Encontramos un Madrid sucio, polvoriento; una ciudad cansada después del verano más terrible que se había conocido en mucho tiempo, una ciudad aún jadeante de sed, convaleciente de enfermedades, de asfaltos reblandecidos y azoteas agrietadas por el sol implacable, pero ya activa, con noches en que la población entera parecía estar en la calle como celebrando la fiesta de las primeras brisas que la levantaban de su desmayo. En la radiogramola de nuestra casa cantaba la voz de Zoila: «Madrid, Madrid, Madrid… En México se piensa mucho en ti, por el sabor que tienen tus verbenas…». La época de las verbenas había pasado. Yo llegué a Madrid obsesionado por el trabajo y llamé a Asís, a quien encontré lleno de cordialidad. «Por favor, chico, llama a Jiménez Din, quiere verte antes de que nos reunamos los tres». Cuando colgué el teléfono después de hablar con Asís, marqué con decisión el número del maestro y me respondió la voz de su mujer y, como en otros tiempos, me dijo cuánta alegría iba a tener Alfredo al oírme. «Hijo —me dijo don Alfredo—, me agrada mucho ese amigo tuyo Asís Alvarado. Me parece muy bien encaminado en sus proyectos y yo tengo necesidad de verte. ¿Qué te parece si vienes mañana? Ven pronto, no más tarde de las once. Sabes que comemos temprano. Espero que te quedes a comer con nosotros. Rosalía está deseando hacer el postre ese que tanto te gusta. Pero antes quiero que hablemos tú y yo».
Anita, la niña y yo, habíamos llegado frescos, descansados y morenos de la playa, pero encontramos al señor Corsi, que ya llevaba días esperándonos, hecho un manojo de nervios según la expresión de su hija. Poco a poco sus nervios empezaron a contagiársenos a todos. Don Carolo estaba excitadísimo con el asunto de la boda de su prima Froilana, «ese Dupont o Landrú o lo que sea», decía. Y los trajes. Se había encargado trajes. «Papá, ¿para qué necesitas tú un equipo de novio? No eres tú quien se casa». «¿Por qué no? —fue la sorprendente respuesta—. Estoy en lo mejor de la vida. No permito esas sonrisas de superioridad. Ese sastre se está estrellando conmigo. En la última prueba…».
—Papá, ¿qué es lo que te pone tan nervioso? ¿La boda de Froilana, o que Peggy haya escrito que también quiere asistir a esa boda y la encontraremos en París?
—¿Yo nervioso? Vamos figliola, nada de burlas. Tú sí que estás desconocida, descastada, ausente… ¿Qué os pasa a Martín y a ti? ¿Habéis reñido este verano? ¿Por qué no quiere «éste» ir a París con nosotros? Y a ese hombre, el de la capa, el papá de nuestra Soli, ¿por qué no le atendéis? No ha hecho otra cosa que llamar y llamar por teléfono. Entendí que quería ir a la boda también, pero parece que quiere llevarse a la niña no sé adonde… ¿Nervioso yo? Esta juventud de hoy no tiene educación. No comprendo.
La primera en contagiarse del estado de inquietud de don Carolo fue Soli. Ella era la que ponía los discos de Zoila en la gramola y bailaba y enredaba sin ton ni son. La tropezábamos en todas partes. El señor Pérez —según versión de Anita— había llamado para ponerse de acuerdo con nosotros en algo rarísimo: algo referente a unas sábanas que teníamos que darle. Para entonces, aquella enfermedad del nerviosismo se hacía patente en Anita también. Anita no quería acompañar a su padre al sastre. Ni intervenía para aliviarle de mil pequeños trabajos que le ocupaban con el traslado del consulado. Anita estaba pendiente del correo, Anita corría al teléfono en cuanto sonaba. Se llevaba a su cuarto el teléfono portátil por las noches. No atendía a lo que le decíamos. Si no hubiera sido por mi paciencia en poner calma y hasta en dar órdenes a María (la insustituible asistenta), creo que en aquella casa ni hubiéramos comido. Anita hasta se olvidaba de dar los recados más elementales. El viejo Pérez telefoneó anunciando que iría a vernos. Anita, según costumbre, se precipitó al teléfono y como no escuchó en el aparato la voz que esperaba, se desentendió con unos «naturalmente, naturalmente, claro que sí, muy bien» y colgó sin decirnos quién había llamado. Esto sucedió la mañana en que yo fui a ver al profesor Din. Al llegar por la tarde a casa buscando un poco de calma, encontré a Corsi enloquecido, corriendo detrás de los perros y blandiendo en una mano una cuchara y en la otra un frasco de jarabe calmante.
—A ver, Martín, ayúdame. Tú, niña, Gnomo, Soli… figliola, ese Chuchi se ha escondido debajo de mi cama. No muerde, ¡qué va a morder!
El jarabe era para los perros. Don Carolo había decidido que a los perros les había sentado mal el verano. Ladraban, querían escaparse de casa, Anita no los cuidaba… Había que darles Melisana para que todos tuviésemos tranquilidad. Anita se había marchado a la calle sin querer ayudar.
Ése fue el momento que el viejo Pérez escogió para aparecer, sudando, y envuelto en su capa. Don Carolo huyó con su jarabe y los perros y la cuchara a las profundidades de la casa y yo tuve que escuchar a Pérez.
Pérez me entregó una larga lista de cosas que necesitaba Soli para el internado: sábanas, un colchón, uniforme, ropa interior. Muchas de esas cosas podían sustituirse por dinero, pues las monjas mismas las proporcionaban, pero otras había que llevarlas. Y el lunes tenía que ingresar la niña. Y si no llevaba aquellas cosas «mi hija, mi pobre hija, pierde esta oportunidad, la única de su vida».
