en el cielo?
—Porque tiene que estar allí arriba para hacer volar aquellos aviones que pasaron un día a la altura de las nubes.
—¿Y Franco sabía que el juez te había metido en la cuadra?
—Franco lo sabe todo.
—Ya verás como ahora don Matías te deja cantar en el coro.
—Eso de estar en la cárcel no tiene mucha importancia para algunos como yo.
—Pero es que además has matado muchas ratas.
—Bueno, eso sí.
—Y cuando se entere don Matías también te dejará comulgar.
—Ya no me importa lo que haga ni lo que no haga don Matías. Cuando un hombre ha estado en la cárcel deja de pensar en cosas de críos.
—¿Te importa que vayamos a tu lado?
—Bueno.
Gualberto no deja de soltar su «¡uuuuhhhh!» ni de mirarme. Le hago sobre mi cabeza nuestra seña del gorro de los guardias y luego le marco en el suelo la otra del redondel con algo encerrado dentro, y él se ríe con más fuerza con su «¡uuuuhhhh!».
Busco un palo para levantar la barra de madera de la puerta y entro en casa. No hay nadie. Estoy cansado y me tumbo en las pajas. He dejado la puerta abierta y de vez en cuando levanto la cabeza para ver en el camino a Félix, a Raúl y a Gualberto sentados y esperándome. En esto que oigo las pisadas de los guardias.
—¿Está el Ruso en casa?
Entran. Son los mismos que me llevaron a Aguasvivas. Uno de ellos me saca de la cama, me tira al suelo y me arrea una patada.
—¿Te has empeñado en matarnos a caminatas, jodido?
—Déjale.
El otro guardia me levanta.
—El juez nos acaba de avisar que le robaste una gallina y que quiere verte hoy mismo. ¿Se la robaste?
—No.
—Encima, mentiroso. Yo te haré decir la verdad.
Me quiere agarrar, pero el otro le dice:
—Lo confiese o no, nada nos librará de llevarle.
Me ponen las esposas y salgo al camino entre los dos. ¿Cómo habrá sabido el juez que no fueron las ratas? Félix, Raúl y Gualberto me miran asustados. Yo inflo el pecho y pongo cara tranquila.
—Menos mal que mataste todas las ratas —dice Raúl.
Uno de los guardias no para de soltar maldiciones durante el viaje y yo camino fuera del alcance de su mano. Pero no me toca. Llegamos de noche y levantamos al juez de la cama.
—Está bien, agentes. Muchas gracias.
Se van. El juez me agarra del brazo y me baja a la cuadra.
—Hijo, es la primera vez que un preso me roba. ¿Sabes lo que has hecho?
—Yo no he hecho nada.
—Mira, no eres tonto. Eso de arreglar la gallina para echarle la culpa a las ratas fue muy bueno. Pero te olvidaste que las ratas no limpian las tripas a las gallinas. ¿Estaba sabrosa? Ahora te encerraré para que vayas pensando en cómo pagármela.
Abre la puerta, me mete dentro y cierra.
—Ya ves que te pudrirás en mi cuadra, aunque no confieses, y esta vez no serán sólo veinticuatro horas. Si me dices la verdad a lo mejor hago un trato contigo y te saco antes.
—Yo no he hecho nada.
—Entonces, a dormir con las vacas. Sólo con las vacas, ¿oyes? He llevado las gallinas a otra parte.
—Hola, Ruso.
Son los nietos del juez, que vienen por las vacas. Detrás de ellos entra Clara.
—Pero ¿sigues aquí, Antonio? Padre me dijo que te había soltado.
—¿No le dijo luego que mandó a los guardias para que me trajeran?
—Es que no vivo con él, ¿sabes? Sólo vengo un rato al día para ayudar a mi madre, que siempre anda en cama con sus males. Las vacas son nuestras, pero no tenemos cuadra. ¿Por qué te ha encerrado otra vez?
—Por robar una gallina.
—¿Cuántas cárceles hay que purgar por un solo robo?
—Es que esta noche he matado otra gallina.
—Bueno, eso está mejor —dice el juez.
No sé cómo se me ha escapado. Es que a Clara no le he podido mentir. El juez sale de una esquina de la puerta, y espera a que los nietos se vayan con las vacas y Clara suba a la casa.
—Sal, Ruso. Te dije que haría un trato contigo si me decías la verdad y voy a cumplir mi palabra. Te levanto el castigo, puedes irte. Pero tienes que traerme una gallina.
—Yo no tengo gallinas —digo.
—En los pueblos siempre hay algún vecino que tiene gallinas.
No le entiendo. Su cara sigue siendo la misma, roja y bonachona, con esos ojillos que nunca me dicen todo lo que piensan.
—Bueno, yo sólo quería ayudarte. No supondrás que te vas a quedar libre y yo me voy a quedar sin gallina.
—Pero en mi casa no hay gallinas.
—No sé lo que hay en tu casa. Yo sólo te digo que si quieres marcharte tienes que traerme una gallina.
—¿Y a quién le robo una gallina?
—¿Robar? ¿Qué estás diciendo? Yo sólo te digo que me traigas una gallina.
Dejo de mirar sus ojillos y echo a andar.
—Y no te hagas el listo, Ruso, que si no vuelves en dos días te mando otra vez los guardias. Y que nadie te vea traer la gallina.
Félix, Raúl y Gualberto son como mi sombra. Cuando les digo de jugar a las escondidas me dicen que jugaremos a lo que yo quiera. Pero al anochecer todavía no he encontrado un sitio fácil para robar una gallina. Entonces le digo a Raúl que se está poniendo amarillo.
—Yo no me estoy poniendo amarillo.
—¿Verdad que se está poniendo amarillo, Félix? Fíjate en su cara. Nunca pensé que alguien pudiera ponerse tan amarillo.
—Pues yo no noto nada —dice Raúl.
—Claro, porque hay que verlo y tú no puedes ver tu propia cara. Madre dice que dos chicos se murieron por ponerse amarillos.
—Sé que no me estoy poniendo amarillo.
—Vamos, Félix, ¿por qué no te atreves de una vez a decir que Raúl se está poniendo amarillo?
Félix se acerca a Raúl y le mira despacio y le toca la cara. Luego me mira a mí y enseguida otra vez a Raúl.
—Sí, creo que está un poco amarillo.
—No se adelanta nada con mentir a los amigos para que no se asusten —digo.
Félix se acerca de nuevo a Raúl.
—Antonio tiene razón. Casi no se te reconoce de amarillo que estás.
Gualberto se pone también serio, aunque no sabe por qué. A Raúl le tiembla la voz.
—Iré a decírselo a mis padres.
—Ellos ya lo saben. ¿No ves que te ven todos los días y saben mejor que nadie cómo era tu cara cuando estabas sano?
—¿Y por qué no han dicho nada?
—Porque es culpa de ellos. Tienen en su gallinero la gallina del mal amarillo y no saben cuál es. ¿No notas a tu padre furioso y a tu madre triste? Es porque no se deciden a matar todas las gallinas y no saben qué hacer.
—¿Y están esperando a que yo me muera?
—No, hombre. Lo quieren arreglar de otra forma. A que estos días te dan menos huevos que de costumbre.
—No, me dan más, porque las gallinas ponen más.
—Bueno, es que quieren encontrar cuanto antes a la gallina del mal amarillo.
—Si ese mal está en los huevos, pues dejaré de comer huevos.
—Tus padres te preguntarían por qué, tú se lo tendrías que decir y sería como culparles de tu color amarillo. No, es mejor traer a alguien que sepa cuál es la gallina del mal amarillo.
—¿Quién sabe eso?
—El juez.
—¿Y quién le llama?
—No hace falta. Yo también lo sé. De preso se aprenden muchas cosas. El juez me dijo el secreto porque yo le había matado todas las ratas.
Raúl me abre desde dentro la puerta de su cuadra.
—¿Duermen tus padres?
—Sí. No me han oído bajar.
La cuadra de Bonifacio está partida en dos por un tabique de tablas; a un lado, la cantina; al otro, el gallinero y la pocilga, donde también hay una vaca.
—Traeré una vela —dice Raúl.
—No, yo he traído una linterna. Sólo le falta pila. Cógele a tu padre una de las que guarda en el cajón de los anzuelos.
—¿Cómo sabes que están en el cajón de los anzuelos?
—El juez también me dijo que las pilas siempre se guardan ahí.
Raúl busca a tientas y pone en mi mano una cosita aplastada. Abro la linterna, meto la pila, aprieto la bolita y sale aquel chorro de luz que tanto le gustaba a mi hermanita. Las gallinas están en unos palos. Hay unas dos docenas. También veo una gorrina con un montón de lechoncillos. Mi luz empieza a pasar de la cabeza de una gallina a la otra.
—¿En qué se les nota? —dice Raúl.
—En los ojos. Los tienen amarillos, como dos puntitos de pirrilera. A ver esta.
Cojo una gallina, pero es flaca.
—No, no es la de los ojos amarillos.
Las voy palpando a todas hasta que encuentro a una con carnes.
—Aquí está la cabrona.
Le meto la linterna en los ojos.
—Mira, ¿no le ves ahí el mal amarillo?
—Sí, es verdad. ¿Qué hacemos con ella?
—Matarla. Pero yo correré el peligro.
—¿Qué peligro?
—Las gallinas con el mal amarillo no son como las demás. En cuanto saben que les vas a meter el cuchillo te sueltan una lágrima sobre la piel y te queda para siempre una mancha amarilla, y a veces la mancha se te corre y te pones amarillo de la cabeza a los pies y luego te mueres. Pero el juez me dijo cómo matarlas sin peligro.
Llego al pueblo del juez cuando está amaneciendo, con la gallina sin cabeza. Hace frío. Llueve y mis pies descalzos se han pringado con el barrillo del camino. La casa está muerta y no me atrevo a llamar. Me siento a la puerta y escondo la gallina dentro de la camisa.
—¡Eh, crío! ¿Qué haces aquí?
Despierto y la mujer del juez que me está empujando con la escoba.
—Quiero ver al juez.
—¿Qué?
—Que quiero ver al juez.
—El señor juez está en la cama.
Es una mujer pequeña y de pelo rojo y alborotado, que tiene que acercarse mucho a las cosas para verlas y hay que hablarle a gritos para que oiga.
—¿Quién es? —dice la voz del juez.
—¿Quién eres? —me dice la mujer.
—El Ruso.
—¡El Ruso!
—¿Y qué quiere el Ruso?
Enseño la gallina.
—Trae una gallina.
—¡Ah, un regalo! Me gusta la gente agradecida. Cógele la gallina, mujer, y dale al amigo un cacho de pan.
Me llegan los gritos de miedo que lanza el pueblo y salgo de casa. Está anocheciendo. Hombres, mujeres y niños pasan corriendo, empujándose unos a otros para escapar de algo. Y oigo, también, las risas de los guardias y sus voces diciendo a todos que vuelvan. Aquí pasa Raúl. Le agarro del brazo.
—¿Qué pasa?
—¡Los bichos! ¡Los bichos! —dice.
—¡Los bichos! ¡Los bichos! —dice la gente.
Todos corren como locos y madre y yo nos metemos entre ellos y huimos juntos. ¿De qué huimos? Al llegar a las afueras del pueblo nos paramos y veo que estamos casi todos los vecinos. Se siguen oyendo las risas de los guardias: Entonces vemos a Antonio, el que le trae a su hermana ropa de fuera para que la venda en la cantina. También se está riendo.
—¡Vuelvan, vuelvan todos, que no hay peligro!
—¡Los bichos! ¡Los bichos! —dice la gente.
—¡Ni bichos ni leches! ¡Ustedes sí que están bichos! ¡Sólo son jeeps, unos carros de cuatro ruedas que andan solos!
Todos vamos detrás de Antonio, pero a distancia. Los vecinos que se habían escondido en sus casas y cerrado puertas y ventanas, salen y se juntan a nosotros. Cuando asomamos la cabeza a la plaza, madre dice:
—Se parecen a los autos que andaban por América:
Son tres y cada uno echa dos rayos de luz mucho más grandes que el de la linterna que le gustaba a mi hermanita Pilar, y tienen una cabezota con una boca que parece que lleva dientes. Pero madre entra en la plaza y yo la sigo. El resto de la gente no sabe qué hacer y los guardias, riendo, les dicen por señas que se acerquen.
—Eh, Ruso, ven p’acá —dice un guardia—. No tengas miedo hombre, que tú eres un valiente para otras cosas. ¿A que nunca habías visto a un gobernador? Pues ahí lo tienes.
—¿Qué es un gobernador? —digo.
—El jefe de todo lo de por aquí. El que manda más, después de Franco. Está de visita, sólo quería veros, pero a este paso no os verá.
El guardia me ha señalado a un hombre que está en el centro de la plaza. Es gordo, con poco pelo y aplastado contra la cabeza, bigote pequeño, y va vestido con chaqueta y pantalones muy nuevos, camisa blanca y una tela colgándole de la nuez del cuello. Le rodean tres o cuatro hombres vestidos como él y un grupo de guardias nuevos en el pueblo. En esto que llega Rogelia, la mujer del pedáneo, con la cara blanca de miedo y una brazada de yerba y la reparte entre aquellos tres cacharros, dejando mañizos en el suelo, delante de los morros. Los hombres bien vestidos y los guardias sueltan una carcajada.
—¿Qué hace esa mujer? —dice el gobernador.
—Dar de comer a nuestras monturas, Excelencia —dice uno de los hombres que visten como él, casi sin poder hablar por la risa.
El gobernador se pone serio.
—Dios mío. ¿A qué sitio hemos llegado? —dice.
Al día siguiente, los tres cacharros aparecen sin cristales: los chavales del pueblo los han roto a pedradas por la noche. El gobernador ha cenado y dormido en casa del pedáneo y desaparece con sus cacharros y sus acompañantes durante toda la mañana y parte de la tarde. A su regreso, la gente grita otra vez: «¡Los bichos! ¡Los bichos! ¡Los bichos!», y se esconde en sus casas.
Los guardias del cuartel y los que ha traído el gobernador se ponen a sacar vecinos de sus casas y a reunirlos en la plaza. Tardan mucho en amontonar a todo el pueblo. Veo a la tía Petra y al tío Jenaro; a Moisés, el de la viña; al tío Hilario, el carpintero; a Gualberto y a su padre Evaristo; al tío Dalmacio; a Cayetano; a Félix y a Raúl. Están también madre y Trinidad. Todo el mundo se ha puesto lejos de los cacharros. Aparece el gobernador en la ventana de la casa del pedáneo. Su pelo negro pegado a la cabeza parece una hojalata lisa y negra. A su espalda veo a don Matías.
—Queridos cabrerianos —dice el gobernador—: He tenido que mirar de nuevo el mapa para convencerme de que Las Cabreras pertenece a España, esta España nuestra tan rica y próspera en otros aspectos y lugares. Nunca olvidaré lo que he visto aquí. Creí que toda nuestra España estaba civilizada. Estoy aquí en representación de su Excelencia el Generalísimo Franco, jefe del Estado español, y en su nombre os prometo construir una carretera por la que puedan llegar vehículos y que os comunique con el mundo de los humanos. Y os prometo traer industria y proporcionaros maquinaria de campo y Casa de Cultura con biblioteca…
El gobernador habla y habla durante mucho rato y el pueblo lo escucha con la boca abierta. La gente está tan metida en los gestos raros que hace el gobernador, en su traje, en su camisa, en su pelo tan domado, que se distrae y se oyen pedos aquí y allá.
Encuentro a Mario a la puerta de nuestra casa, llorando. La puerta está cerrada. No le pregunto nada ni él me dice nada. Sé que dentro está Tomás. Viene una o dos veces por semana, pero antes siempre dejaba alguna patata o alguna berza, y ahora ya no. Entramos cuando él se marcha y no solemos encontrar nada de cena. En vez de traer, el otro día se llevó. Yo había llevado tres truchas por la mañana, y cuando Mario y yo entramos sólo quedaban dos.
Desde hace un mes sólo pienso en la carne de gallina, pero no sé cómo entrar en las cuadras. Por las noches veo todas las otras puertas cerradas. Las cantinas y algunas cuadras sólo se pueden abrir con unas llaves grandes, y las puertas las cierran por dentro con trancas a las que no se puede llegar por ninguna rendija, como en la puerta de mi casa.
Mi hermano llora como cuando llueve sin ruido. Sólo llora cuando viene Tomás, no cuando vienen los otros hombres. Me quedo delante de él, pero ni siquiera levanta la cabeza. Echo a andar hacia el río. Camino por la orilla pensando en las lágrimas de Mario y en que nunca me atrevo a preguntarle por qué llora cuando entra Tomás en nuestra casa. De pronto me llega un fuerte olor a comida. Estoy muy lejos del pueblo; casi en el lago Lobito, y entonces sé que no quiero ir a casa aquella noche, porque no habrá comida y porque madre me preguntará por la mitad del cacho de tocino de Romualdín y creerá que me lo he comido. En aquel recodo del río hay un hombre ante un pequeño fuego. Me acerco sin meter ruido. Enseguida oigo un chisporroteo de aceite hirviendo. Está friendo carne. Mis narices me arrastran hacia el sitio aunque yo no quiero. El hombre se pone en pie de un salto y levanta un fusil como el de los guardias. ¿A ver si es uno de ellos sin uniforme?
—¿Qué haces por aquí, mocoso?
Tiene mucha barba y su ropa está deshecha.
—Andaba —digo.
—¿Vienes solo?
—Sí.
—Acércate. No tengas miedo.
Es un hombre bajo y muy fuerte. Tiene la camisa entreabierta y le veo en el pecho un bosque de pelos largos y negros. Ha vuelto a sentarse y a dejar el fusil en el suelo, pero no aparta sus ojos de los míos.
—¿De qué pueblo eres?
—De La Baña.
—Si quieres un cacho de esto, siéntate.
Con una varilla afilada pincha los trocitos de carne y los saca del aceite y va dejándolos sobre un papel.
—Come.
Son trocitos blancos y blandos, con un sabor nuevo.
—Mastica, mastica. No te ahogues.
Como más trocitos que él. Luego me da vino de una bota.
—¿Sabes lo que era? Lagarto. Bueno, tres lagartos. ¿Te han gustado?
Digo que sí con la cabeza. Me mira.
—La vida os da poco, ¿verdad, chico? Pero los hombres han de hacer frente a todo, aunque sea con lagartos. Se trata de aguantar hasta que quiten al cabrito que manda en el país. ¿No te ha enseñado tu padre a coger lagartos?
—No tengo padre.
—Pues yo te enseñaré.
Se levanta y me hace una seña para que le siga. Estamos ante unas peñas que trepan monte arriba. El hombre busca entre las grietas.
—Acércate.
Mete la varilla en una grieta y empuja. Al sacarla trae un lagarto revolviéndose en la punta. Lo pisa con su bota contra una piedra y le corta la cabeza con una navaja que ha sacado del bolsillo. Lo desuella, le saca las tripas y me lo da limpio.
—Te lo comes mañana. Y ahora ya sabes cómo un hombre puede aguantar los malos tiempos.
Volvemos al hornillo de piedras y me pregunta si tengo aceite en casa. Le digo que no y entonces él saca del morral un botellín vacío y lo llena con parte del aceite caliente de la lata.
—Estíralo, y cuando se te acabe, come lagarto asado.
Pongo con miedo la mano en su fusil.
—¿No le gustan a usted los pájaros ni las liebres?
—A veces, hijo, es mejor andar por el mundo sin hacer ruido. Oye, no abundan por estas tierras los pelos rubios como el tuyo. Quiero decir que eres fácil de reconocer.
Me mira con fuerza.
—Si dices a alguien que me has visto, yo lo sabría y te encontraría sin dificultad.
Levanta la varilla puntiaguda.
—Lo que se hace con un lagarto se puede hacer con una persona.
Pone la varilla sobre una piedra y la golpea con otra hasta partirla por la mitad y machaca el extremo de la que no tiene punta.
—Toma esta lanza para lagartos, a ver si te ayuda a quitar el hambre.
Oímos pasos y me dice con un gesto que le pase el fusil. Lo cojo y se lo doy. Pesa mucho, pero por unos momentos me siento tan importante como el hombre de los lagartos. Luego se levanta y me arrastra con él a unos abedules. Aparecen siete bultos moviéndose despacio.
