Duermo en el bosque hasta muy avanzada la mañana y al abrir los ojos veo a una mujer caminando hacia el río con ropa para lavar.

Cuando está más cerca, la reconozco: es Desideria. Ella me ve también. La saludo con el brazo, pero vuelve la cabeza. La sigo hasta donde deja la ropa y se pone a lavar. Guardo un buen recuerdo de Desideria: fue la primera mujer con la que me revolqué en La Baña. Sigue tan buena jaca como entonces.

—Hola, guapa. ¿Cómo has dejado pasar tanto tiempo sin llamarme?

Lava como si estuviera sola en el río.

—Si algo no te gustó de mí, dímelo para que lo arregle la próxima vez, es decir, ahora.

Me acerco más y le toco la espalda.

—Las mujeres tenéis la mala costumbre de hacer ascos a lo que más os gusta.

—Yo a ti no te he visto nunca —dice—. No quiero nada con presidiarios.

—¿Qué más da presidiario o no? Todos estamos armados de lo mismo.

Ahora le toco el brazo.

—¿Repetimos?

Me mira. Sigue teniendo la misma cara de caballo, aunque más blanca y huesuda, con más hambre.

—¿Qué quieres por el favor? He vuelto rico de la cárcel.

—Sólo quiero que te vayas a la mierda.

—Llevo dos años sin estar con ninguna mujer. ¿No te doy pena?

Le acerco la cara y ella coge un canto mayor que el puño.

—¡Márchate o te abro la cabeza!

—Tengo con qué pagar. Ahora te traigo unas patatas.

Corro a casa. No hay nadie. Las patatas siguen donde las dejó madre. Las cojo, pero no para mí, no para comérmelas yo. Si Desideria está en el mismo sitio del río, es que tiene tanta hambre que espera mis patatas. Ahí sigue, haciendo que lava, esperándome. Lo primero que hace es mirar lo que le traigo. Se levanta para coger las tres patatas, las toca por un lado y por otro, les clava las uñas y después las esconde debajo de la ropa que está lavando. Coge el cesto, se lo apoya en su cadera y echa a andar hacia el bosque, conmigo detrás.

Oigo ruido en la cuadra de Eusebio, el pedáneo, y me acerco. Allí está él, sacando del suelo la mierda seca de sus vacas.

—Hola, Ruso, ya sé que andas de nuevo por aquí.

—¿Le hago ese trabajo?

Las marcas de su cara delgada se ponen duras.

—La autoridad no puede emplear a un presidiario.

—Ya he salido de la cárcel.

—Tú, Ruso, siempre serás ya un presidiario.

—Los presidiarios también comen. En la cárcel me daban de comer.

—¿Y quién te impide que comas?

—¿Cómo quiere usted que coma si nadie me da trabajo?

—Hasta ahora nunca te vimos trabajar y por ello no te has muerto.

—No me he muerto porque robaba.

—Ya sabes que no hay que robar. Todo el que roba acaba en la cárcel.

—Entonces, ¿qué hago?

Deja la pala contra la pared y se acerca secándose la cara con un trapo.

Mira, Ruso, yo en este pueblo sólo soy el pedáneo, no Dios. ¿Qué puedo hacer por ti? Me pides cosas que no puedo dar. El camino que has elegido espanta de ti a la gente honrada.

—¿Dónde hay gente honrada en este pueblo? Aquí se sigue robando aunque el Ruso esté en la cárcel.

—A ver si cuidas tus palabras, que no consiento una acusación así en boca de un desgraciado como tú. Me pides ayuda y ya has dado motivo para que te denuncie a los agentes del orden. No eres muy espabilado, Ruso.

—Lo malo es que hay otros más espabilados que yo.

—Lo malo para ti es que te has aficionado tanto al robo que ya no puedes vivir sin él.

—Lo que yo no puedo es vivir sin comer.

—¿No ves cómo ya estás preparando tu conciencia para el siguiente robo? ¡No tienes remedio, Ruso! Sin embargo, para demostrarte que no te quiero mal, te daré la oportunidad de codearte con gente decente, a ver si se te contagia lo bueno. Mañana tengo que dar una cena a don Matías, a Antonio y a Simplicio, y tú también quedas invitado. Avisaré a mi mujer que ya le llevarás un cordero.

—¿Qué yo le lleve un cordero?

—Cuando se va a comer a una casa hay que llevar algo.

—Pero usted sabe que yo no tengo corderos.

¡Es lo mismo que tantas veces le he dicho al juez de Aguasvivas!

—¿Y eso te preocupa a ti? En el pueblo hay gente que tiene muchos corderos y no se arruinarán por uno menos.

—Acabo de salir de la cárcel y no quiero volver a robar.

—La vida, Ruso, es una jodienda. Muchas veces hay que hacer mal para tener bien. A ti te conviene estar a bien con la gente honrada y de peso de nuestro pueblo. Alguna vez tienes que dejar de ser un bandolero. Don Matías es uno de los que mandan aquí y te puede ayudar mucho. En cuanto a Simplicio, esta es la ocasión de amigarte con él, después de haberle desvalijado tantas veces su cantina. Antonio también es un tío con el que hay que estar a bien: recorre mucho mundo, es el que le surte a Eulalia de las mejores ropas que encuentra en el rastro de Madrid, y siempre tiene dos duros en el bolsillo. Y de mí, ¿qué te voy a decir? Soy el pedáneo, la autoridad, el que te puede joder si se le hinchan las narices. De modo, Ruso, que a ver si aprovechas la ocasión que te ofrezco y empiezas una nueva vida. Tú me traes el cordero y empiezas a ser una persona decente.

El que tiene más corderos en el pueblo es Romualdín, primo de madre. Ahora estoy detrás de la casa del pedáneo, esperando a que se levante de la cama. Está amaneciendo. Tengo el cordero, escondido en estas matas, muerto. Fue coser y cantar robárselo a Romualdín de la cuadra. Lo saqué en brazos y lo degollé y sangré y enterré la sangre. Había más comida en la cuadra: conejos, gallinas y algún lechón. Pero como no había descerrajado la puerta para robar sino para hacerme un futuro, pues no agarré más cosas. ¡Y eso que estaba muerto de hambre! Cuando oigo ruido dentro de la casa, cojo el cordero y llamo a la puerta. Sale Rogelia, la mujer del pedáneo. Me lanza una mirada de fiera y enseguida ve el cordero. Me lo coge, no me dice una palabra y cierra la puerta ante mis narices.

Espero en un bosque la hora de la cena, distrayendo el hambre con el recuerdo del cordero que comeré a la noche. No pienso en otra cosa en todo el día. ¡El cordero, el tierno corderillo del cabrón de Romualdín! No quito el ojo de la casa en que se está guisando y hasta creo que me llega su olor. Veo las idas y venidas del pedáneo con sus vacas y sus trabajos en el campo del centeno. El primer invitado en llegar es Antonio, con su mula, la misma en la que trae por los montes las cargas de ropa usada para que su hermana Eulalia las venda a los vecinos. Es un hombre grande, siempre con un grueso tabardo, incluso en verano, y una voz ronca de tanto fumar. Ata su mula a un poste y entra en la casa. Luego llegan juntos don Matías y Simplicio, de buen humor, discutiendo sobre quién es mejor cazador de conejos. Al final Simplicio le da la razón al cura, le dice que los hombres con sotana son mejores en todas las cosas, como siempre le dice todo el pueblo a don Matías. Y cuando se meten en la casa me pregunto qué hago yo aquí.

—¿Qué quieres? —dice Rogelia.

—Comer cordero, como todos —digo.

—En mi casa no entran los hijoputas.

—Me ha invitado su marido.

—¡Eusebio! ¡A ver qué dice este canalla!

Se mete en la casa y yo la sigo. Todo está lleno de olor a cordero y de pronto veo al pedáneo, a don Matías, a Antonio y a Simplicio sentados a una mesa.

—Hola, Ruso —dice el pedáneo.

Al cura se le cae el cuchillo de la mano.

—¿Qué hace aquí este endemoniado?

—Vengo a cenar con ustedes.

—¿Cenar con nosotros? ¡Fuera de mi vista, perdido, sangre de Satanás!

—Yo seré sangre de Satanás, pero ese cordero que se van a comer es mío.

—¡Calla la boca, bárbaro! Si pretendías joderme la cena, ya lo has conseguido. ¿Cómo te atreves a invadir esta reunión de buenos cristianos y encima diciendo mentiras?

Miro al pedáneo.

—Dígale a don Matías que yo he traído el cordero.

—¡No quiero saber nada! —dice el cura levantándose—. ¡No hay que escuchar a los espíritus infernales que siembran la confusión! ¡Largo de aquí con tu olor a azufre!

—Lo que aquí huele es a cordero mío.

Antonio y Simplicio me hacen gestos con las manos para que me vaya.

—Aquí no queremos presidiarios —dice Simplicio.

El pedáneo se escabulle hacia otro cuarto y lo sigo.

—¿Por qué no les dice que yo he traído ese cordero?

El pedáneo me empuja hacia la puerta y el cura vigila mi marcha y dice:

—Ruso, eres carne de infierno. Estás tan condenado que ni el Papa puede hacer nada por ti. Eres una de las últimas miserias que nos queda de la guerra, un superviviente de la horda roja que quiso aniquilar la Verdad transmitida por los cielos. Tus días están contados.

En la puerta le digo al pedáneo:

—Otra vez le va a traer su tía un cordero.

—Ya te dije, Ruso, que yo no soy Dios en este pueblo. No puedo hacer que lo blanco sea negro. Así que no sé por qué me dices que ese cordero es tuyo, si no puedo hacer que las cosas sean como tú quieres.

En vez de cordero, ceno berza. La robo de noche del huerto de Simplicio, y la cuezo en el campo en una lata vacía de chorizos. Y con el último bocado me doy cuenta de que ya tengo dos robos para mi nuevo atestado. Y de perdidos al agua: así que descerrajo la cantina del cabrón de Simplicio y salgo con un jamón, una pieza de tocino, tres panes, anzuelos y cordel, veinte cajetillas de tabaco y cerillas, y me largo con todo al lago. De modo que ya estoy en las mismas de siempre.

Llego de madrugada con el saco al hombro y ni siquiera descanso, porque nada más ver la cueva donde vivíamos Cuqui y yo, me echo a llorar.

Creo que ha pasado un mes. He pescado truchas todos los días, para que me dure más el jamón y el tocino, pero aun así los terminé ayer. Ahora me toca vigilar desde mis montes todos los caminos para que no se me escapen aquellos traficantes de ganado que me vendieron la escopeta.

Ahí suben al monte el maestro y la maestra, a follar. No pierden la costumbre. Él la rodea la espalda con el brazo y acaba la vuelta con la mano en una teta. El maestro ha engordado y tiene un aire más bruto. En cambio, ella está igual, tan elegante y tan buena como la solía ver a la puerta de la escuela llamando a las niñas. Si la señorita Inés se deja por el maestro es porque no tiene otro más cerca. Cuando pasan ante mí, sin verme, me dan ganas de saltar y empezar a hostias con él y decirle a ella: «¡Corra a otro pueblo a elegir un macho menos animal que este!». Los sigo. Lo hacen en un agujero, en una especie de nido ya usado por otras parejas. La señorita Inés se quita la falda y la deja plegada a un lado. Ninguno de los dos ríe. Se abrazan con aburrimiento. Me gustaría traer un día a todo el rebaño de la escuela a que vea cómo bailan los faldones de la camisa del maestro sobre su culo blanco.

Es la de Rosario la casa más apartada del pueblo y yo ando buscando mujer. Ayer vi al marido de Rosario en la cabaña de los pastores, en lo alto de los montes. Estaba con Justa, la hija de Eulalia, la de la cantina, la mujer de mi primo Dalmacio. Y lo pasaron muy bien en el catre, después de recoger el ganado y cenar tocino con pan. Esta maricona de Justa no es aquella que luchó como una leona para defenderse del Ruso, aunque después sí que se quedó tan tierna como la de ahora. Paso ante la casa de Rosario con un garabito de truchas y silbando.

—Hola, Ruso, ya sé que estuviste en la cárcel.

—Sí, pero allí no se me olvidó pescar.

—¿Qué piensas hacer con esas truchas?

—Venderlas.

—Pues no tienes que ir más lejos.

Rosario es una mujer de treinta años, de cara grande y hombros y brazos delgados. La verdad es que su cuerpo no tiene mucho dónde agarrar. Está con hambre: los ojos se le van tras de las truchas.

—No puedo pagarte con dinero —dice.

Todas las mujeres guardan una sonrisa única para decirte que puedes empezar cuando quieras.

—No me hace falta dinero: soy rico.

Y entro en la casa. Rosario cierra la puerta. Enciende fuego, asamos las truchas y nos las comemos todas. Rosario está mejor después de haber comido. La empujo a la cama.

—Apestamos a pescado —dice.

—Parecemos dos truchas haciendo truchitas en el río Cabrera —digo.

¡Ya tengo mi segunda escopeta! Vi a los tratantes y corrí a su encuentro monte abajo. Se acordaban de mí.

—¿Y la escopeta que te dimos? —me dijo el hombre de la nariz rota.

—Los guardias.

Los tres se movieron sobre sus caballos como si les picaran los piojos.

—Pero no me sacaron nada —les dije.

—¿Cómo sabemos que no es verdad que no cantaste a los guardias?

—¿Les han molestado a ustedes por mi escopeta?

Se convencieron. Y entonces el hombre de la nariz rota sacó otra escopeta vieja, y me parece que la llevaba para mí.

—¿Te gusta?

La cogí. Es vieja y muy usada… ¡Pero es una escopeta! No me extrañaría que reventara al primer disparo. ¡Pero me quedaría con ella sólo para hacer un disparo!

—Es tuya por dos docenas de truchas de buen tamaño.

En una hora estuve de vuelta con las truchas, ¡y ya fue mía la escopeta! Los tratantes también me dieron seis cartuchos. Acabo de matar un conejo del primer disparo. ¡Soy otra vez el rey de los montes!

Llevo varios días acercándome al pueblo por las noches, aunque sin entrar, sólo viendo cuántos guardias andan de ronda y qué costumbres tienen los nuevos, porque siempre hay nuevos, cada varios meses los cambian. Cada guardia suele elegir un lugar distinto donde pasar parte de la noche y yo debo saber cuál es, porque ya no quiero dar pasos en falso. En prisión aprendí que hay que usar la cabeza contra el enemigo. Resulta que se me terminaron los cartuchos y he de asaltar cualquier cantina para coger más. Mi vida en los montes depende de la escopeta. Cazando y pescando puedo estar meses y meses sin bajar al pueblo a robar comida. Además sé que los guardias me buscan por el robo del cordero, del jamón, de la pieza de tocino, de los tres panes, de los anzuelos y del cordel, de las veinte cajetillas de tabaco y de las cerillas. Los veo de vez en cuando de patrulla por los montes y yo me río de ellos y me digo: «¡Adiós, cabrones, que os falta algo cuando no me jodéis con el vergajo!».

He sabido que los nuevos pasan la noche debajo del puente. Aquella vez me acerqué tanto a ellos que incluso les oí que hablaban del cura, que los maquis le habían clavado en la puerta de su casa un cuchillo con un papel, que decía algo así: «Igual que atravesamos la puerta, te atravesaremos a ti», que el domingo el cura soltó en misa un sermón contra ellos, y los guardias se reían porque don Matías gritó en la iglesia que eran unos maricones y unos hijoputas y que había que quemarlos vivos a todos. Lo mismo que me suele decir a mí.

No es raro que me tropiece en el monte con Pedrón y su cuadrilla. Hablamos, me dan cerillas y tabaco y cartuchos y yo les doy algún conejo, porque ni siquiera ellos tienen mejor puntería que yo. Les he caído bien, sobre todo desde que supieron que no los delaté a los guardias. Un día, Pedrón quiso saber si yo tenía novia. Le dije que no y él me dijo:

—Mejor. Ningún hombre debe fiarse de las mujeres. Te la juegan a la vuelta de la esquina. Si yo no tuviera mujer, viviría más tranquilo.

—Pues no la tenga.

—¡Es listo este Ruso! Tendría que cortarme una cosa que aún ha de dar mucha guerra.

Pedrón camina como un gato montés, de tantos años como lleva escondido en los montes. Él y sus hombres han aprendido a pisar tan suave que a veces se me plantan delante sin haberlos oído.

—¿Dónde tiene a su mujer? —le dije.

—No me lo preguntes, Ruso, porque a lo mejor se me escapa y te digo dónde tenemos el refugio y después tendría que pegarte un tiro.

Desde que supe que clavaron el papel en la puerta del cura, quiero cruzarme con Pedrón para decirle que se carguen a don Matías cuanto antes.

Ahora es noche cerrada y estoy dentro del pueblo. Esta vez le toca a la cantina de Eulalia. Es cosa de risa abrir la cerradura con un cacho de varilla de paraguas. Meto en un saco más de diez cajas de cartuchos y no quiero llevarme más cosas, pero entonces me llega un tufo de jamón y veo la gran pieza colgada. De perdidos al río. Lo agarro y salgo con todo. Me acuerdo del pan y entro a por uno, que se convierten en dos, porque se echan de menos en el monte.

Lo único que me sobra es tiempo. Me escondo a veinte metros de una madriguera de conejo y a esperar. Es por la tarde, la hora en que salen, y da gusto estar tumbado al sol de septiembre, aunque a lo mejor es octubre. Cuando, por fin, aparecen las dos orejas tiesas, casi me fastidia tener que moverme. Pero es un buen bicho y apunto. Y ocurre que suena el disparo antes de apretar el gatillo. ¿Qué es esto? El conejo a vuelto a meterse como un rayo, y así sé que yo no he disparado, porque nunca fallo. Suena un segundo disparo. ¿Quién es el cabrón que me ha espantado la caza? ¿Quién iba a ser? Desde lo alto de una peña descubro a don Matías, con la sotana levantada con cuerdas. No lleva pantalones y veo sus piernas blancas como palillos. Lo tengo a tiro y no resisto la tentación. ¡Ahora me las paga todas juntas el maricón!

—¡Comulga con posta, cerdo!

Y le largo el primer disparo. Tiro a dar. Se me ha encendido la sangre y no me importa dejarlo muerto allí mismo. ¿Cuántas veces se ha cobrado en el cuerpo de madre los mendrugos de pan que nos daba? El tiro le ha pasado rozando la cabeza y vuelve la cara y me ve. Se pone pálido y echa a correr monte abajo. A lo mejor cree que yo clavé el papel en su puerta. Da saltos de corzo y se va dejando jirones de sotana por aquellos carrascos. Yo le largo un tiro tras otro, pero está tan lejos que no le doy. Me río a carcajadas viéndole los calzoncillos sucios y pensando que así tendrá que entrar en el pueblo. Se lo contará a los guardias. ¿Me habrá reconocido? Creerá que ha sido un maqui. ¡Buen susto le he metido en el cuerpo a don Matías! La pena es que he gastado siete cartuchos.

Semanas después me encuentro casi de bruces con alguien que anda por esta parte de los montes. Siempre que veo a gente, me escondo, pero ahora no, porque es mi amigo Raúl. Se ha hecho un hombre. Apenas lo reconozco, después de tanto tiempo. Salgo de los matorrales.

—¡Raúl!

Anda de caza. Se vuelve rápido y me apunta con su estupenda escopeta de dos cañones.

—No hay que matar a los amigos.

Creo que se alegra de verme, aunque yo más de verlo a él. ¡Hace mucho que no hablo con un cristiano!

—¿Eres tú, Antonio? Muchas veces nos hemos preguntado en casa si estarías muerto.

Quedamos frente a frente y como ya somos hombres nos abrazamos.

—Hueles a monte —dice Raúl.

—Y tú a tocino de tu cantina. Daría mi mano derecha por un buen cacho.

—Ya no robas, ¿verdad? La cárcel pone derecha a la gente.

Le enseño mi escopeta.

—Esta es la que me pone a mí derecho. Me da de comer y me libra de los guardias. La escopeta que llevas es la de tu padre, ¿verdad? Si yo tuviera una tan cojonuda…

—Si no bajas de los montes, te convertirás en liebre.

—Los animales me tratan mejor que las personas. ¿Ves a madre?

—Aún está viva. Los guardias la visitan para preguntarle por ti y a veces se la llevan al cuartel para interrogarla, y también a tu hermano.

—¡Si serán cabrones! ¿Les pegan?

—Creo que no.

—Cualquier día también los corro a tiros, como a don Matías.

—¿Qué le hiciste al cura?

—¿Pero es que no ha contado que yo lo corrí a tiros en el monte?

—Él sólo dijo que los maquis le habían tendido una emboscada y que veinte armas disparaban a un tiempo contra él.

—Se me escapó de milagro.

—¿Quiénes te acompañaban?

—¡Yo estaba solo!

—¿Y lo querías matar de verdad?

—¡Siempre lo quise matar! Lo que pasa es que hasta ahora no he tenido escopeta.

—Los jueces te cortarán el cuello por matar a un cura.

—Pero me lo cortarán después de haber enterrado a don Matías.

—Oye, ¿dónde tienes tu refugio?

—Haces preguntas de chivato de los guardias. Da gracias que no te lo digo, porque si te lo dijera luego tendría que matarte.

—¿Tampoco quieres que cuente a nadie que te he visto?

—Como vas a hacer lo que te dé la gana…

—Si te pones así, me marcho.

—Vamos, que yo te puedo llevar donde hay mucha caza. ¿A qué prefieres tirar?

—A un corzo.

—Eso está hecho.

Nos metemos aún más en la montaña. Raúl me pregunta si pienso seguir siempre en esta vida y yo le digo que hasta que mis tripas no me pidan comer otra cosa.

—Nunca te podrás casar. A las mujeres no les gusta vivir como las bestias.

—Yo me arreglo con las pastoras sueltas.

Algún día escapo de casa y me hago gitano, como tú.

—Si lo haces por las pastoras, vas dado. Las pastoras vienen conmigo porque soy el Ruso.

—Sí, por guapo.

—No te rías. Vienen conmigo porque en el pueblo sus padres no las dejan ni acercarse al Ruso, y en el monte ellas se aprovechan.

—No me metas los mismos cuentos que nos metías hace años cuando nos hablabas de las moras. Ahora ya no eres el único listo. Si lo haces para que no te haga la competencia con las pastoras, pues lo dices y basta.

—No es para ponerse así. Las pastoras son de todos. Lo que pasa es que ellas me encuentran en el monte más veces que a otro, y es en el monte donde mejor se hacen esas cosas, y se dicen: «A ver qué tiene el Ruso para que me lo prohíban en casa». Para que veas que no te estoy metiendo un cuento, te diré que me gustaría tenerte a mi lado. No me faltarían cartuchos. Los podrías sacar fácilmente de tu cantina.

—No tan fácilmente. Si estoy contigo es que me he largado de casa y entonces tendría que robar a mi propio padre.

—Pero si te cogen los guardias, tu padre no iba a dejar que te deslomaran con el vergajo y luego te mandaran al juez y a la cárcel, como a mí.

—¿De verdad que me dejarías vivir contigo?

—Claro. Pero no vendrás. En tu casa no falta el pan.

—No te creas. Padre guarda todos los géneros para vender, y cuando le sale mal el negocio del contrabando, pues a madre no le deja poner más que berzas.

—Calla, que estás tan carnoso como don Matías.

—¡Es que me gusta andar por dónde me da la gana, vivir sin que me mande nadie!

—Si madre tuviera una berza al día para el puchero, yo sería como uno de vosotros. ¿Te das cuenta, Raúl? Esa berza tiene la culpa de que yo sea un ladrón. Y como tú tienes esa berza y algo más, pues nunca serás un desgraciado como yo.

—¡Es que quiero vivir como tú!

—Dime eso después de probar el vergajo y la cárcel. Y ahora, calla, que por aquí hay corzos…

Nos separamos. Raúl sale por la derecha y yo por la izquierda. Es difícil echar la vista a un corzo. De vez en cuando Raúl y yo nos vemos en la distancia, de un claro a otro, y nos hacemos una seña. ¡Pisadas de corzo! Me agacho y espero. ¡Ahí está! Es un buen ejemplar. Disparo. El bosque tiembla con el estampido, con la nube de pájaros que echa a volar y con los animales que salen de no sé dónde huyendo como demonios. El corzo no ha caído. Ahí va, con la cadera rota, arrastrando una pata trasera.

—¡Raúl, va hacia ti!

Poco después suenan dos tiros y los montes quedan como muertos. Cruzo el bosque hacia Raúl. El corzo está a sus pies.

—Me haré unos zahones con su piel —dice.

—Yo la necesito más que tú. Necesito una manta para quitarme el frío por las noches.

—Yo también quiero mis zahones. El corzo lo he cazado yo.

—¿Qué dices? Yo le di primero y te lo envié medio muerto a que lo remataras.

La costumbre es repartir la carne entre los cazadores, pero la piel se la queda el que mata al bicho. Y Raúl cree que fue él. Discutimos. Me dice que no sólo disparó el último tiro, el de la puntilla, sino que disparó dos, por uno mío. Dice además que si nos despedimos como amigos no dirá a nadie que me ha visto.

—Irías con el cuento a los guardias si me quedo con la piel, ¿verdad?

—Yo no he dicho eso.

—¡Lo has dicho! Eres un cabrón, como todos los de ahí abajo.

Saca una navaja, la abre y empieza a desollar el corzo. Me agacho a ayudarle. No hablamos. Siento que estoy muy lejos de él y de todos los hombres del mundo, que todos me tienen por un perro al que se puede apalear. Luego Raúl le saca las tripas y la cabeza y la parte en canal.

—La mitad para cada uno —dice.

Ni siquiera es la mitad. He visto cómo cortaba torcido, dejándome el cacho menor. Envuelve el suyo en la piel, se echa al hombro el paquete chorreando sangre y se larga.

No había salido de caza desde lo del corzo. Su carne me ha durado dos semanas, después de asada. Y tenía ganas de cazar de nuevo, y no sólo por cambiar de carne o comerla fresca. Disparo contra una liebre y la veo dar una voltereta en el aire.

—¡Yuuuujuuuu…!

¡Soy el rey de mis montes! Tengo comida, tengo un techo y tengo pastoras. Puedo andar por donde quiera, tumbarme cuando se me pone, dormir cuando tengo sueño, y para comer no tengo más que encender fuego y asar lo que me dan mis montes y mi lago. Ahora estoy adormilado a la entrada de mi cueva, después de haberme atracado de conejo y de beber en el lago. No me queda tabaco. Tendré que bajar una noche al pueblo. Últimamente he fumado hojas secas de castaño, pero no es lo mismo. Un sol tibio me calienta la tripa.

—¡Eh, Ruso, saluda a las visitas!

Un hierro frío se aprieta contra mi frente. Abro los ojos. Los dos guardias me miran desde lo alto. ¡Malditos sean! Cierro los ojos. ¡No quiero verlos, no quiero pensar que los tengo aquí!

—¡Arriba! Se acabó la siesta y lo bueno para ti. ¡Pues no te teníamos ganas!

Me levantan a patadas. Son nuevos. Nunca los he visto, ni ellos a mí.

—Ustedes se equivocan. Yo no soy el Ruso.

Se miran uno a otro, pero acaban metiéndome los naranjeros por la tripa.

—Al que nos miente lo emplumamos.

—Les digo que no.

Uno de los guardias me da un culatazo en el pecho y ruedo por la yerba.

—Sólo el Ruso tiene ese pelo color de pirrilera.

Como siempre, al pasar por el pueblo la gente me insulta y me tira piedras. Los muy cabrones lo hacen también por caer simpáticos a la autoridad y que otro día no los coja a ellos. ¿Pero cómo los va a coger estando aquí el Ruso?

—Así que tú eres el famoso Ruso.

El cabo también es nuevo. Todos los guardias son nuevos. Toda la guarnición está en el cuarto de la mesa, mirándome como a un bicho raro. El cabo es seco y huesudo, con cara de mala leche.

—Llevábamos un año tras de ti, Ruso, de modo que ya era hora de que empezáramos a conocernos.

Sí, allí está el vergajo, en el mismo clavo de la pared.

Vamos a Ponferrada por los montes, yo delante de la pareja, esposado, con el cuerpo partido por una noche y media de vergajo. Uno de los guardias lleva en el macuto un atestado de varios kilos de peso. Los vecinos de La Baña ya no tendrán que confesar sus robos a don Matías, porque el Ruso ha cargado con todos los pecados de la comunidad. El vergajo nunca falla.

Me llevan directamente a Ponferrada por no pasar por el juez de Aguasvivas y que este rompa el atestado y me mande a cumplir sólo quince días al depósito de Robledal.

Los guardias hablan de sus cosas. Se pasan medio viaje hablando de un aumento de sueldo: uno dice que les van a aumentar y el otro dice que no. El que dice que no es el único que se me acerca de vez en cuando a darme un culatazo en la espalda para que camine más aprisa.

Ahora se sientan a comer una lata de escabeche para los dos, con pan. Yo también me siento y les miro comer. Sólo cuando acaban me dan un cacho de pan.

—Toma, para que no se te doblen las piernas.

No es pan que les ha sobrado; estoy seguro de que se lo habrían engullido de buena gana. Sin embargo, me lo han dado. ¿Se lo tengo que agradecer? Llevo jodida la espalda y los riñones y la nariz aplastada de un puñetazo. No puedo pensar que lo han hecho por mí. «Es para no tener que llevarme en brazos o matarme en el sitio donde me caiga», pienso.

El juez de Ponferrada les firma el recibo y los guardias se van.

—Yo a ti te conozco, muchacho.

—Estuve aquí hace más de dos años.

—Sí, claro, el Ruso.

Está leyendo el atestado.

—¿Qué has hecho con tanto robo? Eres el hombre con más hambre de España.

—Ya sabe usted que la mayor parte de eso me lo han sacado con el vergajo.

—Yo no sé nada.

—Pues ahora se lo digo a usted, como se lo dije la vez anterior.

Me mira.

—Sí, parecen demasiados robos para una sola persona.

—Y esos dos años y pico me los pasé en la cárcel o en los montes, alimentándome de caza y de pesca, por no tener que robar para comer.

—Sí, aquí se menciona una escopeta. Naturalmente, la usarías sin licencia.

