8
Peter llevaba mucho tiempo sin comer, por lo que engulló cuatro latas de sangre en cuanto llegamos al hotel. Una cantidad como aquella podía dejar aturdido incluso al vampiro más fuerte, de modo que se derrumbó sobre la cama de Ezra y se quedó dormido al instante.
Ezra se inclinó sobre el tocador y se quedó mirando a Peter, con una expresión sublime en su rostro. Me acerqué a él.
—Y ahora ¿cuál es el plan? —susurré, mirando a Ezra.
—En estos momentos no dispongo de ninguno.
Tenía el teléfono en la mano y lo miré. Había recibido quince mensajes y dos llamadas perdidas de Jack, además de siete mensajes de Milo. Querían saber qué pasaba, pero yo no tenía nada que contarles.
—Entonces… —Cambié el peso de mi cuerpo sobre la otra pierna—. Peter se ha echado a dormir y descansará, ¿y después qué? ¿Nos esconderemos aquí? ¿Volveremos a casa? ¿Nos enfrentaremos a ellos?
Ezra se mordió el interior de la mejilla y decidió no responderme. Peter se agitó en la cama, moviendo la cabeza de un lado a otro y Ezra se puso tenso. Se sentía sobreprotector, y no lo culpaba por ello. Aunque en mi opinión su paranoia debería empujarlo a tramar planes para huir de allí en lugar de limitarse a contemplar a Peter.
—Deberíamos descansar un poco. Mañana elaboraremos un plan —dijo por fin Ezra.
—Después de esto me será imposible dormir.
—Come —dijo Ezra, haciendo un ademán en dirección al baño, donde conservábamos nuestro almacén de sangre.
Tenía un millón de preguntas que quería que Ezra me respondiese, pero en cuanto mencionó la comida, ya no pude pensar en nada más. Decidí que era mejor claudicar e intentar dormir un poco. Pasarme el día preocupada no me haría ningún bien.
Comí con rapidez y me pegó fuerte. Empecé a tambalearme como si estuviese borracha y agradecí haberme puesto previamente el pijama. Caí dormida a los pocos segundos de tumbarme en la cama.
Cuando me desperté, encontré a Ezra durmiendo a mi lado, tan cerca del borde de la cama que estaba a punto de caer. Me senté con cuidado para no despertarlo. Miré por encima del hombro de Ezra y vi a Peter sentado en la otra cama, mirándonos. Sofoqué un grito, y a pesar de ello, Ezra abrió los ojos de golpe.
—Lo siento —dije, mirando a Ezra con una sonrisa de culpabilidad.
Hizo un gesto indicando que no tenía importancia y se sentó. Inspeccionó la habitación del hotel, evaluándola para asegurarse de que todo seguía en orden. Había dormido sobre la colcha, completamente vestido, y estaba mucho más espabilado que yo.
—¿Cuánto rato llevas despierto? —le preguntó a Peter, examinándolo con la mirada.
—No mucho. —Peter intentó colocarse el pelo por detrás de las orejas, pero lo llevaba tan sucio que estaba enmarañado.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Se sentaron el uno frente al otro. Peter bajó la vista, pero Ezra siguió mirándolo fijamente. Tiré de la colcha para envolverme en ella y me deslicé por la cama hasta sentarme al lado de Ezra, que me miró de reojo y suspiró.
—¿No pensáis contestarme? —pregunté, viendo que ninguno de los dos decía nada—. ¿El plan consiste en un concurso de miradas o algo así? Porque no me parece que ese sea precisamente un planazo.
—Tengo una idea —dijo Ezra al final, y Peter le lanzó una mirada—. Podría proponerles un intercambio.
—¿Qué tipo de intercambio? —preguntó Peter, entornando los ojos—. No tienes absolutamente nada que a ellos les pueda interesar.
—Eso no es verdad —dijo Ezra, negando con la cabeza—. No les gusta el dinero, pero lo necesitan. Tienen que viajar a ciudades más grandes para comer, y no pueden andar por ahí vestidos con esos harapos.
—No aceptarán dinero. Hace demasiado que no vienes por aquí. Veo que ya has olvidado cómo son —dijo Peter.
—Algo tiene que haber que quieran —dijo Ezra—. No son criaturas autosuficientes. Gunnar está hambriento de poder, y siempre habrá algo que le sirva para ser aún más poderoso.
—Sí, porque, claro, queremos que sea más poderoso —dijo Peter en un tono burlón, y se levantó—. No, muchas gracias por el descanso y la comida, pero tengo que ser yo quien se enfrente a ellos.
—¡Es demasiado tarde! —Ezra se levantó también y le cortó el paso a Peter—. Ya nos han visto. Saben que estamos buscándote. Ya no les bastará con hacerse contigo.