—Aquí —les dice el hombre de los lagartos.
Se acerca a ellos y hablan bajo. Los siete hombres me miran. Todos llevan fusiles y correas con balas en la cintura y cruzándoles el pecho. Sus ropas también están deshechas y los agujeros han sido cosidos con tiras de cáñamo.
—Recuerda, rubio, que no nos has visto —dice el hombre de los lagartos cuando todos se meten en el bosque.
Es la mañana siguiente. Cojo una lata del camino, la limpio en el río y voy al bosque. Hago fuego en el mismo hornillo, vacío el botellín de aceite en la lata y espero a que hierva. Al partir el lagarto en trocitos empujo sin querer la lata y se cae todo el aceite. Parece que el fuego explota. Aso el lagarto. Cuando lo mastico siento que tengo en la boca un lagarto vivo.
No ha parado de llover en cinco días y cinco noches. Baja tanta agua por el camino que hemos tenido que hacer un muro de barro delante de nuestra puerta para que no se inunde la casa. Nadie trabaja los campos ni saca sus ganados de las cuadras. Madre y yo no comemos más que el cacho de pan que Mario trae por las noches. Moisés, el dueño de una de las viñas del pueblo, llamó a nuestra puerta. Yo me escondí, creyendo que venía a pegarme por lo que le he robado últimamente, pero sólo hizo que marcharse con madre, los dos bajo un paraguas. Madre volvió una hora después con dos sardinas viejas y un cacho de pan.
Hoy sigue lloviendo. Ya es de noche. Tengo en la mano la varilla de los lagartos, pero con este tiempo no me sirve para nada. De pronto recuerdo que las llaves son también de hierro y pienso que mi varilla puede entrar donde entran las llaves. Salgo y camino pegado a las casas hasta llegar a la cantina de Eulalia, la que estuvo con madre en América. La varilla de los lagartos entra bien en la cerradura. La muevo hacia los lados, como se hace con las llaves, pero no oigo más que roces contra otros hierros. Alguien se acerca. Me escondo en la esquina de la casa. Es un hombre. Se para justo donde yo estaba y enseguida oigo los mismos ruidos de cerradura que yo hacía. Tiene que ser Jacinto, el marido de Eulalia. Pero no, no tenía por qué mojarse para ir a la cuadra, porque hay una escalera interior. En esto que oigo las bisagras de la puerta, y entonces se me cae la varilla y hace «clinc» contra las piedras y enseguida oigo el «clinc» de la cerradura al cerrarse la puerta. Al coger la varilla he quedado frente al hombre. Es Vicente, el que me dio las cinco pesetas por el lino. Mira mi varilla y yo miro el hierro que tiene en su mano.
—¿Qué haces aquí? —dice.
—Pasaba.
Le veo tan asustado que le digo:
—¿Y qué hacía usted aquí?
Sonríe. Coge mi varilla y la levanta junto a su hierro.
—Con este trasto nunca abrirás una puerta —dice.
—Usted ya había abierto la puerta de Eulalia.
—Es que mi herramienta es de ley.
—¿Y por qué la cerró?
—No sabía quién eras y a un hombre no le pueden condenar por estar ante una puerta cerrada. Coge tu trasto y a ver si la abres.
—No he podido.
El mete su hierro y la abre. Me lo enseña.
—¿Ves esta pestañita? Aquí están los huevos.
La punta del hierro está doblada. Vicente me empuja y entramos. Veo su bulto en la oscuridad alejándose hacia donde cuelgan los jamones.
—¿Y tú qué te llevas?
Lo tengo a mi lado, con un jamón contra su boca y arrancándole un cacho. Aparto una gran lata de chorizos en manteca. Fuera sigue el silencio. Vicente cierra suavemente la puerta.
—¿Llegarás a casa con esa carga?
—Sí.
Estoy seguro de que llegaré.
—Parecen buenos tus chorizos —dice.
Mete la mano y saca cuatro. Los huele y se los guarda en el bolsillo. Yo espero que me dé un bocado de su jamón, pero nones.
—Bueno, Ruso, hoy no nos hemos visto, ¿eh?
Y da la vuelta para marcharse.
—Mi varilla —digo.
La clava con fuerza en la manteca de los chorizos.
—Este jamón que me llevo no es robado. Eulalia y Jacinto me deben muchos jornales. ¿Quién les arregla las vallas? ¿Quién les blanquea la cantina? Siempre me pagan la mitad de lo que les pido. Así que no estoy robando sino cobrando atrasos —dice.
Le veo los dientes cuando se ríe.
—No te olvides de sacarle la pestañita a tu trasto.
Como no me atrevo a pararme y dejar la lata en el suelo para comerme un chorizo, llego a casa sin haber probado más que el olor. Ahora sí la dejo en el suelo para meter la varilla por una grieta de las maderas y empujar la tranca. Madre sale del cajón de las pajas y se acerca. Le doy la caja y la coge. Le oigo llorar.
—Esta no es la voluntad de Dios —dice.
Pone la lata sobre una banqueta y llama a Mario.
—Dios no ha podido desearnos esto —dice.
Estamos en pie rodeando la lata. La sombra del brazo de madre busca en la manteca, saca algo y la oigo masticar. Mi mano tropieza con la de Mario dentro de la lata y enseguida estamos masticando los tres.
—Sé que esta no es la voluntad de Dios para nosotros —dice madre.
Ha dejado de llover. A mediodía espero a Raúl, a Félix y a Gualberto a la salida de la escuela y les digo si me acompañan a comer lagartos.
—Yo no como lagartos —dice Raúl.
—Es verdad. Había olvidado que todavía no eres un hombre.
—Yo sí como lagartos —dice Félix.
Hago a Gualberto la seña de comer, metiéndome los dedos en la boca, y él ríe y suelta su «¡uuuuhhhh!» y mueve con fuerza su cabeza de arriba abajo. Somos tres contra uno. Pero Raúl no me puede fallar.
—No me engañas. Sé que eres lo bastante hombre para comer lagartos, lo que pasa es que no quieres traernos el aceite —digo.
—Sólo las águilas comen lagartos. Y a mi padre le puedo robar aceite sin que se entere —dice.
—Creo que tienes más miedo a tu padre que a los lagartos.
—Vamos a comer otra cosa y ya veréis.
—No, tienen que ser lagartos, como los comía aquel hombre con barbas y armado que vi en el bosque.
—Tú siempre estás viendo a hombres con barbas.
—Es que ando mucho por ahí.
Raúl clava sus ojos en los míos.
—Es mentira. Mi padre me ha dicho que el juez no tiene barbas.
—Tu padre no habrá ido por Aguasvivas en los últimos meses y las barbas crecen en unas semanas.
—También me ha dicho que el juez es bajo.
No le habrá mirado bien. Los jueces siempre son altos, mucho más altos que los demás hombres, porque si no, no les podrían mandar a la cárcel.
—Bueno, lo del juez puede ser así, pero no viste al hombre de los lagartos.
Le enseño la varilla.
—¿Y quién me dio esto? Él se quedó con otra lanza igual.
—¿Qué te dijo?
—Que los reyes siempre comían lagartos. Y que Jesucristo también los come en el cielo. Y también Franco.
—¿Y tú comiste lagartos con él?
—No me iba a quedar sin comer lagartos después de oírle todo eso.
—¿Tú también cazaste los lagartos?
—No, porque aún no me había dado esta lanza.
—Entonces, ¿comiste de sus lagartos? ¿Te dejó?
—Le tuve que obligar. Cogí el fusil que…
—¿Llevaba fusil?
—Sí, como los de los guardias. Se lo cogí, le apunté al pecho y le dije: «Un lagarto para usted y otro para mí».
—¿Sólo había dos lagartos?
—Quiero decir que los repartimos así: uno para mí y otro para él, uno para mí y otro para él. No quise abusar y quedarme con todos. Bueno, me voy con Félix y Gualberto a comer lagartos asados.
—¿Saben bien los lagartos?
—Claro. ¿No los comen las águilas? Y las águilas también comen niños.
—¿Quién te ha dicho que los niños saben bien?
—No hace falta que me lo diga nadie. Los niños huelen mejor que los cochinillos.
Raúl va en busca de aceite a la cantina de su padre y nosotros le esperamos. Trae una botella de litro llena. El hornillo del bosque está como lo dejé, con lata y todo, aunque llena de agua de lluvia. Los cuatro empezamos a buscar lagartos entre las peñas, y cuando Raúl, Félix o Gualberto encuentran uno, me llaman y yo meto la varilla en la grieta y lo saco atravesado. Son bichos grandes, a los que al principio ni Raúl, ni Félix, ni Gualberto se atreven a pisarles para cortarles la cabeza, y tengo que hacerlo yo. Con la navaja que ha traído Raúl también los corto en trocitos. Hemos cazado siete. Los freímos y nos los comemos.
—¿Cuándo venimos otra vez a comer lagartos? —dice Raúl.
—Sí, para que echéis a correr cuando un día aparezcan todos aquellos hombres armados.
—¿Qué hombres?
—Los que estaban con el hombre de los lagartos.
—Creíamos que estaba solo.
—Llegaron después. Eran cuarenta y llevaban barbas y fusiles y montones de balas. Me quisieron matar, pero yo les dije: «Al que me siga, lo coso». Y me marché.
—Es lo que suelen decir los guardias.
—Todos los que llevan fusiles hablan así.
—Y tú, ¿con qué fusil les decías eso?
—Con el del hombre de los lagartos. ¿No os dije que se lo quité?
—¿Y dónde lo tienes ahora?
—Se lo devolví. Parecía el jefe de la banda y no quise que su gente se burlara de él.
—Pero si le dejaste el fusil, ¿cómo pudiste decirles que si te seguían les cosías?
—¿No lo comprendes? Les había obligado a ponerse de espaldas para que no me vieran que me marchaba sin fusil.
Entonces Raúl, Félix y Gualberto recuerdan que no han ido a casa a comer y que deben largarse.
—El maestro nos pregunta que cuándo vuelves a clase, que hace dos años que no vas —dice Félix.
—Dile al maestro que iré a la escuela cuando cambien de maestro.
El herrero de La Baña es el tío Bernabé. Siempre lleva los brazos remangados y los tiene llenos de pelos.
—Tío Bernabé, le doy al fuelle si usted me dobla este hierro.
Está martillando y no me oye.
—¡Tío Bernabé, le doy al fuelle si usted me dobla este hierro!
La herrería está junto al cuartel de los guardias. Hay uno sentado a la puerta y me asusta pensar que a lo mejor me ha oído y viene y me pregunta: «¿Qué hierro? ¿Para qué lo quieres?». Pero dormita y no se mueve.
—No tienes fuerzas para tirar del fuelle, Ruso. A ver ese hierro. ¿Cómo quieres que te lo doble?
Se lo digo. El tío Bernabé lo mete entre carbones encendidos y después lo saca al rojo y dobla la punta con unas tenazas.
—¿Para qué lo quieres?
—Para hacer rayitas en el suelo.
No he comido nada desde los lagartos de ayer y no espero en casa a Mario y a su cacho de pan porque nadie me debe ver cruzar el pueblo de noche. Estoy escondido en un matorral, a un tiro de piedra de la cantina de Eulalia. Quiero probar mi hierro en la misma cerradura que abrió Vicente. Espero a que sea noche cerrada y entonces salgo. Me paro cada tres pasos a escuchar. En el agujero de la cerradura entra un dedo mío. Entran dos dedos. Meto el hierro doblado y lo muevo. El interior está lleno de chismes y la punta del hierro salta de uno a otro. Empujo la puerta una y otra vez por ver si ya está abierta, pero siento al jodido cerrojo siempre en su sitio. Estoy cansado y me siento. Tengo hambre y quiero abrir esta puerta. Me levanto, cuelo el hierro por el agujero y busco otra vez el sitio de la llave. El chisme se mueve y del fondo de la cerradura suena el «clonc» que yo esperaba. Empujo la puerta y se abre. Cojo unas madreñas y otra lata de chorizos en manteca.
Madre me espera levantada y abre la puerta.
—Esto será nuestra perdición —dice.
—Con esto comeremos unos días, madre.
—Pasaré en la cárcel el resto de mi vida.
Le enseño las madreñas y se las pone.
—Estoy condenada a ir descalza y a morirme de hambre. Y vosotros también estáis condenados a ir descalzos y a moriros de hambre. Dios lo quiere así.
Se sienta en una banqueta y se pone a llorar en silencio.
Es la última hora de la tarde cuando llama a la puerta el maestro.
—Buenas tardes.
—Pase usted —dice madre.
El maestro me busca con la mirada y me encuentra en un rincón. Se sienta en la banqueta que le acerca madre.
—Vengo a hablarle del chico. Ya sabe que hace casi dos años que no aparece por mi escuela.
—Sí, ya me lo dijo usted.
En este tiempo el maestro ha estado varias veces en casa y madre me ha dado una paliza después de cada una. Sabe que no voy a la escuela, pero parece que se entera cuando el maestro se lo dice.
—El tiempo pasa y pronto ya no tendrá edad de ir. Los que fueron compañeros suyos ya saben leer, escribir y las cuatro reglas. ¿No le da pena que su hijo se quede hecho un burro?
—Cualquiera sabe lo que es mejor para él. Ya le diré que vaya.
El maestro me mira y se toca la muñeca que tuvo rota muchos meses.
—Es poco. Debe usted acompañarle hasta la puerta.
Espero temblando las palabras de madre.
—Le acompañaré.
—Su hijo se lo agradecerá cuando sea mayor. Ustedes no comprenden los beneficios de la cultura. Un hombre culto puede salir de aquí y presentarse dignamente en cualquier parte del mundo y ganar un buen sueldo.
El maestro tiene unos dientes de caballo y al mirarme los aprieta pensando que ya es mañana y que me tiene al alcance de su puño. Desde hace dos años espera la ocasión de agarrarme.
—¿Es usted un hombre culto? —dice madre.
—Bueno, creo que sí, la verdad. Sí, soy un hombre culto.
—Entonces, ¿por qué no se marcha de La Baña?
—Alguien debe enseñar a los niños.
—¿Pero es que aún no sabe que está enseñando a unos muertos?
—Cálmese, señora.
—¿No sabe usted que muchos de estos niños morirán de hambre antes de que dejen la escuela y que si viven se pudrirán para siempre en el pueblo? ¿Tampoco sabe usted que aquí es pecado comer y que nosotros, mis hijos y yo, estamos en pecado?
—Le ruego que se calme, señora.
Madre se sienta encogida en una banqueta y el maestro se levanta.
—Es mejor que mañana lleve a su hijo a la escuela. En esta nueva España que vivimos los padres están obligados a llevar a sus hijos a la escuela. Hay penas de ley para estos abandonos. ¿Mañana, pues?
—Sí, señor.
—¿Se encuentra usted bien?
—Sí, señor.
—Le ayudaría mucho tener una charla con don Matías.
—Sí, señor.
Es casi de noche y comemos los tres últimos chorizos con el pan que ha traído Mario. Estoy contento de que se haya acabado la lata porque así podré abrir de nuevo la cerradura de la cantina de Eulalia, porque madre come chorizo todos los días y no se quita las madreñas. Madre se echa en el cajón de las pajas sin dejar de mirarme, y cuando cojo el hierro y abro la puerta para salir, sus ojos no se apartan de mí.
No tardo mucho en abrir la cerradura. Esta vez he traído cerillas. La cantina de Eulalia es la única que vende ropa. Se la trae del rastro de Madrid un hermano suyo que se llama Antonio. Allí veo, amontonados o colgados, pantalones, chaquetas, jerséis, camisas, faldas de mujer. Son ropas que algunos compran para su boda y otros para sus muertos. En un cajón encuentro una navaja y la cojo. No veo chorizos por ninguna parte. Cojo una gran plancha de tocino y me largo.
Madre está dormida y la despierto para que vea el tocino que le alumbro con la linterna.
—Estaba soñando que las personas, las cosas y todo lo de La Baña eran de color azul —dice.
Oigo las pisadas de los hombres de las botas al otro lado de la puerta y enseguida los golpes que dan con las culatas de sus fusiles. Salto de las pajas y tiro la plancha de tocino por la ventana.
—Dios mío, Dios mío —dice madre.
Ella abre la puerta.
—Venimos en busca de su hijo.
—¿Qué le van a hacer?
—No se apure, señora. Aquí no matamos a nadie. Sólo es para que nos acompañe al cuartel.
Me agarran de un brazo y me llevan. Lo último que veo es a Mario sentado en las pajas y a madre tapándose la cara con las manos.
Hay dos guardias más en un cuarto con una mesa y un tintero como los de la escuela. Uno está sentado y el otro de pie.
—Hola, Ruso. Traes cara de sueño. Todos tenemos sueño. Escucha: sólo queremos saber lo que pasó el otro día en el monte —dice el guardia sentado.
—Yo no he robado nada en el monte.
—¿Quién habla de robar? ¿Qué hacías por los alrededores del lago Lobito cuando viste a aquellos hombres?
—Andaba.
—De modo que viste a aquellos hombres.
—No, no vi a ningún hombre.
El guardia sentado se pasa la lengua por los labios.
—Pero no negarás que después, otro día, estuviste por allí con Raúl, el hijo de Bonifacio. Él nos lo ha dicho.
—¿Ha estado aquí Raúl?
—No, su padre. Acaba de contarnos lo que le ha dicho su hijo. Tú le hablaste de unos hombres. Sólo queremos saber qué aspecto tenían y cuántos eran.
—Era mentira.
—Dice también el hijo de Bonifacio que uno de esos hombres te enseñó a cazar lagartos y a freírlos.
—Es mentira.
—Entonces, dinos quién te enseñó. Porque, antes de ese día, vosotros nunca habíais comido lagartos.
—Yo lo aprendí solo.
Uno de los hombres se acerca por mi espalda, pone mi mano izquierda sobre la mesa y me la pisa con la culata de su fusil.
—¿Cómo eran esos hombres? —dice el hombre sentado.
Callo. Las piernas me tiemblan. El hombre de los lagartos me dijo qué no contara nada. Si mi pelo fuese moreno, como el de todos… El guardia del fusil lo quita de mi mano y da un gran golpe con la culata en la mesa.
—A la próxima, tu mano estará debajo y te romperé los huesos —dice.
—¿Cómo eran esos hombres? —dice el guardia sentado.
La culata del fusil está a dos palmos sobre mi mano y la cara del guardia se prepara para dar el golpe.
—Llevaban ropas muy rotas —digo.
—¿Iban armados?
—Sí.
—¿Con fusiles?
—Sí.
¿Cuántos eran?
—No sé.
—A tus amigos les dijiste que eran cuarenta.
—Eran siete.
—¿Por qué les dijiste que eran cuarenta?
—No sé.
—Yo sí lo sé: para hacerte el valiente. De modo que eran siete. ¿Llegaron juntos?
El fusil continúa en el aire, sobre mi mano.
—No, primero vi a uno solo.
—¿Cómo era?
—Bajo, fuerte y con el pecho lleno de pelo.
—Pedrón —dice el guardia del fusil.
—¿Fue el que te enseñó a cazar lagartos y freírlos? —dice el guardia sentado.
—Sí.
—¿Eran siete con él u ocho con él?
—Ocho.
—¿Llevaban muchas balas encima?
—Sí.
—¿Te amenazó de alguna forma el peludo? ¿Tuviste miedo a su lado?
—No.
—¿Ni siquiera al marcharte te amenazó?
—Me dijo que no contara a nadie que le había visto.
El guardia del fusil va hacia atrás.
—¿Sabes lo que te hará si se entera de que has hablado con nosotros? Te asará como a un lagarto. De buena te libraste, Ruso. ¿Has oído hablar de los rojos? Pues los hombres que viste son rojos escapados de la guerra. Son bandidos y asesinos. Entran en los pueblos y matan a todo Cristo. Les llamamos maquis, Pero no te apures, que por nosotros nadie sabrá lo que nos has contado. Una cosa te voy a pedir, Ruso: que si los ves otra vez nos lo digas enseguida. Anda, corre con tu madre y que sepa que no te hemos matado. Nosotros somos amigos de todos los que cumplen las leyes.
