XVII

Sé que tengo que dejar a un lado los diferentes juicios que me han merecido a lo largo de la vida esos personajes que el destino mezcló conmigo en la época que el señor Luis llama mi «desaparición». Así trato de hacerlo cuando llegan sus imágenes en estos clichés, en estos sobrantes olvidados en la película de mi memoria. Pero nunca creí que el material desechado fuese tan abundante y que, aun antes de terminar de fijarlo por escrito, me produjese tantas sorpresas. Daba por descontado que mi propia imagen me parecía borrosa y poco convincente, pero ¿por qué un personaje como el doctor Tarro me hace sonreír a veces? A lo largo de mis recuerdos conscientes, mis juicios sobre él no dejaron el menor resquicio para verlo desde un punto de vista humorístico.

Sin embargo, aquí está, paseando de un lado a otro con su sahariana azul, de mangas cortas, que descubre sus brazos musculosos bajo la piel, que apenas ha perdido blancura con el sol. Ha bajado a cenar con nosotros «de esa guisa» como podría decir Anita, a quien le gusta bromear con palabras poco usadas. Pero Anita no ha bromeado del aspecto veraniego del doctor. El señor Corsi le contempla con una pensativa envidia por el frescor del atavío. El señor Corsi tiene sus normas y nunca le he visto sentarse a la mesa sin chaqueta y sin corbata, y aunque hoy su traje es ligero, no deja por eso de imponerle disciplina para aguantar el calor. Nadie me ha dicho jamás en esta casa cómo tengo que vestirme, pero yo me doy cuenta de que imito a Corsi por respeto, cuando tiene invitados sobre todo. Otras veces estoy en casa con camisa abierta y de manga corta. Esta noche me permito llevar una de esas camisas, sin corbata, y calzo sandalias, pero como sé perfectamente que a Tarro no lo considera Corsi de la familia, llevo puesta una chaqueta veraniega sobre la camisa.

No se trata de una cena protocolaria desde luego. Creo que hoy día los mismos personajes que estábamos reunidos en el cuarto de estar lo hubiéramos hecho en traje de baño o poco menos. Pero entonces Corsi levantaba una ceja mirando a Tarro y sus ojos chispeaban divertidos.

Kikú nos dejó en cuanto empezó a suavizarse la fuerza del sol al inicio del largo crepúsculo. Se fue de paseo. Pepa nos abandonó tres días antes para irse con «unos señores de verdad» que la llevaron de veraneo. Se fue lanzándonos reproches innecesarios, ya que nadie pensó en retenerla. Nos gritó nuestras costumbres desordenadas y dijo a Anita que no era señora para ella. Pepa era una muchacha decente y en esta casa «mucho presumir, pero a una chica la dejaban hacer lo que le diera la gana». No teníamos orden ni días de salida fijos. Desde que se fue doña Froilana, Pepa se había sentido abandonada sin que le recordasen sus deberes y sin que la riñese nadie recordándole que tenía que volver a casa a sus horas, como era decente hacer. Con sus maletas preparadas en el vestíbulo principal y la puerta abierta ya, Pepa tenía arrinconada a Anita, que la escuchaba con exasperación. Decidí ayudar y me llegué a Pepa, con pasos cautelosos, a sus espaldas. La sorprendí con una llave de judo y la elevé, muda de asombro por verse volando, a la escalera. Cerramos la puerta y lloramos de risa después que hube sacado también las maletas.

La marcha de Pepa, que en los últimos días había estado gruñona y disparatada en sentido ascendente, nos proporcionó un alivio inesperado pero corto. Fue como si sintiésemos menos calor en la casa. Comimos fuera todos juntos; Soli hizo las camas conmigo porque Anita declaró que ella no sabía y que daba lo mismo dejarlas como estaban, ya que la asistenta las haría al día siguiente —por esta circunstancia localizo en domingo la marcha de nuestra doméstica— y en fin, nos sentimos cómodos hasta que por la noche de aquel mismo domingo apareció don Carolo en compañía de mademoiselle Brigitte y cargado, además, con la maleta de esta señorita. Don Carolo balbució algunas justificaciones. La traía temporalmente, sólo para probar si nos convenían sus servicios hasta que en octubre un diplomático que había localizado el nieto de la marquesa, la llevase a Nguma. Los nietos de la marquesa no se atrevían a mandarla sola, ya que el viaje era complicado y Agus tenía conciencia de su responsabilidad: se había hecho cargo de aquella joven hasta devolverla al bungalow paterno. La marquesa se iba a su finca. Todos se iban con la marquesa a Galicia y, en fin, si Kikú no nos servía de ayuda, el señor Corsi al cabo de dos o tres semanas se iba a Galicia, también al balneario de Mondariz, donde pasaría sus vacaciones en compañía de la misma marquesa y otras amistades que habían hecho sus reservas de habitación para las mismas fechas. Don Carolo se comprometía en caso desfavorable a viajar acompañando a mademoiselle Brigitte para entregarla a la familia de la marquesa. Si nos era conveniente, en cambio, Kikú podría sustituir «ventajosamente» a Pepa. Le habían informado de que no era trabajadora, pero «llevándola bien»… Y tenía un carácter excelente.

