XIX

Se decidió en dos días. Carlos y Zoila nos invitaron a cenar en su terraza para enseñarnos la fotografía de dos casas nuevas, blanquísimas, una junto a la otra, unidas por el terreno que sería algún día un solo jardín. En las fotos se veían algunas plantas: geranios florecidos junto a la casa y luego caminillos de grava blanca entre arriates vacíos o de los que salía una planta espinosa y salvaje de tierras marinas y resecas. Delante de aquel jardín, la carretera; detrás de las casas, la arena de una playa solitaria.

—Están muy cerca del pueblo las casas, pero al mismo tiempo es como si estuvieran en el desierto. Son las primeras de una urbanización que se comienza ahora. Las estrenaremos. Tienen todas las comodidades. Se ocupa de ellas un amigo de Italo que es el dueño de la urbanización. Supongo que vosotros podéis alquilar una de ellas, ¿verdad? Hemos comprometido las dos. Los polacos, esos amigos de Anita, estarán encantados de solearse un poco.

El entusiasmo de Carlos se nos contagió. Anita empezó a enviar telegramas a Galicia y a París. El señor Corsi, por su parte, únicamente se comunicaba con nosotros por telegramas. Por ejemplo: «Marquesa juega fuerte estoy arruinado stop urge socorro stop abrazos Corsi». Enviamos el socorro por telégrafo.

Anita, después de los días en que prácticamente desapareció de casa, en que pasaba las noches con amigos desconocidos para mí (todos los conocidos comunes habían empezado su desfile hacia playas o montañas) y dormía toda la mañana (sin que por eso desaparecieran sus ojeras y su palidez, pero tampoco, a pesar de mis advertencias de que iba a enfermar, aquella irritante belleza que había florecido en ella con el calor veraniego) quedó como sonámbula, dejando que María y otra asistenta preparasen las maletas y comprasen a la niña el equipo de playa. Continuamente se oía en la gramola un disco impresionado por Zoila, y la cálida voz de mi amante parecía adormecer a Anita. «Sufro mucho tu ausencia, no te lo niego. Yo no puedo vivir, si a mi lado no estás…». Al grabar esa canción, Zoila había pensado en mí. Me ponía nervioso que Anita la hiciese suya. Y los telegramas iban y venían. Anita, con aquella languidez que le había entrado, tumbada en el sofá del cuarto de estar, me los dictaba a veces para que yo los transmitiese por teléfono.

—Anita, yo no sé bastante francés para dictar estos telegramas de París.

—No importa, Froilana se los traducirá a Jan y Hanka si los dictas en español. Viven muy cerca de ella.

Eran telegramas para los Piasecki: el estudiante de medicina y su mujer, la enfermera amiga de Anita, que seguía pagando con su trabajo los estudios del marido. «Son admirables. Te gustarán». Los esperábamos para llevarlos con nosotros a la playa.

Una mañana, cuando se levantó Anita —siempre más tarde que los demás— encontró un montón de telegramas junto a su taza de desayuno. «Lee, Martín, por favor, anda». Por las mañanas estaba más sonámbula Anita que el resto del día.

Aparté uno que venía en francés desde París. Me dediqué a los de Galicia. El señor Corsi se había desmandado: tres telegramas desde Pontevedra. Uno decía: «Marquesa vencida recuperado lo perdido abrazos Corsi». Anita se reía al oírme comentar que nos habíamos apresurado demasiado al enviar socorros. El otro telegrama no lo entendí. Lo estudié leyéndolo para mí, dos veces, antes de comentarle a Anita que Corsi hacía mal en mezclar tantos idiomas por telégrafo. Éste comenzaba en inglés.

—Es raro —Anita, con indiferencia, extendió mermelada en las tostadas de su desayuno—, papá no emplea el inglés nada más que cuando va a Inglaterra o a Estados Unidos, pero deletréalo, Martín.

El telegrama decía: «For you for ever stop incendio Miramar veinte».

Anita no dejó que terminase la lectura. Me arrebató el telegrama. Los ojos le chispearon de furia y se puso encarnada hasta las orejas. «¿No ves que este telegrama es para mí?». «Todos son para ti —dije a mi vez, furioso—, léelos tú». Y continué con la voz cargada de sospechas: «¿Qué clave es la que emplea tu padre ahora? ¿Algún secreto del estado de Nguma?».

Anita, apaciguada, me envolvió en una mirada cariñosa y me retuvo cogiendo una de mis manos, cuando me levantaba para salir del comedor.

—Perdona, Martín, querido… Sí, perdona. No te vayas, lee el otro telegrama de papá, por favor.

Leí: «Enterado nueva dirección veraneo agradecido pronto socorro stop mucho cariño Corsi». El telegrama que Anita me quitó guardándolo en el bolsillo de su bata veraniega no iba firmado. ¿Querría decir algo ese detalle? Pero tenía que ser de Corsi. Venía de Pontevedra como los demás. Pienso que el calor debía de entontecerme y que ya entonces debí comprender. Comprendí más tarde, pero entonces no. El último telegrama, el de París, anunciaba la llegada, al día siguiente, de Hanka y Jan.