Doy vuelta a la casa para coger la plancha de tocino, pero no está donde tenía que estar. Oigo la voz de madre llamándome, levanto la cabeza y la veo en el ventanuco. Subo. Le cuento lo de los guardias y me dice que enterró el tocino en la cuadra. Bajamos. Quito tierra con el azadón y saco el tocino del agujero envuelto en una costra negra.
Madre y yo tardamos mucho en limpiarlo. En la misma cuadra comemos un trozo cada uno.
—Tenemos que ir a la escuela —dice madre.
—Yo no voy.
Ahora los dos vamos camino de la escuela. Tropiezo muchas veces porque las lágrimas no me dejan ver.
—En cuanto me agarre me mata —digo.
—No te hará nada. Yo se lo diré.
—En cuanto usted se marche, me mata.
El maestro me está esperando en la ventana. A su espalda la clase canta la tabla de multiplicar, pero él me ve de lejos y ya no tiene ojos para otra cosa. Antes de que lleguemos ya ha abierto la puerta.
—Buenos días.
—Buenos días.
—Al fin le vemos el pelo a nuestro amigo.
El maestro nunca ha usado bastón, pero ahora se apoya en una tranca de roble. Se aparta a un lado para dejarme entrar.
—No quiero que le pegue —dice madre.
El maestro ni siquiera la oye. Me mira.
—A los niños no se les enseña a golpes —dice madre.
El maestro la ha olvidado. Agarra el picaporte de la puerta para cerrarla, conmigo dentro. Toda la clase tiene vueltas sus caras hacia mí, sin dejar de cantar la tabla.
—Bienvenido al hogar —dice el maestro.
Abro la puerta y echo a correr hacia la calle.
En siete días es la primera vez que me despierta un ruido.
Ha sido un disparo de escopeta. Salgo del tronco y miro el valle y las montañas y los bosques, pero no veo a nadie. Ya no me da miedo estar aquí. Sólo un poco por las noches. Desde el primer día encontré este tronco hueco de roble, cuya boca tapo con ramaje para dormir más caliente. No tengo la varilla y no he podido cazar ningún lagarto y todos los días he de caminar una hora hasta el lago Lobito a ver si pesco alguna trucha, que como cruda. Pero no es buena época de pesca y hay días que me quedo sin trucha.
Suena otro disparo de escopeta. Si yo tuviera una no pasaría hambre. El monte está lleno de liebres y conejos y perdices y codornices y zorros, y a veces también veo corzos, pero todos se ríen ante mis propias narices porque no tengo una escopeta.
Entonces veo en el valle a don Matías. Lleva recogidos los faldones de la sotana y de su cinto con cartuchos le cuelgan dos liebres. Apunta para hacer un nuevo disparo y entonces me digo: «Ahora verás, maricón», y empiezo a tirarle piedras. Mira a todos lados, da vueltas sobre sí mismo, pero no puede verme. Mis piedras le caen cada vez más cerca y por fin le atizo con una en el hombro.
—¡Cabrón el que sea! ¡Cabrón el que sea! —dice.
Dispara su escopeta a ciegas, y al ver que le siguen lloviendo piedras se agarra los faldones y echa a correr como un buey negro.
Por la noche bajo al pueblo.
—¿Dónde has estado esta semana? —dice madre.
—Por el monte.
Cojo el hierro del rincón del suelo y espero a ver si madre me dice lo que parecía que iba a decirme.
—Voy a traeros algo —digo.
Estoy a la puerta de la cantina de Bonifacio. Esta noche le robo a él por cabrito, por haber contado a los guardias lo del hombre de los lagartos. Me hago con la cerradura a la tercera metida. Busco a ciegas, porque he olvidado la linterna. Toco una lata grande y redonda y un pan entero, y cojo las dos cosas. Salgo y cierro. Estoy tan contento que casi no me aguanto la carcajada. Tengo comida y siempre podré coger la que necesite. Siempre podré cogerla. Siempre. Me pongo a silbar por el centro del camino.
—¡Alto!
¡La hostia! ¡Son los guardias! Doblo por el costado de una casa en el momento en que me cae encima un golpe de luz.
—¡Alto, Ruso! ¡Te hemos visto! ¡Detente o disparamos!
Y disparan, pero yo ya estoy camino del monte. De pronto no puedo dar un paso. Las piernas me tiemblan y se me caen de las manos la lata y el pan. ¡Los guardias han disparado contra mí sus fusiles! Oigo sus pasos y no puedo moverme. Me dejo caer sobre las piedras y ruedo de costado hasta unos matorrales. Los pasos están más cerca. Quiero salir corriendo, pero allí sigo, echado como un tonto, agarrándome las piernas con las manos para que dejen de temblar, porque estoy seguro de que los huesos hacen ruido. Y entonces veo la lata y el pan que pronto verán los guardias. Me pongo a gatas y avanzo arrastrando las rodillas. Doy un empujón a la lata, para que ruede, y pongo el pan de canto y le doy otro empujón. Regreso arrastrándome a gatas. La luz de la linterna alumbra las piedras y las matas todavía moviéndose por mi paso. Los guardias pasan a media carrera, rompiendo el suelo con sus botas.
Llevo varias horas metido en el silencio de la noche. Me pongo en pie cuando dejo de sentir el temblor de las piernas. Cojo la lata y el pan y echo a andar, y entonces recuerdo que los guardias disparan al principio sus fusiles al aire. Así es como han agarrado a algunos vecinos del pueblo cuando huían de robar, según he oído. Llego a mi tronco hueco sin haber visto a los guardias.
Hoy se me acaba la comida. En la lata había sardinas viejas, y entre ellas y el pan he aguantado cuatro días, preguntándome qué sucederá cuando baje al pueblo. Como la última sardina y el último cacho de pan. Es media mañana. Voy por el monte buscando algo que comer y a primera hora de la tarde llego a las peñas de los lagartos. Cazo tres con la punta de la varilla y entonces caigo en que no puedo hacer fuego. Al llegar la noche tengo que elegir entre bajar al pueblo a por más comida o comerme crudos los lagartos. Me los como y busco una grieta para dormir. Al despertar a la mañana siguiente recuerdo que he pasado la noche soñando que tenía tres lagartos vivos en la tripa. Quiero pensar en otra cosa, pero sólo pienso en lagartos, y resulta también que el gusto que siento en la boca es de color verde. A media mañana salgo a tumbarme al sol y no me muevo hasta muy avanzada la tarde, cuando me agarra un hambre de mareo. Echo a andar hacia el río para pescar alguna trucha, pero llego de noche. No quiero una larga noche de hambre y empiezo las cuatro horas de caminata hacia el pueblo.
Corro la tranca con mi hierro y oigo que alguien se levanta del cajón de las pajas.
—Han pegado a madre —dice Mario.
Pienso en Tomás.
—Querían sacarle dónde estabas. Ella les decía que no lo sabía, pero seguían con los bofetones —dice Mario.
Salgo y corro por el camino entre casas y luego desde la falda del monte empiezo a tirarle piedras al cuartel. Los guardias tardan en salir. La luz de sus linternas corta la noche y lanzan varios tiros al aire.
—¡Cabrón! ¡Es de cobardes atacar en la oscuridad! ¡Qué no te cojamos! ¿Eres un cobarde o no?
Quieren que les conteste para reconocerme por la voz. Sigo tirando piedras hasta que me duele el brazo. Cuando doy la vuelta me asusto de lo que acabo de hacer.
Ha pasado una hora y estoy en la puerta de la cantina de Bonifacio. Tengo hambre y quiero llevar algo a madre. Meto el hierro y abro. Salgo con una lata de chorizos. Al abrir la puerta de casa aparece una sombra por cada lado y unas manos me agarran por los brazos.
—Esta noche no te ríes de nosotros, Ruso.
Me arrastran en el momento en que salen a la puerta madre y Mario.
—Traía chorizos —digo a madre.
No veo su cara. Allí queda su sombra silenciosa e inmóvil.
En el cuarto hay la luz de un quinqué. Los dos guardias han dejado sus fusiles contra la pared y se han quitado los correajes y uno de ellos está sentado a la mesa, escribiendo. Su pluma rasga lentamente el papel.
—Dime tu nombre —dice.
—Antonio.
—Apellidos.
—Bayo.
El otro.
El guardia que tengo detrás me da un empujón.
—El otro apellido.
—No tengo más apellidos.
El guardia que escribe pregunta la hora y el otro mira el reloj que lleva en la muñeca y dice que la una y veinticinco y el que escribe dice: «Entonces pondremos a la una y quince minutos».
—Esta lata de chorizos es de cinco kilos, ¿no? —dice después.
El otro dice que sí con un gruñido.
—¿De dónde la robaste, Ruso?
—Me la encontré en la calle.
El guardia que tengo detrás me da una patada en el culo. El guardia de la mesa descuelga de la pared una larga porra oscura y me apunta con ella. Debe ser el vergajo. Un día le oí decir a un hombre que el que lo prueba no quiere repetir.
—Es mejor que digas la verdad, Ruso.
Se inclina de nuevo para escribir.
—Apodado el Ruso.
Levanta los ojos y me acerca el vergajo por encima de la mesa.
—¿De dónde has robado esta lata de chorizos?
—De la cantina de Bonifacio.
—¿Ya sabes que al que roba lo metemos en la cárcel?
Le miro sin decir nada.
—¿Y qué más has robado?
Recuerdo que hace cinco días me vieron con otra carga.
—Una lata de sardinas y un pan —digo.
—Así está mejor. ¿De dónde lo robaste?
—De la cantina de Bonifacio.
—A este paso le arruinas a Bonifacio. ¿Cómo abriste la puerta?
No quiero que me quiten el hierro.
—Estaba abierta.
—¿Las dos noches?
—Sí.
El guardia de mi espalda me agarra por el cuello.
—¿A quién le robaste la llave para abrir?
—Yo no abrí con ninguna llave.
—¿Y también estaba abierta la puerta de la cantina de Eulalia las tres veces que entraste a robar el jamón, las dos latas de chorizos, la pieza de tocino y las madreñas? Mira qué cara pone. Se cree que no lo sabíamos.
—Yo no he entrado en la cantina de Eulalia.
El guardia me tira al suelo de un sopapo.
—No armes tanto escándalo que vamos a despertar al cabo —dice el guardia de la mesa.
—Encima de tenernos levantados toda la noche el jodido se burla de nosotros.
—Quizá nos diga la verdad. En La Baña hay muchos ladrones.
El guardia me agarra de la camisa para levantarme.
—¡Por tu culpa hemos perdido varias noches vigilando tu casa! ¿Crees que nos vamos a dejar marear por un mocoso como tú?
Se abre la puerta y entra otro guardia en camisa y pantalones, el pelo revuelto y la cara blanca de sueño.
—¿Le cogisteis, por fin?
—Sí, mi cabo.
—¿Ha confesado?
—Sí, mi cabo.
—Pues a la cama todos.
Al ir a cerrar la puerta, se vuelve.
—Hace una hora nos apedrearon el tejado.
El guardia me agarra de la camisa y me zarandea.
—¿Qué me dices de eso?
—Déjale, que no ha sido él —dice el cabo.
—¡Pero si todo encaja! Tira las piedras, roba donde Bonifacio y va a su casa, donde lo cazamos.
—Que no ha sido él. Estoy seguro de que es cosa de ese tratante al que calentamos la semana pasada y que todavía ayer andaba por aquí.
Me dejan a dormir solo en el cuarto de la mesita, después de apagar el quinqué y de cerrar la puerta con llave. La ventana tiene rejas y no puedo pasar. Tengo hambre y estoy cansado. Subo a tientas a la mesa y cuando estoy buscando postura se abre la puerta y me echan encima la luz de una linterna.
—Todos hacen lo mismo. Anda, Ruso, baja de esa mesa que la manchas.
Me han sacado a la puerta del cuartel y me han puesto las esposas. Los dos guardias que me cogieron ayer están preparados para el viaje y ahora comen escabeche con pan sentados en el peldaño de piedra. Entonces sale el cabo, les quita un cacho de pan y me lo tira a mí.
—No sería malo sacar un par de chorizos de la lata que nos trajo ayer el Ruso, mi cabo —dice uno de los guardias sentados.
—Esa lata habrá que devolvérsela a su dueño. Aquí sólo comen chorizo los ladrones dice el cabo.
En Aguas vivas nos abre la puerta la mujer de pelo rojo.
—Vaya, justo cuando nos sentábamos a comer.
El juez viene por el pasillo poniéndose la chaqueta.
—Ah, son ustedes. Pasen. Enseguida liquido a estos señores, María. Vamos a ver qué me traen esta vez.
Sólo al entrar en el cuarto y sentarse a la mesa me reconoce.
—¡Pero si es el Ruso! ¿Qué ha hecho ahora el Ruso?
—Robar una lata grande de sardinas viejas, otra lata de cinco kilos de chorizos y un pan, señor juez —dice uno de los guardias entregándole el papel que escribió anoche.
El juez lo lee.
—¿Se ha recuperado algo?
—Sí, señor juez. La lata de chorizos.
—Ustedes no dejan a la gente que se quite el hambre.
—Todos pasamos hambre, señor juez.
—Sí, pero unos más que otros. ¿Y qué hago yo ahora con esta criatura?
—Métale unos meses de cárcel para que escarmiente.
El juez vuelve a leer el papel.
—¡Pero si ni siquiera ha forzado una puerta! ¿Cómo voy a condenar a una criatura que…? ¿Cuántos años tienes, Ruso?
—Doce.
—¿Cómo voy a condenar a una criatura que casi no ha hecho más que extender el brazo para comer? ¿Dónde está su madre? ¿Por qué no la han traído también? Me habría gustado hablar de nuevo con esa mujer sobre la educación de su hijo. Bueno, Ruso, te voy a encerrar tres días por esa lata de sardinas y ese pan. Y ustedes devuelvan los chorizos a esa…
El juez levanta el papel hasta sus ojos.
—… a esa Eulalia. Pero me llevan al Ruso a Robledal y lo entregan al alcalde para que lo meta en su depósito. En mi cuadra andan sacando la porquería y encalándola.
Escribe en un papel y se lo entrega a los guardias.
—También le pongo al alcalde cuándo lo debe soltar. Y tú, Ruso, a ver si no tienes tanta hambre. ¿Sabes lo que hago yo cuando tengo hambre? Pues me echo a dormir con un madero encima del estómago, para que me lo achique.
Robledal está a medio camino entre La Baña y Aguasvivas. El alcalde vive en una casa que tiene debajo el cuarto del ayuntamiento. Es un hombre pequeño y delgado, con gafas y una boca grande sin dientes.
—¿Qué me traen ustedes aquí?
—El juez quiere que lo encierre en alguna parte.
—Sí, cuando el ayuntamiento tenga dinero para hacer un depósito.
—Dice que lo meta en su cuadra.
El alcalde coge el papel que le dan los guardias.
—¡Tres días! ¿De qué presupuesto saco yo dinero para alimentarlo tres días? El ayuntamiento no tiene ninguna subvención para presos. El juez ya sabe lo que se hace pasándome los muertos. Él también tiene cuadra. Pero es muy bonito dictar sentencia y que luego los demás carguen con el gasto de la justicia.
Los guardias me llevan a una cuadra que tiene el alcalde en las afueras de Robledal. Es como las de La Baña, debajo de una casa en la que no vive nadie. El alcalde abre la puerta con una gran llave y un guardia me quita las esposas y me empuja dentro. Hay un fuerte olor a heno seco y antes de que cierren la puerta veo pilas de fardos hasta el techo y mucha paja suelta en el suelo. Cuando se alejan las voces de los tres hombres me tumbo en aquella cama. Pienso en los chorizos que quedaron en el cuartel de los guardias y que no pude probar. ¿Cuándo me traerán comida? Si el alcalde se cabreó con el juez porque tenía que alimentarme, fue porque no puede dejar que me muera de hambre.
Suelto el hierro atado por dentro a la camisa, me levanto y lo meto en la cerradura. Abro la puerta por una rendija. No veo a nadie ni se oye nada. Puedo huir e incluso llegar a La Baña antes que los guardias. Pero ¿para qué? En casa no hay berzas ni patatas y esta misma noche tendría que abrir otra cantina. Es mejor quedarme a ver si como tres días sin salirme de la ley. Cierro la puerta y vuelvo a las pajas.
Abro los ojos. Es de noche.
—Aquí te dejo esto.
No reconozco la voz de la sombra que se mueve en la puerta abierta. La cierra y oigo sus pasos alejándose. Me levanto y busco. Mis manos tropiezan con una lata y un cacho de pan. En la lata hay agua. Meto la cara y bebo como los perros. Los bocados de pan me bajan por el pecho hasta las tripas con un ruido a hueco.
Despierto a la mañana siguiente, y a los rayos de sol que se filtran por las rendijas de la puerta busco entre las pajas las migas sobrantes de ayer. Luego bebo otro trago de agua. De vez en cuando oigo pasos al otro lado de la puerta, pero nadie la abre en todo el día. Ya es de noche ruando suma la cerradura.
—¿Estás ahí?
Es la misma voz de ayer.
—Sí —digo.
Cae algo sobre las pajas, a mi derecha.
—Me llevo la lata para traerte más agua.
Se cierra la puerta y busco a mi alrededor. Era otro cacho de pan. Lo como en un momento. Tengo sed y me pongo a esperar la lata, pero cuando despierto a la mañana siguiente todavía no está.
Es la noche, otra vez. Ha pasado la hora en que me suelen traer el pan. Me despierto de golpe. Todavía no ha amanecido. Cojo el hierro y abro la puerta. Al llegar a La Baña doy un rodeo para no pasar por delante del cuartel de los guardias.
Este año no tenemos ni siquiera los granos de patata que solemos arrancar de las plantas todavía verdes, porque en Navidad nos comimos la semilla. A madre le pagaron ayer con una berza y hoy nos hemos comido la mitad. Hace un viento de nieve y esta mañana la tía Petra nos ha traído un cacho de manta para que nos tapemos los tres por las noches. Ya me atrevo a salir de casa. Como los guardias no vienen a buscarme pienso que el alcalde de Robledal no se ha enterado aún de que he huido de su cuadra, o cree que he muerto de hambre allí dentro, o no le importa ni una cosa ni otra. Ahora voy andando por el pueblo, hasta que veo a Raúl delante de los dos caballos de su padre y a su padre detrás. Los caballos y Bonifacio han regresado del largo viaje a Astorga y a La Bañeza en busca de la sal, el vino, el aceite, el laterío y las demás cosas para la cantina. Los caballos se doblan bajo el peso de los fardos.
—Hola —digo a Raúl.
Pero él pasa sin hacerme caso.
—Hola —digo otra vez.
—Me cago en tu puta madre, ladrón —dice Bonifacio—. ¿Qué miras? ¿Ya estás echándole el ojo a lo que me vas a robar esta noche? ¡Quítate de mi vista si no quieres que te parta el alma, cabrón! ¿Qué gano yo con que te encierren? ¿Es que el juez cree que vas a parir para mí en la cárcel mis sardinas, mi pan y mis chorizos? Entra, entra de nuevo en mi comercio y verás como te parto en dos con el hacha.
—Hijo de Basilia tenía que ser —dice una vieja.
Alguien me agarra de la blusa, me vuelvo y es Gualberto.
—¡Uuuuhhhh! —dice, y me hace señas para que le siga.
Me lleva a su casa. Su madre se llama Aurelia y está echando patatas en la olla que cuelga sobre el fuego. Un hombre a quien no he visto nunca pasea por la casa con las manos en los bolsillos.
—¡Uuuuhhhh! —dice Gualberto.
Le miro y sus manos recorren la cintura de su pantalón. Para decirle que he comprendido, yo también hago el mismo gesto en mi pantalón. Aquel hombre es su padre.
—Este es Antonio, el hijo de Basilia —dice Aurelia.
El hombre tiene unas cejas muy negras y salientes y cuando me mira creo que me va a echar de su casa.
—¿Este es Antoñito? —dice.
Me levanta como a una pluma y me tira a la cara todo su aliento de vino.
—Yo casi te vi nacer, hijo. Eras como una ladilla.