Veo una sonrisa en su cara de rata.

—Tú eres capaz de vivir como Robinsón Crusoe con tal de no trabajar. Un hombre puede delinquir una vez, dos, pero no tantas como tú. Una insistencia así no dice nada en tu favor, y un juez no puede mostrarse benevolente.

—Mire usted, señor juez: no le entiendo todas las palabras, pero sé lo que me dice. Yo no haría lo que hago si mis tripas no me pidieran de comer todos los días.

¿Buscaste trabajo al salir de prisión?

—Sí, señor, pero no me cogieron. Y así empezó la rueda otra vez.

—¿A qué te refieres?

—Pues a que el pedáneo me pidió un cordero para invitar al cura y a otros dos, y yo le dije que no tenía un cordero, y él me dijo que en el pueblo había muchos corderos.

—Tu pueblo se llama La Baña, ¿verdad?

—Sí, señor.

—¿Y cómo no se te ocurrió denunciar a ese pedáneo por inducirte a robar?

—Él no me pidió que robase, sólo que le llevara un cordero. Además, ¿a quién le iba yo a llorar?

—Me dices que había un sacerdote entre los invitados.

—Don Matías me echó a la calle para que les tocara a más, diciendo que yo era un perdido y que había que quemarme.

—¿Y sabía que el cordero que se iba a comer era robado?

—¡Pues por eso me echó a la calle! Para que mi cara no le recordara a cada bocado de cordero que comía carne robada por el Ruso.

—Al parecer, ese don Matías no te quiere mucho ni se compadece de ti. ¿Nunca te ha ayudado? ¿Nunca intentó buscarte trabajo o quitarte el hambre?

—A veces, yo iba con madre a pedirle un cacho de pan, pero luego él cogía a madre.

—¿Qué quieres decir?

—Que la arrinconaba con las faldas de los dos levantadas.

—No lo creo. ¿Lo viste tú alguna vez?

—Muchas. Yo asomaba la cabeza para ver por qué madre tardaba en salir con el cacho de pan, y allí estaban, porque don Matías nunca le daba el cacho de pan antes sino después.

—Oye, muchacho, ¿pero qué clase de pueblo es el tuyo?

El juez saca su reloj del bolsillo del chaleco y tuerce la boca.

—Haremos un nuevo atestado, más pequeño, ¿eh? ¿Me prometes que buscarás muy en serio trabajo cuando te veas de nuevo en libertad?

—Siempre busco trabajo, pero nadie quiere nada con el Ruso.

—Dime, sinceramente: ¿te gusta trabajar?

No puedo mentirle a este juez de Ponferrada que tanto se interesa por mis cosas.

—No —digo.

El juez se queda pensativo.

—¿Y a quién le gusta trabajar? —dice por fin.

Ya estoy cumplido. No quiero pasar por La Baña. En la oficina de la prisión me dan un papel para cambiarlo por un billete en la estación del tren, una latita de sardinas y un chusco de pan para el viaje, y seis horas después me bajo en Sobradelo, a dos kilómetros de Puente Domingo Flórez. Bordeo este pueblo, por no tropezar con alguien que pueda gritar: «¡Aquí está el que nos quemó el juzgado y el ayuntamiento!», y más allá pregunto a un hombre por dónde se va a Casayo.

—Sigue la carretera del Gobierno, muchacho.

—¿Esta es la carretera del Gobierno?

—La llaman así porque la construyeron cuando la guerra, cuando los alemanes explotaban las minas.

Son treinta kilómetros de camino. El pan y las sardinas ya los tengo en los pies. Ha oscurecido cuando llego a la cantera de pizarra. El guarda me dice que los de la oficina no vuelven hasta mañana. Veo a un ejército de hombres comprando panes y latas en una cantina. A la izquierda hay un gran barracón, con techo y paredes de pizarra, en el que entran algunos para coger sitio para dormir.

—Puedes pasar la noche debajo del banco de corte —me dice el guarda.

Estoy cansado y hambriento. Paso por delante de hombres masticando, que me miran como si temieran que les fuera a pedir algo. ¡Y ganas no me faltan! En el centro de la explanada hay una especie de gran banco de carpintero con una gruesa capa de cascotes de pizarra en el suelo y en la mesa. Empieza a lloviznar cuando me tumbo sobre tanta arista cortante, y enseguida oigo el tamborileo de la lluvia sobre las tablas de arriba. Veo sombras de hombres camino del barracón. Han trabajado todo el día y ahora pueden comer y refugiarse en una casa. Bueno: trabajaré.

—¿Has trabajado alguna vez en canteras?

—No, señor.

El listero me toma la filiación, llama a un hombre y le dice que se lleve al nuevo peón.

Está amaneciendo. El hombre se para a la boca de un pozo.

—Baja donde están esos y haz lo que te digan.

Bajo por una escalera de madera, y en el fondo del pozo hay seis hombres sacando pizarras finas con martillo y cincel.

—Llena el cesto y vete llevándolas para arriba —dice uno de los hombres.

Y así empiezo a hacer equilibrios en la escalera de madera. A media mañana me da un mareo de hambre y unas manos me sientan y uno de los hombres se pone a hacer mi trabajo. Luego, a la hora de comer, me sostienen hasta la cantina.

—Eh, Lucas, fíale a este, que ya lo han puesto en nómina.

—¿Cómo te llamas? —dice Lucas.

—Antonio Bayo.

—¿Qué te doy?

En las baldas de la cantina hay latas de todas clases, tocino, tabaco y pan. La vista de tanta comida me llena la boca de saliva y no puedo hablar.

—Dale cualquier cosa que no mate a las ratas. Y pronto, que se nos queda entre las manos.

Ellos mismos me abren una lata de sardinas y otra de carne roja. Como, como a dos carrillos, ahogándome por tragar grandes cargas. Luego me abren más latas. Entran obreros y se hace un corro a mi alrededor para verme comer.

—¡Eh, Antonio, que sólo ganas tres pesetas al día!

Me llaman «el Perro», porque nunca duermo en el barracón, sino en el monte o debajo del banco de trabajo, si llueve. La culpa es de los guardias. Al tercer día, se presentó una pareja en la cantera y empezó a sacar gente del barracón y a pedirles sus papeles. Yo pude escapar por una ventana y ya nunca volví a dormir allí. De modo que me llaman el Perro porque siempre ando solo, alejándome de la cantera a la que puedo y pasando las noches en el monte. No quiero que sepan los guardias que estoy aquí. ¿De qué me valdría decirles que acabo de purgar todos mis delitos en la cárcel, que no debo nada a la Justicia? Enseguida me tendrían probando el vergajo de Casayo.

Para ganar tres pesetas he de trabajar la pizarra de sol a sol, desde que se quitan las estrellas hasta que salen. Como mejor que en la cárcel, aunque me pregunto si para ello merece la pena sudar en la cantera, cuando, para tener el potaje de la cárcel, no tengo que hacer más que dar unos pasos hasta la perola. Sin embargo, al cabo de tres meses de estar aquí, creo que pienso que es mejor la cantera. Bueno, es que también pienso que soy una de esas personas que se hacen pronto al lugar en que les pone la vida. Cuando vivo en la montaña, no quiero salir de ella; estando en prisión, pues tampoco. Ahora que estoy en la cantera, tampoco me quiero marchar. Además, en la cantera gano un jornal extra los domingos. Para que los guardias no me vean, los días de fiesta me quedo en terrenos de la cantera, durmiendo tirado en cualquier rincón, cogiendo fuerzas para el día siguiente. Por eso, cuando el listero me preguntó si me interesaba hacer de guarda los domingos y festivos, con el mismo sueldo, acepté. Me han puesto a defender la propiedad de los demás.

La verdad es que hay que defender bien poca cosa. Quiero decir que por aquí no pasa nadie de fuera y los obreros de la cantera que no se van a los pueblos próximos, pasan el domingo durmiendo, a fin de poner sus huesos a punto para empezar otra semana. De modo que yo también paso casi toda la fiesta durmiendo.

Uno de los que se quedan los domingos es Liborio, un viejo de setenta años cuyo descanso consiste en fabricar bastones con madera de tejo. Son bastones amarillos y adornados con mucha paciencia. De tarde en tarde vende algunos en los mercados a seis pesetas.

—¿Qué va usted a hacer con tanto dinero? —le pregunto.

—Estoy pagando mi caja de muerto.

Liborio no tiene familia y su única casa es el barracón. Cuando todos protestan por la falta de sitio, que les obliga a dormir de costado y casi unos encima de otros, en medio de un olor a cuadra, Liborio me dice que le gusta sentir el calor del cuerpo de los prójimos.

—Pero una caja de muerto no vale tanto dinero —digo.

—La que yo quiero es doble, con sitio para dos cuerpos, pues no quiero que me entierren solo, quiero sentir a mi lado a otro muerto.

El listero me manda recado de que pase por la oficina. Desde que vi llegar a la cantina a Cayetano y a Aniceto, sabía que ocurriría. Fue hace dos días. Pasaron por la boca de mi pozo y un compañero me dijo:

—Son los nuevos.

Subíamos entre él y yo una plancha de pizarra por la escalera de mano. Miré y ellos ya me estaban mirando.

—Hombre, Ruso, ¿tú andas por aquí?

Marcharon a su tajo y mi compañero quiso saber si yo era ruso.

—Soy indio —le dije.

Cayetano y Aniceto son vecinos de La Baña. Cayetano es aquel al que encontré con madre en el cajón de las pajas. Es pequeño, pero muy ancho de espaldas, vive solo y siempre anda cazando. Si supiera de verdad cuántos conejos y gallinas le he quitado de su cuadra, daría la vuelta para correrme a hostias. También me la tiene jurada desde cuando dijo a los guardias que me había visto robándole dos pollos la noche anterior, y resulta que yo había pasado esa noche en el cuartel, y luego los guardias lo molieron con el vergajo por irles con mentiras.

—Tú te llamas Antonio Bayo, ¿no? —dice el listero.

—Sí, señor.

—Y también te llaman el Ruso, ¿no?

—Sí, señor.

—Y te dedicas a robar y has estado encerrado muchas veces en los depósitos municipales y dos en la cárcel por más de un año cada una, y eres el más famoso delincuente de Las Cabreras.

—Yo sólo he robado algo de comida para no morirme de hambre.

El listero saca unas cuentas sobre un papel.

—Ya he preguntado al cantinero lo que le debes y no lo cubres ni con tu último sobre. Firma aquí.

Cojo la pluma y firmo con mi nombre, como todas las semanas. Todavía no se me ha olvidado lo que me enseñó don Mateo.

—De modo que ya te estás largando a otra parte.

—¿No me dejan trabajar en la cantera?

—No queremos a gente de tu ralea. Y alégrate de que no llamemos a los guardias.

—¡Yo no he robado nada en estos meses!

—Las denuncias que he recibido últimamente tienen ya una explicación.

—¡Todos roban y las culpas siempre al Ruso!

—¡Largo! Que no te vea más por aquí. Esta es una empresa decente.

He pasado la noche en el monte, pensando en qué hacer para no volver a La Baña, al lago, a mis montes. No puedo vivir donde las demás personas. Yo sí quiero, pero ellos no me dejan.

Sin saber cómo, me encuentro camino de La Baña.

Es de noche y está abierta la puerta de casa. Antes de ir donde madre busco comida a tientas. Toco un cacho de pan. Es duro, de varios días. Mi tripa está tan vacía que los bocados casi me hacen daño al caer. Suena un pedo. No es de madre. Me acerco al cajón de las pajas, paso la mano con cuidado y toco dos cuerpos dormidos. Me agacho para ver mejor. Es la cara del cabrón de Tomás. «¡Lo mato! ¡Lo mato! ¡Lo mato!», pienso. Y corro a la calle a ver quién me da un hacha. ¿Dónde está Mario? Sí, en su cabaña. Llego y abro la puerta.

—¡Madre está con Tomás!

Mario sale de la oscuridad. Su cara de piedra parece que no me mira.

—¡Madre está con Tomás!

Se ha quedado como un poste, con los brazos colgando.

—¿Es que no vas a hacer nada para que deje de follársela?

Lo aparto y busco un hacha entre los trastos que tiene allí. Me vuelvo cuando me toca en la espalda. Veo un hacha en su mano.

—¿Hay otra para mí?

Me da el hacha. La cojo.

—Creo que no nos ha parido la misma madre —digo.

Allá se queda, con la boca medio abierta, como si fuera a decirme algo, pero salgo sin haberle oído nada.

Cruzo el pueblo queriendo recordar si madre estaba a la derecha o a la izquierda. Y resulta que en las pajas no encuentro más que a madre.

—¿Dónde está?

Madre ni se mueve ni habla. Me agacho y tropiezo con sus ojos abiertos, y entonces se sienta de un salto.

—¿Por qué has vuelto? ¿Es que siempre has de estar haciéndome la vida imposible?

Siento que no puedo seguir sosteniendo el hacha. ¡Madre, madre, que no me veías en dos años!

—¿Qué traes en esa mano? ¿A quién quieres matar, maldito?

Agarro el hacha con fuerza y salgo de casa.

—¡Cogedle, que va a desgraciar a Tomás! —grita madre a mi espalda, y también sale a la calle y me sigue.

Estoy aporreando la puerta del cabrón cuando llega madre con los guardias.

—Sólo quiero que aparten de esa casa a mi hijo.

Un guardia me empuja hacia atrás con el mosquetón, pero yo lo aparto y clavo el hacha en la madera.

—Calma, muchacho, o te pongo la tripa como una mina de plomo.

—Déjenle, que ya se viene conmigo.

—¿Cómo se llama su hijo, señora?

—Antonio Bayo.

—Ah, es al que llaman el Ruso. Creo que has estado todo este tiempo en la cárcel, ¿no?

—No, señor, que vengo de la cantera de Casayo.

—¿Y qué les robaste para que te echaran? ¿Una pizarra?

—Yo no robé nada.

—Entonces, te cansaste de trabajar. Pues anda por aquí con cuidado, Ruso, porque si nos cabreas te mandamos otra vez al hotel.

—Yo no haré nada contra la ley.

—Ya lo has hecho. Te hemos sorprendido intentando matar a un hombre con un hacha. ¿Sabes que por esto te podemos meter un buen paquete? Ya nos habían dicho que eras de cuidado. De modo que a andar como una vela, que no te quitaremos la vista de encima. Anda, vete, que hoy nos coges de buenas.

El otro guardia me corta el paso.

—¿Por qué querías matar a este vecino?

—Porque estaba molestando a madre.

Los guardias ríen.

—A lo mejor no la molestaba, Ruso. ¿Se lo has preguntado a ella?

Llevo una semana durmiendo con madre. Sintiendo su espalda contra la mía, lloro. Me gusta pensar que los piojos que caminan por mi carne son los mismos que antes caminaron por la suya. Los piojos entran con facilidad a través de los jirones de mi ropa, la camisa y el pantalón usados que me dio uno de los obreros de la cantera.

De perdidos, al río. Es lo que hago todas las mañanas: ir al río a por truchas. Me aso media docena y le llevo otras a madre debajo de la camisa.

Ahora, a la salida del puente, me cruzo con la pareja.

—Hola, Ruso. ¿Cuándo te compras unas suelas? Se te van a gastar los pies.

—Así voy más fresco.

—¿Encontraste trabajo?

—No.

—¿Y de qué comes?

Es el mismo guardia del día de mi llegada. El otro es más joven, me mira de arriba abajo y sonríe como si yo le hiciera gracia.

—Madre trabaja —digo.

—Tú no tienes cara de hambre, Ruso. Tú comes más de lo que te da tu madre.

Estos cabrones lo adivinan todo, aunque no lo vean. No sé qué cara poner para no delatarme.

—Tengo tanta hambre que me comería su correaje.

Les hace gracia y se echan los mosquetones al hombro.

—No nos engañes, Ruso, porque no te quitamos la vista de encima.

Y pasa luego por el cuartel.

—¿Qué he hecho yo?

—No te asustes: es para darte unas zapatillas de lona que ya no me valen.

Voy camino de las minas de wólfram de Orense, que no están lejos de aquellas canteras, a ver si nadie me reconoce y me contratan.

Aquí estoy, pidiendo trabajo en la ventanilla de la mina. El hombre me mira con cara de asco y dice:

—¿De dónde sales? ¿De un naufragio?

Llama a otros dos que están en la caseta y los tres se quedan mirándome y riendo.

—Este no se ha enterado de que la guerra acabó hace años.

—No he venido a divertirme sino a buscar trabajo.

—No te cabrees, muchacho: es que por aquí nunca pasa el circo.

El primer hombre me pregunta si sé trabajar de barrenador. Le digo que no y entonces me contrata de vagonero, con un jornal de diez pesetas.

—¿Cuánto ha dicho usted?

—Diez pesetas.

—¿Diez pesetas al día?

Sí, son diez pesetas al día. ¡Con diez pesetas al día pronto podré comprarle su iglesia a don Matías!

Me paso la jornada tosiendo en medio del polvo de los barrenos, pero dos veces por día siento la nueva sensación de pagar lo que como. Por comer y cenar nos cobran seis pesetas en el comedor de la empresa. El dinero que me sobra se lo llevan las putas que se acercan a la mina los domingos. Para no tropezarme con los guardias que vienen a husmear de vez en cuando, no duermo en el barracón, con todos, sino en el monte, envuelto en una manta, o en algún agujero de la mina, si llueve. El trabajo es duro, pero todos los días cargo dos veces la tripa, ¡y a tirar!

—¡Eh, tú, Bayo! Ven p’acá. Te llaman el Ruso, ¿verdad? No me digas que no, porque ya sé que te has pasado media vida en la cárcel.

—¿Quién se lo ha dicho?

—No importa. Como no te largues a escape, llamo a los guardias.

—Llevo trabajando aquí cinco meses y no me pueden acusar de nada.

Los tipos como tú siempre acaban haciendo lo suyo.

Camino de La Baña voy pensando en quién le habrá ido con el cuento al capataz: cualquiera de los vecinos del pueblo que he visto trabajando en la mina. Además de cabrón, cobarde, porque no ha dado la cara.

Tengo sed. Cuando me acerco a la fuente, las mujeres que están cogiendo agua me alejan a pedradas y me insultan. Con ellas está Florencia, la sobrina de don Matías, y Rogelia, la mujer del pedáneo, y Justa, la hija de Eulalia.

—¡Bandido, hijo de puta! Como te quedes en el pueblo te matamos entre todos los vecinos.

Llega más gente y me veo rodeado por caras con mala leche. Hay hombres con herramientas del campo.

—¿Qué pasa aquí?

¡Los que faltaban! La pareja de guardias ordena despejar la plaza.

—¡Mátenlo en el cuartel antes de que lo hagamos nosotros!

—Aquí no se mata a nadie. Eh, Ruso, a ver si andas derecho. Vamos, sigue tu camino sin mirar a las cantinas.

Tengo sed. Si vuelvo a la fuente, a lo mejor se me cabrean los guardias. Entonces veo a Trinidad. Es de las pocas que no se han metido conmigo. Su cara aún es blanca y redonda, y sus ojos tristes no se apartan de mí. Ha crecido. Se ha hecho mujer. Echa a andar con el puchero en la cadera y no puedo creer que se me esté acercando. Los guardias también la miran. Se para a mi altura y me tiende el puchero. ¿Es verdad esto? También la mirada de Trinidad está asustada, aunque no se aparta de la mía. «Trinidad, Trinidad…». Es como si tuviera delante a Clara, la hija del juez de Aguasvivas, cuando yo estaba preso en la cuadra de su padre y ella me llevaba comida. Cojo el puchero y mientras bebo no dejo de mirarla, hasta que las lágrimas me la tapan. Oigo voces criticando a Trinidad lo que ha hecho.

Madre me repite todos los días que no se me ocurra robar jamones o traerlos a casa, como aquella vez, porque me dice que los guardias llamaron a la puerta y la acusaron de encubridora y le dieron unos sopapos y la amenazaron con meterla en el cuartel.

—¿Y no la metieron?

—No.

Me miró con esa mirada negra tan suya, que era una orden para que no siguiera preguntando. ¿Por qué, madre, no la llevaron al cuartel? ¿Qué sacaron de usted esos cabrones?

Hoy, después de dos semanas comiendo sólo alguna hoja de berza que cojo al borde de las huertas, el tío Romualdín me dice:

—Eh, Ruso, ¿quieres trabajar de pastor para mí?

La verdad es que nadie quiere trabajar de pastor para el tío Romualdín. Paga con cachos de pan tan pequeños y una loncha de tocino tan delgada, que los pastores se van con otro dueño. Pero a mí no me quieren en ninguna parte.

—¿Cuándo empiezo?

El tío Romualdín es primo de madre y suele decir: «Los parientes no deben deberse nada unos a otros y así no hay riñas». Es para que los parientes pobres, como madre y yo, no le pidamos nada. Es tacaño y miserable. Pasa hambre por no tocar su buena despensa, y suele dormir en la cuadra, espalda con espalda con sus ganados, para que no se los roben. Tiene setenta ovejas y dos vacas, y como cada diez cabezas de ganado cada dueño ha de pagar un día de pastor, pues al tío Romualdín le corresponden ocho días. Me contrata por una sopa de berza a la salida y otra a la llegada, y un cacho de pan con tocino. La sopa de berza no sabe ni siquiera a berza, y el pan y el tocino los parte tan delgados que se puede ver a través de ellos.

—Para que no te pesen —dice.

Me toca llevar el rebaño comunal con Remigia, una muchacha pequeña que camina con los brazos colgando y tiene un ojo torcido.

—Hola.

—Hola.

Ha respondido a mi saludo. Recorremos las cuadras del pueblo recogiendo el ganado.

—¿Ya veis quién va de pastor? ¡El Ruso!

—¿Quién lo ha contratado?

—El tío Romualdín.

—¡Él tenía que ser! Si falta una oveja, que sea de las suyas.

No les gusta verme con sus ganados y me lanzan amenazas y me enseñan el puño.

—¡Ruso, como te comas una oveja en el monte te la sacamos a hostias del cuerpo!

Ni les miro. Allá vamos, el rebaño, Remigia y yo.

—Tienes mala cara. ¿Estás enferma?

No me responde. Le hablo más y tampoco me responde. De modo que cuando llegamos a los prados comunales, ella tira por un lado y yo por el otro. Lo primero que hago es comerme los pingos de pan y tocino del tío Romualdín, sin esperar al mediodía. Las doce horas que tengo por delante hasta la sopa de berza de la noche, las llenaré con raíces tiernas.

Me despierta el calor del sol, que me aplasta como una peña. ¡El ganado! ¿Dónde está el ganado? ¿Y dónde está Remigia? Ahí abajo está el ganado… ¡en el prado del pedáneo!

—¡Remigia! ¡Remigia!

No la veo por ninguna parte. Echo a correr hacia el ganado, y de pronto casi me tropiezo con ella. Está en un hueco entre rocas, sentada, con las faldas arriba y las piernas desnudas y abiertas. Mira algo que tiene en brazos. Aunque llego gritando, no me oye. Es una cosita arrugada y con sangre. «Bueno, ya nos ha parido una oveja», me digo. Entonces la cosita empieza a llorar. ¡Es un crío!

—¿Qué ha pasado?

—Lo que tenía que pasar. He parido.

La Remigia está tranquila, sin apartar los ojos de su hijo.

—Coge tu navaja —me dice.

El crío es pequeño y feo como un sapo. Su lloro hace temblar el monte. Miro a todos lados. ¿Dónde hay una mujer por aquí?

—Coge tu navaja —dice Remigia.

—¡No tengo navaja!

—Pues hay que cortarle la tripa.

Hay una cinta saliendo del aparato de Remigia.

—¿Con qué le vamos a cortar la tripa? ¿Con qué? ¿Con qué?

—No te pongas nervioso, Ruso, que tú también pasaste por esto hace unos años.

—¡Yo nunca he sido partero y no sé cómo se hace y se nos perderá el crío!

—A lo mejor tuvieron que cortarte la tripa contra una piedra.

Remigia tiene la cara tan blanca como una muerta, pero mirándola tan tranquila me entra la tranquilidad. Cojo aquella culebra estrecha, pero la suelto como si quemara. Remigia no me mira, no me mete prisa. Cojo de nuevo la culebra blanda y casi viva y me parece que le estoy tocando a Remigia sus partes por dentro. La apoyo sobre una piedra y la machaco con otra. Se parte. Remigia hace un nudo sobre la tripa del crío. Todo está lleno de sangre. Pero Remigia y yo nos miramos tranquilos, porque ya hemos acabado.

—¿Y qué hago yo ahora con este hijo mío?

La Remigia no está casada. Estoy a punto de decirle que le pregunte al padre a ver lo que hace con el crío, pero la pobre chica ya tiene lágrimas en los ojos. ¿Quién será el cabrón que la ha preñado y la abandona?

—Lo mejor es que lo lleves a casa. Después de la paliza de tu padre, el crío tendrá un techo.

Aunque lo más seguro es que ni la toquen a Remigia, porque esto de venir al mundo hijos sin padre ocurre mucho en La Baña.

—¿Y el rebaño?

—Tú, preocúpate de tu gazapo, que yo me preocuparé del otro ganado.

La ayudo a levantarse, y ella se va, mareada y llena de sangre, con el crío en el delantal.

Me despierto bajo la nieve de la primera nevada del año. Ayer dejé un paisaje verde y marrón y hoy lo encuentro blanco. Pero, por debajo, la nieve no es fría. Saco la escopeta de Cayetano y la limpio. Es una buena escopeta. La mejor que he tenido hasta ahora. Se la robé hace un mes. ¿Cómo se puede vivir en el monte sin una escopeta? ¿Y cómo puedo librarme de los guardias y comer sin robar, como no sea en el monte? Por qué resulta que tuve que empezar a robar. ¡A ver! Abrí la primera cuadra que encontré para llevarme dos gallinas. Al día siguiente la denuncia de los dueños y los guardias a mi casa: «¿Dónde está su hijo?». Madre: «No sé». «Usted siempre nos anda ocultando a ese ladrón». «Les digo que no sé dónde está». «¿Durmió aquí anoche? ¿Se comieron entre usted y él las dos gallinas?». «¿Tendría yo esta cara de haber comido ayer gallina?». «Pues usted tiene cara de haber cenado». Me dijo la tía Petra que madre los miró como si estuvieran burlándose de ella. Dos días después agarré un cordero de un rebaño y lo maté y asé en el río. Y en el río me escondía también durante el día. Por las noches entraba en el pueblo, a veces a llevar comida a madre. Cuando la tía Petra me dijo que tenían a madre en el cuartel, lo primero que se me ocurrió es ir a pegarle fuego, para sacar a madre y dejarles a ellos sin casa y quemados dentro, pero no encontré por el pueblo ninguna lata de gasolina. De modo que subí al monte de atrás a tirarles piedras al tejado. Ellos salían y me gritaban: «¡Ya sabemos que eres tú, Ruso! ¡Espera que te echemos el guante!». Pero se tenían que meter porque mis piedras iban derechas a sus cabezas. Incluso dispararon a ciegas contra el bosque y salió una pareja en mi busca, ¡y el Ruso jugó al escondite con ellos en la noche! Bueno, con el cabreo que cogieron había que emigrar. Mi idea era no volver nunca más por La Baña. Estaba como loco pensando en que dejaba a madre en el cuartel, por mi culpa. «La soltarán en cuanto sepan que me he largado al monte», pensé. Claro, así podrán preguntarle si he bajado a casa y montar guardia. De modo que me fui a por la mejor escopeta del pueblo: la de Cayetano. Aguardé a que saliera de casa y entré. ¡El muy cabrito la tenía bien escondida! ¡En un doble fondo entre las pizarras del tejado! Creo que la puso allí porque más de una vez había leído en mis ojos que quería robársela. También le cogí todos los cartuchos que tenía. No vivo en el lago, porque esos cabrones volverán a buscarme allí. Duermo cada noche en un sitio y me siento tan animal como los zorros y las liebres que cazo. Llevo un mes así. Anoche nevó y esta mañana me encuentro bastante jodido.

¿Quiénes son esas dos figuras que trepan la colina? No son guardias. Doy un rodeo para acercarme a ellas sin ser visto. Antes de que me vean, he de saber de quién se trata. ¡Las ganas que tengo de hablar con gente! La verdad, no sé si quiero hablarles o descerrajarles un tiro. Y resulta que son Simplicio y su sobrino Benigno. Cada uno lleva una escopeta, chaquetón de invierno y cartucheras. El único que lleva botas es Simplicio. Benigno, sólo unos zapatos viejos. ¡Suerte la suya, porque yo no llevo más que trapos atados con nudos! Estos cabrones son capaces de capturarme para hacer méritos ante los guardias. Me pongo a su espalda, sobre sus propias pisadas en la nieve, bien agarrada la escopeta de Cayetano.

—¡Eh!

Se vuelven, asustados.

—Es una escopeta contra dos —dice Benigno.

—El Ruso no es ningún criminal. Y sólo es ladrón cuando tiene hambre. Ahora no tiene hambre y no roba —digo.

No me quitan ojo y sus dedos están en el gatillo. Benigno tiene fama de buen tirador. Podría acertarme sin llevarse el arma a la cara.

En los ojos de Simplicio aparece el recuerdo de todos mis robos en su cantina.

—¿Qué quieres de nosotros, Ruso? —dice Benigno.

—Llevaros donde hay corzos.

Se ablandan. Benigno sonríe con esa mueca de cabrón que tiene.

Los veo tan contentos que no parece sino que me buscaban para que les guiara en su caza. Me siento el amo del monte. Voy hacia ellos.

—¿Cómo andas vestido de saco? Asalta esta noche la cantina de mi tío y llévate un tabardo de militar que hay colgado a la derecha según se entra —dice Benigno.

—Ruso, la próxima vez que abras una puerta mía te estaré esperando y te jodo de un tiro —dice Simplicio.

—Pues algo hay que darle al Ruso a cambio de que nos lleve donde hay corzos.

—Ya se cobró por adelantado para todo un rebaño de corzos —dice Simplicio.

—Yo, cuando estoy en el monte, regalo las cosas. No cobraré nada. Vamos p’allá —digo.