Peter bajó la vista y cerró la boca con fuerza hasta convertirla en una fina línea. Tensó la mandíbula y caviló a toda velocidad tratando de encontrarle algún fallo al razonamiento lógico de Ezra. Los licanos encajarían muy pronto las diversas piezas del rompecabezas, si no lo habían hecho ya.
—Deja que hable con ellos —dijo Ezra—. Estoy seguro de que algo podremos acordar.
—Los licanos no quieren nada. Excepto hacerme daño.
—En ese caso, los convenceré de que lo que voy a darles, sea lo que sea, te hará daño —dijo Ezra.
—No puedes hablar con ellos. ¡Te matarán! —Peter estaba casi suplicándole.
—No me harán ningún daño —le garantizó Ezra—. Gunnar no me matará. Ahora no, así no.
Peter volvió a negar con la cabeza, rabioso por el convencimiento que mostraba Ezra. Se habían quedado de pie el uno junto al otro, intentando cada uno que el otro cambiara de idea y en absoluto dispuestos a bajar del burro.
—Tal vez deberíamos encontrar una solución mejor —dije, cuando llevaban ya un incómodo rato sin decir nada.
—Tiene razón —dijo Ezra, cediendo.
Peter se cruzó de brazos y nos miró a los dos. Recibió con escepticismo la fácil claudicación de Ezra, aunque fuera provisional, y yo pensé lo mismo. Hasta el momento de mi intervención, Ezra parecía muy convencido de sus intenciones.
—¿Por qué no te das una ducha para aclararte las ideas y luego hablamos? —dijo Ezra.
A pesar de su recelo, Peter necesitaba con urgencia una ducha. Para empezar, porque era una persona muy autoexigente y su nivel de higiene debía de estar volviéndolo loco.
—De acuerdo —dijo Peter muy serio, mirando a Ezra—. Voy a asearme. Pero después seguiremos esta conversación.
—Por supuesto —dijo Ezra.
Peter cogió la ropa que Ezra le había traído y entró en el baño. En cuanto se oyó correr el agua, Ezra empezó a corretear por la habitación. Cogió las llaves del Range Rover y su teléfono móvil. Cuando vi que se estaba calzando, salté de la cama.
—Pero ¿qué haces? —le pregunté.
—Tengo que hablar con ellos. —Ezra miró en dirección a la puerta del baño y se aseguró de que Peter no nos oía—. Quédate aquí y no lo dejes salir.
—Pero Peter piensa que no debes ir —dije en voz baja.
—Demasiados días solo —dijo Ezra, restándole importancia—. Pero él sí que tiene que quedarse aquí. A él lo matarían. La única oportunidad que tenemos de salir de esta con vida es negociando un trueque con ellos. A mí no me harán ningún daño.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —le pregunté.
—Lo estoy —respondió simplemente—. Tendrás que confiar en mí.
Me mordí el labio y miré la puerta del baño. Me hubiera bastado con gritar para que Peter saliera corriendo y detuviera a Ezra. Pero este jamás me había dado motivos para dudar de él. Y debía pensar más allá de Ezra, de Peter y de mí misma. En casa teníamos una familia que podía acabar pasándolo mal si no solucionábamos este asunto.
—Date prisa. Y ve con cuidado.
—Lo haré —dijo Ezra, con una sonrisa inexpresiva—. Regresaré en cuanto pueda. Vosotros dos quedaos aquí hasta que yo vuelva. ¿Entendido?
Asentí y Ezra se marchó. Me quedé de pie en medio de la habitación, envuelta en la colcha y preguntándome si habría hecho bien dejándolo marchar.
Cuando oí que el ruido del agua cesaba, hice una mueca. Peter salió del baño sin camiseta e intenté no quedarme encandilada ante tanta perfección.
Llevaba unos pantalones de chándal con cintura elástica que le iban un poco grandes y estaba secándose el pelo con una toalla. Lo supo en cuanto me miró y me vio plantada en medio de la habitación.
—¿Se ha ido? —gruñó.
—Me ha asegurado que todo saldría bien.
—Chorradas. —Tiró la toalla y buscó una camiseta.
—¡No puedes ir, Peter!
—Verás como sí —dijo, revolviendo uno de los cajones de la cómoda donde Ezra guardaba su ropa.
Lo sujeté del brazo con una mano para tratar de detenerlo. Una parte de mí seguía esperando aquella descarga eléctrica que solía producirse cuando entraba en contacto con él, y al ver que no pasaba nada, me sentí extrañamente vacía. Continuaba notando su piel suave y cálida al contacto, pero no era una sensación para nada espectacular.
—Alice. —Peter movió el hombro y me apartó la mano.
—No puedes ir —repetí, soltándolo.
—Eso ya me lo has dicho, pero no me has contado por qué.
—¡Por mí! —grité, por decir algo.
