HISTORIA DE UNA NOVELA

En 1963, en el prólogo a La insolación, Carmen Laforet declaraba tener ya escritas Al volver la esquina y Jaque mate, los dos siguientes títulos de la trilogía Tres pasos fuera del tiempo. Las tres novelas, ambientadas respectivamente en las décadas de los cuarenta, los cincuenta y los sesenta, venían a componer, entre otras cosas, una indagación en los mecanismos de la memoria. De hecho, los dos primeros títulos no habrían nacido de un plan determinado, sino de la necesidad de investigar, averiguar el mar de fondo que latía en Jaque mate, la obra de donde habría surgido el resto: «Durante tres años he trabajado mucho para una sola novela, la que en esta Trilogía lleva el nombre de Jaque mate. El material acumulado para esta obra estaba, en mi imaginación, destinado al fuego. Era un material que debía servirme de base, sólo a mí, para comprender ciertas reacciones psicológicas y ambientales necesarias. Un día vi que en estos datos tenía, terminadas, tres novelas diferentes. Tres novelas que constituyen, cada una de ellas, un mundo cerrado y acabado».

Diez años después, sin embargo, la autora seguía, o volvía a trabajar en el proyecto, abandonado hasta entonces por causas que actualmente no nos es dado discernir, y que acaso importen poco. El caso es que el 18 de marzo de 1973 comenta, en una carta a Ramón J. Sender escrita desde Roma: «No sé si te escribí desde la tierra de las Sabinas —Castel nuovo di Farfa— donde estuve una temporada sola, en una casa vacía —estupenda— en lo alto de una colina de viñedos y con una familia de búhos que me acompañaban can sus ruidos nocturnos en el desván. Escribí mucho, pero sobre todo enfoqué la novela de otra manera porque tuve un “arranque” y volví a leer La insolación. Como pasaron tantos años y por las circunstancias, había tomado yo tanta manía a mi trabajo y al libro, resulta que también le había tomado antipatía a los personajes y los estaba haciendo en este libro de otra manera. Pero les he tomado simpatía otra vez y ya sé que no pueden ser como los estaba haciendo. Claro que tienen otra edad y han cambiado, pero hay cosas esenciales en la personalidad que no cambian. Bueno, pues ahora me divierto escribiendo y va deprisa todo…». De aquel nuevo impulso creador surge el presente texto, que estuvo a punto de publicarse a finales de ese mismo año. De hecho, la presente edición reproduce fielmente las pruebas de imprenta que le remitió José Manuel Lara, su editor entonces. Sólo faltaba, como es usual, que la autora revisara el texto, que hiciera las últimas correcciones y lo devolviera, para que la imprenta pudiera imprimir el libro, ya compuesto, y saliera al mercado la novela anunciada.

La autora hizo numerosas correcciones, que ahora se han incorporado, pero no cumplió lo prometido. Lo más verosímil —y alguna corrección o añadido apunta a ello— es que, dedicada como estaba, simultáneamente, a la redacción de Jaque mate, quisiera esperar un poco para introducir ajustes que permitieran una más clara articulación con el libro siguiente. Los años habían propiciado nuevas perspectivas, y ello no podía sino influir, enriquecer y acaso complicar su ambiciosa indagación de la misteriosa danza que trenzan los recuerdos. Lo cierto es que un cúmulo de circunstancias, personales o no personales, iban a retrasar de nuevo la publicación del libro (aunque hoy no resulte fácil de entender, las continuas huelgas de correos y transportes que afectaron a Italia en esos años fueron, por ejemplo, uno de los motivos que la obligaron a interrumpir su estancia en Roma).

De regreso a Madrid, tras varios años de vagabundeo por hoteles y casas de amigos, buena parte de sus papeles se habían extraviado, y aunque hizo varios esfuerzos por recuperarlos, no lo consiguió. Atrás quedaban obras en curso como Jaque mate, un volumen titulado Encuentros en el Trastevere, y otro cuyo tema central era «el mundo del Gineceo», proyecto ambicioso y de largo aliento, del que ya hablaba, nada menos que en 1967, en otra carta a Sender: «En verdad, es el mundo que domina secretamente la vida. Secretamente, instintivamente, la mujer se adapta y organiza unas leyes inflexibles, hipócritas en muchas situaciones para un dominio terrible… Las pobres escritoras no hemos contado nunca la verdad, aunque queramos. La literatura la inventó el varón y seguimos empleando el mismo enfoque para las cosas. Yo quisiera intentar una traición para dar algo de ese secreto, para que poco a poco vaya dejando de existir esa fuerza de dominio, y hombres y mujeres nos entendamos mejor, sin sometimientos, ni aparentes ni reales, de unos a otros… tiene que llover mucho para eso. Pero, ¿verdad que está usted de acuerdo, en que lo verdaderamente femenino en la situación humana las mujeres no lo hemos dicho, y cuando lo hemos intentado ha sido con lenguaje prestado, que resultaba falso por muy sinceras que quisiéramos ser?». No me he resistido a incluir esta cita porque, pese a que se refiere a un proyecto muy distinto, es evidente que alude a un criterio, un pensamiento —un genuino amor a la libertad— central en Carmen Laforet y desde luego presente, aunque no de forma explícita, también en Al volver la esquina.

