Conocí a Italo Rilcki una de aquellas calurosas tardes de verano y en su propio reino, que según mis noticias era el de los chalets grandes y lujosos que le prestaban o que le alquilaban sus amigos dondequiera que iba, porque tenía amigos en todas partes del mundo, a decir de Anita.
En el cuento o película de mi vida, en mis recuerdos no olvidados, la entrevista que tuve a solas con Rilcki antes de que llegasen los demás invitados para la cena, tiene una importancia grande y nefasta. Durante veinte años o más he pensado en Rilcki como un personaje diabólico, un inductor al mal, alguien que con su simpatía e insinuaciones sobre otras personas me dio una llave para cerrar mi conciencia a la noción del mal y del bien; tan profundamente fue calando en mí esta idea, que he llegado a creer sinceramente que mi entrevista con ese hombre precedió en orden cronológico a la primera llamada que me hizo Zoila para mostrarme su abandono y las huellas de la brutal paliza que le había propinado Díaz. Los datos que me proporcionan las notas que escribo según aparecen los recuerdos desechados, me convencen de que he amañado por alguna razón oculta el orden de los sucesos. No puedo dudar ahora de que en la mañana en que Carlos subió a casa, a mediodía, para invitarnos a la cena que daba Rilcki aquella noche, el señor Corsi ya no estaba en Madrid: le habíamos despedido todos solemnemente dos días antes dejándole bien instalado en el single que le llevó a Galicia para tomar las aguas en Mondariz y pasar sus vacaciones en el antiguo balneario en compañía de la marquesa y otros amigos. Pero aun sin este dato, por esas notas que he ido tomando según se han proyectado en mi memoria las imágenes, no hay duda de que aquella llamada de Zoila a que me refiero, ocurrió bastante antes de que Carlos apareciese en Madrid. Lo único cierto es que, después del día que conocí a Rilcki, como si éste me hubiera hechizado, desaparecieron las inquietudes y los buenos propósitos que tenía de aclarar un estado de cosas que me parecía monstruoso respecto a Carlos, y que me metí en una época de disipación y amoralidad totales, con la ligereza y alegría de quien se desprende de un fardo pesado que les estorba. Por eso me sorprende al poner en marcha la banda sonora que recoge mi conversación con Rilcki encontrarme con que es singularmente pobre en sugerencias malignas. Me sorprende tanto, que la detengo un momento. Necesito volver a evocar todo el ambiente, todo lo que yo sabía de Rilcki antes de conocerle, necesito saber por qué he culpado a ese hombre de haberme dicho cosas que no me dijo nunca.
Me veo conduciendo mi querido Citroen 11 por la carretera de Burgos, buscando la desviación a la izquierda —hacia las estribaciones montañosas— que Carlos me había indicado en el plano, y al meterme por esa desviación veo el colorido en rojo, sobre el azul de los montes: el sol de frente que me molesta y a un tiempo el alivio cada vez más sensible del espantoso calor ciudadano.
Voy solo en el coche. Carlos no esperó la llegada de Anita —en cuyo honor daba Italo su cena íntima—, dando por supuesto que su hermana aceptaría la invitación. Pero no fue así. Anita, que por cierto llegó a casa después de comer, dijo que Italo había hecho mal en no avisarla con tiempo. Ella tenía un compromiso aquella noche y no podía dejarlo. No pudimos avisar a Rilcki de que no iríamos —yo decidí no ir sin ella— porque Carlos no nos había dejado el teléfono del chalet y a Carlos no hubo manera de localizarle, y en el departamento de Zoila sonó inútilmente el teléfono varias veces aquella tarde. Anita me convenció al fin de que aceptase yo la invitación y que llevase unas líneas suyas a Italo. «No quiero que crea que estoy enfadada con él. Italo ha sido siempre muy bueno conmigo». Adonde pensaba ir Anita aquella noche se negó a decírmelo, a pesar de que insistí en saberlo rompiendo las normas de discreción familiar. Anita me tenía muy preocupado. La notaba demasiado independiente, alejada e irritantemente alegre en contraste con mis tormentosos estados de ánimo.
Carlos me había advertido que no llegásemos después de las ocho. «De siete a ocho, Italo ha insistido en eso». Carlos estaría allí con Zoila, naturalmente. No había ningún mal en ver a Zoila en terreno neutral, entre otras personas, ningún mal más que el dolor que eso me producía y que incomprensiblemente estaba deseando sentir.
