Amores y cárceles

Amores y cárceles

Hace una semana me llamó Evaristo desde la puerta de su casa y yo creí que era para sentarme a su mesa a comer, pero era para darme una perrita.

—¿Qué te parece, Antoñito, la fiera que me han regalado en Truchas? Si te gusta, para ti.

La perrita correteó por el suelo y se puso a mordisquear los dedos de mis pies. Es poco mayor que un gato, de color marrón, con una corbatita blanca. Me agaché para cogerla y se dejó y se encogió en mis brazos y me miró.

—¿Es para mí? —digo.

—Sí, pero no te la comas, ¿eh?

A madre no le importó que la metiera en casa a dormir.

Ahora estoy corriendo con ella por una era. Le he puesto el mismo nombre que al cordero: Cuqui.

—¡Cuqui! ¡Cuqui! ¡Cuqui!

Se me cuela entre los pies y ruedo por el suelo. La perrita revolotea a mi alrededor y creo que sus ladridos son de risa. Me tumbo de espaldas a descansar. Cuando levanto la cabeza, no la veo.

—¡Cuqui! ¡Cuqui!

Aquí viene. Trae algo en la boca. Es un huevo de gallina. Se lo quito de los dientes. No lo ha roto.

—¿De dónde lo has cogido, Cuqui?

Hago un agujero en su cáscara y me lo sorbo. Cuqui echa a correr de nuevo y yo me pongo en pie para ver adonde va. La casa del tío Dalmacio es la que está más cerca, y hacia ella corre Cuqui. Desaparece por la esquina y enseguida aparece con otro huevo en la boca. Los saca de la cuadra. Llega a mi lado y no espera a que se lo quite, sino que lo deja en el suelo y corre otra vez hacia la casa. Rato después ya tengo cinco huevos. ¿Quién le habrá enseñado el oficio a la maricona? La cojo en brazos para que no siga haciendo viajes y me la agarren, y voy con ella y con los huevos a casa.

La dejo a la puerta, pero entra y empieza a buscar por todos los rincones.

—En mi casa no hay huevos, Cuqui —digo.

Ahora sé lo que buscaba tantas veces durante esta semana. Cuqui es lista y debo enseñarle a no robar huevos a ciegas, no sea que me la deslomen. Salgo con ella, entro solo, cierro la puerta y pongo los cinco huevos en el suelo. Salgo y vuelvo a cerrar la puerta. Cuqui entra y sale cinco veces por la gatera y va dejando los huevos a mis pies. Ahora escondo los huevos en cinco lugares separados de la casa. Cuqui los encuentra a la primera. Los vuelvo a esconder, pero ahora la sujeto en el camino.

—Espera, Cuqui. Sólo cuando yo te diga.

Y doy un silbido. La suelto y corre hacia el agujero. Viene con un huevo. Silbo otra vez y la suelto. Cuando va hacia el quinto huevo, le grito:

—¡Quieta, Cuqui! —y silbo dos veces.

Pero no me hace caso. Llevo los cinco huevos a casa y empezamos.

—¡Quieta, Cuqui! —y silbo dos veces.

Antes de que llegue al agujero la alcanzo y la pego.

Estoy con Gualberto detrás de unos zarzales, a cien pasos de la casa de Romualdín. Espero a que se marche una mujer que pasa por allí y doy un silbido y suelto a Cuqui. Allá va como un demonio, derecha a la gatera de la puerta de la cuadra. Regresa con un huevo. Gualberto se pega en los muslos y dice: «¡uuuuhhhh!» y tengo que taparle la boca. Cuqui se sienta y no se mueve. Sólo me ha costado tres días enseñarle a obedecer mis órdenes. Ya no entra en las casas si no oye mi silbido. Y si silbo dos veces, da la vuelta, aunque esté en plena carrera. Gualberto y yo comemos los huevos que nos va trayendo. Al cabo de siete cada uno no nos entran más y le silbo a Cuqui dos veces. Gualberto no sabe qué hacer para demostrar su alegría. Se levanta y da saltos tocándose la tripa llena y soltando su «¡uuuuhhhh!», y en esto que se le rompe la cuerda de los pantalones y se le caen y queda con sus partes al aire.

Y como sigue saltando, su picha le brinca y Gualberto se la señala y su «¡uuuuhhhh!» sale ahora como el de un loco. Entonces agarro una de las cáscaras enteras y vacías y se la pongo junto a sus huevos y le enseño tres dedos de mi mano y Gualberto está a punto de morirse de risa y empieza a recoger cáscaras del suelo y a ponérselas en ese mismo sitio, hasta que se sienta, rendido. Entonces me bajo mis pantalones y le digo que mire y le enseño cómo hay que meneársela. Por la cara que pone sé que nunca lo ha probado. Durante mucho rato no hace más que mirar mis partes y mirarse las suyas. Formo con una mano la raja del coño y él abre la boca y grita «¡uuuuhhhh!» y entonces yo le golpeo con esa mano sus partes. Gualberto se pone duro de la cabeza a los pies. No levanta sus ojos de sus partes. Le toco una mano y él se la lleva al sitio. El cabrón ha aprendido a la primera. Nunca le he oído un «¡uuuuhhhh!» como el que lanza ahora. Le ha salido del fondo de las tripas y es suave y parece que se le va a romper. Me mira y sé que nunca ha deseado tanto poder hablar. Su boca se abre hasta casi partírsele, y el «¡uuuuhhhh!» le resulta pequeño para todo lo que me quiere decir.

—¡A que rompe a hablar! —me digo.

Por un momento pienso que Gualberto se va a deshacer allí mismo.

—¡De esta, o rompe a hablar o revienta!

El caso es que me da un buen susto, porque cae hacia atrás y queda como muerto sobre la yerba. Pero cuando lo muevo a empujones, se ríe y se lleva los dedos a la boca para decirme que aquello estuvo muy bueno.

Gualberto no me deja ni a sol ni a sombra. Llevo así tres días y el caso es que esta noche quiero robar tocino de la cantina de Eulalia. Estoy cansado de esas patatas como bolitas de nuestra huerta, que no saben a nada y que son lo único y que he comido en dos semanas. Está anocheciendo. Gualberto alarga la mano hacia mi pantalón y pienso que va a tocar mis huevos para empezar a jugar como el otro día, pero agarra el hierro que me sale del bolsillo y me pregunta qué es y le digo que es para robar y me dice que él también quiere. ¿Por qué no? ¿Es que no tiene derecho a comer tocino esta noche? Le digo que me lleve a su casa porque su padre tiene un cajón lleno de herramientas y de hierros. Cojo un martillo y una varilla de dos palmos y a martillazos le doblo la punta contra una piedra de la calle. Luego vamos debajo del puente a esperar que el pueblo se acueste.

Ahora estamos ante la puerta de la cantina de Eulalia. Abro la cerradura con un movimiento de la varilla de Gualberto y la cierro y le digo que la abra él. No sabe. Sólo hace ruido. La vuelvo a abrir delante de sus ojos. Gualberto agarra su varilla con genio y le saca a la cerradura un escándalo de la leche. Oigo pasos en la casa y arrastro a Gualberto detrás de otra casa. Se abre una ventana y sale una cabeza. Debe ser Jacinto, el marido de Eulalia. Luego todo vuelve a quedar en silencio. Lo mejor es irse a otro lado, y cuando se lo voy a decir a Gualberto, echa a correr hacia la puerta de la cantina.

—¡Ven aquí, idiota! —digo.

¿Cómo me va a oír? Cuando llego a su lado para llevármelo, ya tiene abierta la puerta.

—«¡Uuuuhhhh!» —dice, pasándome su varilla por los ojos.

Está tan contento que no puedo arrancarlo de allí ni que no entre en la cantina y se ponga a buscar con movimientos de sordo. Un buey loco no armaría tanto ruido entre las latas y las cajas. Le aplasto en la cara una plancha de tocino y así lo llevo hasta fuera. Oigo en la casa los pasos de toda la familia, se abre la misma ventana y Eulalia grita:

—¡Ladrones! ¡Ladrones!

Sí, es Desideria la que está azadonando sus patatas. No veo a nadie por aquí. Desideria es una de las chicas que acompañan a Trinidad a la escuela. Cuando se inclina le veo la parte de atrás de la pierna hasta la rodilla. Me siento en el camino a esperar que mire, y resulta que la muy cabrona ya me había visto y se vuelve.

—¿Qué quieres, Ruso?

Si me ha preguntado tan claramente qué quiero es porque le gustaría saber lo que de verdad quiero.

—Pues quiero eso —digo.

—Tan jovencito y tan pedigüeño —dice ella.

Se ríe y vuelve a su labor, pero me mira por el rabillo del ojo. De modo que sabe lo que quiero. Desideria es más larga que yo y su cara es como la de un caballo, pero sus piernas la sostienen firmes sobre la tierra. Creo que me lleva un año. Algo en ella me dice que puedo seguir hablando.

—¿Ya te han enseñado en la escuela cómo se hacen los hijos?

—La señorita Inés no habla de esas cosas, sólo las hace con el maestro.

—Y tú no te pierdes el cuadro, como los nenes que no han salido del cascarón.

—Yo sé salir de un cascarón y meterme en otro.

Desideria echa una carcajada.

—El perro que no tiene presume de rabo.

—Mi rabo me lo han visto hasta en Carmona.

—Bueno, déjame, que como padre me vea hablando contigo me desloma con la tranca de la puerta.

—Tus lomos son demasiado duros. La mora que probé en Carmona… aquella sí que tenía lomos de mujer.

—Las únicas moras que has visto tú son las de las zarzas.

—Se llamaba Consolación.

—¡Qué bueno!

—Y si quieres te enseño lo que hacía con ella.

—Contigo me quedaría dormida.

Me pongo en pie, cruzo el campo y la agarro por la cintura. Su carne tiembla bajo mis manos. Nuestros ojos se chocan. Su cara quiere seguir riéndose, pero no puede. Me hace una seña y nos vamos al follaje.

Aquí me viene Cuqui con un huevo del gallinero de Alfonso, el vocal de la Junta Administrativa. Pero no viene sola: le sigue la mujer de Alfonso, dando gritos. Le cojo a Cuqui el huevo de la boca y echamos a correr hacia casa, con la mujer detrás. Cierro y echo la tranca.

—¡Abre, ladrón! ¡Ya no te contentas con robar solo y le has enseñado el oficio a la perra! ¡En cuanto la coja la mato!

Se marcha. Acaricio a la perrita y sorbo el huevo.

—Ahora sólo podremos pescar de noche, Cuqui.

Pienso que la cosa correrá por el pueblo y que no deben ver a Cuqui para que no la maten. La ataré en casa y saldremos de noche. Oigo pasos otra vez. Es la mujer de Alfonso con los hombres de las botas. Un puño llama a la puerta.

—Abre, Ruso, que sabemos que estás ahí.

Abro.

—Esta señora dice que tu perra le ha robado un huevo.

Es el mismo guardia que me arreaba hace meses. El otro es nuevo.

—Mi perra no le ha robado nada —digo.

—¡Mis ojos lo han visto! Llevaba el huevo en la boca, sin romperlo, y el Ruso se lo recogió. ¡Le ha enseñado a robar!

—Es mentira.

—Sígueme con tu animal —dice el guardia.

Vamos todos hasta delante de la casa de la mujer y el guardia le dice a Cuqui: «Hale, vete a trabajar», pero Cuqui se sienta y me mira, esperando mi silbido.

—Señora, este animal es como los demás perros.

—¡Miren al Ruso cómo se ríe de nosotros! ¡Lo tiene amaestrado y él solo sabe el truco!

—¿Cuál es el truco, Ruso?

—Si yo supiera amaestrar animales no estaría en este pueblo —digo.

Los guardias se ríen. El que conozco me toca en el hombro.

—Mientras esta señora se va a su casa, tú te vienes con nosotros a charlar un rato.

No he hecho nada —digo.

—Vamos.

Camino entre los dos. Esto no me gusta nada. Ya los conozco: en cuanto empiezan a liarte, sale todo. Cuqui es tan lista que no se me mete entre las piernas, como siempre, sino que nos sigue a distancia.

Ya sabía que han cambiado de cabo. Este nuevo tiene bastante tripa y una mancha roja a la izquierda de la cara. Los guardias le cuentan lo que ha pasado.

—Así que tú eres el Ruso. Tenía ganas de hablar contigo.

Se sienta detrás de la mesa y revisa unos papeles.

—Llegaste hace tres meses de la cárcel de Sevilla, ¿verdad?

—Sí, señor.

Lo saben todo y además no se les olvida.

—Y resulta que desde hace tres meses han crecido en este pueblo las denuncias por robos. ¿No te parece una casualidad? Mira, Ruso: si nos dices la verdad te mandamos al juez sin tocarte un pelo de la ropa.

—Yo no he robado nada. Ustedes saben que en este pueblo roba todo el mundo.

—Eso es difamar, Ruso, y también está castigado. Suponiendo que estemos rodeados de ladrones, en cuanto llegas tú el oficio prospera. ¿Qué? ¿Hablas o no?

El vergajo sigue donde lo vi hace un año. Lo coge el guardia nuevo.

—Yo no he hecho nada.

—¿Es que prefieres que te dé en la cara?

Entonces me vuelvo y empiezan a llover los golpes.

—Habla de una vez, Ruso, que nos estás haciendo perder el tiempo y tú lo pasas mal —dice el cabo.

Me retuerzo en el suelo y el vergajo no mira dónde pega. Cuando siento que los riñones se me partirán con un golpe más digo que sí he robado. El vergajo se para y pienso que es el mundo entero el que se ha parado. Abro los ojos. El cabo y el otro guardia están fumando y me miran.

—Empieza —dice el cabo.

En estos tres meses he cometido más de dos docenas de robos, pero sólo les nombro tres. El cabo escribe y luego hace una seña y el vergajo cae de nuevo sobre mis riñones. Se me escapa un grito. Me he ablandado después de un año sin probarlo.

—Hace dos meses, en la cantina de Simplicio robaron un jamón. ¿Qué me dices, Ruso?

—¡Yo no fui!

La canción de siempre: yo digo que no y el vergajo dice que sí. Es cuestión de amontonar vergajazos sobre mi cuerpo. Al final me sacan mis robos y los de los demás. El cabo termina de escribir el atestado y me dice que lo firme.

—No sé escribir —digo.

—¿Ni siquiera hacer una cruz?

Cojo la pluma y la rompo al apretar para poner las dos rayas.

—Vete de mi vista, Ruso. Espera ahí fuera a que te llevemos al juez.

Llego a duras penas al escalón de la puerta y me siento. No puedo hacer un movimiento sin que una aguja se me meta en los riñones. Dejo las piernas tiesas y los brazos colgando. Por aquí andan dos mujeres de los guardias y tres niños. Los guardias que tienen familia viven arriba. Los solteros, abajo.

—¿Estás preso, rapaz? —dice una de las mujeres.

Digo que sí con la cabeza. Van a echar de comer a unas gallinas.

—Pues toma.

Y me da un puñado de los cachitos de pan que lleva en el hueco de su falda.

—¿Por qué te han apresado?

—Por robar.

—Pues no hay que robar. Todos los ladrones van al infierno.

Entonces recuerdo que desde mi vuelta de Sevilla no he rezado el padrenuestro al ir a robar. Seguramente que si me muriera ahora Dios me mandaría al infierno. Y los riñones los tengo partidos y me voy a morir. La mujer me raspa en la frente una cruz con su uña.

—Para que seas bueno.

Se van justo cuando llega Cuqui. Se me queda entre los pies y la acaricio.

—Mejor si te largas de aquí, no te toque algo en el reparto.

Sus ojos me recuerdan a los del cordero que maté en el lago. ¿Por qué no me fui al lago desde el principio? Sí, iré allá con Cuqui en cuanto me suelten y no volveré más a La Baña. Como he crecido, Pedrón me hará de su banda. Y si me da un fusil, meteré una bala en la tripa del primer guardia que se me ponga delante.

En esto, oigo los pasos de un guardia y me pongo a silbar para que no me adivine en la cara lo que estoy pensando. Cuqui echa a correr. El guardia sale al camino, eructa y se queda mirando al cielo con los dedos en el correaje. Aquí vuelve Cuqui, con un huevo en la boca. ¡Lo ha cogido del gallinero del cuartel! Se lo quito un segundo antes de que el guardia se vuelva.

—Eh, Ruso, vete preparándote para el viaje.

Lo único que tengo que preparar son los riñones. Escondo el huevo detrás de mi pie.

—¿Sabes, Ruso, que si no fuera por ti me ahorraría una caminata de diez horas?

Me mira desde lo alto con una cara que parece de piedra.

—No has recibido los vergajazos que te mereces.

El caso es que como lo tengo delante y no deja de mirarme, no puedo ponerme a soltar silbidos dobles para que Cuqui no me traiga el segundo huevo. Se lo quito enseguida para que no lo vea el guardia, y cuando quiero agarrarla escapa otra vez hacia la cuadra.

—¿Qué tienes en la mano?

Se inclina y me coge el huevo. Entonces oigo los gritos de las mujeres.

—¡Al perro, al perro, que se lleva nuestros huevos!

Vienen corriendo detrás de Cuqui, que me trae otro huevo en la boca.

—Te vamos a fusilar, Ruso. ¡Jamás había visto que un preso robara a sus mismos guardianes! —dice el guardia.

Me arrastra de la oreja dentro de la casa. Se lo cuenta al cabo y este me cruza la cara con la mano y luego saca el atestado de un morral y escribe más en él.

Al fin me sueltan. La tripa se me ha vaciado otra vez y me han vuelto los mareos. Sólo pienso en echarme en el cajón de las pajas. Abro la puerta y no veo a madre, aunque hay una vela encendida sobre una banqueta. Hay un bulto en nuestra cama, pero no es madre. Es un hombre sólo con una camisa azul que justo le llega al culo, y con botas. Es Cayetano. Entonces oigo a madre.

—¿Qué haces aquí, Antonio?

Cayetano se levanta de un brinco y queda en medio de la casa enseñando los cojones y mirándonos como idiota. Madre está en la puerta con un poco de sal en la mano. Ella y yo miramos cómo Cayetano busca sus pantalones por todas partes, pasando varias veces por encima de ellos sin verlos. Es un hombre rechoncho y fuerte, con pelo de oso por todo el cuerpo. Cuando se pone los pantalones, sale con el chaquetón al brazo. Entonces me acuesto en el cajón, de cara a la pared. Los pasos de madre se paran junto a la tabla.

—Mira, Antonio: tocino. Y un pan entero.

La oigo cortar el tocino y el pan.

—Come, Antonio.

No me muevo y repite:

—Come, Antonio.

La casa queda como si no hubiera nadie.

—¡Come, Antonio! ¡Dios mío, come!

Sus pasos se alejan.

—Hace un rato no teníamos nada, y ahora tenemos tocino y pan. Tenemos tocino y pan para dos días —dice madre.

Al despertar veo a Cuqui a mi lado.

—¡Cuqui!

Nos besamos y jugamos un rato en silencio. Sé que madre no ha dormido en las pajas. La veo acurrucada sobre una banqueta, como una gallina negra en su palo. Se mueve cuando pasa ganado por el camino. Abre la puerta y sale sin comer nada. Me levanto para verla alejarse con la azada hacia las tierras de Romualdín. Sobre una banqueta están el pan y el tocino, enteros. Vuelvo a la cama para olvidarme de ellos. Despacho a Cuqui a la calle para que busque alguna peladura por su cuenta. Así paso todo el día queriendo olvidarme del tocino y el pan que tengo tan cerca. A media tarde no puedo más y me levanto, pero, al ir a cortar con mi navaja el tocino, pienso: «No, cuando ella me vea». De modo que me acuesto. Madre vuelve al anochecer y entonces corto un cacho de pan y otro de tocino y me pongo delante de ella para comer a dos carrillos. Madre también coge otra ración y mastica. Nos miramos. Ya que ella no llora, yo tampoco quiero llorar, pero enseguida caen dos lágrimas por mis carrillos redondos de comida. Los ojos de madre me miran secos y duros.

Estando en cama se tiene menos hambre, de modo que apenas me he levantado en estos días. Y cuando, por fin, salgo y voy con Cuqui al río a por truchas, mi mala estrella me pone delante de aquel guardia nuevo.

—Hombre, Ruso, precisamente necesitaba un ayudante.

—¿Qué quiere usted de mí?

—No te asustes, muchacho, que no te va a pasar nada. Ya me han dicho, Ruso, que eres el tío más famoso de esta región. Oye, pero no me pongas esa cara, que hoy vengo como amigo. ¿Sabes abrir presas?

—Yo nunca abro presas.

—Bien, si tú lo dices. Mira: sólo quiero saber si eres capaz de abrir una. Y no me digas que no, porque es cosa de niños.

¿Para qué quiere usted que abra una presa?

—¿Para qué se abren las presas?

—Pero usted no puede querer abrir una presa para coger peces, porque está prohibido.

—Los guardias también somos hijos de Dios, Ruso. Es esa presa que tienes a tu espalda. Tú, tranquilo. Esta vez, obedeces a la autoridad. Conmigo no hay cuidado.

Le miro. Es un hombre de cara redonda, nariz chata y patillas largas.

—Te daré un garabito de truchas —dice.

Sólo hay que levantar unas tablas de un muro de troncos metido en el agua. El guardia me mira hacer desde la orilla, y ni siquiera me ayuda al ver que no las muevo.

—Están duras, ¿eh, Ruso? Bueno, un poco más y ya son tuyas. Los hombres no deben rendirse a la primera.

«¡Tú, no, cabrón, porque no te estás rompiendo las uñas!». De pronto, saltan las tablas y salta el agua y me mojo hasta el pelo.

—Así se te ahogan los piojos, Ruso.

El guardia ríe y empieza a soltarse las botas. El agua baja con rapidez y pronto se empiezan a ver peces saltando sobre el barro y las piedras. El guardia entra con un saco en el cauce y entre él y yo empezamos a llenarlo. Hay tantas truchas a mi alrededor que pienso que aquello no puede estar ocurriendo. Cuando sea mayor me haré guardia.

—¡Esto es Cuba, Ruso!

Sólo de ver tanta trucha junta se me quita el hambre.

—¡Retirada! —dice el guardia.

Le veo con el oído atento y entonces yo también oigo las voces de los vecinos que se han dado cuenta de la crecida del río. Saltamos los dos a la orilla y corremos hacia el bosque.

—Tú, a casa. Y no te importe que te vean, porque no llevas nada —dice el guardia.

De modo que me separo de él y vuelvo al pueblo con Cuqui. Paso el día sin comer, sentado en el escalón de la puerta, pensando en la carga de truchas que se ha llevado el guardia. Hasta que se presenta la pareja.

—Andando, Ruso.

—¿Qué he hecho yo?

—¿Y lo preguntas con la boca llena de espinas?

El guardia nuevo me hace un guiño, pero voy entre los dos hasta el cuartel, dando gritos a Cuqui para que no me siga. El cabo ya tiene el vergajo encima de la mesa.

—Te han denunciado por abrir la presa del cañaveral, Ruso. Y no me digas que no has sido tú porque medio pueblo te vio de regreso.

—¡Pero yo no llevaba ninguna trucha!

—A eso iba: ¿dónde las escondiste?

—¡Yo no las escondí!

Sólo estamos tres en el cuarto: yo, el cabo y el guardia nuevo. Busco los ojos del guardia nuevo, pero él siempre los tiene en otro lado. El cabo sale de la mesa con el vergajo.

—Confiesa que abriste la presa.

—¡Sí!

Lo he dicho para obligar al guardia nuevo a mirarme. Pero tampoco encuentro sus ojos.

—¡La abrimos entre él y yo!

Y le señalo con el brazo.

—Encima, insulto a la autoridad —dice el cabo.

El vergajo cae sobre mi espalda como una peña y ruedo por el suelo.

—¡Él me lo pidió y lo hicimos entre los dos!

El vergajo me corta el aliento, pero veo que el cabo y el guardia nuevo se miran.

—Yo me encargo de él, mi cabo —dice el guardia nuevo.

El cabo le da el vergajo y sale. El guardia nuevo me mira desde lo alto. Se quita la guerrera y la dobla sobre una silla. Levanta el vergajo y cuando le voy a llamar cabrón, o a pensarlo sólo, atiza el golpe no a mi espalda sino a su guerrera, y suena igual.

—Grita, Ruso —dice.

Y da otro golpe. Entonces entiendo y me pongo a gritar como un condenado del infierno, mientras él sigue machacando su guerrera. Luego salimos, él sosteniéndome. El cabo le mira y no le habla y se mete en el cuarto. El guardia nuevo sube al piso y vuelve con una trucha pequeña.

—Llévatela bajo la camisa.

—Usted me prometió un garabito.

—Esta trucha no es por la promesa sino por los vergajazos del cabo. Hay que aguantar más, Ruso.

Cuqui me espera en el camino. Al verme salta de contenta y me lame las piernas.

Mientras madre asa la trucha sobre un fuego de pajas quiere saber si me han pegado mucho.

—Poco —digo.

—Tienes que buscar trabajo fuera, como tu hermano.

Yo no quiero marcharme del pueblo.

Si te quedas, cualquier día te matan los vecinos. Y si no son los vecinos serán los guardias.

—Yo no quiero marcharme.

—La tía Petra me da la razón.

Entonces me acuerdo del lago.

—Yo he nacido aquí y no me voy. Me gusta vivir aquí. Que se vayan ellos.

—Pero tú eres el que llevas la mala fama y quieren perderte de vista. Y yo ya tengo bastante cruz conmigo misma, para aguantar otra.

—¿Por qué no quisiste que me llevara Néstor?

Madre rompe con los dedos media trucha sobre su mano abierta y me da el resto, y luego empieza a llevarse migas de trucha a la boca.

—¿Por qué no me dejaste ir con Néstor?

Madre mastica en silencio, con la mirada en el fondo de la casa.

—Néstor te daba veintisiete pesetas por mí y tú no quisiste porque pedías cien. Ahora quieres que me vaya y no recibirás nada. ¿Por qué? ¿Por qué?

Termina su media trucha y se lame la grasa de la mano.

—¿Por qué? ¿Por qué?

Madre me mira.

—¿No viste que era una broma de ese maldito estraperlista? Mis cien pesetas también fueron una broma.

—¡Pero tú diste ciento cincuenta a aquellos hombres para que me perdieran lejos!

—La Bañeza está demasiado cerca de La Baña.

¡Madre, no hables así! ¡No hagas que deje de creer que valgo para ti por arriba de veintisiete pesetas!

Duermo hasta el mediodía en el cajón de las pajas. Me han despertado unos culatazos contra la puerta. ¡Ya está armada! Cuando ya tengo medio cuerpo fuera de la ventana…

—¡Vuelve para atrás o te quemo!

Me sacan a empujones a la calle y algunos vecinos me insultan. Yo sólo pienso en lo que le pueden hacer a Cuqui, que nos sigue. Veo a Trinidad a la puerta de su casa y quisiera pararme para no dejar atrás su mirada triste. Pero las culatas me obligan a seguir hasta el cuartel. Aparece la mujer de un guardia y espanta a pedradas a Cuqui.

—No quiero cerca a este maldito animal. Ya tenemos bastante ladrón con el Ruso.

En el cuarto de la mesa está el hombre a quien robé aquel lino hace años y al que ahora le he robado dos gallinas. Hay tres guardias mirándome, uno de ellos el nuevo, pero no está el cabo.

—Este vecino dice que anoche te llevaste dos gallinas de su cuadra —dice un guardia.

Cruzo la mirada con Raimundo. ¿Cómo lo puede saber si no me vio nadie?

—Yo no he robado ninguna gallina —digo.

Raimundo avanza hasta poner su cara a dos dedos de la mía.

—¡Su boca aún huele a gallina! Anoche se dio un banquete en la cuadra de Ponciano y el Ruso nunca ha comido gallinas que no hayan sido robadas por él. Resulta que anoche pasé por donde Ponciano y salía olor a gallina asada y una de las voces que se oían era la del Ruso. De modo que lo primero que hago al llegar a casa es contar mis gallinas ¡y faltaban dos!

—Además, nadie duerme hasta el mediodía si no tiene la tripa bien cargada —dice un guardia.

Pienso en lo que ocurrirá si siguen preguntando y quieren saber quiénes estábamos donde Ponciano y qué hacíamos allí y descubren después lo de las truchas. Menos mal que anoche también pasé por casa de Crisanto a dejarle truchas.

—Sí, yo las robé —digo.

Todos me miran con asombro. Yo mismo estoy que no creo lo que acabo de oírme. Nunca había ocurrido esto de confesar de buenas a primeras.

—Bueno, pues háganle el atestado y llévenselo al juez. Quiero cobrar mis dos gallinas —dice Raimundo.

—Usted se calla. Como no está el cabo para decidir, que el Ruso se quede donde está —dice el guardia nuevo.

—¿Ni siquiera veré cómo le dan dos palos? —dice Raimundo.