Hubo que poner baca al coche para las maletas. No todas. Parte del equipaje lo llevaba facturado Zoila con el suyo, en el tren. Carlos decidió de pronto que él iría en nuestro coche con la niña y Anita y los perros. A Hanka y a Jan los llevaban los mexicanos —tenían dos autos grandes mucho mejores que mi Citroen y uno de ellos era de Carlos, pero a Carlos le gustó aquella de escaparse con la familia—. Unos días más tarde llegarían a Málaga Zoila, una actriz amiga suya y el novio de la actriz. Zoila estaba agotada, dijo Carlos; necesitaba descanso y viajar cómodamente, en cama. Yo sabía que Zoila no estaba agotada. Había pasado con ella toda una tarde en que se quedó sola en su casa.

Fue un viaje caluroso, polvoriento. Carlos logró sacar a Anita de su ensimismamiento. Soli se portó bien. Los perros jadeaban y se precipitaban a beber agua en cada alto del camino. Llegamos de noche a las casas blancas, cuyo jardín de piedras, geranios, chumberas y pitas por la parte de detrás, sólo estaba separado de la arena de la playa solitaria por un pequeño muro de contención blanco. Salimos del coche para meternos en el mar Anita, Carlos, los perros y yo. Soli se quedó en la terraza, dormida en una tumbona.

Sale de los recuerdos olvidados aquel primer baño en la noche, en la solitaria playa. Nuestras risas, nuestras carreras después de salir del agua descansados del viaje y felices. Casi con la misma impresión de dicha y de compañerismo con que nos habíamos bañado así, de noche, en la época en que éramos chiquillos. Por unos momentos mágicos estuvimos los tres solos en el mundo: Carlos, Anita y yo. Por lo menos yo me sentía solo con ellos, sin que Zoila se interpusiera en mi pensamiento. A lo lejos veíamos las luces de Fuengirola; al otro lado, y también en el mar, otras luces lejanas; el brillo del cielo nos alumbraba casi como si se hubiera encendido para nosotros. Mi espíritu se expandía, sin atadura alguna; me sentía tan capaz de entregar mi amistad y con ella lo más puro, lo más generoso, lo mejor de mí a los dos hermanos, cuando volvíamos juntos hacia la casa, como si aún no la hubiese empañado ni el tiempo, ni el olvido ni otros sentimientos espinosos como zarzas.

Debo cerrar por un momento el cajón de imágenes olvidadas y seguir esa línea de mis recuerdos tal como se solidificaron en mí durante años, cuando traté de explicarme aquellas vacaciones. Quiero constatar más tarde qué novedad traen a mi memoria esas otras instantáneas vivas y desechadas de la memoria. En mi recuerdo fijo todas mis vacaciones fueron un puro y desordenado arder por Zoila. Una locura correspondida y alentada hasta el delirio, un fuego acrecentado por la indiferencia y el descuido absoluto de Carlos hacia su mujer. Mi corazón y mi cuerpo no tuvieron reposo. Zoila no me dejaba pensar. Entre la gente que nos rodeaba era como si estuviésemos solos en el mundo con nuestros encuentros secretos, increíblemente inadvertidos para los demás. Nos abrazábamos en las horas de la noche en que Zoila se las ingeniaba para hacer creer a los de mi casa que había salido con Carlos y sus amigos, mientras éstos creían que yo había ido con Anita y sus amigos, en los largos paseos nocturnos que daban por las playas. Me avisaba Zoila durante el día, cuándo debía ir a su cuarto, y yo pasaba las horas esperando el momento. Nos volvimos insaciables. Nos abrazábamos en cualquier instante de soledad que tuviésemos por peligroso que fuese hacerlo. En el cuarto de al lado, cuando Carlos tuvo fiebre y temblaba en su cama; en cualquier rincón si nos parecía propicio. A todas horas aprovechábamos la más mínima ocasión. Siempre ocurrieron estas cosas dentro de la casa de Zoila, porque a pesar de mis ensueños románticos de largos paseos y escapadas con ella, nunca consintió en esas «fantasías» del aire libre donde podían vernos, según ella, donde podíamos ofender a Carlos si nos veían. Sólo veo esa pasión correspondida por Zoila en mis recuerdos de esas vacaciones. Sólo esa herida por donde mi sangre quería escapar en busca de ella como única cura. Sólo esa obsesión de fundirnos uno con otro todos los días luminosos, todos los minutos de descanso, de luz y de sombra hasta que llegó el cénit, y un descenso en celos y recelos de ella, y por mi parte, de un juego en que Zoila no era la mujer única, increíble y perfecta y toda mía, sino que me ataba y desataba con ligaduras que no debían comprometerla a ella. Y al fin, el brusco tirón final de su escapada, en un vacío, en un dolor, en una vuelta a mi ser, a mi orgullo, mi dignidad, mi hombría para soportar mi propia fuerza moral tirando de las riendas de mi espíritu. Un pozo de agua helada al que me arrojé de cabeza y que apagó las llamas; un hierro candente para curar una llaga que se había enconado. Y, durante años, he sentido en el recuerdo una mezcla de disgusto y de inconfesable vanidad también por aquella locura luminosa y amarga de juventud desenfrenada. Y nada más. ¿Para qué más? Ésas fueron mis vacaciones. Y todo aquello fue. Lo viví en un disfrute que condensaba años en días y también en decepción. De esto he formado mi película, mi cuento, mi historia completa. De lo que acabo de narrar no hay apenas imágenes en los recuerdos olvidados. No necesito fijar en palabras esa historia ya fija, ese pasado cerrado en su marco, en su momento, en su pasado. No me emociona recordarlo. Nada nuevo me enseña. No me señala equivocaciones que yo no haya comprendido. Pero sobre ese fondo, sobre ese motivo, extiendo ahora las fotografías veladas o la secuencia de anécdotas que he rechazado por inverosímiles o por apaciguadoras, o porque me hacen verme con una inseguridad en que quizá mis impulsos, girando como un molinillo de papel a muchos aires, deshacen mi figura, la mueven y también, me la transforman. Sin comentarios y sin orden, tal como vayan apareciendo, pienso y anoto ahora todo ese material desechado del recuerdo.