No se fían de mí. Simplicio se pone a mi derecha y Benigno a mi izquierda. Yo, la verdad, me siento orgulloso del miedo que les meto en el cuerpo sin querer. Es que soy un tipo famoso en Las Cabreras. Ya me han llegado noticias de que las madres asustan a sus hijos diciéndoles: «¡Qué viene el Ruso!». Llevo caída la escopeta para que Benigno y su tío marchen tranquilos.

—Te conviene largarte a otra provincia, Ruso. De la que te agarren los guardias, no la cuentas —dice Simplicio.

—Estos son mis montes. Que vengan a buscarme a mis montes.

—Si viene todo el cuartel de poco te valdrá tu escopeta.

—Yo me llevo a uno por delante y lo demás no me importa.

—Tú estás loco.

—Todo el mundo dice que el Ruso está loco —dice Benigno y se ríe.

—Pues si el Ruso no hiciera locuras ya se habría muerto de hambre —digo.

—Yo te quitaré todas las hambres para siempre si te atreves a descerrajar otra vez mi cantina —dice Simplicio.

—Ahora mismo le voy a pagar todos mis robos —digo.

He visto huellas de corzo en la nieve. Las sigo y ellos vienen detrás. Caminamos hasta el mediodía.

—Ahí está —digo.

—¿Dónde? —dice Benigno.

El corzo está en un claro del bosque, quieto, oliendo el peligro. Me echo la escopeta a la cara y aprieto el gatillo. El mundo estalla ante mis ojos, se pone rojo y mis manos se abrasan. A mis pies, la nieve se pone del rojo de mi sangre.

—Te has jodido las manos, Ruso —dice Benigno.

Él y Simplicio se han apartado varios pasos y me miran como idiotas. Entonces veo que me falta el dedo pulgar de la mano izquierda, y de la derecha también el pulgar, el corazón y el índice. De los cortes brotan chorros rojos a dos metros de distancia. La escopeta está en la nieve con los cañones reventados.

—¡Me voy en sangre! —grito.

Meto las manos entre mis ropas y enseguida el saco queda rojo y ensopado.

—¡Dadme algo para envolver las heridas! ¿Qué le ha pasado a mi escopeta?

Simplicio y Benigno no se mueven. Miran mis manos y mi sangre y no hacen nada por ayudarme.

—Se te metió nieve en el cañón y ha reventado —dice Benigno.

Se vuelven y empiezan a irse.

—¡No me dejéis así!

—A ti te gusta andar solo. A ver si con esas manos jodidas puedes abrir mi cantina, cabrón —dice Simplicio.

—¡Pero si es Antoñito!

Abro los ojos y no veo más que el techo de la cuadra. No puedo mover el cuerpo, ni siquiera volver la cabeza. Es el propio Evaristo quien pone su cara encima de la mía.

—¿Qué te pasa, chico?

No puedo hablar y de pronto también dejo de ver a Evaristo.

—¿Sabes que estás rojo de sangre? ¿Dónde están las heridas? Por los cojones de santa Teresa, ¡qué manos! ¿Qué te ha pasado, Antonio? ¡Pero si te estás muriendo! ¡Antonio, Antoñito, aguanta hasta que te ate!

Se suelta los cordones de los zapatos y los enrolla a mis dos brazos, por encima de los codos, atándolos con toda su alma. Luego sale corriendo. Entonces noto que me ha quitado los trapos de las manos. Tengo el cuerpo hinchado y quieto. ¿Por qué siento mis dedos si se me han quedado en el monte? A lo mejor lo he soñado y resulta que no los he perdido. Muevo los brazos para tocármelos. ¡Evaristo, Evaristo, busque mis dedos!

Despierto otra vez. Aquí están Aurelia y la tía Petra.

—Está muerto —dice Aurelia.

—No, el Antoñito sólo está muy jodido —dice la tía Petra.

Creo que me están limpiando con agua. Las oigo llorar. Les quiero preguntar dónde está madre, pero mi lengua está dura dentro de una boca de piedra.

—La fiebre lo está quemando vivo —dice la tía Petra.

—Se ha hinchado como un globo —dice Aurelia.

—Al pobre le faltan cuatro dedos.

—Aún le quedan bastantes para mear.

Madre llega al amanecer. ¿Dónde estaba para que no la hayan encontrado hasta ahora? ¿Durmiendo con Tomás? ¿Cuándo se te ira el encelo, madre? ¡Mira cómo está tu pobre hijo!

—¿Qué haces aquí? —dice.

No le han dicho nada.

—¿Sabes que los guardias te andan buscando y que meten a tu madre una y otra vez en el cuartel para sacarle dónde está su hijo, y que le dan disgustos y malos tratos, mientras el zángano roba y come como un rey? No es justo que tu madre pague por ti, hijo.

Cae de rodillas. A mí se me salen las lágrimas.

—Salva a tu madre entregándote a los guardias. Dios y la Virgen Santísima se apiadarán de ti.

Yo no puedo hacer más que mirarla y llorar.

—Basilia, cállate y mira sus manos —dice la tía Petra levantándomelas.

Madre lanza un grito y me abraza. Me pregunta cómo ha sido y yo se lo cuento. Estoy en brazos de madre y no me duele ya nada.

—¿Tienes un poco de aceite? Pues tráemelo en un puchero —dice madre a la tía Petra.

Salen las dos. La primera en volver es la tía Petra con el puchero. Luego viene madre con un puñado de árnica, esas yerbas que crecen en los muros. Las mete en el puchero y las machaca con un palo grueso, mezclándolas con el aceite. Me destapa las manos y dice: «¡Joder, cómo está esto…!» y cubre las heridas con la pasta y me las venda con tiras de trapo. Yo también he vuelto a ver los trozos de carne y hueso que me cuelgan. ¡Aún tengo conmigo parte de mis dedos rotos!

He pasado el día solo sobre las pajas, envuelto en una manta que me ha traído la tía Petra, que también me ha traído al mediodía un caldo caliente de berza y pan con tocino. Sólo he podido tomar el caldo. La fiebre me abrasa todo el cuerpo y no me entra la comida.

—¿Sabes lo que me ha dicho Evaristo? Me ha dicho: «Si a Antoñito no le entra la comida es que está muy jodido». Y yo le he dicho que tienes lo que te tenía que caer por quedarte en este puto pueblo.

Me duele todo el cuerpo, pero mucho más la cabeza y los brazos. Estoy tan débil que apenas puedo abrir los ojos. Tengo la impresión de que mi cuerpo tiene forma de bola. Cuando, por la noche, llegan madre y la tía Petra, me palpan por aquí y por allá y lanzan gritos de miedo. Las siento temblar cuando me desvendan las manos. Huelen a podrido. La tía Petra saca unas tijeras del bolsillo y entre ella y madre me agarran las manos y se ponen a cortar.

—¿Qué hacéis? —digo.

No hablan mientras hacen. Me suben de las manos unos dolores tan fuertes que empiezo a gritar. La tía Petra me tapa la boca con un trapo.

—Calla, que te van a oír desde el cuartel.

Tardan mucho en cortar todos los pingos que cuelgan de donde estaban mis dedos. Es terrible oír a las tijeras rompiendo mi propio cuerpo, mis pellejos, mi carne. Luego todo se para. La tía Petra se levanta con un pequeño envoltorio en las manos.

—Quiero ver eso —digo.

—Calla y descansa.

—¡Es mío lo que te llevas ahí!

La tía Petra sale y oigo cómo lo entierra. Entonces madre suelta un grito:

—¡La sangre! ¡La sangre!

Entra corriendo la tía Petra y entre las dos me aprietan los brazos con cuerdas. ¿Es que aún me quedaba sangre? Me tapan las manos con trapos y aprietan. Luego madre corre a por árnica y me pone otro engrudo sobre las heridas.

—Dios es bueno: a los que se mueren de hambre también les mete sangre en el cuerpo —dice madre.

—Esta tarde ha venido mi hermanita Pilar, se ha sentado en ese madero y hemos hablado mucho de cosas de entonces. Le he preguntado si se acordaba de aquella cabra tiñosa que yo ordeñaba para darle su leche y me ha dicho que sí se acordaba —digo por la noche a alguien que entra.

—Tú no has visto a nadie. Tu hermanita murió hace un montón de años y a este paso habrá que llevarte al manicomio —dice Evaristo.

—¿Cuánto tiempo llevo en tu cuadra?

—Tres meses.

—No. Llevo toda la vida. Llevo tanto tiempo que ya me están saliendo otra vez los dedos.

—Antoñito, no me jodas más de lo que ya estoy… Oye, ¿cuándo te quitan las mujeres los trapos? ¡Eso huele a podrido!

Yo no huelo nada, pero creo que Evaristo tiene razón, porque en los últimos días incluso madre y la tía Petra me dan los bocados de la cena alargando el brazo para apartarse de mí. Vienen siempre de noche, para que no las vean ni los guardias ni los vecinos. Me suelen traer un plato de berza con pan, o cebollas con pan, y alguna vez un trocito de carne de cerdo, del que mata Evaristo todos los años. Ahora llegan madre y la tía Petra, y la tía se sienta y empieza a darme a la boca caldo de berza.

—Dios mío —dice.

—¡Sí, Dios mío, Dios mío, pero nunca le destapáis! ¿Es que os da miedo? ¡Fuera, meonas! Yo le quitaré la mierda al Antoñito.

Pero Evaristo no llega a acercarse, porque la tía Petra lo echa a un lado. Entre ella y madre me quitan con cuidado los trapos, que también están podridos y se caen solos. Evaristo enciende una vela. Desde los codos hacia abajo, mi carne tiene un color rojo negruzco, y está hinchada y abierta. En realidad, casi no se la ve bajo esta capa de gusanillos blancos. Ahora sí que me marea el olor a podrido. Madre sale y vuelve con un balde de agua. Me limpian de pasta de árnica, de pus y de nubes de gusanos. Los tres se han puesto con mucha afición a cazar gusanos. Muchos están metidos en la carne y allí se quedan. Finalmente me lavan y me vendan.

—Nunca he visto una cosa así. Que sea lo que Dios quiera —dice madre.

—Habrá que limpiarle todos los sábados —dice la tía Petra.

—El Antoñito es la hostia: ahora nos sale con gusanitos —dice Evaristo.

—Madre, ¿cuánto tiempo llevo aquí?

—Cuatro meses.

—Ayer me visitó padre.

Madre me mira largo rato antes de suspirar.

—Dios no deja que los cabrones se aparezcan a los vivos.

—Lo tuve donde está usted y me dijo que había venido a conocerme.

—Pues ha venido en mal momento. Se habrá llevado de ti una impresión bastante jodida.

—Yo me largo de aquí, madre. Me estoy muriendo y no quiero morirme como un perro. Me presentaré a los guardias y que ellos me lleven al médico. Si no me puede salvar las manos, al menos me salvará la vida.

—Aguanta un poco más.

—Me estoy volviendo loco de dolores.

—Pues eso se piensa antes, hijo. Has elegido esta vida y tienes que arrear con ella. ¿Por qué no bajas a quejarte a tu madre cuando comes en el monte corzos y codornices? Hay que estar a las duras y a las maduras. ¡Y dichoso tú!, porque yo sólo estoy a las duras. Mira, hijo: en cuanto los guardias sepan dónde has estado escondido y quiénes te han guardado, yo y tus dos tíos seremos acusados de encubridores y nos molerán a palos, para empezar. Aguanta, sigue donde estás, que Dios y la Virgen no te abandonarán, ni nosotros tampoco.

—Pues a ver cuándo me quitan más gusanos, que me pican.

—¿Cuánto tiempo llevo en esta cuadra?

—Seis meses —dice Evaristo.

—Gualberto no sabe que estoy aquí, ¿verdad?

—Ni Gualberto ni nadie.

—Pues me vendría bien tenerlo a ratos para matar el aburrimiento.

Evaristo me toca los trapos de las manos.

—Te has salvado de buena, Antoñito. Pero ya estás listo para revolcarte de nuevo con las mozas. Por eso te voy a contar lo que ha ocurrido esta semana. Los guardias y el pedáneo se han puesto de acuerdo para lanzar a los vecinos al monte en tu busca, y durante tres días lo han batido como lobos hambrientos, porque todo el pueblo te tiene ganas, Antonio, para vengar robos y hacerse amigos de los guardias, porque ellos también roban. El vecino que no salía a cazarte tenía que pagar dos duros al pedáneo, pero este recogió poco dinero. Yo también fui y me reí mucho viéndoles romperse los cojones por los apriscos y sabiendo que tú estabas muy tranquilo en mis pajas.

—¿Y madre?

—A eso quería llegar. La han cogido para interrogarla y la tienen en su cuadra.

—¡Me voy!

—Espera, chico, que nadie saca a nadie por la fuerza del cuartel. Y no temas que tu madre hable: es más dura que ellos.

—¡Le estarán pegando los hijos de puta! ¡Los voy a matar!

—¿Adónde vas? ¿A quién vas a matar tú con esas piernas que no te sostienen?

Abro los ojos y me encuentro a mitad de camino del lago. He pasado la noche en el tronco de un avellano. Madre, madre… ¿qué te habrán hecho los cerdos? Un sol tibio empieza a calentar este día de primavera. ¡A por las truchas del lago para matar el hambre!

Unos días más y me convierto en trucha. Ya no puedo ni verlas nadar por el fondo del lago. A principios de este mes asalté dos nidos de águila y me hinché de conejos y liebres. Ahí se acabó mi carne de caza. Sin escopeta, ¡a ver! Bajo muchas veces hasta cerca del pueblo, buscando a los tratantes de ganado que me venden escopetas, pero no los veo. Ahora estoy limpiando la cueva de espinas, tripas y escamas de truchas. ¡Su olor me rompe la nariz! Hago un paquete con todo y lo saco escaleras arriba. Veo un corzo en las rocas de la otra punta del lago. Se ríe de mí.

Por lo demás, me siento muy seguro en mi cueva. Su boca, tapada de zarzales, es invisible para todo el mundo menos para mí. La gente puede andar sobre mi cabeza sin pensar que yo estoy debajo. Si salgo poco de mi casa, los guardias no me agarrarán nunca.

Estoy en la cuadra de Eusebio, el pedáneo. Ya que me he atrevido a bajar al pueblo, robaré carne de tierra en cantidad, para no tener que hacer viajes en mucho tiempo. Ahí están tumbadas las tres vacas del pedáneo.

—Vamos, mujer, que no te quiero mal.

Echo una cuerda al cuello de la más gorda y me la llevo tranquilamente. Cruzo el pueblo con el bicho detrás y me siento más seguro que cuando cargo con panes y chorizos. Que yo sepa, nadie ha robado jamás una vaca en La Baña. Aunque los guardias vieran al Ruso tirando de una por la noche y no distinguieran mi cara, no se les ocurriría pensar mal.

Dejo la vaca ante mi casa y entro. Madre está durmiendo en el cajón de las pajas, sola.

He tardado un día entero en volver al lago. La vaca ha marcado el paso y las paradas, bajando la cabeza a comer cuando se le ponía. Tengo el estómago en los pies, pero si miro a la vaca se me quita el hambre. ¿Cómo voy a matar una cosa tan grande? Si tuviera, al menos, un cuchillo…

A tirones la subo a lo alto de unas peñas.

—Vamos, salta, que con ese cuerpecito tienes que volar.

La empujo por detrás con toda mi alma, pero ella clava sus patas en el suelo, porque ya ha visto la altura de diez metros que tiene delante.

Bajo con ella, la pongo al pie de las peñas y vuelvo a subir. Muevo rocas, las llevo rodando hasta el borde y las dejo caer sobre la vaca. Son pesadas, matarían a un hombre, pero a mi vaca le hacen cosquillas. Y tiene tanta suerte que casi ninguna le toca.

Espero a que apriete el calor y la meto en el lago, en un sitio de muchas hoyas: si entra en una, podré comer vaca ahogada. Pero resulta que la muy cabrona sabe nadar.

Luego agarro un leño y se lo parto en la cabeza. Ella se revuelve y me embiste con los cuernos bajos. Se hace la dueña del monte. No deja que me acerque. La veo comer muy tranquila, mientras que yo paso hambre, pensando en las chuletas que lleva dentro.

Bajo al pueblo a por un cuchillo.

La he degollado esta mañana. Me dijo con los ojos cuando le sangré el cuello: «¡Qué bien tenías escondido el cuchillo, castrón!». Al verla muerta a mis pies, me acordé de Cuqui y pensé que también la vaca me hacía mucha compañía. Por un momento llegué a creer que me sería imposible comérmela. Incluso me senté a su lado y le puse un nombre: Lechona. Pero, a primera hora de la tarde, ¡qué ricas estaban sus chuletas!

Paso dos días troceándola y bajándola a la cueva y almacenándola en grandes huecos de las paredes. Y cuando la tengo toda plegadita, me acuerdo de que la carne se guarda con sal. ¡Maldita sea! Robé una vaca para no bajar por el pueblo y ahora la jodida Lechona necesita varios viajes de sal.

¿Qué hace tanta gente fuera de su casa por la noche? Todos marchan en una dirección. ¡Qué coño! Voy detrás de ellos, sin que me vean.

Salimos de La Baña, luego pasamos de largo por Cardilla y llegamos a Robledal. ¡Son fiestas! En la plaza hay música y banderitas de papel. Un hombre toca el tambor. Y otro la corneta. Y las parejas bailan que se matan. No salgo de las sombras de las esquinas, por si andan por aquí los guardias. Aunque he de huir lo mismo de los vecinos: hay tanto cabrón entre ellos, que si me echan la vista encima me delatan.

No, no me voy. Tengo tanto derecho como ellos a divertirme. Pero ¿con quién? Por estas tierras todo el mundo me conoce. ¡Vaya carnes que se ven bailando! De pronto, la gente empieza a rodearme en silencio y a distancia. Me han reconocido y me tienen miedo. Se ha parado la música. Retrocedo, pero las caras me siguen. «¡Es el Ruso… Es el Ruso…!», les oigo decir. Creo que están a punto de saltar sobre mí. Alguno de ellos habrá ido a avisar a los guardias. Doy la vuelta y echo a correr.

—Eh, muchacho, ¿adónde vas?

Es una moza. La tengo parada a dos metros y me mira con la mayor tranquilidad.

—Me marchaba para que esos no me desuellen. Además, no tenía pareja. Pero ya la tengo.

Vuelve a sonar la música. Me acerco a la chica y le paso la mano por la espalda. Su pelo es castaño y su cara blanca y redonda. Es joven. Huele a hembra que da gusto.

—¿Cómo te llamas?

—Camila. Y tú eres el Ruso.

La suelto.

—¿Qué dices? Esos se han equivocado.

—Eres el Ruso. Te he reconocido hace rato. Haces bien en huir.

—Pues si has mandado llamar a los guardias y tú me das palique para que no escape, has metido la pata, porque yo no soy el Ruso.

—Nadie tiene un pelo como el tuyo.

—¿Te gusta?

—Y tienes tanta fama que todo el mundo habla de ti.

La cojo otra vez y bailamos.

—¿De verdad que no has llamado a los guardias?

—Esos chulos de uniforme no te llegan ni a la suela del zapato. Me reí mucho cuando supe que habías querido quemarles el cuartel. A mí me gustan los nombres valientes.

Se me aprieta tanto que al cabo de unos pasos ya sé cómo es su cuerpo. Le muerdo una oreja y me la llevo fuera del pueblo, entre yerbajos.

—Pues ahora vas a conocer de verdad al Ruso.

La vaca se me ha podrido antes de terminarla. La cueva del lago empezó a oler y un día cogí toda aquella mierda y se la tiré a los peces. Entonces me pasé a las truchas. Y a los arándanos. Esta mañana tenía tanta hambre que he comido arándanos hasta no poder más.

Estoy hecho un ovillo en el suelo, bajo un sol de brasa y unos dolores de tripas peor que los de parto.

—¡Ay, madre! ¡Ay, madre!

En esto que mi mano toca unas botas. Hay alguien a mi lado. ¡Ya me han agarrado los guardias! ¿Por qué no me entró el dolor estando en la cueva?

—¡Pero si es el Ruso!

Conozco esa voz. Levanto la cara. Es Pedrón, el maqui, con toda su tropa.

—¿Qué te pasa, Ruso?

—Estoy muy jodido.

—Ya lo veo. Tú sólo tienes una enfermedad: hambre. A ver quién lleva algo en el morral para este hermano.

—Es que no me entra nada. Tengo un cólico de arándanos.

—Lo que tienes es un cólico de aire. ¡A comer!

—No, no puedo tragar ni un bocado.

—Todo se cura comiendo, Ruso, y tú lo tenías que saber.

Han puesto en mis manos una lata de bonito, abierta, y un cacho de pan de centeno. Los ojos se me van tras ellos. ¿A ver si es verdad que lo que tengo es hambre? Lleno la boca de bonito y de pan, pero ahí se quedan. Mastico con miedo.

—Bueno, traga de una vez —dice Pedrón.

—No puedo.

Me pone un fusil en la frente y todos ríen. Trago la masa de bonito y pan. Cierro los ojos para poder pensar que aquella comida tan deseada me sigue gustando como siempre. Pero ocurre que el cuerpo se me rebela y disparo por la boca un chorro amarillo. Pedrón se ha apartado como un rayo.

—¡Cojones!

Allí me quedo, mirándolos desde abajo con miedo. Si se han cabreado, son capaces de pegarme un tiro.

—Oye, Ruso, ¿cuántos años tienes? —dice Pedrón.

—No lo sé.

—Tú ya estás en edad de mili. Por tu cuerpo subdesarrollado pareces un crío, pero ya eres un hombre para la patria. Te lo digo porque los mozos ya están recibiendo las llamadas del Ejército y te convendría pasarte por tu casa a ver si te han mandado alguna carta. A no ser que te guste más hacer la mili con nosotros.

Le miro y entonces comprendo lo que me quiere decir.

—¿Me daría un fusil y me dejaría ir con usted? ¿Me llegarían a temer los guardias, como les temen a ustedes?

—¿Por qué sabes que nos temen?

—Porque siempre me quieren sacar por dónde andan ustedes y porque nunca suben al monte a buscarles y…

—¿Quieres decir que tú les revelas nuestras posiciones?

—¡No! Me apalean, pero nunca me sacan nada.

—¿Sabes, Ruso, que a fuerza de chivatazos nos están cazando como a liebres? Hoy uno, mañana otro. Bandas de «verdes» nos tienden emboscadas y nos diezman.

Me fijo en ellos. Están más viejos, más rotos y con más hambre en las caras. Pero cada uno de ellos sigue teniendo un fusil, y yo también tendría uno.

—Sigue tu camino, Ruso. Nosotros no te convenimos: ya estamos muertos —dice Pedrón.

—¡Quiero un fusil para matar aunque sea un solo guardia!

—Conmigo sólo vienen los que siguen en la guerra.

—¡Yo estoy siempre en guerra con los guardias!

—Cuando eras niño, Ruso, hubo una guerra de verdad y nosotros luchamos en ella y nos negamos a pensar que la perdimos. Si tienes tantos cojones, vete a la mili y mata un general.

—¿Con qué?

—Si entras de soldado, también ellos te darán un fusil.

—¿Un fusil?

—Sí, y mejor que los nuestros. Anda a la mili, Ruso, y piénsalo mejor antes de convertirte en maqui… Oye, ¿qué te pasó en las manos?

—La guerra.

—Me tienes que contar algún día cómo te haces las pajas. ¡Qué pena! Como no se las podrás hacer a los generales, te quedarás sin ascensos.

—Hola, Antonio, cuánto tiempo sin verte. ¿Qué tal por ahí arriba?

Es Raúl. Está en un grupo a la puerta del Ayuntamiento de Robledal. Veo también a Félix. Los dos han cambiado mucho. Yo, en el monte, siempre los recuerdo como cuando éramos críos, pero ahora tienen barba.

—¿Hay guardias ahí dentro? —digo.

—Sólo están el alcalde y el alguacil, tallando. ¿Por qué has bajado? ¿Quieres que te cojan? —dice Raúl.

—Quiero el fusil que me darán en el cuartel.

—¿Para qué lo quieres? ¿Para largarte con él al monte a cazar corzos?

—No, iré a La Baña a cazar guardias.

—Tú estás loco.

—Todo el mundo dice que el Ruso está loco —dice Félix.

Asoma la cabeza el alguacil para llamar al siguiente y entra Raúl. Luego, Félix. Finalmente, yo. En el cuarto veo al alcalde frente a un cacharro parecido a una horca. Ya no es aquel alcalde que me encerraba en el depósito y se olvidaba de mí, aquel borracho que acabó en una silla de ruedas y que seguramente ya está muerto.

—¡Hombre, Ruso! ¡Buena cara tienes viniendo a tallarte! —dice el alguacil.

—¿Es este el famoso Ruso? —dice el alcalde.

—El mismo. Los guardias no nos darán tiempo de enviarlo al cuartel —dice el alguacil.

—Yo lo tallo y luego que lo maten si quieren.

El alcalde está de buen humor. Silba cuando me empuja hacia la horca y me pone de espaldas al palo. Mira hacia abajo y ríe.

—Al Ruso no hay que mandarle que se descalce, a menos que deba quitarse el callo de los pies.

Baja un palo hasta mi pelo y dice:

—Uno sesenta y dos.

El alguacil escribe en un papel.

—¿Qué te ha pasado en las manos? —dice de pronto el alcalde.

—La guerra.

El alcalde coge mis manos y las mira por arriba y por abajo.

—¡Vaya cuadro! ¿Te comieron los dedos las ratas en alguna cárcel?

—Yo me los comí un día de hambre.

—Pues así no te querrán en la mili.

—¿Por qué?

—Porque no puedes apretar el gatillo.

—¡Sí puedo!

—¡Allí sólo quieren hombres enteros!

—¡Qué me pongan a sus hermanas y verán si soy entero!

—Tienes que pasarte por Astorga, a reconocimiento, dentro de quince días… Y ahora, ¿qué hacemos con él? Está reclamado por la autoridad. El alcalde se me acerca y baja la voz.

—Mira, nos traes un cordero al alguacil y a mí, y la vida sigue.

—Yo no tengo ningún cordero.

—Ruso, el mundo está lleno de corderos.

En esta Caja de Recluta de Astorga nos hemos juntado todos los mozos jodidos de la región: cojos, ciegos, sordos, tísicos, tontos, mancos, locos… ¡la hostia! Me pongo a la cola y después un médico militar de cara roja coge mis manos y las mira.

—¿Tú eres Antonio Bayo?

—Sí, señor.

—Enséñame algún documento personal.

—Yo no tengo documentos personales.

—¿Pues quién me asegura que tú eres Antonio Bayo?

—Yo se lo digo.

—Vuelve a casa y regresa con algo que te identifique, el documento de identidad, cualquier papel.

—No tengo nada de eso.

—¿Es que has vivido hasta ahora sin papeles? Pero ¿de qué agujero sales, muchacho?

—De un pueblo que se llama La Baña.

—Debe estar por la India.

—No, señor, está en las Cabreras.

Por fin, cuando ya estamos todos tronchados de esperar, sale un coronel y yo le digo:

—¿Qué ha dicho el médico? ¿Cuándo me dan un fusil?

—¿Cómo te llamas, muchacho?

—Antonio Bayo.

Baja la vista para mirar mis manos y dice:

—Excluido total.

—¿Y qué es eso?

—Que te puedes ir a casa para siempre.

—Yo quiero ser un soldado.

—¿Es que no te alegra quedar libre de la mili? ¿Para qué quieres ser soldado?

—Para largarme con el armamento.

El coronel me mira con la boca abierta.

—Aquí no se gastan esas bromas. Vamos, lárgate.

Me empuja hacia la puerta con palmadas en los hombros.

—A casa… a casa… ¡Cuántos desearían estar en tu pellejo y tú llorando!

¿Hacia dónde tiro? Mi casa es la cueva del lago. Yo quería haber matado a los guardias para que me dejaran en paz. En cambio, ahora me estarán esperando para hacerme pagar todas las cuentas pendientes y el último robo, aquel cordero para el alcalde de Robledal. Pero ¡qué coño!, es mi tierra y quiero vivir en ella. ¡No me sale de los cojones vivir en otro sitio! ¡Qué se marchen ellos si no les gusta mi cara!

Echo a andar y tardo dos días en volver a La Baña. Al pasar por Truchas he andado escondiéndome para no ser visto por Néstor o su mujer. Salí de sus manos vestido como un marqués y ahora me verían con esta pinta. Si madre hubiera querido, yo estaría viviendo con ellos como un rey.

Es invierno y nieva. Entro en mi pueblo de noche y voy derecho a la cantina de Eulalia. La nieve me abrasa los pies descalzos y ya ni siquiera me preocupo de taparme el pecho con los jirones de la camisa. Además de comida, necesito una manta para no pasar tanto frío en la cueva. Abro la puerta tan fácilmente como si fuera la mía. Cojo una manta y al saco. Entonces oigo voces, las de los guardias. Siempre suenan igual, aunque se marchen unos y vengan otros: «Anda por aquí… Lo tenemos cercado…». ¿Cuándo me han visto? Hay que escapar de la cantina. Fuera, se alejan los pasos. Salgo y corro con mi manta. Veo bultos de guardias por delante. ¡Y por detrás! Abro una ventana y me tiro de cabeza. Cuando mis ojos se acostumbran a la oscuridad, veo que es la cuadra de Cayetano. El Ruso se conoce muy bien todas las cuadras de La Baña. Busco el montón de pajas y me entierro en ellas, con manta y todo. Durante un gran rato no pasa nada. Bueno, saldré antes de que amanezca, para coger pan y tocino donde Eulalia y subir a… ¡Aquí están los pasos otra vez! Llaman a la puerta de arriba. La voz de Cayetano. Bajan todos a la puerta de la cuadra. Los guardias dicen que el Ruso tiene que estar aquí dentro y Cayetano dice que no ha oído nada, pero que si me encuentra me destripa. Revuelven la cuadra, alborotando gallinas y conejos, y yo me hago un ovillo en el fondo de las pajas. «Deme usted unas guinchas», oigo decir a un guardia y también cómo Cayetano le da el tenedor de puntas de hierro. Contengo el aliento. Sí, las guinchas se hunden en las pajas una y otra vez y de milagro no me ensarta. Muevo el culo y las piernas, esquivando los pinchos, y ahora también tengo que hundir el pecho para que sólo me raspen la piel.