¿Qué sabía yo de Rilcki? Sabía, muy superficialmente y a base de anécdotas sueltas, la historia de su matrimonio con Anita. Fue poco después del último verano de nuestra amistad de chiquillos cuando el señor Corsi decidió vivir en Tánger una temporada que se fue alargando. Cuando la guerra europea terminó, ellos seguían viviendo allí. Carlos había entrado a trabajar en un banco. «A aprender algo», decía su padre. Y desempeñaba su trabajo cuando el señor Corsi resolvió aceptar una invitación de sus hijos mayores —los del primer matrimonio— y llevar a Anita a Venezuela. Frufrú había tenido que marchar temporalmente a París para hacerse cargo de bienes y asuntos que le habían dejado sus parientes desaparecidos, de cuya muerte fue informada por el notario monsieur Dupont. Sin hacer caso de las súplicas de Anita, el señor Corsi dejó a Carlos en Tánger al cuidado de una familia francesa. Una familia sencilla, con muchos hijos, el mayor de los cuales era compañero de Carlos en el banco y tenía su misma edad. A la vuelta de Venezuela, que don Carolo y Anita hicieron en barco, conocieron a Rilcki, que hacía el mismo viaje y que era una figura brillante, un pasajero que llamaba la atención y viajaba como un rey con su séquito, un grupo de colaboradores y empleados suyos. Anita fue recibida en aquel grupo de «gente de cine» que en su mayoría era joven y animada. Anita tenía veinte años y su entusiasmo y alegría de vivir le resultaban muy simpáticas a Italo. Se hicieron muy amigos. Cuando Italo, después de haber pasado unos días en Casablanca, llegó a Tánger, invitó en seguida a sus compañeros de travesía, y Anita se reunió muchas veces con el grupo de cineastas. Carlos tenía sus propios amigos y no acompañaba a su hermana. Italo le conoció cuando ocurrió aquella tragedia que Zoila y Anita me contaron de distinta manera. La versión de Zoila era que Carlos, teniendo diecinueve años, se enamoró con pasión de una mujer mayor, fascinante, que enloqueció también por aquel muchacho increíblemente guapo que era Carlos. Enloqueció hasta el punto de querer divorciarse del marido tirando su porvenir, poniendo en ridículo a aquel hombre hasta exasperarle, y él le tendió una trampa y la mató delante de Carlos, lo que al muchacho, comprensiblemente, le trastornó hasta enfermar, hasta casi enloquecer.
Según Anita, aquella señora no era fascinante ni guapísima. Era la madre del compañero del banco en cuya casa vivió Carlos cuando el señor Corsi y ella estuvieron en Venezuela: una señora menudita, muy buena ama de casa, muy diligente, muy ahorradora, muy honesta, muy «normal». Según Anita, Carlos encontró en ella lo que le faltaba, por primera vez en su vida: un apoyo, un mimo, un afecto y predilección constantes. Carlos, aunque ya era hombre, seguía siendo un chiquillo y Anita aseguraba que el psiquiatra amigo de Italo que le trató después, se lo había explicado de manera convincente para ella, que conocía a su hermano mejor que nadie. Carlos no era un conquistador, a pesar del éxito que había tenido siempre entre las chicas de su edad; necesitaba en la intimidad a alguien que se extasiase en su belleza, en sus gracias y cualidades, y le protegiese como había hecho siempre Frufrú y como en cierta manera hacía también Anita. Él se había enamorado de aquella señora de la edad de Froilana, pero no estaba ciego de pasión. Ella sí. Y el marido era un ser de una pieza, un hombre horrible, también según Anita, que tenía alma de asesino y era incapaz de comprender ni de compadecer a aquella mujer con la que había vivido tantos años. Carlos ocultaba en casa sus enredos. Frufrú seguía ausente. Anita tenía su vida, sus fiestas y sus amigos, y Carlos seguía fiel a los suyos, aquellos chicos jóvenes con los que había vivido. También había niños de por medio. La señora decidió separarse del marido. Carlos se disponía a pasar las vacaciones con ella y los niños en la montaña cuando el marido habló con él pidiéndole que influyese en su mujer para que pudieran tener una conversación a solas. Carlos entendió que eso era razonable. Fue a buscar a la pobre mujer, la convenció, tranquilizando sus temores, y la condujo a su casa, que era un pequeño chalet frente a la playa, lejos de la ciudad, y la esperó en la calle junto al coche, para que el matrimonio hablase a solas. Cuando sonaron los disparos en el interior de la casa, Carlos tuvo una reacción magnífica: entró inmediatamente. Ella estaba en el suelo, herida de gravedad. El marido había vuelto el arma contra sí mismo, aunque cuidadosamente se había disparado en un brazo, que se sujetaba en una especie de estupor. Carlos cargó con la mujer a hombros, la colocó a su lado en el automóvil y emprendió la marcha desesperada haciendo sonar el claxon, apartando así vehículos y gentes, hasta un hospital. Ella murió en el camino.
Italo intervino después. Su ayuda fue inestimable para todos. Logró que el señor Corsi, en cuanto fue posible, permitiese aislar a Carlos en la casa particular —una villa en el Monte— del psiquiatra amigo suyo y Anita se instaló allí también con su hermano. Italo los visitaba diariamente mientras estaba en Tánger entre viaje y viaje. Al fin, Carlos superó su depresión y su terror gracias a todos aquellos cuidados, Italo tenía que hacer un viaje largo: tenía que ir a Hollywood y retrasó una y otra vez su marcha hasta la época en que Carlos podía ya acompañarle. Carlos estaba ilusionado con las cualidades de actor de cine que Italo veía que se podían desarrollar en él (al contrario que Anita, a la que Italo había desengañado, era muy fotogénico), pero el señor Corsi no consentía ese viaje de Carlos. «Italo estaba enamoradísimo de mí —me había explicado Anita con la volubilidad y falta de tono convincente con que había contado siempre cualquier cosa que se refiriese a su matrimonio—, yo no estaba enamorada de Italo, pero éramos amigos; él me convenció de que podíamos hacer un matrimonio de “prueba”. Casándonos en el consulado de su país el divorcio sería muy fácil cuando lo deseásemos y si después de vivir juntos yo no lograba enamorarme de Italo, nos separaríamos. Recíprocamente, si a él no le compensaba nuestra unión, la daríamos por terminada en cualquier momento». El matrimonio se efectuó así, y según Anita fue bueno para todos. Se llevaron a Carlos en todos sus viajes, Italo se preocupó del porvenir de Carlos. Le hizo actor poco a poco. Cuando el gran triunfo de Carlos en Pulque, en que el nombre de Alexis se hizo famoso, Anita ya se había separado de Italo.