«Por los campos de mi Andalucía, los campanilleros en la madrugada me despiertan con sus campanillas y con sus guitarras me hacen llorar…».

Trini canta. Trini es una de las dos muchachas jóvenes que vienen a servirnos. Llegan muy temprano desde el pueblo. La otra se llama Carmela. Llegan temprano antes que el calor haga fatigoso el recorrido de los dos o tres kilómetros, y se van de noche. A veces, cuando una de ellas tiene el día libre, la que viene se queda a dormir. Las dos chicas son bonitas, graciosas, llevan jazmines en el pelo, siempre bien recogido, esos jazmines que huelen aquí tan intensamente. Trini es la que canta mejor y la más bonita. Me gusta despertarme oyéndola cantar. Está baldeando la terraza trasera, que se une a la de casa de Carlos y donde tenemos dos mesas y sillas de jardín y donde cenamos siempre y a veces hasta comemos a mediodía bajo el largo sombrajo de hojas de palma que nos protege del sol de justicia, frente al mar. Yo también tengo un sombrajo sobre mi cabeza y noto los ardientes lunares del sol que se filtran por el entretejido de las palmas. Estoy sudando. Me da pereza abrir los ojos. «Me despiertan con sus campanillas…». Esta canción cruza como una línea nostálgica por el ambiente de aquel verano. Nunca he podido oírla sin recordar el azul, la arena, el sol y el olor a jazmines.

En la casa de al lado, en vez de sirvientas, tienen dos muchachillos jóvenes, afeminados y graciosos que son sirvientes magníficos. También cantan a veces aunque no con ese irresistible gusto de Trini por el canto. Hanka dice, con su hablar pausado, que Trini es inconsiderada con el sueño mañanero de Anita cuando canta mientras limpia la casa. Pero Anita no dice nada. Ni se entera. Y a mí ese canto me va llenando el alma como agua que cae lentamente, agua de alegría y de ensueño.

A un extremo de la casa, al terminar la terraza que da a la playa, hay una escalera exterior que lleva a un terradillo abierto pero también protegido por el armazón de un sombrajo de hojas de palma. He subido un colchón al terradillo esta noche para dormir allí, al aire libre, sin más ropa que los calzones de baño. He pedido a Zoila que suba a esa terracilla. Me hubiera gustado tenerla allí, con la luz de las estrellas. Las estrellas son tantas, con tal brillo, que parecen rodearle a uno por completo: se ven entre las rendijas del sombrajo, se ven a los lados, llegan hasta los ojos, acarician la cara con la brisa templada. Pero Zoila no ha venido.

Al despertar en un mundo azul y blanco veo la terraza sembrada de colchones inflables que hemos creído necesarios en nuestro equipaje, para el mar. Anoche, cuando subí la escalera, me siguió Anita y dio un grito de entusiasmo. Se vino con Hanka y Jan y también con Soli. El matrimonio polaco puso su colchón algo más lejos, pero Anita arrimó el suyo al mío para tenderse con la niña. No sé qué hora sería cuando decidieron bajar los otros a sus alcobas. Sé que Anita estuvo mucho rato despierta junto a mí y que se me fue pasando el fastidio de aquella intrusión en mis dominios, y que en un momento determinado ella se quedó dormida, su mejilla junto a mi hombro y me gustó sentirla allí a mi lado. Yo, despierto; ella, dormida. Más tarde desperté yo cuando la niña y ella se marchaban y el matrimonio seguía pacíficamente dormido en su rincón. Quizás Hanka y Jan no hubieran bajado a su alcoba. Es posible que se hubiesen despertado en su colchón inflable, levantándose entonces para dar un paseo como todos los días al alba.

Trini reanuda su canción, siempre la misma por la mañana. «Me despiertan con sus campanillas…». La oigo luego hablar y reírse y dar un beso sonoro a Soli, que la sigue por donde ella va. Me desperezo y siento un vacío a mi lado, el vacío de un cuerpo querido que no es el de Zoila. «Y con sus guitarras, y con sus guitarras me hacen llorar…».

Hemos ido todos, en tres coches, a las cuevas de los gitanos. Nos llevaron unos amigos de Carlos, andaluces, y los mexicanos. Soli se ha quedado con Carmela esta noche y los demás hemos visto flamenco auténtico. Anita me dice que envidia la gracia de esas mujeres gitanas, sobre todo las más viejas. Anita, los Piasecki y yo volvemos antes que los de la otra casa. Zoila ha bebido demasiado y ha coqueteado mucho con Carlos. La señora Piasecki me dice en su francés, lento y comprensible para mí, cosas que nada me interesan mientras conduzco. Me dice que todo lo de aquí es fascinante, pero muy salvaje: el baile debe tener un ritmo preciso, casi matemático, y ese baile no lo tiene según ella. Su marido acerca la cabeza y la besa, y niega que este país sea salvaje. Anita y yo nos quedamos un rato charlando en la terraza de atrás. Luego Anita me propone dar un paseo. Lo damos por la playa y la luna nos acompaña y nos tranquiliza, y es Anita la que me dice que sólo conmigo se siente ella misma, sólo conmigo acompañada. Que sólo se siente segura cuando piensa que soy de la familia y siempre estaré a su lado.

