21

Podría parecer extraño que viviera en la misma casa que Peter, que mi habitación estuviera justo enfrente de la suya, y que hubiera conseguido evitarlo desde que nos besáramos. Pero había una explicación: no había salido hasta entonces de la habitación de Jack. No quería ver a Peter, y esa era en parte la lógica que respaldaba mi propuesta de excursión al zoo.

Pero por desgracia, cuando bajamos la escalera que conducía al salón, Peter estaba allí. No estaba mirándonos, pero mi reacción fue igualmente de pánico.

—¿Pasa alguna cosa? —me preguntó Jack.

—No, estoy bien —dije, moviendo la cabeza de un lado a otro para despejarme.

Ezra estaba colgando en la pared una nueva pantalla gigante de televisión y Peter y Bobby supervisaban los trabajos. No sé muy bien qué le pasaba a la antigua pantalla, aunque me inclinaría a decir que nada. Peter estaba de pie a escasos metros del lugar donde Ezra sujetaba la pantalla y Bobby estaba tumbado en el sofá, reventando las burbujas del envoltorio de plástico del nuevo aparato. A sus pies, se encontraban la caja de cartón y el televisor «viejo».

—¿Qué sucede? —pregunté, aunque en realidad no pretendía decir nada. Lo que deseaba era salir corriendo de allí antes de que a Peter le diera tiempo de mirarme, o de mirar a Jack, aunque, bien pensado, sería una actitud extraña por mi parte.

—Ezra ha comprado un televisor nuevo —respondió Bobby, observando cómo Ezra se las apañaba para manejar un aparato que un humano jamás habría podido mover solo debido a su gran peso y tamaño.

—¿Está recto? —preguntó Ezra, sujetándolo por la parte de abajo y retrocediendo un paso para verlo—. Más vale que lo esté porque ya he conectado todos los cables.

—Sí, está recto —dijo Peter, y el pulso se me alteró sólo con oír su voz.

—¿Qué le pasaba al otro televisor? —pregunté para distraerme.

—Nada. —Ezra retrocedió un poco más para admirar el resultado de su trabajo manual—. Esta mañana, Jack y yo hemos pasado por una tienda y hemos descubierto que este televisor es muchísimo mejor que el otro.

—¿Así que habéis ido de compras? —pregunté, levantando una ceja y mirando a Jack—. ¿Y a qué hora te has levantado?

—Bastante temprano —dijo Jack, sin darle importancia—. Ezra iba de tiendas y me ha preguntado si quería acompañarlo… ¿y quién pasaría por alto una oportunidad así?

—Yo no veo ninguna diferencia entre este aparato y el que teníamos antes —dijo Peter, haciéndose eco de mis pensamientos—. Ni siquiera es más grande, ¿no?

—¡No se trata de que sea más grande! —Jack se apartó de mi lado para acercarse al televisor y así poder explicar mejor todas sus gracias. Cambió al instante a una jerga técnica, lo cual me parecía una tontería, pues lo más probable era que Peter estuviera aún menos al tanto que yo de los avances tecnológicos. Los obsesos de las novedades y la electrónica eran Ezra y Jack.

—A mí simplemente me parece un televisor más —dijo Peter en cuanto Jack finalizó su explicación.

Jack se mofó de él en voz alta y esta vez, incluso Ezra salió en defensa de su adquisición. Llegó un momento en que podría decirse que prácticamente hablaban sólo para ellos, y Peter aprovechó para mirarme. Fue un segundo, y yo aparté la vista casi al instante, pero aun así nuestras miradas se encontraron. Era imposible que existieran ojos más verdes que los de Peter y no estaba nada bien pensar en lo atractivos que resultaban.

Al menos, él actuaba con mucha más frialdad que yo. Si Jack y Ezra no estuvieran tan emocionados con su nuevo artilugio, estoy segura de que se habrían dado cuenta de lo extenuada que estaba. Cuando aparté la vista, Peter se sumó a ellos y continuó fingiendo interés.

Bobby seguía sentado en el sillón, balanceando los pies por el extremo y más distraído con las burbujas de plástico que con el televisor. Milo estaba desaparecido, lo cual me pareció extraño, pues ese tipo de cosas le encantaban. También tendría que estar allí explayándose con el nuevo aparato.