—Pero le estimo mucho. De verdad. Conmigo cumplió siempre sus promesas. Es un hombre extraordinario.
Zoila tampoco me había hablado mal de Italo. Acaparaba demasiado a Carlos, pero no sólo era su director sino también su manager. Había que comprenderlo.
A mí todas aquellas historias me habían preparado para encontrar a un hombre que intuía iba a resultarme odioso. Y además me había inventado una imagen de su físico que había ido variando hasta dejarla a mi gusto: un viejo terrible con barbas rojas, siempre bebiendo, siempre rodeado de tipos raros «que le gustan», como decía Anita. Yo no creía que aquel matrimonio hubiera sido bueno para Anita en ningún sentido. Estaba muy dispuesto a contestarle y a defender a Anita si acerca de ella hablaba con alguna de «esas ironías suyas» que había oído le gustaba emplear. Anita significaba mucho para mí.
Pensaba en todo esto al acercarme al chalet que reconocí en seguida: el único que tenía un jardín grande, con arbolado, en la carretera secundaria indicada. Me recibió un criado que yo sabía por Carlos que se llamaba Juan y que era «una maravilla» de sirviente. Juan me condujo a la parte trasera del edificio, donde se veía la piscina en la que se estaban bañando un grupo de chicos y chicas que luego desaparecieron porque no estaban invitados a la cena, sino amigos del dueño del chalet que en aquel año de grandes restricciones de agua se sentían muy contentos de ir a bañarse allí. Italo estaba solo, descansando, contemplando la luz de la tarde y los juegos de los bañistas. Cuando Juan le indicó que la señora Corsi no podía asistir, yo le di la nota de Anita. La leyó sonriendo. «Siento mucho que no haya venido. Pero tiene razón. Siempre me olvido de que es una mujer importante y ocupada». Y luego: «Me alegro de conocerle a usted, Martín. Me han hablado tanto de usted…».
Veo a Italo Rilcki ahora tal como lo vi entonces, sorprendido, y sobre todo cautivado por la inesperada y fuerte atracción que sentí hacia él. No sé en qué consistía su magnetismo, su atractivo, pero los sentí de tal manera que mientras estuve a solas con él apenas pude darme cuenta de lo que me rodeaba, sólo veía a aquel hombre. Y es curioso que, observándole tanto, no me fijase en seguida que era mucho más bajo que yo; me parecía que su personalidad lo llenaba todo. Mientras él quiso que le atendiese, le escuché; cuando quiso hacerme hablar de mí mismo, lo hice en una especie de estado de hipnotismo según pienso ahora. Ni siquiera sé cómo y en qué momentos nos trasladamos de lugar para estar más tranquilos mientras llegaban los demás invitados. Me encontré bebiendo algo fresco sentado junto a Italo en la terraza de la mesa de ping-pong, desde donde no se veía la piscina, sino el arbolado del jardín. Estábamos hablando de Anita. Italo me hizo hablar de Anita. Creo que logré quitar de su cabeza la equivocada idea que tenía «por lo que había oído» de que Anita y yo nos queríamos. Esta idea era una constante en las conclusiones de la gente que nos trataba, constante que yo no podía comprender. Dije aquello de que éramos como hermanos… aquella idea que Anita había metido en mi cabeza encajaba perfectamente con mis sentimientos hacia ella. Pero esto fue algo en lo que Italo no insistió lo más mínimo. Sólo quiso darme la seguridad del afecto que le inspiraba a él Anita, y me habló de algunas cualidades suyas que yo coincidía en apreciar y otras con las que no estaba conforme. Yo sabía, por ejemplo, que Anita valía más de lo que parecía al oír sus charlas sobre sí misma viéndose como heroína de aventuras en el papel de «mujer fatal». Italo dijo que la fantasía de Anita, tan poco de acuerdo con su personalidad real, era muy curiosa, no parecía latina aunque por lo que él sabía «los chicos» tenían orígenes latinos por los cuatro costados. Pero yo, que estaba de acuerdo en que Anita era una persona tan natural, tan limpia de alma y tan fría de temperamento (yo decía «casta») a pesar de todas sus coqueterías, no lo estaba en cuanto el gran carácter que veía Italo en ella aún no totalmente definido pero ya visible en la mucha voluntad que tenía, ayudada por una inteligencia mayor de la que se podía sospechar. Anita —dije yo— era encantadora, pero no inteligente. Y era algo loca. Y necesitaba protección y unas riendas más firmes que las que el señor Corsi sostenía en las manos. Una muchacha buena y alocada como ella no podía tener tanta libertad, sin peligro.