Estoy nadando junto a Carlos en la primera hora, antes del desayuno. Nos hemos encontrado en la terraza. Me dice que el calor no le ha dejado dormir. Carlos se cansa, sale y se tumba en la arena. Me acerco a su lado, me echo de espaldas al sol junto a mi amigo. Se han ido hace unos días la actriz amiga de Zoila y su novio, y Carlos ha salido todas estas noches con los amigos sin llevarse a Zoila. A pesar del baño hay huellas de cansancio en su cara. Me dice: «He tenido un sueño. Una pesadilla de muerte. Estaba solo. Absolutamente solo en un desierto». En el brillo de la arena herida por el sol bailan partículas ante mis ojos. Mi amigo se ha incorporado un poco apoyándose en un brazo, para hablarme. No sé por qué recuerdo una estatua de gladiador vencido. Siento una gran opresión. Yo no puedo luchar con él más que frente a frente. Le digo que si no cree que abandona demasiado a Zoila, que si sentiría ese vacío del sueño si ella se marchase, si prefiriese a otro hombre que la protegiese más contra otros hombres, contra ese mismo Díaz… Carlos es cariñoso, amable con Zoila, pero ella es mujer de mucho temperamento. No puede estar tan sola. Carlos me sonríe.

—Martín, no seas inocente. Zoila tiene la libertad que quiere. Yo también. Probablemente nuestro matrimonio se deshará pronto. Durará lo que sea necesario. ¿Díaz? No, Díaz no persigue a Zoila más de lo que ella quiere que la persiga. Ya sabes lo de la niña. ¿No sabes? No es ningún secreto. Al casarnos legitimé a una hija de Zoila. No, no es mía. Yo no conocía a Zoila cuando esa niña nació. No hubo engaño alguno. Esa niña que tiene ahora tres años es lo que une más a Zoila con Díaz. Zoila dice que es hija de Díaz, y yo lo creo, pero ha habido mucha gente empeñada en que Díaz se convenza de que eso es mentira. Díaz está casado hace muchos años con una mujer a la que, a su manera, quiere y respeta mucho. No ha tenido hijos de su matrimonio ni con ninguna de sus muchas amantes (porque es hombre desatado en cuanto a mujeres); con ninguna logró tener hijos. Solamente esa niña. La mujer de Díaz siempre ha preferido ignorar las historias de faldas del marido, pero se inquietó con la historia de la niña y del interés de su marido por esa criatura y de la dote espléndida con que, dentro de lo posible, ha asegurado el porvenir de la chiquilla. Zoila estaba en un momento malo cuando yo la conocí y Díaz también. En gran parte nos casamos por eso. Díaz es un gran amigo y estaba conforme. La niña tiene nombre, y padre legítimo, y Zoila se vino lejos, una temporada, hasta que esas cosas de antes se olviden un poco. Cuando nos divorciemos no habrá pena por ninguna de las dos partes. ¿Tú entiendes? No hay problemas, Martín —Carlos sonrió de nuevo con cansancio—. Si tú, por ejemplo, quieres casarte con Zoila y ella quiere también, nuestra amistad no sufriría por eso. Y vamos a dejarlo. ¿Sabes que tengo frío? Oye, estoy tiritando. No es nada. Es la fiebre. Se me pasará. Ya me estoy curando de esos ataques de fiebre. Casi nunca los tengo ahora. Ayúdame a ir a casa. Van a creer que estoy borracho. No, no hace falta médico. He traído los medicamentos. Los chicos saben, tienen el tratamiento… No es nada. Pero, Martín, te digo que… preferiría que fueses mi hermano. Anita vale más. No sé lo que digo. ¿Por qué diablos estoy hablando de Anita?

Carlos está ya bueno. Se ha recuperado. Ríe como un salvaje. Quiere compensar el tiempo perdido en su enfermedad. Ha salido en coche con Anita esta mañana, los dos solos. Por la tarde me doy cuenta de que Carlos ha vuelto, pero Anita no está. Los Piasecki hablan conmigo, despacio. Habla ella: cuenta su vida de París, su trabajo. Se levantan los dos a las cinco, en invierno. Jan trabaja mucho. Pronto se licenciará. El profesor dice que es excepcional, un ayudante de laboratorio como no hay otro. Y ella, Hanka —dice Jan—, está sacrificando su talento en el empeño, pero la compensará más tarde. Ella continuará sus estudios y su investigación cuando Jan pueda costeárselos. Al parecer, la cree una madame Curie. Son dos seres honestísimos, unidísimos. Ella me produce a mí un invencible sopor, pero él es más simpático y más guapo y tiene una mirada inteligente que se le enciende cuando habla de su trabajo. Siento deseos yo mismo de entregarme a una tarea. De hacer algo. Tengo que hacer algo. Estoy de vacaciones. Deseo intensamente, por un minuto, que se acaben las vacaciones. Anita, según Hanka, es igual que ella: para un hombre de ciencia sería la compañera ideal. Voy a protestar, pero no me entenderían. Mi francés es demasiado malo. Anita es la perezosa más grande que he conocido en mi vida —pienso—, pero por fortuna no se parece a Hanka en otras cosas tampoco. Pero está empeñado el matrimonio este, como doña Froilana, en que Anita vale mucho intelectualmente. Jan también la considera inteligente.

Y Anita no está. Carlos aparece y le pregunto por ella. Dice que la ha llevado a Málaga porque ella tenía que ver a unos amigos.