Desaparece cuando los guardias le miran. Me echan a un rincón del cuarto y aquí paso dos días y dos noches. El guardia nuevo pone a mi lado un tanque de agua y un cacho de pan y me guiña un ojo. Raimundo viene tres o cuatro veces por día a preguntar por el cabo, pero este no llega. Por fin, el guardia nuevo dice a otro guardia que arregle aquello.

—Eh, Raimundo, llévese al Ruso a trabajar con usted una semana, gratis, pero dele algo de pan para que no se le muera de hambre en el tajo.

Madre no pregunta por mí. El primer día con Raimundo pienso en huir al lago, pero pasan los días esperando que al siguiente venga madre. Raimundo me pone a limpiar una cuadra. Me encierra en ella de día y de noche, de modo que no salgo en toda la semana. Él entra por la mañana y por la tarde a ordeñar sus tres vacas, a dejarme sobre un madero un cacho de pan y a saber cuánto estiércol he quitado del suelo. Al séptimo día hay un gran montón en una esquina y un olor que marea. Estoy tan pringado que parezco un cacho de mierda más. Las vacas no protestan cuando yo las ordeño. Bebo tanta leche que se me sale por las orejas, y así no me muero de hambre. Además, el cabrón de Raimundo deja que pase el octavo día sin abrirme la puerta.

—Los guardias saben contar —le digo cuando entra con los baldes.

—Y yo también. Pero aún no me has pagado las dos gallinas.

—Los guardias dijeron una semana y ellos saben contar.

Raimundo lo piensa, se aparta de la puerta y me deja salir, pero al pasar me suelta una patada.

Tengo que ir al lago. El sol y estos primeros calores me recuerdan aquella paz sin vecinos cabrones y sin guardias. Podré comer sin que luego me saquen el vergajo.

Al cruzar el pueblo veo por delante a Justa y a Trinidad con un rebaño de corderos. Muchas veces las he visto ir juntas a la escuela. Sólo me fijo en Trinidad, en su nuca. Es una nuca muy blanca que no tapan sus pelos recogidos. Las mujeres de La Baña tienen la carne oscura; sólo Trinidad la tiene blanca. Me gustaría hablarle, ponerme a su lado. No me separa de ella más que una corta carrera a través del rebaño, pero sigo andando al paso de ellas hasta que se separan a la salida del pueblo y cada una toma su rebaño y va a sus prados.

Estoy donde se han separado. Trinidad va hacia los montes de la derecha y Justa hacia los de la izquierda. Los montes son un buen lugar para revolcarse con una hembra. Y de pronto me veo caminando por el camino de la izquierda. ¿Por qué, si no hago más que pensar en la nuca de Trinidad? Al cabo de una hora Justa no sabe aún que la sigo. Los árboles, las zarzas, la yerba, todo está seco. Cualquier sitio será una buena cama. En medio de los olores del campo me doy cuenta de mi propio olor. Estoy pringado de estiércol. Así no puedo acercarme a ella. Me echo en el suelo y me restregó y quedan cachos de mierda por todas partes. Luego arranco manojos de yerbas y los uso como trapos para limpiarme la cara, el cuello, las manos.

Sigo a Justa un rato más y por fin la veo pararse a la sombra de un bosque y se sienta. Me acerco echando piedras a los corderos.

—Un poco más arriba tienen mejor pasto. Dos personas cuidan mejor un rebaño que una —digo.

—Ahora sé por qué he estado oliendo a cuadra todo el camino —dice Justa.

Me siento a un paso de ella y no se levanta. Su cara es roja, con granos en las mejillas, cejas gordas y una boca llena de carne y siempre abierta.

—¿Sabes por qué te he seguido hasta aquí?

—Lárgate a fastidiar a otra.

—Para que me dejes.

—Yo no te dejo a ti ni un balde para que te laves. Si mis padres me ven hablando contigo, me matan.

—¿Qué tienen tus padres contra mí?

Su madre es Eulalia, la de la cantina. ¿Qué mal les hago robándoles de vez en cuando un poco de comida?

—Te voy a decir una cosa, Ruso: mi padre se ha comprado una escopeta y duerme con ella a mano para reventarte las tripas si te agarra por nuestra casa.

—Ahora sólo quiero pensar en su hija.

—Y te recuerdo que mi marido es primo tuyo.

—Todo quedaría en la familia.

Me acerco arrastrándome por la yerba y le tapo su mano con la mía.

—Quieto —dice, retirándola.

He tocado su carne. Quiere levantarse, pero cierro mis dedos alrededor de su muñeca y la dejo en el sitio. Entonces vuelve la cara y me sostiene la mirada por primera vez.

—Nadie lo sabrá nunca —digo.

—Lo sabré yo.

—Eso saldrás ganando.

Ahora saca toda su fuerza para huir, pero la agarro de los brazos, y como sigue resistiéndose, la tengo que agarrar del cuerpo, de una cintura tan dura que no se hunden en ella mis dedos. Cuando quiero besarla, da un tirón y sale corriendo. La sigo. Ella no grita, sólo huye como una cabra por el prado. Me echó sobre su espalda y caemos otra vez al suelo.

—Hueles mejor que las moras —digo.

Ella cierra la boca a mis besos. No puede hacer más que volver la cara a un lado y a otro, porque su cuerpo ya está debajo y es mío.

—Se lo diré a mi padre y te matará.

—Después, ya no me importará lo que me pase.

—Cabrón, cabrón, cabrón…

No bajo en tres días de los montes, y cuando ya no puedo más de lagartos crudos y de raíces, me acerco una noche al pueblo y entro en la cantina de Simplicio y le cojo tres panes, un jamón, una brazada de chorizos, medio cabrito, cerillas y una navaja y lo lío todo en una manta y echo a andar hacia el lago. Al pasar ante casa viene Cuqui a mi encuentro y me la llevo, después de abrir sin ruido la puerta y de echar seis chorizos al suelo. Llegamos al lago en pleno amanecer. Dejo la carga en el suelo y empiezo a gritar a los montes, a los bosques, a las aguas y a la soledad, y Cuqui me hace coro con sus ladridos. Corremos por la orilla y tiro piedras al cristal azul del lago, y levantamos bandadas de aves, y al final entro en el lago y allí me quedo con el agua al cuello, y cuando los piojos empiezan a subir hacia la cabeza para salvarse, los voy cogiendo y reventándolos con un ¡ploch!, entre los dedos.

Lo primero hemos liquidado el medio cabrito, asado el primer día para que dure más sin que huela, y luego nos metemos con los chorizos y el jamón, hasta que una noche le digo a Cuqui:

—Desde mañana, a trabajar.

Aunque pescar truchas no es trabajo. Las del lago son mucho mayores que las del río y entran a los anzuelos como tontas. En la cueva siempre tengo un montón de truchas, y al cabo de un mes Cuqui huele a trucha, yo huelo a trucha, el interior de la cueva huele a trucha y daría cualquier cosa por un costillar de cabrito. Una mañana me levanto y echo al lago todas las truchas. Cuqui y yo pasamos el día mirándonos sin comer y mirando los corzos que brincan entre las peñas, a lo lejos.

—No me mires así, Cuqui, que en las cantinas de La Baña no hay escopetas que robar.

Si tuviera una, primero mataría un corzo y después bajaría a por un guardia. Al anochecer Cuqui entra en el lago a comer las truchas que siguen allí flotando, y yo empiezo a buscar gusanos para los anzuelos.

Una semana más a truchas, con algunos lagartos. Cuqui y yo vemos a un mismo tiempo al águila volando con un cabritillo de corzo entre sus garras. Vuela contra el cielo azul de agosto y se dirige a la grieta en la que la vemos meterse todos los días, y yo pienso en la tripada que se darán sus crías. De pronto…

—¡Por los cojones de mi abuela! ¡Mira, Cuqui, se le ha caído!

El cabritillo de corzo se estrella a lo lejos contra las peñas del lago. Echo a correr y Cuqui detrás. Voy dando gritos para espantar al águila, que ha empezado a volar en círculos sobre el corzo, y cuando estoy más cerca le arrojo piedras. Los ladridos de Cuqui también han asustado lo suyo al águila. Como he traído la navaja y cerillas en el bolsillo, desuello el corzo donde lo encontramos y lo aso y Cuqui y yo pasamos el día delante de él, dándole bocados y durmiendo, y al anochecer volvemos a la cueva con el resto.

Llevamos muchos días vigilando al águila, pero no nos vuelve a regalar nada. Desde la madrugada empieza a hacer viajes a su nido y ante nuestras narices regresa con toda clase de animales pequeños, y la muy cabrona los agarra tan fuerte que no se le caen. Cuqui y yo siempre acabamos con nuestras truchas. Hasta que un día le digo «Ven» y vamos por todo el borde del lago hasta el pie del picacho donde anida y aguardamos escondidos a que se largue y entonces empezamos a subir. El nido está en lo más alto, en un cazo de las rocas, y hay cinco aguilitas y una granja de animales muertos: conejos, gallinas, patos, codornices, zorros, culebras. Cuqui les corta el cuello a dos aguilitas antes de que yo me dé cuenta.

—¡Quieta! ¿Cómo nos van a traer comida cuando crezcan si tú las matas?

Bajamos en viajes la despensa del águila, y en el cuarto llega su dueña, la veo en lo alto del pico, sobre mi cabeza y Cuqui ladra. Le cierro la boca, pero el águila la ha visto y se pone a volar por encima de nosotros. Preparo la navaja. Como trae un bicho entre sus garras, piensa que es mejor ir a su nido.

Cuqui y yo pasamos una buena semana con carne de granja.

Cada vez es más fuerte la impresión de ir desnudo al recorrer los bosques. Se trata de la escopeta que me falta. Un hombre de monte, como yo, no puede vivir sin una escopeta. Bajo muchas veces al pueblo, de noche, a ver si me tropiezo con el milagro, pero los guardias que hacen la ronda no sueltan su «naranjero» ni para mear, y no es cosa de colarse en el cuartel a por uno, y también sería de locos entrar a robarle a Cayetano su escopeta, y en las cantinas no las venden. Sólo en la cantina de Eulalia hay una, pero Jacinto duerme con ella debajo de la almohada, esperándome, y no le voy a dar el gusto.

Está amaneciendo y a mi vuelta de La Baña me cruzo con tres hombres a caballo. Los conozco. Son los que encontré un día en casa de madre. Suelen venir por la región a comprar rebaños de corderos.

Me paro delante del primer caballo porque el jefe, el hombre de la nariz rota, lleva una escopeta cruzada sobre su montura.

—¿Qué quiere por ella? —digo, señalándosela.

—Tú eres al que llaman el Ruso, ¿verdad? El hijo de Basilia. ¿Vienes de casa? —dice el hombre de la nariz rota.

—¿Para qué quiere saberlo?

—Para saber si estaba tu madre.

Los tres sonríen. Cuando echo a andar, el hombre de la nariz rota saca algo de unos trapos.

—Mi escopeta es demasiado cara para ti, pero esta te la doy muy barata.

Y me la pone en las manos. Miro la escopeta, siento su peso y las piernas me tiemblan.

—Es tuya sólo por un cordero grande. ¿Tenéis algún cordero en casa?

—Se lo traigo en un abrir y cerrar de ojos.

Y echo a correr. Oigo un silbido y me paro.

—Yo guardaré la escopeta hasta tu regreso.

—¿Dónde me esperan?

—En el puente.

—No. Es de día y me verían. Hace mucho que no bajo por el pueblo.

—Tú, Ruso, acabarás siendo maqui o contrabandista.

Quedamos en vernos en el mismo camino en que estamos. Yo quería pasar un verano tranquilo, sin robar, sin echarme encima a los guardias. Pero no puedo perder esa escopeta. De modo que paso al otro lado de la colina, donde he visto un rebaño, el de Eulalia. Lo cuida su hijo, el tonto de Lorenzo. Me acerco al amparo de los matorrales y no tengo más que largar el brazo para coger un cordero, y me lo llevo apretándole bien la boca. Llego a la cita con tiempo de sobra. Y encima los tratantes no aparecen hasta media mañana.

—Creí que no venían.

—Soy hombre de palabra, Ruso. Veamos qué moneda me traes —dice el hombre de la nariz rota.

Le gusta el cordero. Me entrega la escopeta. Es de las que se cargan por la boca y me explica cómo se hace. También me da pólvora, tacos y postas.

—Que no te vean los guardias. Y si te pescan no se te ocurra confesarles que te la he dado yo —dice.

Llego al lago y Cuqui me sale al encuentro con sus ladridos de marica. Le pongo la escopeta delante de los morros y rila la huele.

—¡Ahora somos como Dios!

Pero al día siguiente, cuando voy a hacer el primer disparo, mis manos tiemblan. Tengo un corzo ante mi vista, a lo lejos. Me mira y no se mueve. Me han visto muchas veces y saben que no les podía hacer nada y se reían de mí. El disparo hace del lago un lugar diferente. Las aves del aire y los animales de tierra huyen en desbandada; los montes y los bosques protestan del ruido rechazándolo con su eco; y hasta las aguas azules parecen ponerse negras. Cuando el silencio vuelve otra vez, me siento solo en el lugar donde antes todas las cosas eran amigas mías. Cuqui también ha huido. La llamo durante horas. La veo al mediodía, a lo lejos, sobre una peña, como un corzo más. He de ir yo a ella para que deje de tenerme miedo.

No quiero ver la escopeta durante una semana. Comemos truchas. Las aves vuelven al lago, los corzos a las peñas y la carne de trucha comienza a salimos por las orejas. Antes de sacar de la cueva la escopeta, ato a Cuqui con un mimbre. Meto la carga por el cañón y apunto a un corzo. Le veo tan pequeño que pienso es imposible que le toque una sola posta. De pronto no quiero disparar. Un sol de oro pone a mi alrededor un paisaje tan transparente que parece de cristal. Pero me sube de las tripas un vaho de truchas y disparo. Todo se vuelve a romper. Cuqui tira del mimbre y el ahogo de la garganta no le deja gritar. Al irse el humo, veo al corzo tendido sobre la peña. No lo puedo creer. Espero. Le grito. Es verdad.

¡Cuqui! ¡Cuqui! ¡Ya tenemos carne! ¡Soy Dios!

Todas las mañanas me levanto con el mismo grito. Antes de abrir los ojos, toco la escopeta que duerme a mi lado y grito: «¡Soy Dios!». He perdido el miedo al mundo. Incluso he perdido el miedo a los guardias. Cada vez hago con Cuqui recorridos de caza más largos y todos los animales de los bosques tiemblan cuando yo paso. Bajo a por nueva munición a La Baña, a la cantina de Eulalia. Y es su hijo, el idiota de Lorenzo, el que me ve un día cazando. Yo he disparado antes de darme cuenta de que por allí anda su rebaño, y enseguida lo veo en lo alto de una loma, mirándome.

En cuanto me salen los dos guardias de detrás del matorral me acuerdo del hijo puta de Lorenzo, que se habrá chivado que me vio cazando por aquí. Uno de los guardias me quita la escopeta.

¿De dónde la has sacado?

A uno ya le conozco. Al otro, no.

—La encontré en el monte —digo.

—¿Y la licencia?

—¿Qué es eso?

—Anda p’abajo, que ya verás como te arreglamos en el cuartel.

Tiro piedras a Cuqui para que huya al monte. Dos horas después estamos en La Baña y sacamos al cabo de la cantina de Bonifacio.

Se sienta detrás de la mesa con la cara jodida.

—Hola, Ruso. Llevábamos todo el verano sin verte. ¿Por dónde has andado?

—Por ahí.

—¿Dónde es por ahí?

—Por los montes.

—Pero bajabas a robar. Porque las denuncias no han mermado.

—Yo tengo fama de ladrón, pero otros vecinos son los que se llevan las cosas. No tenía que bajar para comer porque tenía la escopeta.

—¿Quién te la ha dado?

—La encontré en un camino.

—Escucha, Ruso: queremos que nos digas quién te la ha dado. Sabemos que han sido los maquis. Todos los que andan por los montes son amigos de ellos.

Se levanta y me cruza la cara con la mano abierta.

—¡Y trabajan de espías para ellos!

Cuando se me va la música de los oídos veo a un guardia con el vergajo en la mano.

Amanezco doblado en un rincón del cuarto, en el suelo. Al ir a cambiar de postura el cuerpo se me parte. He perdido la costumbre de los palos. Han llovido sobre mí toda la noche, pero no me han sacado quién me dio la escopeta. No he querido defender al tratante de corderos, sino dejar la puerta abierta a otra escopeta: el hombre de la nariz rota no me daría ninguna más si los guardias le meten en este lío por haberme vendido una y por habérselo chivado yo.

—Vete a casa, Ruso. Se te comunicará lo que te eche el gobernador por cazar sin licencia —dice el cabo.

Él mismo me ayuda a levantar, porque yo no puedo. Las piernas se me doblan en el pasillo. El cabo me sostiene hasta dejarme apoyado en la fachada.

—Bueno, lárgate de aquí, que la gente va a pensar que te hemos matado. En cuanto comas algo en casa de tu madre, como nuevo.

Me levanto y le miro.

—¿Nos guardas rencor?

—No, les quiero mucho.

El pueblo me ve pasar como si yo tuviera la peste, y cuando llego a casa madre me está esperando en la puerta. Me mira y no me dice nada. Se aparta para dejarme pasar. Caigo como un leño en el cajón de las pajas. Madre me pone en los labios un puchero con agua y bebo, pues entonces me doy cuenta de que estoy muerto de sed. Luego me quita los pingos de ropa y me alivia con agua los moratones de todo el cuerpo.

—Me ha salido un hijo perdido. A una mujer tan feliz como yo, alguna desgracia le tenía que dar Dios.

Madre sale por la mañana y no vuelve hasta la noche. Anda alquilándose para el centeno. Los tres primeros días me trae un cacho de pan, pero después sólo se echa a mi lado en las pajas, sin una palabra. De modo que espero a que se duerma para salir al camino. Creo que lo mejor para los golpes es no comer, porque no piensas más que en el hambre y no te acuerdas de los dolores. Me acuerdo de las truchas que tantas veces he tirado por empacho. ¡Quién las tuviera ahora! Mañana me voy al lago. La cabeza me da vueltas de hambre. Cuando me doy cuenta de que estoy caminando hacia la cantina de Simplicio, me paro. No quiero robar. Sólo quiero ir al lago y que los guardias se olviden de mí. Sólo necesito un poco de tiempo para poder llegar al lago. Pero ese tiempo he de llenarlo con algo de comida. El único sitio en La Baña donde puedo comer sin que luego me maten a palos es en casa de la tía Petra.

—¿De dónde sales, Antonio?

Están acostados. Tía Petra ha saltado de la cama con una manta vieja sobre los hombros. Me besa en la frente y hace que me siente en una banqueta. Enciende una vela.

—¡Pobre hijo, si parece un muerto!

La tía Petra prende el montoncillo de astillas y pone encima una perola.

—Ya verás qué pronto te curo yo, sobrino.

Los ojos se me cierran, y de pronto alguien habla a mi lado:

—¡Arriba esa espalda, que en mi casa nunca te faltará un plato de berza!

Tío Jenaro me remueve la cabeza y es como si me la arrancara.

Déjale, bruto. ¿No ves que se está desmayando?

Despierto sobre una cama. Hay un escándalo de ronquidos a mi alrededor. Estoy en el cuarto de mis siete primos, durmiendo con Nazario, Cayo y Jorge. Cayo y Jorge tienen la cabeza en el otro extremo y yo estoy metido entre sus piernas y tengo sus pies a un lado y otro de mi cabeza. Nazario está como yo. Es la tercera vez en mi vida que duermo en una cama. La primera fue en la casa de putas de Carmona y la otra en casa de Néstor. Tía Petra tiene fama de hacer los mejores colchones de La Baña, porque sabe meterles la cantidad justa de paja. Algún día robaré una tela para que madre haga un colchón.

Soy una curiosidad para mis primos, según van despertando. Los más pequeños tocan mi pelo, porque es rubio. Nazario me dice riendo que he pasado la noche llamando cabrones a los guardias. Tía Petra asoma la cabeza para decirme que no me levante todavía, de modo que oigo desde la cama cómo el tío Jenaro y mis siete primos van marchando al campo, cada uno con su cacho de pan. Entonces tía Petra me trae un vaso de leche y mientras lo bebo me pregunta si puedo levantarme. Sobre la mesa hay un plato con sobras de berza humeantes. Tengo tanta hambre que, sin tiempo para sentarme, empiezo a comer de pie.

—Ayer no probaste bocado porque te desmayaste. Come, Antoñito, come —dice la tía Petra.

Trago, medio ahogándome. Sentada al otro extremo de la mesa, la tía Petra me mira en silencio. La berza me cae en la tripa con un ruido a hueco. En un descanso que hago para respirar veo a la tía Petra llorando.

—Huye de este pueblo de mierda, Antonio. Sálvate y huye de este pueblo de mierda —dice.

No salgo en varios días de casa de la tía Petra. Como con ellos, duermo con ellos y río con ellos, excepto cuando está el tío Jenaro con su cara de entierro.

—Este hombre mío no era antes así. La miseria de este pueblo lo ha jodido —me dice la tía Petra.

Para no tener que irme me engaño pensando que las piernas aún se me doblan al andar.

Sólo una noche más duermo entre Nazario, Cayo y Jorge. Nazario está contento. Nos cuenta que, por fin, ha podido tirarse a Prisca, su novia.

—En medio del rebaño y con todos los corderos mirándonos —dice.

Suelta una carcajada y nos llega la voz de la tía Petra ordenándonos que nos callemos. Entonces les empiezo a hablar, muy bajo, de las moras, y como no paran de hacerme preguntas nos dan las tantas sin dormir.

No puedo quedarme más tiempo porque la tía Petra y el tío Jenaro ya tienen bastante con nueve bocas. Me voy una mañana con un cacho de pan, sin despedirme. Madre no está en casa. Cojo el camino del lago a ver qué ha sido de Cuqui. Sopla un viento fresco de otoño. Este año vendrán pronto las nieves.

Está viva y me recibe escandalizando el lago con sus ladridos. Ha cuidado de la cueva como si fuera nuestra casa. Juego con ella hasta que el hambre de la primera hora de la tarde me empieza a tirar de las tripas. Pesco algunas truchas con los anzuelos y se las doy a Cuqui y las engulle casi enteras. Yo también estoy descansado de ellas y me como una docena, asadas. Estando en el lago me parece que soy otro. Grito y mis voces se alejan libres hasta los últimos montes.

¡Cuqui! ¡Cuqui! ¡Se han muerto todos los guardias del mundo!

Cuqui salta a mi lado como si me entendiera.

¡Cuqui! ¡Cuqui! ¡Y el vergajo se lo ha puesto en su sitio el toro al que se lo quitaron, que ha resucitado!

Al cabo de casi un mes el frío nos echa del lago. Podría volver a casa con muchos garabitos de truchas, pero me los verían los guardias o cualquier vecino cabrón les iría con el cuento. De modo que sólo llevo las seis que puedo esconder bajo la camisa, para madre. Está en casa, más seca, más negra y más delgada; más triste, más consumida, como un muerto de pie. No me dice nada. No me pregunta nada. Le doy las truchas que saco del pecho.

—Tú las necesitas más que yo, que andas huyendo, como las almas malditas —dice.

—A mí ya se me salen por las orejas —digo.

Entonces las coge, las mira y se las lleva sin levantar los ojos de ellas. Amontona ramas bajo la chimenea y se sienta.

—La tía Petra tiene un papel para ti —dice su espalda.

Voy a la otra casa. La tía Petra saca un papel del bolsillo de su muletón y me dice:

—El alcalde cree que te has vuelto rico en unas semanas. Ahora te pide quinientas pesetas.

No se lo que son quinientas pesetas. Tampoco me da miedo el alcalde. Y menos miedo me da el juez. Paso la noche en casa de la tía Petra y a la mañana siguiente me pongo en camino.

El juez me ve llegar desde la ventana y me hace una seña con el brazo. Él mismo me abre la puerta.

—No hagas ruido, Ruso, que mi mujer está en cama y luego dice que la quiero matar.

En el cuarto de la mesa hay papeles tirados hasta por el suelo. El juez mira por todas partes y después se agacha a coger uno.

—Este es el tuyo. Quinientas pesetas por vía de apremio. ¡Mira que meterle al pobre Ruso quinientas pesetas! Pero aquí está el papel y aquí estás tú, que a lo mejor has venido a pagarlas. ¿O sólo buscas que el señor juez haga una componenda?

Se rasca su nariz de pimiento que tiene en el centro de su cara roja y escribe en el papel.

—Ya sabes que siempre me pongo de tu parte, Ruso. Te declaro insolvente y a otra cosa. Pero tienes que traerme un cordero.

El aire de hielo ya ha empezado a barrer el pueblo. Madre vive su vida y yo la mía. A veces, al despertar, encuentro el cacho de pan que ella me deja antes de marchar al campo. Los primeros días lo reparto con Cuqui, hasta que a fuerza de ver a madre cada vez más seca, no toco ninguno más.

Pero nadie quiere darme trabajo. Me dicen: «¡Largo, Ruso! No somos tan tontos como para ponerte las presas en tu mano». Yo les digo: «¡No soy el único que roba en este pueblo!». Ellos lo saben. Incluso son ladrones los que me llaman a mí ladrón. Pero echan el pecado sobre uno que no tiene padre para defenderle y a cuya madre la pueden llamar puta.

Luego está el cordero que le debo al juez. Y pienso que si he de robar uno para él, que es una autoridad, no sé por qué no he de robar algo para mí. De modo que voy a la cuadra de Tomás a robarle de las patatas que le he visto guardar esta mañana. Todo va bien durante tres días. Aso patatas en casa al fuego de ramas, y como yo, come Cuqui y dejo para madre. Pero en la cuarta noche tropiezo con la pareja de ronda. Me da el alto y me lanza la luz de la linterna. Sus manos palpan las patatas que llevo entre la carne y la camisa.

—¡Tenía que ser el Ruso!

Me empujan con las culatas, como a una res. Durante una hora calientan el vergajo sobre mi espalda. Después de pasar la noche en el mismo rincón del mismo cuarto, hacen el atestado y nos ponemos en camino. Me llevan los mismos que me cazaron. Van de cabreo, como siempre que deben darse esta caminata de tantas horas por mi culpa. Cuando se paran a tomar un bocado, mastican con ruido pan y chorizo sin dejar de mirarme y sin darme nada. Luego me ponen en pie de una patada.

El juez pierde el color al vernos, pero le vuelve el rojo a la cara al saber que la causa no es el cordero sino patatas.

—¿Sólo patatas? ¿Y sólo por unas patatas me lo traen ustedes tan deshecho? El Ruso no ha robado más que para comer, ¿no se dan cuenta? Además, no hay denunciante. Ustedes la tienen tomada con el muchacho.

—Nosotros sólo la tomamos con los que infringen las leyes y el orden.

El juez les dice que se vayan, que él se encarga de mí.

—Fírmenos el recibo —dicen de mala leche.

Al quedarnos solos, el juez me dice:

—Mira, te voy a encerrar cuatro días en mi cuadra, hasta que se les pase, porque si te mando de vuelta a La Baña te matarían a palos otra vez.

Le sigo escaleras abajo hasta la cuadra. Cierra la puerta y echa la tranca por fuera. El recuerdo de Clara me asalta tan fuerte que en toda la tarde no hago más que pensar en ella. Hace mucho tiempo que no la veo, pero en esta cuadra se me aparece su cara blanca. Suenan pasos en el exterior. Mueven la tranca. La luz entra de golpe. Veo dos vacas, un chico y una chica. ¡Cómo han crecido los nietos del juez! No viene Clara.

—Hola.

—Hola.

Me dicen los dos. Son tan altos como yo, a pesar de que les llevo varios años.

—Si no os veo aquí no os conozco —digo.

—Pues nosotros sí, por tu pelo rubio —dice la chica.

Se parece a Clara, pero aún es niña. Es flaca, con unos pechines de gata bajo la tela y una piel tan blanca como la de su madre. Le pregunto cómo se llama y dice que Luisa.

—Yo me llamo Pedro —dice el chico.

—¿Dónde está vuestra madre?

—En casa, cuidando del nuevo hermanito.

Cuando Luisa me dice que su abuelo ha pedido a los vecinos que me traigan comida, a mí se me quitan las ganas de comer, porque yo quería que me la trajera Clara. En esto que llega una mujer con un palmo de pan y dos dedos de tocino, diciendo: «Para el preso», y los ojos me saltan detrás de aquella comida.

—No me entra —digo.

—¿Eh?

—Es que tengo la tripa muy mal.

Se marcha la mujer y vuelve con un plato de caldo de berza.

—Eso tampoco me entra.

—¡Pero si la sopa la toman hasta los muertos!

Lucho duro para no empezar a comer como un lobo. Luego me dejan solo con las vacas, la sopa, el pan y el tocino. Las tripas se me salen por la boca para atrapar aquella comida. Eres idiota, ¡idiota!, me digo. Pero sé por qué lo hago. Me arrodillo bajo una vaca y le saco con la boca leche hasta hartarme. Cuando vuelvo a oír la tranca de la puerta pongo cara de muerto.