Italo sonreía. No era una sonrisa de burla. Era una sonrisa simplemente. No me molestaba. Me alentaba más bien. Yo me sentía orgulloso de que me escuchase con atención. Ya he dicho que no sé en qué consistía su atractivo. Físicamente era todo lo contrario de lo que había esperado: delgado, de pequeña estatura, no fumaba, no bebía alcohol y su barba muy cuidada no tenía nada de terrible. Aunque en conjunto le recuerdo muy bien, no puedo recordar cómo tenía la nariz ni de qué color eran sus ojos. Tenía una cara triangular, unas orejas algo faunescas. No sé más. Aunque sólo le vi una vez en mi vida, no he podido olvidarle.
—Las mujeres —dije yo— necesitan ser protegidas.
—Bueno, Martín, ¿por qué especialmente las mujeres? Algunos seres humanos sí necesitan más protección que otros. Pero Anita especialmente no es ya una chiquilla. Tiene derecho a su libertad.
Yo no estaba de acuerdo con eso. Sabía que no era muy joven Anita, pero seguía siendo una chiquilla, y el señor Corsi no la llevaba bien.
—Mire, Italo, espero que no se ofenda, pero yo en lugar de Corsi no hubiera consentido un matrimonio como el que ustedes hicieron, algo que en realidad no fue un verdadero matrimonio. Anita no recibió ningún beneficio con eso.
—¿De veras?
Dos palabras y sentí la frialdad que podía poner Rilcki como una muralla, repentinamente, después de haber animado la charla con una intimidad cordial. Me sentí azorado, confuso. Comprendí que había dado un paso en falso.
—Admito —dije aturullado— que estoy influido por mi educación y mi ambiente. Yo no soy una persona creyente, pero estoy acostumbrado a ver en el matrimonio algo muy serio, un sacramento, una unión para toda la vida, algo en que hay que pensar mucho, algo que compromete mucho. Para otra cosa no hace falta darle el nombre de matrimonio: una unión legal que se deshace a capricho… Y bueno, perdóneme, ya no hablo más que en general de ese asunto. No sé si son acertadas mis reacciones, pero son así. Mire, cuando algunas personas chismosas me hablaron del matrimonio de Carlos con Zoila como de algo poco serio que ofendía a Zoila, sentí ganas de pegarles.
—¿De veras?
Rilcki empleó por segunda vez la frase, pero sin la frialdad anterior.
—¿En qué puede Zoila ser ofendida por un matrimonio legal con Carlos?
—Bueno… Me hablaron de ese Díaz. Desde luego, chismes, pero creo que si su matrimonio fuese de otra manera, Carlos pensaría más en los peligros que corre una mujer como Zoila, a quien antes ha querido otro hombre. Por eso mismo él debería estar constantemente a su lado, demostrarle su cariño…
—Creo que no sólo se preocupa usted por Anita. También le preocupa Zoila. Veo que le preocupan mucho las mujeres. Muchísimo puede decirse.
Se reía a su manera agradable.
—Usted tiene algo de árabe. Aparte de Anita y Zoila, ¿vive inquieto por alguna otra señora más? Me parece que encerraría usted con gusto a todas las mujeres que le interesan en un harén para librarse de inquietudes.
—Yo, no. Yo… Bueno, Zoila es la mujer de Carlos…
—Ya. Más vale que ellos arreglen sus propios problemas. ¿No es cierto? Díaz es un buen amigo de Carlos y de Zoila, ¿sabe? Y yo tengo entendido que la conducta de Zoila ha sido intachable hasta ahora. Piense usted que tanto Carlos como Zoila trabajan, y ella, a pesar de que según creo está algo delicada esta temporada, ha soportado valientemente los compromisos de su contrato. Mientras tanto, Carlos no ha estado con los brazos cruzados, ha sido bastante dura la filmación que hicimos últimamente. Es posible que no estén apasionadamente enamorados (yo no lo sé), pero ha habido muchas cosas buenas en esa unión y ahora parecen muy ilusionados de poder disfrutar juntos de unos días de vacaciones. Después de todo, si usted piensa un poco en la vida que están obligados a hacer y sus continuas separaciones, más vale que el matrimonio de ellos sea fácil de deshacer. Si Carlos quiere a otra mujer o Zoila quiere a otro hombre, se lo pueden decir uno a otro y arreglar sus vidas de manera civilizada si llega el caso. Zoila tampoco es una niñita. Es bastante mayor que Carlos y que usted. Sabe muy bien bandearse en la vida. Y no digo estas cosas criticándola: es una muchacha muy agradable… Además, no me gusta hablar de las intimidades de mis amigos. Es uno de mis prejuicios. Yo también tengo prejuicios a mi manera. Me parece mal.
Sigo con el oído atento al recuerdo. La banda sonora no registra más. No registra las palabras de incitación al mal, al egoísmo juvenil, al goce de la vida sin pensar en las consecuencias de los actos, que he dado por descontado pronunció Italo. No hay nada. Nada más. Sonidos confusos. Sí, Italo, ya atento a los ruidos del jardín porque creía oír un automóvil, me dijo que yo era muy joven, muy apasionado, que veía las cosas desde un solo punto de vista, pero que le resultaba extraordinariamente simpático. Todavía la cinta sonora registra unos murmullos míos —que Italo ya no escuchaba— asegurando que yo no era hombre apasionado, que sabía dominar perfectamente con la razón mis instintos. Y mi voz se apaga al fin, mientras llega a lo lejos la voz de Carlos. Y otras voces de otras personas que entraban entonces en la casa.