—¿Dónde está Milo? —le pregunté a Bobby, segura de que nadie más me escucharía a no ser que emplease las palabras «HD» o «plasma».

—Está ayudando a Mae con la colada —dijo Bobby, antes de hacer estallar otra burbuja.

Sentí tentaciones de robarle el plástico de burbujas pero, por otro lado, vi que se abría ante mí una probabilidad de escapar y la aproveché. Pasarían al menos diez minutos o un cuarto de hora hasta que Jack estuviese dispuesto a marcharse, y prefería pasar aquel tiempo en algún lugar donde no estuviese Peter. Jack estaba tan distraído que ni siquiera se percató de que yo abandonaba el salón.

En el pasillo, entre el estudio y el cuarto de baño principal, se encontraba la habitación que hacía las veces de lavandería, en la que había dos conjuntos de lavadora y secadora de alta gama. En casa éramos siete y eso se traducía en mucha colada. Yo intentaba ocuparme de la mía y de la de Jack, pero Mae siempre se las apañaba para adelantárseme. Era mágica en ese sentido. En la lavandería había diversos estantes con perchas.

La mayor parte de la inmensa cantidad de ropa de Jack acababa allí, colgada en las perchas. Tenía los trajes en bolsas de plástico, perfectamente planchados, y los guardaba allí para que no se aplastaran y arrugaran en nuestro vestidor. Olía a ropa limpia, pero aun así percibía el rastro de todos nosotros en las prendas y, muy especialmente, el aroma de Jack. Por muchas veces que se lavara, la ropa siempre conservaba el olor de su propietario.

Las máquinas estaban dispuestas junto a una de las paredes, un conjunto en color azul oscuro y el otro en un curioso tono anaranjado. Por lo visto, los días de las máquinas blancas de toda la vida eran cosa del pasado. Milo estaba sentado encima de una de las lavadoras, viendo como Mae sacaba toallas de la secadora y las doblaba. Estaba segura de que mi hermano se habría ofrecido a ayudarla, pero que ella se habría negado. Mae consideraba que su deber era hacerlo todo por nosotros.

Milo se había vestido y estaba muy guapo, excepto por el detalle de que se había pintado las uñas de los pies, una decisión que achacaba a la influencia de Bobby. Mae, por otro lado, iba todavía en pijama y, de hecho, hacía días que no la veía vestirse de calle. Llevaba el pelo recogido, pero aquello más bien parecía un nido de ratas que un moño.

—¿Cómo va todo? —les pregunté, tratando de mostrarme alegre en lugar de preocupada. En el momento de entrar, Milo me había lanzado una mirada cauta y Mae apenas si me había mirado.

—Tendré que comprar toallas nuevas —dijo Mae. La calidez habitual de su acento británico le daba esta vez un tono egoísta y mandón, aunque era preferible eso a que estuviera llorando—. Dejáis tanto tiempo las toallas mojadas en la habitación que huelen a moho y no consigo sacar ese olor.

—Lo siento, lo tendré en cuenta —dije. Jack y yo éramos los más desordenados de la casa, a menos que Bobby resultase ser extraordinariamente sucio.

—No he dicho que sea culpa tuya. —Mae me habló casi con brusquedad y continuó doblando toallas con una expresión malhumorada.

Estoy segura de que a Mae le encanta ocuparse de la colada. La he visto doblando y lavando ropa y podría decirse que es casi un rato de meditación para ella. Aunque esta vez no era precisamente así.

—Bobby y yo siempre procuramos bajar las toallas —le dijo Milo, y le lancé una mirada asesina.

—¿Y cómo es que Bobby hace su colada aquí? —le pregunté, dándome cuenta de que había ciertas cuestiones básicas sobre aquel chico que se me habían pasado por alto—. ¿No tiene una casa, un trabajo?

—Estudia en una escuela de bellas artes y vive en una residencia estudiantil —respondió Milo, correspondiéndome con el mismo tipo de mirada.

—Claro que sí. —Pensándolo bien, Bobby llevaba lo de ser estudiante de bellas artes escrito en toda su persona—. ¿Y acude alguna vez a clase? ¿Por qué está siempre aquí?