Me enfadé con Pérez. Le dije que nosotros nada teníamos que ver con el equipo de Soli. La niña se abrazó a su padre y me llamó malo. Pérez empezó a lloriquear y habló de su vida dantesca y de su viudez y, sobre todo, él no pedía nada, él moriría y la niña también, solos, abandonados… Pero la señorita Corsi le había prometido, le había jurado que iba a encargarse de que la niña saliese de su casa con todo lo necesario. Nunca más él, Amando Pérez, molestaría a la familia Corsi, pero Anita se lo había jurado, le había jurado encargarse de que la niña no perdiese la oportunidad después de obtener la beca. ¿Cuándo? Aquella misma mañana. Él la había llamado por teléfono…
Esta instantánea mía me sorprende: mi contestación a Pérez. «Si Anita lo ha prometido, lo cumplirá. Basta eso de que se escape de todas sus obligaciones». Este espíritu de «ordeno y mando» con Anita yo no puedo creer que lo haya tenido nunca: como si ella fuese una cosa mía. Pero indudablemente así fui yo en aquellos días de nervios. Me erigí en jefe de la casa.
Del recuerdo olvidado sale una imagen de Anita. Ahora me conmueve, al cabo de tantos años. Siempre pensé que lo natural fue lo que Anita hizo entonces: ocuparse en que, efectivamente, Soli tuviese sus cosas a punto, su maleta flamante, su equipo completo cuando salió de casa. Siempre pensé que todo se debía a mí, ya que yo lo había pagado y además tuve en mi recuerdo la constante convicción del despego y altanería de Anita al tratar a la niña durante los últimos días que pasó con nosotros. Pero la imagen olvidada de Anita, la que se proyecta ahora en mi memoria, es la de su cara al día siguiente de la visita de Pérez. Una cara deshecha, hinchada, fea, con los ojos enrojecidos. Y no de haber dormido demasiado. Es la cara de una mujer que ha pasado llorando toda la noche. Le di la lista del equipo de Soli y escuchó mis razones y mi impaciencia y mi imposibilidad de ocuparme yo mismo de las cosas de la chiquilla y mi convicción de que si le dábamos el dinero a Pérez no le compraría a su hija lo necesario. Anita me escuchó y me dijo que ella se ocuparía. Y se ocupó. Hasta hoy no se me ha ocurrido pensar que para ella también supuso un esfuerzo que iba más lejos de la obligación que siempre pensé tenía Anita con la niña. Durante toda una vida, sin pararme a meditarlo, cargué a Anita con ese deber hacia Soli, que además recordaba ciegamente como un deber mal llevado por aquella inconsciente Anita. Yo tenía mis preocupaciones. Y eran grandes. Pero Anita también las tenía. Esa cara suya que sale del olvido, esa cara marcada por el llanto y el insomnio, ¿cómo pude olvidarla?
En mi recuerdo quedó siempre mi visita a Jiménez Din. La clara mañana de setiembre en Chamartín, las rosas en los jardines, el pequeño chalet que fue mi refugio de tantos días en los años juveniles, aquella paz que me daba la pareja tan unida del maestro y su mujer y mis antiguos aprendizajes en el taller; todo volvió a mí al llegar a aquella casa. Y me emocionó encontrar a Din envejecido y sonriente al abrazarme. Nuestra charla en su despacho sobre los negocios que el hombre estaba dispuesto a emprender con Asís y conmigo…
—Hay una razón, tú mismo vas a verla, hijo, por eso he querido que te quedes a comer con nosotros.
Antes, pasamos al taller. Había que cruzar la casa y salir al jardincillo de atrás para llegar allí. En el jardín, bajo el emparrado, vi a Beatriz. Casi la había olvidado. Pero verla me tranquilizó en aquel momento. La encontré muy distinta a otras veces. Como si fuera otra mujer de la que me había dado miedo y me había producido insomnios y pesadillas antes del veraneo. Beatriz estaba cosiendo sentada bajo la parra. Nos miró y, sin levantarse, me dedicó una sonrisa, un saludo al paso. Me pareció que había cambiado mucho. Era una mujer muy bella y asombrosamente llena de paz la que me saludaba. Se lo dije a Din, sintiendo el alma calmada, cuando entramos en el taller. Le dije que Beatriz tenía muy buen aspecto.
—Sí… Eso. Más vale que te lo explique ahora, Martín. Si vamos a trabajar juntos, vendrás por aquí a menudo. Tú sabes nuestras cosas, no te las voy a ocultar. Beatriz ahora también puede trabajar conmigo en las restauraciones. No sé por cuánto tiempo. Quizá se haya hecho un milagro, pero quizá no. Rosalía y yo, dentro de nuestra pena, tenemos la impresión del milagro al mismo tiempo. Es algo que… —suspiró pensativo, me miró, puso una mano sobre mi hombro—. Ya sabes que Beatriz vale mucho, pero sabes mejor que nadie que hay en ella un desequilibrio que los médicos se niegan rotundamente a llamar locura, pero que a veces sí, Martín, a veces es locura, y cuando no, depresión o excitación, o lo que quiera que sea. Desde que dejó de ser niña, digan lo que quieran los médicos, estoy convencido de que hasta ahora Beatriz no ha vuelto a ser una persona totalmente normal. Por mucho que me duela, comprendí la huida de su marido. Ahora aquí, a los vecinos, los dejamos creer que el marido volvió y estuvo con ella durante el tiempo que nuestra hija permaneció en Alicante, en el sanatorio donde la visitaste. Ya comprenderás por qué. Tú la has visto y te habrás dado cuenta.