—Pero bueno —digo yo—, ¿cuándo vuelve? Mañana tiene que estar aquí para despedir a Jan y Hanka.

—¡Oh, no! —protesta Hanka—. Nosotros sabíamos que tenía que irse hoy. Ya nos hemos despedido.

—Pero… ¿quién la esperaba en Málaga? ¿Por qué ha hecho eso?

Jan y Hanka se callan. Se miran uno a otro como escandalizados de mis preguntas. Carlos se ríe. Aparece Zoila y me mira. La conversación se cambia. Ya no hablamos de Anita. Zoila afirma que no saldrá esta noche, que está cansada… Carlos se ha vuelto incansable desde que se ha puesto bueno. Los Piasecki nos miran con esperanza de que los llevemos a alguna parte. Un rato más tarde descubro que Jan tiene carnet internacional de conducir y les dejo el coche para que el matrimonio se pasee solo. Por el momento no pienso más en Anita. Estoy demasiado ocupado.

La juerga. ¿Cuándo vi aquella juerga? Lo olvidé. Pero aquí están las imágenes. Carlos y yo fuimos a despedir al matrimonio polaco, que tomó el tren en Málaga. Carlos no quiso volver a casa. Vendrían los demás a reunirse con nosotros. Vinieron sus amigos. Zoila, no. Nos reunimos después con otros muchachos malagueños, con otros más entre los que había alguno de Madrid. Estuvimos recorriendo muchísimos sitios. Yo no sé dónde estuvimos. Veo un «tablao» y «bailaores y bailaoras». En otro lugar, alguien canta muy triste cante «jondo». Veo caras como nubladas entre la risa y los deseos. Llevo bajo el brazo una caja de medias de nailon americanas legítimas, que he comprado para una «bailaora». Carlos se ríe a mi lado, me echa el brazo por el hombro y dice que nada de «bailaoras». Esto lo recuerdo. Lo demás es confuso. Tengo una curda imponente. Canto en valenciano. Recuerdo mi voz cantando. Me corean voces masculinas. Ya no me acuerdo de cómo se escribe el valenciano, en realidad nunca supe escribirlo. Ni siquiera recordaba la canción. Aquí está: mucho me temo que con mala ortografía. «Per això te vull, perquè ets forastero y m’as pegat l’ull…». Mi último recuerdo hasta el despertar en una alcoba desconocida y revuelta, es el de mi canción coreada. Me duele la cabeza. Estoy atravesado en la cama y la cabeza cuelga. Veo el suelo de ladrillos brillantes, un suelo que parece que respira y se levanta hacia mí. Debajo de la cama encuentro la caja de medias de nailon, americanas, legítimas, que no he regalado a nadie. Vuelvo a casa con la caja de medias. Anita no está. Sonrío a Zoila bobamente cuando la encuentro en el porche. Zoila, en traje de baño —aunque no se mete nunca en el mar, porque le da miedo, o le estropea la piel, o el cabello, o no sé por qué—, se está puliendo las uñas. Me acerco a ella y me mira con enfado.

—Podía esperarte —me dice muy de prisa—, y no te acerques; hasta que no te afeites y te bañes no te acerques a mí. Y después, veremos. Conmigo no se juega. ¿Entiendes?

Está enfadada. Su enfado dura todo el día. Para reconciliarse conmigo me exige que le cuente con quién he estado, qué es lo que he hecho. Y yo no puedo decírselo. No lo recuerdo. Ni siquiera en el fondo de los recuerdos olvidados puedo encontrar recuerdo alguno desde la canción valenciana. Le juro que yo, antes de este incidente, no creí posible que una borrachera pudiese producir amnesia. Pero que ahora lo creo. Le juro que nunca más volveré a salir con Carlos y la «panda de sinvergüenzas de sus amigos» si no va ella. Zoila, antes de perdonarme, me hace una escena de lágrimas.

Anita no está. No le perdono a Anita que no me haya dicho que pensaba marcharse. Siento una gran tristeza por la tarde cuando me llevo a Soli a la playa y la ayudo a construir un castillo de arena. Soli charla, está adquiriendo acento andaluz de tanto charlar con Trini y con Carmela. Me cuenta que Trini tiene un niño y que lo trajo un día para jugar con ella. Es un niño pequeño, pero no un bebé, sabe andar y hablar y obedece a Soli en todo. Cuando se enfada dice: «Ya no me ajunto contigo, ¡ea!». Y Soli lo dice también.

—Trini es soltera, pero tiene un niño porque las mujeres pueden tener niños aunque sean solteras. Los hombres no. ¿Tú sabes cómo vienen los niños?

Una pregunta clásica a la que contesto con fastidio que sí que lo sé. Estoy pensando en Anita. Hago a mi vez la pregunta que no me atrevo a hacer delante de Zoila. Soli, que lo sabe todo, ¿sabe dónde está Anita?

—Está en Málaga con su novio. Y si sabes lo de los niños, pues eso es un pecado muy grande.

—No digas sandeces de pecados y no digas tonterías de un novio de Anita. Me disgusta que digas eso. Sabes muy bien que Anita no tiene novio.

—Sí tiene. Es el doctor Tarro. Y yo también tengo novio. ¿Sabes quién es mi novio?

Veo la cara de Soli, sus cabellos cortos, su aspecto de sirenilla del mar, sus ojos brillantes y su risa.