Es un hombre muy fuerte. Sus dedos parecen de hierro. Entonces recuerdo que se llama Evaristo y que ha estado en la cárcel todos estos años por matar a un cuñado. Madre nos lo ha contado. Al morir el suegro dejó un arcón que se querían llevar a su casa tanto Evaristo como su cuñado. Por fin, lo echaron a suertes y le tocó al cuñado. Entonces Evaristo lo mató, partió en cachos su cuerpo y los tiró al río Cabrera. Por eso lo metieron en la cárcel. El arcón no tenía nada dentro, no era más que un arcón.
Me deja en el suelo.
—Dice Aurelia que eres el mejor amigo de Gualberto. Algún día saldréis de aquí y veréis mundo, como yo.
—No presumas tanto, que él también ha estado en la cárcel —dice Aurelia.
Evaristo me mira con los ojos muy abiertos y luego me lleva a un rincón donde hay dos banquetas y me sienta en una y él se sienta en la otra. Gualberto se sienta entre los dos, en el suelo.
—¿Qué te han hecho esos cabrones, Antoñito?
—El juez me encerró en su cuadra de Aguasvivas y el alcalde en la suya de Robledal.
—¿Qué habías hecho?
—Coger chorizos, sardinas y pan de la cantina de Bonifacio.
—Si hubieras empezado a robar antes no estarías tan flaco. Seguro que te mataron de hambre en esas pocilgas.
—Me tuve que escapar de la cárcel del alcalde porque se habían olvidado de mí.
—¡El Antoñito se ha fugado de una cárcel! —dice Evaristo.
Gualberto ve su expresión y se pone a dar saltos sobre su asiento del suelo y a lanzar su «¡uuuuhhhh!» de alegría.
—¿Cómo te largaste, Antoñito?
—Abrí la puerta con un hierro que tengo en casa.
—¿El mismo con el que entraste en la cantina de Bonifacio?
—Sí.
—¿Ya oyes, Aurelia?
—Sí, ya oigo.
La cara de Evaristo cambia de golpe. Se encoge en la banqueta y suspira.
—Antoñito: tira ese hierro al río Cabrera y apriétate el cinturón para aguantar mejor el hambre. O escapa de este maldito pueblo cuanto antes, si no quieres acabar como yo.
Su mirada vuelve a cambiar y me dice a media voz:
—Aunque en la cárcel donde yo he estado daban de comer todos los días.
—¿Cómo es la cárcel?
—Grande y tan dura que no la rompería ni un terremoto. Toda llena de rejas tan gordas como el brazo y cerrojos en las puertas que ni tú podrías con ellos con tu hierro.
—¿Dónde está la cárcel?
—Por ahí, lejos. ¡La cárcel está en el mundo, Antoñito, y La Baña no está en el mundo!
—¿Qué dan de comer en la cárcel?
—Alubias, lentejas, patatas, tortillas, pescados y más cosas. Mira, los cocineros hacen las comidas en unas perolas tan grandes que sólo de verlas se te quita el apetito. Todos los días se come, Antoñito, que es lo importante. La verdad es que yo tuve suerte, porque me tocó El Dueso. En otras cárceles se pasa tanta hambre como en La Baña, ¡y allí no puedes descerrajar ninguna puerta para comer!
—¿Cuánto hay que andar para llegar a la cárcel?
—No andas, te llevan en autobús, en tren, otra vez autobús y otra vez tren. Está muy lejos.
—¿Más lejos que Astorga y La Bañeza?
—Astorga y La Bañeza están a la vuelta de la esquina.
—El mundo es muy grande, ¿verdad?
—Bueno, a veces parece muy grande y a veces muy pequeño.
—¿Qué hay en el mundo?
—Mucho cabrón, como en tu pueblo. Y como hay ciudades con casas que tienen varios pisos, pues caben muchos más cabrones. Sí, Antoñito, el mundo es muy grande. Hay ciudades tan grandes que te pierdes entre sus casas.
—¿Hay guardias en el mundo?
—Mira: yo he visto cuarteles tan grandes que en ellos podríamos meternos a dormir todos los vecinos de La Baña. Hay otros guardias que se llaman soldados y que tienen cañones. Con un cañón pueden matar a varios hombres a la vez y si vas huyendo te alcanzan aunque lleves un día de ventaja. ¿En qué piensas?
—En nada.
Entonces Evaristo se inclina y apoya su dedo en el pecho de Gualberto.
—¿Has metido el ganado en la cuadra?
Gualberto le mira y luego me mira a mí. Aurelia se acerca a nosotros.
—¿Has guardado las ovejas?
Gualberto se le queda mirando con su cara caída. Yo le cojo la barbilla y le vuelvo la cara hacia mí. Le hago con los dedos la señal de esquilar y marco en el suelo un redondel y en el centro un punto. Gualberto lanza su «¡uuuuhhhh!» y mueve con fuerza la cabeza de arriba abajo. Me entiendo con él mejor que su familia.
Luego Evaristo me dice:
—Nunca te tomes la vida en serio, Antoñito. Ven, que te voy a enseñar algo.
Me lleva a uno de los tres cuartos de la casa y en un rincón hay un cajón oscuro, alargado y con dibujos metidos en la madera.
—Durante toda mi condena no he hecho otra cosa que pensar en el arcón. «Es el mueble más importante que tienes en casa», me decía. «Un día llegarás a guardar en él un tesoro». Porque yo, Antoñito, siempre he pensado que un hombre no puede ser dueño de una cosa si antes no tiene dónde guardarla. Nunca me arrepentí de haber troceado a mi pariente. Ni siquiera me acordaba de él. Pero en la cárcel hasta dormido pensaba en el arcón. Y mira.
Levanta la pesada tapa y veo en el fondo un montón de botellas.
—Mi hija Francisca parece que ha cogido la manía de traer a casa todas las botellas viejas que encuentra en el pueblo y su madre deja que las guarde en el arcón. Me dice que a veces las saca al sol para ver de qué colores se ponen sus cristales. Para esto me he jodido yo tantos años en la cárcel.
Ahora entra Francisca en la casa. Tiene catorce años y casi nunca abre la boca para hablar.
—¿Dónde está Secundino? —dice Evaristo.
Se ha echado novia —dice Aurelia.
Pues que le aproveche —dice Evaristo—. Hale, Antoñito, siéntate con nosotros a comer estas patatas.
Han empezado las nieves. Como los rebaños no salen de las cuadras, ni yo ni nadie puede ir de pastor. También están paradas las faenas en los campos. Me paso el día mirando a madre a ver si me dice con los ojos que vaya a robar una berza o unas patatas, como me decía antes, pero no me mira. Oigo fuera pasos de animales y salgo a la puerta. Son tres hombres sobre tres caballos, envueltos en chaquetones de pana. Sé quiénes son: tratantes de ganado. Vienen por La Baña dos o tres veces al año a llevarse cabras, corderos y ovejas y a dejar el único dinero que anda por aquí. Cada caballo tiene una funda pegada a la silla y en cada funda hay una escopeta. Me siento para verlos pasar, pero ellos se paran ante la casa. En cabeza va el hombre de la nariz rota. Desmonta, se acerca hasta poner sus botas junto a mi pierna y llama a la puerta, a pesar de que está abierta. Madre sale.
—Entrad —dice.
Desmontan los otros y entran todos.
—Vete a pedirle un poco de sal a la tía Petra y ya te quedas a comer en su casa —dice madre.
Al salir veo que el hombre de la nariz rota está tocando un pecho a madre.
No voy a casa de la tía Petra. Busco detrás de las casas algo para envolver mis pies y encuentro una lona deshilachada. Está podrida y me cuesta poco rasgarla. Con los dos cachos mayores envuelvo mis pies y los fijo enrollando las tiras sueltas. De este modo camino por la nieve por detrás de las casas. Apenas veo a nadie. Y lo peor es que tampoco hay ninguna gallina fuera. De pronto, allí está Daniel arreglando los barrotes de la ventana de su cuadra. La puerta está abierta y me llega el ruido que hacen sus ovejas y sus gallinas. Daniel tiene mucho ganado y es uno de los más ricos de La Baña, tan rico como el tío Dalmacio o Romualdín. Está subido a un cajón y martillando unas cuñas contra la parte baja de uno de los barrotes, para trancarlo. Se abre la ventana de la casa y se asoma Trinidad. Trinidad es su hija y va a la escuela.
—Padre, que suba —dice.
Daniel se baja del cajón y da la vuelta a la casa. Espero a que Trinidad se quite de la ventana antes de abandonar los matorrales. Voy a la puerta de la cuadra. Entro. Cojo un palo y le arreo a una gallina en la cabeza y cae sin un ruido. Salgo con ella corriendo. No sé por qué vuelvo la cabeza. Allí está Trinidad, en la ventana, mirándome. Sigo corriendo para estar lejos cuando avise a su padre, pero al mirar otra vez la veo allí, quieta, mirándome. Ya no corro, y de vez en cuando me vuelvo para mirar a Trinidad. No se mueve. Cuantas veces me paro a mirar, allí la veo.
Aparto la nieve con la pala y abro un agujero en la tierra para enterrar las plumas. Quiero acabar pronto para volver a casa y saber qué me dice madre. Le dije antes: «Yo te traeré comida y así no tendrás que recibir a hombres». Ella me miró y no me dijo nada. Sobre una banqueta vi tres latas pequeñas de sardinas y un pan. Después madre cogió la gallina, la desplumó y la limpió. «Entierra todo esto», dijo. Y ahora estoy acabando de esconder los restos de la gallina para volver a casa y saber lo que me dice madre.
A la salida de la escuela, Félix, Raúl y Gualberto se paran delante de mi casa. Yo no quiero salir porque está Raúl.
—Ven, Antonio, que Raúl te tiene que decir una cosa —dice Félix.
—No me tiene que decir nada.
—Sal y ya verás como tiene que decirte una cosa.
Salgo.
—Padre no quiere que ande contigo —dice Raúl.
—Bueno.
—El otro día no pude hablarte porque lo tenía detrás. A mí no me importa que nos robes de vez en cuando una lata de algo. Padre dice que él mismo te agarrará un día y te meterá en la cárcel.
—Ya sé lo que es una cárcel. Te dan de comer todos los días y no dejan entrar a cualquiera. A vosotros no os dejarían entrar, porque sólo dejan entrar a los hombres.
—Claro, a ti ya te han tenido encerrado el juez y el alcalde.
—Además, para ir a la cárcel te llevan en tren y ves ciudades con casas que llegan hasta el cielo.
—¿Para qué hacen casas tan altas?
—Para que no les llegue el frío de la nieve.
—¿Y cómo se sube hasta arriba?
—Pues subiendo.
—¿Y tú quieres ir a la cárcel? —dice Félix.
—Todo el mundo quiere ir a la cárcel. Lo que pasa es que está muy lejos.
—¿No dices que te llevan en tren? —dice Raúl.
Sí, pero está muy lejos. Si la cárcel estuviera en La Baña sería otra cosa.
—Lo que pasa es que tú quieres damos envidia diciéndonos que cualquier día vas a la cárcel porque te dejan entrar.
—Bueno, pues sí.
—Ahora traigo una botella de aceite y vamos a freír lagartos.
—Con nieve no hay lagartos. Y te voy a decir otra cosa: no mandan a nadie a la cárcel por robar a su padre una botella de aceite. Así que puedes ir pensando en otra cosa.
—Yo no robo aceite a mi padre para ir a la cárcel sino para vosotros.
—Que ya te conozco. Has dicho de traer aceite porque sabías que yo te iba a decir que con nieve no hay lagartos.
Raúl echa a correr y vuelve con una botella de aceite.
—Ahora la rompo ante vuestras narices.
—No hace falta que la rompas. Ya nos has demostrado tu buena intención. Yo me quedo con ella hasta que salgan los lagartos, porque, ¿qué le dirías a tu padre si te viera llegar con la botella?
—Que no se entere de que he hablado contigo.
—Cuando yo esté en la cárcel ya les diré que te dejen entrar.
—Y a mí también —dice Félix.
—Y a Gualberto —digo, haciéndole nuestra seña de ir juntos poniendo a andar dos dedos de cada mano juntos. Gualberto dice «¡uuuuhhhh!» y me agarra de la mano para marchar a donde sea y le tengo que decir que ahora no.
Voy hasta cerca de la escuela para ver salir a las chicas. La señorita Inés las despide en la puerta y ellas corren y se echan bolas de nieve. La señorita Inés tiene un pelo muy largo y siempre lo lleva caído por la espalda y las mujeres del pueblo dicen que da mal ejemplo a las chicas. Allí está Trinidad. Sé que me ha visto, pero sigue corriendo y echando bolas. Luego salen los chicos y las corren a ellas a bolazos, y Trinidad pasa con otras a mi lado, huyendo. Gualberto es el que está alcanzándolas con una bola en cada mano. Corre como un loco, soltando sus «¡uuuuhhhh!» y mordiéndose la lengua. Las chicas le tienen miedo porque el otro día a una le reventó un ojo. Trinidad se ha quedado la última y Gualberto ya levanta el brazo para machacarla.
—¡Gualberto!
No me puede oír y entonces corro y le echo los brazos al cuello y caemos los dos sobre la nieve. Trinidad se marcha sin mirarme una sola vez, pero yo sé que me ha visto.
Tengo el hierro metido en la cerradura de Bonifacio y en esto que se abre la puerta.
—Pasa, Antonio —dice Raúl.
No le veo la cara, pero su bulto se aparta para que yo entre.
—Me gustaría ir a la cárcel contigo, pero si yo entrara a robar en algún sitio, padre me mataría a palos, me mataría de verdad, y luego no podría ir a la cárcel.
—¿Por qué me has abierto?
—Es que quiero ayudarte.
—¿Para qué enciendes el quinqué?
—Para que elijas mejor lo que quieras llevarte. Ahí tienes jamones, chorizos, un costillar de cordero, latas de muchas clases… Coge lo que más te guste. Yo voy a ver qué hace padre.
Desaparece por la escalera de comunicación y pienso que hay algo raro. Pero descuelgo el costillar de cordero, abro una tableta de chocolate y voy comiendo hacia la puerta. Entonces oigo un terremoto de pasos y los gritos de Bonifacio.
—¡Quieto, canalla! ¡Te dije que te partiría el alma!
Al salir, el costillar que llevo al hombro choca contra la puerta y pierdo el equilibrio y entonces llega Bonifacio y me agarra del cuello con una mano y con la otra me da una manta de correazos, mientras oigo decir a Raúl:
—Ya me contarás lo bien que lo has pasado en la cárcel. Los amigos son para ayudarse.
¡Habla en serio!
—¡Tú eres tonto del culo! —digo.
Bonifacio me arrastra al cuartel y les dice a los guardias: «¡Mátenlo de una vez!», y los guardias me dan de sopapos y me echan a dormir en el suelo del cuarto de la mesa.
Los pies descalzos me duelen de frío al llegar a Aguasvivas. Sólo una vez me los he podido frotar con las manos esposadas: cuando los guardias se han sentado a tomar un bocadillo de escabeche que debía de estar muy bueno.
¿Por qué ustedes me traen siempre a la gente cuando me siento a comer? Dice el juez.
El cuarto está helado. El juez lleva un chaquetón gordo, una bufanda al cuello y un gorro de lana de color azul.
—¿Qué ha hecho esta vez el Ruso?
—Lo ha atrapado Bonifacio en su cantina llevándose un costillar de cordero con el que casi no podía.
—¿Qué tiene de raro? ¿No saben ustedes que el frío da más hambre y hay que robar cosas más grandes? ¿Verdad, Ruso? Pero, vamos a ver, ¿cuándo vas a aprender a robar? Si no aprendes más vale que dejes el oficio, porque estos señores no pueden andar toda la vida atrás y adelante contigo. Te meteré en mi cuadra y ya te avisaré para salir.
Los guardias me quitan las esposas y se marchan, y el juez le dice a su mujer que me dé un cacho de pan.
—¡Mira, mira qué hambre le ha dado el frío al Ruso! —dice el juez viéndome comer.
Su mujer me frota los pies con alcohol y me pone unas alpargatas que me sobran por todas partes y con las que apenas puedo andar, pero mis pies están más calientes.
El juez y yo bajamos a la cuadra.
—Levanta la tranca y métete —dice.
Las paredes están encaladas, pero el piso es un lago de mierda. Sólo al fondo, donde las vacas, hay un espacio seco. A la derecha veo los palos donde duermen las gallinas. Trepo y me siento en uno de ellos.
—Mañana a ver si has puesto un huevo, Ruso —dice el juez.
Cierra la puerta y echa la tranca. La cuadra queda a oscuras y el frío parece mayor. En esto, oigo de nuevo los pasos del juez cerca de la puerta.
—Eh, Ruso, si me comes una gallina no te saco hasta que te lleven a la mili.
Me corro por el palo hasta las gallinas. Se mueven, un poco asustadas, pero enseguida se calman y quedo pegado a ellas, pegado a su calor. Sólo pienso en que tengo hambre y frío, pero en vez de matar una gallina y comérmela cruda, lo que hago es esperar a que se abra la puerta y venga Clara, la hija del juez. Ya no entra luz por las rendijas. Es de noche. Espero y espero, pero Clara no llega. Es demasiado tarde para que se presente a atender a los animales. Los habrá dejado listos al mediodía. Si hubiera más pajas no me importaría mucho pasar aquí la noche, pero en estos palos de las gallinas el frío se mete en los huesos. Salto y voy a la puerta. Es tan vieja que entre el borde y el marco hay hueco para meter la mano. Levanto la tranca y cae al suelo. Salgo y vuelvo a cerrar la puerta y pongo la tranca. Es difícil andar con unas alpargatas tan grandes, pero tengo algo entre mis pies y la nieve.
Lo pienso durante el viaje de vuelta: me esconderé en nuestra cuadra. Al pasar por Robledal arranco una berza de un campo y me la como cruda, después de calentar cada una de sus hojas entre mis manos. Entro en la cuadra al amanecer. En un rincón hay un montoncito de paja seca. Me entierro en ella asomando sólo la nariz, y me quito las alpargatas empapadas. Luego abro los ojos y es de día. Arriba oigo los pasos de madre. No sale en toda la mañana. No tiene adonde ir a trabajar. A primera hora de la tarde llegan los guardias. Oigo sus voces.
—¿Dónde está el Ruso?
—Hace dos días que no le veo —dice madre.
—Está aquí escondido.
—Les juro que no.
—Entonces, sabe adonde ha ido.
—No, no.
Suena un ruido y oigo a madre llorar. Entonces salgo. Empujo la puerta y veo a madre sentada en una banqueta y a uno de los guardias en jarras ante ella.
—Aquí está el Ruso —dice el otro guardia.
Son los mismos de ayer y hacen el viaje en un cabreo. Me empujan, me dan coscorrones y me dicen a ver si creo que la dotación del cuartel de La Baña está a mi servicio. Llegamos al anochecer. La mujer del juez manda a un crío a buscarle a la cantina.
—¿Otra vez el Ruso? —dice el juez—. ¿Ya te ha dado tiempo de cometer otra fechoría?
—No, no le ha dado tiempo. ¿Es que no sabe que está aquí porque usted lo reclamó?
Todavía no hemos entrado en la casa.
—El recado que les envié con el cartero no fue para que me trajeran al Ruso sino para advertirles de que andaba suelto otra vez.
—¡Pues a ver si nos entendemos en este jodido lugar!
—Yo no tengo la culpa si el cartero les transmitió mal mi aviso. Sólo le dije: «Que sepan que el Ruso anda libre».
—Pues él nos dijo: «Que cojan al Ruso, que se ha escapado». ¡La leche!
—Cálmese. Los que servimos a la justicia debemos estar preparados a todo lo malo.
—¡A mí me pagan un sueldo para mantener el orden, no para tirarme andando diez horas sobre la nieve por algo que huele a broma jodida!
—Cálmese. Aquí no ha habido ninguna broma ni ningún culpable.
Y no olvide que ustedes son mis agentes y me deben obediencia y respeto.
—El único culpable es el Ruso —dice el otro guardia.
Los tres se me quedan mirando.
—¿Qué va a hacer con él?
—Yo sé lo que tengo que hacer con él.
—¿Por qué no lo pone unos días bajo nuestra custodia?
—Ustedes regresen, que yo me entenderé con el preso.
La pareja se va y yo respiro. El juez me hace entrar en el cuarto de la mesa.