El aire, que comenzó a agitar las ramas de los árboles, amenazaba convertirse en un ventarrón cálido y desagradable y se decidió que la cena se haría en el interior de la casa. Mientras se completaba el número de comensales, nos instalamos en el salón, agrupándonos cerca de la gran chimenea, que naturalmente estaba apagada y sólo servía de adorno en aquel tiempo, pero junto a la cual se podía organizar cómodamente la tertulia. Al fondo del salón veíamos el comedor con la puerta corrediza abierta de par en par y las luces encendidas. Al comedor iban y venían dos sirvientas bajo la dirección de Juan. Todas las ventanas estaban abiertas. Se veían algunas estrellas en el cielo, aún claro.
Creo que los primeros en llegar fueron Zoila y Carlos a los que acompañaba Obdulia mi conocida-desconocida de la noche toledana. Casi en seguida aparecieron dos muchachos jóvenes, morenos y simpáticos, cuyos nombres he olvidado totalmente, aunque los vi mucho y casi conviví con ellos unos días del verano. Eran gente de la que Italo llevaba con él en sus viajes y que se dedicaban a asuntos cinematográficos. Eran mexicanos, o quizá de algún otro país de América, porque ni en los recuerdos olvidados fijé detalles de sus nombres y nacionalidades. Siguiendo el auto de ellos llegó, para mi sorpresa, el de Asís, mi amigo, que apareció con una pariente suya ya mayor, una señora rubia y desvaída muy nerviosa y tímida que en tiempos muy lejanos debió de ser una belleza. Rilcki me había comentado antes que la ausencia de Anita se iba a notar mucho en aquella reunión improvisada. «Se va usted a aburrir, Martín: las señoras están en minoría. No sé por qué sospecho que además ninguna de las que vienen, aparte de Zoila, coincide con sus gustos. Pero tal vez me equivoque. Con los jóvenes de ahora nunca se sabe. Y son damas muy necesitadas de protección…».
La parienta de Asís se sobresaltaba a cualquier ruido extraño, a la aparición silenciosa de los sirvientes en el comedor o en el salón, o si alguien volvía la cabeza inesperadamente.
—Amelia —le decía Asís—, te has pasado la vida temblando por miedo a tu marido. Ahora eres viuda y libre, y tiemblas por miedo a tus hijos. No he visto un caso igual.
—Es que no sabes cómo son… No les dije que venía a esta casa.
—No tienes por qué decirles nada.
Me hubiera gustado decirle a Rilcki que no hacía falta que yo me preocupase por Amelia. Asís se tomaba ese trabajo.
Cuando Italo comenzaba a impacientarse por la falta de puntualidad de un tal Madeira, que en otro tiempo había sido colaborador suyo, apareció al fin este personaje, cuyo aspecto me sorprendió tanto que apenas me fijé en un jovencillo rubio que le acompañaba y al que presentó a todos con el nombre de Diego, seguido de una serie de apellidos españoles muy sonoros.
Madeira era más menudo que Italo y se veía en él una mezcla de colores que me fascinaron. Zoila cuchicheó a mi lado que presumía de blanco, pero era medio negro, medio indio y medio amarillo. Lo que resultaba un exceso de mitades. Por un momento se me ocurrió pensar que en otros tiempos, en otra vida, unos meses antes, me hubiera parecido que todos los que estábamos allí componíamos un grupo extraño. Yo mismo… Si me hubiera visto en un espejo rodeado de todos ellos, en otro tiempo me había encontrado extraño también. Al menudo mestizo de tantas razas, que tenía unos modales muy untuosos, le oí disculparse con Italo de haber llevado a Diego sin avisar. Era un joven amigo que conocía desde hacía más de un año —Madeira había pasado el año anterior en Barcelona— y se había sorprendido tanto de encontrarlo en Madrid, tan desorientado, y Diego admiraba tanto a Rilcki, que pensó que podía llevarlo.
A pesar de mi turbación al encontrarme junto a Zoila me di cuenta de que Rilcki se alejaba con Madeira mientras nos disponíamos todos a pasar al comedor, y oí unas palabras de Rilcki en un tono para mí desconocido e irritado: «absolutamente prohibido traer a…». En la mesa Italo no demostraba irritación alguna, era un anfitrión estupendo. A todos nos hizo hablar. También al jovencito, de quien tuvimos que escuchar unas historias tontísimas sobre su familia y la importancia de ésta y los planes matrimoniales que tenían para él con una chica distinguidísima de abolengo aristocrático, aunque no rica, porque su familia apreciaba sobre todo la nobleza, la distinción y la raza. Madeira no hablaba mucho y sólo lo hacía con Obdulia, a quien tenía al lado. Parecía que no se fijase en otra cosa que en su compañera de mesa, a la que atendía con un esmero casi excesivo.
La cena fue agradable. Carlos estuvo muy simpático contando algunas sandeces al estilo Corsi sobre el matrimonio Valina, a los que imitó en los gestos que habían hecho cuando quisieron impedir que Alexis se dejase ver en la sala de fiestas donde actuaba Zoila. Querían que se escondiese detrás de una cortina.
—Yo les propuse que me dieran un quimono y un abanico, y si les parecía bien les dije que hasta les haría un número «extra» en el espectáculo como geisha y que así me camuflarían mejor.