—Mi novio eres tú, tonto. Tú eres el más guapo de todos. Dice Trini que eres el más guapo. Más guapo que Carlos. Dice que tienes más salero y más «aquel». Por eso eres mi novio.

Los de la casa de al lado han salido todos. Zoila y la inglesa, que ha venido con su marido, también han acompañado a la panda masculina. Zoila me pidió que no aceptase si me invitaban. Dice que se puede notar lo nuestro y delante de algunas personas no le gusta que se vea.

Cae la tarde. Nuestra casa está iluminada. Trini plancha en la cocina con la ventana abierta. Es muy bonita Trini. Me gusta ver a las mujeres trajinando rodeadas de ropa limpia. Las mujeres que cosen, las mujeres que planchan me dan una impresión de paz, de vida quieta y tranquila, siento que me protegen contra la melancolía y las pasiones. La tristeza de las barcazas que vuelven por la tarde con las velas arriadas queda atrás. Voy a buscar la caja de medias, que sigue intacta en un cajón de la alcoba que tan pocas veces utilizo para dormir, y le digo a Trini que le quiero hacer un regalo. Se sofoca, se niega a aceptarlo, se ríe. Al fin acepta, ve que yo lo hago por bondad pura, «porque soy así». Y me da las gracias. Y se entusiasma. Luego: «Señorito, por Dios, esto tiene que haberle costado un disparate…».

«Anita, tengo que hablar contigo». «¿Sí, Martín? ¡Qué alegría! Ya no hablas nunca conmigo». Yo le iba a decir lo mismo y me quedo cortado. Anita ha regresado anoche y esta mañana, para mi desconcierto, cuando salgo a la terraza de los sombrajos veo que llega de la playa, el cabello mojado, los ojos sonrientes y luminosos. Se sienta a desayunar frente a mí en traje de baño. No sé qué me pasa. Nunca me he fijado tanto en los cuerpos de las mujeres como ahora. El cuerpo de Anita me parece precioso. Carmela coloca sobre la mesa unos lebrillos llenos de fruta. Me da alegría verla comer la fruta. «Anita está en Málaga con su novio». No puedo soportar la idea de que ningún hombre se atreva a poner una mano sobre el cuerpo de Anita. Es una idea que me parece inconcebible, un sacrilegio nada menos. Con asombro oigo mi voz que pregunta:

—¿Cómo está el doctor Tarro, Anita?

Podía haberse echado a reír. Pero no se ríe. Se atraganta con la ciruela que está comiendo. Se pone roja. Al fin suspira de alivio. Retira la fruta y se acerca la tetera y las tostadas.

—El doctor Tarro, bien —me mira retadora—. Supongo que está en Galicia con su madre.

¿Por qué siento tanta rabia?

—Con su madre o con su mujer. Hay quien dice que esa señora misteriosa con la que vive es su mujer.

—Eso —dice Anita seriamente— es mentira.

¿Por qué le importa tanto el doctor Tarro a Anita? Ella me contesta que es a mí a quien me importa. ¿Por qué me importa a mí? Pero ya que hablamos de eso, el doctor Tarro para Anita es el hombre más extraordinario que ha conocido.

—No me vas a decir que te parece atractivo, ¿verdad?

—Claro que es atractivo. Más de una mujer se ha enamorado de él hasta perder la cabeza, hasta dejar su casa y seguirle a donde sea.

—Eso es lo que cuenta Tarro, no la realidad; la realidad es que es viejo y gordo y miente mucho. Que confiese, Anita, la verdad. ¿No hemos pillado a Tarro mil veces diciendo mentiras?

—¿Quién? ¿Tarro?

Zoila acaba de aparecer. Entra en nuestra conversación, nos quita nuestra intimidad. Es la que ha hecho esas preguntas y continúa:

—Tarro no es viejo. Un muchacho que no llega a los cuarenta y es muy buen gallo, ya lo creo. Pero no les gusta a los hombres, nos gusta a las mujeres. Si yo no estuviese casada, me lo conquistaba.

Habla en broma, claro, pero siento que me pongo pálido. Es ridículo lo que me sucede. Zoila empieza a jugar conmigo y con mi irritación, que le divierte, y Anita se escapa de la mesa del desayuno sin decirme con quién ha estado en Málaga.

Después de la siesta, salgo de mi cuarto y encuentro a Carlos, que está en mi casa. Se ha instalado en la sala grande al fresco y en la penumbra de las persianas entornadas y está escribiendo algo. Me sonríe. Le sonrío. Se despereza como relajándose después de una tarea penosa.

—Chico, qué cosas. ¿Cómo dirías tú de la manera más corta «estoy cansado»?

—«¿De la manera más corta?». ¿Para un telegrama dices? No se me ocurre nada. Bueno, pues eso: estoy cansado.

—Vaya, menos mal, creí que me había vuelto idiota. ¿Vienes a Málaga? Tengo que poner un cable… ¿No? ¿Te da pereza? Bueno. Oye, Martín: no lo tomes a mal, es por curiosidad. ¿Qué pasa entre tú y esa muchacha, Trini? Zoila nos ha llenado la cabeza hoy con acusaciones de que te persigue Trini, de que tú persigues a Trini, de que es una sinvergüenza, de que Anita tenía que despedir a esa chica, de que gastas el dinero en comprarle cosas a la criada… Bueno, chico: veo que no sabes nada del asunto. Zoila se siente puritana a veces. Y aprovecha, hablando de tu generosidad para Trini, para decirme que debo comprarle algo a ella: una sortija con una aguamarina rodeada de «brillantitos» que se le ha antojado. La vio en Málaga. Le he dicho que se la compre ella. Estamos casados con separación absoluta de bienes. Las mujeres son incomprensibles a veces, ¿no es cierto? Creo que les da envidia si alguien regala algo a otra mujer. Bueno, al menos a Zoila le ocurre eso. Así que no hay nada: ni te has desmandado con el servicio ni hay malos ejemplos para la niña Soli, ni nada de nada, ¿verdad? Bueno, hombre, a mí me daría lo mismo. Te pregunto por preguntar.