—Tengo mucha paciencia, Ruso, pero un día me la vas a acabar. De mi cuadra nadie se había escapado hasta ahora. Todavía estoy a tiempo de llamar a los agentes para que te escolten hasta La Baña. No te gustaría, ¿verdad? ¿Y crees que a mí me gusta que los presos se me escapen? Mira: me caíste bien desde el principio y quiero ayudarte. Ya te habrás dado cuenta de que quiero ayudarte. Anoche te fugaste de mi cuadra y yo no he dado ninguna orden de que te apresen de nuevo. Yo quiero que todo el mundo viva lo mejor posible. ¿Sabes que por los robos que has cometido te puedo enviar a una verdadera cárcel? Pero me digo: «No debes joder a la gente. Hemos de ayudarnos los unos a los otros». Por ejemplo, si yo te dejara marchar ahora mismo, los guardias te verían y comprenderían que no te he castigado y con la leche que llevan te desollarían. Así que mejor que te quedes dos días por aquí. Entras y sales de la cuadra cuando quieras, te paseas por los alrededores y cuando nadie te vea me traes un conejo.
Se ha quitado la nieve y los montes parecen recién lavados. Madre ha empezado a salir de pastora con el ganado de Romualdín para juntar patatas para la próxima siembra, y yo a pescar truchas. Desde el conejo del juez le he tomado gusto a los conejos. No arman escándalo. Lo más que hacen es encogerse en el rincón de la conejera. He aprendido a dejarles medio muertos de un golpe con la mano detrás de las orejas. Madre los sangra metiéndoles un cuchillo en el cuello.
Estoy comiendo en casa de Gualberto porque su padre me ha encontrado en el camino y me ha llevado casi a rastras a su casa. Yo no quería venir porque tenía en la mano una cajetilla de cigarros, pero él me ha dicho: «Estando yo en La Baña nadie pasa hambre». Ahora, los cigarros están a la izquierda de la puerta, en un agujero de la pared. Los cogí anoche de la cantina de Simplicio, que es tío de Benigno. Mientras como la berza con patatas busco la ocasión de decir a Gualberto que tengo esos cigarros. Y tengo que inventar otra seña para él. Entonces se oyen tiros en el monte y toda la familia deja la mesa y se asoma a las ventanas. Le cojo a Gualberto y le hago la seña de agarrar con los dedos un cigarro cerca de la boca, al mismo tiempo que hago que soplo humo. Él me entiende y suelta su «¡uuuuhhhh!» pero no sabe por qué se lo digo. Entonces me llego a la puerta y le enseño el paquete. Me mira como atontado. Entonces le hago la seña de encender una cerilla y la de robar, recogiendo los dedos de una mano. Él dice «¡uuuuhhhh!» otra vez y corre a coger una caja de cerillas de la chaqueta de su padre.
Ahora Gualberto y yo estamos en el bosque, fumando. Gualberto se quema los dedos con las cerillas, le lloran los ojos y cuando tose se le sale el pecho por la boca, así es de burro, pero sigue chupando del cigarro y echando humo. A mí no me gusta fumar y lo dejo. Gualberto acaba un cigarro y enciende otro. Chupa y chupa como un loco, sin respirar, y es tan bestia que por dos veces se le mete el cigarro en la boca y le quema la lengua. De pronto pienso que el fumar debe ser bueno: no hay más que ver el gusto con que fuma Gualberto. Y entonces cojo el último cigarro del paquete y lo fumo despacio. Oigo pasos y me levanto. Lejos, entre el follaje, veo los gorros de los guardias. Le hago señas a Gualberto para que se calle y él mete la cara en un agujero del suelo. Vienen cinco: tres guardias y dos vecinos de La Baña. Pasan tan cerca de nosotros que podríamos tocarles alargando el brazo. Los dos vecinos llevan un hombre muerto. Sin darme cuenta, me pongo en pie para verlo mejor. Es uno de los que estaban con el hombre de los lagartos.
—¿Qué miras, Ruso? ¿Nunca has visto un hombre muerto? —dice uno de los guardias.
Sé que vienen los guardias antes de verlos. Madre entra en casa agarrándose la cara y gimiendo y se sienta en la banqueta del rincón.
—Acompáñanos, Ruso.
—¿Qué ha hecho mi hijo? —dice madre.
—Pregunte mejor, señora, lo que no ha hecho.
—Todos roban, pero ustedes sólo le buscan a él.
En los últimos meses se han presentado en casa todas las semanas. Me llevan al cuartel y me atizan. Pero yo aguanto los tortazos y nunca les digo nada.
La pareja me pone en medio y cruzamos el pueblo.
—A ver cuándo lo matan y nos libran de él —dice una mujer.
En la puerta, el cabo me coge del cuello y me lleva al cuarto. Se sienta detrás de la mesa y me mira durante largo rato.
—Eres un caso especial, Ruso. En toda mi vida en el Cuerpo no he visto un caso como el tuyo. Habría que llevarte al médico, porque lo de robar se ha convertido en ti en una enfermedad. Mira, en este papel tengo todas las denuncias de los últimos meses. ¿Dónde metes todo lo que tragas, que no te aprovecha? Mira: vamos a admitir que tú no has robado todo esto. ¿De acuerdo? Ahora bien: estoy seguro de que sí has robado la mayor parte de esta lista de comestibles. ¿Qué contestas?
—Yo no he robado nada desde la última vez que me llevaron al juez.
Es lo que les digo siempre.
—Entonces, comenzaremos la sesión.
Da una voz y entran los dos guardias que me han traído.
—El Ruso quiere entrar en calor —dice el cabo.
—Todavía tiene rojos los papos del otro día —dice uno de los guardias quitándose la chaqueta.
—Hace dos semanas a Romualdín le robaron un conejo de su cuadra —dice el cabo leyendo en la lista—. Y hace cuatro días entraron en la cantina de Simplicio y se llevaron seis kilos de tocino y un paquete de cigarrillos. Confiesa que fuiste tú y tendremos la fiesta en paz.
—Yo no he sido.
El cabo se levanta y se sienta en la parte delantera de la mesa, con una pierna colgando y moviendo la lista en el aire.
—En los últimos ocho meses se han denunciado en La Baña setenta y cuatro robos. Nosotros no podemos permitir que esto siga así. Repasa esta lista y confiesa los artículos que te llevaste.
—Yo no he robado nada desde la última vez que me llevaron al juez.
El guardia tiene una mano grande y dura que me cubre toda la cara. Cuando la veo venir cierro los ojos y quiero agacharme. Él me coge, me levanta y el tortazo me deja sin aliento. Pero ya sé que sólo debo aguantar cuatro o seis golpes. Después me mandan a casa. Pero el caso es que ahora me suelta después del primero.
—Te voy a dar otra oportunidad, Ruso —dice el cabo—. Si nos cuentas todo lo que sabes de los maquis, rompo esta lista y te vas a casa sin ninguna cuenta pendiente con nosotros. Creo que andas mucho por los montes, ¿verdad? Y sé que en una ocasión declaraste en este cuartel que incluso habías hablado con esos hombres.
Vuelve a sentarse detrás de la mesa.
—¿Has hablado otra vez con ellos, o al menos los has visto? Queremos saber en qué lugar de estas provincias tienen su refugio principal, y pensamos que en tus andanzas por esos montes lo has podido descubrir.
Le digo que no con la cabeza.
—Escucha, Ruso: no nos importan los robos, ni los tuyos ni los de nadie. Sólo nos importan esos maquis. ¿Cuándo los viste por última vez?
—Aquel día.
—¿El día que Pedrón te enseñó a matar lagartos?
—Sí.
—Entonces, sabías que aquel hombre se llamaba Pedrón.
—No, no lo sabía. A ustedes se lo oí.
—¿Y no has vuelto a estar con ellos?
—No.
—¿Ni siquiera los has visto?
—No.
El cabo hace una seña y el guardia me arrea otro tortazo.
—¿No has vuelto a saber nada de los maquis, Ruso? —dice el cabo. Tengo que esperar a que se me vayan las estrellas de los ojos y el silbido de la oreja.
—No —digo.
—Entonces, ¿por qué estabas hace cuatro días por dónde nosotros pasábamos con el muerto? —dice el guardia levantando la mano para arrearme otro.
—Déjalo —dice el cabo—. ¿Qué hacías allí, Ruso?
—Jugar.
—¿Tú solo?
El guardia sigue a mi lado, con ganas. A lo mejor vieron a Gualberto.
—No, con el hijo de Evaristo, el mudo.
—¿A qué jugabais, tan lejos del pueblo?
A lo mejor también olieron a tabaco.
—Fumábamos.
El cabo vuelve a mirar la lista.
—Los cigarrillos robados en la cantina de Simplicio hace casualmente cuatro días, ¿verdad?
—No, que me los encontré tirados en el camino.
—¿Habías visto alguna vez al hombre que iba muerto?
—No.
—Creo que estás mintiendo.
¿Cómo lo puede saber? El guardia se frota la mano en el pantalón.
—Sí, estaba aquel día con el otro.
—¿Con Pedrón?
—Sí.
El cabo sonríe.
—Con un poco de tu parte podríamos ser buenos amigos, Ruso. ¿Cuento con que nos dirás todo lo que veas por las montañas?
El cabo hace una seña y el guardia me saca del cuartel.
—Conmigo no te valdría tanto pitorreo —dice.
Estoy sentado a la puerta de casa cuando aparece un carro por el camino. Delante del caballo van Gualberto y su padre.
—Ven con nosotros, Antoñito, y así te bajas también unas leñas para tu madre —dice Evaristo.
De un salto me pongo junto a Gualberto, que ríe con toda su boca abierta. Van al monte a por madera.
—¿Cómo te va, Antoñito? Hace tiempo que no comes en nuestra casa.
—¿Por qué los guardias tienen tanto miedo a los maquis? —digo.
—¿Cómo les has calado que les tienen miedo? Pues porque los maquis son gente bragada, son los únicos que no han soltado las armas de la guerra.
—¿Qué hará usted si vemos a los maquis?
—Pues a lo mejor les doy un recado de algunos que estuvieron conmigo en la cárcel.
—¿Por qué los guardias persiguen a los maquis?
—Porque unos ganaron la guerra y otros la perdieron.
—¿Y qué pasaría si los maquis ganan la guerra?
—Pues que los guardias serían maquis y Franco también sería un maqui.
—Pero Franco no puede ser un maqui porque está en el cielo.
—¿Quién te ha dicho que Franco está en el cielo? Cuando llegue la hora ya veremos lo que dice san Pedro.
—¿Qué recado tiene usted para dar a los maquis?
—Yo no he dicho que tenga un recado para ellos, sino que a lo mejor se lo doy. Y basta de preguntas, Antoñito.
Estamos en un bosque bajo cogiendo leña. Evaristo corta con su hacha las ramas de los árboles y entre Gualberto y yo las llevamos al carro. Cuando ya está la mitad de la carga le pregunto a Gualberto por señas qué vamos a comer y él me enseña medio pan y un cacho de tocino metidos en un morral. Evaristo se sienta y se seca el sudor.
—Gualberto y yo nos vamos a dar una vuelta —digo.
—Sí, descansaremos todos un poco. En la cárcel se pierde la costumbre de trabajar.
Gualberto y yo tomamos el camino del pueblo. Busco dos gallinas. Pero no veo una sola cuadra sin gente. En esto llegamos a la casa de Evaristo. En la parte de atrás hay quince o veinte gallinas, y ni Aurelia, ni Secundino, ni Francisca andan por allí. Gualberto me lee en la mirada lo que quiero hacer y lanza su «¡uuuuhhhh!». Le pregunto si me acompaña a coger las gallinas y de nuevo le oigo el «¡uuuuhhhh!» y mueve de arriba abajo la cabeza como si se le fuera a romper, y da saltos de alegría. Le parece tan buena la idea de robar a su propio padre que tengo que agarrarle para que no eche a correr hacia las gallinas y lo pringue todo. No es fácil dar con un palo en la cabeza de una gallina. Pero ya lo he probado varias veces y tampoco me falla ahora. Vamos al monte a pelarlas.
—¿A quién habéis robado esas gallinas?
Vuelvo la cabeza y veo a Cayetano con la escopeta al hombro y un conejo al cinto. Me mira como si las gallinas fueran suyas.
—Estaban muertas en el camino —digo.
—Sí, muertas de miedo al verte a ti.
Sigue su marcha hablando por lo bajo. Gualberto quiere que empecemos a pedradas con él, pero le digo que Cayetano lleva escopeta y se calla.
Evaristo tiene un gran montón de ramas en el suelo. Al ver las gallinas su cara se alegra, pero enseguida me pregunta de quién son.
—Son unos pájaros que hemos encontrado muertos en el camino.
—¿Pájaros? ¡Claro que son pájaros! Siempre he dicho que las gallinas son los animales que más se parecen a los pájaros.
Nunca he comido unas gallinas tan buenas, con el tocino derretido que Evaristo les ha echado encima mientras se asaban. Tengo la impresión de que la siesta ha sido de unos momentos. Al abrir los ojos tenemos a una pareja de guardias despertándonos con sus botas.
—¿Quién ha traído al monte las gallinas que acaban de comerse?
El suelo está lleno de huesos. La bota del guardia los mueve con el mismo cuidado que si fueran joyas.
—Yo. Pero no eran gallinas sino pájaros —digo.
Los cuatro ojos de los guardias no se lo tragan.
—¿Cómo cazasteis esos pájaros?
—Estaban muertos en el suelo —digo.
—¿Y qué clase de pájaros eran?
No sé. Eran unos pájaros grandes.
—¿Dónde están sus plumas?
—Los pelamos por ahí.
—Nosotros hemos visto esas plumas y son de gallina.
—Todos los días se pelan gallinas en este pueblo —dice Evaristo.
—Y usted, ¿por qué no les dijo que las devolvieran?
—Ellos trajeron los pájaros y me dijeron: «Mira qué pájaros muertos hemos encontrado en el camino». ¿A quién se los iba a devolver?
—¿Y usted no se dio cuenta de que eran gallinas?
—Estaban muertos y pelados. Si los hubiera visto volar…
—Andando —dicen los guardias.
No nos dejan cargar la leña del suelo, de modo que sólo nos llevamos medio carro. Bajamos con un guardia delante y el otro detrás. El carro se queda a la puerta de la casa de Evaristo y nos meten a los tres en el cuartel. La cara del cabo me dice que lo han levantado de la siesta.
—¿Qué pasa con esta gente?
Uno de los guardias se lo dice.
—¿Cómo se llama usted?
—Evaristo.
—¿Qué más?
—Evaristo Rubio.
El cabo mira unos papeles.
—Sí, usted ha salido no hace mucho del penal por descuartizar a un hombre en un ataque de locura.
—Aquello no era un hombre —dice Evaristo.
—Y se ha metido en otra. Usted es responsable de lo que ha pasado. Usted tenía que haber obligado a estos muchachos a devolver las gallinas que le llevaron, en vez de comérselas con ellos.
Evaristo quiere hablar, pero la mano del guardia le dice que se calle. A Gualberto y a mí nos sacan a la calle y desde aquí oímos los golpes que le atizan a Evaristo. Luego sale poniéndose la chaqueta de pana.
Si alguien denuncia el robo de esas gallinas nos veremos las caras otra vez —dice el cabo desde la puerta.
—Estos jodidos tienen un vergajo más duro que la porra de los funcionarios de la cárcel —dice Evaristo.
Al entrar en casa Aurelia deja la cocina.
—Nos han robado dos gallinas —dice.
Evaristo se sienta en una banqueta y nos mira a Gualberto y a mí.
—Eran dos pájaros —dice.
—Nosotros nunca hemos tenido pájaros —dice Aurelia.
—Sí, mujer. Lo que pasa es que no sabes distinguir entre pájaros y gallinas. Y si quieres que no descalabren a tu marido lo mejor que puedes hacer es no denunciar en el cuartel el robo de esos pájaros.
—Yo no pierdo así como así unas gallinas.
—Consuélate pensando que los pájaros se los ha comido la familia.
Evaristo se levanta, viene hasta mí y me pone las manos en los hombros. Le miro asustado y levanto un brazo por si le da por atizarme. Pero suelta una carcajada.
—¡Nunca me había ocurrido nada igual, Antoñito! ¡Yo me he robado mis propios pájaros! ¡Por algo me dolían tanto los vergajazos!
Yo también me río y Gualberto alborota la casa con su fuerte «¡uuuuhhhh!», mientras Aurelia nos mira como si estuviéramos locos.
Estoy en nuestro huerto azadonando las patatas cuando viene Raúl con una botella.
—¿Quieres que vayamos a freír lagartos? —Le doy la espalda y sigo trabajando. Él se mueve hasta que se pone otra vez delante.
—Nunca te lo volveré a hacer. Yo creí que querías de verdad ir a la cárcel. Pero padre me ha dicho que la cárcel es el peor lugar del mundo.
Le vuelvo a dar la espalda y él me vuelve a buscar la cara.
—Yo sólo quise ayudarte. No tuve mala idea.
Como ni siquiera le miro, se marcha. A los cuatro pasos, vuelve y deja la botella en el suelo, a mis pies, y otra vez se marcha.
—Lo peor es que no lo hiciste con mala idea sino que eres imbécil —digo.
Se acerca corriendo.
—Sí, soy un imbécil.
Buscamos a Félix y a Gualberto y nos vamos a cazar lagartos.
—Ahí se va el Ruso al monte. Ya podemos sacar las gallinas a la calle —dice una mujer.
Todos los robos me salen bien desde que rezo el padrenuestro que me enseñó madre. Sólo me acuerdo de Dios a la hora de robar. Y el padrenuestro ayuda al hierro a abrir las puertas. Desde que pienso en Dios al entrar en cuadras y cantinas no me han cogido ni una vez. El pueblo y los guardias saben que hay muchos que roban, saben también que yo soy el que más roba de todos, pero sólo me caen algunos tortazos de los guardias cuando se les hinchan las narices con tanta denuncia y me llevan al cuartel.
Con el sol empiezan a salir los lagartos. Cazamos cinco con mi hierro. Luego marchamos al río y nos ponemos a pescar truchas. Ni Raúl ni Félix ni Gualberto saben agarrarlas a mano. Me miran con la boca abierta cuando me meto en el agua hasta las rodillas y levanto piedras y suelto la mano y agarro la trucha y la saco del río coleando. Cojo cuatro. Luego hacemos fuego y freímos los lagartos y las truchas con el aceite de Raúl en una lata grande de escabeche. Después de rebañar los huesos y las espinas se los pasamos a Gualberto, que les saca brillo a rechúpeteos y los más blandos los mastica como si fuera un perro.
—¿Por qué te dice tu padre que no andes conmigo?
—Dice que eres un ladrón.
—¿Y qué, si soy un ladrón? No hago daño a nadie.
—Dice que quitas a la gente lo que le ha costado ganar con el trabajo honrado. Y dice también que das mal ejemplo a los demás chicos del pueblo.
—Pues le dices a tu padre que sé muy bien que él ha sido contrabandista y ladrón.
—¡Mentira! ¿Quién lo ha dicho?
—El padre de Gualberto, que lo conoce bien.
—Bueno, pero fue porque necesitaba dinero para abrir la cantina.
—Pues dile a tu padre que yo también voy a abrir una cantina y que a nadie le pego la peste por estar a mi lado.
—Yo no sabía que tu padre fue ladrón y contrabandista —dice Félix.
—Pero sólo un poco.
—¿Y le cogieron los guardias alguna vez?
—No, porque era muy listo.
—Yo también soy muy listo —digo.
—Todos sabemos que a ti te cogen los guardias —dice Raúl.
—Bah, una vez por semana y porque me dejo.
—¿Por qué te dejas?
—Pues porque a veces me dan pena, para que la gente vea que trabajan y que no echan la siesta sobre las denuncias.
—¿Y es verdad que robas todas las semanas? —dice Félix.
—No me importaría decirte que robo dos y tres veces por semana y a quiénes y qué cosas les robo, pero como está Raúl no quiero, porque luego se lo cuenta a su padre y su padre se lo cuenta a los guardias.
—Esta vez no se lo cuento.
—Los niños no deben oír lo que hablan los hombres. Todo lo mean. Si a este le cogen los guardias se caga en los pantalones.