Descubrir, gracias a esta conversación, la personalidad de Alexis provocó un admirado entusiasmo en Diego. Rilcki, en una maniobra de diplomacia, trató de desorientar al muchacho explicándole que aquel Alexis no tenía nada que ver con el que él creía; se parecían algo, y por ese motivo a Carlos se le llamaba así en la intimidad.
Bebimos bastante y la animación creció y cuando terminamos la cena pasamos al salón de la chimenea.
Aquella reunión la he recordado muchas veces y consta en mis recuerdos, no sólo no olvidados sino pensados, transformados, censurados y observados desde todos los ángulos posibles. Por eso las imágenes están gastadas, son confusas. Sé que se llevaron guitarras y Zoila y también Obdulia cantaron acompañadas por los jóvenes de cuyos nombres no me acuerdo; se que Madeira se ausentó varias veces y su aspecto cambió y se volvió sombrío y dejó de atender a Obdulia y sus ojos se volvieron extraños, fijos en algún punto desconocido del universo. Zoila levantaba en mí un oleaje de recuerdos y de felicidad y de angustia al mirarla, y de cuando en cuando me sonreía con la mirada. Cuando esto sucedía yo no me fijaba ya en nada más que en mi emoción, aunque las miradas de Zoila eran discretísimas.
Después de una de las ausencias de Madeira, Carlos salió también. Yo veía el movimiento porque frente a mí estaba la puerta del salón que llevaba a la parte de servicios de la casa, pero naturalmente no me fijaba. Mi atención estaba en Zoila. Y no sólo Carlos salió, sino también el pequeño Diego, que volvió en seguida por la puerta del comedor mientras Madeira se marchaba de nuevo por la del salón. Diego se sentó en el suelo frente a Obdulia y Zoila, que iban a cantar otra vez. Fue entonces cuando oímos un estropicio de platos rotos y se sobresaltó tanto la prima de Asís. De pronto, interponiéndose en el espacio que mediaba entre Zoila y yo, vi a Madeira que de un golpe seco rompía una copa de las que se habían dejado sobre la mesa junto a la chimenea y agarraba por los cabellos al muchacho sentado en el suelo, haciendo ademán de ir a cortarle el cuello con el trozo de cristal afilado que le había quedado en la mano al romper la copa. Todo sucedió tan de prisa que apenas tuve tiempo de reaccionar. Fue algo increíble. Carlos, que llegaba corriendo detrás de Madeira, tuvo tiempo de sujetar aquella mano y todos ayudamos en seguida a reducirle. El tipo se había convertido en un energúmeno, con una fuerza increíble. Italo pidió una cuerda para atarlo. Era un ataque de locura. A varios hombres fuertes nos llevaba de un lado a otro, debatiéndose, el mestizo aquél. Fue una tarea dura el sujetarlo y dejarlo atado, pero vigilado por los jóvenes sudamericanos en la alcoba de Juan, que estaba en aquel piso de la casa, y volvimos los demás a tranquilizar a las mujeres, que estaban aterradas. La prima de Asís lloraba. Decía que si allí se hubiera cometido un crimen, ella estaba perdida. Sus hijos la encerrarían en un manicomio. Rilcki la tranquilizó y le pidió perdón por el espectáculo, que para él había sido una ofensa también y manifestó que desde aquella noche sus relaciones con Madeira habían terminado. Asís dijo: «Ha debido de drogarse. Iba al baño a inyectarse». Carlos asintió. Madeira, según Carlos, había sido un tipo espléndido, pero hacía tiempo que Rilcki tenía la sospecha de que se drogaba. Diego, que se había quedado con las mujeres, estaba temblando y les juraba que él no tenía nada que ver con el asunto, que él no hacía nada, que aquel hombre le tenía asustado, que le perseguía por Barcelona, le hacía chantaje con la amenaza de dar un escándalo y, sin embargo, era otras veces un perfecto caballero, fino, distinguido…
Diego no hacía más que contradecirse en sus relatos sobre las relaciones amistosas que le unían al mestizo. Obdulia le dijo:
—Mira, niño, más vale que te calles; nadie te pide explicaciones.
Rilcki le oía con disgusto. Hizo que tomase una copa y dejó a Asís la tarea de interrogar al muchacho. Asís le explicó que tratábamos de ayudarle y Diego dijo al fin que sí, que había recibido un aviso de Madeira. Por teléfono le llamó a Barcelona. Le invitó a pasar unos días de vacaciones en Madrid. Y era un buen amigo, tan correcto… No, sus padres no sabían que estaba allí. Le creían en el campo, en casa de unos amigos. No, él no sabía que Madeira era invitado de Rilcki. Habían tomado una habitación en un hotel…
—Madeira no vive aquí —dijo Rilcki—, pero tú no puedes volver a ese hotel. Tú volverás a tu casa.
No sé cómo tranquilizamos a la prima de Asís, que quería marcharse inmediatamente. Asís consultó con Rilcki y con Carlos si no le necesitaban y Carlos le pidió que acompañase también a Zoila y a Obdulia; precisamente se lo pidió cuando yo me ofrecía a hacerlo.
—A ti, Martín, quiero pedirte otro favor de parte de Italo.
Mi favor era el más desagradable: debía acompañar a aquel jovencito asustado al hotel donde se había alojado con Madeira, recoger su equipaje y luego facturarlo en avión a Barcelona. Si eso no era posible hasta el día siguiente, debía llevarlo a lugar seguro, porque en cuanto Madeira se repusiese y se tranquilizase ellos tendrían que soltarle, desde luego. Carlos se acercó a mí.