Es ella. La reconozco por su olor antes de que la luz le dé en su carita pequeña y blanca. Huele a pan fresco. He conseguido que venga.

—¿Es verdad que estás enfermo, Antonio?

El sonido de su voz pone lágrimas en mis ojos. Me siento con ella en un tronco, destapa una botella y me dice que beba. Sus ojos no se apartan de los míos y me alegro de que la penumbra tape mis lágrimas. Bebo. ¡Dios, ahora sí que me pongo malo de verdad!

—Es cocimiento de yerbas —dice Clara.

Quiere que tome más.

—No, ya me he curado.

—¿Tan pronto?

—Tengo hambre.

—Ni la purga de Benito.

Ella misma me trae el caldo de berza y pone el plato en mis labios y lo sostiene mientras bebo. Luego deja en mis manos el pan y el tocino. «¿Te sientes mejor?», me pregunta una y otra vez. No puedo contestarle porque mi garganta también está llena de lágrimas.

Se me hacen cortos los cuatro días. De vez en cuando llega alguna mujer a traerme pan con tocino o unas patatas calientes. Clara me hace una visita por la mañana y otra por la tarde, con un plato de berza y una loncha de jamón. Hablamos. No, no quiero que acabe esto. Pero un día es el juez el que abre la puerta y me dice: «¡Ruso, a la jodida calle!», y salgo con él al camino.

—Mira, si los guardias te preguntan algo les dices que se ha celebrado aquí un juicio, que te han impuesto cuatro días de cárcel y que ya los has cumplido. Y si quieren más explicaciones que me las vengan a pedir a mí, ¡qué carajo!

No veo a Clara por ninguna parte.

—Y ahora, Ruso, a ser bueno.

—Dígale a su hija Clara que no se moleste en venir hoy porque ya me he ido.

—Y a ver cuándo vienes por aquí con ese cordero, para corresponder.

Encuentro a Cuqui a la puerta de casa, esperándome. Salta de alegría al verme, pero está más flaca que un hueso. Por la noche entramos en el sótano de don Matías, el cura, y le robamos patatas, que asamos en el campo. Cuqui se las traga enteras. Lo mismo hacemos las siguientes noches, y siempre le llevo un par de patatas a madre. Ni siquiera me pregunta dónde estuve.

La última de las noches Cuqui se pone a morder las patas a un castrón que el cura tiene allí atado. Es un chivo grande, gordo y capado, un regalo cojonudo para el bueno del juez. De modo que me lo llevo. Cuqui ladra y la sobrina del cura, Florencia, se pone a gritar desde una ventana. Pero la cosa no va a mayores.

Me cuesta toda la noche llegar a Aguasvivas, porque el castrón tiene la fuerza de un toro y me arrastra por donde él quiere. La guerra dura hasta muy entrada la madrugada y llego a la casa del juez como después de una paliza con el vergajo. El juez abre la puerta descalzo y en camisón.

—¡Ruso! Precisamente pensaba en ti. Creí que te traían los guardias.

—Al que traigo es a este castrón.

—Así me gusta, Ruso: que comprendas quiénes son los que te ayudan.

Vuelve calzado y encerramos al castrón en la cuadra.

—Mañana le metemos el cuchillo —dice el juez.

Me sube a la cocina, calienta las patatas que le sobraron de la cena y me las pone delante, con una cuchara, un vaso de vino y pan. Se ríe viéndome comer.

—Con cien como tú el mundo se quedaba sin provisiones.

Luego me manda a dormir a las huertas hasta la mañana. Me encojo al pie de un tronco y me duermo, tiritando de frío, pero ya estoy hecho a pasarlas putas. El sol está alto cuando me llama el juez. Matamos y desollamos al castrón y subimos a la cocina con su asadura. Allí está la mujer del juez, con su cara verde y lanzando unos suspiros de moribunda. Fríe la asadura sin hablar una palabra. Y luego ni la prueba. El juez y yo, mano a mano, engullimos la carne mirándonos como si estuviéramos en pecado y con las bocas chorreando grasa. Por unos momentos he sentido al juez tan cerca como si fuera el propio Gualberto.

—Ruso, no quiero saber de dónde has sacado este bicho. ¡Y qué bueno que estaba el castrón! Si te cogen mis agentes, tú, a callar. Hasta pronto, Ruso, que me huelo que no vamos a tardar en vernos.

Cuando entro en casa, madre me dice que los guardias han estado preguntando por mí.

—Me han llevado al cuartel porque querían que les dijese dónde has metido el cordero del cura.

Se agarra la cabeza y llora.

—¡No quiero saber nada de tus robos! ¡No quiero que los guardias la tomen conmigo! ¡Vete a robar a otro pueblo, maldito!

No me muevo ni digo nada. Cuando se calma, oigo hablar a su espalda:

—Huye, antes de que vuelvan.

En esto que suenan las botas en el camino. Algún vecino me ha visto y ha llamado a los guardias.

—Yo no he robado ningún cordero.

—Lo dice don Matías y los curas no mienten. Su sobrina reconoció a tu sucia perra —dice el cabo.

—Yo no he robado ningún cordero.

—Quítate la camisa, que ella no tiene la culpa de tus delitos.

Como tardo, me la arrancan. El primer vergajazo en la espalda me deja en los ojos un cielo amarillo. Esperando los golpes que llegan uno después de otro, resulta difícil calcular el paso del tiempo. Me arrastro por el suelo gritando de dolor y dos guardias se turnan con el vergajo. De vez en cuando oigo al cabo:

—Vamos, Ruso, habla, que no nos gusta hacer esto.

Pienso en el juez, en lo mucho que me ayuda y en lo buena que estaba la asadura del castrón que nos comimos juntos. Pero siento que la carne de mi espalda se me cae a cachos y abro la boca para confesar. No me sale una palabra. El cabo se da cuenta y manda parar.

—Tranquilo, Ruso, tranquilo, que no ha llegado tu fin del mundo.

Se lo digo.

—Tenías que haber empezado por ahí. Bueno, ¿y dónde has metido el cordero?

—Era un castrón muy grande y se me escapó.

El cabo hace un gesto al guardia del vergajo.

—¡Pregúntenle al cura si no era un castrón muy grande!

—Tú sí que estás hecho un castrón, Ruso.

El cabo lanza un juramento y las palabras salen solas de mi bota:

—Se lo llevé al juez.

—¿Al juez? ¿Y se lo quedó?

—Sí.

—¿Sabía que era robado?

Me encojo de hombros.

—¿Por qué se lo llevaste?

—Le debía unos favores.

—¿Qué favores?

—Hace tiempo se portó bien con madre y a mí siempre me ayuda.

—De modo que robas para pagar tu deuda con un juez. Creo que tú estás loco, Ruso.

—Yo sé cómo arreglarle la enfermedad —dice el guardia del vergajo.

—No, vamos a rellenar el atestado.

El cabo saca de un cajón los papeles con todas las denuncias de los últimos meses y dice al guardia que escribe que me cargue a mí todos los robos.

—Mira, Ruso, como tú has cometido la mayoría de estos delitos, no te compensa que te molamos a golpes para librarte sólo de uno o dos. Así, todos descansamos.

El guardia escribe despacio durante una hora. Luego tengo que poner debajo la cruz de mi firma. Todos los robos de aquel pueblo de ladrones acaban de caer sobre mí. Es de noche. El cabo me dice que me vista y vaya a casa a cenar, pero que vuelva enseguida al cuartel. Me ven tan roto que saben que no podría huir muy lejos. Llego arrastrándome a la puerta de casa, respirando apenas para no mover mi pobre espalda. Madre me pregunta algo desde el cajón de las pajas. Yo sólo hablo para pedirle un cacho de pan. No tiene. Me tumbo boca abajo en el suelo.

—A ver si ahora no robas más —oigo decir a madre.

No me importa no comer. Lo único que quiero es que ella se acerque. Pero pasa mucho rato y no se mueve de las pajas. El mundo es plano y duro y yo estoy muriéndome sobre su corteza. «Adiós, madre», digo. «Ya me tocarás cuando me metas en la caja».

Suenan unos golpes en la puerta.

—¡Ruso!

Me agarran unas manos y me sacan. Es de noche. Los guardias me obligan a andar delante de ellos, empujándome a culatazos en la espalda. El cabo abre la puerta y asoma la cabeza con una vela.

—No hay que tardar tanto, Ruso. Si todo el tiempo te lo has pasado comiendo…

—Pan —digo.

¿Qué sólo has comido pan? Te habrás quedado tonto.

—Pan.

Me mira mejor y comprende lo que digo.

—Dadle un cacho —dice a los guardias; y cierra la puerta.

Me dejan en un rincón del cuarto de la mesa. Al sentarme no puedo apoyar la espalda en la pared, de modo que me echo boca abajo en el suelo. Hay dos guardias mirándome en silencio. Uno lleva en una mano una vela encendida y en la otra un cacho de pan.

—Nos has jodido el día de mañana, Ruso —dice.

Deja la vela y el pan sobre la mesa y agarra el vergajo de la pared.

—Contigo, Ruso, trabajamos más que en la mina.

Yo no puedo creer que quieran pegarme más, y así, el primer golpe cae sobre mi espalda descuidada. Ruedo por el suelo, huyendo de los nuevos vergajazos, y el guardia me persigue entre juramentos. Por fin, me arrincona y me atiza hasta que el otro se le pone delante y le obliga a parar. Luego me tiran encima el cacho de pan y se largan.

A la mañana me sacan esposado a la calle. Es un día gris, con el viento estancado. Los dos guardias vienen de cabreo y ni siquiera hablan entre ellos. Los vecinos se vuelven cuando ya hemos pasado y les veo reírse de mí. Y en cuanto dejamos atrás el pueblo, los guardias empiezan a darme golpes. Es como un juego para entretener el viaje. De vez en cuando uno de ellos se me acerca por detrás y me arrea una patada en el culo o me clava el cañón en la espalda. A las dos horas de marcha entramos en un trozo de camino con zarzas prensadas en los agujeros para que no se hundan los carros, y los pinchos hacen que mis pies descalzos me vayan dejando atrás. Sin darme cuenta quedo muy lejos a la espalda de los guardias y ellos se vuelven y me gritan que me quiero fugar y me esperan y me dicen que siga andando por encima de las zarzas, y no me dejan pisar en otro sitio y se ríen.

A media mañana nos sentamos y ellos sacan pan y dos latas de sardinas y comen sin darme nada. Y al mediodía llegamos a Aguasvivas. El propio juez nos abre la puerta.

—Aquí le traemos a este otra vez —dice un guardia.

—Ustedes ya no saben ni saludar —dice el juez.

Sólo me mira un momento con sus ojillos de alfiler. Luego su cara de sol toma el aire de fiesta de siempre.

—¿En qué lío se ha vuelto a meter el Ruso?

—Dice que ha robado para usted.

—¿Qué ha robado para mí?

—Dice que le ha traído un cordero.

—Eso es verdad. El bueno del Ruso se empeñó en hacerme un regalo.

El juez aguanta la mirada de los guardias.

—¿Y usted no sabe que el Ruso no tiene corderos?

—¡Yo qué he de saber! ¡Yo no vivo en su pueblo!

El guardia que habla da un culatazo en el suelo.

—Algún día habrá que empezar a tiros con los de arriba.

El juez me mira con furia. Entonces hablo yo.

—Yo le dije al juez que lo había criado en casa para él.

Los guardias no se lo creen, pero tiran por otro lado.

—¿Dónde está el cordero?

—Nos lo hemos comido.

—Pues tiene que abonárselo a su dueño.

—No necesito que nadie me diga mis deberes. ¿Y quién es el dueño?

—Don Matías, el cura.

—El clero y la justicia siempre se llevan bien. Que pase por aquí don Matías. Díganselo cuando regresen a La Baña.

El juez les ha despedido, pero los guardias no arrancan a irse.

—A ver si no archiva este asunto y lo manda a Ponferrada.

—Oiga, yo sé lo que he de hacer sin que ustedes me lo digan. Yo soy el juez y ustedes sólo mis agentes.

—Pues sus agentes le traen también esto.

El guardia saca el atestado y el juez lo recoge y lo lee sin ganas.

—Hay suficiente para fusilarlo —dice el guardia.

—¿No se dan cuenta de que aquí sólo figura comida para quitar el hambre? ¡Qué coño, también el Ruso tiene derecho a comer! —dice el juez.

—Si usted tuviera que hacer rondas extraordinarias para cazarlo y escribir a todas horas denuncias y atestados y sudar doce horas de camino para traerlo ante usted cada lunes y cada martes, sólo pensaría en fusilarlo.

—Buenos días.

El juez les firma el recibo y los guardias se van. Luego el juez me palmea el hombro.

—¡Así hay que portarse, Ruso! Lo primero que uno ha de ser es hombre y un hombre nunca debe delatar a un amigo.

Me vuelvo y me levanto la camisa para enseñarle la espalda.

—Mire cómo me han puesto.

—¡Pues hay que aguantar, hijo, hay que aguantar! Todo el mundo aguanta, incluido este juez que tienes delante. ¿Crees que yo no tengo que aguantar las consecuencias por ayudarte?

Estoy a punto de decirle que los únicos dolores que le caen por mi culpa son las gallinas, los conejos y los corderos que le llevo.

—¡Eh, María!, vamos a hacer una obra de caridad quitándole el hambre al Ruso.

El juez me lleva a la cocina. Su mujer tiene la cabeza bajo una manta y sobre el vapor que sale de un puchero que huele a diablos.

—Siempre está enferma, pero nos enterrará a todos —oigo decir al juez.

Él mismo me prepara un bocadillo con carne de cordero y me lo da con un guiño, como diciendo: «Engañamos a los guardias». Luego volvemos al cuarto.

—Mira lo que hago con el atestado —dice, partiéndolo en cachos—. Y ahora mismo te marchas a tu casa, y si esos tipos se te acercan con mala cara les cuentas que el juez te ha dado la libertad condicional porque se le ha puesto en los cojones, y que si te tocan un pelo les meto un paquete que los jodo.

Paso cinco días en casa sin moverme de las pajas. Al marchar al campo del tío Gabino, madre deja a mi alcance una lata de agua y algunas veces un cacho de pan. Hasta que el cabo me manda aviso con un número.

—Yo no he robado nada.

—No, no te llamo para sacarte ningún robo, ni siquiera para hacerte pagar la desvergüenza del juez. ¡Esto sí que ha sido alcaldada! ¡No te ha tenido ni un día de arresto en su cuadra, con el atestado tan gordo que le enviamos! ¡Bueno debía de ser el cordero! En fin, Ruso, sólo quiero hacerte una pregunta y que quede entre nosotros. Dime la verdad, Ruso: ¿sabía el juez que tu cordero era robado? Cualquiera que sea tu contestación no te pasará nada. Es que, Ruso, ese hombre me tiene intrigado. No quiero más que saber esto, para olvidarlo después.

Le digo que no moviendo la cabeza. El cabo suspira.

—De modo que no.

—No.

—¿Cuándo te vas a decidir a ser amigo nuestro?

Trato de no mirarle como se mira a un cabrón.

—Creo, Ruso, que tanto el juez como tú deberíais estar colgados en el campanario, uno de cada lado, haciéndoos contrapeso.

Este año llegan pronto las nieves, de modo que he acertado no yendo al lago. Con frío es más difícil aguantar el hambre, y cuando en casa no hay berzas por las noches abro cantinas. A veces me acompaña Gualberto. Un día se abre la bragueta y quiere saber quién de los dos la tiene más larga. Alborota la noche con su «¡uuuuhhhh!» cuando resulta que él me gana.

Y, por fin, vuelve mi hermano Mario de Orense. Lo encuentro igual de parado y de tonto. Madre le abraza y le besa y le llama «hijo». Saca de su bolsillo un cacho de tocino y se lo da. Es como si lo hubiera estado guardando todos estos meses para él.

—Mal tiempo —dice mi hermano sentándose en una banqueta y partiendo el tocino con una navaja nueva.

A madre la veo feliz.

—¿Qué tal te ha ido, Mario?

—Pagaban bien y he ahorrado.

—Tú sí que eres un buen hijo.

—En las canteras de Orense cualquiera puede ser un buen hijo.

—¿Dónde están? —digo.

—Por los montes de ahí. Pero no siempre le admiten a uno. Si piensas ir, déjalo para la primavera.

—Sí, pienso ir —digo.

Madre no quita la vista de Mario.

—¿Qué harás con tus ahorros, hijo?

—Comprar tierra y algunos ganados.

—¡Se terminó el hambre para la familia! —dice madre.

—Porque pienso casarme algún día —dice Mario.

Madre se queda de piedra.

—¿Quién es tu novia?

—Ninguna.

—Entonces, ¿por qué dices que te vas a casar?

Mario deja de comer, pone el tocino sobrante en la esquina de su banqueta, cierra la navaja y la guarda en su bolsillo.

—Todo el mundo se casa, ¿no?

—Eso no es verdad. Todo el mundo no se casa. Mejor se vive soltero. ¿Y qué sabes tú de mujeres? Todas son unas putas y yo no permitiré que mi hijo se case con una puta.

—Todo el mundo se casa —dice Mario con la cabeza baja.

—Pero, hijo, si a ti nadie te ha visto hasta ahora hablar con una mujer.

Mario se levanta y empieza a andar por la casa arrastrando los pies.

—Tú no eres un golfo, como tu hermano, a quien ya le han visto revolcarse como un cerdo con alguna del pueblo —dice madre.

Quiero echarme novia —dice Mario.

—Si sales a la calle no ves más que putas.

—Quiero echarme novia.

Madre le agarra de los brazos.

—¡Si a ti no te gustan las mujeres!

Mario respira muchas veces antes de lanzar su grito:

—¡Quiero tocar un culo y unas tetas y lo haré ahora que tengo dinero!

—¡Tú no eres para eso!

—Soy hombre y quiero casarme.

—¡Tú no eres hombre! ¡Eres Mario, mi hijo!

Mario toma la puerta y sale tropezando aquí y allá.

—¡Sólo encontrarás putas! —dice madre.

Dicen que ya es abril. Ha sido un invierno duro, pero a mí no me ha ido tan mal, porque he hecho las cosas con cabeza. He seguido robando, como siempre, en cuadras y en gallineros, y en las cantinas de Simplicio y de Eulalia, pero también me he buscado la protección de don Matías. La cosa empezó por Navidad, cuando entré un domingo a oír misa y luego esperé a que se marcharon todos y tosí. Don Matías salió de la sacristía y me vio y se acercó intrigado.

—No me digas que eres el Ruso.

—Sí.

—¡Cabrón! ¿Cómo te atreves a presentarte ante mi vista en la iglesia?

Siguió avanzando con los puños cerrados y yo esperé a tenerlo casi encima para dejarlo parado:

—Quiero confesarme.

—¿Qué has dicho?

Se lo repetí y él se quedó mirándome a los ojos.

—No quiero morirme e ir al infierno con tanto robo encima.

—Sí, todo el mundo tiembla ante la muerte. ¿De qué te estás muriendo, Ruso?

—De los vergajazos de los guardias.

—Eso no es una enfermedad sino un castigo de Dios.

Clavé la vista en el suelo y don Matías apoyó su mano en mi hombro.

—Anda, ven conmigo y a ver si encuentro un confesionario tan grande como para meter todos tus pecados.

El aliento de don Matías olía a cebolla.

—Descarga, hijo.

—No sé por dónde empezar.

—Pues dime que empezaste a robar a los seis años y que no has parado.

Lo dije.

—Ahora debes arrepentirte y prometer que no robarás más.

Me arrepentí y lo prometí.

—Sobre todo, que no robarás corderos a la Iglesia.

Lo prometí.

—Y que le quitarás a tu perra la mala costumbre de llevarse huevos ajenos.

—La ahogaré en el río si hace falta.

—Eso está bien.

—Oiga, padre, ¿le pagó el juez su cordero?

—¿Sabes lo que me dijo? Que se lo comió ignorando que era robado y que un juez no puede abonar un robo porque sería como tomar partido por una de las partes y que la justicia debe ser siempre imparcial.

—Mire, padre: si yo no me hubiera confesado ya del robo de ese cordero, se lo pagaría de alguna forma.

—Lo cortés no quita lo valiente. Pero, mira, Ruso: me conformo con que me mandes a tu madre por casa a que yo haga algo por ella.

Desde aquel día me pregunté muchas veces por qué no se me ocurrió antes aquel remedio. Al día siguiente de cada robo ya estaba confesándome con don Matías, aunque si había robado un pan y un jamón, sólo le nombraba el pan, no fuera el muy castrón con el cuento a los guardias.

—Pero, Ruso, ¿no me prometiste hace poco que no robarías más? —decía siempre don Matías.

—Tengo hambre, padre.

—Pues haz penitencia, como los santos.

También iba a misa todos los domingos y comulgaba de su mano. Cuando los guardias me cazaban, yo siempre buscaba ocasión de pedir a Félix o a Raúl o a cualquier vecino, que avisara al cura y don Matías se presentaba en el cuartel al principio de la paliza.

—Suelten al Ruso, que ya se ha arrepentido de ese robo —decía don Matías.

—Habrá saldado su deuda con Dios, pero no con nosotros, padre —decía el cabo.

—Les pido, por favor, que me lo entreguen, que las palabras de un ministro del Señor son más duras que su vergajo.

Y siempre acababa llevándome consigo. Luego me tocaba llorar un poco cuando, por el camino, don Matías me echaba el sermón y yo le juraba que trataría de vencer el hambre la próxima vez. Le repetía una y otra vez la palabra «hambre», pero él siempre se iba hacia sentencias del Evangelio y nunca en aquellos meses me dio ni una miga de pan. No siempre me libraba del cuartel: a veces, estaba tan harto de tanta promesa incumplida, que me abandonaba a mi suerte, y cuando volvía a robar y luego llegaba al confesionario, me decía:

—Algún día, Ruso, se me van a hinchar de verdad los cojones.

Y volvíamos a empezar, él a salvarme el alma y yo a asaltar cantinas. Fueron unos buenos meses.

Estoy en el río cogiendo truchas a mano. Las que tiro a la orilla, Cuqui les quita los coleos cortándoles el cuello de un mordisco. Se come la cabeza y suelta el cuerpo. Se lo enseñé hace meses.

—¿No oyes, Cuqui? —digo.

Es una música lejana. Luego nos llega el ruido de pasos y Cuqui y yo nos escondemos. La musiquilla se oye cada vez más cerca, y por fin aparecen dos hombres sobre caballos delante de tres mulos con garrafas. Uno de ellos toca una flauta. Salgo de los arbustos y me miran. El de la flauta se la ha quitado de la boca.

—¿Dónde venden esas flautas? —digo.

—En Orense. Nosotros somos de allí y vamos con este aguardiente a León.

Los dos tienen barba de días y visten tabardos negros con grandes bolsillos.

—Y luego vuelven a Orense, ¿no? Así que pueden comprarse otra flauta. ¿Qué quieren que les dé por esa que llevan?

—Tu perro.

—A Cuqui no lo cambio por nada.

—¿Qué otra cosa tienes?

—Truchas.

—Vengan dos docenas de ellas y tuya es la flauta.

No desmontan para verme pescarlas.

—Jamás he visto destreza como la tuya —dice uno de los hombres.

—Nadie me gana en esto en Las Cabreras.

Cuentan las truchas según las van metiendo en una bolsa de lona. Luego, el de la flauta saca la escopeta que lleva en la funda.

—Adiós, muchacho. Te compraré una flauta en Orense y te la traeré en el siguiente viaje.

—¡Usted me cambió la flauta que tiene en la mano!

—¿Qué más da una que otra? Todas son iguales. ¿Y con qué mataría yo ahora el aburrimiento?

—A mí no me asusta una escopeta. Si no me da esa flauta…

Los hombres ríen y ponen en marcha sus caballos.

—¡Romperé sus garrafas a pedradas! Conozco bien los montes y les apedrearé sin que me vean. ¡Su aguardiente quedará para los lagartos!

Lo piensan. El hombre de la flauta me la tira con un gruñido.

Es una flauta de dos palmos, de madera barnizada y con seis agujeros. El primer sonido que le saco levanta las orejas de Cuqui. Me da la noche sentado en el mismo sitio, soplando aquella música de guitarra que oí en Carmona y acabando aburrido de no oír más que un «fly, fly, fly» de cigarra.

Félix, Raúl y Gualberto me dicen que se van a la fiesta de Robledal y que vaya con ellos. Hacemos el camino saltando al son de mi flauta. Llegamos al anochecer a una plaza cubierta de banderines de papel y un montón de gente bailando lo que tocan tres músicos con bombo y trompetas. Subo a la plataforma de madera y me pongo junto a ellos a soplar mi flauta, pero un guardia me baja de una hostia. Félix, Raúl y Gualberto se ríen tanto que aquello es como una señal para empezar nuestra fiesta.

—¡Vamos a por carne! —dice Raúl.

Formo con la mano una raja ante Gualberto y se pone a gritar con nosotros. El baile está lleno de hembras de nuestra edad y nos lanzamos con hambre sobre ellas, porque Félix y Raúl hace tiempo que también probaron lo bueno. Enseguida agarran pareja. A Gualberto y a mí todas nos vuelven la espalda. Dicen: «¡Pero si es el Ruso!» y huyen como si yo tuviera la peste. No sabía que mis robos me habían hecho tan famoso en todas Las Cabreras. Hago una seña a Gualberto y cruzamos el baile tocando culos. Luego le enseño el ayuntamiento y el depósito en el que me han encerrado tantas veces.

—¡Eh!

Una voz nos llama desde dentro. Me acerco a las rejas del ventanuco.

—¿Quién eres?

—Sácame de aquí.

El mundo está mal hecho. A la gente no se le debe encerrar por coger un poco de comida para matar el hambre, si no tiene tierras para sembrar patatas y berzas y nadie le da trabajo, mientras que el juez, el cura y los guardias comen todos los días sin tener que sembrar patatas y berzas y sin tener que buscar trabajo como los demás, porque ellos sólo están para que la gente no robe, de modo que si todos tuvieran patatas y berzas o trabajo no tendrían que robar y el juez, el cura y los guardias no harían falta, así que el juez, el cura y los guardias dicen: «Que se joda, para que robe», y entonces van y meten al ladrón en el depósito.

No sé por qué ayudo a este tipo, pero el caso es que saco mi hierro del bolsillo y muevo la cerradura y abro la puerta y su sombra pasa ante mis narices como un corzo espantado.

—¡Qué no te sigue nadie, desagradecido!

Luego voy hasta una casa a romper cristales a pedradas y Gualberto hace lo mismo y luego entramos en las cantinas a robar vasos de vino a los hombres que miran hacia otra parte y luego nos juntamos con Félix y Raúl y robamos un garrafón lleno y vamos debajo de un árbol a bebérnoslo.

—No hay nada que hacer con estas mozas de Robledal —dice Raúl.

—En cuanto te las quieres llevar al campo, se sueltan y corren hacia sus amigas —dice Félix.

—Son unas putas —digo.

—¡Qué más quisiéramos nosotros! —dice Raúl.

Gualberto bebe la última gota del garrafón y estamos borrachos. En el baile atacamos a unas hembras y nos liamos a golpes con otra cuadrilla que se las quiere llevar y todo acaba cuando alguien grita: «¡Los guardias!», y corremos y nos tumbamos a dormir en un prado.

—Toca la flauta —dice Raúl.

—¡Hostias! —digo.

Nos despiertan las campanas de la misa del domingo. Lo primero que siento es la tripa vacía. El pueblo aparece roto y gastado por la fiesta de anoche, pero ahí va la gente en rebaño a la iglesia. Nos ponemos en pie y tomamos en silencio el mismo camino. Todos los hombres y mujeres que nos rodean llevan caras de sueño y de lucha y pienso en los brincos que habrá habido anoche en las camas de Robledal.

—Por aquí nos llevan a misa —dice Félix.

—¿A qué vamos? —dice Raúl.

—¡A comer! —digo.

Nos ponemos en la última fila, yo detrás de una mujer rellena. Sale a decir misa un cura joven con ojos de trucha y en el confesionario se mete un cura viejo que va hablando solo. Al arrodillarnos y al levantarnos me las arreglo para tocar los jamones de la que tengo delante. Repito el asunto dos veces más, hasta que ella se vuelve con el cuezo en la mano y me lo estrella en la cabeza. Félix, Raúl y Gualberto se ríen y en la iglesia se oye un chist general.

—Ya no dejan ni vivir a gusto —digo—. Voy a confesarme.

—¿A confesarte? —dicen Félix y Raúl.

El cura viejo me recibe con unas palabras que no entiendo. Dice: «Anoche soñé que en el infierno también había curas».

—¿Qué dice?

—¿Qué he dicho? —dice él—. Empieza, hija mía.

Lo único que quiero es hacer el mono ante Félix, Raúl y Gualberto.

—¿Dónde se ha metido usted, señor cura, que no le veo ahí dentro?

—No te entiendo el pecado —dice el cura.

Meto la mano en el confesionario para ver si encuentro al cura en la oscuridad y le toco el pecho.