—Bobby está donde le apetece —dijo Milo—. Y estar aquí es mejor que estar en una residencia, y además yo quiero que esté aquí.

—Nuestra casa siempre ha estado abierta a cualquiera que lo necesite —dijo Mae, contrariada, mientras doblaba otra toalla—. Quienquiera que necesite un lugar donde estar, sea vampiro o no, siempre ha tenido cabida aquí. No te imaginarías cuánta gente ha convivido con nosotros a lo largo de los años. Ezra siempre ha seguido una política de puertas abiertas. Con todo el mundo.

»Con todo el mundo, literalmente —prosiguió. Dejó la toalla doblada en la cesta y permaneció inclinada un momento, como si de repente se sintiera tan agotada que fuera incapaz de continuar—. Excepto para mi familia. Excepto para quien más me importa.

—Mae, sabes muy bien que no se trata de eso —dijo Milo con delicadeza. Intentó ponerle la mano en el hombro, pero ella se la apartó y se puso de nuevo en movimiento para extraer una nueva toalla de la secadora—. Y nos tienes a nosotros aquí. No lo olvides. También somos tu familia.

—Sabéis que os adoro, pero… —Sujetó la toalla contra su pecho y se interrumpió.

—¿Has tomado ya una decisión? —le pregunté con cautela—. ¿Sobre lo que piensas hacer? —A mi entender, ella seguía aún con la idea de convertir a su biznieta en vampira y Ezra continuaba sin cambiar de postura.

—No. —Mae cerró los ojos y negó con la cabeza—. Tal vez. No lo sé. —Se rascó la frente y sonrió con tristeza a Milo—. Si me marchara, os arreglaríais bien con la colada, imagino.

—No queremos que te quedes para que nos hagas la colada —dijo Milo, horrorizado—. Eres el corazón de la familia. No sé qué pasaría si te fueras.

—Ya lo sé, cariño. —Le acarició la pierna. Continuó doblando la colada, pero de forma más normal—. Aún dispongo de tiempo para pensar. Todavía hay tiempo.

—¡Alice! —gritó Jack desde el pasillo—. ¿Alice? ¿Dónde estás? ¿Estás lista?

—Tengo que irme —dije, señalando la puerta con un gesto—. Nos vamos al zoo.

—Que os divirtáis —dijo Milo, medio despidiéndome con la mano, aunque seguía concentrado en Mae. Ella estaba mordiéndose el labio y ni siquiera se dio cuenta de que me iba.

En el salón, Ezra prácticamente había obligado a Peter a ver aquel documental de la serie «Planeta Tierra» para que comprobara con sus propios ojos lo asombrosamente bien que se veía en la nueva televisión. Jack vino hacia mí y me cogió la mano. Mientras se despedía de los chicos, Peter me lanzó una mirada muy rara y le metí prisa a Jack. No estaba muy segura de poder seguir escondiéndole mis emociones.

Tal vez haría bien comentándole a Milo aquel asunto. Estaba decepcionado conmigo, pero me ayudaría a salir de esta, en el caso de que hubiera una salida.

Llegamos al zoo con tiempo suficiente para que Jack pudiera ver las nutrias y los perros de la pradera, y se entusiasmó de lo lindo con ambas especies. Dedicamos un montón de tiempo a la instalación nocturna de los murciélagos, y Jack se lo pasó en grande. Como era habitual, su felicidad resultó contagiosa y yo también disfruté de una buena tarde.

Lo mejor del zoo era que la mayoría de los visitantes eran niños, y los niños no reaccionan a nuestra presencia del mismo modo que los adultos. Había quien se quedaba mirándonos, y un grupillo de gente nos siguió más pegado a nosotros de lo que la buena educación prescribía, pero no fue nada que no pudiera ignorar. Jack, de hecho, ni siquiera se dio cuenta de ello.

El punto álgido de la excursión fue el espectáculo de los delfines. Jack se las ingenió para que nos sentásemos en primera fila, de manera que cuando saltaban o subían al borde de la piscina, nos salpicaban. Después descendimos al nivel inferior para visitar el acuario. Pegada al cristal, observé maravillada sus bailes acuáticos.