—¿Qué te hacen en el cuartel cuando te cogen? —dice Félix.
—Bueno, ya os he dicho que no me cogen del todo. A veces me cogen y a veces voy yo. Su obligación es coger a los ladrones y como a mí no me cogen, pues tengo que ayudarles para que el pueblo no se ría de ellos.
—¿Te pegan fuerte?
—Ellos sí creen que me pegan fuerte, pero yo silbo por dentro. Y me hacen otras cosas.
—¿Qué cosas? —dice Raúl.
—Me agarran entre dos, uno de las manos y otro de los pies, y tiran con toda su alma a ver si me parten.
—¿Eso te hacen?
—Y también me cuelgan de los pies del techo y me meten la cabeza en un puchero grande con una rata dentro.
—¿Con una rata? —dice Raúl.
—¿Y te muerde? —dice Félix.
—Cuando me anda por el pelo no pasa nada, pero cuando se me pone en la cara tengo que echarla a escupitajos.
—A mí no me dan miedo las ratas —dice Raúl.
—Pero si las ves estando boca abajo te parecen diez veces más grandes.
—¿Y qué más te hacen? —dice Félix.
—Me ponen una silla encima de la tripa y ellos se sientan y me aplastan.
—¿Se sientan los cuatro?
—Y a veces dos más que vienen de Robledal.
—¿Y cómo caben todos en la misma silla?
—Poniéndose unos encima de otros.
—Yo creí que en el cuartel sólo pegaban.
—Lo de pegar es para los casos corrientes, pero a mí me ha dicho el cabo que soy un caso especial. Además, como pegándome no les decía nada, pues tuvieron que hacerme lo otro.
—¿Y entonces se lo dices?
—¡No!
—¡Eres la leche, Ruso!
—Ya no saben qué hacer conmigo. Aguanto todo y me miran asustados. Creo que me tienen un poco de miedo. Además saben que me veo en el monte con el hombre de los lagartos y su banda, y como les he dicho que son mis amigos, pues no se atreven a meterme en la cárcel, para que los míos no les ataquen con sus cañones.
—¿Qué son cañones?
—Unos cacharros que pueden matar de un monte a otro a muchos hombres a la vez.
—¿Y tiene cañones el hombre de los lagartos?
—Sí, muchos. Cuando se le hinchen los cojones acabará de un soplo con los cuarteles de todos los pueblos. Por eso le tienen tanto miedo los guardias.
—Pues el otro día mataron a uno de la banda del hombre de los lagartos y a este no se le hincharon los cojones.
—Me dijo que no quería matar a las mujeres y los niños que viven con los guardias.
—¿Hablaste con él?
—Yo estaba donde se liaron a tiros. Habían llegado guardias de varios pueblos, más de cien, y rodearon al hombre de los lagartos y a uno de su banda. Los guardias les gritan: «¡Os hemos cogido como a conejos!», y el hombre de los lagartos les hace varios disparos, y los guardias les gritan: «¡Rendíos! ¡Pedrón, estás disparando sin posta! ¡No nos engañas! ¡Ahora nos echamos encima de ti!», y bueno, el hombre de los lagartos se llama Pedrón, y les dice: «¡Disparo con postas y si os gusta la vida no os acerquéis!», y ellos le dicen que está mintiendo y entonces Pedrón mata de un tiro a su compañero y les dice: «¡Qué no disparo con posta, ¿eh?!», y entonces le cogen otra vez miedo y le dejan en paz.
—¿Dónde tenía los cañones?
—Son tan grandes que no se pueden llevar siempre encima.
—¿Y por qué dejó que los guardias le robaran el cuerpo de su amigo?
—Para que lo enterraran en un cementerio, porque en los montes no hay cementerios y a los amigos hay que enterrarlos en los cementerios.
—Pero las postas no son de los fusiles y tú dijiste que el hombre de los lagartos usa fusil y ahora dices que disparaba con postas.
—Bueno, es una manera de hablar. Él sabe que diga lo que diga siempre se le entiende, porque los demás saben que si no lo entienden lo pasan mal. Eso hacen los hombres con cojones. ¿Quién se queda esta noche en el monte a ver si viene Pedrón?
Raúl y Félix se miran y no dicen nada. Yo le hago a Gualberto la seña de dormir y le señalo el monte y me cubro los ojos con la mano para decirle que será por la noche y él mueve la cabeza de arriba abajo y suelta su «¡uuuuhhhh!».
—Gualberto y yo nos quedamos y vosotros corred a meteros debajo de la falda de vuestra madre.
—Yo también me quedo —dice Félix.
—Ya estamos los mejores. Sabíamos que Raúl no tiene cojones para nada. ¿Cuándo te vas?
—No me voy —dice Raúl.
Nos ponemos a buscar un sitio para pasar la noche y encontramos un hueco pequeño en la parte baja de las peñas de los lagartos. Tenemos que estar casi unos sobre otros.
—Podíamos haber traído mantas —dice Raúl.
—Pedrón nunca usa mantas —digo.
—¿Y si nos ve a oscuras y dispara creyendo que somos guardias?
—Sólo los que huelen como los guardias deben andar con cuidado.
Llega la noche y buscamos postura en el agujero.
—Oye, Ruso, ¿tú quieres que venga Pedrón o que no venga?
—¿Quién se acuerda ya de Pedrón? Bueno, quiero que venga porque tengo algo que decirle.
—¿Qué tienes que decirle?
—Que me regale un fusil.
—¿Para qué quieres un fusil?
—Para matar un guardia de vez en cuando.
Raúl me despierta varias veces gritando que le sigue Pedrón. Lo duermo a tortazos. El sol ya está alto cuando oímos voces. Raúl quiere echar a correr.
—Esos no son los hombres de Pedrón. Él no quiere mujeres en su banda —digo.
Es que se oyen voces de mujeres. Salimos del agujero y desde la altura vemos a un grupo de unas diez personas pasar de un claro a otro del bosque bajo.
—¡Uuuuhhhh! —dice Gualberto haciéndome las señas de «padre» y de «madre»: pasarse las manos por la cintura del pantalón y tocarse un moño en la cabeza.
—¡Nuestras familias! —dice Raúl.
Nos adelantamos, les llamamos y bajamos a su encuentro. Veo a Evaristo y a Aurelia, a Bonifacio y a su mujer, a los padres de Félix, que no sé cómo se llaman, y a varios tíos de los tres. No veo a madre. De un plastazo, Bonifacio tira a Raúl al suelo y luego se lo lleva a rastras monte abajo. A Félix también le arrean. Gualberto se pone a dar explicaciones a Evaristo y a Aurelia, pero no le entienden y también se marchan los tres. Me quedo solo. Madre no ha venido. De pronto, a lo lejos, Evaristo se acuerda de mí y me dice:
—¡Eh, Antoñito, baja con nosotros!
Estoy comiendo a la puerta de casa un buen trozo del tocino que robé anoche en la cantina de Eulalia. En esto que por la derecha del camino aparecen un par de guardias. Los conozco. Avanzan despacio, sin mirar a los vecinos, pero cuando están a unos pasos me miran a mí.
—Comiendo, ¿eh, Ruso?
No les tengo miedo. Sigo masticando como si no estuvieran allí.
¿Qué comes? A ver, enséñanos lo que comes. ¿Es que eres sordo?
Saco el cacho de tocino que tenía debajo de la camisa.
—Cuando el Ruso come es que ha robado. Acompáñanos al cuartel.
Me cogen el tocino y me empujan por delante. El guardia que se sienta detrás de la mesa no es el cabo de otras veces. Es un hombre de cara redonda y blanca, con el pelo aplastado sobre la frente.
—Este es el Ruso.
—Así que este es el Ruso. El comunista. Acabo de llegar y ya me han hablado mucho de ti, Ruso. ¿Qué ha hecho ahora? —dice el cabo de la cara blanca.
—Estaba comiendo este tocino.
—Una buena ración. ¿De dónde la has sacado?
—Romualdín se la dio a madre por cuidarle el rebaño —digo.
—A Romualdín le arrancan las tripas antes de dar un cacho así —dice un guardia.
—Sé que eres el ladrón número uno de este pueblo y que has aprendido muy bien el oficio. Además creo que andas diciendo por ahí que somos unos ogros, que te rompemos los huesos, te pisamos las tripas y qué sé yo.
Da una voz y entra otro guardia. También es nuevo. Es grande, ha tapado la puerta.
—Ahora, Ruso, me vas a contar a quién le has robado este tocino —dice el cabo.
Algo me dice que las cosas no van a ser como siempre.
—Estoy esperando, Ruso.
El cabo hace una seña y el guardia grande me coge el brazo y me lo dobla por detrás. Se me escapa un grito, porque es como si me lo arrancara de cuajo del hombro.
—¿Qué tal, Ruso? ¿Hablas ahora?
No puedo ni pensar. El guardia grande me dobla otra vez el brazo. Grito. Me suelta y caigo al suelo. El guardia grande se agacha a levantarme.
—Anoche entré en la cantina de Eulalia —digo.
El cabo saca del cajón aquella larga lista de las denuncias.
—El 15 de noviembre le robaron a Bonifacio una lata de escabeche y un pan. ¿Fuiste tú?
—No.
Ya estoy de pie. El guardia grande me dobla el brazo.
—¡Sí!
—El 18 de noviembre le robaron a Simplicio dos panes y un jamón.
El guardia grande no me ha soltado el brazo. Me lo dobla.
—¡Sí!
—El 25 de noviembre, al mismo Simplicio, una caja de galletas y una pierna de cordero.
—¡Eso no lo he robado yo!
Y es verdad. Eso no lo he robado yo. ¡Dios, me rompe el brazo!
—¡Eso no lo he robado yo!
«¡Cerdo, cabrón! ¡Cerdo, cabrón!», pienso. Oigo un ruido dentro de mi brazo. Grito y grito y grito.
—¡Sí, sí, sí!
El cabo sigue nombrando robos, fechas y lugares, el guardia grande sigue doblándome el brazo y yo sigo diciendo que sí a todo, tragándome incluso las cosas que no he robado.
—Cambia —dice el cabo.
Estoy en el suelo, con el brazo muerto. El guardia grande recoge el vergajo que le pasa el cabo por la mesa. El vergajo tiene un metro de largo y es una chorra de toro, seca y más dura que una piedra.
—El 3 de febrero a Cayetano le faltaron dos conejos.
—Yo no fui.
Cuando el guardia grande levanta el brazo, me vuelvo y el vergajo cae sobre mi espalda y me la revienta. Silencio. Miro desde abajo. Ya está otra vez el vergajo en movimiento.
—¡Sí!
Siempre empiezo diciendo que no, pero cada golpe de vergajo me hace decir que sí, aunque sea mentira. Quedo en el suelo, en un rincón, mientras el cabo escribe en un papel y luego en otro y en otro, y me dice que me levante. No puedo. Mi cuerpo está duro, roto, partido en cachitos. Unas manos me levantan.
—Ni al «Tempranillo» le hicieron nunca un atestado tan largo —dice el cabo.
No sé qué hora es. No sé si es de día o de noche. Cuando me sacan a la puerta veo por el sol que es el comienzo de la tarde.
—Aquí siempre se le ha tratado como a un niño, pero el Ruso ya es un hombre y hay que tratarlo como a un hombre —oigo al cabo a mi espalda.
El tiempo es seco y mis pies desnudos sienten el suelo más duro. La pareja me lleva esposado. A medio camino uno de los guardias me pone un cacho de pan entre las manos, cuando ellos comen el bocadillo de sardinas. No me hablan en todo el viaje. Ellos hablan del sueldo que les van a subir y se cuentan chistes de Franco. Anochece cuando entramos en Aguasvivas, yo arrastrando los pies. El juez está jugando a las cartas en la cantina y su nieto corre a buscarlo. Han crecido mucho los nietos del juez. Clara me saluda y sigue metiendo las vacas en la cuadra. Hacía mucho tiempo que no veía a Clara. La oigo cantar: «Vuela, vuela, palomita…». Me siento en el suelo y miro a los guardias a ver qué les parece. No les parece nada.
El juez llega limpiándose los dientes con un palillo.
—Mi nieto me ha dado el parte: «¡Han traído al Ruso!». No se olvida de ti. ¿Qué nos ha robado esta vez el angelito?
—Todo. El cabo dice que es «el Tempranillo».
Entramos en el cuarto de siempre.
—Fíjese, señor juez, cómo pesa el atestado.
Y le entregan los papeles escritos por el cabo.
—A ver si nos lo empaqueta en serio de una vez.
El juez se sienta y lee. Ha dejado de sonreír. Levanta la cabeza, me mira y sigue leyendo. Me duele todo el cuerpo y las piernas me tiemblan, y me muevo para apoyarme en la pared. Un guardia me hace una seña para que vuelva donde estaba. Nunca le he visto tan serio al juez.
—Acérquenle una silla al Ruso —dice.
El mismo guardia coge una silla y me la pone detrás de las piernas. Me siento. El juez firma un papel y se lo entrega a la pareja. Los guardias se van.
—La has hecho gorda, Ruso. Con tanto robo, ¿cuándo dormías?
—Yo no he robado todo eso.
—¿Me dices la verdad?
—Sí.
—¿Cuántos de estos robos son tuyos? ¿La mitad?
Le digo que sí, aunque los míos son más de la mitad.
—Te han zurrado, ¿verdad?
—Sí.
—¿Fuerte?
—Me han doblado el brazo y me han dado con el vergajo.
El juez no habla en un rato. Su mirada vuelve a los papeles, pero no lee.
—¿Has vendido algo de todo esto?
—¿Vender?
—¿Qué hacías con ello?
—Comérmelo.
—¿Le dabas también a tu madre?
—Sí.
Se levanta y pasea por el cuarto.
—La has hecho gorda, Ruso. ¿Qué quieres que haga contigo? Tendría que mandarte a la cárcel. Pero a una cárcel de verdad. Al menos, allí te quitarían el hambre. Has nacido con mala suerte, hijo. Mi suerte no es de las mejores, pero sí que es mejor que la tuya. ¿Qué culpa tengo yo de que el mundo esté hecho así? A medida que nacemos el destino nos va señalando los puestos: tú, aquí, tú, allá. Unos arriba, otros abajo, y otros en el medio. Tú estás abajo, Ruso, y nadie lo puede remediar. ¡Es la vida! ¿Crees que a mí no me gustaría dejar esta maldita región y ser juez en una ciudad importante? Pero tengo que joderme. ¡Todo el mundo tiene que joderse, Ruso! A ti te pega la autoridad. Yo no digo que esté bien o que esté mal, sólo digo que así es la vida. ¿Y quieres que la arregle yo?
Se sienta.
—Vamos a ver cómo te saco de esta, Ruso. Mira: te voy a meter diez días en mi cuadra, y para que no te aburras me la limpias. Y si al volver al pueblo los guardias te piden alguna explicación, les dices que he encontrado circunstancias atenuantes. Les dices así: «El juez ha encontrado circunstancias atenuantes». Ellos no tienen que meterse en mi campo, como yo no me meto en el suyo.
He dormido en el palo de las gallinas después de comerme el cacho de pan que me ha dado la mujer del juez. Ahora es de día, oigo voces y alguien abre la puerta.
—¡A trabajar, Ruso, que es muy sano! —dice el juez.
Está con sus nietos y con Clara. Sus nietos son los que han traído hasta la puerta una carretilla de madera y una pala.
—Miradle, parece una gallina.
Clara me ayuda a bajar del palo, al ver que apenas puedo moverme.
—¿Qué te pasa, Antonio? —dice.
—Me duele el cuerpo.
—De estar en la misma postura toda la noche.
—Y de algo más —dice el juez.
Clara mira a su padre y me mira a mí.
—¿Le han pegado los guardias?
—Algún golpe siempre se escapa.
—¿Y a ti te parece bien?
—Así es la vida. Tampoco me parecen bien las guerras y ahí las tienes.
—Hoy no puede trabajar este chico.
—Está bien. Que se meta de nuevo en la cuadra.
—Ahí no tiene un sitio cómodo. Se quedará echado en esta campa, tomando el sol.
Veo cómo Clara y los nietos del juez ordeñan las tres vacas y luego las sacan y los nietos se van con ellas a los prados. Clara sube a casa de su padre y me baja un vaso de leche caliente.
—Vaya presos que tenemos nosotros —dice el juez.
Saca las gallinas de la cuadra.
—Supongo que no te escaparás, ¿eh, Ruso?
Niego con la cabeza y le veo subir a su casa. La leche está muy buena.
—¿Cuántos años tienes? —dice Clara.
—Catorce.
—No tienes padre, ¿verdad?
—No.
—¿Trabajas en algo?
—Cuando me llama algún vecino para hacerle de pastor. Pero casi nunca me llaman.
—¿Por qué?
—Me han puesto fama de ladrón y tienen miedo de que les vendimie un cordero.
—¿Y les has vendimiado alguno?
—Todavía no.
—Te convendría salir de esta región, buscar trabajo fuera. Habría que ir muy lejos, a unas canteras que hay en Orense. Sé de algunos que trabajan allí. Pero aún no te admitirían. Cuando tengas edad yo te prepararé comida para el viaje.
Clara tiene una voz suave y se ha sentado junto a mí para hablar. Luego se levanta y me dice que volverá a mediodía.
Viene y me trae un cacho de conejo entre pan y pan, y se queda allí para ver cómo me lo como.
Paso la tarde solo. Me duele la espalda y no puedo hacer fuerza con el brazo. Al oscurecer, Clara y los nietos del juez traen las vacas y mientras las atan a los pesebres yo meto las gallinas. También viene el juez.
—Así me gusta, Ruso, te veo donde te dejé.
Clara me pone en las manos un cacho de pan con una onza de chocolate.
—Hale, los presos a su palacio —dice el juez, cerrando la puerta a mi espalda y echando la tranca.
Mañana me podré marchar. En nueve días de trabajo he dejado la cuadra sin rastro de mierda. A viajes de carretilla la he llevado a las huertas del juez, que están al otro lado del pueblo. Clara no ha dejado de traerme comida. Desde el tercer día he podido dormir en el suelo de la cuadra, sobre unas pajas, pero todas las noches me entran ganas de huir y llego incluso a levantar la tranca desde dentro. Clara sigue sentándose a mi lado mientras como. Sólo me faltaba dar el último empujón a la tranca para dejar la puerta abierta, pero siempre volvía a las pajas. Clara me espera todas las mañanas a la puerta de la cuadra con un cacho de pan y un vaso de leche, y luego se queda a charlar un rato conmigo.
Se abre la puerta más temprano que de costumbre. Sólo veo al juez.
—Llegó tu hora, Ruso. ¡A volar!
Salgo de la cuadra y no veo a Clara.
—Vamos, corriendo a tu pueblo, y que los guardias no te cojan otra vez. Ya sabes que te he sacado de una buena, así que lo menos que puedes hacer es traerme dos conejos.
Le hablo, pero sólo para ganar un poco de tiempo y ver si llega Clara por el camino, porque ya sé lo que me va a decir cuando yo le diga:
—Yo no tengo conejos.
—En el pueblo hay muchos conejos.
El sol está bajo, pero ya calienta. Echo a andar por el camino, volviendo de vez en cuando la cabeza atrás.
Espero en un bosque de Robledal a que sea de noche y entro en una cuadra y salgo con dos conejos. Llamo a la puerta del juez.
—Dámaso, aquí está tu preso —dice la mujer de pelo rojo.
Al juez también lo he sacado de la cama.
—Ya ves, María, lo agradecido que es el Ruso —dice el juez cogiendo los conejos.
Madre está en nuestra huerta sacando las primeras patatas. Las plantas están verdes y pequeñas y de sus raíces sólo cuelgan unas canicas. Necesita más de veinte plantas para reunir tres raciones.
—Ya sé que te llevaron los guardias —dice.
—Voy a preguntarle a Romualdín si quiere que le lleve el ganado.
—Romualdín dice que no quiere nada con ladrones.
Madre se va de pastora mientras yo me quedo cuidando el cocí miento de las patatas. Es para la cena, pero tengo hambre y me como mi ración al mediodía y me largo a dar una vuelta. No veo más que caras agrias por el pueblo. «Cabrones, si muchos de vosotros robáis igual que yo», pienso. Para cuando llega la noche ya he pensado marchar al monte a vivir de lagartos y truchas. Si me quedo en La Baña sé que el hambre me llevará a una cantina o a una cuadra, y no quiero que a madre la molesten más.