—Ahora no, hija mía. ¿Cómo te llamas? ¿Eres casada o soltera?

Entonces me doy cuenta de que aquel cura es tonto.

—¿Qué dice usted? ¿Qué si soy casada o soltera? ¿No ve que soy un hombre?

El cura se queda sin respirar.

—Perdón. Se ve tan poco…

—Jesucristo ve en la oscuridad y si usted no ve es que no es Jesucristo. Nunca más me confesaré.

—No digas eso, muchacho. No te condenes a ti mismo.

—Usted me acaba de condenar, porque usted tenía que ser Jesucristo y no lo es.

—Jesucristo también sufrió las miserias del cuerpo de los hombres.

Me levanto y el cura me quiere agarrar.

—Escucha, hijo: yo ya no sé ni lo que soy.

—Pues no se siente ahí a engañar a la gente.

—No eches sobre mi conciencia la condenación de tu alma.

—Le hago un trato: volveré a confesarme si usted me dice dónde vive la puta del pueblo.

Lo piensa.

—Cuando acabes, ¿correrás a confesarte el pecado conmigo?

—Sí.

—Júramelo.

—Se lo juro.

—La Antonia vive en la casa verde de la carretera que siempre tiene colgada una braga como reclamo.

Cuando echo a andar, me dice:

—Peca pronto, que tengo prisa.

Félix, Raúl y Gualberto me siguen y en la puerta me preguntan adonde voy. Se lo digo y quieren acompañarme.

—Bueno, pero a la cola.

La Antonia tarda en abrir porque está durmiendo. Es una mujer casi enana, con un gran moño en la punta de la cabeza que no se lo suelta ni en la cama.

—¿De dónde eres? —dice.

—De La Baña.

—Tengo allí clientes.

El peso de las tetas le hace ir caída hacia delante.

—¿En qué me vas a pagar?

La Antonia me lee en el rostro y se pone en jarras.

—¿Crees que trabajo por amor al arte? Y te advierto que en fiestas subo la tarifa.

En un rincón de la cocina está su cama deshecha.

—Pide lo que quieras, que yo te traigo enseguida el mundo entero.

—Entre ir y venir de La Baña se te irían las ganas.

—No, yo me arreglo por aquí cerca. Soy el Ruso.

Los ojos de la Antonia vuelven a creer en mí, porque le ha llegado mi fama.

—Debí reconocerte por tu pelo de trigo. Pues anda, Ruso, ve y tráeme un conejo.

Estoy en el depósito de Robledal. Mala suerte: había un guardia meando contra la cuadra en que entré a por el conejo. No tuvo más que abrocharse la bragueta y agarrarme del cuello. Crucé el pueblo en medio de la pareja y al pasar por la casa verde de la Antonia me hizo adiós con la mano desde la ventana de donde cuelga la braga. Después de la paliza en el cuartel me encerraron en este depósito, y cuando les dije que tenían que llevarme al juez me dijeron que el mejor juez era el vergajo. Han pasado seis días, han acabado las fiestas y nadie se acuerda de mí. Hace dos días acabé el último cacho de pan que me pasaron Félix, Raúl y Gualberto por las rejas de la ventana, y no he podido abrir la cerradura porque los guardias me quitaron el hierro del bolsillo. Ahora está amaneciendo un día rojo y veo pasar a la gente del pueblo arrastrando los pies hacia los campos. Les llamo, les pido pan, me miran y siguen adelante. La cabeza me da vueltas y me tumbo en el suelo. Se acerca la voz de una mujer cantando. ¡Abre la puerta! Doy un salto y la tiro al suelo al huir y ella empieza a dar gritos. He podido ver su escoba y su balde; era la mujer que limpia y no sabía que en el depósito había un preso.

Cinco truchas crudas me llenan la tripa para el camino, y al llegar a La Baña veo a don Matías y a su sobrina Florencia hablando frente a la cantina de Eulalia. Don Matías entra a jugar la partida y ella toma el camino de su casa, con la cesta vacía en la que ha traído fruta, huevos o qué sé yo. Está muy buena la Florencia. Como siempre la he visto cerca del cura y vestida de negro, nunca me había parecido más que una triste mujer del rosario. Pero vaya si tiene lo suyo la Florencia. La sigo a distancia hasta el muro de su casa y espero a que abra la puerta de hierros y la cierre y a que cruce el jardín y abra la otra puerta y entre. Entonces salto el muro, y mientras hago un poco de tiempo le como al cura dos docenas de peras. Luego llamo. Florencia sale con la boca pringada de mermelada.

—Vengo a confesarme con don Matías.

—No está.

Florencia se limpia los labios con la lengua.

—Es que tengo miedo de morirme con el pecado.

—A don Matías nunca se le muere un moribundo antes de tiempo. Date una vuelta por ahí y vuelve a la hora del chocolate.

Cuando quiere cerrar la puerta, meto el pie. Puede decirse que entonces nos miramos por primera vez. Por un momento la piel de Florencia se queda como el cristal.

—Te he mentido por no molestar a don Matías. Está al final de su siesta —dice.

Empujo la puerta y a Florencia, y entro.

—Yo también te he mentido. El pecado que quiero confesarme con don Matías lo voy a cometer ahora.

Echa a correr y la alcanzo. Claro que está bien maciza la Florencia. La sujeto fuerte y la beso en la boca. Ella la cierra como un cepo y lucha sin un ruido. Me gustan las hembras con buenos músculos, como ella.

—Cuando lo sepa don Matías te mete dos cartuchos en la frente.

Lucha sin perder la cabeza, sin gritos, sin agotarse inútilmente, de modo que yo tengo la impresión de enfrentarme a un animal sin sangre y sin miedo. Cuando quiero meter las manos por la ropa de los pechos, ella se me escabulle como si hubiera estado esperando aquel descuido mío. Va escaleras arriba y se encierra en un cuarto del otro piso y cierra la puerta por dentro antes de que yo llegue. Quedo contra la puerta pensando que un momento antes era mía la Florencia y ahora no. Doy patadas con rabia y empujones con el hombro.

—¡Abre! ¡Abre! ¡Quiero que abras!

Mi voz parece la de un loco. Y de pronto me veo fuera de la casa intentando trepar por la fachada, buscando un árbol cuyas ramas suban hasta esa ventana. Me rompo las uñas, caigo, ruedo y me descalabro, y nada consigo. Entro y salgo de la casa, llego ante la madera que me separa de Florencia, grito, golpeo. Soy el dueño de toda la casa, menos de aquel cuarto. La casa de don Matías es la mejor de La Baña.

—¡Abre! ¡Abre! ¿Aún no te has cansado de hacerlo con un viejo?

Es una casa llena de cuartos y de muebles, como yo nunca había visto. Pero no me importa nada de lo que hay allí, ni siquiera los jamones y demás comida que encuentro en el sótano. Sólo me importa Florencia. Cuando oigo el chirrido de la puerta del muro comprendo que la casa no es tan mía como pensaba. Es don Matías. Oigo sus pasos en la escalera y la cancioncita que silba, como siempre que gana al dominó. En cuanto pasa, salgo del cuarto y echo escaleras abajo, y él deja de silbar para ver qué pasa. Y entonces Florencia se pone a gritar:

—¡Tío, el Ruso está en la casa! ¡Me quería desgraciar!

Los juramentos de don Matías me llegan cada vez más lejos, y al cruzar la puerta del muro oigo dos disparos y dos perdigonadas se estrellan sobre mi cabeza.

—¡Ah, cabrón, ya te cogeré! ¡Todavía no ha nacido quien le quite al cura de La Baña lo que es suyo!

Justo en el mejor sitio de truchas se está bañando un hombre, así que he de esperar a que se largue, aunque habrá espantado toda la pesca. Los ríos no son para bañarse. El único vecino que se baña en el río es el maestro, porque dice que en las casas no hay agua. Y menos mal que sólo lo hace en agosto. El hombre que veo en pelotas es uno que suele venir un par de veces al año a comprar vacas y corderos. Su ropa está en la orilla y hay una cosa brillante sobre una piedra. Espero a que el hombre quede tras unos juncos, para acercarme. Es una especie de pulsera con un cristal redondo encima de unos números. La cojo y me la llevo. Al acercármelo a los ojos, oigo un «tic–tic–tic» y la suelto. Está en el suelo y no se mueve. Nunca he visto un bicho así. Me agacho para ver dónde tiene la boca. Sigue con el «tic–tic–tic», pero no se mueve. No es un bicho. Me marcho con aquella cosa pegada a la oreja.

En casa, madre me dice que Mario ha comprado un cacho de terreno al tío Gabino y un rebaño de corderos al primo Romualdín.

—Ahora nos respetarán más en el pueblo —dice.

—Y no pasaremos tanta hambre —digo.

—¡Ni tú ni yo tocaremos una miga de lo que tiene tu hermano! Lo ha ganado con su esfuerzo y es suyo.

Mario está afilando la hoz contra una piedra.

—Me ha costado mucho ganarlo en Orense —dice.

Madre me ve la cosa y la coge. Mario levanta la cabeza.

—Es un reloj. Había en Orense —dice.

—Yo también vi algunos en América. ¿A quién se lo has robado, cabrón? ¡Eres mi cruz! Pronto vendrán los guardias a sacarme los robos de mi hijo. ¿Por qué no has salido como tu hermano? ¿Qué he hecho a Dios para que me castigue así?

Duermo con el reloj pegado a la oreja para oír el «tic–tic–tic». A lo largo de la noche me despierto varias veces y me vuelvo a dormir con el mismo ruido. Madre se revuelve a mi lado.

—Con ese escándalo no vas a dejar dormir a tu hermano —dice.

Por la mañana, Mario, sentado en las pajas, me dice:

—Dale cuerda.

Y coge el reloj y me enseña cómo se hace.

—¿Para qué tiene esos números?

—Para saber la hora.

—¿La hora de qué?

—La hora de acostarse y de levantarse, de comer y de cenar.

—Y la hora de trabajar —dice madre, echada entre los dos.

—Cuando oyes: son las ocho o son las doce, es que alguien ha mirado un reloj antes.

—En el pueblo hay mucha gente que lo dice y no tiene reloj. Yo mismo lo he dicho.

—Es que también se puede decir la hora mirando el sol.

—Ah.

—Ahora son las siete de la mañana y tengo que coger los corderos que le compré ayer al primo Romualdín. Si me ayudas, parto contigo el pan del mediodía.

Mario me devuelve el reloj y allá vamos. Me ha puesto el reloj en la muñeca derecha. A los pocos pasos dejo de oír el «tic–tic–tic». Me pongo a darle cuerda y Mario me dice que no, que lo voy a reventar.

Bueno, y de pronto me doy cuenta de que el reloj hace «tic–tic–tic» sólo cuando tengo el brazo levantado. Y así lo llevo.

El rebaño es de cuatro corderos y Romualdín nos despide diciendo que los criemos con bien. El terreno de Mario está a dos kilómetros del puente y en esto que aparece un perro y nos espanta los corderos. Los perseguimos por aquí y por allá, pero sólo recogemos tres.

—Creo que se ha metido hacia el pueblo —dice Mario.

Echo a correr. Unos críos lo han atrapado cerca del cuartel.

—Venga, que es de mi hermano —digo.

Me lo llevo en brazos.

—¡Alto, Ruso! Por lo visto ya no te importa hacerlo de día y ante nuestras propias narices. ¿También se lo llevabas al juez?

Es la pareja de guardias.

—Este cordero se le ha escapado a mi hermano.

—Hale, p’adentro y le cuentas eso al cabo.

Espero más de dos horas a que el cabo aparezca por el cuarto, y se sienta detrás de la mesa, y me obligan a tener todo el tiempo el cordero en brazos. El cabo saca unos papeles del cajón y los mira y me pregunta:

—¿A quién has robado ese cordero, Ruso?

—No lo he robado. Es de mi hermano y se lo llevaba.

—De modo que ahora te dedicas a robar a la familia. Anda, déjalo en el suelo.

Lo dejo.

—No tienes que saludarme con el saludo falangista.

—No estoy saludando.

—Entonces, ¿por qué levantas el brazo así?

—Para que no se me pare el reloj.

El cabo me lo quita de la muñeca, lo mira y luego lee en uno de los papeles.

—Es el reloj de la denuncia del tratante. Tú se lo robaste.

—Lo encontré tirado junto al río.

—No, se lo cogiste al hombre mientras se bañaba. Además, aquí tienes una cuenta pendiente de cincuenta y seis robos, a los que hay que añadir el intento de violación de la sobrina del cura. ¿Sabes lo que nos ha dicho don Matías? Que te ha vuelto a cargar todos los pecados de que te absolvió en los últimos meses y que te deja para siempre en nuestras manos.

—Yo no he robado nada. Todo el pueblo está contra mí.

—Yo diría que tú estás contra todo el pueblo. Eres una máquina de robar, Ruso. Creo que en toda España no habrá un caso como el tuyo. Bueno, vamos a rezar el rosario: yo te nombro el delito y tu respondes «sí, señor». En la noche del 2 de febrero, de la cantina de Eulalia se llevaron dos quesos.

—¡Yo no fui!

El cabo hace una seña y un guardia descuelga el vergajo de la pared. Entonces veo la cabeza de mi hermano.

—Este, que dice que el cordero del Ruso es suyo —dice el guardia que le acompaña.

Casi tiene que empujar a Mario para que entre.

—¿Cómo te llamas? —dice el cabo.

—Mario Bayo.

—Así que el Ruso es tu hermano.

—Sí.

—¿Es tuyo este cordero?

—Sí.

—Lo hemos encontrado en manos de tu hermano. ¿Te lo robó?

—No. Andábamos los dos con el rebaño y el animal se había escapado.

—Cógelo y puedes retirarte.

Mario levanta el cordero, me mira y sale. El cabo también me mira durante un largo rato.

—Oye, Ruso, ¿a ver si resulta que no eres tan ladrón como todos creemos? Pensándolo bien, aunque te dividieras tú no podrías robar tanto.

No me fío de él. Creo que me está poniendo una trampa.

—Es imposible que un mismo hombre esté al mismo tiempo en varios sitios, y aquí tengo hasta cinco denuncias de robos cometidos en la misma noche.

Guarda los papeles en el cajón y se levanta.

—Tengo una idea, Ruso.

He pasado la noche tumbado en el suelo del cuarto. Antes de dormir entró un guardia a darme un cacho de pan. Yo me quedé mirando la lata de sardinas que llevaba en la mano, y él dudó y de pronto se puso a abrirla y dejó sobre mi pan una sardina. También me trajo una botella de agua.

A primera hora de la mañana el mismo guardia me levanta del suelo y me pasa a otro cuarto. Desde el pasillo he visto a la puerta del cuartel al cabo hablando con un hombre de espaldas. El guardia no cierra la puerta del cuarto y me dice por señas que me acerque y escuche. El cabo y el hombre entran en el cuarto de la mesa. El hombre se llama Aniceto.

—Dice usted que anoche le robaron dos pollos —oigo decir al cabo.

—Oí ruido, bajé a la cuadra y allí estaba el Ruso retorciendo los cuellos a mis bichos. «¡Cabrón, deja lo que no es tuyo!», le grité, pero huyó como un rayo con mis pollos. ¡A ese Ruso tendríamos que matarlo entre todos!

—Así que fue el Ruso.

—Siempre es el Ruso.

—Ya veo que siempre es el Ruso. ¿Podría usted jurar que fue él?

—Sobre la Biblia.

—¿Le vio la cara?

—¡Si lo tuve delante!

—En la cuadra habría poca luz.

—Pero la suficiente para ver su maldita cara y sus malditos pelos rubios.

El cabo levanta la voz y dice al guardia que está conmigo que pasemos. Al verme, dice Aniceto: «Ya me lo han cazado, ¿eh?» y levanta la mano para darme un golpe.

—Quieto. Sí, ya hemos cazado al Ruso, pero no esta mañana, sino ayer —dice el cabo.

Aniceto mira al cabo y nos mira a todos, sin comprender. El cabo se levanta y le agarra de la ropa.

—¡Tenemos al Ruso en el cuartel desde ayer por la tarde! ¡Esta noche sólo nos ha podido robar a los guardias!

Aniceto calla y se pone pálido al ver al guardia con el vergajo en la mano.

—¿Qué van a hacer ustedes? —dice.

—Aquí castigamos a los mentirosos tanto como a los ladrones.

—Bueno, miren, yo no les mentí, sólo me equivoqué.

—Equivocarse sobre la Biblia es como jurar en falso.

—Les recuerdo que soy primo segundo del cura.

—Luego me vienen usted y él a pedirme explicaciones.

Obligan a Aniceto a quitarse la chaqueta. Al primer golpe se dobla como si fuera a coger algo del suelo. Tiene una espalda ancha y gorda y el vergajo hace contra ella un ruido de trueno seco. Da vueltas por la habitación a pasitos cortos y el guardia le persigue con ganas. Aniceto cierra la boca para no gritar de dolor y me mira como si yo tuviera la culpa.

Cuando me canso de truchas y lagartos, bajo al pueblo a robar otra clase de comida. Llevo un nuevo hierro para abrir cerraduras y ninguna se me resiste. Hoy no ha faltado nada para que me eche el guante la pareja. ¡Desde hace tres meses qué ganas tienen de pillarme! Prisca me dijo que han llevado varias veces a madre y a Mario al cuartel. El día que yo tenga un arma mato a los guardias. También quiero matar a ese bulto negro que ahora avanza por la cañada. ¿A qué coño vendrá por estos montes don Matías? Me escondo cerca del río, a ver qué hace. Y resulta que no es don Matías, sino otro cura. Le conozco. Se llama Feliciano y su familia es de Cardilla. Hace tres o cuatro años que no nos vemos. Le salgo al paso y él se asusta.

—Usted es don Feliciano, ¿verdad?

—Sí, pero yo a ti no te conozco.

Un segundo después dice:

—¡El Ruso! Te has hecho un hombre en poco tiempo. No me digas que andas huyendo de la autoridad.

—Sí.

—¡Lo mismo que la última vez que te vi! Parece que te gusta el juego.

—A ellos sí que les gusta atizarme con el vergajo.

—Es malo que llegues a convencerte de que sólo robando puedes comer.

—¡Usted me dirá!

—No me trates de usted. Sólo tengo diez años más que tú y aún recuerdo cuando veníamos todos en cuadrilla a pescar en este mismo río. Ahora soy capellán del ejército en Orense y sólo vengo por aquí cuando hago una escapada.

—Te convido a truchas.

Con la sotana y los pantalones arremangados sólo agarra una cuando yo agarro tres. Aunque es delgado, ya tiene tripita de cura. Su familia hizo dinero después de la guerra. Dicen que su padre ganó tierras, casas y ganados denunciando a los vecinos que eran rojos. Dicen que él mismo solía ir con una pistola a matarlos y luego hacía el cambio de papeles en el ayuntamiento.

—¿Sabes, Ruso, que somos medio parientes? Una tía de tu madre era hermana de una tía mía.

«Pues a ver si se nota», pienso. Asamos las truchas y nos las comemos mientras él me cuenta cosas de Orense, del cuartel y de su casa. Así nos da la media tarde, tumbados bajo un árbol y hablando. Yo le cuento que paso mucha hambre y él me dice que marche a donde no me conozcan y me den trabajo, pero yo le digo que es en aquellos montes donde yo me siento a salvo de los guardias, y él me dice que no me perseguirían si yo no pecase, y, yo le digo que ellos me seguirían aunque yo fuera Jesucristo porque la han tomado conmigo.

—Mira, Antonio, lo que te pasa es que has llegado a creer que el mundo te lee en la cara que eres ladrón y que en ningún sitio estarás seguro, excepto en tus montes. Además, sospecho que piensas que tu destino es seguir robando.

—¡A ver!

—Pero no has de desesperar. Dios aprieta pero no ahoga.

—Lo mejor sería que Dios me ahogase de una vez. Lo peor del hambre es que nadie se muere de ella.

—¿Por qué dices eso?

—Porque yo tendría que estar muerto.

—¿No ves cómo Dios aprieta pero no ahoga? Cada uno debe afrontar su destino.

—¡Qué remedio!

—Todos sufrimos en este mundo.

—Pero unos más que otros. ¿Qué hay que hacer para ser cura?

Suenan pasos a nuestra espalda. Feliciano se vuelve como un relámpago y queda de piedra. Son los maquis, con Pedrón a la cabeza.

—¡De pie con los brazos en alto!

Son nueve y van armados con fusiles. Llevan los rotos de la ropa cosidos con cuerdas.

—¿Cómo andas en tan malas compañías? —dice Pedrón.

—Me tropecé con él en el río y… —dice Feliciano.

—No te lo preguntaba a ti, sino al Ruso. ¿Eres amigo de un tipo como este, Ruso?

—Pues ya ves. Y además resulta que es medio pariente.

—Qué desgracia.

Pedrón y los demás lanzan a Feliciano miradas negras.

—Teníamos ganas de echarte mano —dice Pedrón.

—Pues aquí me tenéis —dice Feliciano, pero sus labios tiemblan.

—Ya sabemos que andas predicando en los púlpitos que los maquis somos asesinos y que hay que acabar pronto con todos nosotros. ¡Cómo si los guardias necesitaran alientos!

—Yo sólo digo que tenéis aterrorizadas estas provincias.

—Los únicos que nos temen son los fascistas. Tratamos de hacer las veces de una ley que no castiga a los españoles que han robado y matado a otros españoles que perdieron la guerra. Y tu padre, cura Feliciano, es uno de los que han de caer —dice Pedrón.

—Vosotros sabéis que vuestra lucha es desesperada y que al final seréis muertos. Os están cazando como a conejos y soy el primero en lamentarlo.

—¡Tú qué vas a lamentarlo, cura! Bendices con tu crucifijo a unos militares que asesinaron en nombre de su ley. Los buenos siempre son los que ganan. Y los que ganan pueden vestir mejores ropas que los que pierden. Dime, Ruso, ¿quién nos va a tener por buenos con estas pintas que llevamos? Sin embargo, cura, somos la guerrilla del pueblo. Para nosotros no ha acabado la guerra. El pueblo sabe que andamos por los montes y que no todo se perdió para siempre en el 39. Cuando se nos abre la puerta de una casa por la noche, con el pan que nos entrega el pueblo nos paga la esperanza que nosotros metemos en su corazón. Somos los últimos miserables de España, pero en nosotros está la salvación de su pueblo.

Pedrón ha ido calentándose según hablaba y cuando calla nadie se atreve a hablar. Feliciano no sabe qué postura tomar bajo las miradas de los nueve. Luego es el propio Pedrón el que dice:

—Y tú, Ruso, ¿qué piensas de todo esto?

—Yo no entiendo nada.

—Lo único que te preocupa es llenar la tripa, ¿no? Pues escucha: no pasarías tanta hambre si viviéramos en una sociedad justa. Tú tienes más motivos que nadie para ser comunista.

—¿Qué es eso?

Pedrón ríe y los otros también.

—Cura, dile al Ruso lo que es el comunismo. ¡No, calla! Que eres capaz de hacerlo fascista predicándole el comunismo. Vamos, levanta el puño.

Feliciano pone el puño cerrado por encima de su cabeza y todos ríen.

—Y ahora, Ruso, márchate, que le vamos a sacar a don Feliciano una foto en esta postura.

Le rodean y le meten las bocas de sus fusiles en la sotana, y de pronto comprendo que no le van a sacar una foto.

—No lo maten. Estaba conmigo y es mi pariente.

—Ruso, es mejor que te largues sin protestar. Tenemos que cobrarle una cuenta a tu pariente.

—Yo no me muevo de aquí.

—Soy inocente —dice Feliciano—. Era demasiado joven para empuñar un arma en la guerra y luego mi único pecado ha sido hacerme cura. Y ni siquiera eso, pues me encontré en un seminario antes de darme cuenta.

—Tú nos llamas asesinos todos los días en el café y en el púlpito —dice Pedrón.

—Cada uno habla según le han enseñado. Mis padres me metieron en un mundo en el que me inculcaron ciertas ideas para que luego las predicara. Si me hubieran metido en otro mundo, ahora quizás anduviera predicando el comunismo. ¿Qué sería hoy de vosotros de haber nacido hijos de Franco?

—A partir de cierta edad el hombre debe pensar por sí mismo.

—¿Quién de vosotros piensa de diferente modo del que os enseñaron?

—Lo nuestro no es problema de ideas, sino de miseria y opresión de clase.

—En todo caso, buscad a mi padre y aplicadle vuestra justicia. Yo no como jamón y champán en su casa, sino rancho de cuartel.

—Ruso, he dicho que te largues.

—No quiero que lo maten —digo.

Y empiezo a llorar.

—Ruso, con la vida que te hacen llevar tenías que ser más duro. Aunque no lo creas, este cura es tu enemigo. Además, si lo dejamos vivo correrá a hablar a los guardias que estuviste con los maquis.

Pedrón apoya una mano en mi hombro.

—También sé que nunca les cuentas nada sobre nosotros.

Yo aprovecho el buen momento.

—¿Nos podemos ir… los dos?

Pedrón me mira a los ojos:

—Tú, Ruso, tendrías que unirte a nosotros, pues también te obligan a andar huido por los montes.

—Si lo hiciera, perdería toda posibilidad de ser algún día un miembro útil de la sociedad —dice Feliciano.

—¿Qué entiendes tú, don Feliciano, por miembro útil de la sociedad? ¿Un esclavo del capital? No hagas caso, Ruso, que mejor estás pescando truchas en el exilio.

Se ríe de lo que ha dicho. Yo le caí bien desde el principio. Hace una seña a los suyos para que se aparten de Feliciano.

—Cura, le debes la vida a este explotado de vuestra sociedad de mierda.

Coge una vieja escopeta del hombro de otro y la pone en mis manos.

—Para que te ayude a comer —dice, dándome también un puñado de cartuchos.

Ahora lloro de alegría.

—Es para que vayas entrenándote para luego matar curas y guardias.

Han sido quince días de los mejores: a cada disparo, una pieza a la sartén. Me siento el dueño del monte y de toda la carne que anda por él. Un día maté un corzo de los que andan por las peñas del lago, y cuando sólo había comido sus higadillos, salí con mi escopeta por otra caza, porque tanto como comer me gusta disparar. Y de este modo se me han acabado enseguida los cartuchos. Por eso, he bajado esta noche al pueblo a por más.

Pronto veo que el asunto está jodido. Andan por La Baña tantos guardias como si hubiera un desfile. Han venido refuerzos. No sé si será por los maquis o por mí, pero si me agarran a mí y no agarran a los maquis, me desuellan vivo del cabreo. Me escondo detrás de una casa y sólo en media hora veo pasar a tres parejas. No puedo avanzar más y regreso.

Después de cuatro meses detrás de mí los tengo hasta los cojones. Si encuentro a los maquis me marcho con ellos.

También rondan los montes. Tantas veces los veo a lo lejos y me tengo que esconder, que ya no me siento el dueño de todo esto. ¡Malditos guardias! ¿Es que no me vais a dejar ni el sitio de los animales?

Llevo demasiados días comiendo truchas y lagartos. Hasta la propia Cuqui les hace ascos. No puedo cazar, ni robar en el pueblo, pues siempre que bajo lo encuentro cercado de guardias.

Tengo ante mi vista el rebaño comunal, no lejos de la cabaña de pastores, y sentados a su puerta un hombre y una mujer. No les distingo la cara porque está anocheciendo. Sé que están comiendo. No es la primera vez que les robo a los pastores. Suelen tener tocino y pan de centeno para varios días. El rebaño comunal está formado por todos los rebaños pequeños del pueblo y es llevado a los prados por dos pastores, un hombre y una mujer de distintas familias, que son relevados a lo largo del verano. A más animales en el rebaño comunal, más tiempo de pastoreo. Duermen en la cabaña, en una misma cama, y los maridos de mujeres pastoras no protestan. Si protestaran, serían mal vistos en el pueblo, porque toda la vida se ha hecho así y no hay que pensar mal de los vecinos. Me acerco por detrás de la cabaña. Él es Eusebio, el pedáneo, y ella Irene, la mujer del tío Dalmacio. Están sentados sobre unas piedras, comiendo pan con tocino. No hablan. Por el hambre con que mastican pienso que van a acabar allí mismo con todo y no me van a dejar nada. Es Irene la que parte los últimos cachos y envuelve en un trapo el gran pan con el resto del tocino. Les tiene que durar, por lo menos, una semana. Irene entra con el paquete en la cabaña y no sale. Luego Eusebio empieza a meter el rebaño en el redil y al acabar entra en la cabaña. Y entonces me acerco más y me asomo al ventanuco. Irene ya está tumbada en el colchón, bajo una manta, de cara a la pared y vestida. Eusebio se acuesta al lado y se tapa con la misma manta. Durante un rato sus bultos no se mueven. Luego las manos del pedáneo hacen que mi tía se dé la vuelta. Le quita algunas ropas y ella se deja. Enseguida va por el aire el pantalón del pedáneo. Abraza a mi tía y empiezan. Lo hacen sin palabras y sin ruido, como si lo tuvieran muy ensayado. Me resulta tan fácil entrar en la cabaña y llevarme todo el pan y el tocino sin que se den cuenta, que me siento un poco avergonzado.