—¿Sabes? En una ocasión nadé entre delfines —me comentó Jack—. Mae siempre había deseado hacerlo, así que decidimos viajar los dos a Florida. Pasamos el día entero en alta mar. Era una excursión organizada por una agencia, con lo que es evidente que no encontramos delfines salvajes ni nada por el estilo. Pero fue superfabuloso. Le dijimos a Peter que viniera con nosotros pero no quiso, porque los delfines son simplemente como peces grandes, y nadar rodeado de peces no le parecía emocionante.

—¡Los delfines son mamíferos! —dijo una niña que estaba a mi lado, con la cara pegada al cristal, ofendida al oír que Jack había dicho que los delfines eran peces.

—Sí, ya lo sé —dijo Jack sonriéndole—. Pero mi hermano piensa que son peces.

—Pues tu hermano es tonto —dijo la niña.

—Y tanto que sí —dijo Jack, riendo.

La madre de la niña se dio cuenta de que estaba hablando con nosotros y se disculpó efusivamente mientras se llevaba a su hija, comiéndose con los ojos a Jack sin poder evitarlo.

—¿Así que Mae y tú nadasteis entre delfines? —le pregunté cuando nos alejamos de la enorme piscina con la intención de cambiar de tema y no hablar más de Peter. Aunque fuera en broma, me sentía incómoda si Jack decía algo sobre él.

—Sí, fue un viaje espectacular. Tendríamos que repetirlo —sugirió. Paseamos por el acuario. Jack llevaba las manos hundidas en los bolsillos mientras yo admiraba los caballitos de mar—. A Milo le encantaría, y sé que Mae se apuntaría sin dudarlo. Hay que ir durante el día, y el sol pega fuerte, pero si comes mucho y te pasas el día siguiente en la cama, se lleva muy bien.

—Podría ser estupendo. —No me imaginaba nada mejor que nadar entre delfines, pero la posible compañía de Mae disminuyó mi entusiasmo—. Pero ¿tú crees que Mae de verdad querría ir?

—Sí, ¿por qué no tendría que querer? —preguntó Jack, y entonces cayó en la cuenta—. Oh, ya te entiendo… Cuando todo esto haya acabado estoy seguro de que querrá ir.

—¿De verdad lo piensas? —Enarqué una ceja—. Porque tal y como lo plantea Ezra, esto no tendrá un final feliz. Será una desdichada.

—Lo sé —dijo Jack con un suspiro.

En la zona central del acuario había una piscina poco profunda llena de rayas y tiburones que los visitantes podían tocar. Jack se detuvo al llegar junto a ella. Introdujo la mano para tocarlos, pero me di cuenta de que no estaba por la labor. Estaba segura de que adoraba ese tipo de cosas, pero por mi culpa estaba ahora preocupado por Mae.

—Lo siento. No era mi intención estropear el día —dije.

—No, tú no tienes nada que ver —dijo, sacando la mano del agua—. ¿Has hablado con ella antes de irnos? —Asentí—. ¿Qué tal está?

—No muy bien —reconocí—. Aunque, como mínimo, no ha tomado todavía ninguna decisión.

—¿Te refieres a que sigue planteándose hacerlo? —Jack me miró con los ojos abiertos de par en par y su piel palideció un poco—. Creía que, después de que Ezra le diera el ultimátum, habría pasado del tema. No esperaba que lo hiciera en seguida, por supuesto, pero pensaba que lo comprendería.

—Tú no la viste mientras se peleaba con Ezra. —Recordé cuando se arrodilló literalmente para suplicarle—. No creo que pueda pasar del tema. Jamás. O pierde a Ezra, o pierde a la niña.

—Sé que Daisy significa mucho para ella, pero en realidad no es su hija. —Jack se mordió el interior de la mejilla—. Ni la parió, ni la crio y ni tan siquiera ha hablado nunca con ella. Puedo entender que existe una conexión, pero no alcanzo a comprender por qué está dispuesta a sacrificarlo todo por ella.