Para la cuadra es un día como otro cualquiera. Cayetano ha abierto la puerta y han salido las gallinas. Pasa la mañana dando de comer a los cerdos y a los conejos. Siento mareos de hambre. Las gallinas entran y salen al sol de invierno. Aunque me atreviera a salir de las pajas para agarrar una, se armaría demasiado escándalo. De modo que me aguanto el hambre.

Hacia el mediodía mis dedos tropiezan con una cuerda y se me ocurre algo. Aparto pajas y saco la cabeza y respiro con ganas. Me pongo de pie y los huesos se me estiran. Meo contra la pared. Luego le quito a un saco el alambre de un cosido y busco gusanos en la tierra húmeda del suelo. Las gallinas han huido al verme. Me tiro a las pajas al ver llegar a Cayetano.

Estoy pescando gallinas con anzuelo y gusanos como carnada. Lanzo la cuerda desde mi agujero de las pajas y espero. Cayetano ya ha pasado dos veces por encima del anzuelo, sin verlo. Lo malo es que tampoco lo ven las gallinas. Aquí viene una. Se lanza sobre el gusano y se lo traga. Doy un tirón y la gallina se deja arrastrar como una tonta. La agarro y le retuerzo el cuello debajo de las pajas. Empiezo a desplumarla, pero el hambre puede más y la abro y me como crudos sus higadillos y luego la carne más blanda.

Ayer terminé con la gallina y llevo toda la mañana y toda la tarde queriendo pescar otra. Como oscurece, ya no verán el gusano. ¡A la mierda con las gallinas y con las pajas! ¡Me largo de aquí, porque no aguanto más de vivir encogido como los topos! Doy un salto, agarro una gallina y me la llevo entre un escándalo de todos los bichos de la cuadra.

—¡Aquí está el cabrón! ¡Cogédmelo! —grita Cayetano desde una ventana.

El pueblo a oscuras se llena de pasos. Cambio de dirección varias veces y siempre los pasos me cierran todos los caminos. Los guardias no habían dejado la vigilancia. ¡Si parece que es todo el pueblo el que anda tras el Ruso! Empujo una puerta y me cuelo en una casa y que sea lo que Dios quiera. Alguien enciende una vela. Es mi amigo Félix.

—¿Quién ha entrado? —dice una voz de viejo.

—El Ruso —dice Félix mirándome con una cara nueva.

—¡Qué salga de mi casa ese ladrón!

—¡Me siguen los guardias! —digo.

El padre de Félix se caga en lo más santo, salta de la cama y me empuja con mala leche hacia la puerta. Entonces le enseño la gallina. La coge con las dos manos y la huele.

—Es fresca. Que la cueza María y nos la trincamos esta noche —digo.

—¡María, a encender el fuego! —dice el padre de Félix.

Llevo un mes viviendo en casa de Félix. Cuando se acaba la comida, salgo por la noche y vuelvo con dos conejos, o tocino, o chorizos o más gallinas, y hace una semana les puse un cordero sobre la mesa. Nuestro arreglo se ha hecho sin palabras: yo les alimento con buenos artículos y ellos me dan refugio y pajas en un rincón para dormir.

En Félix ya no queda nada de mi viejo amigo. Es como si le molestara tenerme en su casa, deberme la comida que les llevo. Bernardo, su padre, falta muchos días al trabajo en el campo. ¡Cómo yo le aseguro el puchero! María no es su mujer sino su hija. Es chaparreta, al hablar se le caen las palabras de la boca y es tonta. Anda con Benigno. Muchas noches, al volver de mis robos, me los encuentro a los dos jodiendo de pie a la puerta de la casa, y he de esperar a que acaben y él se marche, porque no quiero que nadie sepa que estoy aquí. No lo sabe ni madre. Los guardias han ido muchas veces a registrar mi casa y preguntar a madre por mí. «Anda por el monte», les dice ella, y lo cree, porque yo paso por su casa de vez en cuando a dejarle algo de comida, y al despedirme siempre le digo: «Me voy p’al monte».

Al principio, sólo quise quedarme unos días, pero pronto me puse a comparar la casa de Bernardo con la cueva del lago en invierno, y seguí robando para la familia. Además, estaba María. A la tercera noche ya empecé a rondarla. Me acerqué a oscuras a su cama, una cama de verdad, y la desperté poniéndole la mano en una teta. «Que no, que no…», me dijo ella. Y yo: «Venga, que tendrás ganas de hacerlo sobre la cama y no de pie». Se puso terca y a protestar en alto y me tuve que largar para que no despertaran los otros. Pero la seguí cuando se terciaba, y ella, siempre: «Que no, que no…», hasta que un día me puse bravo y la pobre me lo tuvo que decir: «Estoy preñada». Y yo le dije: «Pues a la iglesia». Y ella me dijo llorando: «A ver si Benigno te hace caso a ti». Hasta entonces me había fastidiado mucho el que Bernardo o Félix se quedaran en casa para vigilar que no me llevara a María a la cama. Después, yo era el que pedía que se quedara alguno de ellos, no fueran a cargarme a mí con el muerto.

No sé cómo he aguantado tres meses más en esta casa, casi tan preso como en la cárcel de Ponferrada. Las gorduras de María no sé si se deben a su preñez o a mis suministros, pues resulta que Bernardo y Félix también parecen a punto de parir de lo bien cebados que están.

Hace días he sabido otro motivo del cabreo de Félix.

—Todos los sinvergüenzas tienen suerte —suele decirme.

Es porque a él le llevarán a la mili y a mí no.

—En cuanto te den un fusil te lo compro por tres corderos —le digo.

—Además, quieres que me fusilen, ¿verdad?

—Pues me lo alquilas sólo por un rato.

—¿Y qué harás con él?

—Matar a los guardias del cuartel.

—Tú estás loco, Ruso.

Bernardo y Félix se sientan en banquetas ante mi rincón de las pajas y Bernardo me dice:

—Ya tenemos preñada a la María.

—Sí, buen hijo le ha hecho Benigno —digo.

—A lo mejor has sido tú.

—Yo todavía no he tocado a su hija.

—Siempre se dice lo mismo, pero nada nos costaría convencer a los guardias de que tú eres el padre. Llevas meses viviendo en nuestra casa, ¿no?

—¿Sería usted capaz de decir a los guardias que…?

—Sólo queremos que te cases con ella, Ruso.

—Claro, con ella y con su hijo.

—No los podemos separar.

—Pero hay que ir a la iglesia y los guardias me cogerían. Además, ¿qué dice María?

—Ella no tiene nada que decir —dice Félix.

—¿Te gusta mi hija? —dice Bernardo.

—Es algo tonta, pero siempre ha estado muy buena, y ahora, tan hinchada, más.

—No la tendrías ahora sino después de la boda.

—En este pueblo nadie se casa con su mujer sin probarla antes.

Félix se levanta.

—Será como decimos o de ninguna forma.

Me encojo de hombros.

—¿La podrás alimentar? —dice Bernardo.

—¿No llevo medio año alimentando a toda la familia?

—Lo mejor sería seguir como hasta ahora: tú escondido y trayendo comida a casa por las noches. ¡Buena leche que meterás en los pechos de María para tu hijo!

—Si no fuera porque hay que salir a la iglesia… —dice Félix.

—Veré de arreglarlo con don Matías. Le damos un cordero para que haga la boda de noche y luego no te denuncie a los guardias —dice Bernardo.

—Yo también tendría que robar ese cordero, ¿verdad? —digo.

—Hombre, Ruso, el problema es tuyo.

—¿Ya sabe María que se va a casar conmigo?

—Esa puta no tiene que saber nada —dice Félix.

He cogido un conejo de la cuadra del pedáneo antes de entrar en casa de madre. Es de noche y oigo su respiración en el cajón de las pajas.

—Madre, madre, me caso.

Se corta su respiración.

—¿Qué has dicho?

—Que me caso.

—¿Y quién te quiere a ti?

—Félix y su padre Bernardo.

—Pues la María está preñada del Benigno.

—¿Cómo lo sabes?

—Todo el pueblo lo sabe.

—Voy a entrar en una familia por la Iglesia. El Ruso dejará de ser una colilla.

—¡Vaya familia! El Bernardo y el Félix sólo te quieren para trabajar. Tendrás que alimentarlos con tu sudor, y encima cornudo. ¿Vivirás con ellos?

—Sí.

—¡Déjame en paz!

—Lo que pasa es que usted, madre, quiere perderme de vista, que me marche lejos de La Baña. ¿Por qué, madre, no quiere usted a su hijo? ¿Por qué?

Me pongo a llorar en un rincón y ella, por fin, dice:

—Piénsalo bien, Antonio. Eres el primer hijo que se me casa.

—Si usted quiere, lo dejo.

—Sólo te digo que lo pienses antes de meterte de cabeza en esa casa de vagos.

—¡Pero me han elegido a mí, al Ruso! ¡Quieren que sea de su familia! ¡Voy a ser el marido de su hija! ¡Me tienen que querer un poco!, ¿verdad, madre?

—Sí, te quieren tanto que te van a joder más de lo que estás.

Entro en casa de Bernardo con una gran lata de chorizos en manteca de la cantina de Simplicio.

—¿Dónde está el chaleco de padre? ¡Es el que llevas puesto! ¿Con permiso de quién? ¡En esta casa no se roba! —me dice Félix en la puerta.

Me arrea un puñetazo en la cara, me arranca la lata de las manos y luego me saca el chaleco, un trapo lleno de piojos.

¿A ver si madre tiene razón?

Pueden ocurrir tres cosas: que me case con María y vaya a vivir a su casa, que me case y me largue con ella a otro techo, o que los mande a todos a la mierda y me largue, solo, a la cueva del lago, ahora que estamos en plena primavera… Bueno, yo me encojo de hombros y a esperar. ¿Para qué hacerse mala sangre si luego todo viene como le sale a Dios de las pelotas?

Sin embargo, desde hace dos semanas estoy almacenando género en la cuadra de Ponciano, el veterinario, que la tiene abandonada. Allí, debajo de unas pajas, me esperan dos mantas, dos jamones, tres cazuelas de chorizos en manteca y una pila de planchas de tocino. Si me caso y voy donde Bernardo, será la dote que lleve al matrimonio. Si me largo al lago, solo o con María, será para vivir algún tiempo sin pasar hambre y sin tener que bajar al pueblo.

Llevan meses los guardias buscándome como sabuesos. Me cuenta Félix que están tan cabreados que han montado un servicio vestidos de paisano, para sorprenderme, y que hacen guardia doble en las salidas del pueblo. Como se han cansado de registrar la casa de madre, creen que ando por los montes.

Le estoy tomando gusto a este arrastre desde cuadras y cantinas a la cuadra de Ponciano. Me siento rico. Y cuando Bernardo o Félix me alzan la voz, pues yo me pongo más gallo que ellos y entonces me miran como preguntándose: «¿Quién ha cambiado a este tonto del Ruso?».

En este momento voy cargado con un cochinillo muerto y salado, y un pan. El cochinillo se quedará en la cuadra y el pan lo llevaré donde Bernardo, a ver si ellos lo acompañan con algo. La cuadra de Ponciano me parece ya más mía que suya. Abro la puerta y entro silbando. Y de pronto, ¡mi cerdo que resucita! Empieza a gruñir y a escandalizar… Hasta que me doy cuenta de que soy idiota, de que el ruido lo mete otro cerdo que hay en la cuadra. Oigo pasos sobre mi cabeza, los pasos de Ponciano.

—¡Guardias! ¡Guardias!

No sé qué hacer con mi cerdo. Por fin lo tiro y corro hacia la puerta. Me estrello contra un trueno de pasos. Cien manos me agarran de los brazos y me clavan en el pecho algo muy duro. Un golpe de luz quema mis ojos.

—¡Sí, es él!

—¡Te vamos a desollar vivo, Ruso!

Es la voz de un guardia, de cualquier guardia.

Nada más entrar, a la luz del quinqué reconozco al teniente que está detrás de la mesa. ¿Cómo voy a olvidar al cabrón que hace años hizo que yo probara por primera vez el vergajo? Él también me reconoce.

—Sigues en las mismas de siempre, ¿eh, Ruso? Pues ya verás como yo tampoco he cambiado. Me he propuesto librar a la región de un elemento como tú, por las buenas o por las malas. Todos los que somos destinados aquí, lo primero que preguntamos es: «¿Todavía anda el Ruso por aquellas tierras?». Tú pasarás a la historia, Ruso.

Entra un guardia.

—Mi teniente, ahí fuera está todo el almacén.

Se asoma el teniente a la ventana y me llama. En la calle hay un burro con mis jamones, mis cazuelas de chorizo, mis planchas de tocino, mis mantas y el cochinillo.

—¿Para qué guardabas todo eso en la cuadra de Ponciano? —dice el teniente.

—Yo no guardaba nada.

—¿Y el cochinillo?

—Eso, sí.

—Lo confiesas porque te vimos.

El plastazo que me arrea en la cara me deja el oído con un zumbido de colmena. Poco antes, lo primero que hice al entrar fue buscar con la mirada el vergajo. Cuelga del mismo clavo en la pared. El teniente se fija en lo que miro.

—Lo echas de menos, ¿verdad?

Se sienta, abre un cajón de la mesa, saca una carga de papeles escritos y hace una seña al guardia. Este cierra la puerta y la ventana y descuelga el vergajo.

Todo acaba al amanecer. Entre dos guardias me arrastran al cuarto de al lado y me dejan tirado en un rincón. No reconozco mi cuerpo. Ha sido una paliza tan grande, tan larga y tan bien trabajada, que estoy orgulloso de que mi cuerpo haya sido el centro de lo que ha ocurrido en estas horas. ¡Sí, malditos cabrones, soy el Ruso, contra cuyos huesos os tenéis que agotar si queréis sacarme algo! No os odio. Ni siquiera deseo ya el fusil de la mili para reventaros las tripas. Me habéis dejado jodido, no me atrevo ni a respirar por no morirme de dolores, pero os he obligado a hacer conmigo algo terrible, porque soy famoso, ¡el Ruso es famoso!, y cuando todos muramos nadie se acordará de unos cabrones con uniforme y sí del hambriento al que molían a vergajazos de pura envidia que le tenían.

Empezaron por preguntarme dónde había visto por última vez a Pedrón y su banda, y así vino el primer trallazo, cuando les dije que no le había visto. Y luego otro, y otro, y otro, y yo que si quieres. De modo que cuando dejaron a Pedrón y se metieron con los robos, yo estaba en el suelo y había empezado a no sentir los golpes, y enseguida me dije que estaba confesándolo todo por deseo propio, porque del vergajo sólo sentía su silbido en el aire al caer sobre mí, no el dolor del golpe. Y también les obligué a relevarse en la paliza, y cuando todos los números del cuartel quedaron baldados, pues yo, el Ruso, obligué al teniente a empuñar el vergajo.

Han llenado un atestado de veinte hojas, con mis robos y los de otros. ¡Pero el Ruso es tan famoso en las dos Cabreras y en otros sitios del mundo, que no le llegáis ni al talón y ni siquiera os odia, cabrones!

Una noche más en el rincón. Luego un guardia me agarra del brazo y me levanta.

—Coge ese pan del suelo y cómelo.

Lo cojo. Parto un bocado con los dientes. No puedo masticarlo. Me sacan a la puerta. Allí está la pareja para el viaje. Me esposan. Un tibio sol de primera hora calienta las casas. Varios vecinos se agrupan a unos pasos y me miran con rabia. En cabeza veo a Eulalia, disfrutando del momento. También está la tía Petra, llorando. Y mi amigo Gualberto, haciéndome gestos con la cara y las manos: me dice que le gustaría acompañarme. ¡Ven, Gualberto, ven, no me dejes solo con ellos!

El día entero por los montes, descalzo, caminando a empujones de fusil, oyendo las maldiciones de los guardias y leyendo en sus ojos que apretarían de buena gana el gatillo.

—¿Por qué no echas a correr, Ruso? Te dejaríamos cincuenta pasos antes de disparar, y si tienes suerte… ¿Sabes adónde vas esta vez? Con el atestado que llevamos, o te fusilan o te meten en un penal. ¿Y sabes lo que es un penal, Ruso? Allí la única solución para no acabar loco es volverse maricón. ¡Coge esas peñas p’arriba y a ver si tienes suerte!

Se han parado a mi espalda y esperan con los fusiles listos. ¿Qué hago? A mi alrededor, los montes y la libertad. ¡Pero si ni siquiera puedo andar! Estoy muerto a golpes, las piernas se me doblan de hambre… Sigo adelante pisando las cabronas urces.

Es de noche cuando llegamos a Puente Domingo Flórez.

—¿Qué es eso que traéis? —dicen los guardias de la puerta del cuartel.

—Hemos cazado al Ruso.

—Pues mañana saldréis en los papeles.

Al pasar frente al ayuntamiento nuevo he recordado el viejo que incendié, y pienso que me gustaría hacer lo mismo con todos los cuarteles.

Me encierran en un cuarto vacío y caigo como un muerto en las tablas del piso. Entra un guardia y pone en mi mano una latita abierta de sardinas y un cacho de pan.

—Come esto antes de morirte, Ruso. Que no vean en la autopsia que te habíamos matado de hambre.

Llueve por la mañana. Una corta caminata hasta Sobradelo para coger el tren. Llego empapado a la estación. En la sala de espera, una monja se me arrodilla a secarme los pies con un trapo blanco y frío, y luego mete la mano en un bolso grande y cuando espero verla sacar unos calcetines o unas alpargatas, saca un escapulario y me lo pone al cuello.

Estamos en el juzgado de Ponferrada, ante el mismo juez de las veces anteriores. Me reconoce.

—Vaya por Dios, Ruso. ¿Es que habías dejado en las Cabreras algo que robar?

Ordena a los guardias que me quiten las esposas. Les firma el recibo y se van. El juez repasa el atestado de veinte hojas y luego palpa con su mano los bultos de mi cabeza y los moratones de mi cara.

—Habrá que acabar con esto alguna vez. Haremos otro atestado, ¿eh? —dice.

—Sí, señor.

—Siéntate.

Llama a un secretario.

—Vamos a ver, Antonio, aquí se habla de un almacén.

—Sí, es la cuadra de Ponciano, el veterinario. En ella iba yo guardando mis cosas.

—¿Tus cosas? ¿Y fue allí, en esa cuadra, dónde te capturaron?

—Sí, señor.

—Enumera los artículos robados con los que te sorprendieron.

—Pues dos mantas, dos jamones, tres cazuelas de chorizos en manteca y unas cuantas planchas de tocino.

—¿Cuántas?

—Ocho o nueve.

—¿Con qué objeto guardabas tanta comida?

—Para llevármela al monte o para casarme.

—¿Es eso todo cuanto habías robado en los últimos meses?

—No, señor, pero tampoco tanto como pone en el atestado.

—Pues nos vas a decir cuáles son tus robos y cuáles no.

—Sí, señor.

Empezamos con el atestado.

—Te veo muy inseguro.

—¡Uno no puede acordarse de lo que ha hecho en tantas noches!

No le quiero mentir al juez. No hay que engañar a la gente que se porta bien con uno. Tampoco quiero que crea que le miento, y para no quitar tantos delitos del atestado, me cargo con cosas de otros.

—Firma.

Firmo.

—¿Dónde aprendiste a escribir?

—En la cárcel de Ponferrada.

—Pues, ¡hala!, te mando allí a que mejores la letra.

Las mismas paredes, las mismas puertas, las mismas caras de funcionarios y de presos. Faltan don Mateo y otros, y en el patio no queda ninguna cara de mi última estancia, pero me parecen las mismas. Me rodea el grupo de presos para hacerme la filiación. «Así que te llaman el Ruso, ¿eh? Tienes cara de listo». Me ven con tanta hambre que me dan una sardina gallega y pan.

Ahora estoy sentado en un rincón del patio. Por el mirador de arriba pasean dos funcionarios. Veo el cristal y las rejas de la ventana que da a la sección de mujeres. Oigo sus voces y me alegro de tenerlas tan cerca. También me alegro de estar entre estos cuarenta presos. Ellas y ellos son como yo. Estoy en un sitio en que todos somos iguales, donde a uno le dan de comer a horas fijas, colchón y manta. Donde no hay que robar ni vivir huyendo. Son las siete de la tarde y aquí baja la perola con la cena. Me levanto y cuando me pongo en la fila con el plato de metal, sonrío a un preso, y a otro, y a otro. Les toco. Estoy en mi casa.

—Oye, Ruso, supongo que tendrás ganas de dejar este hotel.

—Pues no, señor.

—Pues te vas a León ahora mismo. Prepara tus cosas.

¿Qué cosas? Siempre me dicen lo mismo. ¡Yo no tengo cosas! Todo el mundo me despide en el patio: ¡Adiós, Ruso! ¡Adiós, Ruso! Las putas me sacan pañuelos blancos por su ventana. Arriba encuentro al director. Es, todavía, el de las plantas de patata. Lo he visto pocas veces pero siempre le leo en la cara que se acuerda de la cagalera que traje a la prisión.

—Tú eres carne de presidio, muchacho.

Es lo primero y lo último que me ha dicho en todos estos meses. En la oficina me espera la pareja. Recibe la documentación del funcionario y un guardia me pone las esposas.

—Ya llevas cumplidos catorce meses, Ruso. Como te van a caer muchos años de penal, pues esa ventaja que llevas.

Nos sentamos en un banco de la estación, yo entre los dos guardias. Tengo un jersey rojo y unas alpargatas azules, que me tocaron hace un mes en el reparto de ropas del cura de la cárcel.

—¿Por qué te agarraron, muchacho? —dice un guardia.

—Por robar.

—¿Qué robaste?

—Algún jamón y algún chorizo.

—¿Para vender o para comer?

—Para comer.

—Eso no debería ser delito. Todos hemos robado alguna vez para comer.

Le miro. No se está burlando de mí.

—¿Usted también ha robado?

—¿Cómo te crees que he llegado vivo a rellenar la solicitud para guardia? En mi pueblo, a los honrados les entraba la pelagra.

—No des mal ejemplo al preso —dice el otro guardia.

—Mira, chico, tú lo que tienes que hacer es rezar a todos los santos para que venga el comunismo.

—Como te oiga el teniente…

—El comunismo está muerto —digo—. Franco lo mató. Se lo oí decir muchas veces al maestro y al cura de mi pueblo.

—No les creas. Los comunistas salen de donde menos lo esperas. Por ejemplo, de debajo de la capa de un guardia.

—Tú, mucho hablar…

El guardia comunista saca del bolsillo un envoltorio de papel, lo abre y aparece un cacho de pan y un chorizo. Corta con su navaja uno y otro por la mitad y me pasa las partes.

—Esto es el comunismo —dice.

Come y me hace señas para que yo coma también.

—¿Esto es el comunismo? —digo.

—Voy a tener que denunciarte por propaganda ilegal —dice el otro.

—¿Verdad que está muy buena la propaganda ilegal, chico?

Llega el tren correo de León y los guardias se levantan y yo hago lo mismo. Se come mal con las esposas. Miro al guardia comunista, no atreviéndome a decirle lo que quiero. Come a toda prisa para acabar antes de cruzar la estación. Por fin, me atrevo.

—Quíteme las esposas.

Se está ahogando con el último bocado. Traga, respira y me mira con ojos de loco.

—¿Qué dices? Anda p’alante, que aún no ha llegado el comunismo.

Subimos al vagón en que viaja una expedición de catorce presos, nueve hombres y cinco mujeres. Mis guardias me llevan a un asiento del fondo, frente a un par de presos, un joven y un viejo. Al viejo le han atado las esposas a un hierro del asiento: así hacen con los peligrosos. Sin embargo, su cara es de niño, sin pelo de ninguna clase y una sonrisa fija en los labios.

—Me llamo Aníbal. ¿Y tú?

—Antonio.

El que está a su lado me dice:

—No le dirijas la palabra, porque ha matado con un hacha a su hija y a sus cuatro nietas.

—Cinco —dice el viejo.

—¡Matarife! ¡Así te pudras en el penal!

Me lo dijo el funcionario, lo recuerdo: yo también iré a un penal. Miro al viejo y de pronto me empieza a asustar el penal.

Se abre la puerta de mi celda y me acerco con el plato a recoger el potaje de agua con lentejas, pero el funcionario del corredor me dice:

—¡Afuera, que ya has cumplido el periodo!

He estado ocho días. Siempre te mandan a estas celdas al entrar a una cárcel. Son lugares de castigo, oscuros y húmedos. De estas celdas no se sale mientras dura la reclusión. Estás solo y está prohibido hacer ruido. Ni siquiera te dejan silbar. Los días se hacen eternos, porque tampoco puedes echarte en la colchoneta del suelo: el reglamento ordena que se pliegue a las siete de la mañana y no se toque hasta la noche. No puedes hacer más que pasear de un muro al otro. Te vuelves loco. No quieres contar las vueltas, pero siempre te encuentras contándolas. Y la comida es peor que la de los otros presos.

Me mandan a la cuarta brigada. Literas en dos pisos para cuarenta o sesenta hombres. Un montón de ojos me miran mientras busco un sitio vacío. «Ocupada… Ocupada… Ocupada…», oigo a mi alrededor. Son hombres sentados en las literas bajas, jugando a las cartas o quitándose los piojos de la cabeza. Otros, de rodillas en el suelo, calientan leche en un tanque puesto sobre una llamita de alcohol.

—Ven, rubio, yo buscaré para ti una preciosa camita.

Un hombre delgado y de movimientos vivos me hace señas para que le siga. Me lleva hasta un catre alto.

—Yo duermo abajo —me dice con una sonrisa llena de arrugas—. Los hombres no suelen tener el pelo rubio. Supongo que no será teñido.

—¿Qué?

—Lo que necesitas es un peine. Ven, yo te lo arreglo.

Hace que me siente en su catre, él se sienta a mi lado y mete un peine en mis pelos.

—¡Qué barbaridad, qué selva!

El hombre se muerde los labios y lucha con su peine, pero trabaja tan suave que no me hace ningún daño. Algunos presos se ríen al vernos.

—No les hagas caso. Son como animales. Te tienen envidia porque te he tomado bajo mi protección.

Le miro. Es un tipo muy afeitado y repeinado. Viste pantalón gris y camisa blanca sin arrugas, y cuando no habla, canturrea por lo bajo.

—Me llamo Jorge.

—Yo, Antonio.

En León se come mejor que en Ponferrada, pero los que no tenemos dinero para comprar en la cantina, pasamos hambre. Aunque no es la misma hambre que en La Baña. En la cárcel, el hambre me ronda de día y me despierta de noche, pero nunca olvido que a las ocho de la mañana, a las doce del mediodía y a las siete de la tarde de cada día, de todos los días, al Ruso le echarán pienso en el plato para seguir vivo.

Ya he dicho a todos que en mi tierra me llaman el Ruso. Ahora estamos en el patio, en la cola del rancho. Dos cazos de agua roja de pimentón y cuatro garbanzos, y de segundo plato tres anchoas desmigadas sobre el mismo caldo. Me siento en un rincón a comer y enseguida se me acercan tres presos, que siempre andan juntos.

—Oye, Ruso, te nombramos nuestro asistente. Tendrás dos duros de cada uno por lavarnos la ropa y otros dos por hacer nuestro servicio de limpieza. Ya sabemos que estás libre.

Es la suerte de los que tienen dinero: además de comprar comida, compran a compañeros para que les hagan los trabajos. Les digo que sí, porque ya me he enterado de que la tarifa son dos duros.

—Y otra cosa, Ruso: apártate de Jorgito, si no quieres acabar tan maricón como él.

Al subir a la brigada me viene Jorge.

—¿Qué te decían esos?

—Les voy a barrer y a lavar.

—¿Por cuánto?

—Dos duros.

A Jorge y a mí nos han metido en el mismo equipo de veinte para limpiar los retretes.

—No te separes de mí y trabajarás menos.

En esto, que me llama un funcionario.

—¡Eh, Ruso! Sígueme y nos ayudas a mover el armario de mi oficina.

—¡Qué vaya otro! Antonio ya tiene destino para hoy —dice Jorge.

—Tu querido va donde yo le ordene —dice el funcionario. En la oficina veo a dos más, comiendo bocadillos de tortilla.

—Ruso, a ver si corres el armario dos metros hacia la puerta.

—Vamos a esperar a que acaben de comer sus compañeros —digo.

—¿Es que no puedes mover un armario mientras comen los demás?

—Creí que iban a agarrar conmigo.

—¡Venga, dobla los riñones!

—Usted coja de un lado y yo de otro.

—¡Niño, que no vives en este mundo!

Se cruza de brazos y me mira. El armario pesa como un tronco mojado.

—Ánimo, Ruso, que ya lo has movido medio metro.

¿Qué diablos han metido en este armario? Sus bordes me cortan los dedos.

—Has equivocado la profesión, Ruso: la tuya es correr muebles.

Cuando bajo a los retretes a echar una meada, aquí siguen Jorge y los otros. De pronto, al abrocharme la bragueta, se apagan las luces y todo queda a oscuras. Los presos empiezan a meter ruido y el funcionario de guardia grita más para que se callen. Parece que es un apagón en toda la cárcel. Alguien tropieza conmigo.

—¿Quién eres? ¿El Ruso?

Es «el Gitano», un calé al que atraparon llevándose el semental de una ganadería.

—¡A ver quién enciende una cerilla!

Nos sentamos en el suelo y hablamos. Llega la luz, y un momento después un grito:

—¡Jorgito, mariconazo, déjalo ya hasta otro apagón!

Nos levantamos el Gitano y yo y corremos hacia donde están todos, mirando y soltando bromas. Dentro de un retrete veo a dos presos sin pantalones: Jorge está detrás de un muchacho recién llegado y enganchado a él.

Los saca a porrazos el funcionario, sin dejar que se pongan los pantalones.

—¡Hacedlo en la brigada, cerdos, dónde nadie os vea! ¡A los maricones los metemos veinte días en celdas de castigo!

¡De buena me he librado gracias al armario!

Aquí, todo el mundo habla de los penales. La mayoría ya ha estado en ellos y ahora vuelven de nuevo. Según oigo decir, hay un penal bueno, el del Dueso; otro malo, el de Ocaña; y un tercero, del que huirían los propios diablos del infierno, el del Puerto de Santa María, donde muelen a los presos a palos y si no se mueren así los matan de hambre. La semana pasada un muchacho se cortó las venas cuando le avisaron que lo mandaban a este penal.