Oigo pasos y me pego a la pared. Se acercan dos sombras. Pasan sin verme. Son Eusebio, el pedáneo, y Alfonso, el vocal de la Junta Administrativa. Les sigo. Se paran ante la cuadra de Romualdín. Abren la puerta y entran. Yo también entro y me agacho detrás de un fardo de centeno. Enseguida salen con un cordero al hombro.
—¡Os estoy viendo, cabrones! —digo con la mano sobre la boca.
Ellos echan a correr, se caen, sueltan el cordero y huyen como demonios. Espero a ver si ha oído algo Romualdín. El cordero no se ha movido. Lo cojo y cargo con él. A fin de cuentas, me iban a echar este robo o el que el pedáneo y el vocal cometan esta noche o cualquier otra noche, o todos los robos en el pueblo.
Camino toda la noche y parte de la mañana siguiente, porque quiero llegar hasta el lago. Sólo entonces dejo el cordero en el suelo y me siento. Desde donde estoy veo los sitios por donde anduve con madre aquel día. Me desnudo, para estar como entonces. El agua está helada. Mientras me baño, el cordero está en la orilla, mirándome. El lago es tan grande que me da miedo mirarlo estando metido en él, y salgo. Todo el mundo en La Baña ha oído hablar del lago Lobito, pero pocos lo conocen, sólo algunos pastores. Hay bosques de avellanos, robles, tejos y abedules, que bajan por las faldas hasta la misma orilla. También hay peornos, y ahora el cordero está comiendo las vainas que cuelgan de una escoba. Esto es tan grande y hay tanto silencio que empiezo a acercarme al cordero. Creo que es miedo, a pesar del sol y de que recuerdo a madre cómo corría por aquí. Me encojo junto al cordero y cierro los ojos. Es peor. Los abro. Un águila vuela por encima del lago y me levanto a tirarle piedras, y luego la veo pararse en las peñas altas del primer monte. Doy un grito para asustarla y los montes me devuelven cuarenta gritos iguales.
Llevo un montón de días comiendo truchas y lagartos y ya no puedo más. Tengo que comerlos crudos, porque no tengo cerillas. Y sin pan: sólo con agua. Truchas y lagartos con la misma carne blanca, la misma dureza cerrándose contra los dientes, el mismo gusto amargo y cabrón. Cuando mastico no quiero recordar que tengo allí al cordero. Por los bosques andan liebres, conejos y zorros, y los corzos se acercan hasta las peñas de la orilla del lago.
—Tienes mala suerte, porque no tengo una escopeta —digo al cordero.
Me hace compañía por las noches. Nos metemos los dos en un hueco entre peñas y dormimos con los cuerpos pegados, dándonos calor. A él no le preocupa la comida. Le llamo y viene. Jugamos. Le gusta que le acaricie. Si no pienso que es un cordero puedo creer que sus ojos son los de una persona. Le he puesto un nombre: Cuqui. En los últimos días seguramente sabe en qué estoy pensando cuando le miro, pero no se escapa.
—Tienes mala suerte, Cuqui —digo.
Aún aguanto varios días sin matarlo. Hasta que cojo la vara de roble con punta que uso ahora para cazar lagartos y se la clavo en el cuello. Vuelvo la cara y pienso en otra cosa. Me alejo hasta que se desangra. Luego me acerco y le cierro los ojos de cristal.
Al día siguiente tropiezo en el bosque con el hombre de los lagartos y de pronto recuerdo que sé cómo se llama: Pedrón. Le acompañan seis, algunos fumando. No siento miedo, a pesar de que me apuntan con los fusiles. Sólo miro el extremo de fuego de sus cigarros.
—Es amigo mío —dice Pedrón.
Se acerca sin apartar los ojos de mi cara.
—Oye, no te habrás convertido en un espía, ¿verdad? Sabemos que llevas por aquí dos semanas. ¿Qué haces? Te he hecho una pregunta. ¿Por qué lloras? No será de miedo. No te haremos daño si no te envían esos maricones. ¿Por qué lloras? ¿Qué te pasa?
—Hoy ya no necesito cerillas. Las necesitaba ayer —digo.
—Vamos, chico, cálmate.
—¿Por qué no vinieron ustedes ayer? Cuqui estaría vivo.
Me preguntan quién es Cuqui y por qué ellos tenían que haber llegado ayer y por qué hablo de cerillas. Les digo quién es Cuqui y ellos quieren que se lo enseñe y les guío hasta el hoyo donde lo he enterrado envuelto en hojas. Luego les tengo que enseñar dónde duermo.
—No hay rastro de fuego. ¿Comes cruda la carne? Come un cacho delante de nosotros.
Arranco con los dientes un bocado del cuerpo de Cuqui, lo mastico y me lo trago.
—Se ve que estás acostumbrado a comer como los perros —dice Pedrón.
Se saca de su bolsillo tres cajas de cerillas y me las da.
—Este chico no es espía… Los espías siempre llevan cerillas.
Los otros seis también me entregan cajas de cerillas y reúno once.
—Bueno, ahora queremos saber qué haces por aquí —dice Pedrón.
—No quiero que los guardias me agarren y me den otra paliza.
Pedrón quiere saber cómo me pegaron y por qué. Se lo digo.
—Has hecho bien en huir al monte, como nosotros —dice.
—¿A ustedes también les han pegado?
—Sí, cuando la guerra. Nos dieron en todo el papo.
—¿Cuánto tiempo van a estar en los montes?
—Todo el que haga falta.
—Con un fusil yo también estaría.
—No, hijo. Lo que tú tienes que hacer es emigrar a otro pueblo donde haya menos hambre que en el tuyo.
—Todo el mundo me dice que me marche de aquí y yo no quiero.
—¿Por qué no?
—Me gusta saber por dónde me escapo y tener unos montes como estos para esconderme y un lago para comer truchas y no morirme de hambre, y si tuviera un fusil tampoco bajaría nunca a los pueblos a por comida.
—¿Quién te ha dicho que nosotros no bajamos a los pueblos?
—¿Bajan?
—Sí, a por comida y a arreglarles a algunos las cuentas. ¿Sabes a quién nos gustaría tomarle la medida? Al cura de La Baña.
—¿A don Matías?
—Es un mal bicho. Denunció a gente en la guerra y por él fusilaron a muchos.
—Yo, un día, le corrí a pedradas en el monte. Si hubiera tenido un fusil…
Ellos ríen.
—¿Por qué no me dejan ir con ustedes?
—Cuando no tengas que apoyarte en un árbol para disparar un fusil —dice Pedrón.
Los veo irse en fila y pisando sin ruido. Al tocar las cerillas me acuerdo de Cuqui.
Todas las mañanas, en cuanto calienta el sol, me doy un baño desnudo en el lago. Ya no tengo un solo piojo en las ropas. Debe de ser de tanto remojarlas. Ahora pesco más truchas, porque de vez en cuando bajo de noche al pueblo a robar comida y anzuelos, porque no se pueden comer truchas y lagartos semana tras semana y además necesitaba anzuelos de la cantina de Bonifacio. También hay que comer chorizos, jamón, sardinas, escabeche, queso, costillas y sobre todo pan de centeno. Una noche, al ir a coger cerillas, tropecé con un paquete de cigarrillos y metí una docena en el saco. Y otra vez, entré en casa a llevarme el hierro y desperté a madre.
—Soy yo —dije.
—¿Por dónde andas metido? —dijo ella.
—Por ahí.
No quiero decirle dónde estoy, no quiero decírselo a nadie. Madre me toca la cara, el cuello y los brazos.
—Estás más delgado.
—Estoy igual. Lo que pasa es que no me ha tocado hace años.
—¿Por qué dices eso?
—Por nada.
—¿Sabes que te buscan los guardias?
—Te buscan como locos —dijo Mario.
—Están aquí a todas horas preguntando por ti.
—Han vuelto a pegar a madre. «¿Dónde está ese cabrón de hijo suyo?», le preguntan. Entrégate y déjanos en paz.
Les puse sobre una banqueta uno de los cachos de tocino que llevaba en el saco.
—No nos digas dónde estás, no quiero saberlo —dijo madre.
—¿Sabes por qué no quiere saberlo? Porque si no lo sabe no pueden sacárselo a tortazos. Si tú quisieras a madre, se lo dirías, y así ellos no le pondrían encima sus manos. O te entregarías en el cuartel —dijo Mario.
No les dije nada y salí.
Ahora estoy sentado a la orilla del lago, con los pies metidos en el agua y fumando y preguntándome si Mario tendrá razón. A todas horas pienso que le están arreando a madre, y si lo pienso mientras como no puedo tragar ningún bocado. Bien, yo me entrego, me dan con el vergajo, confieso todos los robos, los míos y los de los demás, me mandan al juez, me mete en la cuadra, salgo… ¿y qué? Pronto me cogerían otra vez por los robos de medio pueblo o por los que yo tendría que cometer para no morirme de hambre. Mario ya come una vez al día en casa de Gabino. Además, Mario es diferente. Yo no sé cómo es Mario.
Entonces me doy cuenta de que he fumado tres cigarros, uno detrás de otro. El humo en la garganta ya no me hace toser, y el cigarro entre los dedos me hace compañía. Pienso que es un ser vivo que se va achicando y dándome su sangre blanca en forma de humo.
Hace un mes también robé una manta. La extiendo en el suelo, me echo encima y ruedo para enrollármela y de este modo me acuesto en la grieta entre las peñas. Vuelvo a sentir a los piojos andar por mi cuerpo. Los he cogido en casa. Habrá que remojar la manta.
Hoy, después del baño, se me ocurre dar la vuelta entera al lago. Veo al águila de siempre regresar a su nido con un animal entre sus garras. Sólo llevo puesto el pantalón. A veces me alejo de la orilla para conocer los nuevos bosques y las nuevas peñas, y en uno de estos rodeos la pierna se me hunde en la tierra y oigo choques de piedras al caer en un gran agujero: estoy sobre un piso falso y me retiro. Un gran zarzal tapa una boca en el terreno. Lo aparto y miro. Está demasiado oscuro. Arranco zarzas y entonces veo una especie de peldaños de roca que bajan hacia el fondo. Doy un grito y el eco tarda mucho en subir. Sin embargo, me pongo en pie y piso el primer peldaño. Según bajo veo mejor en aquella oscuridad. Entonces subo otra vez y arranco todas las zarzas de la entrada. ¿Quién habrá labrado la roca para hacer esta escalera? La cueva tiene la altura de una de nuestras casas y su piso es seco. Aquella tarde hago otro viaje para traer la manta y la comida que hasta ahora he guardado en la grieta de las peñas.
Estoy pescando y oigo pasos a mi espalda. Son tres pastores del pueblo. En todo el verano no había visto a nadie por el lago Lobito. Están lejos, pero así como yo los veo, ellos también me habrán visto. Se alejan. Tienen su rebaño a una hora de camino. Lo sé porque hace unos días les cogí un cordero.
No sé nadar y cuando me baño nunca me alejo de la orilla. A veces, entro sin ruido en el agua, meto la cabeza, abro los ojos y veo nadar a las truchas. Me gusta probar cuánto tiempo aguanto bajo el agua sin respirar. Cuento: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Sólo sé contar hasta diez. Vuelvo a empezar. Al acabar cada cuenta doblo un dedo. Nunca he llegado a doblar más de cinco dedos. Ahora estoy otra vez en el quinto. Saco la cabeza de golpe y lleno el pecho de aire. No veo bien con mis ojos mojados. Parece que sobre una peña hay dos bultos que antes no estaban.
—Ya nos dirá el marqués cuándo acaba su baño.
Sí, son ellos. Me están apuntando con sus fusiles. Se echan a reír cuando salgo desnudo del agua. ¡Ellos no deberían estar en este lago! Pero no saben nada de mi cueva. Volveré, me esconderé en ella y nunca me encontrarán. ¡Pero ahora están aquí y han jodido el lago para siempre!
Me bajan esposado y el pueblo sale de sus casas para verme.
—¿Por qué no lo han matado en el monte como a un lobo? —dice Eulalia, la de la cantina.
Un hombre me agarra de la oreja. Es el pedáneo.
—¡No queremos ladrones en La Baña! ¡Si no olvidas el oficio te llevamos al paredón como hacíamos en la guerra!
—¿Quién se llevaba el cordero de la cuadra de Romualdín? ¡Usted, usted, usted! —digo.
El pedáneo coge una piedra del suelo y quiere aplastarme la cabeza, pero un guardia le echa a un lado.
—No le haga caso, don Eusebio, el Ruso está loco.
—¡Ahora mismo presento una demanda de difamación contra él!
—No se moleste. Lo que le van a sobrar al Ruso son denuncias.
El vergajo cuelga del mismo clavo de la pared, detrás de la silla del cabo.
—Así que andabas por el lago Lobito.
—Y por todas partes. Una noche dormía en un monte y otra noche en otro —digo.
No quiero que piensen que tengo sitio fijo. Sé que no les gusta recorrer los montes a ciegas, porque andan los maquis; que sólo van en busca de alguien cuando saben dónde está.
El cabo me enseña un papel escrito. Conozco bien cómo son las listas de robos.
—Tú te has comido todo esto.
—No he robado nada desde que estuve aquí.
El cabo echa hacia atrás la silla y descuelga el vergajo.
—Bueno, les diré lo que he robado. No me he llevado al monte más que dos panes y un cacho grande de tocino.
El cabo mira a la pareja.
—¿No le visteis nada por allí?
—No, mi cabo.
—¿Y cómo te has podido alimentar estos meses con sólo dos panes y un tocino?
—Comía truchas y lagartos.
—¿Tú mismo pescabas las truchas?
He metido la pata. El cabo se ríe. Pone el vergajo sobre la mesa y coge la pluma, la moja en el tintero y escribe en un papel en blanco.
—Ya tenemos lo primero para el atestado: violación de la veda. ¿A quién robaste los panes y el tocino?
—A Bonifacio.
—Tú la tienes tomada con el pobre Bonifacio.
El cabo empieza a leer la lista. Unos robos los he cometido yo y otros no, pero a todo digo que no. El cabo se cabrea. Echa el vergajo por el aire para que lo coja un guardia. Siento que el golpe me parte la espalda en dos. El cabo empieza la lista de nuevo, no sé cómo encoger el cuerpo para esquivar el vergajo, y a cada robo respondo que sí. Estoy en el suelo y ni siquiera me revuelco, para no cabrear más al guardia del vergajo. Contengo los gritos para no gastar el aliento y poder decir «sí», porque si tardo en decirlo, cada robo me cuesta dos vergajazos en lugar de uno.
—Un momento, cabo —dice el guardia que está de mirón.
Abro los ojos para ver por qué no me caen más golpes. El guardia está mirando la lista.
—Este robo de los tres jamones se aclaró el sábado. Lo cometió Aniceto, el hijo de la viuda —dice.
—¿Y cómo aparece en esta lista? —dice el cabo. Me mira—. ¿Por qué acabas de admitir que robaste esos tres jamones si resulta que no fuiste tú?
El cabo y los dos guardias me miran. El cabo aplasta la lista de un manotazo.
—¡Quiero la verdad! No mientas para librarte del vergajo. Hay que ser un hombre y saber mantener el no. ¿Me oyes, Ruso? ¡Hay que decir no, no, no, aunque te muelan! En la nueva España queremos hombres.
Sale de detrás de la mesa y me levanta.
—Escucha, Ruso: no nos gusta hacer estas cosas, pero tenemos que hacerlas para saber la verdad. La verdad siempre está en alguna parte y nosotros tenemos que encontrarla como sea. El mejor sistema con nosotros es no mentir. Por ejemplo, si yo te pregunto si has visto a Pedrón y a los suyos, tú me responderás… ¿qué me responderás?
—Que no los he visto —digo.
—¿Ya estamos? ¿Cómo me quieres hacer creer que no los has visto ni una sola vez en todo un verano de excursión por esos montes?
—Bueno, los he visto una vez.
—¿Cuándo?
—Hace mucho.
—¿Cuántos eran?
—Siete, porque ustedes ya habían matado al otro.
—Eso no importa. Se suelen reunir con otros grupos. ¿Qué te dijeron?
—Me dieron cerillas.
—¿Hacia dónde se marcharon?
—Hacia La Fervienza.
Es mentira: se marcharon hacia el otro lado.
—¿Hablaron algo sobre nosotros? No me refiero a si nos llamaron cabrones o maricones, sino a si advertiste en ellos miedo o les oíste hablar de algún plan que estuvieran preparando. Mira, Ruso, si nos cuentas algo importante de los maquis, esta vez le haré un gran descuento a tu atestado.
—Dijeron que bajaban a los pueblos a por comida.
—Eso ya lo sabemos. ¿Hablaron de visitar en breve algún pueblo?
—Dijeron también que bajaban a arreglar las cuentas a ciertas personas.
—Eso también lo sabemos. ¿Les oíste el nombre de alguien al que fueran a dar un repaso?
Les he dicho lo que ya tenían que saber, pero no les digo que los maquis andan detrás de don Matías, para que no le avisen y se libre.
—No —digo.
—Creo que nos estás diciendo la verdad. Tú puedes ayudarnos mucho a acabar con esa gente. Parece que te gusta vivir en el monte y no desconfían de ti. Si los ves de nuevo, ¿correrás a decírnoslo?
Me dan ganas de gritarle que no, que antes quiero que los maquis arreglen a don Matías.
—Bueno —digo.
El cabo escribe algo en el papel y luego se lo da a uno de los guardias.
—Sólo hago constar lo que tú confesaste al principio, los dos panes y el tocino. Naturalmente, también el delito de pescar truchas en veda. Hay testigos: aquellos pastores que te sorprendieron y vinieron a denunciarte. ¿Amigos, Ruso?
Es de noche. El juez sale a la puerta limpiándose los dientes con un palillo.
—¡Vaya, si es el Ruso! Empezaba a echarte de menos. ¿Con qué paquete me lo traen esta vez, agentes?
Se han marchado los guardias y me he quedado con el juez en el cuarto de la mesa.
—¿De dónde eran las truchas?
—Del lago Lobito.
—¿Del lago Lobito? ¡Son las mejores truchas de esta región! No se hable más: esta noche duermes aquí y mañana te vas a ese lago y me traes una docena de truchas. Por mí, te dejaría marchar ahora mismo, pero no es cosa de que llegues a La Baña antes que los agentes. ¿Qué iban a pensar de mi justicia? Anda, baja y enciérrate solo en la cuadra, que ya debes conocer mejor que tu propia casa. ¿Has cenado?
—Ni cenado ni comido.
—No te preocupes; María tendrá por ahí un trozo de pan. Recuerdo que siendo de tu edad fui a pescar un par de veces a ese lago. ¡Había tantas truchas que saltaban del agua porque no cabían dentro, y si poníamos la cesta en la misma orilla casi entraban solas! Sí, Ruso, nos tenemos que ayudar unos a otros para poder ir tirando en esta vida.
Estoy en mi gruta del lago. No he venido por las truchas del juez, sino por aprovechar la comida que dejé, este medio jamón y este pan, y dormir envuelto en mi manta. Si me quedara en este agujero, sin salir nunca, nadie volvería a saber de mí jamás. Aquí no entran ni los animales. Pero nadie puede vivir metido siempre en un agujero.
Llevo quince días comiendo sólo truchas y lagartos, porque se acabó el jamón y el pan. Me paso toda la noche queriendo no pensar en truchas ni en lagartos, pero veo a todas horas su carne blanca ante mis ojos y la siento entre mis dientes. Sueño con carne de cordero, pero los rebaños están muy lejos y además los pastores los vigilan mejor últimamente. Sueño con chorizo, con tocino, con escabeche y con patatas.
Dejo la manta bien enrollada sobre una roca saliente que hace de balda y emprendo el regreso con nueve truchas en un garabito, para el juez. No paso por La Baña ni por Robledal, sino que cruzo por montes directamente a Aguasvivas. Creo que es más de medianoche. Me abre la puerta la mujer de pelo rojo, y me alegro, porque no quiero ver al juez. La luz del quinqué le saca en la cara unas arrugas de vieja.