Yo no me había dado cuenta. Beatriz estaba sentada, cosiendo, cuando la vi al pasar, y tenía una sonrisa clara, en paz. Yo no había podido fijarme, así al paso, en que Beatriz estaba embarazada.
—Es tremendo, Martín. No sabemos quién puede haber sido el canalla que en una época en que la mente de esa muchacha estaba trastornada, aprovechó la ocasión. Beatriz no recuerda nada. A veces Rosalía y yo temblamos pensando que pueda haber sido otro perturbado, un anormal, y que la criatura que dé a luz nuestra hija sea un monstruo…
Yo escuchaba. Creo que sentía el corazón como un limón exprimido, amargo, pálido, sin sangre. Cuando se sentó don Alfredo, cansado, con los ojos como ausentes, me senté yo a mi vez frente a él. Me reconfortó que volviera a mirarme moviendo la cabeza como asombrado de sus pensamientos, pero con una ansiedad esperanzada de que yo comprendiese lo que iba a seguir contándome.
—Pero Martín, lo que nos tiene entre la desesperación y, aunque parezca mentira, también al borde de la esperanza, es que ese estado de gravidez ha curado a nuestra hija. Razona perfectamente. Se ve a sí misma como una persona que estuvo loca, pero que ahora ha recuperado la razón. Y está llena de alegría por el hijo que espera. ¿Puedes comprender esto? ¿Puedes comprender que nosotros también estemos llenos de alegría insensata muchas veces? Beatriz es útil, Beatriz no quiere ser una carga para nosotros; si nos produjese, no alegría como le demostramos, sino la más mínima molestia, ella se iría de casa. Sabe trabajar. Es una magnífica restauradora, la mejor discípula que he tenido, mi orgullo en otro tiempo… Ella da por descontado de que el hijo la ha librado de todo mal, de que nunca volverá su desequilibrio, de que su vida está llena. No quiere que nos indignemos con quienquiera que sea el causante de esto, que es una desgracia y al mismo tiempo una especie de bendición en nuestra vida. Ni el director del sanatorio ni las enfermeras, ni nadie, se lo explica. Claro que ella no estaba totalmente recluida, pero no pasó una sola noche fuera y salió siempre con gentes que nosotros le enviábamos. Y es verdad que había algunos hombres allí, aparte de médicos y enfermeros; había algunos enfermos o medio enfermos de nervios, pero no es posible atribuir a nadie especialmente… no es posible pensar en la infamia de que este o aquel hombre honrado pueda ser el padre de ese niño. Beatriz dice que no recuerda, pero que sabe su manía erótica y nos confiesa que lo mismo pudo haberse acostado con un hombre que con diez y que si no fuese por el hijo que espera, lo mismo podía pensar que ciertos recuerdos muy confusos que conserva con distintos hombres, algunos desconocidos, y otros que se niega a admitir, son todos soñados. Desde luego uno al menos no lo soñó, pero es posible que al padre de ese hijo no lo recuerde ni como sueño.
»No te quiero angustiar, Martín. Perdona mi desahogo. Tú ves nuestro problema. Luego, la situación legal de la criatura cuando nazca. Se puede inscribir con el nombre del marido de Beatriz. Sí. Pero es repugnante hacer eso. Creo que no se debe y es muy fácilmente demostrable el engaño si el marido aparece. Se marchó casi un año antes de que ella quedase embarazada. Yo no deseo esa farsa. Tengo que consultar a un abogado. En fin, hijo, ésos son problemas menores. Lo importante, lo que deseo es lo que no he deseado nunca porque lo que tengo, hasta ahora, me ha bastado. Necesito ganar algo de dinero. Quiero aprovechar el tiempo que me queda de vida, que creo será corto, en asegurar el porvenir de Beatriz y mi nieto. Quiero que si Beatriz queda otra vez imposibilitada, otra vez sin discernimiento, otra vez necesitada de protección, ella y la criatura estén respaldados. Tú has venido pidiéndome que te ayude en tu trabajo. Quiero decirte que eres tú quien me ayudará a mí con tu juventud, con tu entusiasmo, con tu valía. Beatriz, cuando está así, como ahora, como Dios quiera que siga siempre, es inteligentísima y te aseguro que mucho más inteligente, más aguda que yo para ver un negocio. Cuando me oyó hablar de ti me dijo que eras una gran persona. Ella te conoce poco, pero tiene a veces intuiciones asombrosas. Se puede confiar en ella (ahora te parecerá una chochera, ya ves, soy tan viejo que a veces se me saltan las lágrimas), yo ahora le consulto todo a Beatriz y ella me indica. Ve claro lo de Alvarado y lo tuyo. Le parece muy bien. Cuando ha desconfiado de otras gentes, siempre ha tenido razón.
No. Estas confidencias de Jiménez Din no pertenecen al sobrante de mis recuerdos. Ni por un momento he olvidado ni he querido olvidar estas cosas. Si las mezclo entre estas notas de lo que vuelve a mi memoria después de haber estado encerrado y perdido en ese rincón secreto que la doctora Leutari me ha hecho descubrir, es para explicarme a mí mismo otros olvidos.
La comida en casa de Din transcurrió en una paz absoluta en apariencia. El profesor se sentía aliviado de que no hubiera secretos entre nosotros y su mujer también, y Beatriz, a quien, en efecto, se le notaba su estado de gravidez, contribuía a aquella paz. ¿He dicho que era una mujer muy bella? Nunca me había gustado, pero era alta, hermosísima y sus facciones, en vez de estar afeadas por el embarazo, tenían una serenidad, una dulzura que humanizaba su perfección. No me atrajo nunca. Ni entonces me atraía como en aquella dislocada época me habían atraído casi todas las mujeres que encontré en mi camino; me producía respeto mirarla y comprendía su belleza como la de una estatua. Pero dentro de mí la paz se había terminado. No creía yo que el hijo de Beatriz fuese mío. Me negaba tercamente a verme como «aquel canalla» que se había aprovechado de la perturbación de Beatriz. Pero al salir de aquella casa sí que empecé a pensar que si no era probable podía ser posible que la criatura fuese el fruto de nuestro breve y vergonzoso momento de desvarío. No quería admitirlo. Pero lo admitía. Deseaba huir de Jiménez Din, que había aceptado ayudarme diciéndome que yo le ayudaba. No podía detener mi pensamiento y desentenderme del asunto.