—Pues el de Ocaña tampoco es manco —dice un preso—. Las pasas tan putas que te conviertes en loco o en maricón.

Eso ya lo he oído antes.

—Los penales son algo así como una cárcel, ¿no? —digo.

—¡Dios bendiga la inocencia! Yo he visto a la gente en Ocaña empezar a reírse sin motivo y caer muerta sin acabar la carcajada.

—¿Por qué?

—Porque les entraba la enfermedad de la risa. Allí sólo se ríen los que tienen esa enfermedad.

Me despierto por las noches soñando con penales. ¿Qué será de mí si me mandan a uno de ellos? También me dicen que se juntan tantos presos que cuando bajan al patio deben pasear todos en la misma dirección, pues de otro modo no podrían dar un paso.

Aquí, en León, hay bastantes presos políticos. Ya conocí a algunos en Ponferrada. Son presos distintos. Todos les tienen respeto, incluso los funcionarios, y yo no acabo de comprender qué han hecho para que los pongan entre rejas. No han robado, no han matado, no son maricas, ni cosas parecidas. Me dicen que los cogen porque son enemigos de Franco. ¿Qué les ha hecho Franco? ¿Por qué van contra él? Me dicen que son rojos, es decir, que perdieron la guerra.

—Pero ¿qué hacen de malo para que…?

—Revolver el país. Piden la libertad para ellos y para nosotros.

—¿También para nosotros? Hombre, gracias. Yo no veo que, ahora, estén pidiendo la libertad.

—No, lo hacen cuando están en la calle.

—Si están en la calle, ¿para qué necesitan pedir la libertad?

—Es que ellos, aunque estén fuera de la cárcel, se sienten presos de Franco.

—Yo nunca me siento preso de Franco, aunque esté en la calle.

—Es gente muy rara.

—Sí, ¿por qué no se preocupan sólo de lo más importante: comer y joder? ¡Con lo que cuesta tener comida y hembras! La verdad, creo que los presos políticos están locos.

El funcionario se asoma al patio y empieza a cantar nombres. Se ha recibido el correo. Y de pronto: ¡Antonio Bayo! ¿Quién me escribe a mí? Si fuera madre… Cojo la carta y le doy vueltas en las manos.

—¡La novia le ha escrito al Ruso!

—No es mi novia. No sé quién es.

—Mira el remite.

—¿El qué?

El compañero me enseña la espalda de la carta. ¡No se me ha olvidado leer! ¿Quién es Remigia? Rompo el sobre. Hay un papel oscuro y arrugado, escrito a lápiz.

«Estimado Antonio: espero que te encuentres bien, así como yo, a Dios gracias. Tengo que contarte una pena…».

¡Claro, Remigia! ¡Se le ha muerto su hijo de dos años, aquel que parió con mi ayuda!

—¿Por qué lloras, Ruso?

—Se me ha muerto el único ahijado que tenía.

Me llaman al locutorio. Me espera un oficial de la Audiencia, un tipo de cara roja que se está limpiando los dientes con un palillo. Saca un papel del bolsillo.

—Usted es Antonio Bayo, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Su juicio se verá dentro de once días. ¿Va a nombrar abogado defensor?

¿Por qué me preguntan siempre lo mismo si tienen que saber que no tengo una perra? Por no tener una perra estoy aquí.

—No, señor. No tengo cuatro mil pesetas.

—Eso era antes. Ahora cobran ocho mil. Tendrá uno de oficio.

—Pues yo le salgo caro al país.

Nueve días después aparece el abogado de oficio. Es gordo y lento, viste corbata y chaqueta, y se sienta detrás de los alambres con un suspiro de buey. Luego lanza otro suspiro al abrir la cartera negra.

—Vamos a ver, muchacho… Tú eres Antonio Bayo, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Un reincidente de tomo y lomo. ¿Qué sabes hacer en la vida, aparte de robar?

—Pues sé hacer…

—Con este atestado tan gordo como el Quijote no has tenido tiempo de aprender más que a robar. Pero no te preocupes, que todo el mundo roba. Yo también. Y el juez. Cualquier día te tocará a ti juzgarnos a nosotros… ¡Por san Pedro, qué atestado!

—Y más largo que era, antes de que lo cogiera el juez de Ponferrada.

—Entiendo: el primer atestado te lo sacaron a golpes.

—Sí, señor, con el vergajo.

—Sin embargo, lo que queda tiene aún mucho tomate. ¿Reconoces que es, realmente, lo que robaste?

¿Para qué decirle que no? ¿Qué más da trescientos robos que doscientos? Y no puedo culpar al juez de Ponferrada. Le digo que sí.

—Muchacho, el fiscal te pide doce años. Habrá que bregar mucho para rebajarlos a la mitad. Diremos que no robaste, sino que hurtaste. Cuando el fiscal te pregunte…

—Me lo sé: todas las cuadras y las cantinas tenían abiertas sus puertas y ventanas.

—Que no se te olvide.

Bueno, dos días más tarde ya estoy en el juicio. Todo ocurre como siempre. Primero, los presos que me desean buena suerte, y el viaje, esposado, por las calles de León. Después, la gente que llena la sala y que me mira como tonta y a mí me da mucha vergüenza. En la mesa de enfrente, el presidente del tribunal, que es nuevo. A la derecha, mi abogado gordo. A la izquierda, el fiscal, el mismo cabrón de cejas negras y mirada de culebra que me ha acusado tantas veces. El juramento ante la Biblia. La lectura interminable del atestado. Preguntas… «¿Se reconoce usted autor de todos estos robos? ¿Es que usted sólo se alimenta de lo que roba? ¿Qué sería del mundo si todos hicieran lo que usted? ¿No se cansa de llevar esa vida miserable, siempre perseguido y apaleado, convertido en un desecho de la sociedad, y todo por apropiarse de algo de comida? ¿No se ha parado a pensar que trabajando obtendría más y sin riesgo?».

También les respondo lo mismo que otras veces: que en mi pueblo no hay trabajo, y el presidente me dice que salga de allí a buscarme la vida, y yo le digo que ya me voy a las canteras y a las minas de wólfram de Orense, pero que en cuanto se enteran de mi fama me echan.

—¿Cómo se llama su pueblo? —dice el fiscal.

—La Baña.

—Parece que allí hay vecinos muy descuidados, ¿verdad? Usted nos ha dicho que siempre encuentra las puertas abiertas.

—Sí, señor.

—¿No le parece raro que ni siquiera las cantinas se cierren por las noches? Porque muchos de sus robos los realizaba usted en las cantinas…

—Si, señor.

—De modo que llegaba a ellas y no tenía más que empujar la puerta para entrar.

—Sí, señor.

—Todas abiertas.

—Sí, señor, todas abiertas.

—Y las cuadras, también, todas abiertas.

—Sí, señor, todas abiertas.

—De modo que si las cerraran, se moriría usted de hambre, porque no le creo capaz ni de abrir un grifo.

—Protesto, señor presidente —dice mi abogado—. El fiscal no debe insultar al acusado llamándole corto mental.

El presidente hace un gesto raro con la mano.

—Era sólo un comentario —dice el fiscal—. Además, llamándole simple o tonto no hago más que ayudar a que le rebajen la condena.

¿Por qué me está llamando tonto ese cabrón?

—El hecho de que a lo largo de tantos meses o años no haya abierto una sola puerta —dice— indica que no sabe abrirlas. Así, pues, no pasa de ser un raterillo de muy limitada inteligencia.

El fiscal mete su mirada en mis ojos.

—Estoy seguro de que usted jamás ha podido abrir una puerta con una palanqueta.

La voz de mi abogado suena como un rayo:

—¡Calla, muchacho, no le sigas el juego!

Pero es tarde.

—¡Yo puedo abrir cualquier puerta con un alambre viejo! ¿Sabe usted? ¡Ninguna se me resiste! ¿Cuándo se ha visto que haya jamones detrás de una puerta abierta?

Me quedo tranquilo. Mi abogado gordo mueve su cabezota como si le dolieran las muelas.

A los tres días me llaman al locutorio y allí está mi abogado.

—Lo arreglaste, muchacho. El fiscal supo arrancarte la confesión. Acabo de conocer la sentencia: seis años y un día. Pero podrás dirigir al Tribunal una solicitud de reducción de condena. ¿Sabes lo que has conseguido con tu mal genio? Un recargo de cuatro años, dos meses y un día. Caro te ha salido el cabreo. De todas formas, no te quejes demasiado de la sentencia… Y otra cosa: tenía razón el juez cuando te dijo que tus miserables robos para quitar el hambre no constituyen un buen negocio. ¿Sabes el valor total que se ha dado a tus robos incluidos en este atestado? Ocho mil trescientas veintidós pesetas. ¡Para pagar ocho mil trescientas veintidós pesetas tendrás que estar seis años y un día en un penal! Como ves, no es negocio.

Dos días después viene el alguacil de la Audiencia.

—Firme aquí.

Firmo.

—¿Usted nunca lee los papeles que firma?

—Me mandan a un penal. ¿Qué cosa peor me puede ocurrir?

—No ponga esa cara. ¿Le ha comunicado su abogado que puede solicitar una reducción de condena?

—¿Para qué hay que solicitar? Todo el mundo quiere una reducción de condena.

Los presos pasan a mi lado en silencio, mirándome como si me acabaran de sentenciar a muerte. ¡Ocaña! ¡Mi primer penal! Creo que ando, pero no sé hacia dónde. Llego a un lugar frío, húmedo y que huele muy mal. Son los retretes. No hay nadie. Me escondo en el último y no hago ningún esfuerzo por no llorar. ¡No saldré de aquí! ¡No quiero ir a un penal de esos de los que nadie sale vivo! Pasaré la noche fuera de la brigada, aquí escondido hasta la hora de coger las llaves para fugarme…

Despierto, helado, sobre el cemento del retrete y con la cara hinchada de llorar. Alguien me ha llamado por mi nombre.

—¿Dónde te has metido, imbécil? Te buscan por toda la prisión. Como los guardias pierdan el tren por tu culpa, ponte a rezar.

Me encojo al pasar delante del funcionario, porque ha levantado la porra, pero al fin no me sacude.

Oigo una voz a mi lado.

—Hola, Antonio.

Es el capellán de la prisión, un buen hombre que siempre me ha ayudado. Los curas de las cárceles se preocupan más de los presos jóvenes que de los viejos, supongo que porque a estos ya los dan por perdidos.

—Guarda esta carta que he escrito para el capellán de Ocaña. Le hablo bien de ti y ya verás como te suaviza el penal.

—Gracias, padre.

Meto la carta en el bolsillo y entro en la oficina. Hay un grupo de gente: tres funcionarios, cuatro presos y dos guardias.

—¿Este es al que llaman el Ruso? Pues te vamos a fusilar —dice un guardia.

Nos ponen esposas a los cuatro presos que vamos de traslado. Uno va conmigo a Ocaña; otro a Madrid, a juicio; otro al Dueso; y el cuarto a Santander, también a juicio. Nos meten en un jeep y me despido con lágrimas de aquella cárcel de León que ahora me parece mi hogar y donde dejo al Chupi y a los suyos condenados a treinta días más en celdas de castigo, para nada. Espero no verles nunca más en la vida, porque me sacarían las tripas.

Sí, hemos pasado mucha hambre en estos cuatro días. Luego, he viajado con el de Ocaña y otros seis a Valladolid, a una prisión tan limpia como la anterior, y se comía bien, y yo llené la tripa por primera vez en los últimos tiempos. De modo que lloré cuando me pusieron las esposas para marchar, pensando que dejaba las buenas raciones y me acercaba más al terrible penal.

Luego a Madrid, a la prisión–escuela de Yeserías sólo para «transeúntes» y los que redimen pena por el trabajo en los talleres…

Lo estoy recordando todo tumbado en el catre. Llevo varios días con fiebre. El médico cree que no me entrará la comida, pero yo le digo que mi hambre enfría todas las fiebres.

—Es igual. A leche. Nadie se muere con un litro de leche al día.

—A mí, todas las enfermedades se me curan comiendo.

—No te pierdes nada, muchacho.

No le falta razón. La comida es poca y tan mala que incluso huele mal. Pienso que el médico me tiene a dieta para que no muera envenenado.

Al final del próximo viaje está Ocaña. En esta prisión–escuela de Yeserías hay un continuo movimiento de gente: unos llegan, otros se van, es decir, los llevan. Todos tristes, hambrientos y lanzando miradas de odio; arrastrando los pies, muchos llorando, y con sólo ver sus caras puedo adivinar quiénes van a penales.

Al fin, el altavoz de los avisos suena para mí: «¡Atención! ¡Atención! Dentro de media hora va a salir una expedición para Ocaña. Prepárense los siguientes…».

Y entre los cincuenta nombres de la lista está el mío. ¡Dios, antes de la noche conoceré el penal de Ocaña! Me salen las lágrimas, y el compañero que tengo desde la cárcel de León se me pone delante y me mira.

—Vaya ánimos que me das —dice.

Tiene unos veinticinco años y también es la primera vez que va a un penal. Es ladrón, como yo, sólo que a él le da por las cajas fuertes. Le agarraron cuando descolgaba una por un balcón. Se llama Enrique y le ha caído lo mismo: seis años y un día.

Los que tienen algo de ropa, además de la puesta, hacen un lío con ella. Yo no tengo que tomarme este trabajo. Voy con mi camisa y mis pantalones hechos tiras, y mis botas grandes y duras como piedras. Enrique tiene algunos pingos de repuesto y hace un atadillo, lo mismo que la mayoría de los de la expedición. Un preso de los que se quedan me larga una chaqueta con costras de barro seco.

—No puedes ir en camisa por el mundo —me dice.

Me pongo la chaqueta y el frío aire de la mañana deja de helarme la camisa. Cuando sonrío al preso con agradecimiento, no es mi cara la que sonríe, sino mi pecho, mi espalda y mis brazos, ahora calientes. A lo mejor Ocaña no es tan malo, después de todo.

La expedición es de unos cincuenta presos. Nos forman en la explanada y nos dan un cacho de pan y una latita de sardinas por cabeza. Un funcionario pasa lista y, según nos van nombrando, nos adelantamos para que los guardias nos esposen. La documentación de cada uno va en sobre lacrado, y en algunos sobres puede leerse: OJO. PELIGROSO. Corresponden a los presos que se han escapado alguna vez. ¿Cuándo podré comerme las sardinas?

Nos esperan siete jeeps. Vuelvo a sentir el frío, a pesar de la chaqueta. Nos amontonan en los jeeps. Para olvidarme de Ocaña, meto la mano libre en el bolsillo y aprieto la latita de sardinas que me espera.

Son las nueve de la noche cuando llegamos a Ocaña. Hemos hecho un viaje silencioso y comidos por el hambre: con las manos esposadas no es posible abrir la lata de sardinas. Sólo hemos podido comer el chusquito de pan, más pequeño que un puño. A los presos que llevan el OJO. PELIGROSO les han puesto grilletes en los pies para engancharlos al banco del tren.

En la estación de Ocaña nos esperan veinte guardias. Cae una lluvia cerrada que en un momento nos pone como sopas. Aunque hace bochorno. Nos forman sobre el barro y echamos a andar, rodeados por el ejército de guardias, los que traíamos y los nuevos. Un veterano de aquel penal nos susurra:

—Sólo hay tres kilómetros de paseo.

¿Cuándo podré comer las sardinas? Algunos ya lo han hecho durante el viaje. Parece que les pidieron a los guardias que les abrieran la lata con sus navajas. Yo la tengo en mi bolsillo. Su peso contra mi muslo es una forma de engañar el hambre.

El pueblo de Ocaña es feo y triste. Sus habitantes salen a las puertas a vernos desfilar. ¿Qué os hemos hecho para que nos miréis con esas caras? ¿No os compadecéis de nuestra desgracia? ¡Dios, con qué ojos de odio nos miran! ¿Por qué? Los chiquillos nos tiran piedras cuando no les ven los guardias, y sus padres les dejan. ¿Por qué?

De pronto, al fondo de la noche aparece la gran sombra del penal. Los pasos de los presos se hacen más lentos, como queriendo retrasar la llegada. Las caras que me rodean se convierten de golpe en caras de muertos. Suena una voz: «Ya llegamos al hotel», pero nadie ríe. Las tripas se me caen al suelo y con las manos esposadas toco la carta que llevo para el capellán.

Veo un muro de seis metros de alto y tan grueso que tiene encima garitas para los guardias centinelas. También hay dos guardias al pie de unas puertas enormes. Se abren y pasamos. Cruzamos una explanada. El edificio del penal es como una montaña de hormigón. Su puerta es de hierros muy gruesos. Cuando se cierra a nuestra espalda, pienso que de la libertad ya me separan dos puertas invencibles.

Entonces ocurre algo curioso: aparece una nube de funcionarios, docenas de ellos, como queriendo quitarnos toda idea de fuga, pues son tantos vigilantes que siempre habrá uno a nuestro lado. Los guardias entregan los sobres y recogen los recibos y se largan.

—¡Desnudarse!

En el patio frío y húmedo la orden suena como un cañonazo. Unos funcionarios pasan por delante y por detrás de la larga fila, mirándonos con dureza. Les vamos entregando el lío de ropa y ellos lo revisan y van dejando caer las prendas al suelo. Luego abren los paquetes y también los revisan. En cuanto ven un zapato, le arrancan los tacones, por si esconde algún arma corta. Se cantan los nombres de los que tienen puesto OJO. PELIGROSO en el sobre, y a estos les miran el culo.

Luego nos dan un pantalón, una chaqueta y un gorro, todo de color gris oscuro y de un tejido acartonado, y calzoncillos y camiseta. Nos vestimos y quedamos tan iguales unos a otros como los pinos. Con nuestras ropas viejas hacen paquetes y ponen a cada uno un cartón con el nombre.

—¿Puedo coger algo que tengo en mi ropa? —digo.

—¿Qué es? —dice un funcionario.

—Una lata de sardinas.

Él mismo me la da. Bueno, ¿y qué hago con ella? Miro a unos y a otros, y es el mismo funcionario el que me la abre con su navaja. Trago sin masticar las cuatro sardinillas en aceite.

—Si no te comes también la lata, échala a esa papelera.

Nos meten en las celdas de periodo con una colchoneta y dos mantas. Una colchoneta reventada por todas partes y dos mantas agujereadas por la polilla, una raya con las palabras DIRECCIÓN GENERAL DE PRISIONES y llenitas de piojos. El pasillo es interminable, con celdas a un lado y a otro. Sólo un preso en cada una. Lo único que veo dentro es una cazuela oscura, creo que para hacer las necesidades. El funcionario cierra de golpe la puerta y echa la llave. Antes que la mía, han sonado otras, y después otras más, hasta unas cincuenta. Mi celda es la número 106.

De modo que este es el penal de Ocaña. Hasta ahora no he visto más que funcionarios y paredones oscuros y fríos cerrando corredores. El sitio es grande, la casa más grande que he visto en mi vida. Antes de que cerrara la puerta, he preguntado al funcionario:

—¿A qué hora se come aquí? ¿Qué cenamos los que hemos venido de León con una lata de sardinas?

El funcionario es un hombre pequeño y gordo, de cara roja y con pocos pelos en la cabeza, y que me mira como si me acabara de ganar en una rifa. Se me para delante, cierra sus ojillos hasta mirarme por una rendija y me dice:

—Escúchame bien, rubio: al entrar aquí acabas de perder todos tus derechos. Sólo los recuperarás a la salida.

Bueno, pues a quitar el hambre durmiendo.

A las siete de la mañana tocan diana con una corneta y en diez segundos han de quedar plegadas las mantas y la colchoneta, y el funcionario que pasa revista me dice que la raya con el DIRECCIÓN GENERAL DE PRISIONES ha de quedar arriba, bien visible. Y también ordena que saquemos el petate al corredor. ¿Por qué? Entonces me fijo en un papel escrito que hay pegado a la puerta, por dentro. Me acerco y lo leo:

«Para ti, recluso:

»No fumarás, no cantarás, no proferirás voces ni gritos, no silbarás. A las siete de la mañana recogerás tu colchoneta y tus dos mantas y las colocarás en debido orden en tu celda, no pudiendo sentarte sobre ellas hasta las ocho de la tarde.

»Permanecerás de pie o paseando dentro de tu celda entre estas dos horas que se te señalan.

»Cuando algún funcionario se dirija a ti para formularte una pregunta o recriminación, deberás ponerte firme ante él y decirle: “A sus órdenes, señor”.

»Las celdas del periodo de observación son 780, y al final del corredor, donde el funcionario que presta su servicio tiene su oficina de vigilancia, hay un altavoz. Si alguna vez escucharas tu nombre y apellidos por este altavoz, deberás aproximarte a la puerta y por el agujero que hay en la misma, denominado “el chivato”, contestarás en voz alta, pero nunca lo harás pronunciando tu nombre y apellido, sino tu número de celda, ya que todas tienen un número. De esa forma ayudarás a tu funcionario de servicios para que pueda comunicarte lo que fuera preciso.

»Si no tuvieras en cuenta los artículos de este reglamento, serás sancionado con la pena que señale el Reglamento de Prisiones».

Ahora lo comprendo: he caído entre gente muy buena; nos obligan a sacar de la celda las mantas y la colchoneta para que no nos entren tentaciones de sentarnos encima y ellos se vean obligados a castigarnos… Son muy buenos cabrones.

Dos cocineros, recorren las puertas de las celdas llevando una gran perola con el desayuno. El funcionario abre mi puerta y yo me acerco con mi hambre y mi plato de metal. Un cocinero vacía el cazo y sigue adelante. Un solo cazo. Agua con un poco de achicoria. Lo bebo de un trago. Y ahora a hacer la digestión paseando y sin poder pensar en otra cosa que en la próxima comida.

Una hora antes de la llegada de los cocineros ya estoy pegado a la puerta, leyendo una y otra vez el Reglamento para distraer el hambre. Me lo aprendo de memoria.

Tres o cuatro vainas cocidas y unos granos de arroz, todo flotando en agua sucia, y un chusquito de pan.

Tenemos un número en el gorro y en la chaqueta. El mío es el 391.

—¡Eh, tú, 391, pasa a esta celda!

Salgo al pasillo y entro en la celda de al lado.

—A ver cómo cuidas a este enfermo.

El funcionario se marcha. Sobre la colchoneta del suelo hay un hombre envuelto en sus mantas hasta la cabeza. Le toco, pero no se mueve, no se entera. Como llevo en pie desde las siete de la mañana, me siento en el borde de su colchoneta. ¿Estará muerto el hombre? ¿Y si el funcionario me ha puesto con un muerto para meterme en un lío? Lo toco de vez en cuando, y nada.

Abren la puerta para la cena.

—Trae también el plato del enfermo.

De modo que me quedo con dos raciones. Agua con cuatro patatas. Pero son dos platos. Vacío el mío y voy a empezar con el otro. Unos miserables trocitos de patata flotando en un caldo rojo de pimentón. Mis tripas me lo piden con fuerza…

—¿Qué hora es?

¡Ha hablado el muerto!

—La hora de la cena.

Miro su ración por última vez.

—Aquí tienes tu plato.

El preso se ha quitado las mantas de la cara. Está en los huesos. Su cara parece de hueso puro.

—¿Qué te pasa? —digo.

El vuelve la cabeza para escupir una bola de sangre.

—Estoy jodido —dice.

Apenas oigo su voz. Se tapa la cabeza otra vez.

—Aquí tienes tu plato con la cena —digo.

—Tómatela tú.

Parece que su voz sale de una tumba.

Oigo ruidos raros. Me llega un olor de mierda. ¡El preso se está cagando en la cama! Me llega su voz muerta:

—¿Cómo te llamas?

—Antonio.

—Pues, Antonio, a ver si llamas a alguien, que me muero.

—Está prohibido dirigirse a los funcionarios sin que ellos te hablen primero. Acabo de entrar y, sin hacer nada, me han metido en estas celdas de castigo. ¿Qué me harían si les doy motivo?

—Me estoy muriendo, Antonio.

—¿Y qué quieres que te haga yo?

—Pues llamar al funcionario.

—No me atrevo.

—Para eso te han puesto conmigo.

—Sólo me han puesto para que te cuide.

—Pues llama al funcionario.

El hombre se baja las mantas y me mira con unos ojos hundidos en cuevas negral Yo también le miro a la cara.

—Funcionario —llama.

¿Cómo le va a oír el funcionario si casi ni le oigo yo?

—Funcionario…

Se ahoga. No puede hablar más. Me hace señas para que me acerque.

—Que te den mucho —dice, echando sangre por la boca.

Vuelve a taparse con las mantas y yo me tumbo en mi colchoneta.

Me levanto al toque de corneta, doblo los trastos de dormir y los saco al corredor.

—¿Qué le pasa a ese? ¡Póngase firme en el interior de la celda!

Es el funcionario que hace el recuento. Es otro.

—Está enfermo.

Mira desde la puerta, sin entrar.

—Yo sólo veo un bulto. A lo mejor lo que hay debajo de las mantas son trapos. Levántalas una pizca por los pies.

Las levanto y él y yo vemos los pies blancos del preso; blancos, pero sucios. El funcionario se marcha tranquilo.

Luego llega la perola del desayuno. Extiendo, también, el plato del enfermo y recibo otro cazo de agua con achicoria. Cuando estoy bebiendo mi ración, oigo un golpe sordo. Se le ha caído el brazo al suelo. Sale del borde de la manta, blanco, sin apenas carne sobre el hueso. Se lo toco y está tan frío que aparto de golpe la mano. Recojo del suelo el otro plato y me lo bebo.

Paseo por la celda durante toda la mañana. Por fin, me he atrevido a coger el brazo del hombre y a esconderlo bajo la manta.

—Eh —le digo de rato en rato.

Nada.

A media mañana aparece un funcionario para el segundo recuento del día. Hacen tres: a las siete, a las diez de la mañana y a las nueve de la noche.

—Levanta esa manta.

Yo la levanto por la parte de los pies y así ve que el preso no ha huido. Hoy tocan lentejas. Veinte o treinta granos en cada plato flotando en agua negra. Para mí, ración doble: cuarenta o sesenta. También doble ración de agua negra.

No quiero decírmelo a mí mismo, pero la verdad es que el preso ha muerto. Lleva cinco días sin moverse, y los pies que enseño al funcionario tres veces al día no cambian nunca de postura. «En cuanto se ponga bueno le daré su comida», me digo. Y cada vez le pregunto: «¿Quieres comer?». Y él no se mueve y yo me como su ración.

Pero resulta que hoy empieza a oler. Al principio, creí que el olor era de la cazuela de la mierda. Pero, no: es un olor distinto. La carne podrida huele como si fuera un aviso de los muertos a los vivos. Y ahora le estoy retirando las mantas despacio, con miedo. ¡La hostia! De la cabeza a los pies tiene el cuerpo cubierto de una pasta de sangre y mierda. Los huesos de la cara le atraviesan la piel. Y tiene los ojos abiertos.

Lo tapo aprisa.

Con las tripas revueltas me pregunto qué más le da a él que yo me coma o no su ración. ¿Para qué le voy a decir al funcionario que ya ha muerto? ¿Para que me quite su ración, cuando ni cuarenta raciones me bastarían?

Abro la ventana para que se vaya el olor. Bueno, es sólo un agujero de dos palmos con gruesos barrotes. Los guardias de fuera disparan contra los que se asoman a estas ventanas.

Todos los días me pregunto qué tienen los funcionarios en las narices. Los de los recuentos tienen que asomarse a la celda para verle los pies a mi muerto, y en catorce días a ninguno le ha echado para atrás el olor. ¡Cómo todas las celdas huelen tan mal!

Aquí llega el del recuento de la tarde. Abre la puerta y se lleva un pañuelo a las narices.

—¿Qué pasa aquí?

Arranca las mantas del muerto y ve este cuadro de podredumbre bajo la costra de sangre.

—¿Qué le has hecho a tu compañero?

—Yo no le he hecho nada. Él se ha muerto solo.

—¿Cuándo?

—Hace muchos días.

—¿Y por qué no diste aviso a tiempo?

—Tenía miedo. Se me ordenó no dirigirme a los funcionarios si ellos no me hablaban.

—¡Y claro, la comida que recogías para él te la comías tú!

—Gracias a eso no me he muerto de hambre.

Sin una palabra más, el funcionario empieza a darme puñetazos y patadas. Uno de los golpes me alcanza el ojo derecho y creo que me lo ha reventado. Sin dejar de atizarme, llama a un ordenanza y le dice que avise al jefe de servicios y al director. Lo deja cuando se cansa.

—¡Vaya vampiro que hemos metido en Ocaña! ¡A las personas hay que tratarlas con humanidad! —Llega el director, el jefe de servicios y el ordenanza, que es otro preso, detrás. El director es un hombre alto, de cejas negras y bigote no mayor que ellas.

—¿Qué ha ocurrido aquí?

Me ha clavado sus ojos.

—Pues, mire usted, que me ha pegado el funcionario.

—No me refiero a eso.

—Pues que se me ha muerto el compañero.

—Pero no hoy, sino hace dos semanas. ¡Y no dio aviso para así comerse su ración! —dice el funcionario.

El director me lanza una mirada de desprecio.

—Usted es un monstruo. ¿No advirtió que este desgraciado se estaba muriendo? La vida de un hombre es sagrada. Siempre deberíamos estar dispuestos a ayudar a nuestros semejantes. El penal dispone de una enfermería con personal especializado. Nosotros queremos tratar a todos los penados con el respeto y las atenciones que se merecen, y resulta que ustedes mismos obstruyen nuestra labor. ¡Mal compañero ha demostrado ser usted!

Dos penados se llevan al muerto en una camilla. Se acabaron las raciones dobles. Cuento las vainas caballares que me tocan en el cucharón de la cena: cuatro cachitos. ¡Podría haber tenido ocho! Sin contar la doble ración de caldo. ¡Qué venga el señor director a ver cómo se cena sus cuatro vainas este hermano suyo!

Me han sacado de la celda para traerme al despacho del director. Me mareo al andar; la cabeza me da vueltas y las piernas se me doblan. Los funcionarios me sostienen para que no caiga al suelo.