—No son horas —dice.
Levanto el garabito de truchas y ella acerca los ojos.
—¿Qué es eso?
—Truchas.
—¿Qué?
—¡Truchas!
—¿Quién coño viene a estas horas? —oigo decir al juez.
—El Ruso te trae unas truchas.
—Pues que las deje y le das un pedazo de pan.
Madre y Mario ya están levantados. Madre abre medio pan y mete patatas cocidas entre las dos tapas. Mario se está poniendo una zamarra que yo nunca he visto en casa. Es una zamarra de paño grueso y cuello de piel de oveja, vieja y rota.
—¿De dónde has sacado esa zamarra? —digo.
—Me la ha regalado Gabino para el viaje.
—¿Qué viaje?
—Tu hermano se marcha a Orense a trabajar en las canteras —dice madre.
—¿Dónde está Orense?
Entonces madre se fija en el pan y el tocino que acabo de robar en la cantina de Simplicio.
—¿Quieres llevar más comida? —dice a Mario.
—No quiero que los guardias me prendan en el camino.
—Te hará falta. El viaje es largo.
Mario no contesta. Se abrocha la zamarra y coge el pan con patatas de manos de madre y lo mete en un morralito sucio y remendado. Seguramente también se lo ha dado Gabino. Madre le besa en la frente.
—No te vayas con mujeres.
A Mario se le pone la cara roja. Se para ante mí y me mira.
—A ver qué haces con madre —dice.
Y sale de casa. Madre se encoge encima de una banqueta.
—Hoy ha bajado Dios sobre nosotros. Uno de la familia se ha marchado de La Baña —dice.
—¿Por qué hay que marcharse de aquí?
Madre se levanta, me coge el pan y el tocino y los tira al suelo.
—¡Por esto! —dice.
Vuelve a la banqueta.
—Mañana voy a trabajar con Gabino en el puesto de Mario —digo.
—¿Aún no lo has comprendido, hijo, que Dios no lo quiere así?
—¿Qué es lo que no quiere Dios?
—Que seas como tu hermano. ¿Por qué tu hermano trabaja y tú robas? ¿De quién es la culpa? ¿Mía? ¿De La Baña? ¿De Dios? Vete donde Gabino y te dirá que no quiere ladrones en su casa. Pero yo no tengo la culpa. Ni tampoco La Baña tiene la culpa, porque Mario es como es viviendo aquí. Entonces, la culpa es de Dios.
—Sí, madre, porque a Dios le parece bien que robe. Siempre que voy a robar rezo el padrenuestro y todo me sale bien. Cuando se me olvida rezarlo, pues me sale mal.
—¿Es verdad que rezas un padrenuestro antes de robar?
—Sí.
—¿Y nunca te ha caído un rayo?
—No.
—¿Nunca se te ha aparecido el demonio?
—No.
—Entonces, la culpa es de Dios.
Recojo del suelo el pan y el tocino y voy hacia la puerta.
—¿Adónde vas?
—A dejar esto en la cantina de Simplicio.
—¿Rezaste también al robarlo?
—Sí.
Madre se levanta y viene hacia mí y coge de mis manos el pan y el tocino.
—Es que algunas personas nacen malditas —dice.
Se abre la puerta de la casa de Gabino y aparece su cara roja.
—Yo puedo hacer lo que hacía Mario —digo.
—Mujer, mira lo que dice el Ruso.
Sale Vicenta secándose las manos en un trapo.
—Tú y tu hermano no estáis hechos de la misma leche —dice.
—Mario entró a trabajar en esta casa cuando tenía once años y yo tengo quince. Puedo hacer lo que hacía él.
—No hay trato contigo, Ruso. Todas las noches tendríamos que contar las ovejas y las vacas.
—Yo sólo robo cuando la tripa…
—Márchate de esta puerta y no vuelvas más —dice Vicenta.
Cuando me acerco a la casa de Romualdín le veo trajinando dentro de la cuadra. Ahora sale con un cesto de mierda y lo vacía en un montón que hay a la entrada. Levanta la cabeza y me ve. Se mete en la cuadra y cierra la puerta y cuando llego todavía oigo cómo cruza la tranca.
—Romualdín, abre. Quiero trabajo.
Silencio.
—Mi hermano se ha marchado y ahora yo debo trabajar. Haré cualquier cosa. Ya sé limpiar una cuadra.
Silencio.
—¡Romualdín, cabrón! ¿Le robé alguna vez yendo de pastor?
Silencio.
Para cuando el pueblo empieza a recoger las patatas, nosotros ya las tenemos comidas, de tanto sacar las plantas demasiado pronto de la tierra con patatas como canicas. Ahora ni siquiera podemos cenar el cacho de pan que nos traía Mario por las noches. En esta semana madre sólo ha trabajado dos días en los campos de Romualdín, plantando berzas. Le paga un cacho de pan y una hoja de tocino, que ha de comer al mediodía para tenerse en pie sobre la tierra por la tarde. Hace dos días tenía yo tanta hambre que entré en casa de la tía Petra y me senté a la mesa sin decir nada. Ellos ya habían comido y la tía Petra estaba sola. No la miré ni una sola vez, porque pensaba en Mario y sabía que él nunca habría entrado allí a pedir comida. Apoyé las manos en la mesa y pedí a Franco y a Dios que ella no me dijera nada. Y la tía Petra no me dijo nada. Me puso un plato, me lo llenó de patatas cocidas con pimentón y luego creo que se sentó a mi espalda. Comí en medio de un gran silencio y ni siquiera me habló cuando salí con la cabeza gacha.
Llevo dos días sin meter nada en la boca. Acabo de ver en el camino un perro vagabundo. Es de tamaño medio, de grandes orejas caídas y muy sucio. Va de un lado a otro, como buscando algo o a alguien, y no es del pueblo. Le sigo. Tiene hambre. Busca comida en las escombreras de detrás de las casas, pero en La Baña no se tiran ni las peladuras. Me pregunto si lo que yo pienso hacer será un robo. «No, no es un robo», me digo, «porque este perro no es de nadie». Y luego pienso que hasta mi propio hermano lo haría. El perro y yo estamos solos. Cojo con las dos manos una piedra grande, me acerco a él por detrás y le doy el golpe entre las dos orejas. El perro queda en el suelo, hecho un ovillo y con los ojos abiertos llenos de sangre. Lo levanto. No pesa apenas. Está en los huesos.
—¡El Ruso ha cazado un perro!
La gente sale de sus casas a verme pasar y algunos me siguen. Cuando entro en casa y empiezo con el desuelle, el tío Hilario, Moisés, el dueño de una de las dos viñas del pueblo, Eusebio el pedáneo, Nazario, el hijo mayor de la tía Petra, Cayetano y cinco mujeres, se ponen a mi alrededor para ayudarme.
—Los perros sin dueño pertenecen al ayuntamiento y por consiguiente al pueblo —dice el pedáneo.
Muchas manos tiran conmigo de la piel del bicho. Están contentos.
—¡Es el cordero más flaco que he visto en mi vida! —dice Cayetano.
—¡Habrá que cocerle con otro cordero para que le pase algo de gusto! —dice una mujer.
—¡Es que el Ruso se ha confundido de presa! —dice el pedáneo.
—¡Sólo los carpinteros tenemos herramientas para masticar carnes tan duras! —dice el tío Hilario.
—¡Huele a madera seca! —dice Nazario.
Nazario tiene dos años más que yo y anda con una moza que se llama Prisca. Ayuda al tío Roque en las tierras. Siempre que me encuentra en su casa o en la calle me pega un golpe en la espalda y me dice: «¿Qué tal va la vida, primo?».
Una mujer dice a otra:
—Vete a por sal, que Basilia nunca tiene ni eso. Y trae también algunas leñas.
Madre llega cuando ya tienen el fuego encendido y el perro está limpio y en trozos. Aquella gente ni la mira. Luego, cuando el agua está caliente, entra todo el perro en la lata y todos nos sentamos a esperar, unos en las banquetas y otros en el suelo. Madre se ha sentado en el suelo. Sí, aquella gente está contenta y habla de muchas cosas, y madre también habla con ellos. Ni siquiera el pedáneo le pone hoy mala cara. Ni a mí tampoco. Me preguntan cosas y yo les respondo y les hago gracia. Madre se levanta de vez en cuando a echar leña o a remover el cocimiento, y de pronto dice que el perro ya está blando. Durante media hora nadie habla, todos mastican. Acaban un trozo, se levantan y sacan otro de la lata. El último trozo se lo dejan al pedáneo. El suelo de la casa queda lleno de huesos blancos.
—Ruso, a ver cuándo cazas otro cordero —dice Cayetano, y todos ríen y se marchan.
Madre está en el campo de Romualdín y yo en nuestra cuadra rebañando todos los huesos de ayer. Cuando acabo empiezo a cascarlos entre dos piedras para chuparles el jugo de dentro. Está anocheciendo y oigo sobre mi cabeza los pasos cansados de madre.
La cantina de Eulalia es la más fácil de abrir. Por eso la elijo, porque el hierro se me quedó en la cueva del lago y tengo que usar un alambre. Soy el rey de las cerraduras. A poco de empezar a trabajarla oigo el «clinc» y se me abre. Conozco muy bien el «clinc» de todas las cerraduras. «Me has vencido», me dicen así.
Lo primero que hago es buscar un saco en la oscuridad. Vacío uno de patatas y meto una pieza de tocino, cuatro panes grandes, una cazuela de chorizos en manteca, un jamón y muchas cajas de cerillas. Y tabaco: siete cajetillas.
Madre duerme. Corto un cacho de tocino y otro de jamón y se los dejo sobre la banqueta. Pero al salir oigo su voz:
—Me van a joder por ti. Estás maldito.
Me coge el amanecer a mitad de camino y cuando llego a la cueva el sol está bastante, alto. El peso del saco me ha doblado los hombros, pero es que me gustaría no tener que bajar en mucho tiempo a por más comida. Me desnudo y entro en el agua. Me gusta mirar hacia abajo para ver cómo rompo este cristal con mi cuerpo. De pronto descubro que allí mi cuerpo es importante, y, al mismo tiempo, muy pequeño en este mundo tan grande y silencioso. Doy un grito, dos, tres, muchos gritos, porque después ya no podré gritar. Nadie debe saber que estoy aquí. Vigilaré a todas horas la subida y en cuanto vea a pastores o a guardias me esconderé en la cueva y nunca darán conmigo, aunque pasen cerca de la boca. Y el lago será sólo para mí.
Dentro de la cueva todo está como lo dejé. Ha crecido la maleza de la boca y ha tapado los destrozos que hice para encontrarla, y nadie podría decir que aquí abajo hay una cueva tan grande. Sin embargo, entra luz, porque la maleza cierra la vista, pero me deja ver el cielo desde abajo, como a través de una malla. ¡Sí, la cueva es mía y el lago es mío!
Creo que han pasado diez días. Me he quedado dormido a la sombra de un roble y cuando despierto veo a los guardias por la orilla del lago. Están entre la cueva y yo. Si echara a correr para dar la vuelta por el otro lado, no llegaría antes que ellos. Porque avanzan hacia la cueva. «No la verán, no la pueden ver», pienso. Yo les sigo, a distancia. La última vez me cogieron en el lago y han vuelto aquí. Pero nunca verán la cueva. Se apartan de la orilla y buscan rastros en el suelo del bosque. Ya están a cien pasos de la cueva. «No la verán, no la pueden ver». Uno de ellos aparta con la punta de su fusil las esquinas de la maleza de la boca. Estoy seguro de que no verán la cueva. Tendrían que meter el pie, como me ocurrió a mí. Sin embargo, trepo a una peña, grito y ellos se vuelven y me ven.
Al pasar por delante de casa, madre está en la puerta. Tiene un moratón en la mejilla y se queda mirando hasta que doblo la esquina del camino en medio de la pareja.
El cabo hace una seña para que me quiten las esposas.
—¿Qué tal por esos montes, Ruso? Esta vez te llevaste una buena carga de la cantina de Eulalia.
Yo no le he robado nada.
—Y espera, que todavía no he acabado. También te has llevado un cordero de la cuadra del pedáneo y dos gallinas de la de Bernabé, el herrero.
—¡Yo no he sido!
El cabo descuelga el vergajo.
—¿Qué me dices de los maquis?
—Los encontré y hablé tres veces con ellos.
—¿Cuándo te fuiste al lago?
—Hace unos diez días.
—¿Y en estos diez últimos días les has visto tres veces?
—Sí.
—¿No te confundirás? ¿No será hace veinte días?
—No, hace diez días.
—Bien, ¿y qué pasó?
—Me dieron más cerillas.
—Sigue.
—Me dijeron que ya se están cansando de andar por los montes.
—¿Qué más?
—Y que van a bajar a por el alcalde de Robledal.
—¿Qué más?
—Y que la próxima vez les suba un dominó, porque se aburren.
—¿Qué más?
—Y que a ver qué dicen de ellos los guardias. Yo no les conté nada.
—¿Qué más?
—Y que le van a comprar a Franco un avión para escapar de aquí para siempre.
El cabo me mira. Creo que ya le he dicho bastante de los maquis para que me deje ir en paz.
—Escucha, Ruso: sabemos que Pedrón y su banda llevan veinte días robando por los pueblos de Zamora.
El dolor de la espalda no me deja andar derecho. Los guardias me dicen: «Basta de comedia, que no ha sido para tanto», y me empujan con las culatas para que me levante. No descansamos en las cinco horas de viaje. Hay un carro delante de la cuadra del juez y unos hombres cargan en él una vaca muerta. Clara y sus dos hijos miran como estatuas y los tres están llorando.
—Ya me vendrá usted un día con un pleito —dice el juez a un hombre que se marcha.
El hombre se vuelve un momento.
—A los veterinarios nos han puesto para que la gente no se envenene con las carnes enfermas.
Subimos al cuarto de la mesa.
—¿Qué pasa hoy? —dice el juez.
—El atestado.
El juez lo coge y empieza a leerlo.
—¿Han visto a ese cabrón, que dice que la vaca de mi hija no se puede comer y ha ordenado que la entierren? ¡Un capital tirado por la ventana sólo porque a ese hijo de perra…! ¡Qué enfermedad ni vírgenes! La carne de esa vaca estaba dura como la más fresca y además todo el mundo guisa la carne antes de comerla. ¡Son ganas de joder al juez! ¡Pues me ha encontrado! ¿Saben ustedes quién es ese veterinario? El que incendió nuestra iglesia de Aguasvivas con aquellos nueve anarquistas que fueron fusilados el año 39. ¡Ya pueden ir por él! Yo, el juez, juro que lo hizo, porque le vi meterse en la iglesia con las dos latas de gasolina.
—Ya ha pasado el tiempo de esa clase de denuncias —dice un guardia.
—Lo mejor es que se calme, señor juez, y que lo olvide.
—No me vengan ustedes dando consejos, después de las barbaridades que cometieron. Dejen aquí al Ruso y vayan a prender a ese veterinario.
—¿Qué cargo hay contra él?
—Incendiar una iglesia.
—Eso pertenece a otro tiempo, señor juez.
—¡Pues yo lo acuso ahora y todavía quedan en esa iglesia vestigios de su vandalismo!
—Bien, pues haga una denuncia por escrito.
—En aquel tiempo no eran ustedes tan puntillosos.
—Usted lo ha dicho, señor juez: era otro tiempo.
La respiración del juez se va apagando.
—¿Qué ha hecho el Ruso esta vez?
—Lo dice en el atestado.
—¿Creen que tengo humor de leer ahora un atestado? Déjenlo a su regreso en Robledal y que el alcalde lo tenga encerrado una semana. Yo no tengo dinero para alimentar a los presos de la Justicia.
Los guardias están cabreados. Cinco horas de La Baña a Aguasvivas. Tres horas de Aguasvivas a Robledal. Ocho horas de camino y de ellas cuatro de noche. Sin contar la excursión por los montes hasta el lago.
Si no te mata el hambre te vamos a matar nosotros —dicen.
A uno de ellos le han salido ampollas en los pies Se sienta junto a un río para remojarlos, el otro también se sienta, y cuando yo me voy a sentar, el de las ampollas coge su fusil y me atiza de plano en la espalda.
—¡Tú, derecho, jodido!
El golpe le recuerda a mi espalda el vergajo. En casa del alcalde nos sale una mujer.
—Yo también querría saber dónde está ese golfo. ¡Miren qué horas para emborracharse! —dice.
—¿Y no guarda usted la llave de la cuadra?
—No sé si la guardo, pero es igual, porque él tenía que estar aquí para dársela.
En una cantina los guardias preguntan si han visto al alcalde. Les dicen que tiene que pasar por allí a recoger un paquete. Los guardias piden guisado para cenar. Hay cinco hombres bebiendo en el mostrador y se han callado.
—¿Cuántos platos? —dice el dueño de la cantina.
—Dos. Este no es de la familia.
Mientras los guardias tragan guisado, yo miro.
—El chico no será ese al que llaman el Ruso —dice el dueño de la cantina.
—¡Mira hasta dónde ha llegado tu fama, Ruso! —dice un guardia.
Entra el alcalde. Me acuerdo de él. Va muy tieso, con la cabeza muy alta, pero sus piernas tiemblan y su cara tiene un aire dormido. Al llegar al mostrador alarga el brazo para coger el envoltorio que le da el dueño de la cantina.
—Son las morcillas de Roque.
—Morcillas —dice el alcalde.
—Sí, morcillas —dice el dueño de la cantina.
—Morcillas de Roque. Roque es el mejor amigo del mundo. Cuando me esté muriendo, decidle a Roque que venga a la cabecera de mi cama.
—Vaya tajada que tiene el pollo —dice un guardia al otro.
—Ahora mismo voy a decir a mi mujer que me fría dos morcillas —dice el alcalde.
—Lo que tu mujer te va a dar es candela —dice un guardia por lo bajo.
—Estos señores preguntan por usted —dice el dueño de la cantina.
El alcalde se acerca a los guardias, que se levantan. Ya han acabado de cenar.
—Le traemos un preso, señor alcalde.
El alcalde me mira y no me reconoce.
—Es tarde, señor alcalde. ¿Vamos hacia la cuadra? —dice un guardia.
—Es verdad. La cárcel de este pueblo es la cuadra —dice el alcalde.
Camina hacia la puerta y los guardias me levantan y le seguimos. A los pocos pasos me doy cuenta de que el alcalde nos ha olvidado y cuando llega ante la cuadra se rasca la cabeza.
—¡Ah, buenas noches, señores!
—Abra la cuadra para meter al preso —dice un guardia.
—El preso —dice el alcalde, recordando.
Saca muchas llaves de sus bolsillos, pero no puede meter ninguna en la cerradura. Se abre el paquete del alcalde y sale una morcilla y enseguida cuelga una cinta de cuatro morcillas. Tiro despacio y quedan seis en mis manos. En el paquete del alcalde quedan algunas más. Nadie ha visto nada. Un guardia coge la llave y abre la puerta. Me empuja y cierra. Saco las morcillas de debajo de la camisa. Se marchan los pasos de los tres hombres. Busco pajas en la oscuridad y me tumbo a comer las morcillas. Son blandas y buenas. Quiero comerlas despacio, pero no puedo. Se acaban enseguida y queda en mi boca un sabor a sangre. Entonces oigo el ruido de una vaca. Mis ojos ya se han hecho a la oscuridad y encuentro una lata en el suelo y ordeño a la vaca. No se mueve. Bebo hasta hartarme. Vuelvo a las pajas para dormir.
Me despierta el ruido de la cerradura. Primero entra la luz del día y luego entra la mujer del alcalde con dos baldes. ¿Y si descubre que le he sacado leche a la vaca? Me escondo debajo de las pajas. Luego la mujer se va con los baldes llenos y con la vaca. No sabe que estoy allí.
He pasado casi todo el día durmiendo, a unos pasos de la puerta abierta. Está oscureciendo. Llega la mujer con la vaca y la ordeña y luego se marcha sin hacerme caso.
Esto se repite tres días. El alcalde no se acuerda de que me tiene aquí. Estaba tan borracho aquella noche que no sabe lo que hizo. Y a su mujer no se lo puedo decir para que no descubra que yo soy quien le roba la leche que le falta.
Huyo de la cuadra cuando me canso del juego.