En ese estado de ánimo llegué a casa cuando encontré a don Carolo queriendo hacer tragar una cucharada de Melisana a cada perro y apareció el viejo Pérez con la historia del equipo de la niña.
Aquella noche… Sí, esto es memoria de cosas olvidadas, esos detalles nimios o importantes, pero olvidados. Me había citado con Asís después de cenar y eso me parecía una suerte. Lo fue porque por un rato me olvidé de todo menos de los proyectos de trabajo. Pero antes de salir de casa presencié una escena desagradable de Anita con la niña, escena que Soledad me ha recordado a veces, a su manera, desde su recuerdo sincero, pero que ahora veo en otra perspectiva. Ocurrió después de la cena cuando aún estábamos en la mesa. Soli se empeñó en enseñarnos algunas cosas que llevaba en los bolsillos de su delantal: un carrete sin hilo, un collar encontrado «tirado en el suelo», recortes de tebeos… Y puso sobre el mantel todas esas cosas y un sobre cerrado: una carta que Anita vio en seguida. Soli no sabía cómo tenía aquella carta en el bolsillo, tal vez sí le abriera ella la puerta al cartero y se la dio y la guardó, olvidándola. Anita hizo lo que nunca había hecho. Le dio un par de bofetadas a Soli. Don Carolo se enfadó seriamente con su hija. Yo también. Nos quedamos consolando a la niña mientras Anita salía del comedor furiosa, con su carta en la mano. Soli lloraba inconsolable. Tuve que retrasarme en mi cita con Asís para calmarla. Anita se había encerrado en su cuarto y no salió cuando la llamé para que tranquilizase a la niña.
Al fin se fueron. Primero, Soli a su colegio, adonde le prometí que iría a visitarla. Se lo prometí sinceramente y la niña se agarró a mi cuello besándome al despedirse. Se lo prometí y nunca cumplí esa promesa. Don Carolo también prometió. Anita no. Anita dijo solamente: «Adiós, Gnomo». Y lo dijo como de pasada, como si la niña no existiese para ella. Este recuerdo sí lo he conservado: Anita en el vestíbulo con su desprendido egoísmo, su ligereza de costumbre, pensando en sus cosas mientras la chiquilla se iba hacia su destino desconocido entre los dos viejos… Porque don Amando había ido a buscarla con don Vicente el carlista. Yo los acompañé hasta el taxi que envié a buscar. Don Vicente encontraba que aquello del taxi era mucho lujo, que podían llevar las maletas a mano y tomar el tranvía. Yo pagué el taxi. Soli me dijo adiós desde la ventanilla del coche.
Poco después se fue la familia. Don Carolo, Anita y los perros. Lo de los perros motivó discusiones pintorescas. Don Carolo se oponía al viaje con Tali y Chuchi. Era demasiado —decía—, estaba harto de complicaciones. Se dirigía a mí y me ponía por testigo de esas complicaciones que habían amargado su vida en los últimos días: lo de mademoiselle Brigitte, por ejemplo. Era una locura. Había motivado el enfado de la marquesa, que demostraba un rencor y una indiferencia por don Carolo que a éste le tenían desazonado. En la finca de la marquesa se había producido el idilio entre un viejo jardinero viudo y Kikú. Querían casarse y a todo el mundo le había parecido un disparate. Habían secuestrado casi a mademoiselle Brigitte arrastrándola a Madrid a viva fuerza. Se pensaba que aquel hombre que apenas había salido de la finca en toda su vida, daría por terminado el asunto al desaparecer la bella Kikú. Pero el jardinero se había presentado en Madrid reclamando a su novia y no sólo había ido a casa de la marquesa, sino a ver a don Carolo como cónsul de Nguma y bien asesorado jurídicamente además: mademoiselle era soltera y católica y mayor de edad. El cónsul tuvo que intervenir muy a su pesar. Los papeles de mademoiselle tenían que venir de Nguma y don Carolo tuvo que arreglar el asunto escribiendo a la Misión donde se había educado Brigitte. La respuesta sería favorable, no tardaría en llegar al otro cónsul, porque una vez cumplido este trámite don Carolo traspasó sus poderes, renunció a su consulado. Eso y no la llegada de Peggy a París era lo que le había alterado tanto. Eso y el que, a su razonable opinión de que después de todo no se trataba de algo tan absurdo ese matrimonio si los novios lo deseaban, y no había por qué oponerse, había terminado su amistad con la marquesa. No quería, se negaba a ver a Corsi. No le importaba nada que hubiese renunciado ya a ser cónsul de Nguma.
Y después los perros. ¿Por qué no se podían quedar los perros en Madrid si yo me quedaba? Y aun en el caso de que no quisiera complicarme la vida cuidándolos, ¿no se habían quedado otras veces en un hotel para canes? Había uno muy bueno. Anita se encargó de la documentación y vacunas de los perros y se mostró inflexible. Y no pensaba estar en París más que quince días aunque don Carolo se quedase acompañando a Peggy todo el mes de octubre. A pesar de todo, se llevó a sus queridos perros.