—¿Qué te pasa, muchacho?

¡Y yo que creía que en las cárceles lo alimentaban a uno! Veo al director y a otro hombre.

—El juez de primera instancia e instrucción quiere interrogarle —dice el director.

El juez es un hombrecillo de gran nariz. Me lanza una reojada y luego enciende un cigarro.

—Así que usted dejó morir a un preso sin prestarle cuidados y luego se aprovechó de él para comer durante muchos días.

—Yo no comí carne de muerto, señor juez, sino lentejas, patatas y vainas caballares. Pero paso tanta hambre que si no comí carne de muerto fue porque no se me ocurrió.

—A usted, como al resto de los penados, se le entregan las raciones reglamentarias. Por añadidura, usted se apropió de las del difunto. ¿De qué se queja? —dice el director.

—¿Llegó usted a saber que se estaba muriendo su compañero de celda? —dice el juez.

—¡Yo qué sé lo que le pasaba!

—Los funcionarios lo dejaron con usted para que les avisara si se ponía peor.

—No, a mí solo me dijeron que lo cuidara.

—¿Y no se le ocurrió llamar a nadie al ver que se moría?

—Está prohibido hablar a los funcionarios. ¡Yo no sabía que estaba muriéndose! ¡También le veían los funcionarios tres veces al día! Yo levantaba la manta y ellos le miraban los pies.

—En un caso así hay que saltarse todas las reglas. Usted ha delinquido.

—Señor juez, usted no sabe lo que es estar encerrado en las celdas de periodo. Uno sólo se preocupa de no cometer faltas para salir cuanto antes.

—Sin embargo, usted vivió días y días con un compañero muerto y usted sabía que estaba muerto.

El juez se levanta y viene hacia mí. Me mira fijamente.

—Sé franco, muchacho: ¿no te sientes culpable de esa muerte?

—No, señor.

—¿Te habló?

—Sí, señor: preguntó cómo me llamaba.

—¿Nada más?

—No, señor.

—¿Nunca te pidió ayuda?

—No, señor.

—¿Nunca?

—No, señor.

Me dicen que dentro de un par de meses se verá la causa. ¡Hasta dentro del penal me persiguen los procesos! ¿Quieren convencerme de que he matado a un hombre? ¡Yo qué sé si lo he matado o no! ¡Yo necesitaba esas raciones para no morirme de hambre!

Las marcas que he ido haciendo en la pared me dicen que hoy cumplo el periodo de veinte días. ¡No puedo aguantar aquí ni un minuto más!

A media tarde oigo puertas que se abren y pasos de presos. Son los cincuenta de mi grupo, que salen. ¡Vamos, funcionarios cabrones, abrid también la mía! Pero los pasos se alejan y nadie se acuerda de mí. Corro a la pared a contar las rayas: ¡veinte! ¡Malditos! ¡Malditos! ¿Qué pensáis hacer conmigo?

Por la noche llega el funcionario hablando de buen humor con los hombres de la perola. Así que me atrevo a decirle:

—¿Puedo hablarle, señor?

—Venga.

—Yo cumplía hoy con los demás, señor.

—Lo miraré.

Otra noche, otro día entero, funcionarios que van y vienen y no se acuerdan de mí. ¿Cumpliré los seis años y un día en celdas de periodo? Pasos. Contengo la respiración. Ruido de cerradura. ¿Será la mía?

—¿Cuál es tu número de penado?

—El 391.

—Ha habido un error. Fuera.

Me destinan a la brigada número tres, un sitio largo donde duermen y viven doscientos penados. Hay literas de tres pisos, todas con dueño.

—Tú, rubio, a dormir al suelo —me dicen los presos.

—Te dejo mi cama por cien pesetas cuando me largue la semana que viene —me dice uno, riendo porque ya ha cumplido.

—Aquí hay muchos que te dejarán dormir con ellos por nada —dice otro.

—Para maricones, ese que ves allá: «la Virundi». Hace estragos entre los presos. Mira, ya se ha fijado en ti.

Tiemblo al verle acercarse, porque toda la brigada está mirándome. La Virundi es un tipo de sesenta años, feo, gordito y pequeño, con unos labios muy finos y apretados.

—Hola, jovencito. Si tienes dinero te lavo la ropa —me dice, pero sigue adelante.

—¡Eh, Virundi! ¿No te gusta el rubio?

—Estoy comprometido.

Oigo un coro de carcajadas, aunque pronto se hace el silencio. Miro hacia donde miran todos. Acaba de entrar un hombre grande y moreno, con cara de perro, que se acerca al maricón y se marchan juntos.

He dormido con la colchoneta en el suelo, como otros muchos, pues resulta que a Ocaña han sido traídos los presos del penal del Puerto de Santa María, que está en reparaciones, y esto parece un hormiguero. En el patio hay tal masa de gente que no se puede mover. A fuerza de gritos y de blasfemias, a veces se consigue un acuerdo para pasear todos en una misma dirección, y entonces la masa va hacia un lado. Si uno desea ir a un lugar del patio situado a contracorriente, no le queda más remedio que ponerse a gatas y avanzar por entre el bosque de piernas.

Suena una corneta.

—¿Qué es eso? —digo.

—A misa —me dice un compañero de patio, un hombre de treinta años, con granos en la cara, que me pregunta si soy nuevo y que cómo me llamo.

Se lo digo.

No sé por qué le sigo los pasos y me pongo a su lado en la misa. De modo que hoy es domingo. La iglesia es una brigada habilitada para ello. Allá está el cura: un tipo gordo, de cara colorada. Como hay que oír misa por narices, todos los penados estamos aquí, bien dentro de la brigada o fuera, desparramados como una riada por los corredores. También veo a la Virundi, junto al hombre de cara de perro. Me hace una seña con la mano, yo le contesto y el hombre de cara de perro me lanza una mirada de criminal.

—Deja en paz a la Virundi —me dice el hombre de treinta años—. No empieces tan pronto con esas cosas.

Al término de la misa me abro paso hasta el cura y le entrego la carta del otro cura de León. La coge y la lee. Luego me mira con sus ojos pequeños y aguados.

—¿Eres tú Antonio Bayo?

—Sí, señor.

—Sí, padre.

—Sí, padre.

—¿Con cuánta condena vienes?

—Seis años y un día. Pero mi abogado va a pedir conmutación.

—Vaya, tendremos por algún tiempo un rubio en la familia.

Sonríe, me dice que a ver lo que puede hacer por mí, me pasa la mano por los pelos y me cita para la tarde.

—Espérame por la entrada al patio.

La comida es una pizca mejor que en las celdas de periodo. Se sirve en el patio. Una o dos horas antes de que lleguen las perolas, los penados ya forman largas filas con su plato en la mano. Cuando pregunto por qué madrugan tanto, me dicen que los últimos siempre se quedan sin ración, pues no hay para todos. De modo que corro a buscar mi plato y a coger sitio.

Un hombre de la fila cae redondo al suelo. Los que están a su lado lo sientan y le dan aire. Aparece la Virundi.

—Un mareo de hambre. Pobrecito. Yo te daré la medicina que necesitas.

Va al economato y vuelve con un paquetito, del que saca higos secos, que acerca a los labios del hombre sentado en el suelo y lo resucita. El hombre mastica higos con una furia de loco, en el centro de un círculo de presos que le miran en silencio y con tanta hambre como él. Estoy seguro de que todos piensan lo que pienso yo: que habrá que tirarse al suelo para que algún buen corazón nos traiga comida. Porque la Virundi ha demostrado tener un corazón de oro: él, que tiene tanta hambre como los demás, ha gastado su dinero para ayudar al compañero. La Virundi será un maricón, pero nos harían falta muchos maricones como él en Ocaña.

El cura llega enseguida.

—Ven conmigo, hijo.

Me lleva a su despacho, un cuartito al fondo de la brigada que hace de iglesia. Me empuja para obligarme a sentarme en una banqueta.

—Bien, bien, bien… Así que te llamas Antonio. ¿Tienes novia?

—No, señor… No, padre.

—Entonces, ¿te gustan los hombres?

—A mí, padre, me gustan las hembras, pero una vez que juego con ellas en el monte no quieren saber nada con el Ruso.

—Tontas. ¿Qué tienen contra un muchacho tan guapo como tú?

—En mi pueblo todo el mundo se muere de hambre, pero yo y mi madre más que ninguno. Todos roban, pero el único que tiene fama de ladrón soy yo. Los vecinos me tiran piedras cuando aparezco por allí.

—Ta, ta, ta… Haré lo posible para que en esta casa encuentres un hogar.

Abre un cajón, saca un rosario y me lo da.

—Reza mucho a la Santísima Virgen para que te infunda valor y puedas así soportar con entereza tus años de condena.

Lo tengo a dos palmos. Me toma de los hombros y me levanta.

Sonríe como un tonto y sus ojos brillan como dos velas. De pronto sus brazos rodean mi espalda y mi cabeza, y su cara se aplasta contra la mía. Me besa, me muerde la oreja y la nariz y mete su lengua en mi boca. Le huelo lo que ha comido: carne picada con ajo.

—Te estoy demostrando lo bien que me has caído y lo mucho que te quiero.

Me arranco de él y me aparto. Tengo miedo y lloro. «¡Estoy en un penal! ¡Estoy en un penal!», me repito una y otra vez. «¡No puedo huir! ¡Tengo que aguantar lo que me hagan!».

—¿Por qué lloras? Esto sólo han sido muestras de afecto. Una cosa te recomiendo: que no se lo cuentes a nadie. Anda, ve, hijo, que ya rezaré mucho para que salgas cuanto antes. Pasa por este mi despacho el domingo, a la salida de misa, a ver qué puedo hacer por ti. Y no olvides que todo cuanto hago es porque te quiero mucho.

—Si usted me quisiera mucho no me habría dado un rosario sino un cacho de pan.

El Antonio es un preso de cuarenta años, de Cáceres, que cumple condena de cuatro años por un delito que dice no haber cometido.

—Un hijo puta me acusó y le hicieron caso —dice.

Siempre anda entre tipos que tienen delitos de sangre, preguntando la manera de poder matar al hijo puta sin ser descubierto.

Ahora le está hablando «el Caloto», un traficante que andaba por la provincia de León vendiendo huevos y que un día violó a una viuda vieja y fea, y luego la roció de gasolina y la incendió. Le cayó pena de muerte, pero luego le quedó en treinta años. El Antonio le escucha con los cinco sentidos.

—Mira, lo mejor es el fuego —dice el Caloto—. El fuego lo destruye todo. ¿Y de qué te van a acusar si no aparece el cuerpo del delito? Lo único que hay que darle es tiempo.

—¿A quién? —dice el Antonio.

—¡Al fuego! Hay que saber esperar. Él sabe hacer su trabajo, pero hay que tener paciencia. Te juro que con el fuego nunca falla.

—A ti te falló. Quemaste a la viuda y te agarraron.

—¡Pero la culpa fue mía, no del fuego! Me marché antes de que la viuda se convirtiese en cenizas. ¡Es que la carne de viuda es como cuero prensado! Por suerte para ti, el cabrón que te vendió no es una viuda. De ese, la poli no encontrará ni las cenizas. Vas y le metes veinte cuchilladas en un descampado. Tendrás preparadas una docena de latas de gasolina. Primero le echas encima seis latas. Cerilla. Y tú allí, vigilando el fuego. Si flaquea, más gasolina, hasta que del cabrón no queden más que cenizas negras. Luego más gasolina, las otras cuatro latas. Otra cerilla. Hay que quemar también las cenizas. ¡Liquidadas todas las pruebas! ¡El cabrón ya no se podrá vengar desde el infierno!

—¿Crees que tu viuda se habrá vengado desde el infierno?

—¡Claro! Las viudas siempre van al infierno.

—Tuviste mala suerte.

—Por eso quiero que a un amigo no le ocurra igual.

Así pasan su condena el Antonio y el Caloto, hablando de lo mismo, el uno preparando su venganza y el otro consolándose con lo de su mala suerte.

—Aléjate de estos, muchacho —oigo a mi espalda. Miro y es el hombre con granos en la cara.

—¿Por qué? —digo.

—Son gente perdida y tú, que eres joven, no debes caer en lo de ellos.

—¿Por qué te han encerrado a ti?

—Por comunista.

Se habla en Ocaña con tanta naturalidad de asesinatos y de barbaridades que yo sé de muchos jóvenes que están, como yo, por delitos pequeños, a quienes se les cae la baba oyendo estas historias, y hacen preguntas y discuten sobre cómo se podría haber cometido mejor este y el otro crimen, y juran que ellos son capaces de cometer uno sin fallos. Así, pues, en Ocaña los penados no se enderezan, sino que aprenden y se aficionan a delitos mayores. Yo mismo, a veces, casi me avergüenzo de estar aquí sólo por robar dos jamones, cuatro chorizos y una manta.

Mi amigo el comunista, el de la cara con granos, se llama Javier. Tiene tres condenas de treinta años y es jefe de sección en la imprenta. Es de los presos que aquí se llaman «políticos», y hay muchos como él.

—¿Por qué os llaman «políticos»? —le pregunto.

—Porque somos políticos.

—¿Y qué es eso?

—Mira, para que lo entiendas, te diré que estamos presos por llevar la contraria a Franco. Franco ha ganado la guerra y está en el poder, es decir, manda, y nosotros no queremos que mande.

—¿Por qué?

—Vamos a ver: ¿cuántos ricos hay en Ocaña?

—Por lo que he visto, ninguno… ¡Pues es verdad!

Los comunistas son gente rara. Forman grupo entre ellos, se reúnen en rincones para hablar de cosas suyas y puede decirse que hacen vida aparte de los demás presos. La gente los respeta, incluso los funcionarios. Yo he visto a Javier enfrentarse a un funcionario por pegar con la porra a un preso común, decirle que a ver si desconoce el reglamento que prohíbe hacer aquello, y que si lo repite va a dar parte a la dirección. Detrás de Javier había dos docenas de comunistas. El funcionario se largó mormojeando.

Hay entre los comunistas un viejo siempre envuelto en una manta porque nunca se le marcha el frío y que parece algo así como el jefe de ellos. El otro día, a un muchacho comunista que había robado el chusco de pan a un compañero, le dijo secamente: «Un preso político no hace eso», y el muchacho enrojeció como un tomate y no sabía dónde meterse.

A mí y a otros nos suelen invitar a sus reuniones, a las que puede ir cualquiera. Las celebran a media tarde, en la brigada, y varios de ellos se reparten entre la puerta y los pasillos para dar la alarma si se acerca un funcionario. Cuando hay peligro, el más lejano hace una seña al siguiente, y este al tercero, y así llega el aviso hasta el de la puerta y al grupo de la brigada, que se deshace y disimula. Sentado en un catre, les he oído hablar de un sujeto llamado Marx y de otro llamado Lenin, y de una revolución que ha de cambiar el mundo, porque serán los obreros los que manden en él. Yo me pregunto por qué hablar de estas y otras cosas tan inútiles y aburridas en medio de tanta hambre. Le he preguntado a Javier a ver si es por andar con estas cosas por lo que le han metido en Ocaña, y me contestó que sí, y yo le dije que se dejara de esas bobadas que tantos líos traen y se preocupara sólo de la vida, es decir, de mujeres y de la buena comida. Él me miró.

—En la vida entran muchas cosas, Antonio. Por ejemplo, un perro. Me dijiste que tenías uno.

—Sí, una perrita, Cuqui.

—Supongo que repartirías con ella tu poca comida y que la protegerías y querrías mucho. Sin embargo, Cuqui no era ni mujer ni comida. Hay que ayudar a quienes lo necesitan. Y los obreros lo necesitan. Tú también eres un obrero.

—Yo apenas he dado golpe en mi vida.

—¿Nunca te has puesto a pensar en cuál es la razón de que, según me has contado, te veas precisado a robar para comer? Tú no quieres robar, pero la sociedad te obliga a ello.

—La sociedad, no, sino mi tripa.

—Y te encierran por seis años por robar un valor de ocho mil pesetas. ¡Ocho mil pesetas se las gasta un rico en un aperitivo! ¡Y si, al menos, fueran suyas! ¡Son ocho mil pesetas robadas a los obreros, al pueblo!

—A mí no me puede robar mucho, porque no tengo nada.

¡Estoy fuera del penal! No libre, sino a dar un paseo. Voy entre dos guardias, con las ropas de penado y esposado. Me llevan al juzgado de Ocaña, a ser enjuiciado por la muerte de aquel preso del que yo comía sus raciones. La gente del pueblo me mira con odio.

Es el mismo juez que me interrogó en el penal. Estamos en una sala con tres mesas, dos secretarios y un retrato de Franco.

—¿Tiene usted algo que alegar sobre lo declarado en su día? —dice el juez.

—No, señor.

—¿De qué cree usted que falleció aquel penado?

—De hambre. Es que todos los penados pasamos mucha hambre.

Los guardias me miran. El juez separa su espalda del respaldo de su silla.

—No quiero impertinencias. ¿Hizo aquel hombre algún comentario? —dice.

—Sólo me preguntó cómo me llamaba y me pidió que avisara al funcionario.

—¿Y por qué no lo llamó usted?

—Es que acababa de leer las órdenes pegadas a la puerta.

—Sin embargo, los funcionarios abrían aquella puerta varias veces al día. ¿Por qué no les informó?

—Veían al hombre lo mismo que yo.

—Estamos dando vueltas sobre lo mismo. ¿No le dieron los funcionarios ningún medicamento?

—No, señor. Sólo le miraban los pies.

—Bueno. Le voy a condenar a un día de arresto, por negligencia.

¡Un día, sobre los cinco años que me quedan! Parece una burla del juez.

—¿Está usted conforme?

Ahora recuerdo que los abogados siempre me dicen que responda que no a esta pregunta.

—No, señor.

—Firme usted estos papeles.

—¿Qué firmo?

—Que usted no está conforme con la sentencia de un día.

La Virundi es tan buen maricón que los hombres se matan por él. Acaban de subir a la enfermería a uno al que le han abierto el vientre con una navaja barbera. Un golpe maestro, una raja hacia arriba y todas las tripas fuera. Es que, desde hace días, al bujarrón de la Virundi le había salido un rival, pero este bujarrón, además de muy bestia, es barbero, y maneja a diario las navajas. Le cachean los funcionarios al término de su trabajo, pero él se las ha arreglado para sacar una, y, por celos, ha destripado al rival. A la Virundi no le ha alegrado aquello. Tampoco le ha puesto triste, esa es la verdad. Le oigo decir varias veces: «¡Qué cosas! ¡Qué cosas! No hay otro coño como el de la Virundi».

Para que no falte nada, en el penal de Ocaña también hay protestantes. Todo el mundo les huye, pues se creen que están en un país de negros a los que hay que convertir. Serán unas cuatro docenas, y al que le agarran le dicen que la Virgen parió igual que nuestras madres. Nunca se ríen y sólo se relacionan entre ellos. Últimamente han estrenado una nueva táctica: te regalan seis higos secos del economato por cada sermón que les aguantes. De esta, yo acabo protestante.

Cada tres meses, piden una entrevista con el director para decirle que ellos son protestantes y que no les obligue a ir a misa los domingos. El director los manda siempre a la mierda. Por eso, ayer, sábado, nos reunieron a los tres que están convirtiendo con higos para decirnos si estábamos dispuestos a cometer con ellos un acto de rebeldía a cambio de dos onzas de chocolate. Las onzas las tenían delante y a nosotros se nos fueron las manos. Sólo después de tragármelas supe que ya no me quedaba más remedio que ser un rebelde.

Los protestantes y nosotros tres estamos de los últimos en la brigada donde el cura maricón celebra la misa.

—Volveos de espaldas al altar —nos dicen los protestantes.

—¿Qué?

—Que os pongáis de espaldas.

Nos volvemos, con ellos. Ahora veo las caras de los presos que nos miran extrañados y que enseguida se echan a reír. Se acerca un funcionario.

—¿Qué hacéis vosotros? ¿Aún no sabéis dónde está el altar?

—Somos protestantes y no tenemos por qué asistir a este culto católico —les dice el protestante jefe.

—¿Conque esas tenemos?

El funcionario llama a más funcionarios. ¿Qué hago yo? ¿Me vuelvo, antes de que empiecen con las porras? No, porque me quedaría sin higos para siempre.

—¿Tú también eres protestante? —me dice el funcionario.

—¡Sí, protesto porque soy protestante! —grito, para que me oigan ellos.

Nos muelen a hostias allí mismo. Luego seguimos oyendo la misa desde el suelo, con el cuerpo roto y la cara hacia el altar, y en los ojos de los protestantes leo que me los he ganado.

Estoy en la brigada viendo cómo un preso se arranca los callos de los pies y cómo otro los coge del suelo y se los come, cuando oigo que ha llegado el correo. Siempre espero carta, que nunca llega. Siempre corro hasta el cartero cuando este canta los nombres. «Madre, madre, aunque yo me parezca a padre, aquel gallego de América que te engañó, recuerda que ahora tu hijo está muriéndose de asco y de hambre en un penal».

Me quedo triste después de cada reparto. Pero hoy ocurre algo que me distrae la pena. De pronto, hay un revuelo en el mar de presos que llena el patio, oigo un grito de dolor y enseguida un joven preso es subido a la enfermería por otros compañeros.

—¡Robledo le ha rajado la tripa con una hojalata!

Los funcionarios agarran a Robledo y se lo llevan. Resulta que el herido también se apellida Robledo y cogió la carta de manos del cartero. Un preso nos lo cuenta:

—El muy cabrón supo enseguida que la carta no era para él, pero como era de la novia del otro, pues la abrió para ver qué le ponía, a ver si le ponía cachondo. La leyó a unos y a otros, y resulta que la chica le escribía al otro Robledo que aún seguía caliente el sitio que él ocupó en su cama. También le mandaba una foto. Sí, era una asturiana preciosa. Corrió de mano en mano, hasta que alguien le avisó al novio y este agarró la hojalata y se la hundió a su medio pariente.

A veces, pienso que para qué quiero salir de este infierno si nadie me espera fuera.

¡Recibo carta a los diecinueve meses de estar en Ocaña!

—¡Antonio Bayo!

No es de madre, sino de aquel abogado que me defendió en el último juicio en León. Me dice que ya tengo el indulto. ¡Es verdad, lo habíamos pedido! La Audiencia de León le dice que me diga que yo les envíe otra solicitud rogando que me apliquen los beneficios del indulto que me ha sido concedido. Una solicitud encima de la otra. ¿Para qué he de pedir algo que ya me han dado? ¿Y cómo se hace una solicitud? Aquí no tengo a mi abogado. Recuerdo que los curas son hombres de papeles y allá me voy en su busca. Me habla como si nos hubiéramos separado la víspera.

—No viniste, hijo mío.

—Se me olvidó.

—¿Y ahora recuerdas nuestra cita, al cabo de tanto tiempo? Bueno, te perdono. Estamos en esta tierra para amarnos los unos a los otros. —Viene hacia mí con los brazos abiertos.

—Quiero que me haga una solicitud para la Audiencia.

Lo he parado en seco. Me mira. Yo también le miro, sin bajar los ojos. Pienso que de un momento a otro me va a pedir un precio por la solicitud. Pero me dice:

—Los orgullosos, que se arreglen solos. Adiós, hijo.

Aquí llega Javier, el comunista, con papel de barba y póliza que acaba de comprar en el economato.

—Ya verás qué pronto la hacemos, Antonio.

Apoya el papel sobre una tabla encima de la colchoneta: «Excelentísimo Señor Presidente de la Audiencia de León: El que subscribe, Antonio Bayo, soltero, natural de La Baña, recluido por la causa n.º 109, juzgado ante V. E., suplica le sean aplicados los beneficios de indulto que esa Excelentísima Audiencia Provincial me ha solicitado. Dios guarde a V. E. muchos años para bien de la población reclusa».

Ahora que, al parecer, me quedan pocos días de penal, creo que pienso que no quiero salir. No estoy seguro de lo que quiero. Uno se acostumbra a todo, por malo que sea, y siempre me asustan los cambios. ¿Para qué quiero la libertad si enseguida voy a verme perseguido por los guardias?

—Yo nunca me encontraré en tu caso, Antonio, pero te juro que daría saltos de alegría. ¿Qué te pasa? —me dice Javier.

Estamos en el patio, empotrados por la gente en un rincón.

«¡Atención! ¡Atención! Que se presente Antonio Bayo en la jefatura de servicios».

—¿No has oído, Antonio? ¡Te llaman por el altavoz! ¡Te ha llegado la libertad! Anda, ve en su busca.

Me empuja. Tengo que ponerme a cuatro patas para cruzar el patio. Miro a Javier desde abajo, sin saber qué decirle.

—¡Vamos, vete, Antonio! Y acuérdate alguna vez de mí…

Me escabullo por entre los miles de piernas, me pisan, empujo, me insultan, insulto, y al fin llego a la cabina de cristal. Me pongo en pie y digo al jefe de servicios:

—A sus órdenes. Se presenta el recluso Antonio Bayo. Mande usted.

El jefe de servicios tiene un papel delante.

—¿Es usted Antonio Bayo?

—Sí, señor.

—Bueno, suba a la brigada, recoja sus cosas y entréguelo todo.

Recojo la colchoneta en la brigada, y las dos mantas, el plato y la cuchara, y lo llevo todo al almacén. De allí me mandan al ropero general.

—¿Cuándo entraste?

—Hace diecinueve meses.

—¿Qué número le pusieron al envoltorio de tu ropa?

—No recuerdo.

—Vete a Fichajes y que te lo digan.

Voy y vuelvo con mi número en un papel: el 936. En el ropero general hay miles de paquetes de ropa, cada uno con su número. Pero el mío no aparece. El servicio lo atiende un preso. Casi todos los servicios están atendidos por presos. Los penales no funcionarían si no fuera por el trabajo que hacen los presos.

¿Con qué llegaste?

—Con un pantalón y una chaqueta.

—Pues ya me he cansado de buscar. Coge un paquete con un pantalón y una chaqueta y quédatelos.

Paso al almacén, busco algo bueno y finalmente encuentro una chaqueta y un pantalón mejores que los que traje, claro. Y también zapatos, que no entregué ni buenos ni malos. Alguien lo echará en falta cuando lo suelten.

Me cambio de ropa y calzado, entrego el maldito uniforme maloliente y echo a andar. Ahora es cuando de verdad empiezo a sentirme libre. ¿Me alegro? Me han abierto la primera puerta y la cruzo acompañado por el jefe de servicios. Vuelvo la cabeza: caras de presos me ven marchar, en silencio, con envidia. Cualquiera de ellos me mataría por estar en mi pellejo. ¡Ellos hacen que me alegre de ir hacia la libertad!

En la oficina de entrada:

—¿Hasta dónde le damos el billete de tren?

—Hasta La Bañeza, provincia de León.

También me entregan un cheque por doscientas ochenta pesetas. La Dirección General de Prisiones abre una cartilla a todos los penados e ingresa en ella dos pesetas diarias. Entre gastos, descuentos y demás vainas, se me han quedado en doscientas ochenta.

—Si lo prefiere, se lo damos en metálico.

—¿Eh?

—¡Qué si lo quiere en dinero contante y sonante!

—Sí, señor.

Llego a La Baña con los zapatos reventados y las suelas colgando. Deben ser las nueve o las diez de la mañana. No puedo dar un paso más, después de caminar toda la tarde y toda la noche. ¡La Baña! ¡Sus jodidas casas con sus jodidos vecinos! Y los cabrones de los guardias. ¿Quién me manda volver a este maldito pueblo, del que no tardaré en salir esposado? ¿Qué quién me manda? ¡Pues me mando yo! ¡Es mi pueblo, aquí está mi casa, y madre, y aquí quiero vivir! ¡Y ahora, pues me paso por delante del cuartel!

Hay dos guardias a la puerta. Me miran. Uno de ellos me reconoce y yo a él.

—¡Mira quién viene aquí! ¡El Ruso! —dice.

Es el que me atizó la última vez. Entra y sale con el cabo. Este es nuevo. Estoy llegando ante ellos, pero el guardia le habla bajo y no oigo lo que le dice.

—Conque el Ruso, ¿eh? —dice el cabo.

Es un hombre largo y huesudo, con ojos hundidos y orejas de liebre. En un principio pienso en sostenerles la mirada, pero de pronto cambio de idea y paso ante ellos como si no los viera. A ver si se dan cuenta del asco que me dan. Bueno, también es que no me atrevo a mirarles a los ojos.

—¡Qué buenos barberos hay en el penal! —dice el cabo—. No vuelvas a las andadas, Ruso. A ver si ninguno de nosotros tiene ocasión de ver cómo te va creciendo el pelo.

He de atravesar medio pueblo antes de llegar a casa. Los vecinos salen a la calle y me señalan con el brazo y se ríen. Bueno, ya he vivido esto otras veces. Si no os gusto, no me miréis. No vengo a veros a vosotros. ¡Tengo más derecho que cualquiera de vosotros a vivir aquí porque he sufrido en este pueblo más que todos juntos! ¡Nunca podréis echarme de mi tierra!

Yo he nacido en esta casa que abro ahora, en este cajón de pajas. Las toco, las revuelvo con las manos, sintiendo que madre me acaba de parir en ellas, y los piojos trepan por mis brazos. ¿Os enteráis, cabrones de vecinos? ¡Esta es mi casa y siempre volveré a ella a ver a madre!

—¡Antonio!

Me llaman desde la puerta. No, no es madre, sino la tía Petra. Su abrazo es fuerte, casi me ahoga, me hace llorar. Detrás de ella veo a Gualberto. También nos abrazamos. Oigo su «¡uuuuhhhh!», siento su temblor y le veo llorar. ¡Gualberto, Gualberto, qué bien lo pasábamos cuando éramos críos! ¡Ahora sé que también quiero volver a La Baña para andar contigo, como antes! La tía Petra me sienta a su lado en el escalón de la entrada y me hace mil preguntas. «¿Cómo te trataban en el penal? ¿Vuelves con alguna enfermedad?». Yo le voy respondiendo, y también a Gualberto, por señas, y a veces le hace reír y a veces llorar, lo que le digo. Hasta que la tía Petra, que me conoce bien, me dice:

—Tu madre está en vuestro campo.