—No creas, Martín, que aquí ocurren esas cosas a menudo. En absoluto. A Rilcki le daba pena ese Madeira, que por otra parte es un hombre muy listo, y en la época que estaba con nosotros Anita trabajó con Italo. Italo quería ayudarle, y como conocía a Anita le invitó esta noche.
—Pues me alegro de que no haya venido tu hermana.
—Yo también, aunque Anita es estupenda. Nunca se asusta de nada. Mira, quizá lo mejor de todo, ahora que no está papá, es que te lleves a Diego a casa después que recojáis las cosas en el hotel. De allí, al aeropuerto. Nosotros creo que podremos retener aquí a Madeira hasta mañana.
Italo me hizo esperar unos minutos y ordenó, con suavidad, al muchacho, que tomase un trago más, que se repusiese. «Con este señor —este señor era yo— estarás tranquilo». Tome usted también algo, Martín. Siento mucho haberle invitado por primera vez haciéndole participar en un incidente tan desagradable.
Rilcki no tomó nada para tranquilizarse. Estaba tranquilo. Salió a despedir a las mujeres y a Asís, y luego se sentó con nosotros hablando con calma de cosas intrascendentes, como si nada hubiera ocurrido. Y nada había ocurrido en verdad, pero sólo gracias a la intervención tan rápida de Carlos.
Juan se acercó a Rilcki para decirle que salía a las ocho de la mañana un avión para Barcelona y ya estaba encargado un pasaje a nombre del joven.
—Pero yo —dijo Diego— no tengo dinero. Él, Madeira, me invitó y…
—No importa —dijo Carlos—. ¿Verdad, Italo?
Yo no quise ofrecerme a pagar el billete de avión de aquel muchacho. No tenía la menor gana de ayudarle. Carlos me dio el importe del pasaje y me echó el brazo por el hombro al despedirse de mí.
—Eres estupendo, Martín. De verdad. Y no te preocupes por Anita. Anita estará encantada de ayudar al chiquillo éste. Ya sabes cómo es.
Sí. Yo sabía. No importaba que llevase a aquel chico o a un oso blanco a dormir a casa. Anita nunca se sorprendía de los huéspedes que pudieran aparecer. Sin embargo, no me hacía gracia presentarme a media noche con aquel chico tembloroso y contar aquella historia del mestizo. Pero Anita no vio al muchacho.
Llegamos muy tarde a casa. Recuerdo el runrún de las historias contradictorias que me contó Diego durante el camino a Madrid, y después de recoger su equipaje, durante el camino a casa. Una lata el tal Diego.
Era muy tarde cuando entramos en nuestro piso, pero el cuarto de Anita estaba vacío. No había nadie en casa exceptuando los perros, que andaban desorientados, gimiendo porque Soli tampoco estaba. Para que no se quedase en la casa vacía, Anita había dispuesto que bajase a dormir a casa del señor José, el portero, que tenía dos o tres hijas poco mayores que la niña. Indiqué a Diego uno de los cuartos vacíos y me negué a quedarme acompañándole en su inquietud.
—Hijo mío, con tu pan te lo comas. Yo no soy una hermana de la caridad. Bastante hago con poner el despertador a las seis y llevarte a tiempo al aeropuerto. Yo creo que has tenido suerte de que ese tipo te haya llevado a casa de Rilcki en vez de a otro lugar cualquiera. Espero que te sirva de escarmiento el susto que te has llevado.
—Pero él aparecerá, me seguirá…
—No aparecerá. Y si más tarde te sigue, es cosa tuya. Denúnciale a tu familia.
—No puedo porque…
—Buenas noches.
A las seis y media, cuando con tiempo de sobra salimos de casa para el aeropuerto, Anita no había regresado. La puerta de su alcoba seguía abierta de par en par. Me sentí muy inquieto. Y los temblores del muchachito que iba a mi lado me molestaban mucho. Me importaba muchísimo más Anita que él. «Veo que a usted le interesan todas las mujeres. Muchísimo». Todas no. Solamente Anita. Es decir: Anita y otra persona. Rilcki se había dado cuenta.
No me había parado a afeitarme, y el joven Diego me contemplaba con una expresión entre aterrorizada y admirativa de la que pude darme cuenta en el espejo que servía de fondo al anaquel del bar del aeropuerto, donde tomábamos café. Mi aspecto con la sombra de la barba era poco tranquilizador. Me eché a reír y di una palmada en la espalda del chico.
—Otras cosas debían asustarte más que una barba sin afeitar. Si no eres valiente y no hablas con tu familia, o con uno de los curas de tu colegio, o con quien sea, te veo asesinado.
—Yo no voy al colegio. Parezco más joven de lo que soy. Tengo veintidós años.
—Es que si fueras más joven entonces sí que te acompañaría yo y sería yo quien hablase con ese padre tuyo que te inspira tanto terror. Quizá debiera hacerlo.
Esa idea le inspiraba más miedo aún que el pensamiento de que volviese Madeira a buscarlo. Me pareció que incluso esperaba y deseaba que Madeira volviese a «pedirle perdón». Me tranquilicé al decirme que era cierto aquello de los veintidós años: nos había enseñado su documentación.