Me quedé solo en la casa, entre las cortinas blancas, las puertas blancas, los pasillos de rosas azules y de rosas rojas. Sentí alivio un día: el día en que volví tranquilo y descansado después de acompañar a la familia hasta la estación.
Luego empezó aquella melancolía. El aire se puso transparente y puro. En el Retiro, algunas hojas requemadas por el sol de verano comenzaron a caer. María venía una vez a la semana y limpiaba, y se llevaba la ropa sucia y traía la limpia y no la veía siquiera algunas veces. Me entregué con mucho ardor a realizar los proyectos que habíamos hecho juntos Alvarado y yo con la colaboración de Jiménez. Muy a menudo veía a Beatriz sin que verla supusiese ninguna conmoción para mí. Seguía ella tan llena de sensatez, tan espléndida y tan increíblemente hermosa a pesar de su gravidez avanzada. Era inteligente, como decía su padre. Hablaba con nosotros. Trabajaba a veces con nosotros e incluso me enseñó o me recordó cosas que tenía olvidadas cuando examinábamos juntos algunos cuadros. No era una amiga, pero era alguien a quien se sentía útil a nuestro lado, una compañera de trabajo en algunas ocasiones y en otras una figura joven, fuerte, que daba solidez a aquella casa de gente que iba para la vejez y que por ilusión de contar con ella se rejuvenecía.
Era en la soledad cuando yo me sentía culpable, hipócrita, indigno. Volví a pensar en mi amigo Perucho y en su claustro. Pensé en un monje que Perucho me había recomendado: «Creo que debías solicitar una visita y hablar con él. Te aclararía muchas cosas. Para mí ha sido y es un guía espiritual». Ese monje había sido durante años un simple cura, es decir, un cura en contacto con la vida, con el mundo. Había trabajado en las cárceles después de la guerra; había confesado o al menos acompañado «en capilla» cuando no querían confesar, a muchos condenados a muerte tratando de confortarlos en aquellos tiempos terribles después de la guerra civil. Había aceptado encargarse de las últimas voluntades de aquellos hombres, había aceptado la tarea de velar por los hijos que quedaran desamparados y un día se encontró con que tenía a su cargo una cantidad respetable de niños. Era un cargo de conciencia que nadie le exigía. No podía alimentarlos y educarlos a todos. Pero lo había prometido y cumplió su promesa. No se sabía cómo logró terrenos, dinero; cómo logró levantar barracones-escuela, cómo agrupó a gentes que se ofrecieron a dar clases, cómo acudió a ricos que le abrieron su crédito, cómo fundó unas escuelas y unos talleres. Cuando las cosas tuvieron volumen, unas órdenes religiosas de frailes y monjas se hicieron cargo de aquella obra con ayuda del Estado. Y él se hizo monje. Se retiró. Pero sabía mucho de problemas humanos. Pensé que le consultaría mi caso, mis dudas de conciencia. Yo no tenía nadie a quien hablar desde que Anita me había abandonado. En esos pensamientos pasaba las noches levantado, paseando a veces por los pasillos, por las habitaciones vacías, entre las cortinas que las primeras brisas de otoño agitaban suavemente. Me acostaba rendido, de madrugada. Dormía muy poco. El espejo me devolvía una cara adelgazada, unos ojos demasiado brillantes.
Fue un atardecer. Son las palabras de un poeta leído al azar en estos días de 1973 en que estoy solo con mis recuerdos, con mi trabajo del recuerdo que revive, las que repentinamente me dan el ambiente de aquel anochecer de 1950, el año de los gatos con alas y los platillos volantes en Madrid. «El vapor del otoño, la lámpara perdida, el corazón de niebla…». El día había sido nublado, cayeron chubascos por la mañana y por la tarde se levantaba niebla desde el parque. Alcé los ojos hacia la casa y vi luz en el cuarto de estar. El mirador de la esquina estaba iluminado. Me latió el corazón. Conté los miradores temiendo equivocarme en mi alegría. Era el nuestro. Había alguien en casa. Llegué, y encontré a Anita.
Nos abrazamos. La casa estaba viva con su presencia. Había flores en los jarrones y aunque no sabía ella si yo iría por allí a cenar, había preparado una mesa del cuarto de estar para los dos, y una cena.
—Tenía el presentimiento de que ibas a venir. Llegué esta mañana. Me dio tiempo de todo.
Había llegado sola. Ya había dicho al marcharse que antes del 15 de octubre tenía que regresar. Y allí estaba. Ni siquiera había traído a los perros. Le pregunté por ellos. Se los había regalado a Froilana como regalo de boda. Froilana estaba loca de alegría. Los quería mucho.
Y Anita también parecía quererlos. Tengo mil recuerdos de Anita con los animales, les hablaba como a niños, jugaba con ellos. No comprendía cómo se había desprendido de los perros.
—¿Y la boda?
No fue entonces cuando me lo dijo. No fue en seguida. Pero me dijo al fin que la boda aún no se había celebrado. Se retrasó a causa del viaje de Peggy, que no podía llegar en el día previsto, y monsieur Dupont había consentido en el retraso: iba a ser una boda muy solemne, en la iglesia. Monsieur Dupont acostumbraba a casarse así, muy solemnemente. Hasta don Carolo estaba empezando a tomar simpatía a monsieur Dupont. A don Carolo le gustaban mucho las personas creyentes, los buenos católicos como Froilana y monsieur Dupont.
Creo que todo esto me lo contó Anita más tarde, después de la cena desde luego, después (tengo que reconocerlo) de interesarse por mí, por mis asuntos, por mi aspecto demacrado, después de haberme enseñado una vieja fotografía descolorida que le había regalado Froilana.
—Es una sorpresa, Martín. Cierra los ojos. Abre los ojos.