Me levanto y ellos vienen conmigo. Allí está madre, regando las berzas. Deja el balde en el suelo y me mira. Llego a su lado. Está más arrugada y pequeña, más seca. No más delgada, porque ya no podía estarlo más. Las piernas me tiemblan como cuando me cogen los guardias. Ella me mira y ni siquiera sonríe.

—Ya has vuelto —dice.

—¡Vamos, abrázale, que es tu hijo! —dice la tía Petra a lo lejos.

Madre y yo nos miramos. ¿Por qué yo tampoco me atrevo a abrazarla? Me mira tan fijamente como un búho. Y de pronto descubro que ella también está temblando. Sus brazos parecen de plomo cuando los levanta. Apoya sus manos en mis brazos y los dedos trepan hacia mis hombros. Me abraza la cabeza de un modo frío y triste, y como nuestros cuerpos no se han juntado, veo su cara y sus ojos que brillan por las lágrimas. No te entiendo, madre.

—¡Dale un beso a tu hijo! —dice la tía Petra.

Pienso: «No lo hará. No sabe. Nunca me ha besado». Y no lo hace. ¡Es que nunca me has besado, madre, y te daba apuro, porque ya soy un hombre! ¡Pero tú querías besarme!

El día se ha parado, porque aunque ayudo a madre a regar las berzas y hablamos con la tía Petra y me río con Gualberto, y luego los despedimos, sólo pienso en el momento en que madre me quiso dar un beso. Y tanto pienso en ese momento que, cuando veo a Tomás, enseguida comprendo que lleva rato trabajando en su campo. Me fijo en él por culpa de madre, que le mira como si le quisiera atravesar con los ojos. Luego:

—¡Cabrón! ¡Cabrón! ¡Cabrón!

Así que Tomás ya no se acuesta con madre. Ella sigue, como si se le hubieran olvidado todas las demás palabras que sabe:

—¡Cabrón! ¡Cabrón! ¡Cabrón!

Está loca. Suelta el balde y echa a correr por la huerta, tropezando y cayendo sobre los terrones, y levantándose una y otra vez, hasta que alcanza la pared de piedras sueltas y continúa gritando:

—¡Cabrón! ¡Cabrón! ¡Cabrón!

Tomás se vuelve.

—¡Calla, puta, que eres una jodida puta!

No sé cómo llego ante él. Queda tan asombrado, que puedo tirarle al suelo de un puñetazo, y allí lo pateo para que no se levante, porque sé que puede descalabrarme si me agarra. Yo, a su lado, soy una ladilla, y además acabo de salir de casi dos años de la peor hambre, que es la que no se puede remediar con robos de gallinas o jamones. Pero al fin se me pone en pie como una montaña de grande, sangrando de la nariz y de la boca, y también con sangre en los ojos, y mete la mano en su chaqueta y saca una gran navaja.

—¡Os voy a destripar a los dos!

Viene hacia mí y reculo. Si madre no estuviera aquí, correría para apedrearle desde lejos. De pronto me gusta la idea de morir junto a madre. Porque el Tomás se nos viene con la navaja por delante. Cojo un palo y pongo a madre a mi espalda. Y entonces Tomás se para. No, no me tiene miedo: es que al fondo del camino aparece la pareja de guardias.

Por la noche le digo a madre que Mario me tiene un empleo de pastor y ella me dice:

—No te mereces ese hermano.

Pero pasan dos días sin que me contraten. Madre trabaja hasta la noche en el campo del tío Gabino, y sólo una vez me trae un cacho de pan, pues todo lo necesita para poder tirar. Las berzas están recién plantadas y hay que olvidarlas de momento. Un día, voy a comer a casa de la tía Petra y el tío Jenaro me dice que la vida está cada vez más jodida. Sigue tan flaco, tan triste y con la voz tan ronca. Mi primo Nazario sigue encoñado con su novia Prisca, y me los encuentro tres veces en la cuadra sudando su amor. Los demás primos: Cayo, Jorge, Fernando, Próspero, Marina y Cecilia, me miran como si yo acabara de llegar de la Luna. Me hincho de patatas con calabaza. La tía Petra me mira comer y llora sin ruido.

¡Ya tengo el trabajo de pastor! Mario me dice que pase a recoger los ganados por las cuadras, porque algunos vecinos le han dicho que sí. ¿Quién vendrá de pareja conmigo? De modo que echo a correr hacia la puerta de Eusebio, el pedáneo, el de las grietas en la cara; de Raimundo, aquel a quien yo, con siete años, robé un cesto de lino; de Ponciano, el veterinario; de Crisanto, el hijo de mi tío Dalmacio, y por tanto primo mío, que fue sargento de la Legión y ahora es cartero del pueblo; del tío Gabino, el de la cara roja; de Bernabé, el viejo herrero; y de Daniel, el padre de Trinidad… Al llamar a esta puerta se me para el pulso. Aunque no la nombre, nunca olvido a Trinidad. Sin embargo, no quiero verla, sobre todo ahora, recién salido del penal. No me atrevería a mirarla a la cara. Por ello, saco de la cuadra los 124 corderos que me entrega su padre para alejarme de allí a escape, pero entonces la veo, dando la vuelta a la casa, con su pelo largo de siempre y sus movimientos recogidos.

—Ella irá contigo —me dice Daniel.

Todo se pone oscuro delante de mis ojos. La costumbre es que cada pareja de pastores no baje del monte en varios días y duerma en la cabaña comunal y en la cama comunal. No hay más que una cama, porque hay que darse calor. Pero yo me he asomado varias veces a la ventana de esa cabaña y he visto que se daban calor uno encima del otro.

Entonces veo los ojos de Daniel clavados en los míos.

—A ver si te portas bien —me dice. Yo miro a Trinidad y trago saliva—. A ver si no me pierdes ningún cordero.

Pasaremos en el monte dos semanas. El rebaño es de 437 cabezas. Trinidad sabe más de cuentas que yo y cuenta los corderos. La familia con más corderos debe aportar más días de pastor, y este pastor puede ser un miembro de la familia u otra persona, y en este caso han de pagarle un cacho de pan y otro de tocino por cada día que les corresponde. La jamada que hemos juntado de todos los dueños es de tres panes de centeno y tres kilos de tocino, que metemos en un saco. Mi hermano Mario tiene 18 corderos, y los dos palmos de pan y la tajada de tocino que me da son para pagar dos días de pastor. Menos mal que el hambre la iremos matando con la leche de las cabras.

Trinidad marcha a la cabeza. Yo, a la cola. Y el rebaño, en medio. Aún no sé si Trinidad me ha dirigido una sola mirada. Ahí va, hecha ya una mujer. La recuerdo con aquel cuerpecito delgado, en el que yo no quería pensar para fijarme sólo en su pelo rojo y en su preciosa carita. Ahora, sus caderas redondas que abomban su falda me agarran de los ojos.

Al cabo de una hora de marcha ya nos hemos metido en los montes. ¿Por qué no me atrevo a acercarme a ella? Nunca me pasa esto con una mujer. Ella tampoco vuelve la cara para animarme. Pero ¡qué coño!, ¿no somos los dos pastores del mismo rebaño? ¿No vamos a vivir dos semanas bajo el mismo techo? ¡Vamos, Antonio, arráncate de una vez con la Trinidad! Y de pronto sé por qué no me atrevo: ¡nunca he hablado con ella!

El sol ya está muy alto y sólo falta una hora para alcanzar los montes del Estado y la cabaña. Y entonces…

—Vamos a descansar, Antonio.

Su voz suena como yo ya sabía. Me tiemblan las piernas. Trinidad se ha sentado y me espera con las dos mantas enrolladas a su lado. Ya estoy ante ella. Me sonríe y le sonrío.

—Esta vez has venido más flaco —dice.

—Estuve en…

—Sí, lo sé.

Nada cambia en su cara. No veo en ella ni burla ni desprecio. Ni siquiera ha querido que se nombre la palabra «penal». Para cuando me doy cuenta, ya estoy sentado a su lado.

—Se te han destrozado los zapatos —dice.

Los tengo reventados por todas partes y apenas puedo dar un paso con ellos.

—Quítatelos.

Me los quito. Trinidad parte una vuelta de alambre del bulto de mantas, hace dos cachos y ata bien cada zapato.

—Lo has pasado mal, ¿verdad?

—¿Dónde se pasa bien? ¿Es que tú lo pasas bien en La Baña?

—No sé si lo paso mal o bien. Al menos, como. Y tú, no. Sé muchas cosas tuyas, Antonio, porque todo el mundo habla de ti. Dicen que eres un perdido, pero yo sé que no, que si robas es para no morirte de hambre. Eres el que más sufre en el pueblo y el primero que entrará en el cielo.

Los ojos se me llenan de lágrimas y ya no puedo hablar más. Miro la cara triste de Trinidad y sólo de pensar que está así por mí…

La choza es alargada y estrecha, de paredes de piedra y techo de pizarra, con bisagras de cuero en la puerta y un ventanuco al corral. El corral es de paredes de dos metros de altura y también de piedra, con un tejadillo corrido.

¡Allá va el rebaño a atracarse en los pastos comunales! Trinidad y yo también comemos, sentados a la puerta de la cabaña. Partimos el tocino en quince trozos, uno por día, lo mismo que el pan, y nos comemos la primera ración entera. A mí me cae en vacío. Entonces Trinidad entra en la cabaña, sale con un boto, que es una bolsa de piel de cabrito curada, y busca una cabra. Vuelve con cuatro litros de leche.

—Vete a por agua, Antonio —dice.

Hay un arroyo cerca. Su agua es tan fría que he de partir una caña y sorber a través de ella, para que no me corte los labios. Regreso a la cabaña con una cazuela de barro llena. Trinidad ya ha hecho fuego en el interior, con ramas secas en el hueco entre unas piedras. Encima, una lata vacía, de escabeche, de las de cinco kilos, casi llena de leche. Doy a Trinidad la cazuela y ella vierte algo de agua sobre la leche, pues es tan espesa que hay que aclararla para que no se corte.

Con la tripa llena de leche, pasamos toda la tarde charlando. A veces, hay que levantarse para reunir el rebaño. A Trinidad le gusta que le hable de mis cosas, en especial del penal. No lo hace para divertirse, sino para llorar. La pobre llora mucho con mis desgracias, y cuando le cuento cómo vivíamos allí y la clase de gente que había, me dice que no puede creer que haya lugares así en el mundo.

—¿Y te atrevías a dormir junto a tantos hombres que habían matado a sus semejantes?

—¡Qué remedio! De allí sólo se sale o cumplido o muerto.

¿Y es verdad que había tanto maricón?

—Tantos y más. Gracias a ellos muchos hombres tenían resuelta su vida de hombres.

—¿Y el cura, también?

—Ese era el mayor de todos.

—Tú no eres como ellos, Antonio.

—Te juro, Trinidad, que yo no soy marica.

La miro y baja los ojos. ¿Por qué no la agarro ahora y empezamos bien los quince días? No es ella la que se levanta, sino yo. Me largo en busca del ganado, aunque desde la cabaña puede verse que anda muy formalito.

Es Trinidad la que tiene que decirlo.

—Vamos a la cama, Antonio, que mañana hay que madrugar.

Ya tenemos el rebaño en el corral. Ya hemos tomado los tragos de leche de la cena. Ya hemos hablado más, hasta que se ha hecho noche cerrada. Y ella lo ha tenido que decir.

La cama está hecha de palos de pared a pared, empotrados, con otros cruzándolos. Trinidad extiende una de las mantas sobre aquella parrilla y se tumba encima, sin quitarse un solo trapo. Yo hago lo mismo, a su lado, porque no hay más sitio. Entonces Trinidad tira de la segunda manta y quedamos los dos tapados. Los dos debajo de la misma manta y frente a frente.

—¿Tienes sueño, Antonio?

¿Qué le digo? Si le digo que no, va a creer que le estoy pidiendo algo; si le digo que sí, a lo mejor cree que no me gusta.

—Regular —digo.

—De esta, Antonio, vas a vivir como Dios manda.

—¿Y cómo manda Dios?

—Sin robar, trabajando, sin líos con los guardias. No quiero que te lleven a otro penal.

—¿Por qué no he hablado contigo hasta ahora, Trinidad?

—Pues allí me tenías, en la escuela, y después en alguna fiesta del pueblo.

—¿Me recuerdas de aquellos tiempos de la escuela?

—Claro. Eras el más escuchimizado del pueblo.

—Porque era el que menos comía.

—Nunca te me acercaste a hablar.

—A esa edad, todas las chicas nos parecen tontas.

—¿Y luego?

—Luego, no.

—¿Es que yo no crecí?

Silencio.

—¿Por qué lloras, Trinidad?

—Porque yo he llorado por ti antes de ahora, cuando todavía nunca habíamos hablado, cuando se corría por el pueblo los palos que te daban en el cuartel, cuando se supo que te habían llevado al penal. No hay derecho a lo que hacen contigo, Antonio.

Se seca las lágrimas con la manta.

—¿Por qué no me dijiste que llorabas por mí, Trinidad?

—Hombre, no iba a pararte en la calle para decírtelo.

—¡Y yo sin saberlo!

—Tu madre no te quiere, ¿verdad?

—Madre me quiere.

—Ella quiso librarse de ti y te mandó a Carmona.

—Fue para que yo me hiciera un porvenir.

—No la defiendas.

—Madre me quiere.

—¿Cuántas veces le has visto llorar por ti?

—Es que ya no le quedan lágrimas a la pobre.

Nuestras caras están tan juntas que cada uno se traga el aliento del otro. Trinidad sigue llorando. Es como si yo estuviera con madre en el cajón de las pajas. Lo único distinto son esas lágrimas.

—Hasta mañana, Antonio.

Trinidad se da la vuelta. Su espalda y el resto de su cuerpo quedan pegados a mí. Parte de su pelo rojo cae sobre mi cara. Yo no puedo creer lo que está pasando. No puedo creer que esté durmiendo con Trinidad en la misma cama. No puedo creer que tenga un cuerpo de mujer junto al mío y que yo me quede quieto. ¿Qué me pasa?

—Hasta mañana, Trinidad.

¿Qué han hecho de mis partes las putas de Madrid? Estoy con una mujer en esta cama en la que tantas veces he visto revolcarse a parejas de pastores solteros o casados. Las familias los mandan a cuidar los ganados y no se preocupan de lo que hagan por las noches. O saben lo que van a hacer y pasan por ello, porque los ganados son lo primero y va de pastor el que menos hace falta en casa por aquellos días. De modo que a nadie extrañaría si yo, ahora, agarro a Trinidad y me la cargo. No la oigo respirar. Está esperando. ¿Qué espera? ¿Qué yo la abrace o que la respete? Más tarde, oigo su respiración tranquila, aunque todavía no duerme. Se ha convencido de que no la molestaré. Sé con exactitud el momento en que entra en el sueño. ¿Qué soñará? ¿Qué soy un castrado? ¿Qué he venido marica del penal? ¡Trinidad, Trinidad, has llorado por mí!

Ella siempre se despierta antes que yo, ordeña una cabra, hierve la leche y parte dos cachos de pan, de modo que para cuando yo salto de la cama sólo tengo que sentarme a su lado a desayunar. Todos los días este servicio, que me enternece. Luego, con el rebaño, a los pastos.

Trinidad no es la chica callada que yo creía. Habla por los codos, cuenta las cosas con gracia, y se entristece mucho cuando, por ejemplo, me dice que han muerto Romualdín y María.

—¿Qué le pasó a Romualdín?

—Una vaca le metió el cuerno por el ojo.

Romualdín era primo de madre, soltero y el más tacaño del pueblo. Cuando me empleaba de pastor, me daba un cachito de tocino más delgado que el papel. Dejó en este mundo cien corderos y tres vacas —una, la que lo mató— y me dice Trinidad que todo se lo llevaron unos parientes de otro pueblo con los que estaba a matar.

—¿De qué María me hablas? No será la…

—Sí, la hermana de tu amigo Félix, la que andaba con Benigno. Ya sabes que este la preñó.

—Sí, Félix y su padre Bernardo me la ofrecieron en matrimonio.

—Y tú, ¿qué les dijiste?

—¡A ver! Era demasiado acomodo para un desgraciado como yo.

—Tú no eres ningún desgraciado, Antonio.

—¡Pobre María! ¿De qué murió?

—Del parto. Las mujeres dijeron que era demasiado pequeña para tener un hijo. No que era joven, sino pequeña.

—Pues el Benigno ya se las compuso bien para meterle lo suyo.

Trinidad se ríe. Cuando quiero agarrarla, echa a correr. La sigo, ella grita, la alcanzo y rodamos juntos por el suelo. Ahí se acaba todo. La agarro, la toco, jugamos. Nada más. Le toco pechos, nalgas y muslos, y para de contar. Ni siquiera un beso. No es que ella me lo prohíba, es que yo no se lo pido. Un beso, traería lo otro. En cambio, los manoseos son juegos. Jugamos como niños a la salida de la escuela, como nunca llegamos a jugar entonces. No necesito más con Trinidad. Lo mismo en la cama. A partir de la segunda noche ya dormí con una mano puesta sobre alguna parte de su cuerpo.

También me dice Trinidad que Remigia se ha casado con Crisanto, el cartero. Remigia es aquella muchacha a la que yo ayudé a parir en el monte y que luego me escribió a la prisión diciéndome que se le había muerto el crío, del que yo fui padrino.

—Y se casó estando otra vez preñada —dice Trinidad.

—En La Baña nadie pierde el tiempo.

Pero resulta que Trinidad y yo vivimos en un mundo aparte, un mundo en el que ya no me pregunto si estaré castrado o no. ¿Qué me pasa? ¿Debo avergonzarme de no hacer lo que haría con cualquier mujer?

—¡A ver quién llega antes a aquel cordero descarriado! —grita Trinidad, echando a correr.

Corro tras ella. Le levanto las faldas. Suelta una carcajada, porque las mujeres de La Baña no usan nada debajo. Le veo todo a Trinidad. Otra carrera. Otro manoseo. Risas. Trinidad ha hecho un niño de mí.

—A ver, Antonio, quítate el pantalón para que te lo cosa.

Me saco el pantalón delante de ella: bueno, estos jirones de tela que no parecen un pantalón ni nada. Llevaba dos días enseñando mis partes. Las zarzas y las urces me los han destrozado. Trinidad lo cose con su santa paciencia.

—Ven, siéntate aquí, que te arregle —me dice.

Me siento a su lado, al borde del arroyo, y primero me limpia con agua la sangre de los pies. Es que me he quedado sin zapatos. Pero yo estoy acostumbrado a andar descalzo por el monte. Trinidad rasga su «facha», su delantal, y envuelve mis pies con la tela.

Han sido dos buenas semanas. Los mejores días de mi vida. De vez en cuando, para ayudar al pan y al tocino, cazo algún conejo con trampas de mimbres y cuerda.

—¿Qué vas a hacer, Antonio, cuando termines de pastor?

—Pues a ver si alguien se atreve a contratar de nuevo al Ruso.

—Ya les diré que no te has vendimiado ningún cordero.

Se acabó. Aquí sube el relevo. Secundino y Rosario. Secundino es el hijo mayor de Evaristo y Aurelia, un muchacho bajo y fuerte, con un grano en la frente. A Rosario me la conozco muy bien: es a la que pagué con truchas una dormida en su casa, cuando su marido estaba aquí de pastor con Justa, la hija de Eulalia, la de la cantina. Horas antes, yo había visto al marido de Rosario y a Justa cómo no perdían el tiempo en esta cabaña. Secundino, que no abre la boca delante de su padre, aquí no calla. No puede disimular lo contento que está viniendo con Rosario. De modo que cuando Trinidad y yo nos despedimos de ellos, pienso: «¡Qué os aproveche!».

Al día siguiente ya tengo a los guardias en casa.

Sal, Ruso, que tenemos que hablar.

Nunca he visto sus caras. Son guardias nuevos. Aunque para mí son los de siempre, porque ellos ya me conocen.

—El vecino Raimundo nos ha dicho que te vio pescando truchas en el río.

—Ese a mí no me ha visto en ninguna parte.

La verdad es que Raimundo sí que me vio ayer pescando. Es un cabrón; me la tiene guardada desde que le robé aquel lino cuando yo tenía siete años. ¡Siete años! Le leí en la cara que iba a ir con el chivatazo al cuartel y le pedí que no lo hiciera. «A ver si entre todos te echamos del pueblo», me dijo.

—¿Niegas haber pescado?

—Sí.

—¿Niegas que Raimundo te sorprendió en plena faena?

—Sí.

—Ven con nosotros, que te vamos a arreglar.

El vergajo también es el mismo y lo descuelgan del mismo clavo metido en el mismo sitio de la pared. Sólo está un poco más sucio y menos tieso, señal de que lo han usado bastante mientras yo he estado fuera. Con el primer trancazo en la espalda ruedo por el suelo. Al guardia que me atiza una y otra vez le veo muy divertido persiguiéndome por el cuarto, yo rodando de un rincón a otro del piso y él cazándome con golpes con toda su alma. Para que no me mate, confieso que estaba pescando truchas. Entre dos guardias me ponen en pie y me arrastran ante el cabo.

—Todo en regla, mi cabo.

—Que se curse la denuncia.

El cabo me mira.

—Me tenían dicho que eras terco, Ruso, pero no tanto. ¿No has aprendido aún que a nosotros no se nos debe ocultar la verdad? Anda, vete p’a casa a esperar la multa y que estos te den un cacho de pan.

Un guardia sube al piso donde viven con sus mujeres y sus críos y baja con el cacho de pan y un rastro de chorizo.

—Con esto se te olvidan los golpes.

Durante tres días, madre y la tía Petra curan mi espalda con vinagre y sal.

—¡Huye de aquí, Antonio! ¡No vuelvas más por este pueblo de mierda! —dice la tía Petra.

—Es lo que le digo yo siempre: que se largue dice madre.

—Pero tú se lo dices para perderlo de vista y yo porque le quiero.

La tía Petra se pone a llorar; se arrepiente de haber dicho aquello. Después, cuando yo digo de marcharme a los montes, a cazar y a pescar donde no me vean, la tía Petra dice que no.

—Tú, aquí, a esperar esa multa, que el juez de Aguasvivas te la perdonará por compasión. No dejaré que vuelvas a ser un prófugo.

Me alimenta durante quince días. Y cuando llega la multa de 250 pesetas y le decimos al alguacil del ayuntamiento que no puedo pagar, la tía Petra me sigue alimentando. Hasta que me llama el juez.

—¡Ruso, cuánto tiempo sin verte!

Ha envejecido mucho el juez. El cuarto con la mesa y las cuatro sillas sigue igual, incluso con el mismo retrato de Franco sonriente. Me da unos golpecitos en el hombro y quiere que le cuente lo que ha sido de mí en estos dos años.

—Así que en Ocaña, ¿eh? Pero veo que de nada te ha servido.

—Que los jueces me enseñen a no tener hambre sin comer.

—Mira, Ruso, la vida es la vida. Hambre, lo que se dice hambre, todos pasamos. Unos más, otros menos. ¿Crees tú que yo no paso hambre en este puesto de juez? Salgo adelante gracias a las chapuzas. ¡Dime de una persona en España que salga adelante sin recurrir a las chapuzas! Robar, roba todo el mundo, Ruso. Lo que pasa es que unos lo saben hacer y otros no, a unos no se les nota y a otros sí. Mira, Ruso: sabes que no tengo nada contra ti. Te conozco desde niño, he seguido tus pasos, te he ayudado siempre que he podido. ¡Y te seguiré ayudando! Oye, ¿cómo anda tu madre? Dile que se pase por aquí. ¡Por san Pedro, la de años que se han ido desde entonces! No, Ruso, dile que no venga. Estará cansada… y vieja. Los años no perdonan, y no vamos a obligarla a darse esta caminata. Arreglaremos este asunto entre tú y yo. El recargo en la multa ha venido por vía de apremio y son 750 pesetas. Mira, te declaro insolvente y me traes un par de conejos.

¡San José, la Virgen y el Niño! ¡Franco y el Papa! ¡Todo sigue igual! Pasan los años, parece que cambian las cosas, pero aquí tengo a mi juez pidiéndome lo de siempre. Y lo bueno es que yo no quiero decir lo que siempre he dicho, pero me sale sin querer.

—Usted sabe que yo no tengo conejos, señor juez.

Y, claro, él me dice lo que ya espero:

—¡En el pueblo hay muchos conejos, Ruso!

Los robo de la cuadra del tío Gabino. Descerrajo la puerta, meto la mano en las conejeras y saco los dos mayores. Los mato de un golpe detrás de las orejas. ¡En marcha hacia Aguasvivas!

Como otras veces, me escondo en un bosque en espeja de que se despierten en la casa del juez. Hace frío, estoy mojado por la niebla, he caminado toda la noche con los pies descalzos y tengo tanta hambre que no puedo mirar los conejos.

A eso de las nueve una figura se acerca a la casa. Una mujer. ¡Es Clara! Echo a correr y llego a su lado cuando abre la puerta de la cuadra.

—¡Clara!

Se vuelve. ¡Cómo ha cambiado! Ha envejecido, tiene arrugas en la cara. Me mira como si no me conociera. Siento que yo también he perdido algo en esa cara.

—Soy Antonio Bayo, el de La Baña.

—Ah, sí, Antonio. ¿Cómo te va?

—Salí hace poco del penal.

—Vaya.

—Aquello es muy malo.

—Eso dicen.

Anda con lo suyo, sin apenas hacerme caso.

—¿Cómo siguen los nietos del juez?

Me mira.

—Tengo a Luisa muy enferma.

Sí, Clara ha cambiado. Recuerdo el tiempo en que me compadecía y a mí me gustaba pensar que era algo así como madre. Pero han pasado años y ahora tiene a Luisa enferma y no está para nada más. Y yo he dejado de ser un niño. Soy un gandul. El alma se me cae a los pies y me acuerdo como nunca de Trinidad.

Luego aparece el juez y le doy los conejos y él me da un cacho de pan para la vuelta.

Al llegar a La Baña paso por delante de la casa de Trinidad. No la veo. Es como si su padre la hubiera secuestrado. Claro, soy el peor partido de toda la región, todos los padres se avergonzarían de tener al Ruso por yerno. ¿Por qué hablo ya así, como si Trinidad me hubiera dado alguna esperanza? ¡Pobre Ruso! ¡Sólo son las ganas que tienes!

En casa no hay una miga que comer. Me acuesto pronto para olvidar el hambre durmiendo. Despierto antes de amanecer y no está madre en el cajón de las pajas. ¿Dónde ha pasado la noche? ¿Con quien? Llega dos horas después. Pone sobre la banqueta medio pan y un cacho de tocino y se acuesta a mi lado, sin importarle si estoy dormido o despierto. Hoy no tiene trabajo. Su cuerpo cae a plomo sobre las pajas y allí se queda. ¿Qué bruto la habrá molido así? Mi nariz empieza a oler a tocino. Me levanto. La luz que entra por los agujeros del tejado cae de lleno sobre el pan y el tocino de la banqueta. Llevo un montón de horas sin probar bocado, pero no puedo tocar el precio que le han pagado a madre.

Veo a Ruperto con la niebla a media pierna. Ruperto es uno de los que iban a la escuela conmigo. Nunca hice buenas migas con él. Es sobrino de Evaristo, el padre de Gualberto, y primo de este.

—Voy en busca de gallinas. ¿Me acompañas?

—He dejado lo del robo.

—Tú, Ruso, ya estás marcado. Escucha: el asunto es muy limpio. Esta noche salgo para Puente Domingo Flórez y, de paso, me llevo en la mula un saco de gallinas para venderlas allí. En la cuadra de Bonifacio hay esta temporada muchas gallinas. Le quitamos un par de docenas y para ti la mitad de la venta.

—No.

—Te sacas un puñado de pesetas, para comer varias semanas.

—No.

—Y te comes una gallina ahora mismo. ¡Vaya cara de hambre que tienes!

—No.

—¿Qué te pasa? ¡Anda, vamos!

Me agarra del brazo y quiere arrastrarme. Me suelto de un tirón.

—¡No!

—¡Pero si es el gran negocio! Escucha…

—¡No!

Me largo a tocar la flauta.

El tío Bernabé ya está machacando sus hierros.

—Eh, tío Bernabé, ¿quiere que le dé al fuelle?

—Sí, hombre, ven p’acá.

También ha envejecido mucho el tío Bernabé. Me mira por debajo de sus gruesas cejas blancas.

—Así que, por fin, te metieron en un penal. Los hombres deben conocer de todo. Vamos, empieza a darle al fuelle.

El trato se hace sin palabras: me pagará con la comida, como siempre. La comida que la traiga Eusebio, el pedáneo, cuyo carro está arreglando.

—¿Qué te pasa, Ruso? ¿Te dejaste todas las fuerzas en el penal?

Al menor esfuerzo, la cabeza se me va. Me apoyo en cualquier parte para seguir tirando del fuelle. Sólo es la hora del mediodía. El tío Bernabé está parlanchín, y como yo no puedo seguirle la cháchara, pues me dice a ver qué juventud tengo. Lo peor de la herrería es que cae cerca del cuartel de los guardias. De vez en cuando, se acercan a charlar.

—Así, así, Ruso, trabaja, que eso es bueno. Así nos gusta verte —dice el cabo.

Las horas no se mueven. Rodaré por el suelo antes de que llegue el pedáneo. ¿Y si no llega hasta la noche?

Bueno, aquí está.

—¿Cómo va eso? —dice.

Se sienta y saca de sus bolsillos un cacho grande de pan y cuatro sardinas gallegas. El tío Bernabé suelta el martillo y se sienta y yo me siento a su lado.

—¿El Ruso también entra en el reparto? —dice el pedáneo.

—Es mi ayudante —dice el tío Bernabé.

Al pedáneo no le gusta mi presencia. Parte el pan en tres cachos y me da el más pequeño. Entrega dos sardinas al tío Bernabé y él se queda con otras dos. El tío Bernabé me da una de las suyas.

—Usted siempre trabaja sin ayudante —dice el pedáneo.

—Pero me estoy haciendo viejo —dice el tío Bernabé.

Mientras ellos hablan, yo como. Las cosas que me rodean van quedándose quietas, en su sitio.