—Rilcki estaba muy enfadado. Madeira tenía celos de Carlos, pero yo te juro que Carlos no tenía nada que ver. Carlos no se preocupó de mí en absoluto. Yo tampoco de él, te lo juro.
¡Qué tipo! Yo tenía ganas de vomitar. Estaba deseando que llamasen al pasaje del avión de Barcelona. «Me escapé por la ventana. No tuve ganas de cruzar por el interior de la casa. Carlos, Italo y sus amigos estaban en la biblioteca». Comprendía que Anita se hubiese escapado de toda aquella compañía. Sobre todo si Madeira estaba con ellos. Pero Rilcki era un hombre tan extraordinario… Había conservado su calma, su amabilidad, en todo momento. Era un incidente debido a la droga ingerida por aquel tipo extraño.
Cuando llegué a casa, de vuelta del aeropuerto, allí estaban Soli y la asistenta y los perros y el calor y la vida. Pero Anita no había regresado. Me aseé y me volví a la cama pidiendo a Soli que me llamara cuando apareciese Anita. Me llamó en seguida, pero no a causa de esa llegada, sino porque Carlos estaba al teléfono para informarse de si todo había ido bien y el chico estaba ya fuera de Madrid. La voz de Carlos, tan sosegada, y su tono risueño me molestaron. Estaba yo irritable, descentrado. Y tenía ganas de saber si Zoila estaba tranquila, si había tenido miedo aquella noche, sola en su casa, mientras Carlos se había quedado con el loco furioso de Madeira en el chalet de Rilcki. Como no me pareció conveniente preguntar eso a Carlos, me desahogué comunicándole que Anita no había aparecido aún por casa.
—Bueno, saldría fuera de Madrid. Anita sabe muy bien lo que hace. No seas tan gallina clueca con Anita. Ya me he dado cuenta de que la vigilas. Asís lo ha notado también.
—¿Asís? ¿Tienes tanta confianza con Asís como para hablarle de esas cosas?
—Claro. ¿No te ha dicho Anita que nos conocemos desde niños, desde las etapas que pasamos de niños en Madrid? ¿Qué te pasa hoy, Martín?
Me sentí algo ridículo. Pero me faltaba Anita y el comentario con ella de los incidentes de la noche. Y había pensado demasiado en aquel pobre diablo y sus obsesiones por un sádico —le había tenido una tarde atado, según me dijo, para que no pudiese acudir a una reunión donde su familia le esperaba— medio loco, para que la desaparición de Anita no me tuviese inquieto también.
Soli, al verme pasear por el pasillo, se acercó a mí y me contó las novedades de su estancia en la casa del señor José.
—Y ¿sabes? Ha vuelto don Serafín, que es el doctor Tarro. Esta mañana iban a arreglarle el piso las hijas del señor José porque ha venido sin la gallega y sin la señora que sí que es su madre y también es su mujer. Dicen que se marcha en seguida otra vez.
Las historias de Tarro y sus idas y venidas me tenían sin cuidado. Yo quería saber dónde había estado Anita. Dónde estaba. ¿No habría ocurrido algún accidente?
No supe dónde había estado porque se negó firmemente a ser interrogada más allá de la vaga explicación que dio de haber pasado la noche en la Sierra con unos amigos. También había pasado la mañana allí, bañándose en la piscina; por eso se había quedado a comer. Lo había pasado muy bien. Eso era todo. No, no podía decirme quiénes eran sus amigos. Yo no los conocía. Tenía muy buen aspecto, los ojos más brillantes que nunca. Le conté lo que había ocurrido en la cena y no se impresionó en absoluto. No recordaba quién era el mestizo aquel llamado Madeira.
—Conocí a tanta gente de todas clases cuando vivía con Italo…
Luego pensó en aquel muchacho asustado que a mí me había fastidiado tanto y dijo que se alegraba mucho de que Rilcki siguiera siendo generoso y bueno con todo el mundo, como de costumbre.
—No toda la gente es así, Martín. Italo no había invitado a ese Diego, ¿no es verdad? No tenía por qué preocuparse de que volviera a su casa o se quedase en Madrid. Pero siempre hace esas cosas. Y tú también te has portado bien —concedió generosamente—, pero si tuviste el impulso de acompañarle a Barcelona debiste haber seguido ese impulso.
—¿Qué querías? ¿Que le denunciase a su padre?
—No. No sé. Eso no. Pero siempre se puede hacer por los otros más de lo que hacemos. Estoy casi segura de que en tu puesto el doctor Tarro le habría acompañado y habría buscado el medio de solucionar la situación. Es así, impulsivo. Mucho más que tú.
—¡No digas disparates! No sé qué tiene que ver Tarro con todo esto. ¿Por qué comparas conmigo a ese don Serafín? ¿Sabes que se llama Serafín?
Anita me miró risueña ante el tono ligeramente vengativo con que pronuncié el nombre.
—Sí, lo sé. Y me parece un nombre estupendo, aunque a él no le guste que se le llame así. Pero desde luego Tarro no tiene nada que ver con este asunto. Me parece que el calor nos está volviendo tontos a todos, ¿no? A ti, a mí, a todos. ¡Tenemos que marcharnos de vacaciones!
Y empezó a reír francamente. A reír, hasta que me hizo reír a mí también.