Y con ello capté su atención, que en realidad era lo que pretendía. Había localizado ya una camiseta, pero en lugar de ponérsela, se volvió hacia mí. La ducha, unida al alimento y el sueño anteriores, habían obrado maravillas en Peter. No se había afeitado todavía, pero estaba guapísimo.
—¿Qué tienes tú que ver con todo esto? —dijo Peter, mirándome con recelo.
—Si vas, lo matarán para mortificarte —dije, tratando de mantener la calma—. Pero si está solo, tal vez pueda razonar con ellos. Es la única oportunidad que tenemos de regresar los tres vivos a casa. Pero si vas a buscarlo, estamos todos muertos, y lo sabes.
—Pero si lo matan y no hago nada…
—Si eso sucediera, ya haríamos algo —lo interrumpí, dando por terminada su idea—. ¿Entendido? Necesitamos creer que podrá hacerlo.
Peter soltó una carcajada burlona y se sentó en la cama. Sin saber qué hacer a continuación, me apoyé en la cómoda y me quedé mirándolo. Temía que si hacía o decía lo que no tocaba, Peter cambiara de idea y saliera corriendo tras Ezra.
—Es ridículo que sigas teniendo tanta influencia sobre mí —murmuró Peter.
—¿De qué hablas?
—¡Ni siquiera tendría que escucharte! —dijo, como si fuera increíblemente evidente, sin mirarme siquiera.
—Sí, claro que tienes que escucharme. Porque tengo razón.
No estaba muy segura de lo que estaba insinuando, pero me hacía sentirme extraña interiormente. Como si, de algún modo, después de todo eso, a pesar incluso de que nuestro vínculo de sangre se hubiera roto, Peter lograra albergar sentimientos hacia mí. Y como si, de algún modo, eso me importara, cuando definitivamente no debería ser así.
—Tal vez. —De repente, se puso la camiseta y se levantó—. Tengo que ir a por él.
—¿Qué? ¿Por qué? —le pregunté.
—¡No lo sé! —Estaba exasperado y se rascó las sienes—. ¡No me parece correcto, simplemente! Quedarme aquí sentado, contigo, mientras él está por ahí.
—Estoy de acuerdo con todo, excepto con esa pulla que acabas de lanzarme —dije.
—Oh, vamos, no pretendía decir eso. ¡Lo que quería decir es que debería estar ahí fuera, con Ezra!
—Y no aquí sentado fingiendo como yo —dije para rematar su frase.
—Que sea imposible no me hace tener más ganas de estar contigo —dijo, lanzándome una mirada.
—¿Y quién dice que yo quiero que estés conmigo?
—¿Por qué estás aquí? —preguntó Peter con franqueza, mirándome.
—Hum, bueno… —tartamudeé—. Ezra nos contó que andabas metido en problemas y, hum…, me ofrecí a acompañarlo.
—Pero eso no explica por qué estás aquí —dijo, recostándose en la cama.
—¿A qué te refieres? —pregunté.
—No puede ser que yo siga importándote.
—Por supuesto que me importas. No como antes, pero sigues importándome —dije. Entonces vacilé, incómoda—. ¿Yo a ti no? ¿Ni… un poco?
—De todas maneras, no sé si estábamos verdaderamente vinculados —respondió Peter bruscamente, ignorando por completo mi pregunta.
Era una afirmación tan ridícula —casi tanto como si hubiera dicho que el cielo era morado—, que ni siquiera supe cómo rebatirla. No existía otra manera de describir lo que habíamos experimentado juntos, y él lo sabía.
—¿Y tú por qué viniste aquí? —le pregunté.
—Porque me gusta Finlandia.
—Sí, de acuerdo. —La colcha se resbaló por mis hombros y volví a cubrirme con ella—. ¿Viniste hasta aquí para unirte a una manada de vampiros locos sólo porque te gusta Finlandia? Yo diría que estabas buscando que te mataran.
—¿Y por qué querría yo eso? ¿Por ti? —Se levantó rápidamente y me regaló una sonrisa socarrona—. Eso es lo que piensas, ¿verdad? ¿Que no puedo vivir sin ti? Me parece que se te ha subido un poco el ego, ¿no crees?
—No…, no es lo que… —tartamudeé, pero en seguida enderecé la espalda—. Cuando perdiste a Elise, estuviste a punto de…
—¡No menciones a Elise!
—¡Sólo intento ayudarte, Peter! No sé por qué te enfadas conmigo por hacerlo —dije.
—¿Es esta tu forma de ayudar? —dijo Peter, con una oscura carcajada.
—¡¿Cómo quieres que te ayude?! ¡¿Qué quieres que haga?! —le grité, frustrada.
—Quiero que… —Estaba dolido, y su aspecto era sorprendentemente vulnerable, pero se interrumpió y movió la cabeza de un lado a otro. Se puso serio y se dejó caer en la cama—. No quiero nada de ti. Ya no.