Aún no está madre en casa. Es casi de noche. Todavía conservo en la boca el sabor del tocino que nos trajo el pedáneo al final del trabajo. Esta vez ya sabía que había un ayudante, pero se presentó con un cacho de pan del mismo tamaño y dos racioncitas de tocino. El tío Bernabé cortó la suya por la mitad y me la dio.

Las botas de los guardias. Los pasos se detienen ante la puerta.

—Eh, Ruso, ven p’acá.

—¿Qué quieren ustedes?

—Acompáñanos al cuartel.

Los vecinos me ven pasar en medio de la pareja y sonríen y piensan que es mi sitio.

El cuartucho, la mesa, el cabo y el vergajo en la pared.

—Has aprendido mucho en el penal, Ruso. Ahora trabajas con coartada. Nos has hecho creer que te pasaste el día colgado del fuelle del herrero, mientras te llevabas las gallinas de Bonifacio.

—¡Yo no he robado ninguna gallina!

Un guardia descuelga el vergajo y empieza el baile. No me da la gana de aguantar más de cinco golpes.

—¡Ha sido Ruperto!

El cabo hace una seña y el guardia se para.

—¿Cómo lo sabes?

—Esta mañana me dijo para robar con él. ¡El tío Bernabé sabe que no me he movido en todo el día del fuelle! ¡Pregúntenle!

El cabo no me cree, pero manda dos guardias a por Ruperto. Y envía a otro a por el tío Bernabé. Este llega.

—El muchacho no pudo robar nada. Lo he tenido once horas tirando del fuelle.

Luego resulta que también agarran a Ruperto y confiesa. Las gallinas las tiene guardadas en una vieja casa abandonada en las afueras del pueblo, propiedad de Crisanto, el cartero. A Ruperto no le hacen atestado ni le pegan. ¿Por qué? Bonifacio recoge sus gallinas y retira la denuncia. Es como si a todos les hubiera jodido que el ladrón no fuera el Ruso.

Mario me dice que tengo empleo de pastor para dentro de un mes.

—¿Con quién?

—Con la misma moza.

Hambre. Ya ni me queda el consuelo de dormir para olvidarla, porque no pego ojo en toda la noche. Cuando no aguanto más, paso cerca de la casa de la tía Petra y me ve y me sienta a su mesa a comer berza con toda la familia.

—Huye de este pueblo —me dice.

Hasta que no puedo más y subo al monte a poner trampas a los conejos.

—Tienes suerte —le digo al primero que engancho con el lazo—, vas a entrar en un hombre virgen.

No dejo de él ni el rabo.

A conejo por día una semana. Toco la flauta a todas horas, pensando en Trinidad, en que volveré a dormir con ella en la cabaña de pastores. Creo que por pensar tanto en Trinidad se me echa encima, sin que yo le sienta, el guarda de estos montes. Y llega en el momento en que desengancho un conejo del lazo.

—Muy bien —dice.

—Ya ve usted —digo.

—Claro que lo veo.

Creo que se llama Medrano y es de Cardilla. Saca una libreta y me pregunta el nombre.

—José —digo—. José Bueno.

—Tú, Ruso, no tienes de bueno ni el nombre.

—No me denuncie, señor guarda. Sólo lo hago porque tengo hambre. No vendo conejos: me los como todos.

—Pásate por el cuartel de La Baña.

Tardo dos días en armarme de valor y bajo al pueblo. Madre me dice que los guardias me andan buscando.

—A ver cuándo te largas de una vez del pueblo.

—¡Qué se marchen ellos!

Es la primera vez que entro en el cuartel sin que me lleven. Es Trinidad la que no me deja huir a los montes. Quiero vivir otros días con ella. El guardia de la puerta me pasa al cuarto del cabo.

—Me alegro de que hayas venido por tu propia voluntad, Ruso, porque así no habrá vergajo esta vez. ¿Por qué robas tanto conejo estando prohibido?

—Si no, haber qué como.

—A mí también me gustaría andar por los montes alimentándome de conejos, en vez de estar cumpliendo un duro deber dentro de este uniforme.

—Ese uniforme le da a usted derecho a comer chorizo y café todos los días.

—En España, todo el que trabaja, come. En los atestados siempre vas con el nombre de maleante, Ruso. Y eso es lo que eres: un maleante. El trabajo no lo quieres ni oler. Vamos, mírame a la cara y confiésalo. Habla tranquilo, que no te ocurrirá nada. Yo acabo de llegar a La Baña, pero te conozco mejor que si te hubiera parido. ¿Qué me dices?

—¿Qué quiere que le diga?

—Que tú, eso de doblar los riñones, se lo dejas al vecino.

—Yo trabajo siempre que me contratan. Lo que pasa es que en La Baña me quieren ver muerto.

—¡Pues márchate! ¡Busca trabajo en el resto del mundo, que es muy grande! Si tuvieras verdaderas ganas de trabajar ya te habrías largado hace tiempo.

—Es que tampoco me marcho para robar. Siempre robo aquí.

El cabo tiene una cara flaca y una boca grande y delgada. Me mira y lanza el aire por entre sus labios:

—Eso es verdad —dice.

Me sigue mirando.

—A ver si va a resultar que eres una veleta al viento. Que me dan trabajo, pues trabajo. Que no me dan, pues robo para comer.

—Lo único que quiero es vivir aquí.

—Pues te digo, Ruso, que aquí también vivimos nosotros y que tendrás que andar más derecho que una vela.

Me viene la multa: doscientas cincuenta pesetas. No pago. Luego me viene con apremio y recargo: setecientas cincuenta pesetas. Me cita el juez.

—Ya te han cogido otra vez, ¿eh, Ruso? ¿Y qué quieres que te haga yo? Un día me voy a encontrar un paquete por ayudarte tanto. ¿Crees que los demás no sufrimos en esta vida? ¿Y quién me ayuda a mí? Mi mujer está podrida de dolores. Hace años que no tengo mujer. Uno de mis nietos no acaba de ponerse bueno. Allá está, en cama, sin levantar cabeza. Y la pobre Clara, mi hija, sufriendo. Al crío le tendría que ver un médico de Barcelona, pero ¿puede un pobre juez como yo ir a Barcelona a que un médico famoso le clave una factura que no puede pagar? ¡Todos los vecinos de la región corriendo al señor juez con sus penas! ¡Señor juez por aquí, señor juez por allá! ¡Señor juez esto, señor juez lo otro! ¿Y quién ayuda al señor juez? Aquí estás tú, mirándome como alma en pena. Y yo, que te quiero, que casi te he visto nacer, ¿qué camino me dejas? ¡Bien! ¡Caso cerrado! ¡Lárgate! Como de costumbre, pondré que eres insolvente. ¿Y qué menos, Ruso, para calmar tu conciencia, que traer a este pobre juez un par de conejos?

Madre me pide que la despioje porque va a una boda, y me paso media mañana quitándole bichos de la cabeza y de las ropas.

—¿Quién se casa?

—La hija de unos parientes de Robledal.

—¿Tenemos parientes en Robledal?

Son tan lejanos que yo también los había olvidado.

Llega Mario a la puerta. Madre se levanta de la banqueta y se echa encima la toquilla negra que pidió ayer a la tía Petra.

—Habrá buena comida —digo.

Madre se vuelve.

—Si tuvieras ropa…

—No voy en cueros y la tía Petra me puede prestar unas alpargatas.

—Pues ven.

Es muy temprano y hace frío. La tía Petra se pone muy contenta cuando le pido unas alpargatas para ir de boda. Me saca las de mi primo Nazario.

—¿Y qué le lleváis a la novia de regalo?

—¿Qué vamos a llevar nosotros? —dice madre.

La tía Petra nos despide con una mirada triste.

Llegamos a Robledal a mediodía, cuando el grupo está saliendo de la iglesia. Al novio lo llevan entre dos, porque le ha dado un mal cuando el cura decía los últimos latines. Tiene pálida su cara de tonto y se agarra el pecho. En medio del jaleo no nos hacen mucho caso a madre, a Mario y a mí, y en esto que veo a la moza que conocí en las fiestas de este pueblo antes de ir a Ocaña.

—¡Hola, Camila! ¿Tú por aquí?

—Es que si no vengo yo, no hay boda.

Ríe. Huele tan bien como cuando la tuve tumbada en la yerba.

—Oye, luego, al anochecer, te vienes conmigo al bosque, ¿eh?

—Aquello pasó, Ruso: ahora soy la novia.

—¡No me jodas!

Se marcha riendo más y yo voy detrás del grupo que dicen que va a sentarse a la mesa. En casa de Camila han puesto tablas a lo largo, sobre cajones, las han tapado con papeles blancos y han traído banquetas de los vecinos. Huele a cordero asado. Las tripas se me quieren ir a la cocina. La gente me mira como si yo no fuese un invitado y leo en sus caras que se preguntan quién ha traído un pariente tan piltrafoso como yo. Les miro. ¿Qué hostias pasa?

—¡Qué alguien vaya por un médico!

Al novio le han echado sobre una cama y nos llegan sus gemidos. Es su madre la que está gritando ayuda. ¿De dónde van a traer un médico? El más próximo está en Truchas. Los médicos nunca vienen por la Cabrera Baja a visitar enfermos, sino a extender certificados de muerte. Pero ahora es distinto: el tipo se acaba de casar y hay una novia esperando. Un hermano del novio sale en un caballo. El cordero huele cada vez mejor. Los lamentos del enfermo son ahogados por el escándalo de los platos de los parientes pidiendo comida, y yo soy de los que más ruido meten. La madre del novio nos llama animales sin corazón y dice que aquí no come nadie hasta que su hijo sane, pero la novia también tiene hambre y sale de la cocina con la fuente del cordero. Los invitados gritan «¡ah!» y piden sus cachos. Frente a mí hay un sitio libre y en él se sienta Camila y un momento después ella y yo tenemos las caras llenas de grasa de cordero y masticamos mirándonos por encima de la carne. En la cara blanca de Camila, su boca traga lo que se le pone delante, y me mira, no sé si como mira la novia de otro o como me miraba aquel día en el baile. Cuando del cordero no quedan más que los huesos, hablamos. La madre del novio grita: «¿Quién se acuerda de mi hijo?». Camila se levanta de tarde en tarde y vuelve diciéndome: «Mal resultado me va a dar este novio», y se ríe de su propio chiste. El médico llega a media tarde, a caballo. Trae inyecciones, le pone una y dice que hay que ponerle una cada hora. Y se marcha. «¿Quién sabe poner inyecciones?». La madre llora. Le toco en el hombro. «Yo sé», le digo. «¿Has puesto alguna vez?». «No, pero he visto poner». Y es verdad, en la enfermería de Ocaña. Camila pasa a mi lado y me susurra: «El Ruso sabe hacer de todo». Da un beso al novio y se mete en el cuarto de al lado, echándome una mirada de muerte. Cierra la puerta. Agarro la inyección y atravieso al novio. «¡Socorro!», grita. «¡Ha matado a mi hijo!», grita la madre. Allí los dejo a todos, riendo alrededor del novio. Camila ya está en la cama. «Corre el pestillo, no vaya a entrar algún pesado», me dice. Levanto la manta y está desnuda. Me quito la chaqueta, la camisa y el pantalón, todo destrozado, y empiezo comiéndole a besos la grasa de cordero que le queda en la boca. «¿Ya estamos en la luna de miel?», le digo. «Yo sí», me dice Camila.

Llevo muchos días sin morirme de hambre de milagro. Ando por el pueblo rebotando de un lado a otro, pidiendo unas hojas de berza a uno, un mendrugo de pan duro a otro, llamando a la puerta de la tía Petra cuando la cabeza empieza a caérseme. Quiero llegar al pastoreo con Trinidad a salvo de acusaciones. Nadie tiene trabajo para mí. Ni siquiera el tío Bernabé: recibe tan pocos encargos que su herrería trabaja muy de tarde en tarde. Si los cabrones de los vecinos me confían sus rebaños no es porque quieran ayudarme sino porque saben que yo soy el mejor pastor del pueblo y nunca se me pierden los bichos en el monte. ¿Cuántos días faltan? Me distraigo el hambre tocando la flauta. Ya le saco los ruidos que yo quiero y no los que quiere ella.

—Hola, Antonio.

Trinidad sale de su cuadra con el rebaño, y el padre cuenta los corderos y luego me mira con dureza.

—No me comeré ninguno —le digo.

—Más te vale —dice él.

Nada falta para que le diga que la vez anterior no me cepillé a su hija, pero que ahora cualquiera sabe lo que puede pasar.

—Vamos, Antonio, que nos dejan atrás —oigo a Trinidad.

En estos momentos siento que Trinidad es más mía que de él. ¡Es que la voy a tener otros quince días conmigo, jugando con ella, comiendo con ella y durmiendo con ella! ¡Adiós, imbécil!

—¿Cómo te ha ido, Antonio?

Miro mis ropas, hechas añicos y que apenas me cubren, mis pies descalzos, sucios y agrietados.

—Como siempre —digo.

Abro el saco y parto un cacho de pan.

—Si no como algo, no llego arriba.

Trinidad se empeña, además, en darme algo de tocino. Y la veo llorar por mí.

Los corderos pequeños no juegan más de lo que jugamos Trinidad y yo. Los muslos, los pechos y las nalgas de Trinidad no son como los de las demás mujeres. Mis manos los tocan y no quieren ir más allá. Luego, en la cama, los dos bajo la misma manta, siento su cuerpo a todo lo largo del mío, pero lo único que deseo es hablar.

El primer día me cosió la bragueta del pantalón, pues yo andaba con todo al aire. Y luego ha envuelto en trapos mis pies descalzos. Me pidió que le contara mi vida en el pueblo en los últimos días y más cosas de mi vida anterior, y la pobre no se cansa de oírme contar calamidades y de llorar. Me da consejos en voz baja y mirándome a los ojos, y repite lo de que iré derecho al cielo. Y después, ¿cómo puedo arrancarle las ropas en la cama y cepillármela?

¡Qué bien suena la flauta al lado de Trinidad!

El mundo de las montañas se parte por la mitad cuando veo llegar a la pareja de guardias. ¿Es que no me van a dejar vivir ni aquí arriba? Trinidad corre a mi lado y nos sentamos juntos a esperarlos.

—¿Qué quieren, Antonio?

—No les debo nada. No pueden hacerme nada.

Uno de ellos es el guardia que empuñó el vergajo la última vez.

—Buenas tardes —le dicen a Trinidad—. ¿Se ha separado este de ti en los últimos días?

—No. Hay que estar a todas horas encima del rebaño.

—¿Le tuviste siempre al alcance de la vista?

—Siempre.

El otro guardia ríe.

—Y de noche, ¿encima de quién estaba?

—¿Ha dormido aquí todas las noches? —dice el primer guardia.

—Sí.

—¿No dejó la cabaña en ningún momento?

—No.

Trinidad está firme en sus respuestas. Pero los guardias no la creen.

—Han robado tres corderos a la entrada del pueblo y tenemos que llevarte al compañero, pastora.

—Les juro que él no se ha movido de aquí —dice Trinidad.

—¡Yo no los he robado! —digo.

—Tira p’alante, Ruso.

Allá se queda Trinidad, llorando.

—La chica sabe defenderte, ¿eh, Ruso?

—¡Dijo la verdad! ¡No me he movido de su lado!

—Entonces, la engañaste. Hiciste un viajecito cuando la tenías dormida.

—¡No!

—Mira, Ruso: te conviene confesar. Ya sabes lo que te espera en el cuartel si te pones terco. Nosotros siempre acabamos sabiendo la verdad. Se han robado tres corderos y tiene que salir el ladrón.

Me tiemblan las piernas. Trinidad se ha quedado sola y me ha dejado solo a mí.

—Estás libre, Ruso. Tú no has sido esta vez.

Lo ha dicho el cabo, abriendo la puerta y cuando el guardia ya tenía el vergajo en la mano.

Resulta que han encontrado al ladrón. Es Benigno, aquel que estuvo en la guerra, el hijo de Francisco, que preñó a María que luego murió en el parto porque era pequeña, el que me abandonó en el monte desangrándome por mis manos reventadas. Al marcharme, el cabo me da un cacho de pan. Veo a Benigno en la carretera, con las tres ovejas muertas al hombro. Los guardias le obligan a pasear así por todo el pueblo. Pero ¿cómo le van a avergonzar si casi todos los vecinos son también ladrones? También me dicen que luego, además, tendrá que pagarlas.

Es ya noche cuando llego a la cabaña. Trinidad se pone tan contenta de verme libre, que me obliga a bailar con ella. Luego, cansados, a la cama. Me pregunta qué ocurrió y se lo cuento. Charlando, nos quedamos dormidos, yo con mi mano en su cintura, sin pedir nada más. ¡Y sólo faltan dos días para acabar de pastor! ¡Trinidad, Trinidad, larguémonos los dos al lago a vivir allí para siempre!

Paso la tarde tocando la flauta en el centro de la plaza, sentado en una piedra, porque así aviso a todo el pueblo que he llegado y que me quedo. ¡Nadie me podrá echar de mi tierra! Si no os gusta mi cara, marchaos vosotros. Soplo una copla tras otra, la mayoría inventadas por mí.

—El Ruso se ha vuelto loco —oigo decir a los vecinos.

Descerrajo la cantina de Eulalia y me como medio jamón. Luego descorcho una botella de vino. Por aquí está la ropa que Antonio le suele traer a su hermana del rastro de Madrid. Me desnudo y me pongo unos pantalones, una camisa y una chaqueta. He de arremangarme los pantalones, porque me vienen largos. Me pongo unos calcetines de lana y unos zuecos. Luego empiezo a meter en un saco latas de conservas, chorizos, panes, una plancha de tocino, dos jamones. Esta vez me llevo también una cuchara, un tenedor y una navaja. Y tabaco, lo menos cuarenta cajetillas de Celtas, y cerillas. Resulta que ya no puedo vivir sin fumar. Siempre había fumado, aunque no mucho, pero en el penal de Ocaña me agarró de verdad el vicio. Fumando también se olvida uno del hambre. Finalmente le quito a Eulalia una manta y me largo con todo. Madre lleva días cardando lana en casa de un vecino y duerme también allí. Cojo mi flauta ¡y p’al monte!

A veces, la vida es buena. Llevo, no sé, cuatro o seis meses viviendo así robando en el pueblo por las noches y con mi despensa llena. Tampoco madre pasa hambre: suelo pasar por casa y le dejo laterío, panes y tocino, cosas que no abultan mucho para que pueda esconderlas, porque me dice que los guardias se le presentan cada dos por tres a preguntarle dónde me he metido. Les tiene tanto miedo que ya no quiere que le lleve nada. «No quiero que me traigas más desgracias», me dice.

Cada vez se pone más difícil robar en el pueblo. Los guardias han militarizado a los vecinos y por las noches también me encuentro con parejas de estos haciendo la ronda.

Es noche cerrada. Me gusta sentarme frente a la casa de Trinidad para pensar mejor en ella. Luego hago mi robo y al agujero.

—¡Arriba las manos, Ruso!

Veo dos sombras apuntándome con armas. No son guardias. Entonces caigo en que la voz era la de Benigno.

—¿Me vais a llevar al cuartel?

—Para eso nos han puesto aquí.

El otro es Juan, aquel que robó las gallinas cuando yo ayudaba al tío Bernabé, el herrero. Los dos llevan escopetas.

—Los guardias se van a correr de gusto cuando te pongan las manos encima —dice Juan.

—Y este y yo quedamos para siempre muy amigos de ellos —dice Benigno.

—No me hagáis eso. Nos conocemos de toda la vida.

—Escucha, Ruso: también los vecinos de La Baña dormiríamos en paz si los guardias te atraparan. Ya ves cómo nos obligan a andar todas las noches. Incluso tu propia madre se quedaría tranquila. La visitan y la maltratan un día sí y otro también.

—De esta, me matarían.

—Tú te lo buscas. Alguna vez hay que pagar tanto jamón, tanto chorizo y tanto cordero. ¿Crees que a los demás no nos gusta comer todos los días como los obispos?

—Pedidme lo que queráis… ¡pero no me llevéis!

Me siento y me agarro la cabeza con las manos.

—Te propongo algo, Ruso —dice Benigno—. Ya sabes que vivo con mis padres y que duermo en otra casa…

—¡Sí, para que no te roben lo que tú has robado!

—Calla o te doy un culatazo… Escucha, todos saldremos ganando. Te cedo esa casa mía para almacén, para dormir y para lo que quieras. Así, tendrías dos casas y no necesitarías cargar con tus robos hacia el monte. Dos almacenes, ¿eh? Te ahorrarás muchos viajes con las espaldas dobladas, y si alguna vez ves cortada la retirada, pues a mi casa. Y si te entran ganas de cenar y charlar con unos buenos amigos, pues a mi casa. Y que te cansas de dormir allá arriba como una comadreja, pues a mi casa. ¿Hace o no hace?

Los ojos pequeños y juntos de Benigno se arrugan para mirarme y su boca se tuerce más para sonreír.

—Me has dicho lo que gano. Ahora dime lo que pierdo.

—Poca cosa: yo me quedaría con parte de tus robos.

Están llegando al riachuelo y lo miran todo, buscándome. Alfonso, el vocal, se agacha a coger algo de la orilla. ¡Son las plumas de la gallina que desplumé allí hace poco! ¡Y la gallina era de él! Una gallina negra con pintas blancas. Le oigo gritar a Alfonso que aquella era su gallina.

—¡Abrid bien los ojos, que por aquí anda el Ruso! —dice el cabo.

Pasan la mañana removiendo piedras, zarzas y urces, y al mediodía, cansados, se van a comer.

Vuelven a la tarde y esta vez cruzan el riachuelo y suben hacia mi agujero. Pasan tan cerca de mí que sólo con sacar el brazo por entre la urce podría tocarles. Oigo sus pasos por encima de mi cabeza. Los guardias se van cabreando más a medida que pasa el tiempo y no me encuentran, pero al final del día no les queda más remedio que lanzar silbidos ordenando retirada.

Y entonces no sé lo que me pasa. Me siento tan seguro en mi agujero, que cojo la flauta y empiezo a tocar. Ellos, que ya habían cruzado el arroyo, se vuelven y escuchan.

—¡Es la flauta del Ruso! —grita uno.

—¡La flauta del Ruso! ¡La flauta del Ruso! —gritan los demás.

Se vuelven locos. Echan a correr, unos hacia un lado y otros hacia otro, hasta que los guardias ponen orden y mandan que les sigan. Se acercan en línea de frente mirando debajo de cada piedra, porque ahora saben que estoy por allí, pero vuelven a pasarme por encima y llegan a los robledales de la cumbre con las cabezas gachas.

—¡Ruso, entrégate por las buenas y todo irá mejor para ti! —gritan los guardias.

A mí me va mejor lejos de vosotros, cabrones. Es ya noche y se retiran. Vuelven a pasar sobre mi cabeza, justo cuando yo estoy echando un trago de vino. ¡A vuestra salud! Luego veo sus sombras monte abajo, y cruzan la corriente… y entonces les toco otra canción de la flauta, la de Angelitos negros, que ya me la sé.

—¡Ya te agarraremos, Ruso! —oigo al cabo.

Al día siguiente se repite la operación. La nube de vecinos buscándome y yo tocándoles la flauta. Así, hasta la noche. Los guardias, en su cabreo, empiezan a disparar contra los matorrales. Nunca me he reído tanto.

Ayer no hubo batida. Más que cansados, están aburridos. Además, no quieren hacer el ridículo delante de todo el pueblo. Y hoy tampoco habrá movimiento, pues empieza a anochecer y sigo sin ver a nadie.

Luego, ya noche cerrada, bajo al pueblo. Meto el pie en un agujero y me tuerzo el tobillo, y así, cojo, llego a la puerta de Benigno.

—¡Huye del pueblo! ¿Cómo se te ocurrió tocar la flauta?

—Me entraron ganas.

—Pues te digo que los guardias no piensan más que en matarte.

—¿Y madre?

—Mejor si piensas en madre antes de tocar la flauta. Cuando regresábamos al pueblo después de la segunda batida, el cabo la agarró del brazo y le ordenó que le dijera dónde te escondes. Ella contestó que no lo sabía, y entonces el cabo la arreó dos cachetes y gritó que la iba a descerrajar un tiro allí mismo. Y tu madre le dijo: «Pues tendrá que pegármelo usted, porque no sé dónde se mete ese hijo mío». Y ahora, Ruso, lárgate de aquí, que la cosa está muy negra y no quiero que te descubran conmigo.

—Me llevaré ese jamón pequeño.

—Pienso, Ruso, que sería un desperdicio.

—¿Un desperdicio?

—Lo que ya tienes en tu nido te bastará hasta que te cojan.

—Oye, que a mí no me va a coger nadie.

Nos miramos.

—Al menos, no me cogerán tan pronto.

Benigno me sigue mirando con sus pequeños ojos arrugados.

—Sería una pena que el jamón cayera en manos de los guardias. Por otra parte, te veo cojo y lo llevarías mal.

—Pero ese jamón es mío.

—Sí, hombre, es tuyo, y aquí te lo guardo.

Le leo en la cara que está seguro de que me van a cazar pronto. Eso no le preocupa. Lo que le preocupa es perder el jamón.

Cojo la puerta y me llama.

Y no se te ocurra tocar otra vez la flauta.

No salgo en una semana de mi cueva de zorro. No por miedo, sino por el tobillo: se me ha hinchado y no puedo andar. Hoy, por fin, hago un esfuerzo. Estoy hasta las narices de latas y de tocino y tengo antojo del jamón que me guarda Benigno. De modo que allá me voy por la noche.

—A ver, mi jamón —le digo.

—¿Por qué vienes? ¿Estás loco?

—Mi jamón.

—Han movilizado y te andan buscando todas las fuerzas de León, Orense y Zamora. ¡Corre al monte antes de que sea tarde!

—Pero con mi jamón.

—Los guardias del pueblo están haciendo pasar a todos los vecinos por el cuartel y les acusan de los robos de los últimos meses y les arrean con el vergajo. En realidad, buscan que alguno les cuente dónde te escondes, porque dicen que alguien del pueblo lo tiene que saber. ¡Puedes imaginarte cómo está la gente contra ti!

—Mi jamón.

—¡Huye, Ruso, antes de que te agarren entre todos y te hagan picadillo!

—¿Qué tal sabía mi jamón?

—Mira, Ruso, ¿quién iba a pensar que todavía seguirías libre?

Pues sigo con el antojo y no me voy del pueblo sin un jamón. ¿Dónde están todos los víveres que he ido metiendo en casa de Benigno durante tantos meses? ¡Tenía que haber un vagón! Sólo me dice que se los habrán comido las ratas.

Descerrajo la cantina de Simplicio. Y la he elegido porque Simplicio es tío de Benigno. ¡Qué la familia me devuelva algo de lo mío! Le agarro dos mantas, dos jamones, cinco kilos de chorizos, veinte latas de sardinas, una linterna y pilas, un garrafón de vino y un par de botas. Me las calzo y tiro los viejos zapatos que llevaba, lo meto todo en un saco y p’al monte.

Mayo. A un tiro de piedra veo un rebaño de vacas, con un hombre y un chavalito de pastores. El hombre está cortándole el pelo al chavalito con una maquinilla y entonces pienso en mis propias greñas, que a veces tengo que apartarme de la cara para poder ver. El pastor trabaja despacio, con todo el día por delante. Estoy tumbado en mi agujero, en la boca, cubierto por la urce. Esa maquinilla tiene que pasar a mis manos.

Por fin, el pastor sale a reunir sus vacas y el chico se queda solo. La maquinilla está sobre una piedra. Aún he de esperar un rato a que el chico se siente de espaldas, y entonces salgo de mi agujero, me descalzo y, medio arrastrándome, bajo la ladera. El chico me da la espalda y no se mueve. Con una corta carrera, sin un ruido, agarro la maquinilla y p’al agujero. En el momento de meter la cabeza por la boca, miro hacia abajo y no me quedo bien seguro de si el chavalito me estaba mirando o no.

Oigo pasos sobre mi cabeza. Luego, nada. Me asomo por encima de la urce, a ver quién es.

—¡Sal con las manos en alto, Ruso! ¡Si echas a correr, te cosemos!

Hay cuatro guardias apuntándome con sus mosquetones. ¡Claro, el chico del pastor vio dónde me metía! Leo en las caras de los guardias las ganas que tienen de dispararme. Me esposan.

—Métase ahí, a ver lo que hay —dice el cabo.

Entonces veo al pastor. Entra en el agujero y sale.

—Está oscuro, no se ve nada.

Me bajan del monte a punta de mosquetón.

—Ruso, te vamos a quitar las ganas de tocar la flauta —dice el cabo.

No puedo creerlo. Estamos en el cuartel, en el tercer día de palizas, y aún no acabo de creer que me hayan cazado en el mismo agujero. Un guardia rellena hojas y hojas de atestado y otros dos se relevan con el vergajo. Sólo me atizan de noche, porque durante el día desfilan docenas de vecinos a denunciar viejos robos o a reconocer los géneros bajados de mi agujero y que ocupan una habitación. Porque subieron con dos caballos a recoger mis robos y oí decir que los animales apenas podían con la carga.

—¿Dónde robaste esto? ¿Y esto otro?

No se cansan. A partir de este tercer día he empezado a confesarlo todo, lo mío y lo de los demás.

Por fin, se han cansado. Siete días de interrogatorio. Tampoco el cabo ha resistido la tentación de empuñar el vergajo. En dos o tres ocasiones le he oído decir:

—No le zurréis tan fuerte, que no va a poder declarar.

Yo, tirado en un rincón, ni siquiera me atrevo a respirar, por no volver a los dolores de este cuerpo hinchado y duro, que ya no sé si es mío o de otro.

—Hará falta una grúa para transportar este atestado —dice un guardia.

¿Es que se os ha acabado el papel, cabrones? ¿Por qué no seguís dando palos a vuestro juguete? Yo no he robado ninguna vaca, ni ningún burro con su carro, ni ningún arado de mano, ni ningún bargueño, ni ninguna sobrecama. ¿Y para qué querría yo un banco de iglesia? Casi todo lo que me endilgan no es mío. Pero ¡claro!, todo cabe en el saco del Ruso.

Ya ves, Trinidad, cómo se lían las cosas.