El hambre hace milagros. El pueblo está lleno de guardias, pero me las arreglo para burlarles por las noches y abrir alguna cuadra. No cantinas, que siempre las veo muy vigiladas. De modo que ni hablar de cartuchos para mi escopeta, de la que no me separo nunca, aunque me falte munición. En el último mes he robado siete pollos, tres conejos y un cordero, y con ello y truchas Cuqui y yo no hemos pasado hambre ni un día.

Ahora estoy abriendo la cuadra de Alfonso, el vocal. Tenía ganas de entrar aquí porque salen gruñidos de cochinillos y hay que cambiar de comida. Si quieren dormir tranquilos en La Baña tendrán que poner otras cerraduras contra el Ruso. Guardo el hierro en el bolsillo y entro con mi escopeta. Me gusta llevarla. Además, si alguien se me pone delante, le apunto y le asusto igual que si tuviera cartuchos. El olor me lleva al cercado de los cerdos. No se ve nada. Mis manos son mis ojos. Palpo la piel tierna de un cochinillo tumbado. En el momento de cogerlo piso a la cochina. La noche se viene abajo. Los demás cerdos y las gallinas de la cuadra empiezan a escandalizar como si olieran a lobo. Echo a correr y en la puerta se me cae el cochinillo. Le persigo entre trancazos contra paredes y tablones, y al fin lo agarro otra vez. Al salir como un loco caigo en brazos de unos hombres.

—¡Guardias, guardias, ya cayó el Ruso!

A lo largo de la noche me han sacado a vergajazos todos los robos denunciados en los últimos cuatro meses, los míos y los de los demás. El cabo entra en el cuarto por la mañana y viene al rincón y me empuja con la bota.

—¿Qué te pasa, Ruso? ¿Quieres una aspirina?

Se sienta a la mesa y lee las veinte hojas del atestado que ha llenado un guardia durante la noche.

—Descerrajo de cerraduras, nocturnidad y armado. De esta sí que te cae una pila de años, Ruso.

Coge mi escopeta.

—¿Quién te la dio? ¿Los maquis? Vamos, confiesa que los has visto. Sabemos que anduvieron por aquí. ¿No quieres hablar? Eh, Mañero, pásame el vergajo, que tú estarás cansado.

No me importa lo que me pase. No me importa morir. Y si no hablo no es porque no quiera: abro la boca, pero es tal el dolor de la espalda, que me hundo. Es como si me hubieran abierto la carne y zurrado dentro de mi cuerpo. Veo al cabo sobre mí con el vergajo. Desde abajo mi mirada se cruza con la suya.

—Vamos, firma y se acabó.

Como yo no puedo levantarme, el guardia baja el atestado hasta el suelo, pone la pluma en mi mano y hago la cruz de mi firma al pie de aquel rosario de robos de todo el pueblo.

—Y derechos al juez comarcal de Puente Domingo Flórez. No verás al juez de Aguasvivas, Ruso, y no te podrá sacar de esta —dice el cabo.

Me esposan las muñecas y me obligan a andar delante de la pareja. Estoy descalzo y con la camisa a tiras. No ando, sino que me arrastro. Al cruzar el pueblo los vecinos me insultan a gritos y me apedrearían si no fuera entre guardias. Miro a ver si veo a madre o, al menos, a Mario, pero sólo hay caras de hombres y mujeres llamándome hijo puta ladrón. Más tarde nos salimos del camino por el que tantas veces en tantos años me han llevado ante mi amigo el juez de Aguasvivas, y tomamos por el monte. El pensamiento de que marcho hacia lo desconocido hace que me olvide de mi cuerpo roto. No me asustan las cárceles, porque ya he estado en una, pero sí los penales. Todo el que habla de ellos habla perrerías. El padre de Gualberto estuvo en uno y me dijo que lo mejor era morirse el primer día. Bueno, al menos me darán de comer. ¿Y qué será de Cuqui? Ayer la dejé en el lago. Al ver que no vuelvo, bajará a buscarme al pueblo. ¿Quién le dará de comer? Y si cuando le apriete el hambre se pone a robar huevos, la partirán de un trancazo. ¡Cuqui, Cuqui…!

Los guardias calzan las botas que parecen de hierro.

Aplastan sin miedo las piedras que yo he de esquivar con mis pies descalzos.

—Más aprisa, Ruso, que si no te mueves te meto el naranjero por los riñones.

Y me lo mete.

Allá abajo, a lo lejos, queda Aguasvivas. La siguiente peña me lo quita de la vista y me lanza a lo nuevo, acaso a los penales. ¡Juez, juez!, ¿cómo avisarle a usted de que por fin los guardias me han cogido por su cuenta y me llevan dónde ellos quieren? Usted, juez, era un cabrón, pero era también el único que me ayudaba.

Me han puesto tan prietas las esposas que el hierro me abre la carne. El viaje es largo hasta Puente Domingo Flórez y los guardias no se paran ni para comer. Sacan de los morrales un bocadillo de huevo duro cada uno y los mastican con hambre, porque ya es mediodía. Mientras los comen no me miran ni una sola vez, y así no les duele el alma por no echarme siquiera una miga. Luego beben en un manantial. Me agacho yo también y miro hacia arriba a ver si me dejan beber. Ellos me miran como postes, con las armas en el suelo y apoyados en ellas, rebuscando con la lengua entre los dientes cachos de huevo y pan. Empiezo a beber antes de que me digan que no, aunque resulta que no me lo dicen. Entonces me atrevo a pedirles que me aflojen las esposas.

—Sí, ahora te las arreglo —dice uno de ellos.

Y suelta los aros para ceñírmelos aún más, de modo que ahora parece que los hierros me cortan el hueso.

—Si crees que no he aflojado bastante, avisas —dice el guardia.

Después de marchar todo el día por los montes, al oscurecer llegamos a Puente Domingo Flórez. Lo único que he comido desde ayer es el puñado de moras que he podido ir arrancando de las zarzas del camino cuando no me veían los cabrones. Al llegar a las primeras casas me abren un poco las esposas, para que el juez no vea cómo las he traído. Tengo los brazos dormidos, las manos negras e hinchadas y las muñecas sangrando.

—Creí que eras más hombre, Ruso —dice un guardia.

Puente Domingo Flórez es un pueblo con muchas casas de pisos y comercios con escaparates. La gente que pasa por la calle me mira, mira a los guardias y sigue su camino sin hablar ni siquiera entre ellos. El juzgado es una casa de planta y piso, vieja, aunque bien conservada. Un guardia golpea la puerta con el puño. Nadie abre y llama otra vez. Pasa un chico de unos doce años.

—Eh, chaval, ¿sabes por dónde anda el juez? —dice un guardia.

—Sí, jugando a la brisca en el bar.

—Pues tráemelo de la oreja.

El chico duda, pero enseguida echa a correr. Un guardia me toca las manos con su arma.

—Chúpate con la lengua esa sangre, Ruso.

Le obedezco. También hay sangre en mi pantalón, en mis piernas y en mis pies desnudos y sucios de barro. El juez tarda más de media hora en venir. Es un hombre con cara de rata y el pelo de los costados de la cabeza vuelto hacia arriba para tapar la calva.

—Aquí le traemos a este pájaro, señor juez.

—Pasen.

Abre la puerta con una llave de un palmo y nos guía escaleras arriba hasta un cuarto. El guardia le da el atestado y el juez lo lee de pie.

—Un poco más y nos deja la nación en blanco. ¿Es tuya esta cruz de la firma, muchacho?

—Sí, señor.

Entonces me mira por primera vez.

—Pero, agentes, ¿cómo me traen así al preso? No es un asesino, sólo un ladrón. No hacen más que denigrarse a sí mismos tratando así a la gente.

—Tipos como el Ruso no se merecen otra cosa. A usted, señor juez, le querríamos ver recibiendo las denuncias a docenas y quedando en ridículo ante el pueblo porque no prendemos al culpable, y haciendo rondas extraordinarias durante meses, y luego teniendo que viajar de sol a sol por el monte para traer al preso a su presencia.

—Se trata, simplemente, de su deber, agente.

—Además, el Ruso es la pesadilla del cuartel de La Baña desde hace muchos años. Él solo nos da más trabajo que todos los maquis y criminales de la provincia.

—En cualquier caso, deben tener presente que los únicos que pueden administrar justicia son los jueces… y este muchacho ha sido golpeado.

El guardia me mira.

—¿Te hemos tocado un pelo, Ruso?

—No.

¿Qué voy a decir? Tarde o temprano volveré a estar en sus manos.

Los ojos del juez me recorren de arriba abajo.

—En fin, si él lo dice. Pero no parece sino que le ha pasado una apisonadora por encima.

Quiere acabar pronto para volver a su brisca. Pero de pronto señala mis manos.

—Esta sangre ha sido causada por unas esposas demasiado ceñidas. ¿No lo advirtieron?

—Pues es verdad. Ha sido un descuido, señor juez.

—Que no se repita.

Así acaba la bronca a los guardias.

—Aquí viene mi secretario —dice el juez.

Entra un hombre gordo y sonriente para avisar que el depósito ya está preparado. Bajamos la escalera. El secretario descorre un cerrojo de una puerta a la izquierda.

—Pasa, muchacho —dice.

Hay tres peldaños hacia abajo y me pega en la cara un aire de humedad.

—Queda a su cargo, señor juez. Nos firma el recibo de entrega y nos vamos —dice un guardia.

El depósito es grande y frío, con un banco contra la pared de piedra y una ventana alta con rejas. El suelo es de tablas viejas y en un rincón hay un montón de papeles. Al volverme, el secretario me mira desde la puerta. Viste chaqueta de pana y camisa blanca con el cuello abrochado.

—Tengo hambre —digo.

—Bien, bien —dice y sale y cierra la puerta por fuera.

Sólo poniéndome de puntillas puedo asomarme a la ventana. Da a la parte de atrás de la casa, a un descampado por el que no pasa gente.

Por fin, llega el secretario con medio pan de trigo y un botijo de agua, y se sienta en los peldaños a verme comer. Me habla. Yo no le hago caso. Cuando me como todo el pan, el secretario sale y vuelve con otro medio.

—Bebe un trago de agua —dice antes de ponerlo en mis manos.

Sólo al beber me entero de que tenía sed. No pienso más que en el nuevo pan. Me lo meto en el cuerpo a trozos casi enteros, sin masticar, como el otro. Del segundo trago dejo seco el botijo. El secretario se lo lleva y lo trae lleno, aunque sin más pan.

—¿Cómo te llamas?

—Antonio.

—Parece que la vida te trata mal, ¿eh? No debes desesperarte. Eres joven, y los que hoy están arriba mañana estarán abajo. Antonio, lo único que debes hacer es aguantar hasta que llegue eso.

Y se va. Extiendo los papeles en el suelo para echarme encima. Huelen a demonios. Mis manos se cubren de un engrudo blando. ¡Los papeles están pringados de la mierda del preso anterior! Me la quito de encima con los que están limpios y me echo sobre el banco sin dejar de oler a mierda.

El hambre me despertó a mediodía. Ahora está oscureciendo y aquí no viene nadie. Llevo horas agarrado a los barrotes de la ventana y llamando a alguien. Al cabo, oigo una voz de mujer al otro lado de los hierros.

—¿Qué pasa?

—Estoy encerrado y muriéndome de hambre. ¿Conoce usted al juez, al secretario o a alguien de este juzgado? ¡Se han olvidado de mí!

—Cualquiera sabe por dónde andan. ¿Por qué estás preso?

—Por robar para quitar el hambre.

—¿De dónde eres?

—De La Baña.

—Vaya por Dios.

Se marcha.

—¡Eh, señora!

Oigo pasos media hora más tarde y la voz de la misma mujer.

—Toma, preso.

Deja un plato contra la verja y me da a la mano una cuchara y pan. Como el plato no pasa por los huecos, acerco el banco a la ventana, me subo a él y paso la cuchara entre los barrotes. Son alubias con chorizo. El pan es muy duro, pero lo ablando en el caldo.

—Chico, el plato no es de comer —dice la mujer cuando lo refriego con el pan.

—Gracias, señora.

—Recuerda el favor mañana, cuando me veas a mí en la cárcel.

Reímos los dos y entonces le pregunto cuántos años tiene.

—No, hijo, para eso no. Además, por la verja no se puede hacer otra cosa que comer —dice.

Pasa otro día sin que nadie se acuerde de mí, y otra noche, y casi otro día más, hasta que se abre la puerta y entran el juez y una mujer.

—¿Qué tal anda mi preso? —dice el juez.

—¿Cómo quiere usted que ande? Con hambre y jodido.

—Se ve que has estado pocas veces bajo llave. El que está entre rejas siempre está jodido.

—Sobre todo si lo matan de hambre quienes lo han trincado.

—¿Qué dices? ¿Es que no trajiste comida?

—Lo único que traje es hambre y ustedes me han dado más.

—Es que yo no tengo haberes para los presos.

—Pues entonces acaben antes: me pegan un tiro y me echan al basurero.

El juez le habla al oído a la mujer y esta sale.

—Ten un poco de paciencia, hijo. No tengo ningún interés en que te pudras en mi depósito. Estamos esperando el permiso del gobernador para conducirte a Ponferrada. Es decir, la guía de circulación.

Durante los dos días siguientes la mujer abre la puerta al anochecer, me dice que no me mueva de la pared del fondo y deja en el suelo un plato de patatas con pimentón y un cacho de pan. También me llena el botijo. Es una mujer pequeñita con unos ojos muy abiertos, siempre asustados, y me dice que es la mujer del juez. Pero al tercer día ya no viene. De modo que al llegar la noche me pongo a pedir comida agarrado a los barrotes, y noto que uno de ellos se mueve. Le doy arriba y abajo y lo saco de sus agujeros. Mi cabeza pasa bien por el hueco, pero no quiero huir hasta que sea más noche. Aguanto la prisa que me meten las tripas y les digo: «Quietas, que falta poco para vaciar una cantina de este pueblo».

Al pisar la primera calle de Puente Domingo Flórez recuerdo que no tengo mi hierro de cerraduras. No se ve un alma, no se oye un ruido, todo el mundo duerme. Estoy buscando la tienda más vieja de comestibles, para descerrajarla mejor. Y en esto que veo luces detrás de las ventanas de un bar. Sus contraventanas se abren hacia fuera. ¡Son mías! Me acurruco en el hueco de un portal de enfrente, en la oscuridad. «No hay más cojones que esperar», digo a mis tripas. Al fin, salen los últimos clientes, tres, y un hombre y una mujer cierran las contraventanas y la puerta. Se apagan todas las luces de abajo y se enciende una de arriba. Cuando se apaga esta, cruzo la calle. Es pan comido abrir la contraventana, dar un golpecito al cristal para cascarlo, meter la mano y correr el pestillo. Se ve que en Puente Domingo Flórez no esperaban al Ruso. Toco un cajón con cajetillas de tabaco y fósforos, y los enciendo y de un trago vacío casi una botella de vino. Encuentro comida en la trastienda y quito el hambre dando mordiscos a un pan y a un jamón. Empiezo a meter cosas en un saco: dos jamones enteros, una pila de latas de conserva, cuarterones de tabaco y cajetillas de Ideales, fósforos, seis panes, una carga de chorizos y dos billetes olvidados en un cajón.

Vuelvo al depósito y paso la noche comiendo, fumando y dando cabezadas y al despertar del todo a la mañana veo el mundo de un color nuevo. Termino con la última agua del botijo y me tumbo en el cuadro de sol que entra por la ventana. Al despertar no sé cuánto tiempo he dormido. El sol está tan alto que ya no entra en el depósito. Y de pronto oigo los pasos que me han despertado. Corro a esconder el saco de comida tras la puerta y a poner el barrote en los agujeros de la ventana. Se corre el cerrojo y es la mujer del juez. Me pego a la pared del fondo y ella deja en el suelo un plato con cuatro lentejas flotando en un charco oscuro y un cacho de pan. Se va con el botijo vacío, corre el cerrojo, y cuando vuelve a por el plato y la cuchara, deja el botijo lleno.

La mujer del juez se presenta un día sí y otro no a traerme un solo plato de comida, que yo vacío sólo para parecer un buen preso. Llevo unas dos semanas en el depósito y desde mi primera salida por la ventana me doy todas las noches un paseo por el pueblo, aunque sea a cagar. Hace cuatro días he asaltado otro bar para reponer mi despensa. El mundo me parece otro. Es bueno tener a todos engañados mientras uno está con la tripa llena. Y pienso mucho en el cuerpo de la mujer del juez. Todo en él es pequeñito pero firme. Para acabar de burlar a la autoridad sólo me falta ya tirarme a la jueza.

Una de estas noches entré a tomar un café en el bar del primer robo, y estando en el mostrador vi al secretario del juez jugando al mus en una mesa. No sé por qué le seguí mirando como tonto, hasta que él levantó la cabeza. Sus ojos se clavaron en mí y yo temblé, creyendo que me había reconocido, pero su pensamiento estaba en el mus. Siguió jugando como si tal cosa y yo salí del bar a escape, sin acordarme del café que ya había pagado. Aparte del mus, me salvó el que el hombre no pudo creer que un preso anduviera de juerga por el pueblo.

Tumbado sobre las tablas del suelo, después de cenar por segunda vez jamón, bonito en aceite y pan, echo dos o tres cigarros. Esta noche descubro por qué duermo tan bien en este depósito: es que uso como almohada el mismo saco de los alimentos con el jamón encima de todos ellos y mi oreja apoyada en él y puedo jurar que así se duerme como Dios.

Despierto de golpe, ahogado por el humo, y pienso que es cosa del cigarro. Pero cuando abro bien los ojos y miro a mi alrededor… ¡el depósito está envuelto en llamas y en humo! Mientras busco a tientas la puerta, pienso: «Yo lo he incendiado con mi cigarro. Recuerdo que tiré la última colilla al montón de papeles del suelo». Forcejeo con el pestillo de la puerta. «¡Idiota! ¡Estás en una cárcel! ¿Cómo vas a poder abrir la puerta?». Cruzo el humo hacia la ventana, busco a tientas el barrote falso y lo saco. Salgo, tosiendo. Me tumbo en el descampado a respirar a pleno pulmón. Me fijo en el monte de llamas que cubre el edificio del juzgado. «¡Buena la has armado, Ruso!». Acabo de salvarme del infierno. Aquí ya no meterán más presos: el juez se ha quedado sin juzgado.

Pero la idea no me alegra. Me acusarán del estropicio y además yo no quiero huir, pues no me ha ido mal hasta ahora en Puente Domingo Flórez. ¿Para qué quiero la libertad? ¿Para que los guardias me agarren de nuevo? Estando libre, a uno le pueden agarrar por ladrón, pero ¿quién va a sospechar de un preso?

Doy la vuelta al incendio, buscando al juez, al secretario o a un guardia, para decirles que aquí estoy, que soy inocente del estropicio y que me encierren en otra parte. Cuadrillas de hombres con baldes de agua corren entre el gentío de curiosos y los vacían contra las llamas bajas. Consiguen tanto como escupiendo.

—¡Había un preso dentro! —oigo decir a la gente.

—¡Se ha tostado como un pollo!

—¡Pobre hombre!

—¡Qué Dios le haya perdonado todos sus pecados! —dice una vieja santiguándose.

Me acerco a ella y le tiro de la manga.

—Señora…

—¿Eh?

—Señora, no se preocupe por el preso, porque…

Un hombre grande y gordo se vuelve como un rayo y me tira al suelo de un puñetazo como una coz de caballo.

—¿Qué no se preocupe? ¿Es que ya no queda corazón en el mundo? ¡Salvaje, más que salvaje! ¡Ese hombre abrasado sería cualquier cosa, pero también era una criatura de Dios!

La pechera de mi camisa se pringa con la sangre que cae de mi nariz.

—Yo sólo quería decirle a esta señora que no se preocupara por el preso, porque soy yo mismo…

El hombre no me escucha. En sus ojos veo las mismas llamas que están acabando con el juzgado. Tiene los nervios deshechos por el preso que él y todos creen que ha muerto tostado en el incendio.

—¡Cómo te burles te aplasto las tripas a patadas! —dice.

Aquel bruto me ha lisiado por compadecerse de mí mismo. El y la mujer y los que miran aquello me vuelven la espalda llamándome bicho y allí me dejan sangrando en el suelo y siguen con sus lamentaciones por el desgraciado del depósito. Me levanto, me tapo la nariz con la falda de la camisa y busco a alguien que me crea. Veo a una pareja de guardias.

—Yo soy el preso —digo.

No me oyen.

—¡Yo soy el preso! —digo.

Se vuelven.

—¿Qué dices?

—Que yo soy el preso.

Se miran entre sí y por un momento creo que me van a moler a culatazos allí mismo.

—Mira, lárgate, que esto no está para bromas.

—¡Les digo que soy el preso!

Uno de los guardias se descuelga el mosquetón, y entonces veo al secretario del juez.

—Señor, usted me tiene que recordar… ¡Soy el preso!

Me limpio de sangre la cara y él me mira.

—A este lo arreglo yo por burlarse de la autoridad ante sus propias narices —dice el guardia.

—¡Sí, es él! —dice el secretario.

Estamos en el cuartel de Puente Domingo Flórez, en un cuarto grande con una mesa con un trasto negro encima, dos armarios pequeños y en la pared el retrato de un hombre entre un Cristo y una Virgen. Tengo delante al juez, al secretario, al teniente del puesto y a los dos guardias. El juez ha envejecido veinte años.

—Yo lo fusilaba ahora mismo —dice el teniente.

—El muchacho nos jura que él no quemó a propósito el juzgado, y yo le creo. Si lo hizo para huir, no se habría presentado a nosotros —dice el secretario.

—Pero yo me he quedado sin juzgado —dice el juez.

—Lo que no me explico es cómo pudiste huir de ese horno, muchacho —dice el secretario.

—Cuando empezaron a arder las maderas de la puerta, di un empujón y cayeron —digo.

—No todos tenemos un ángel de la guarda como el tuyo.

—A su atestado habrá que añadir este incendio y que el juez de Ponferrada decida si es culpable o no —dice el teniente.

—¿No es suficiente prueba de inocencia el que no aprovechara la ocasión para fugarse? —dice el secretario.

—En cualquier caso, ya no tenemos su atestado, ni ningún atestado, ni registros ni nada de nada. ¡Mis archivos se han ido al carajo! —dice el juez.

—Ahora empezarán a salir por ahí maridos diciendo que no están casados —dice el secretario.

—Bueno, pediremos copia del atestado. ¿De dónde te trajeron? —dice el teniente.

—De La Baña —digo.

—¿Dónde está eso?

—En la Cabrera Baja.

—Pues allí irá un mandado. Y nosotros nos encargaremos del preso hasta que lleguen sus papeles, si el señor juez no dispone otra cosa.

—Sólo que no le dejen fumar, porque nos deja sin pueblo —dice el juez.

Llevo ocho días siendo la atracción de Puente Domingo Flórez. Estoy encerrado en un cuartucho del cuartel y la gente se acerca a las rejas de la ventana a ver al muerto vivo. Les he caído bien. Las mujeres dicen: «Cuando el Señor lo salvó es porque en el fondo es bueno». Yo les pongo cara de santo y ellas me traen comida, porque los guardias sólo me alimentan con agua.

Es de noche. Llamo a la puerta y digo que tengo que salir. Llega un guardia y abre.

—¿Otra vez? Tú cagas más que un obispo. Habrá que cortarte los suministros del exterior.

Se queda contento de su propia ocurrencia y creo que por esto me deja salir, porque otras veces no me hace caso y me deja dentro aguantándome las ganas. De modo que me ata la larga cuerda al tobillo y me abre la puerta de detrás del cuartel, que da a unas huertas. El guardia lleva una silla para sentarse y agarra con fuerza del otro cabo.

Ahora estoy a veinte metros del cuartel, agachado entre unas berzas. No me sería difícil soltar los seis nudos de la cuerda y largarme, pero estoy demasiado lejos de La Baña y del lago y las balas me alcanzarían. Además, si no he huido antes, ¿para qué voy a huir ahora? En las cárceles dan de comer y debe ser bueno llevarse a la boca algo en lo que no estén pensando también los guardias.

—Anda, chico, ven a ayudar en la limpieza a mi mujer, y así no te aburres.

El guardia me saca del cuarto pequeño y me lleva al grande, el de la mesa y los armarios. Veo a una mujer quitando el polvo con un trapo. Las familias de los guardias casados viven en el piso de arriba y sus críos siempre están alborotando a la puerta del cuartel. La mujer me dice que coja la escoba y limpie el techo. Lo hago. El guardia me ve trabajar apoyado en la puerta.

—Ahora descuelga el retrato de Franco y límpialo por detrás —dice la mujer.

Yo sólo veo el Cristo, la Virgen y ese hombre vestido de militar.

—Vamos, muévete —dice la mujer.

—No veo a Franco —digo.

—¿Es que nunca has visto un retrato de Franco? —dice la mujer.

—No.

—¿Pero dónde has vivido hasta ahora, desgraciado?

—Oye, muchacho, allá en tu Cabrera debéis ser como indios —dice el guardia.

—Pues en España se ven tantos retratos de Franco como moscas. Ahí tienes uno —dice la mujer.

—¿Ese es Franco?

—Sí.

—No —digo.

—¿Estás negando a Franco? —dice el guardia riendo.

—Franco no es un hombre, sino Dios, y tiene tanta fuerza que ganó la guerra con unos cacharros que volaban como los pájaros.

—Oye, muchacho, tú eres tonto. ¿O me estás tomando el pelo?

La mujer se pone en el camino del guardia.

—¿No ves que dice lo que le han enseñado? —dice.

Se vuelve hacia mí.

—Anda, chico, limpia ese cuadro, sea de quien sea.

—¿De verdad que es Franco?

—Sí.

—De modo que Franco es un hombre.

—Como tú y como yo, sólo que él da las órdenes —dice el guardia.

—¿Y tampoco está en el cielo?

—Todavía no. Mientras espera que le hagan santo, no sale de Madrid.

—Si este del retrato es Franco, ni es Dios ni santo, porque ni los dioses ni los santos llevan bigote.

La verdad es que casi nunca había pensado en el Dios Franco, pero ahora que sé que era mentira siento en las tripas la misma frialdad que cuando don Matías se tiró por primera vez a madre y yo dejé de creer en el Dios Padre de Jesucristo.

Han llamado al juez al cuartel, porque ya está aquí la copia del atestado.

—¡La madre del cordero! ¡Ni Al Capone! —dice el teniente.

Se ponen a su espalda cuatro guardias para leer con él el atestado. Se ríen y lanzan exclamaciones. El teniente levanta la cabeza y me mira.

—Así que te llaman el Ruso. ¿Sabes lo que firmaste, Ruso?

—Sí, señor.

—¿Lo sabes de verdad?

—Sí, señor.

—¿Y cometiste toda esta recua de robos? Me parece que no.

Los cinco guardias quedan en silencio y los diez ojos me miran fijamente. Me siento perdido. ¿Quieren la verdad? ¿Es una trampa para ver si llamo mentirosos a los guardias de La Baña? Yo no hablo y ellos me siguen mirando. En esto que entran el juez y el secretario. El teniente les pasa el atestado.

—Ya leímos el original —dice el juez.

—¿Y qué le parece? —dice el teniente.

—¿Es que me tiene que parecer algo?

—Estamos a tiempo de poner aquí un poco de justicia. Nadie ha firmado todavía este atestado —dice el teniente.

—El muchacho tiene la última palabra. Vamos a ver: firmaste antes, pero si no quieres no firmes ahora —dice el juez.

No entiendo nada. El secretario pone una mano en mi hombro.

—Chico, aprende a defenderte, que la vida aplasta a los tontos.

No puedo olvidarme de que estoy en un cuartel de guardias.

—¿No ve cómo duda? Habría que eliminar los ajustes de cuentas entre agentes de la autoridad y delincuentes —dice el teniente.

—Y la vagancia. Un millón de trabajos se reduce a uno solo, si un solo desgraciado carga con el millón de denuncias —dice el secretario.

—El muchacho tiene la última palabra —dice el juez.

Deja el atestado sobre la mesa y yo me acerco. Sólo es una trampa preparada por esta banda de cabrones. Quieren sacarme que canté al son del vergajo para luego liarme más. ¡Pero os vais a joder! Agarro la pluma, la mojo y me inclino sobre el papel. El teniente me para el brazo.

—Aquí nadie te tocará un pelo, Ruso.

Los conozco bien. Firmo con la cruz.

Me llevan a Ponferrada en el coche de línea que sale a las nueve de la mañana. Un grupo de mujeres espera junto al autobús nuestra llagada. Quieren darme una buena despedida. Algunas me alargan bocadillos y otra una cazuela de leche. Yo no puedo coger nada porque voy esposado. Además, uno de los dos guardias dice:

—No estorben el paso, que ya le darán de comer en Ponferrada.

Las mujeres se apartan murmurando.

—Lo ponen en viaje con el estómago vacío.