—Yo tampoco lo comprendo del todo pero, por otra parte, nunca he sido madre —dije—. Y en realidad, Mae no ha dejado jamás de serlo. —Cogí a Jack de la mano—. No crees que acabe haciéndolo, ¿verdad? Y aun en el caso de que lo hiciera, no se separará de Ezra por culpa de todo esto, ¿verdad? Dime que no.

—Sinceramente, no lo sé —dijo, suspirando con resignación—. Habría asegurado que nada los separaría jamás, pero cuanto más tiempo vivo, más me doy cuenta de que nada dura para siempre. —Percatándose de las implicaciones de lo que acababa de decir, me sonrió y me pasó el brazo por los hombros—. Excepto tú y yo, claro. Nosotros estamos en esto hasta el final, pequeña. —Me dio un beso en la coronilla y me recosté en su hombro confiando en que tuviera razón.

Cuando llegó la hora de abandonar el zoo, Jack había logrado animarme de nuevo. En el coche, durante el trayecto de vuelta a casa, me obligó a cantar a coro con los Backstreet Boys y amenazó con llevarme algún día a un karaoke.

Al llegar a casa comprobamos que Matilda era la única espectadora del flamante televisor nuevo del salón. Jack le había comprado uno de esos DVD para mascotas en los que aparecen imágenes y sonidos que les gustan a los perros. El que estaba viendo Matilda versaba sobre excéntricas desventuras de gatos.

Matilda estaba tan cautivada por la película que ni se había tomado la molestia de correr a la puerta para recibir a Jack, de modo que decidimos quedarnos a hacerle compañía e intentar comprender de qué iba todo aquel lío. Jack se acomodó en la butaca y yo me senté en su falda y recosté la cabeza en su hombro.

—Tal vez deberíamos comprar un gato —dijo Jack. Matilda estaba instalada en el suelo delante de la tele, con la mirada fija en un gatito que perseguía un cordel. Cada vez que el gatito maullaba, la perra ladeaba la cabeza y levantaba las orejas.

—Seguramente, si fuese un cachorro, se lo comería.

—O no. Mattie nunca le haría daño a nada, ¿verdad, chica? —Su voz se volvía más aguda cuando hablaba con ella. La perra se quedó mirándolo y golpeó el suelo con el rabo—. ¿Lo ves? Es inofensiva.

—No me parece que eso sea una aseveración —dije riendo—. Pero aun así, no es motivo suficiente para que quieras comprar un gato. Los gatos no se compran para que los perros tengan algo con que jugar y, con toda probabilidad, algo que merendar.

—Pues a mí me parece razón suficiente.

Al entrar en casa no había oído el latido de nadie. La verdad era que estaba bien comida y, gracias a ello, menos predispuesta a escucharlos. Pero por naturaleza estaba sintonizada tanto con el latido de Jack como con el de Milo. Aun sin prestar atención, cuando ellos estaban inquietos yo lo captaba en seguida.

De pronto, oí el latido de Milo en la planta de arriba, acelerado y presa del pánico. Creo que antes de eso, el corazón ya le latía con rapidez, pero no con el terror de aquel momento. Y además de eso, olía a sangre. Me levanté de un salto del regazo de Jack y él se incorporó, dándome a entender con su gesto que también lo había percibido.

Milo empezó a gritar antes de que nos diera tiempo a nada.

—¡Socorro! Oh, Dios mío, ¡ayudadme! —gritaba Milo a todo pulmón, y eché a correr escaleras arriba. Jack me adelantó al instante, pues era más veloz que yo, y Ezra y Mae aparecieron pocos segundos después.

Cuando llegué a lo alto de la escalera, Peter y Jack ya habían entrado en la habitación de Milo, pero mi hermano seguía en el pasillo. Iba desnudo de cintura para arriba y se había quedado blanco. Tenía los ojos abiertos de par en par, una expresión aterrada, y las lágrimas resbalaban por su rostro.

Sus mejillas estaban encendidas con un rubor inusual que resaltaba más si cabía su extrema palidez. Tenía los labios manchados de sangre y el pecho desnudo salpicado con gotas. Tenía la mirada fija en su habitación, hasta que Ezra pasó por mi lado para entrar en el cuarto y Milo se volvió finalmente hacia mí.

—He matado a Bobby.