Poco a poco, lo que unos años antes se había manifestado en forma de simple apartamiento de la vida pública española empezó a convertirse en abandono de la propia actividad literaria (aunque siguiera manteniendo copiosa correspondencia privada, sus artículos fueron espaciándose, y el último data de diciembre de 1983), y ya mucho después, sin solución de continuidad, en una dejación total de cualquier responsabilidad y en un mutismo no sólo literario, sino oral, casi absoluto.

Este largo proceso supuso, a efectos de su proyección pública, que Carmen Laforet vino a sufrir —o disfrutar— en vida de lo que en la jerga del oficio se llama el «purgatorio», ese periodo de relativo olvido que suelen pasar los escritores famosos tras su muerte. Y así, para una o dos generaciones, su perfil quedó reducido a la de la mítica autora de Nada, el clásico de nuestra posguerra por excelencia, y poco más. Ahora bien: tras el purgatorio, hay autores que desaparecen definitivamente del mapa y otros, por el contrario, que vuelven con más fuerza que nunca: su visión del mundo no sólo no se ha desgastado con el cambio de circunstancias, sino que adquiere nuevos significados, ilumina aspectos que antes pasaban desapercibidos. Carmen Laforet pertenece, sin duda, a esta segunda clase. Desde su distancia fue testigo, en sus últimos años, del creciente interés que suscitaba su obra en ensayistas, estudiosos y lectores de todo género. Recibió con agrado la noticia de la reedición de La mujer nueva, y el proyecto que tenía la editorial Destino de reeditar todos sus títulos. Y cuando llegó el momento de plantearle la difícil cuestión de sus papeles inéditos —difícil para nosotros, que suponíamos que no querría ni oír hablar del asunto— nos sorprendió dándonos de inmediato, y en reiteradas ocasiones, su consentimiento. Un consentimiento que a mi juicio (y esto es quizá una apreciación subjetiva, pero no veo motivo para obviarla) iba acompañado de cálida gratitud. Del mismo modo que, pese a su silencio y su presunta indiferencia por el mundo, nunca dejó de establecer con quienes la rodeaban una intensa comunicación afectiva, incluso humorística, creo que en relación a su obra, si bien había renunciado por completo a su prosecución o defensa, guardaba incólume el orgullo legítimo de ser su autora y la conciencia clara, aunque desapasionada, de su belleza e importancia.

Así fue como se decidió dar a la imprenta, primero, su correspondencia con Ramón J. Sender, bajo el título de Puedo contar contigo, y luego esta última versión de Al volver la esquina, en un proyecto editorial escalonado, alternando con las reediciones de La mujer nueva, primero, y de La insolación, después.

¿Habríamos actuado de otro modo si ella hubiera manifestado rechazo? Sin duda. Pero hubiera sido injusto. En primer lugar, con la obra misma, que no sólo está, por su calidad e interés, a la altura del resto de sus libros, sino que arroja una luz nueva, por no decir maravillosa, sobre La insolación, que a juicio de más de un cualificado lector era hasta hoy su obra cumbre; y en segundo lugar, con sus lectores en general, tanto aquellos que tenían noticia de su existencia y llevaban años esperando, como aquellos, la mayor parte, para quienes ha de constituir una total sorpresa.

Nuestra madre murió hace poco más de treinta días, el 28 de febrero de este año. No puede decirse que su adiós llegara inesperadamente, porque en los dos últimos meses su declive físico había sido pronunciado e irreversible. Pero la esperanza nunca falta, y todos hubiéramos querido que llegara a tener este volumen entre sus manos, como tuvo los de La mujer nueva y Puedo contar contigo; éste y todos los demás que se anuncian de sus otras novelas, de sus cuentos, artículos y viajes.

AGUSTÍN CEREZALES

Madrid, 1 de abril de 2004