—¡Y en qué trazas! Todo roto y descalzo.

—Parece un apestado.

—Si su madre lo viera así…

Como los asientos son de dos, un guardia se pone en la ventanilla, yo a su costado y el otro guardia al otro lado del pasillo.

—Me duelen las esposas —digo.

—Pues no se pueden tocar hasta llegar donde el juez —dice el guardia de la ventanilla.

El otro guardia me enseña el mosquetón y lo acaricia.

—No tengas la mala ocurrencia de huir, porque te metemos dos cargadores en el cuerpo.

A las doce llegamos a Ponferrada, donde está el juzgado de primera instancia. Ponferrada es una ciudad grande, con mucha gente, muchas casas y muchos comercios. Estoy pisando un suelo desconocido y de pronto me pega como una coz el recuerdo del lago y de Cuqui. ¡Qué lejos los tengo a los dos! ¿Por qué he llegado a estar contento de que me lleven a la cárcel? ¡Cuqui, Cuqui, quiero volver contigo! Ahora camino entre los guardias hacia el juzgado. Creo que es mejor así, Cuqui. En el lago sólo se puede vivir una temporada, luego uno se cansa de truchas y hay que robar cartuchos para la escopeta, y jamones, y panes y latas en las cantinas, y acaban agarrándote. Sí, Cuqui, no hay más remedio que pedir la cárcel para que uno pueda comer en paz.

—¿Por qué lloras? No te asustes, muchacho, que el juez no se come a nadie —dice un guardia.

El juzgado es un edificio grande y moderno. Entramos en la que oigo decir que es la sala de juicios. Es también grande, con ocho o diez mesas con escribientes y otra parte con bancos corridos. Esperamos hasta que entra el juez por una puerta lateral. Es un hombre pequeño, de unos cincuenta años, casi calvo y cara estrecha. Habla con los guardias. Luego me mira y me dice que me siente. Ya tiene en su mano el atestado.

—¿Conforme con tu declaración? —dice.

Los ojos del juez se fijan en mis pies descalzos, mis ropas deshechas y mi cara que le quiere decir algo y no sé por qué. Por un momento de esos ojos ha huido el aburrimiento y se han llenado de simpatía.

—¿Conforme con el atestado? —dice.

Miro a los guardias y él se da cuenta.

—Extienda un recibo para que lo firme —dice a su secretario.

Se van los guardias con el recibo y el juez me hace otra vez la pregunta.

—En parte, sí; en parte, no —digo.

—¿Con qué no está usted conforme?

—La mayor parte de los robos los han cometido otros vecinos.

—Escucha bien y vete contestando sí o no según se enumeren.

Pasa el atestado al secretario y se sienta detrás de una mesa. El secretario tarda una hora en leer todos los robos y en marcar con una cruz los que yo digo que sí.

—Buena criba —dice el juez—. Redacte un nuevo atestado con la nueva confesión de este muchacho.

Juro que de mis robos sólo he callado la mitad. Y el caso es que el juez parece que me cree.

—¿Conforme, ahora? —dice.

—Le he dicho la verdad.

—No lo dudo.

—¿Por qué? A lo mejor le he mentido.

—La cantidad de robos que usted ha confesado no la confesaría ni el más ingenuo. Firme aquí.

—Una cosa más —digo.

—¿Cuál?

—Ahí pone que yo soy un maleante, y no es verdad. Un maleante es el que sólo sabe robar, y yo, además, cazo y pesco.

—¿Durante todo el año?

—Sí, señor.

Me mira.

—No complique las cosas más de lo que están. ¿No sabe usted que sólo se puede cazar y pescar en ciertos meses y ello con licencia?

¡Pues es verdad! La he jodido. El secretario espera a ver si debe engordar el atestado, pero el juez lo despide con un gesto.

—Ahora ingresará usted en prisión y ya se le comunicará cuándo es el juicio en León. Le acompañará este alguacil. Supongo que no intentará huir, ¿verdad?

—No, señor. Lo único que quiero es entrar en la cárcel para comer.

El juez manda a un alguacil que me lleve y no me ponen esposas. La gente me mira, y a plena luz y en estas calles de ciudad, me avergüenzo de ir descalzo, roto y preso. El alguacil es un viejito sonriente que saluda a todo el mundo.

—No te apures, chico, que saldrás enseguida —dice.

—¿Qué tal se come en esta cárcel?

—Tú, tranquilo, que nadie se ha muerto de hambre todavía.

—¿Dan palos?

—Tú pórtate bien y nadie se meterá contigo.

Hay muchas tiendas y autos. Un hombre para al alguacil.

—¿Ande vas, Emilio?

—A llevar este pájaro a su jaula.

El hombre me mira de arriba abajo y se fija en mis pies.

—¿No hay calzado para los presos?

—Bastante hace la Dirección General de Prisiones con calzar a sus funcionarios.

Tardamos un cuarto de hora en llegar a una puerta oscura, gruesa y claveteada.

—Ya estamos en tu hotel —dice el viejito.

Nadie pensaría que aquel edificio es una cárcel. Se oyen llaves y cerrojos, se mueve la gran puerta y aparece un hombre con chaqueta y pantalón verdes y gorra de visera.

—El bueno de Emilio —dice, apartándose para dejarnos pasar.

Vuelvo a oír a mi espalda el mismo ruido de llaves y cerrojos y el hombre de uniforme verde nos sigue por una escalera.

—Parece que nos van a subir los sueldos —dice.

—La gente del Gobierno trata bien a los funcionarios de prisiones para que los tratemos bien cuando a ellos los metan entre rejas.

Arriba hay otra puerta y otro hombre de verde para abrirla. Todavía pasamos una puerta más, esta de verjas, y pasillo adelante hay una habitación.

—Vamos, muchacho, no te dé miedo entrar en el cuerpo de guardia —dice el alguacil.

El lugar me recuerda a un cuartel de guardias. Hay un hombre sentado detrás de una mesa, mirándome.

—Cada vez me manda el juez presos más desastrados —dice.

—Es lo que anda por el mundo —dice el alguacil.

—¿Cómo te llamas?

—Responde pronto al jefe de servicios —dice el alguacil.

—Antonio.

—¿Qué más?

—Antonio Bayo.

El jefe de servicios es un hombre gordo, de espaldas anchas y cara colorada. Está leyendo los papeles que le ha dado el alguacil.

—De modo que te llaman el Ruso, ¿eh? Supongo que no traerás encima una bomba, como todos los rojos.

Hace una seña con la mano y me cachean dos de los hombres de las puertas que están a mi espalda. Cómo no llevo nada, no me encuentran nada.

—Bien, Ruso, pues a ver cómo nos entendemos nosotros y tú.

Uno de los hombres de verde me saca del cuerpo de guardia y me lleva hasta otra puerta de más al fondo. Ya no veo más al alguacil. Sólo se oyen pasos fuertes y cerraduras. Creo que ahora siento por primera vez lo que es un cerco de paredes. En la cárcel de Sevilla siempre entraba el sol por algún lado y siempre se oía alguna voz alegre o alguna guitarra. Además, las paredes eran blancas. Para levantar el ánimo he de acordarme de que aquí comeré sin que luego me muelan los guardias.

Al otro lado de esta puerta hay unas escaleras que bajan a un gran patio con varias docenas de hombres, que se quedan quietos y me miran. Cuando vuelvo la cabeza, el hombre del uniforme verde ya se ha ido. Un momento después me rodea una nube de rostros.

—Vamos a cogerle la filiación al nuevo. ¿De dónde eres?

—De La Baña.

—¿Dónde coño está eso?

—En la Cabrera Baja.

—¿Cómo te llamas?

—Antonio Bayo.

—Nosotros te llamaremos «el Rubio».

—Ya me llaman el Ruso.

—Pues el Ruso, que es más bueno.

—¿Qué te has comido?

—Hoy todavía no me he echado nada a la boca.

—«El Eustaquio» te pregunta qué has birlado.

—Panes, latas, jamones…, cosas así.

—Unas botas tampoco te habrían venido mal.

Cruzamos el patio, yo en medio de todos, hacia donde está otro grupo con un viejo sentado en el suelo. Miro hacia arriba. Esto es como un cajón. A la altura de un primer piso, el patio está rodeado por un mirador corrido.

—Tienes buen olfato, Ruso. ¿Ves esa ventana ahí arriba? Da a la sección de mujeres. Está prohibido mirar por ella. ¿Y sabes quiénes se pasan más veces la orden por los huevos? Pues las niñas.

—¿No se puede pasar de un lado a otro?

—¡El Ruso nos viene embalado! ¿Qué será cuando lleves aquí dentro una temporada de abstinencia?

El tal Eusebio es de mi edad, de ojos saltones y boca pequeña. Viste buzo roto y alpargatas destrozadas.

—¿Qué pasa por la calle, Ruso?

—¿Qué va a pasar? ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Noventa y siete días.

—¿Qué te… comiste?

—Silencio, Ruso. Te presento al «Pinocho».

Es el viejo que estaba sentado en el suelo, pero ahora lo veo sentado en un banco de cemento contra la pared. El grupo está parado ante él. Es grande, sin casi pelo en la cabeza y chato. Lleva una camiseta muy sucia de manga corta, pantalón de soldado y botas de clavos. Sus ojos apenas se ven, enterrados en su cara hinchada.

—Bienvenido a mi casa, Ruso. Siéntate a mi lado y cuéntame cosas del mundo.

No sé quién le ha podido traer tan pronto que soy el Ruso.

—El Pinocho lleva aquí más tiempo que todos nosotros juntos —dice Eusebio.

—Te ha dicho que te sientes —dice otro.

Me siento. Todos aguardan a que hable el Pinocho.

—Eh, tú, Cándido, trae al Ruso un cacho del pan que recibiste ayer, con algo de chorizo. Viene con más hambre que un seminarista.

Todos ríen. Cándido corre a traerme el pan con el chorizo. Parece que les gusta verme comer con hambre.

—Cualquier día te aso a uno de los funcionarios de ahí arriba para la merienda —dice el Pinocho.

Trago la última bola de pan y chorizo, levanto la cabeza y por el mirador se pasean dos hombres con uniforme, mirando hacia abajo.

—Creo que haremos buenas migas, Ruso —dice el Pinocho.

Quiere que le hable de mí, de mi pueblo y de mi familia, de mis robos y de mis palizas en el cuartel, y yo le cuento todo y me gusta que alguien se preocupe de mis cosas. Luego, el Pinocho me cuenta lo suyo.

—Yo soy de Folgoso de la Ribera y puedo jurarte que ningún cabrón me ha pisado hasta ahora. Yo, Ruso, he sido un ladrón elegante, aquí donde me ves, porque en este mundo lo único que cuenta es saber hacer bien los negocios en que uno se mete. Mira: yo, incluso, he robado a los curas, que son los bichos más difíciles de robar, y ellos en babia. Pero un día, Ruso, un día me jodió el tipo que se fue corriendo a la autoridad a llorar que yo le había desgraciado a la hija, que ya tenía siete años. ¡Ni que me hubiera tirado a su mujer! ¿Ya te das cuenta, Ruso? ¡Tanto ruido por una mocosa de siete años! Les dijo que la llevé a mi casa engañándola con caramelos. ¿Con qué quería que me llevase a una cría como ella? Y que luego la reventé. ¡Pero esas son cosas que pasan! Cuando la mocosa esté en edad de liarse con un maromo, pues habrán pasado diez años. ¿Y quién se acordará dentro de diez años de que no es virgen? Porque sólo ese maromo tendría derecho a pedir cuentas, y no el padre, y nunca lo sabría si las cochinas lenguas se estuvieran quietas. Te digo, Ruso, que yo no fallé, que lo hice con cabeza, no ante testigos sino en mi casa. ¿Qué más quería el padre y, sobre todo, qué más quería el maromo? Dentro de mi casita, sin escándalos para nadie. ¡Y es que, Ruso, ya ni en la propia casa le dejan a uno hacer lo que quiere!

—Yo pienso que a las mujeres hay que respetarlas hasta los doce años.

Es la voz de Eusebio. Todos le miran.

—¿Eh? —dice el Pinocho levantándose—. Así se puede hablar cuando uno aún gusta a las mujeres, como tú. Pero ¿quién me mira a mí?

—Aquella era sólo una niña —dice Eusebio.

El Pinocho lo agarra por el cuello.

—¡Yo te daré niña!

Es muy fuerte todavía, y si lo dejan lo mata. Pero entre varios se lo llevan. Lo han cogido con mucho cuidado y cuando lo vuelven a sentar en el banco de piedra le dicen que no se ponga así y le dan palmadas en el hombro. Entonces el Pinocho los empieza a insultar, a llamarles de todo, pero ninguno se cabrea. Bajan la cabeza y aguantan. Creo que el Pinocho es como el amo de todos ellos. Los tiene metidos en su bolsillo. No les gusta lo que le hizo a la niña, pero le dejan hacer con ellos lo que quiera. Me irá mejor si me junto al Pinocho.

Somos treinta y ocho presos. En la prisión de Ponferrada sólo están los que cumplen condenas cortas o esperan el día del juicio, no el de todo el mundo sino el de ellos. Una vez que me hacen la filiación, ellos mismos me hablan todo unos de otros. Hay dos por delitos de sangre: uno ha matado en duelo al rival en amores, y otro tiró a su madre a un pozo por cerrarle la puerta de casa cuando llegaba borracho. A este le hace el vacío toda la prisión. Anda solo por los rincones, y cuando se acerca, Pinocho le llama cerdo.

Se cena a las siete. Es mi primera comida en la prisión. Baja al patio un empleado de cocina con un caldero y acompañado de uno de los hombres de uniforme. Todo el mundo corre a coger su plato donde lo tenga.

—¡Orden en la cola! —dice el hombre de uniforme.

Yo no sé qué hacer, porque no tengo plato. Pero me pongo el último, a ver qué pasa. La gente va llegando al caldero y se marcha con los dos cazos que vuelcan en su plato y que todavía no sé lo que es, y se sientan a comerlo en los bancos de cemento pegados a la pared. Si hablan al hombre de uniforme le llaman funcionario.

—Aquí está el nuevo —dice el funcionario al tocarme el turno.

Y entonces saca un plato de metal y una cuchara y me los da.

—Cuídalos, que te serán recogidos a tu marcha, y deben estar tan limpios y enteros como los ves ahora.

La verdad es que el pialo está magullado y con manchas negras, lo mismo que la cuchara. Me voy con los dos cazos de la cena. Es arroz con agua. Unos granitos de arroz flotando en un lago de agua.

—¿Hay más? —digo a Eusebio.

—Sí, mañana.

Aquello no sabe a nada. Los que han guardado un cacho del pan del mediodía o tienen del que les mandan de casa, rebañan el plato hasta sacarle brillo al metal. Yo, sin pan, le paso la lengua.

—Esto no es tan malo como parece, Ruso. Te dan una comida para perros, pero tienes la seguridad de que al día siguiente habrá otra.

—¿A ti también te cogieron por robar para comer?

—Según como se mire. Me llevé de la estación de Ponferrada una caja de huevos, me comí la mitad y vendí el resto en una tienda. Una semana después agarré una vaca de una feria y se la ofrecí al carnicero de un pueblo. El hombre me empezó a hacer preguntas y cuando se fue para traer el dinero, a la que trajo fue a la pareja.

—Lo que tenías que haber hecho con la vaca es comértela.

—No es fácil comerse una vaca entera.

—Yo me la hubiera llevado a un sitio mío que se llama el lago, la hubiera matado de un puñetazo, la hubiera troceado y la hubiera metido en sal. El saco de sal lo habría robado de la cantina de…

El recuerdo del lago me pone triste. ¿Cómo no se me ocurrió hacer lo de la vaca? Hubiera podido estar un montón de meses sin tener que abrir cantinas en el pueblo. También me acuerdo de Cuqui. Miro el plato vacío y pienso si no hubiera sido mejor fugarme cuando los guardias me sacaban a cagar atado con una cuerda, o cuando el incendio del juzgado de Puente Domingo Flórez.

Luego llega la hora de meterse en las celdas. Un funcionario baja al patio y manda formar. Cuando se agacha a recoger un papel que se le ha caído, le veo la pistola saliéndole del bolsillo de atrás del pantalón. Nos ordena que quedemos como postes, uno detrás de otro, y nos cuenta: uno, dos, tres… Hay otro funcionario arriba, en el balcón corrido, vigilando.

Saca unas llaves y abre las puertas de las celdas. Sólo son dos, grandes, húmedas, con piso de cemento y entre ellas nos repartimos los treinta y ocho presos.

—Que el nuevo coja un petate de ese montón del fondo —oigo decir al funcionario.

Cada envoltorio es de una colchoneta y dos mantas agujereadas. Cada preso tiene un sitio en el suelo y a mí me toca contra la pared del fondo. El funcionario cierra la puerta de nuestra celda y luego la de la otra diciendo en los dos sitios:

—Al que le oiga una palabra me lo meto un paquete en la celda de castigo.

Cuando sus pasos se alejan por el patio, todos se ponen a hablar. La colchoneta de Eusebio está junto a la mía.

—¿Te han tocado buenas mantas? —dice.

—Sólo encuentro agujeros.

—Es para que no se ahoguen los piojos.

—A ver si hacen buenas migas con los que yo traigo.

¿De qué me quejo? En casa de madre nunca he dormido con dos mantas. Eusebio se mueve en la oscuridad para coger algo que le pasan.

—Toma, te lo manda el Pinocho.

Y me da un cacho de pan.

Por la mañana nos despierta una corneta. Hay que hacer un petate con la colchoneta y las mantas y amontonarlo con los demás en el centro de la celda y no contra las paredes, para que no tapen agujeros de fuga, según me dice Eusebio. Luego nos mandan quedar en pelotas y nos empujan a unas duchas sin puerta. «Para que nadie se dé por el culo», me dice Eusebio. El agua está helada y todo el mundo protesta. Yo me escabullo y salgo seco, pero el funcionario que está a la puerta me manda para atrás y luego me tiene mucho rato solo bajo los chorros. Cuando me visto siento los mismos piojos correr por mi piel mojada.

Formamos cola con el plato para que nos echen un cazo de agua de achicoria, que desaparece de un trago. Hay un grifo con una pila debajo para la limpieza y los fregados, pero los platos quedan tan limpios después de las comidas que no les hace falta más.

Pasamos la mañana sentados en corro en el patio. El Pinocho nos cuenta sus amores con su mujer, de la que se enamoró cuando él tenía doce años y ella ocho:

—Les dije a mis padres que me quería casar y mi abuelo me dio una hostia. De modo que la agarré de la mano para llevármela al bosque y ella me dijo que cuando hiciese la primera comunión. Bueno, ya hizo la primera comunión, y entonces me dijo que cuando dejara la escuela. Y luego que cuando hiciera el Servicio Social. Era una jodida. Y se salió con la suya, porque me tuvo en ayunas hasta la noche de la boda. ¿Y sabéis lo que os digo? Que ya no me gustó. «¡Antes, antes, cabrona!», le decía yo. No podía quitarme de la cabeza el recuerdo de aquella mocosa de ocho años. ¿Sabéis lo que siempre le decía desde entonces al trincármela?: «Al acabar te compraré dos canicas de colores». Y le pedía que se pusiera trencitas y calcetines blancos. «A ti te gustan las niñas que todavía se mean», me decía ella. «A mí la única meona que me gusta eres tú cuando tenías ocho años», le decía yo. «Pues eso ya no tiene remedio», decía ella. Y por culpa de que no tenía remedio es por lo que yo llamaba Matilde a la niña que reventé, que es como se llama mi parienta.

—¡El correo! —grita un funcionario desde el mirador. Algunos presos se levantan.

—Eh, Ruso, ¿no esperas carta de nadie? —dice Eusebio.

—Creo que ninguno de mis parientes sabe escribir.

—Para enviar un paquete de comida no hace falta saber escribir.

—Pero sí tener menos hambre que los míos.

—Oye, Ruso, no me digas que nadie te mandará vitaminas —dice el Pinocho.

—Pero si yo he venido a la cárcel a comer, porque en casa pasaba más hambre que un lobo cojo.

—No te apures, que repartiremos la gracia de Dios.

Desde el balcón tira el funcionario cartas y paquetes, después de cantar cada nombre, y enseguida se forman grupos alrededor de los que reciben comida. El Pinocho está rompiendo cuerdas y papeles del bulto que tiene sobre las rodillas.

—Ven p’acá, Ruso —dice.

Yo ya sabía que no recibiría ni carta ni paquete, pero al no recibirlos me pongo triste.

—¿Por qué lloras, Ruso? En esta vida sólo hay que llorar después de que te entierren —dice el Pinocho.

—Si quieres aprender a leer y a escribir, yo te enseño —me dice don Mateo.

—¿Para qué quiero yo leer y escribir?

—Para ocupar un puesto digno en la sociedad cuando salgas de esta prisión.

—No me hace falta ni leer ni escribir. Los guardias se encargan de escribirme los atestados y luego de leérmelos en voz alta.

—¿Y no se te ha ocurrido nunca ser guardia?

—¿Yo, guardia?

—No pongas esa cara, muchacho. Formarías parte de un Cuerpo digno, pues lo más digno de una sociedad son sus fuerzas del orden.

—¿Qué me dice usted? Yo siempre seré el Ruso.

—Un hombre puede tener la desgracia de ser un animal, pero si se empeña en seguir siéndolo, entonces sí que es un verdadero animal. Y tú, Antonio, eres como un borrico. Sólo te preocupan la comida y las mujeres, ¿no? Sabiendo leer y escribir podrías comer mejor y tener mejores mujeres. ¿Qué me dices?

—Ya ve, don Mateo, como sólo soy el tonto del Ruso, porque resulta que le he entendido que sabiendo leer y escribir seré aún más animal, porque tendré mejor comida y mejores mujeres.

—No me has entendido mal, Antonio, pues el quid del asunto está en comer en manteles de encaje y en fornicar entre sábanas de lino.

—De modo que el que come mejor y jode mejor es menos animal. ¿No ve como no lo entiendo, don Mateo?

—¿Sabes por qué no lo entiendes? Porque no sabes leer ni escribir.

—Mire, don Mateo: para comer sólo necesito una escopeta y mi lago, y para joder, un campo y una pastora.

—Eso es una vida animal, Antonio. La comida debe comprarse en las tiendas y hay que fornicar dentro de la Iglesia.

—No en la de mi pueblo, don Mateo, porque el cura no deja.

—No se hable más: mañana me vengo con pizarra y pizarrín. Todos los que saben leer y escribir suben muy alto. Sólo Dios no necesita saber leer y escribir.

—Franco, ¿sabe leer y escribir?

—¡Claro que sabe leer y escribir! Todas las personas decentes saben leer y escribir.

—Algunos de este patio sí que saben leer y escribir y mírelos dónde están.

—Es porque no han hecho buen uso de su suerte. Por esta prisión han pasado delincuentes que el saber leer y escribir lo utilizaron para falsificar billetes de Banco.

—¿Y si después de aprender a leer y escribir me meto yo a lo mito?

—Tú, Antonio, eres honrado. Lo leo en tu cara. Tu desgracia es ser un muerto de hambre analfabeto. Si supieras leer y escribir serías un ciudadano de provecho, incluso un guardia o un funcionario de prisiones.

—¿Ustedes también usan vergajo contra los presos?

—No.

—Pues yo conozco a unos que saben leer y escribir y que muelen a palos a la gente para que cante lo que no ha robado.

—No debes hacer aquí manifestaciones de esa clase, Antonio. A veces, el orden se mantiene con el desorden.

—Por lo que usted me dice yo creí que todos los que sabían leer y escribir y no eran falsificadores de billetes de Banco, eran personas decentes. Franco, ¿qué es: persona decente, falsificador de billetes de Banco o sólo sabe leer y escribir?

—Franco está demasiado alto para que ni tú ni yo le podamos juzgar.

—Me parece que está tan alto que ya no le hace falta saber leer ni escribir.

—¿Por qué dices eso?

—Porque a Dios tampoco le hace falta saber leer ni escribir. Yo ya pensaba que Franco y Dios eran muy parecidos.

—Pero no te hagas ilusiones, porque incluso a Franco le hizo falta saber leer y escribir para llegar tan alto.

—Y después se le olvidó.

—No seas imbécil, muchacho. De Franco has de hablar con más respeto.

—Si lo he dicho pensando en los guardias, que como saben leer y escribir para hacer los atestados, me desloman con el vergajo. Mire, don Mateo, yo estaría más tranquilo si Franco ya no supiera ni leer ni escribir.

—Pues sabe, hijo, pues sabe.

—Yo aprendería a leer y escribir sólo si me jurasen que luego me pondrían en la mano un vergajo para romper la crisma a quien yo sé.

Los criminales y los ladrones son buena gente. Me dan de su comida, me ayudan, me defienden cuando alguien se mete conmigo. Sobre todo el Pinocho.

—Oye, Ruso, tú y yo somos uña y carne hasta la tumba. Yo haré de ti un hombre de provecho cuando salgamos de aquí —me dice.

Estos presos de Ponferrada me tratan por primera vez en mi vida como a una persona. He tenido que venir a la prisión para encontrar amigos. Hablo con ellos en el patio de la mañana a la noche, pues es lo único que podemos hacer aquí. Pasan las semanas y los meses y todo igual. Te sacan de la colchoneta a la ducha, luego el agua sucia del desayuno, patio, agua con patatas para comer, o agua con lentejas, o vainas duras de habas, y un panecillo para todo el día, y por la noche agua con granitos de arroz. A los presos de Ponferrada nos sacan adelante con agua.

Los domingos viene a celebrar misa un cura de setenta años que necesita ayuda para bajar las escaleras. Creo que nos mira con pena por debajo de sus cejazas blancas como la nieve. Se llama don Celedonio y es un hombre calmoso. Los funcionarios nos llevan en rebaño a la capilla y allí don Celedonio nos endilga una misa interminable. Cuando le vi por primera vez en el patio me preguntó si creía en Dios. El Pinocho me tenía advertido que le dijera que no, que así don Celedonio me traería más ropas que a los que creían. Al día siguiente don Celedonio bajó al patio con un paquete y me dio un calzoncillo y una camiseta, un buzo y alpargatas. La primera vez en mi vida que tuve camiseta y calzoncillo fue al conocer a Néstor y a su mujer; ahora es la segunda. Pero me están tan estrechos, que la camiseta me ahoga y con los calzoncillos no sé dónde poner los huevos. Los presos me rodearon para ver mi cambio de ropas. Las viejas estaban tan podridas que nadie las quiso y las tiré a la basura. A partir de entonces, don Celedonio me tomó por su cuenta, como si yo le debiera algo.

—¿Por qué no crees en Dios, Antonio?

—Pues, no sé.

Yo, la verdad, creo que creo en Dios, no estoy seguro, pero a don Celedonio le tengo que decir que no para que no me quite la ropa y se la dé a otro.

—Dios es nuestro Padre, lo más grande que existe.

—Sí, señor.

—No digas «sí, señor» sólo porque te he traído calzoncillos. A Dios se lo debemos todo.

—¿Qué le debo yo a Dios?

—Primero, el haberte creado.

—Pues se lució, porque mire usted la birria que soy, pequeño y canijo de tanto palo y tanta hambre.

—Lo más importante del hombre no es el cuerpo sino el alma.

—Por lo que he visto hasta ahora, todo el mundo regala alimento para el alma, pero nadie regala nada para el cuerpo.

—Segundo: Dios creó el mundo, todo lo que ves. Sólo Él podía crear un mecanismo tan maravilloso, en el que cada cosa cumple su función. El mundo es hermoso y perfecto, Antonio. Si algo ves de malo en él, está hecho por los hombres.

—Pues entonces los hombres han hecho más cacho de mundo que Dios.

—No me entiendes, hijo. Los hombres no han podido crear nada porque aparecieron cuando ya estaba todo creado. Los hombres somos imágenes de Dios. Nos pide que obremos el bien para poder llevarnos al cielo. Pero si obramos el mal, Él, con sumo dolor, contempla nuestro pecado y nos manda al infierno. Por ello, los hombres de este patio tenéis más necesidad que otros de suplicar la ayuda de Dios, para que baje a vosotros y os lleve por el buen camino hacia la salvación.

—Si yo voy por el buen camino, don Celedonio, me muero de hambre.

—Es que, Antonio, es más fácil ser malo que bueno. El camino del bien está lleno de espinas. Por otro lado, acaso lo que tú llamas hambre deba llamarse ayuno. Los santos ayunaban hasta quedarse transparentes.

—Pues si lo que yo he pasado se llamaba ayunar, soy más santo que san Patricio, el patrón de mi pueblo.

—Por desgracia, ese ayuno no te ha servido de nada, por no habérselo ofrecido a Dios. Hazlo así en el futuro y ya verás como te ganas un puesto de privilegio a la vera de Dios Padre.

—No me importaría tener un puesto más sencillo en el cielo, a cambio de ayunar menos.

—¡Ay, Antonio, qué débil es tu fe!

—La que es débil, don Celedonio, es mi tripa, que me pide pan todos los días y así no hay santo que ayune.