Una cartulina en la que aparecían dos muchachillos y una jovencita entre ellos. Carlos, Anita y yo retratados por un fotógrafo de pueblo, con el fondo de un telón donde habían pintado la Giralda de Sevilla. ¿Era posible que alguna vez hubiésemos sido tan jóvenes?
—Hace mucho tiempo que nos queremos, Martín.
Anita había perdido su lejanía, estaba más cerca de mí que nunca, yo la sentía bien. Había desaparecido aquella aprensión, aquella impalpable muralla que nos separaba otras veces. Sin darnos cuenta nos uníamos. Yo estrechaba a Anita contra mí, pasándole el brazo por la espalda y ella se sentía feliz al contacto. Y me besaba mucho entre sus idas y venidas al pasar. Ninguna sensualidad en esto. Estoy seguro. Sólo necesidad de unión, una ternura inmensa, una emoción de habernos perdido y habernos encontrado. Necesitábamos unir las manos, tocarnos la cara, darnos cuenta de nuestro mutuo calor. Ahora lo veo así en estas imágenes nuestras, en nuestra risa.
Corrimos las cortinas después de cerrar el balcón porque entraba humedad. Casi hacía frío. Nos sentamos muy juntos. «El vapor del otoño, la lámpara perdida, el corazón de niebla», que dice Neruda.
—Nunca nos podremos separar. Te he echado de menos. Eres mi mujer, Anita.
—Claro que no nos separaremos, Martín; no puedo pensar que estés tramando marcharte de la familia…
Se interrumpió. Me miró como asustada. Movió la cabeza. Desvió la mirada.
—No, Martín… sí que nos separaremos, pero no será una separación así, terrible. Tú eres nuestro, siempre estaremos uno para otro. Pero es natural, no somos niños. Nos iremos a veces. Te casarás. Me casaré…
Le di un beso y la estreché otra vez contra mí.
—No. Ahora sé lo que quiero. Lo que quieres. Frufrú tenía razón. Somos una pareja, hemos nacido para eso, para estar unidos y quiero consultarte una cosa, una cosa muy grave.
Ella se apartó, se arregló el cabello y me escuchó antes de hablarme.
—¿Te parece bien que antes de casarnos yo reconozca a un niño que va a nacer? No es nada mío, pero a lo mejor sí. Se me ha ocurrido. Mira, es una familia a la que aprecio mucho.
Creo que le conté el caso. Ella tragó saliva y asintió.
—Martín, tienes que hacerlo. Me parece muy bien. Aunque no sea tuyo. Eso no importa. ¿No has dicho nada hasta consultarme a mí? Pero eso está mal. Yo siempre te diría sí, aunque fuese a casarme contigo. Porque no vamos a casarnos ahora… Quiero decir: no vamos a casarnos.
Se le llenaron los ojos de lágrimas de pronto y me abrazó llorando. Me dijo, así, llorando, tan contra su costumbre, con su cara pegada a la mía, que habíamos sido dos imbéciles ella y yo. Sobre todo yo, que la había abandonado; pero ella también. Después de mi abandono habían ocurrido cosas de las que no se arrepentía, cosas que le habían hecho conocer la vida y la verdad de una pasión, de una fuerza que podía cambiar el mundo. Ella creía que me quería a mí más que a nadie, aunque en ese momento de su vida sólo podía pensar en otro hombre. Tenía —me dijo— un amante. El único, el primero, porque su matrimonio con Rilcki, de común acuerdo, había sido un matrimonio de amistad, sin unión física. Ella no estaba enamorada de Rilcki, él había accedido a que el matrimonio fuese así mientras pudieran soportarlo o se arreglaran las cosas. Siempre le había dado vergüenza decírmelo. Era una idiota. Pero estaba loca, no sabía si lo que sentía por su amante era amor. Quizá fuera más o menos que eso, no sabía, pero era algo ciego: nadie le había necesitado jamás como aquel hombre. Ella era de él ahora.
En mis recuerdos de aquel tiempo entra la confesión aquella de su, para mí, estúpido amor por Tarro, pero había olvidado en qué momento de ternura desatada me lo dijo; había olvidado que le contesté que ella y yo estábamos casados aunque no nos hubiésemos acostado nunca, aunque nuestro matrimonio no estuviese inscrito ni hubiese sido bendecido. Y tenía que ser bendecido y nos casaríamos sencillamente o si ella quería, solemnemente, como Frufrú. Nos casaríamos en una iglesia y seríamos uno, como ya éramos en espíritu. La pasión que ella creía sentir por Tarro no era nada, yo sabía mucho de eso, tenía que olvidar ese asunto, que se pasaría en seguida; yo la ayudaría.
La veo secándose los ojos y riendo. Llorando y sonriendo. Besándome y apartándome. Al fin suspiró y se alejó de mí.
—No, Martín. No es posible. No hay nada que me detenga, nada. Prometí estar en Madrid desde hoy, esperando su aviso. Y aquí estoy. Faltan ocho días para la boda de Froilana y me vine. No sé cuándo me llamará. No sé cuándo se arreglarán sus asuntos. No sé nada. Pero aquí estoy.
No sé cuánto tiempo estuvimos juntos aquella noche. No sé si pasamos toda la noche hablando y callando a ratos, o sólo un par de horas. Eso no lo sé. Pero me convencí de su obcecación. Yo había recibido, al fin, una carta de Javier en lista de Correos y se la enseñé. No le había dado demasiada importancia entre mis preocupaciones de aquellos días, pero creí que sería importante para Anita. Javier me aseguraba que el doctor Tarro era absolutamente desconocido en los hospitales a los que le había enviado en Caracas. Incluso había inventado el nombre de los médicos a los que le recomendaba. Javier creía que el de Tarro era un caso de mitomanía.