Me quedo solo en la gran habitación cuando Carlos se marcha. Sin darme cuenta de lo que hago, estiro una cuartilla arrugada que ha quedado sobre el escritorio. Sonrío porque allí veo el fruto del trabajo para resumir un telegrama. «Estoy cansado. Necesario vengas». Y en líneas sucesivas, ordenadamente: «Estoy cansado ya. Harto de todo, necesario estés aquí, necesario vengas». En la penúltima línea subrayada sólo una palabra: «Ven». Y debajo, como rindiéndose a la buena educación, el texto que quizá sea definitivo: «Ven por favor».

Quedo pensativo un instante con el papel en la mano. ¿A quién llama Carlos? ¿Qué nuevo personaje aparecerá entre los muchos que llegan y se van de la casa de al lado?

Me doy cuenta de mi indiscreción. Rompo la cuartilla en pedazos menudos y mi pensamiento va hacia Zoila y sus enfados y mi rabia de que esté calumniando a esa pobre muchacha, Trini, que no hace más que alegrar nuestra vida con su canto de pájaro mañanero y servirnos. ¿Qué clase de mujer es Zoila? Ella, por su parte, no hace más que amargarme la vida nombrando a Tarro. He terminado por no poder tener una sola conversación con Zoila sin hablar agriamente de Tarro, que estará bien ajeno a eso, por cierto, dondequiera que esté. Y mientras más lejos esté, mejor. Zoila me mortifica con sus celos absurdos de Trini, cuando sabe que me sería imposible pensar en otra mujer que no fuese ella. Imposible.

En Málaga con Zoila. Un día de terral. Un día de calor espantoso. Sé que le compré la sortija. Eso no pertenece al recuerdo olvidado porque la sortija «que no valía nada», para mí era mucho. Mis reservas económicas se estaban agotando. Y tenía que tirar hasta enero. Lo que surge del recuerdo olvidado es esta palabra: «Miramar». Dice Zoila que debemos comer en ese hotel. Es el mejor, y con este día de calor sólo allí, con los techos altos y los suelos de mármol, podemos tener algo de fresco. A Zoila le gustan los hoteles «más modernos», pero ése es agradable. Siempre que vienen ingleses van Carlos y ella allí, con los ingleses, aunque sea para tomar un refresco. A los ingleses les gusta mucho ese hotel. Miramar. «Incendio Miramar, veinte». ¿Qué día trajo Carlos a Anita a Málaga? ¿El veinte? El telegrama de Galicia. «Anita está en Málaga con su novio». «Su novio es el doctor Tarro».

Se van. Los de la casa de al lado se van. Zoila lo sabía y no me lo ha dicho. He pasado la tarde con Anita y con Zoila y con el matrimonio inglés —los huéspedes de Carlos— en el pueblo. Hemos pedido mariscos en un pequeño bar de la Plaza y el alcalde, quien no sé por qué conoce a Anita, ha venido a sentarse con nosotros y nos cuenta algo de los planes de urbanización de chalets para veraneo, que se están proyectando. Es un hombre muy cordial y a pesar de nuestras protestas nos invita a todos. Los jazmines del pueblo huelen por la tarde. Creo que esta noche podremos hablar un rato a solas Zoila y yo. El matrimonio inglés es agradable. Tienen los dos unas caras muy parecidas. Parecen dos caballos gemelos, pero son muy agradables verdaderamente. Anita dice que durante la guerra, Mary, la señora, recibió una medalla por su valor. Perteneció al Cuerpo Auxiliar femenino del ejército. Es una señora que ya no es joven, tiene por lo menos treinta años. No. Tiene que tener más de treinta años. Carlos me dijo un día que Zoila tenía treinta años, cosa imposible de creer, pero cuando Carlos lo dice será cierto. En ese caso esta señora es mayor que Zoila, tiene más de treinta años. Ahora me dice en español que al día siguiente ella y su marido se trasladarán al hotel Miramar, en Málaga, para pasar allí unos días, pero no me dice que los otros se van. Quizá da por supuesto que yo lo sé. Además, esa palabra «Miramar» me hace daño cuando miro a Anita. Más daño cuando Anita afirma con expresión que se antoja soñadora: «Es el hotel más encantador que conozco». ¿De qué lo conoce? Anita es la juventud, la pureza, el amor. Pienso la palabra amor. Estoy loco. ¿Anita y Tarro? Un disparate. Es como si me estuvieran machacando el pecho con una piedra llena de aristas.

—Me gustaría saber qué piensa el doctor Tarro de ese hotel.

Lo digo sin creer yo mismo que me hayan salido esas palabras. Anita no se inmuta. Está fumando ahora, tan tranquila. Y no rehuye la contestación. Me mira y me contesta que cree que el doctor Tarro, aunque conoce medio mundo, opina lo mismo que ella del hotel Miramar. No sé cómo se puede sufrir tanto por nada. Nos vamos. Zoila se sienta a mi lado en el coche. Su mano me hace una caricia discreta. Es como si quisiera que recordase que está ella allí. Siento un alivio infinito. Esta noche, pienso, voy a olvidar al maldito doctor ese. Esta noche.