El director es un hombre rechoncho que se pasea por su cárcel con un gran sombrero y una pistola al cinto. A veces, baja al patio a charlar con los presos. Si coincide con el reparto del rancho y ve nuestras caras mustias ante los caldos de hambre, nos dice sonriendo:

—¿Qué queréis que yo haga si la subvención que me asignan es para dar de comer a los pajaritos?

Un preso de sesenta años le cuida la huerta que tiene al otro lado del edificio. A cambio, el viejo puede quitar el hambre con tomates, berzas y patatas crudas. Le atiende también unos conejos. Cuando este viejo nos dice: «Hoy le he matado dos», todos los presos le miramos las manos que han tocado aquella carne tierna y casi olvidada y algunos le registran los bolsillos por si ha guardado algún cacho para él.

—El día que nos fuguemos, cargamos con todos los conejos del director —dice el Pinocho.

El día de su cumpleaños, el director repartió cigarrillos en el patio, uno por cabeza.

—Según los médicos, el fumar mucho es malo —dice.

Don Celedonio pasea con él largas horas por el mirador, charlando los dos como cotorras.

—Esos nos están arreglando el mundo —dice el Pinocho.

Don Celedonio suele bajar al patio a endilgarnos lo que él llama «charlas de rehabilitación». Nos dice que tenemos que ser buenos.

—El mundo sería perfecto si en él sólo hubiera buenos. Por culpa de los malos, Dios tuvo que inventar el infierno —dice.

—Nosotros, ¿qué somos, don Celedonio? —dice el Pinocho.

—Malos.

—¿Y usted?

—Bueno, si Dios me perdona el decirlo.

—¿En qué se les nota a los buenos?

—En que van a misa.

Desde el púlpito de su iglesia de la calle pide ropa para los pobres presos y la gente le manda paquetes.

—Tampoco nos vendría mal un jamón, don Celedonio —digo.

—Ay, hijo, de un jamón, al ser usado, no queda nada. No admite más que un solo lavado.

Le gusta hablarnos de las guerras contra los moros.

—Los cristianos siempre ganaron porque iban guiados por el Señor. La última cruzada contra el infiel se ventiló en estas mismas tierras hace diez años. Quizás alguno de vosotros luchara contra la Cruz, en el bando de los moros.

—No, don Celedonio, yo luché con los asturianos, pero ya me tuvieron luego haciendo todas las carreteras de España. ¿Y usted cree que yo era un moro? —dice el Pinocho.

—Sí, Pinocho, tú eras un moro. Los moros no se conocen por fuera sino por dentro. Y lo más grave de todo es que aún sigues siendo un moro.

Todo el patio me rodea cuando don Celedonio dice la palabra «fútbol» y yo le pregunto qué es un fútbol.

—Pero, hijo mío, ¿nunca has visto un partido de fútbol?

—No, don Celedonio.

—¿Ni siquiera has oído hablar del fútbol?

—No, don Celedonio.

—¡Este sí que es un moro! —dice el Pinocho.

Entre todos me explican lo que es el fútbol y luego juegan un partido con una pelota de trapo para que me entere mejor. El Pinocho se pone de portero y yo juego en su cuadrilla y ganamos porque nadie se atreve a meterle un gol al Pinocho.

Hoy se canta mi nombre en el patio a la hora del correo. Es una carta. Me la trae el Pinocho.

—Vamos a ver qué le dicen al Ruso. ¡Y el muy cabrito nos juraba que no tenía novia!

Me la pone en la mano.

—No sé leer —digo.

—No te apures, que aquí casi nadie sabe leer. Yo tampoco. Eh, Calatrava, ven a leerle al Ruso su carta.

Un corro de presos se sienta a nuestro alrededor. Calatrava es un muchacho de León que está aquí por haber robado a un ciego en la calle. Rompe el sobre y saca un papel.

—Es de su madre —dice.

—Se acabó la fiesta. ¡Ahuecando! —dice el Pinocho. Nos quedamos solos Calatrava y yo.

«Querido hijo: por la presente espero que estés sano, así como yo, a Dios gracias…». Cuenta que a Mario se le han enfermado los corderos, que ella trabaja de pastora, que me enviará comida cuando pueda, que a ver si la cárcel me sirve de escarmiento y que Cuqui ha muerto.

—¿Qué te pasa? —dice Calatrava.

Cuando puedo hablar le pido que me lea otra vez lo de Cuqui.

—«Encontré a la perrita a la puerta de casa, a los cuatro meses de tu marcha, ya casi muerta. La recogí, pero acabó muriéndose a los tres días».

No dice más. No dice dónde la enterró. ¿Por qué me lo iba a decir? Lo que pienso es que madre se la ha comido. La noche me la paso llorando.

—Su madre le ha contado al Ruso que le dejó la novia —dice el Pinocho.

Sólo al cabo de muchos días tengo ganas de escribir a madre. Es decir, que me escriba la carta Calatrava. Alguien nos regala un papel y nos presta un lapicero, y nos sentamos en un rincón. Calatrava se pone una tabla sobre las rodillas y encima el papel. Escribe.

—¿Qué escribes? —digo.

—Lo que se dice siempre al empezar: «Por la presente me encuentro bien de salud y lo mismo espero de ustedes por gracia del cielo de Nuestro Señor Jesucristo». Me lo enseñaron los frailes.

—Madre va a saber que eso no lo he puesto yo.

—Pero le gustará.

—¿Y qué escribes ahora?

—Que tienes ganas de verla y que en la cárcel te dan bien de comer.

—Yo no digo a madre una mentira.

—Es para que no sufra.

—Madre ya está hecha a verme muerto de hambre.

No puedo decirle a Calatrava cómo es madre, que me mandó a Carmona para perderme de vista y que quiso venderme por cien pesetas. Miro el papel y pienso que me atrevería a escribirle a madre todo lo que no me he atrevido a decirle de palabra durante tantos años. El lapicero de Calatrava sigue escribiendo.

—¿Qué le pones ahora?

—Que cuando salgas de la cárcel te pondrás a trabajar. Es lo que les gusta oír a todas las madres.

—¿Y ahora?

—Que te arrepientes de no haber seguido sus consejos y que rezas tus avemarías al acostarte.

—Oye, Calatrava, ¿por qué no me dejas que yo le diga algo?

Entre madre y yo apenas ha habido palabras y por eso no sé ahora qué ponerle. Quiero escribir yo solo la carta. Lo que he de decir a madre sólo lo hemos de saber ella y yo. «Madre, ¿es verdad que me parezco a padre, aquel gallego que te abandonó en las Américas? ¿Por eso me odias? Yo no tengo la culpa. ¿Cuándo vas a quererme, madre?».

—A ver, Ruso, ¿qué le escribo a tu vieja?

—Ponle lo que te salga.

Don Mateo me llama desde el mirador y subo.

—Antonio, no me gusta verte tan amigo de ese Pinocho. Es un elemento de cuidado. No te conviene seguir sus consejos. La cárcel es la peor escuela de delincuencia, ¿no lo sabías? Perros con el alma negra como el Pinocho malean a tiernos raterillos como tú, que acaban siendo criminales. Te hablo como le hablaría a mi propio hijo. Antonio: deja la amistad de ese sujeto.

—Yo también quería hablarle, don Mateo. Ya puede enseñarme a leer y a escribir.

El bueno de don Mateo sonríe como si le acabaran de subir el sueldo.

—¿De veras? ¿Cómo te ha dado de repente por ahí?

—Es para escribir a madre lo que yo quiera y no lo que quiera otro.

—Antonio, hijo, creo que has decidido tomar el buen camino.

Primero aprendimos las vocales y luego las consonantes y luego a empalmarlas entre sí. Y digo aprendimos porque enseguida se me unió Eusebio. Don Mateo nos da una clase cada tres días, toda una tarde con nosotros, en el mismo mirador. Nos trajo pizarras y pizarrines, y cuando se nos gastan nos trae más. No se cansa de llamamos burros.

—¿Es que ni uno ni otro habéis pisado jamás una escuela?

—Yo sí que fui alguna vez a la de mi pueblo, pero sólo aprendí a esquivar los golpes del maestro —digo.

No le gusta aquello al Pinocho.

—Ruso, ¿para qué quieres tú saber leer y escribir? Yo no sé ni la a, y ya me ves, todo un hombre. El asunto está en que te aclares: o estás con los funcionarios o estás con nosotros. El saber leer y escribir te atará a ellos, y un hombre debe ser libre. ¿Y sabes por qué te atará a ellos? Porque luego te harán leer libros escritos por gente como ellos y entre todos te convencerán de que hay que respetar las leyes que también han escrito ellos. ¡Y ningún hombre debe agachar las orejas ante las leyes de los demás! ¡Cada hombre debe inventarse sus propias leyes!

Yo sólo quiero aprender a leer y a escribir para escribirle a madre, pero esto tampoco le gustaría al Pinocho, de modo que cuando me pregunta para qué quiero aprender a leer y a escribir, le digo que para no aburrirme.

Don Mateo no sólo es bueno con nosotros dos. Cuando las presas de la sección de mujeres se asoman a la ventana, les dice:

—Apartaos de ahí, chicas, o daré parte.

Tienen prohibido mirar por esa ventana, desde la que se ve nuestro patio. Ellas no hacen caso, y siempre que no las ven los funcionarios, se pasan el día haciendo señas cachondas a los presos. Ya han pelado la cabeza a más de doce, pero nunca por denuncia de don Mateo.

—Ande, don Mateo, pase con nosotras a que le entretengamos la guardia —le dicen las mujeres de la ventana.

Se llevan al Pinocho. Un funcionario lo llama desde el mirador, pero él está conmigo y con otros dentro de la celda.

—¡No saldré de aquí! ¡No me llevarán a ningún sitio esos cabrones! ¡Cuándo sólo faltaban cinco días para nuestro golpe!

—Ya te escaparás en otra cárcel —digo.

—¡Mi destino es un penal y de un penal no se largan ni las ratas! ¡Aquí era la gran ocasión!

Los funcionarios le llaman a gritos y el Pinocho jurando que a él no le saca nadie de allí.

—Hay que hacer las cosas con cabeza —digo—. Es lo que tú me aconsejas siempre. Hay que hacer las cosas con una sonrisa, para que estos cabrones no se enteren de nuestros planes, para que crean que estamos aquí muy a gusto. Si no, van a pensar que tenías un plan para fugarte. Que no se enteren y así lo podremos hacer la próxima vez que caigamos todos por aquí.

—El Ruso tiene razón. ¡Lo haremos la próxima vez! —dice Calatrava.

El Pinocho baja la cabeza.

—La próxima vez… Para vosotros sí habrá próxima vez —dice.

Enrolla un pantalón viejo sobre unas alpargatas.

—¿Os dais cuenta lo bien que ha aprendido el Ruso mis lecciones? Tiene cabeza. Él solito acaba de salvarnos a todos. El día de mañana será mi sucesor.

A las dos y media cantan varios nombres desde el mirador y entre ellos el mío.

—¡Prepararse para León!

Eusebio me lanza una mirada triste. Tendrá que dar solo las clases con don Mateo.

—¡Coja cada uno sus pertenencias y suban a la oficina!

¿Qué voy a coger si no tengo nada? Me despido de mis amigos.

—A ver si te cae poca condena, Ruso —dice Calatrava.

Somos cuatro los que nos marchamos. Arriba nos esperan dos guardias. Nos esposan dos a dos y recogen la documentación que les entrega el jefe de servicios.

—Buen viaje —dice—. Y vosotros, a ver si os portáis bien. Y que nunca os vuelva a ver por aquí.

Busco a don Mateo con la mirada, pero no está por ninguna parte. Piso la calle por primera vez en dieciséis meses. Llovizna y el día está de color gris, pero respiro hondo el aire de la libertad. Sin embargo, ¿dónde está mi libertad? Nunca he comido con más tranquilidad que en la cárcel. Es una comida de perros, pero se tiene la seguridad de contar con ella al día siguiente y de que no echará a los guardias encima de uno.

—Al que le dé por correr lo cosemos por la espalda con cincuenta tiros —dice un guardia tocando su naranjero.

Hay otra cosa que queda a mi espalda: Cuqui muerta. Perdí a la Cuqui viva y ahora pierdo a la Cuqui muerta, pues fue en la cárcel donde la carta de madre me dio la noticia. Nos mandan esperar y enseguida salen dos mujeres, también esposadas, seguidas de un funcionario.

P’alante —dice un guardia.

No hay mucha gente por la calle. Las dos mujeres marchan a la cabeza, con una pequeña maleta cada una; detrás vamos los cuatro presos y al final los guardias. Es la primera vez en dieciséis meses que veo un culo de mujer. Ni siquiera puedo seguir pensando en Cuqui. A mis tres compañeros también se les van los ojos.

—Las muy zorras saben que las miramos y así se rumbean —dice uno.

—Al que hable otra vez lo desnuco de un culatazo —dice un guardia.

Una de las mujeres vuelve la cabeza y me mira con unos ojos iguales a los de Trinidad. Las dos están flacas, tienen piernillas de alambre, pero saben andar con la gracia de las putas. Podemos verlas mejor al llegar a la estación. Hay sonrisa en sus caras tristes, y al ver a la demás gente me doy cuenta de lo blancas que están nuestras caras de presos. No dejan los guardias que nos acerquemos a ellas. Sólo nos miramos. Me gusta mirar los ojos que se parecen a los de Trinidad. Nos pasamos señas sin que nos vean.

Los guardias encuentran asientos en el vagón del tren correo de las cinco y discuten entre ellos sobre cómo repartirnos. Si nos ponen a los cuatro hombres a un lado del pasillo y a las dos mujeres al otro, ellos quedarían con las mujeres y sin cortarnos la fuga por el pasillo. De modo que uno se sienta con tres hombres y otro con las mujeres y el otro hombre. Sólo me separa el pasillo de la mujer de los ojos como los de Trinidad. Cuando quiero preguntarle cómo se llama, la mirada del guardia me mete la pregunta hacia dentro. El tren pita y la mujer abre la maleta, aguantando la mirada del guardia. Saca un paquete grasiento y lo desenvuelve. Es una tortilla de patatas entre dos grandes medios panes redondos. No sabe cómo partirla. El guardia que tiene delante vuelve la cara hacia la ventanilla. La mujer nos pregunta con la mirada qué hace. Es una tortilla dorada y su grasa ha empapado los panes. Por fin, usa un dedo como cuchillo y la tortilla se le desmiga. A mis compañeros y a mí se nos cae el alma al suelo. La mujer se muerde los labios y empieza a llorar en silencio. Su compañera le dice que no sea tonta y se pone a arreglar el estropicio. Coge el pan de abajo con los cachos de tortilla deshecha. Las dos mujeres podrían comerse su tortilla con los dedos, pero quieren invitarnos y no saben cómo hacer el reparto. Miran la tortilla y nos miran a nosotros y una de ellas sigue con lágrimas en los ojos. Entonces es cuando se mueve el guardia que tiene delante y mete la mano en el bolsillo de su pantalón y le pone en la mano una navaja abierta.

Mis compañeros y yo tenemos nuestra ración de tortilla y pan, bien cortada. Comemos con hambre de lobo. La mujer ofrece cachos a los guardias y ellos dicen gracias, que ya llevan lo suyo y que nos lo quedemos todo nosotros, que somos muchos. Abren dos latas de sardinas y se las comen con pan. En una parada uno de ellos baja a por dos botellas de vino y nos dan los mismos tragos que toman ellos. Y nos hablan.

—¿De dónde eres tú, rubio? —me dicen.

Las dos mujeres son putas de Valladolid.

—Hoy, nos lleváis presas y mañana vendréis a nuestra cama por un duro —dice la de los ojos como Trinidad.

—Así es la vida —dice un guardia.

—Así es nuestra vida jodida. Vosotros nos hacéis putas y vosotros nos metéis en la cárcel.

Cuando nazcas otra vez que te hagan guardia.

Llegamos a León a las siete y media y en un jeep nos llevan a la cárcel, un viejo caserón con una gran puerta de hierro.

—Os traemos al castillo de doña Urraca —dice un guardia riendo.

Nos entran juntos a hombres y a mujeres. Después de la puerta de hierro hay un rastrillo, también de hierro, y luego otra puerta más. Nos toman la filiación en la oficina. Van a llevarse a las dos mujeres.

—Que tengáis suerte, chicos —nos dicen.

—Gracias por la tortilla.

—Eso, a mi madre, que era suya.

—Y también le das las gracias de nuestra parte por haberte parido tan guapa.

—Tendríais que verme cuando me arreglo.

—Así como estás te llevas a los hombres. En cuanto te suelten encontrarás un marido.

—A las putas no las quiere nadie.

Hemos hablado por lo bajo, aprovechando que nos han dejado solos en un rincón de un pasillo sombrío y de techos altos. Enseguida se las llevan. Nos despedimos con gestos. Las dos lloran. Se las traga una puerta de hierro del fondo.

Hay un silencio de muerte en el corredor de las celdas de periodo. Llevo ocho días en una, estrecha y fría, sorbiendo por la mañana agua con sabor a achicoria, caldo con cuatro patatas y un chusco de pan al mediodía, y sopa con granitos de arroz flotando por la noche. Cuando ataca el hambre en medio del aburrimiento, me hincho de agua de un botijo para mí solo. El periodo se cumple en celdas individuales, en las que hay una lata para llenarla con mierda de uno y qué puedo sacar una vez al día para vaciarla en un retrete y lavarla en un grifo. Al mear hay que tener cuidado de no remover la mierda de la lata, porque la celda se carga de olor y parece que queda agarrado a las paredes. Está prohibido hablar, cantar o silbar. Al tercer día aprendo que debo caminar muchas horas de una pared a otra de la celda, para cansarme y luego poder dormir por la Anoche. En el suelo, en un rincón, hay una colchoneta, que debemos sacar de la celda durante el día porque también está prohibido sentarse o tumbarse. Dieciséis horas de pie, rebotando de una pared a otra. Mucho frío de noche bajo las dos mantas piojosas, más frío que en cualquier noche de mi vida en que dormía sin nada encima.

Me destinan a la quinta brigada, donde hay cincuenta y siete presos. Es un lugar muy grande, con catres alineados y un montón de caras que me miran al entrar. Los mismos presos me llevan a un catre vacío.

—¿Y tu equipaje?

—No traigo nada.

—Entonces, ¿qué te vamos a robar?

Es la hora de la achicoria y salimos.

—¿Qué se come fuera del periodo?

—También caca.

En el patio no hay docenas de hombres, como en Ponferrada, sino cientos. Se forman largas filas para recoger el agua sucia con un gesto de asco. Sin embargo, algunos se quieren reenganchar y el funcionario los aparta de un porrazo. El hombre que no se aparta de mi lado me lleva a una esquina del patio.

—¿Cómo te llamas?

—Antonio Bayo, pero todos me llaman el Ruso.

—Pues yo soy «el Florines». Sigue mis consejos y ya verás lo bien que vives aquí.

Es un hombrecillo pequeño y oscuro, con cara de rata. De pronto estoy ante otro hombre, tan pequeño como él, pero gordo como una cuba. Es imposible que sea un preso, y mira a su alrededor como si fuera el rey del mundo.

—Mire, don Julio, qué buen secretario le traigo. Es el Ruso —dice el Florines.

—No parece malo —dice don Julio.

—Escucha, Ruso: don Julio quiere aliviarte la prisión. Te dará un duro por cada guardia de trabajo que le hagas y otro duro por cada lavado de ropa.

Me dice que aquí es costumbre que unos presos contraten a otros para que les hagan los trabajos.

—Así tendrás dinero para comprar comida y vino en el economato —dice el Florines.

Don Julio saca un duro del bolsillo y me lo da.

—Para que comas por adelantado, Ruso.

El Florines viene conmigo al economato.

—Don Julio es un tío. Lo han enchiquerado por desfalcar un montón de millones al Banco de Ponferrada. ¡Y no los ha devuelto! Le caerán un par de años, pero a la salida será rico. ¡Y no quieras saber la de billetes que le manda la familia! Todo el mundo aquí le hace la rosca a don Julio, incluso los funcionarios y el director.

Con el duro compramos en el economato una botella de vino, dos latas de sardinas y pan. Y digo compramos porque el Florines se me pega como si el duro fuera suyo. Nos trincamos todo sentados contra una pared del patio, y luego el Florines me lleva a la brigada y me enseña los paquetes de comida que hay debajo de algunos catres.

—Cuando no puedas más de hambre, te das una vuelta por aquí —dice.

—Pero a los que roban les darán de hostias.

—Es difícil cazar al ladrón. El hambre es muy lista. Mira.

Empieza a andar despacio. Hay poca gente en la brigada y nadie en la esquina donde estamos. El Florines se agacha detrás de un catre y saca un paquete envuelto en papel de periódico. Lo abre. Saca una navaja de su bolsillo y corta un trozo de chorizo y otro de pan. Arregla el paquete y lo pone bajo el catre. Se me acerca masticando.

—Si se trabaja limpio y sin abusar, no suelen darse cuenta —dice.

Come a dos carrillos y con prisa, y yo pienso que si me diera un cacho acabaría antes. Pero lo único que me deja es mirar cómo traga.

—A don Julio no le gusta que sus ayudantes anden por ahí alimentándose de cosas robadas. Le molesta que la gente piense que les paga poco.

—Claro —digo.

Nos llega una voz desde el pasillo.

—La hora de la escoba —dice el Florines.

Mientras yo barro, baldeo y limpio letrinas por él y por mí, don Julio engorda tumbado en el patio. Pero los días de lavado de ropa saco tres duros para no morirme de hambre, porque aquí, en León, como en Ponferrada, el agua con lentejas, el agua con patatas o el agua con arroz están a la orden del día. A todas horas hay golpes y cuchilladas en las brigadas por defender de los hambrientos los paquetes de comida de los catres. El Florines me cuenta que están prohibidos los cuchillos y las navajas, pero que todos se las arreglan para que la familia les pase alguno o hacerse algo parecido afilando mangos de cucharas.

No me quejo. Voy tirando entre el rancho de la cárcel y las latas, las lechugas, el queso, el pan y el vino que compro en el economato; cuando puedo.

También en la cárcel hay ricos y pobres. Los que reciben de fuera dinero y comida forman grupo entre ellos y apenas se mezclan con los demás. Luego están los que sólo reciben comida, que también andan juntos. Y finalmente viene el rebaño de caras de hambre y ropas deshechas que va de un lado a otro pensando sólo en comida y esperando a dos metros a que los dueños de paquetes acaben uno de sus banquetes para coger las migas del suelo o las peladuras de la papelera. Yo soy de estos, porque mis tripas tienen un hambre tan atrasada que nunca las lleno. Sí, me acuerdo de los jamones y los chorizos que robaba en las cantinas de La Baña, y de las truchas del lago, pero no quiero pensar en ello demasiado para no acordarme de Cuqui.

Un preso me dice que saca dos duros por hacerle el trabajo a otro, y otros dos por lavarle la ropa, y que en la cárcel todos pagan lo mismo.

—Tú y don Julio sois unos cabrones —digo al Florines.

—Bueno, bueno… ¿De qué te quejas? Te protegimos desde el principio, ¿no? ¿Qué habría sido de un desgraciado como tú de caer en otras manos? ¿Sabes que algunos te alimentan sólo si pasas con ellos a los retretes?

—Es mejor eso que perder todos los duros que me habéis robado.

—Vaya, conque ahora nos sales maricón. Pues que no se entere don Julio, porque me dirá que le busque otro ayudante.

—Ese no ha hecho los millones robando al Banco de Ponferrada sino explotando a la gente. Y ahora se lo voy a decir a la cara.

—Yo no lo haría. Todos los funcionarios de la cárcel son amigos de don Julio y si le armas un escándalo sólo te meterán a ti en la celda de castigo. Te diré una cosa, Ruso: los presos se parten los cuernos por servir a don Julio. ¿Y sabes por qué? Porque se dice que va a estar aquí mucho tiempo y es bueno tener un patrón fijo. Además, don Julio no es tan cabrón como crees. No es cabrón por un duro, sino por dos cincuenta. Tu trabajo le costaba 7,50 y de ellas me daba a mí 2,50.

—Toda la compañía viviendo a mi costa. Pues ahora le tendrás que hacer tú el trabajo.

—No te daré ese placer, Ruso. Yo llevo en las venas sangre de intermediario.

Al día siguiente encontré otro patrón que me pagó los dos duros reglamentarios. Es un hombre que acuchilló a su novia y al tío con el que le engañaba. Es de familia de perras y siempre le sobran dinero y comida. Me trata tan bien, que algunos días ni siquiera pruebo el rancho. Lo malo es que hoy me ha salido maricón. Estando yo limpiando las letrinas en su lugar, llega respirando como si se ahogara y me dice que me baje los pantalones, que acaba enseguida. Yo, sin decirle ni que sí ni que no, dejo que pase y luego le digo:

—Mala suerte.

Desde entonces ando alerta con él. Por lo que he visto hasta ahora, la cárcel está llena de maricones, pero también es el sitio más difícil para mariconear, pues hay funcionarios en todas partes. Claro que también me dicen que hay funcionarios maricones.

Me cruzo con un hombre y me digo que no puede ser el mismo.

—¡Eh!, usted es el secretario del juez de Puente Domingo Flórez.

El hombre me mira y se le abren los ojos.

—¡Pero, Ruso!

—¿A usted también le han trincado?

—Tarde o temprano, aquí entramos todos, hijo.

—Yo creía que estos sitios sólo eran para los desgraciados como yo, no para ayudantes de jueces.

—Pues ya ves, Ruso, lo que pasa por vivir cerca de esos jueces.

—¿A quién ha matado usted?

—Al Debe y el Haber del juzgado. Me quedé con lo que no era mío.

Me abraza, me llama Ruso, se alegra de verme. Luego me dice su nombre: Gabriel.

—Creo que pasaste por Puente Domingo Flórez hace más de un año, ¿verdad?

—Sí, don Gabriel: dieciséis meses.

—¿Y aún no te ha salido el juicio?

—No, don Gabriel.

—No me llames don Gabriel, que ahora comemos del mismo rancho.

He dejado al maricón y ahora trabajo para el secretario de Puente Domingo Flórez. Es un buen hombre, siempre alegre, haciendo chistes y procurando quitar la miseria que ve a su alrededor.

—Trae unos cestos de uva para esta gente, que en la cárcel se masca más hambre que en la guerra —dijo a su mujer cuando le trajo un paquete de comida y dinero.

Tiene viñas en el pueblo, y una vez por semana, su mujer llega con un pariente cargado con un gran cesto de uva, que es repartida en la brigada entre unos presos que se sacan los ojos por alcanzar un racimo. Ha llegado mi agosto con don Gabriel: me nombra su ordenanza, pagándome dos duros por cada trabajo, y además me da ropa y comida.

—Ya me reí cuando quemaste el ayuntamiento, el juzgado y el depósito. ¡Y por poco te cargas el pueblo entero! —me suele decir entre carcajadas.

Un funcionario me lleva al locutorio, donde me espera un hombre con bigote y papeles en la mano. El locutorio es un cuarto grande con un pasillo en el centro entre dos cierres de tela metálica hasta el techo. A un lado, se ponen los presos, y al otro, las visitas, mientras anda por el pasillo un funcionario.

—¿Es usted Antonio Bayo?

—Sí, señor.

—Yo soy un oficial de la Audiencia. Su juicio va a tener lugar dentro de ocho días. ¿Va a nombrar defensor?

Le miro y él me explica lo que es un defensor.

—No conozco a ningún defensor —digo.

—No hace falta que le conozca. Usted llama a uno, habla con él y… Pero cuesta dinero.

—¿Cuánto?

—De tres mil a cuatro mil pesetas.

—Pues me quedo sin defensor.

—No se preocupe. Le pondremos uno de oficio.

—¿Cuánto me cobrará?

—Nada. El sueldo se lo paga el Estado.

Me mira y dice:

—La Nación, el Gobierno español, los que mandan, los que le han traído a usted aquí. Vamos a ver: ¿sabe usted cuál es su nacionalidad? ¿Ignora que ha nacido en España y que por tanto es español?

—Yo soy de La Baña, en las Cabreras.

—¿Nunca le hablaron en la escuela…?

Mira su reloj, me dice adiós y va hacia la puerta.

—¿Quiere usted decir que es Franco el que ha mandado que me metan aquí? —digo.

—No confunda usted las cosas. Ha sido el Estado español, sus leyes.

—Pero Franco es el amo de todo lo que hay.

—Sí, y también el amo del abogado que pronto le visitará para defenderle.

No entiendo nada. Los que mandan me meten en la cárcel y los que mandan me defienden.

Una semana después me llevan otra vez al locutorio. Veo a un hombre pequeño al otro lado de los alambres: parece un bicho en un gallinero. Viste traje azul, camisa blanca y corbata, y lleva una gran cartera negra.

¿Se llama usted Antonio Bayo?

—Sí, señor.

—Pues yo soy el abogado nombrado por la Audiencia de León para defenderle. Vamos a ver cómo nos arreglamos para que le quiten todos o parte de los años que le pide el fiscal.