—Es posible, Martín. Sí. Es muy posible. Miente mucho. Pero también dice verdades y realiza cosas que asombran. Si me pongo a pensar en su manera de ser, en sus contradicciones, en cómo quiere que sea yo, «formándome» dice él, como si yo no fuese una persona que le gusta porque soy como soy; cuando me pongo a pensar en eso, me admiro yo misma de que no me importe, de ser tan intensamente feliz a su lado, de sentirle tan intensamente feliz por tenerme. Es como la luz, es como la misma vida para mí. Y Martín, esto es un secreto terrible, un secreto que a nadie has de decir nunca, jamás, que yo no pensaba decirte, pero que sé que puedo decirte a ti: esto no durará mucho, ¿sabes? No por lo que tú crees, no porque sea algo pasajero como esas cosas tuyas… Sí, Martín, esas locuras que te han apartado de mí, que yo he visto y que como son tuyas yo respeto, pero que son o han sido… No, Martín, no es eso. Es peor. Tarro está enfermo. Se hace un tratamiento, porque aunque mienta en muchas cosas no hay duda alguna de que es un gran médico, pero está condenado. No se lo ha dicho a nadie más que a mí y a un médico amigo. A pesar de su aspecto saludable, tiene leucemia. Se morirá si no ocurre un milagro. Cuando está conmigo cree en ese milagro. Y yo también. Lo olvida y me hace olvidarlo a mí, ¿comprendes? Ése es el valor. Vivir día a día lo que se tiene sin anticipar la tragedia. Yo hago lo que él quiere. Trato de no pensar y no pienso, pero sé el porqué de su prisa. Él a mí no me engaña. No lo juzgues así. Antes de ir a París recibí una carta suya en la que me contaba que todo aquello que yo creí mentira, lo de su mujer, es cierto. Se casó muy joven con esa señora, que le protegió y le ayudó en sus estudios. Se escapó luego. Ha vivido mucho. Le han querido mucho y él también ha querido. Creía que no volvería a querer así hasta que me conoció. Volvió a España pensando que no sólo estaba enferma esa señora, sino él también. Luego inventó y comenzó su tratamiento, y se siente nuevo, aunque no quiere que yo me forje ilusiones. Me ha dicho otra vez, porque yo lo sabía ya, en esa carta, que está condenado, que debo saberlo pero que también, si le quiero, debo olvidarlo por completo, no volver jamás a hablar de ello. Me cree capaz de eso. Yo no sé cuándo voy a verle. No sé si logrará lo que él desea, que es poder vender algunas propiedades suyas para marcharnos juntos, o si recibiré la noticia de su muerte. No sé nada, Martín. Pero estoy esperando aquí el día que dije esperaría, y haré lo que él quiera. Y loca de alegría, Martín, si él logra lo que se propone.
Todas aquellas locuras. Hasta el día siguiente no se me ocurrió que yo tenía que proteger a Anita contra sí misma. Le pregunté qué había dicho su padre cuando su vuelta repentina, qué había dicho Carlos. A su padre no le había contado nada Anita. A Carlos sí. Carlos incluso estaba dispuesto a ayudarla dándole una cantidad de dinero para que se marchase con Tarro si Tarro no conseguía arreglar sus asuntos. Pero a última hora puso condiciones. Se enfadó porque ella no se quedaba a la boda de Froilana, y no le dijo nada. Anita cogió el avión de todas maneras. Carlos apaciguaría a su padre, le diría que Anita había regresado por cuestión de estudios, por lo que fuese. «Por no disgustar a papá, ¿sabes?, hasta saber si me voy, si nos vamos Tarro y yo o seguimos aquí. A lo mejor no podemos hacer otra cosa que seguir aquí, como antes. No, la clínica de Beirut me parece que no existe. No, Martín. Voy con los ojos abiertos. Sé lo que hago. Ojalá lo haga».
En mis recuerdos no olvidados, queda entre una serie de confusiones sobre mi propia actitud la decisión mía de ayudar a Anita en todo, seguro de que lo que ella sentía era una locura pasajera como la que yo había vivido. Le ofrecí el poco dinero de que yo disponía en aquellos momentos si lo necesitaba.
—Martín, siempre he contado contigo. Siempre contaré contigo. Si lo necesito, te pediré. Pediré a todo el mundo. A quien sea si hace falta. Pero yo no puedo decidir. Espero sus noticias. Lo que él quiera. Lo que él diga. Nada más.
Pasaron después unos días tranquilos. Anita no quiso que hablásemos más de sus cosas. Me convenció de que era inútil hablar más. Creo que empecé a confiar que el tiempo arreglaría todo. A confiar en que Tarro hubiese huido solo para siempre. Anita se interesaba por mis asuntos. Siempre estaba ella en casa. Me esperaba. Creo que tenía miedo de salir por si llegaban aquellas noticias: una llamada de teléfono, una carta, en su ausencia. El portero me dijo que el doctor Tarro había pasado por Madrid aquel verano y había cancelado el contrato del piso: en el ático vivían ya nuevos inquilinos. Eso también me tranquilizó.
El día de la boda de Froilana la misma Frufrú llamó por teléfono a Anita. Habló con ella y habló conmigo, aunque yo no entendí ni una palabra de lo que me dijo. Habló Anita luego con don Carolo, con Carlos, con Peggy incluso. El señor Corsi no pensaba volver a Madrid hasta principios de año. Peggy se quedaba en París hasta entonces. Y Carlos y Zoila también. Enviaban dinero a Anita y esperaban que fuésemos ella y yo en Navidades. Anita decía: «Sí, papá; claro, papá». Yo la recuerdo hablando con una voz alegre, serena. Y veo sus lágrimas. Resbalaban una a una por las mejillas, caían en sus manos.