Por la noche, a la hora de la cena, Carlos lo dice. Anita tampoco sabía nada. Está sorprendida. Sí, ha llegado un cable de Rilcki, los espera en París. Hay que trabajar de nuevo. Se van.

—Bueno, hermanita, nos veremos pronto. Froilana se casa al fin. Supongo que tú, Martín, irás también a París. Va a resultar algo notable la boda.

Esta noche Zoila canta en la sobremesa. Para variar canta una canción española. Aunque no lo dice —naturalmente— sé que me la dedica. Yo no la miro. Estoy frente al mar. La luz de nuestra casa ilumina un trozo de playa. En unas dunas cercanas crece una fila de pitas y dos de ellas, muy grandes, han florecido. De su centro salen largas varas, casi dos árboles, de flores amarillas. «Dicen que nada cuesta la despedida —canta Zoila—, dile a quien te lo ha dicho, morena mía, que te despida».

No siento nada. No estoy para canciones. Quien inesperadamente se emociona un poco es Anita. Se acerca a Zoila, pone su cara junto a la melena pálida y sedosa de Zoila y luego le da un beso. ¿Se ha despedido Anita del doctor Tarro en Miramar? Ojalá. Fin. No puedo creer en ese asunto. Pero creo.

Nos acostamos todos pronto porque los otros se van aprovechando el fresco del amanecer. No hay esta noche nada que me haga olvidar ese obsesivo tormento que me produce imaginar a Anita junto al doctor Tarro. ¿Y Zoila? Prefiero no pensar en Zoila. ¿Es posible que todo lo que hemos vivido juntos sea una burla? Hasta última hora me ha dicho que quería a Carlos. Llegó a decirme que tenían una hija. Y que la niña se parecía a Carlos. Si no fuese por eso, se divorciaría, se casaría conmigo. ¿Por qué a mí no me molestaron esas mentiras? En el fondo yo había sentido alivio de no tener que pensar en cargar con Zoila toda la vida. Lo de Anita es distinto; ha destruido en mí la imagen de la hermana, de la juventud intocable y pura. Siento un vacío de muerte. Como Carlos en aquel sueño.

Nada de eso quedó en mi recuerdo. En mi recuerdo sólo está mi pena por la marcha brusca y sin despedida de Zoila. La otra pena fue desechada al cajón del olvido en mi memoria. Y ahora aparece. Y vive.

Nos vamos. Durante dos días nos hemos quedado descansando Anita, la niña y yo. Pero nos vamos. Soli entrará en su colegido a mitad de setiembre. Falta muy poco para eso. Y en seguida los Corsi harán su viaje a París. Yo no iré a París. Le he escrito a Asís y ha contestado que me espera. Tenemos trabajo juntos. Necesito trabajar. Las vacaciones se acabaron.

Aún no ha amanecido. Sólo se presiente la luz del día en el horizonte y ya estoy dispuesto, vestido, afeitado, de pie en la terraza que da a la playa. No sé si he soñado lo de anoche. No, no he soñado. Nos despedimos para acostarnos pronto, pero no pude dormir y me fui a la playa a bañarme. La noche empezaba a ponerse clara con la luna tardía. Me detuve a la sombra de las piteras y vi pasar a Anita, cerca de mí y sin verme, hacia el mar. La dejé ir sola, como sin duda quería ella, y al cabo de un rato me alejé y entré en el agua muy apartado. No podía verme, no sabía que yo estaba allí. Yo, en cambio, en el rielar de la luna adivinaba su cabeza, el movimiento de sus brazos al nadar. Siempre se nos ocurría hacer las mismas cosas a ella y a mí. Esperé a que saliese del agua para salir yo. Esperé a que entrase en la casa para entrar yo.

Ahora el mar tiene un tono completamente rosa. Es increíble. Más increíble aún es que ya esté Anita dispuesta, vestida, y a mi lado, contemplando el mar rosa y las piteras con sus dos árboles de flores amarillas.

—Se llaman alzabarones esas flores —me dice—, no sé quién me contó que tardan años en florecer. De pronto salen, así, como árboles. Pero la planta sólo florece una vez. Florece y muere.

Nos vamos. De pronto estamos contentos de irnos. Hasta los perros están contentos. Los perros y Soli, que tiene muchas ganas —dice— de ver a su papá y de conocer a las monjas y el colegio. Los perros y la niña van detrás y Anita a mi lado, en el coche. Soli canta con música de una vieja canción de la guerra civil.

—Adiós, casita querida, ya no te volveré a ver, a ver…

Nos reímos. Por el aire fresco que nos estimula, porque nos vamos juntos… No sé por qué. Pero nos reímos. Las casitas blancas que se quedan no despiertan nuestra nostalgia. No pensamos si las volveremos a ver o no. No nos importa.

Pero no las volvimos a ver. Al menos yo. Han desaparecido tragadas por las grandes urbanizaciones de la Costa del Sol. Hace unos años hice un viaje por esa costa y al pasar Fuengirola pensé en aquellos chalets, y fui despacio, fijándome. No los vi. Todo estaba edificado. No sé si los chalets fueron derruidos. O no pude verlos entre tanta edificación. Desaparecieron para mí aquella mañana en que ahora, para mi asombro, recuerdo que nos íbamos carretera adelante, tan contentos.