Todavía no me ha mirado una sola vez, sólo hace que hojear los papeles.

—Bueno, cuando usted robó el jamón en aquella cantina, ¿cómo estaba la puerta?

—¿Cómo iba a estar? Cerrada.

—¿Con llave?

—Sí, señor.

—¿Y cuando se llevó los panes, los chorizos, las planchas de tocino, las mantas, la ropa, las gallinas, los conejos…, en fin…, cómo estaban las puertas?

—En mi pueblo todo el mundo echa la llave por las noches, porque allí casi todos roban. Por eso quería decirle a usted que la mayor parte de ese atestado no lo robé yo.

—¿Y por qué lo firmó?

—Si no lo firmo, me matan los guardias.

—Vaya por Dios. Escúcheme: cuando el juez le pregunte cómo estaban las puertas, usted le contesta que abiertas.

—Pero hará más caso de lo que escribieron los guardias.

—Es que usted también debe declarar que le sacaron las confesiones a golpes.

—¿Y qué será de mí cuando lo sepan los guardias?

—Nunca lo sabrán.

—¿Y qué más da que las puertas y ventanas estuvieran cerradas o abiertas?

—Forzar una cerradura para robar es robo, y robar sin romper nada es hurto. Las penas son graves para el robo y leves para el hurto. Usted ha de responder a todos los cargos diciendo que puertas y ventanas estaban abiertas, o que las gallinas y los conejos andaban por fuera de las casas, y en cuanto a la ropa, debe decir que la encontró caída en un camino. El asunto del incendio lo arreglaré bien, pues usted mismo se presentó. Otra cosa: guarde en todo momento compostura ante el juez. No hable si no se le pregunta. Al entrar en la sala, permanezca levantado hasta que le manden sentarse. Tenga mucho cuidado con las preguntas del fiscal; el hombre está allí para complicarle las cosas. Y cuando le pregunten si está de acuerdo con la sentencia de tres años y un día, usted contesta que no. Nos veremos mañana en la sala del Tribunal.

Mete los papeles en la cartera, la cierra y se larga corriendo.

Me desea suerte el secretario de Puente Domingo Flórez. Voy vestido con ropa que me ha dado su mujer: chaqueta, pantalón, camisa y alpargatas. Todo era del marido, excepto las alpargatas. Todo me viene ancho, a pesar de que ella lo ha achicado.

—Mira, Ruso, no te olvides de ponerle al juez cara de tonto —me dice Gabriel.

Son las nueve de la mañana. Los presos saben adonde voy y por todas partes oigo voces de ánimo. Cuando llego a la puerta de la cárcel hay detrás de mi otro preso, un muchacho de mi edad al que he visto llorar con frecuencia en estos tres meses. Ahora también está llorando. Le cogieron por robar cinco caballos.

—No te apures, hermano, que aquí no se comen a nadie —digo.

Durante el corto viaje por las calles de León me convierto en su padre. ¿Qué voy a hacer si no para de llorar y nos llevan cosidos uno a otro de las muñecas con esposas? A nuestras espaldas vienen dos números de la Policía Armada.

—Mira, muchacho, los jueces siempre están deseando ayudar a los desgraciados como nosotros. Te apuesto el chusco de mañana a que el juez de León nos pone en la calle a cambio de un cordero.

Ahora estamos en un cuarto medio vacío, cuya puerta comunica con la sala de la Audiencia. Primero llaman a mi compañero. Le libran de las esposas para ponerle otras, y allá se lo llevan. Un guardia cierra mi esposa sobre la otra muñeca.

—Prométele al juez un cordero si te alivia la pena —le he dicho por lo bajo.

Mi juicio es a las once y media. Vuelve mi compañero.

—Creo que me ha echado seis meses y un día.

—¿Y el cordero?

—Por culpa de nombrarle el cordero me cargó dos meses más.

—No jodas…

Este juez no es como el de Aguasvivas. La sala es grande, con bancos llenos de público al fondo y tres mesas en la presidencia, una larga con tres hombres, y dos más, a uno y otro lado, con un hombre cada una. Uno de estos es el abogado que vino a la cárcel. Los cinco visten de negro.

—¿Se le pueden quitar las esposas, señor juez? —dice el abogado.

—Quítenselas —dice el hombre que está en el centro de la mesa larga.

Un guardia me las suelta y las guarda en su bolsillo.

Puede sentarse ——me dice el juez.

El guardia me empuja hacia un banco que queda frente por frente a la mesa de la presidencia. Y entonces tengo que levantarme otra vez para jurar.

—Levante la mano. ¿Jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? Diga «juro».

—Juro —digo.

—El fiscal tiene la palabra —dice el juez, un hombre pequeño y calvo, con un hombro más alto que otro.

Mi abogado me dijo: «El fiscal le complicará las cosas». El fiscal se pone en pie.

—¿Recuerda usted todos los robos que ha cometido? —dice.

Su cara es larga y huesuda, con cejas como el carbón y una mirada que atraviesa.

—Sí, señor.

—¿Está usted conforme con la pena de tres años y un día?

Miro a mi abogado.

—No, señor.

El fiscal coge un montón de papeles y empieza a leer. Es el atestado. Emplea mucho tiempo en nombrar todos los robos y la forma en que se cometió cada uno, abriendo ventanas y descerrajando puertas. Lee también que yo hacía vida de monte, que sólo bajaba al pueblo para desvalijarlo, que algún padre me acusa de haber violado a su hija, que tengo relaciones con los maquis y que incendié y destruí el Juzgado y el Ayuntamiento de Puente Domingo Flórez. Cuando lo suelta todo y se queda tranquilo, dice:

—No tengo más que añadir.

Y se sienta.

Entonces el juez dice:

—Tiene la palabra el defensor.

—Con la venia —dice mi abogado, levantándose—. ¿No es cierto que usted no tuvo que forzar ninguna puerta ni ventana?

—Es cierto —digo.

—Entonces, ¿por qué firmó usted ese atestado admitiendo que forzó las cuadras y las cantinas para robar? —dice el juez.

—Porque si no lo firmo, los guardias allí me matan a palos.

—Si, como usted dice, los guardias de su pueblo le obligaron de esa forma a firmar, ¿por qué volvió a admitir ante el Ilustrísimo señor juez de Ponferrada que estaban cerradas las puertas y las ventanas? Allí, nadie le pegó, nadie le obligó.

—Es que yo seguía teniendo miedo. Todavía me dolían los golpes y no sabía si en Ponferrada me darían más.

—Tiene la palabra el defensor —dice el juez.

—Hay que comprender que este muchacho ha cobrado un miedo cerval, debido al trato recibido en el cuartel de su pueblo. ¿Cómo reaccionaría su Ilustrísima en su caso? Un pobre hombre golpeado en un cuarto, sin defensa posible, no tiene más remedio que acabar admitiendo lo que desean sus verdugos. Me atrevo a sugerir que esos agentes de la autoridad deberían ser procesados por su trato al prisionero. En cuanto al incendio del Juzgado y el Ayuntamiento de Puente Domingo Flórez, la decisión del acusado de presentarse voluntariamente a los guardias, habiendo podido huir, demuestra su inocencia.

—Tiene la palabra el fiscal —dice el juez.

—Con la venia —dice el fiscal. Me mira fijamente—. ¿Con qué le golpeaban a usted? ¿Con las manos?

—No, señor, con el vergajo.

—¿Nos puede decir, por favor, qué es un vergajo?

—La verga seca de un toro, con plomo en la punta.

Oigo risas a mi espalda y entonces recuerdo a la gente de los bancos y me entra vergüenza al pensar que se están enterando de todo lo mío.

—Orden, por favor —dice el juez haciendo sonar una campanilla, y las risas se callan.

—¿No nos engaña usted con lo del vergajo? —dice el fiscal.

—Si quieren ustedes, les enseño sus marcas en mi cuerpo.

—En estos casos, y suponiendo que medien golpes, estos se aplican de modo que no dejen huellas.

—¿Tenían contra usted algo más, aparte de los robos?

—Yo los tenía fritos, esa es la verdad. Solían decirme que les daba más trabajo que todos los delincuentes y maquis juntos de la región. Además, me daban con el vergajo para que cantase todos los robos, los míos y los de los demás, y así ellos trabajan menos.

—Lo que viene a señalar que ellos le tenían a usted por el ladrón más famoso de la zona.

—Yo qué sé lo que pensaban de…

—Protesto por esa insinuación gratuita —dice mi abogado.

—Que no conste —dice el juez.

—¿Y es cierto que usted les daba tanto trabajo? —dice el fiscal.

—Sí, señor.

—En otras palabras, que usted robaba mucho.

—Todo lo que podía.

Suenan otra vez las risas y el juez voltea su campana como si tocara a misa.

—Orden, por favor, o vacío la sala.

—El señor fiscal se está desviando de los cargos concretos —dice mi abogado—. No hay por qué mencionar unos antecedentes delictivos que no figuran en el atestado.

—Por el contrario —dice el juez—, entiendo que nos ayudarán a conocer la personalidad del acusado y, posiblemente, a justificarle muchas cosas.

—¿Qué hacía con lo que robaba? —dice el fiscal.

—Comérmelo.

Risas y campanilla.

—¿Nunca robó objetos no comestibles?

—Sí, anzuelos y cartuchos, pero era para poder pescar y cazar y no morirme de hambre.

—¿No era capaz de solucionar su alimentación por otro medio que no fuera robando? Existe algo que se llama trabajo.

—Mire usted: madre sólo tiene un palmo de tierra, que no da más que seis berzas y un cesto de patatas al año. Alguna vez me empleo de pastor por una miaja de tocino y un cacho de pan. ¡Ni cuando trabajo puedo quitar el hambre! Pero últimamente todo el pueblo me echa de su lado porque nadie quiere poner sus ganados en manos de un ladrón. ¿Qué otra cosa iba a hacer para no morirme de hambre?

—¿No se le ocurrió marchar de su pueblo a buscar trabajo en otro sitio? —dice el juez.

—Sí, una vez me llevaron a Carmona, pero allí no cambió la cosa, porque también acabé en prisión.

—¿Por robar?

—Sí, señor, al principio para comer, pero como después nos sobraba pues nos íbamos de putas.

—Yo le aconsejo a usted que salga de su pueblo a buscar trabajo con el que poder comer y verse libre de robar.

—Es lo que me dice siempre una tía mía, pero yo quiero vivir en mi tierra, en mis montes y en mi lago. Mire usted, señor juez: yo tenía una perrita llamada Cuqui, que madre me escribió que había muerto, y con ella viví mucho tiempo en el lago, y en cuanto salga de la cárcel iré otra vez a vivir en los mismos sitios, porque quiero pensar que todavía está conmigo.

—Bueno, no se nos ponga a llorar aquí —dice el juez.

Me asusta esa gente que clava sus miradas en mi espalda; me asusta el sitio en que estoy y el otro al que me llevarán y me asustan el juez y el fiscal e incluso mi abogado, que no sé en qué trampa me están metiendo.

A los seis días del juicio me llaman al locutorio. Es un alguacil de la Audiencia. Ya sé a qué viene. Hace dos días me visitó el abogado para decirme que me han echado un año y un día. «Ha tenido suerte, con el rosario de cargos que tenía encima», me dijo. «Pronto se lo comunicarán oficialmente». Se levantó y, antes de irse, me dijo también: «¿Sabe usted que ya está libre? ¿No había sumado los meses que permaneció en la prisión de Ponferrada y luego en la de León? Dieciséis meses en una y tres en la otra. Total: diecinueve. El Estado español le debe a usted siete meses».

El oficial de la Audiencia me dice lo del año y un día, me larga un papel y yo le pongo la cruz.

—¿Y quién me devuelve a mí los siete meses que he estado de más en prisión?

—Las reclamaciones al maestro armero —dice el oficial plegando el papel.

A la salida de la prisión me dan un papel para cambiarlo en la taquilla de la estación por un billete, una latita de sardinas y un chusquillo de pan.

¿Para qué vuelves a La Baña? Es la pregunta que me hago al entrar en la Cabrera Baja. Durante el viaje me he alimentado del pan lleno de chorizos que me dio Gabriel, el secretario de Puente Domingo Flórez, de parte de su mujer.

Ahí abajo está el gran valle de la Cabrera Baja, donde he pasado tanta hambre y me han dado tantos palos. Pero es mi sitio. Quiero ver a madre y decirle que recibí aquella carta suya y preguntarle si recibió la mía. Quiero tocar la tierra donde enterraron a Cuqui. Quiero esconderme otra vez en el lago y en las montañas, único rincón del mundo donde me siento a salvo de los guardias.

Tras nueve horas de marcha llego a las primeras casas de mi pueblo. Se corre la voz y la gente empieza a salir a las puertas.

—¡Ya nos viene otra vez el maricón del Ruso!

Es lo de siempre. Algunos me tiran piedras y todos me insultan.

—Viene hecho un señorito. ¿A quién habrá robado esa ropa?

¡Cabrones, si vosotros sois tan cabrones como yo! Se van calentando unos con otros y ya marcha una procesión a mi espalda. Me azuzan sus perros y sus niños: unos me ladran y otros me tiran de la ropa, y yo he de espantármelos como a moscas. «Aquí me matan», pienso. De modo que para librarme de tanta fiera no tengo más remedio que pasar por delante del cuartel de los guardias, cosa que no quería hacer. Entonces la gente queda atrás y callada. En la puerta está uno de los dos guardias que me llevaron a Puente Domingo Flórez. Cruzamos nuestras miradas y sigo avanzando. El guardia entra en la casa y sale con cinco compañeros, todos nuevos y entre ellos el nuevo cabo. El guardia les habla y me señala con gestos de su cara. Les cuenta quién soy yo y el trabajo extraordinario que les espera conmigo. Sigo andando. Paso ante ellos como si no existieran, sin dejar de pensar: «Os vais a joder, porque me quedo. Esta tierra es más mía que vuestra y nadie me echará de ella. ¡Os vais a joder! ¡Os vais a joder!». Pasado el cuartel, otra gente empieza a atacarme. ¿Por qué? ¿No he pagado ya mis delitos? Ahí están: Cayetano, Daniel, Eulalia de la cantina, y su hijo el cabrón de Lorenzo, Eusebio el pedáneo, el tío Gabino, Moisés el de la viña, Simplicio el de la otra cantina y el hijo puta de Tomás, el padre de mi difunta hermanita, todos abroncándome como si yo tuviera la culpa de que fueran tan maricones. En cambio, desde detrás del rebaño de fieras, a Félix, a Raúl y a Gualberto les gustaría hacer algo por mí, aunque no se atreven. Y de pronto aparece la tía Petra abriéndose camino a codazos y pasa un brazo por mi hombro y me lleva a su casa y se paran los insultos, porque ella mira a un lado y a otro como si quisiera comerse a medio pueblo.

Estoy cenando un plato de berza con toda la familia de la tía Petra.

Han crecido mucho mis primos. A Marina ya se le marcan bajo la tela las puntas de los pechos. Tío Jenaro me pregunta si se pasa hambre en la cárcel.

Pienso en madre, que no aparece por ninguna parte. La tía Petra me lo lee en los ojos.

—Basilia anda estos días en el heno del tío Gabino —dice.

—Todo el mundo ha dejado sus cosas para darme la bienvenida.

—Estará muy cansada y la tendrás en casa esperándote.

Mis primos quieren saber cosas de la cárcel y yo estoy tentado de decirles que allí sólo dejan entrar a los muy hombres porque a los blandos se los comen antes, pero no tengo humor. Nazario, el mayor, me pregunta cómo nos arreglábamos para joder.

—Nos traían los sábados a la reina de las putas.

Se ríe a medias, no me cree del todo, y entonces la tía me dice que no anime a sus hijos a ir a la cárcel. Luego me abraza en la puerta.

—Me alegra verte, Antonio, pero ojalá no le hubiera visto. Vete de este maldito pueblo y no vuelvas más. Vete lejos, donde nadie sepa que te llaman el Ruso. Vete al otro extremo del mundo a cagarte en este jodido pueblo.

Encuentro a madre en el cajón de las pajas, vuelta hacia la pared.

—Madre.

La espalda sigue muerta.

—Madre, ya he vuelto de la cárcel.

El bulto negro se mueve en la oscuridad del rincón. La cara de madre está muy vieja.

—Los jueces te quieren mal. Te mandan a casa a que te mueras de hambre —dice.

Madre me ha hablado.

—¿Cómo está usted, madre?

—Jodida, como siempre.

—Ya sé que trabaja en las tierras del tío Gabino.

—No me recuerdes ahora el trabajo.

—Yo no le pediré nada, madre. Ya me las arreglaré solo.

—Todos nos las arreglamos solos.

—Recibí su carta. Yo también le escribí.

Madre calla.

—Parece que usted no me quiere a su lado.

—En esta casa, con uno que pase hambre, basta.

—Tengo sueño. ¿Puedo volver a dormir en nuestras pajas?

—Eres mi hijo y estás aquí, de modo que entra en el piojero. Quedamos espalda contra espalda. No estoy tocando la espalda de ningún preso, sino la espalda de madre.

—¿Dónde está Mario?

—Trabajando. ¿Has oído? Trabajando.

—¿A estas horas?

—Duerme en un chamizo que ha levantado en su tierra. Tiene plantadas berzas y no quiere que se las roben.

—¿Qué fue de sus cuatro corderos?

—Les entró el mal y murieron. No hemos nacido para ricos.

—Se hará con otros.

—Cuando se los robes tú para él.

—No he vuelto para seguir robando.

Madre gruñe y se vuelve para dormir. Y entonces le pregunto dónde enterró a Cuqui.

Yo no enterré a esa maldita perra. Fue Gualberto —dice.

Me despierto y estoy solo en las pajas. No encuentro ni una miga de pan en la casa. ¡Mundo cabrón! Es lo mismo de siempre, pero esta vez no quiero robar y empezar de nuevo.

Voy hasta la tierra de Mario y allí le veo azadonando sus berzas con un aire de buey cansado. Es una plantación grande y bien cuidada y sin un solo hueco, lo que significa que de allí no se cogen berzas para comer. En una esquina está el cobertizo de ramajes. Mario me ve y se queda apoyado en la azada, mirándome.

—Hola —digo.

Silencio.

—Buenas berzas —digo.

—No son para nosotros. Quiero sacar con ellas para otros corderos —dice.

Son verdes, limpias y tiernas.

—Acabo de llegar de la cárcel —digo.

Mario vuelve a su trabajo y yo me siento al borde de la huerta. Miro a Mario y miro las berzas. Al cabo de mucho rato, le oigo decir:

—No son para nosotros.

No me muevo en mucho tiempo. Un sol triste de octubre tiene tiempo de ponerse en el punto del cielo que marca el mediodía, y entonces sé que he estado aquí toda la mañana. Mario deja de trabajar y da una patada a la tierra.

—¡Maldita sea, cómete unas hojas!

Cuando las voy a arrancar, él se acerca corriendo, me aparta y hace el trabajo por mí. Corta con gran cuidado sólo una hoja de cada una de siete berzas y al final viene hacia mí y las pone en mis manos. Me siento y las como crudas allí mismo. A lo lejos, desde su trabajo, Mario no vuelve una sola vez la cabeza.

Encuentro a Gualberto en las afueras del pueblo. Ríe, lanza su «¡uuuuhhhh!» y me agarra de las ropas. Yo le revuelvo los pelos, por que estoy muy contento de verle. Ha crecido, suelta más babas que antes y sus ojos parecen más pequeños allí dentro de esos bordes de carne roja y costrosa. Le hablo con las manos de perro y de muerte y él hace que sí con la cabeza y dice «¡uuuuhhhh!» y yo le señalo el suelo y él me dice que le siga.

Cuqui está enterrada cerca del río, al pie de una peña. Me arrodillo para tocar con la mano el pequeño montoncito y siento como si estuviera tocando el pelo de Cuqui. No puedo quitar la mano de allí. Vuelvo la cara para decir «Cuqui», pero no sé como Gualberto ve mis labios y me hace la seña de bonete de cura.

—¡No me digas que el cabrón de don Matías la mató de un tiro!

Le hago las señas y me dice que no, que si quiero que traiga al cura para rezar en la tumba.

—No, a Cuqui no le gustaría verle cerca.

Nos sentamos y es Gualberto el que empieza a hablar de mujeres y pasamos la tarde haciéndonos pajas.

—¡Hola, Antoñito!

Evaristo me ahoga en un abrazo y Aurelia me dice que cene con ellos. Me siento entre Francisca y Secundino. La cara de Francisca es tan fea como la de su hermano Gualberto, pero la chica se ha hecho mujer y está muy buena. Aurelia acaba de sacar un puchero de patatas con pimentón, y yo tengo hambre, aunque me olvidaría de la cena si, en vez de patatas, Evaristo me sirviera a su hija por un rato. Secundino es de los que no hablan cuando está delante su padre, como ahora. Evaristo no calla. Es grande, sus brazos gordos tienen un bosque de pelo y habla y habla. Ríe a carcajadas cuando Gualberto dice que él y yo hemos estado en la cárcel.

—No todos pueden decir lo mismo, ¿eh, Antonio? Todo el mundo hace méritos para que lo metan en la cárcel, pero sólo unos pocos tenemos la suerte de ser elegidos para ir a los hoteles de Franco. Cama y comida gratis, gente limpia y uniformada a tu alrededor, cura y retretes a mano… ¿qué más se puede pedir? Y, para que te corras de gusto, los domingos cine.

—¿Qué es cine? —digo.

—Gente que sale bailando sobre una sábana.

—Ni en Ponferrada ni en León teníamos cine.

—Pues a ver si matas a alguien para que te metan en un penal, como a mí.

—Sí, ya me contó usted lo del pariente que se cargó.

—No era un pariente, sino un cuñado. Un bocazas con una suerte así de grande. ¿Nunca te conté la historia?

—Sí, pero no importa.

—No le repitas a Antonio esa cerdada.

—¡El chico debe saber lo que es el mundo! Ha estado en la cárcel y ya es un hombre.

—Se la hemos oído demasiadas veces, padre —dice Francisca.

—La historia que voy a contar ahora no me la habéis oído ni vosotros. Mira, Antonio, no es por presumir, pero si tú has estado en una prisión, yo estuve en un penal. Cuatro años me tiré en el Dueso sólo por defender lo que era mío. El caso es que se muere el suegro y entonces mi cuñado empieza a decir que el arca se la había prometido a él. ¡El muy maricón sabía que el viejo me había dicho: «El arca, con lo que hay dentro, para ti, Evaristo, por los buenos nietos que me has dado»! Nombró los nietos, Antonio, dijo que por ellos me daba el arca, porque eran guapos, cuando mi cuñado no tiene más que dos hijos y son de coña. Bueno, y cuando me cargo el arca al hombro, que el Juan me dice que es suya. Había acabado la fiesta del entierro, habíamos bebido mucho vino y me dijo de echarla a suertes. Yo estaba seguro de que la moneda me saldría cara y le dije: «Que el cielo haga el reparto». Y él me dijo: «Bajemos a la cuadra». ¿Cómo iba yo a pensar mal? De modo que allá nos vamos los dos con el arca y nada más entrar en la negra cuadra se me mete en la cabeza que el muy cabrón piensa matarme si me toca a mí. «Pues no conoces a Evaristo», me digo. Y tiramos la moneda. Cruz. A él. ¡Había que matarlo, Antonio, antes de que él me matara a mí! De un golpe le parto la cabeza con la barra de hierro. Abro el arca. Vacía. El viejo no guardaba en ella más que aire. Cojo la hoz y le rebano el cuello al cuñado. «¡Cabrón, que me querías matar por un arca vacía!», le digo. La verdad es que el arca era una joya. Buena madera, tallada, con bisagras y pestillo de cobre. «No, pues a mí no me quitan esta arca por un jodido muerto», me digo, y con la hoz empiezo a trocear al Juan. Luego a un saco con él y al río Cabrera, un cacho aquí, otro más arriba. También baldeé el suelo de la cuadra. Finalmente cojo mi arca y a dormir. Al día siguiente, que el Juan no aparece por ninguna parte. Durante dos semanas me fui a pescar donde yo sabía que sacaría las truchas más gordas del mundo. Pero el cabrón del Juan me la tenía guardada: un cura que pasaba unos días en casa de don Matías pescó un lucio y al abrirle la tripa Florencia encontró su chorra, entera y tiesa como en sus mejores tiempos. «Esto es de Juan», gritó la Florencia. ¿Cómo lo sabía la muy puta? Se la llevan a los guardias, se rastrea el río y aparecen los trozos restantes, medio comidos por los peces. Luego los guardias me liaron y a golpes me fueron sacando todo.

—No le creas una palabra, Antonio —dice Aurelia—. A este lo cogieron porque se emborrachó y en la cantina de Eulalia empezó a presumir como un tonto de lo que había hecho. Como en el juicio dijeron que estaba loco, sólo le cayeron cuatro años. ¡Claro que está loco!

Evaristo se levanta de la mesa y me lleva a un cuarto. Enciende una cerilla y me enseña el bulto que hay en un rincón.

—¡Pero me quedé con ella!

Es el arca. Levanto la tapa: está llena centeno. Se apaga la cerilla y en un rato no oigo más que la respiración de Evaristo. Siento sus manos sobre mis hombros.

—Antoñito, a lo mejor tienen razón los que dicen que estoy loco, pero ahora te voy a hablar con la cabeza bien sana. Huye de este pueblo, donde el hambre te hará un delincuente, y busca trabajo en otro sitio. Aquí todo el mundo roba, pero los guardias la han tomado contigo y no pararán hasta meterte en un penal. Yo estuve en uno y no quedan ganas de volver. Mala gente hay allí, Antoñito, muy mala.

—Un penal es como una prisión, ¿no?

—Pero mucho más jodido. Aquello está lleno de asesinos y de maricones. Con el tiempo, allí todos acaban siendo asesinos o maricas, aunque no lo sean al entrar. Los años caen uno tras otro sobre la gente, cinco, diez, veinte, treinta, y la desesperación trae riñas con navajas y muertos, y a la condena primera hay que añadir otra, y la mayoría no sale de allí nunca. Hay presos viejos, Antoñito, que arrastran la pata y se mean en la cama, y allí siguen, llenos de canas y necesitando ayuda para subirse al catre o limpiarse el trasero. ¿Y los maricas? Hay tantos como moscas. La mitad del penal da por el culo a la otra mitad. Nada más llegas te buscan para matrimoniar.

—¿Es que andan juntos hombres y mujeres?

—¡Te estoy hablando de matrimonios entre machos, Antoñito! ¡Aquello es la hostia! Cuando caigas por allí, enseguida te convertirán en una novia rubia. ¡La sensación! De modo, Antoñito, que busca trabajo fuera de este jodido pueblo. Mira: a ti ya se te han empezado a liar las cosas. Los guardias llevan diez años moliéndote a palos, te has pasado media vida en los depósitos de jueces y alcaldes, ya has estado en una prisión durante casi dos años. Si no sales a tiempo de esta rueda, un día cometerás un delito de los gordos y te pudrirás de viejo en un penal. No todos tienen la suerte de que los tomen por locos. ¡Yo, loco! ¡Mira, mira qué hermosa arca saqué de aquel asunto! ¿Loco yo? Los engañé a todos, Antoñito. Mataría mil veces al cabrón de Juan, pasaría una pila de años en un penal, con tal de tener un arca como esta. Es que no quedan en el pueblo arcas así, ni siquiera en el mundo, de modo que ya para qué vas a hacer cachos a un prójimo, por muy hijo puta que sea.

Me parece ver en la oscuridad un bulto a la puerta de casa y lo primero que pienso es que ya tengo allí a los guardias esperándome. Y resulta que es Mario. Está sentado en el peldaño, sacando punta a un palo ron su navaja.

No entres —dice.

—¿Qué pasa?

—No entres.

Estoy lo bastante cerca para leerle la verdad en la mirada que no me mira. ¡Esto tampoco ha cambiado en el pueblo!

—¿Por qué no entramos y lo echamos de casa?

—No —dice Mario.

—¡La mujer que está ahí follando con ese cabrón es nuestra madre!

—No es cosa nuestra.

Me adivina la intención de abrir la puerta y se levanta y me cierra el camino. Sus brazos están caídos, como siempre, y ni siquiera sé si me mira. Es mayor que yo, pero podría apartarlo de un empujón. No me muevo. Detrás de él está madre. El no hace más que defender lo que quiere madre. Yo no puedo ir contra Mario y contra madre. Aunque yo sacara a Tomás de casa a hostias, madre y Mario se volverían contra mí.

El pueblo duerme. Yo también he dormido un rato en un bosquecillo. No veo a Mario en la puerta. El fuego está encendido bajo la lata de los cocimientos y Mario lo cuida y pela patatas. Serán las dos o las tres de la madrugada, pero allí están ellos, preparando la cena. Y ahí están las patatas que ha dejado Tomás.

—¡Yo no las quiero! —digo.

Oigo la voz de madre cuando ya estoy en la puerta.

—Dejo las tuyas aparte, hasta que las quieras.

Son las patatas que deja sobre una banqueta.