Ya no pensaba yo en casarme con Anita. Olvidé aquel disparate que se me había ocurrido aquella noche, lo olvidé tan bien que hasta hoy no he vuelto a recordarlo. Pero sí que empezaba a sentirme seguro de que la familia volvería a reunirse y que yo seguiría con todos ellos. Anita proporcionaba seguridad a mi vida con su presencia, me descansaba. Un día comenzó a salir y yo me alegré. Dejó aquella vida enclaustrada. Nos reunimos incluso una o dos veces con amigos. Le pregunté si iría a París en Navidades si las cosas seguían como estaban. Me dio un beso y me dijo que si todo seguía lo mismo, claro que iría. Que iríamos. Yo también iría con ella en ese caso.
Un día de noviembre me atreví a hablarle a Jiménez Din. Ahora sé que Anita me lo recordaba. Me recordaba casi diariamente que debía hacerlo. Le dije a mi maestro que quería reconocer a su nieto y que además me ocuparía del niño o la niña siempre. Le conté todo. Jiménez se negó en principio a aceptar lo que le parecía un favor. Acabó diciéndome, después de negarse, que ojalá fuera mío aquel niño, pero que por desgracia no podía saberse. Que había que esperar.
Otro día hablé con Beatriz y ella me contestó en el mismo sentido que su padre. Después me confesó que se acordaba de lo nuestro, pero que creía lo había inventado en su imaginación enferma, y me impresionó cuando, mirándome con mucha serenidad y dulzura, me pidió que la perdonase y que no volviese a pensar en el asunto. Pero seguí insistiendo. La idea iba calando en Jiménez Din, abriéndose en su espíritu como una esperanza. Y aquel día de Navidad de 1950, que tan desolado se presentaba para mí, tan frío y tan oscuro a mis ojos, Jiménez me llamó por teléfono emocionadísimo. «Ven, Martín, ven a la clínica. El niño ha nacido. No quiero decirte nada hasta que lo veas. Pero ven en seguida».
Aquel día conocí a mi hijo. Era mi hijo. Yo sentí esa seguridad al ver al bebé. Era muy hermoso, con el pelo oscuro, y la forma de la frente, de los ojos, eran las de mi abuelo Martín, y eran las mías. Jiménez Din también lo había notado, pero creía que eran ilusiones suyas. Quería comprobar el efecto que me hacía verlo. Estaba chocho de emoción. Y yo también.
Fue el principio de una recuperación. Sentir aquella emoción ante el niño me volvió a la realidad después de aquel tiempo solitario, loco, entre los pasillos abandonados de la gran casa vacía. Era como si hubiese caído en un abismo y de pronto encontrasen mis manos unas raíces fuertes para agarrarse. Volví a saber en qué día vivía, qué hora era, para qué vivir, para qué quería trabajar y luchar. Beatriz seguía tan serena, tan llena de belleza y plenitud, y verla con el niño en los brazos hizo que se me humedeciesen los ojos. Me dijo que aceptaba que le diese mi nombre al niño aunque ella no podía darle el suyo. Que ella también tenía la convicción íntima de que era mi hijo y se llamaría Martín, como yo. Pero estos recuerdos no pertenecen a las imágenes desechadas de la época de mi desaparición. Quizá no he debido de mezclarlos aquí. Aún hay una pequeña secuencia que aguarda a que yo la proyecte en mi memoria antes de vaciar por completo el cajón de los recuerdos desechados de aquella época de mi desaparición.
Un día de noviembre, aquél en que hablé por primera vez con Jiménez Din de la posibilidad de que yo fuese el padre de su nieto y que, de todas maneras, quería reconocer al niño que naciese.
Volví a casa al anochecer. Ya estaban las luces de la ciudad encendidas y reflejándose los colores de los anuncios luminosos en el aire frío. Dejé el coche en el garaje y fui andando hacia casa siguiendo la verja del Retiro. Caían sobre mí hojas secas. Mi corazón estaba descargado de un gran peso. Tenía necesidad de comunicárselo a Anita. Caían hojas secas, pisaba hojas secas, se preparaba una helada, se presentía en el crujir de aquellas hojas. Levanté la mirada hacia los miradores. No había luz en los balcones. Anita había salido. Traté de distraer mi decepción pensando en otras habitaciones donde podía estar ella con las maderas de los balcones cerradas. También podía estar en la cocina. En aquella temporada le gustaba mucho preparar la cena para ella y para mí.
El piso estaba a oscuras y vacío. Pero llamé a Anita al encender la luz del vestíbulo. No sé por qué lo hice. No estaba. Pero encendí todas las luces, todas las habitaciones de la casa, los pasillos, todo. Y la iba buscando en cada cuarto que dejaba iluminado. Las lámparas encendidas parecía que me quitaban algo de la negrura que sentía en el alma. Por un instante, entre tanta luz, soñé que oía a los perros acudiendo a mi llegada, los pasos de la niña, la voz de don Carolo, la risa de Anita.
Encontré una nota que había escrito ella muy de prisa. La había dejado sobre la mesa frente al sofá de cuero del cuarto de estar. «Martín querido. Tiene que ser ahora mismo. No puedo despedirme de ti. Sobre la mesa del despacho he dejado una carta para Carlos. Envíasela, por favor. Dentro va otra para mi padre. No tengas miedo por mí. Soy tan feliz que no puedo expresártelo. Os daré noticias cuando pueda. Es posible que lo haga pronto o que pasen meses. No os inquietéis. Martín: será una alegría cuando nos encontremos otra vez».
Creo que estuve mucho rato sentado al borde del sofá con aquella cuartilla entre las manos, en la habitación iluminada, entre el vacío y las cortinas blancas…