Anita, con cara de fastidio, buscó sábanas limpias para Kikú y le enseñó la habitación que acababa de dejar Pepa y la obligó a transportar ella misma su maleta a su cuarto. Y eso lo hizo mademoiselle con gracia y habilidad poco comunes: cargó la maleta sobre su cabeza y, sin necesidad de sujetarla con las manos, la llevó. Minutos más tarde la vimos aparecer en el cuarto de estar envuelta en una de las sábanas que le había dado Anita para que hiciese su cama y que ella usaba como túnica; dejando los hombros al descubierto se enrolló la sábana con una destreza maravillosa. Anita no le comentó la impresión que nos producía ese atuendo, pero como Brigitte-Kikú bailaba un poco alrededor de la mesa del comedor donde ya estaban dispuestos los platos y cubiertos, la hizo ir con ella a la cocina, le enseñó los misterios de la nevera y le preparó un plato con viandas frías. Después le explicó pacientemente, en dos idiomas, que Kikú debería cenar antes que nosotros todos los días, a cualquier hora que le apeteciese, con la ventaja de que después podría hacer lo que quisiera: o bien dejar la sábana y vestirse con uno de sus bonitos trajes y calzarse con un par de sus bonitos zapatos y marcharse a la calle y volver para acostarse cuando le placiese, o bien encerrarse en su cuarto y dormir sin aparecer más delante de la familia. Por las mañanas Kikú debía comer igualmente en la cocina y obedecer a la asistenta en lo que ésta le pidiese.

Yo admiré las habilidades de Anita para el mando. Pepa había sido injusta al decir que en aquella casa nadie llevaba las riendas. Anita me pareció un prodigio de diplomacia y de entereza.

Así que estábamos libres de Kikú por el momento. Y escuchábamos las diatribas del doctor Tarro contra los curas y los frailes y su intromisión en todos los detalles de la vida particular de las gentes. El doctor Tarro había prohibido al señor José, el portero de la finca, que dejase subir a su piso a los frailes que acudían diariamente a molestar, con el pretexto de hacer compañía a su mujer.

Anita corrigió con naturalidad:

—A tu madre, Tarro.

—Bien, es cierto, pero es que ya me confundo. Los frailes dicen que van a visitar a mi mujer porque mi pobre madre tiene la manía de que es mi esposa. Ella los recibe, pero trastornan su cabeza creyendo lo que ella les cuenta en sus delirios y hablándole además de la muerte. Quieren que confiese, quieren traerle al Viático. Quieren meter las narices en todo. Mi madre no está a la muerte y si yo puedo evitarlo no morirá ahora. Yo no le prohibo que practique su religión, pero que vengan esos señores sin ser llamados y que el portero diga que a un sacerdote él no puede impedirle que entre en casa, le irrita a uno. También las monjas, siempre llamando a la puerta, siempre pidiendo. Ya sé que no se cumplen las medidas tomadas contra la mendicidad o se cumplen muy pasivamente, pero a cualquier mendigo, si el portero le echa la vista encima, le impide subir a los pisos; en cambio, frailes y monjas tienen la puerta franca.

—¡Sí! —dijo inesperadamente Soli—. Las monjas son muy listas.

Anita se fijó entonces en la niña y la mandó a su cuarto a acostarse. El señor Corsi preguntó si la criatura había cenado, porque Soli se resistió a esta orden de Anita y miraba los emparedados y fiambres que había dispuestos y que Soli había ayudado a colocar en el cuarto de estar. «Sí, papá, el Gnomo ha comido ya».

—Pero falta mi helado.

Yo acompañé a Soli a la cocina para servirle un vaso de helado, aunque la niña sabía preparárselo perfectamente; pero el señor Corsi había comentado que Soli echaba de menos a Froilana. Quizá fuera el momento de pedir a su papá que se la llevase. Decidí convencerla de que se portase bien. «¿Quieres ir con tu papá, Soli?».

La niña tomaba golosamente su helado sentada sobre la mesa de la cocina y balanceando las piernas. Inesperadamente me dijo que sí.

—Pero no voy con mi papá. Iré al colegio, pues ya tengo plaza. Mi papá lo dijo el otro día. Después del verano. Y con mi papá no voy. —Hizo otra pausa para tomar helado y me miró luego, descarada—. Pero tú no vas a casarte con Anita tampoco, no te creas. Anita se va a casar con el doctor Tarro cuando se muera la mujer del doctor.

—¿Sabes que estás diciendo muchos disparates? Anita no se va a casar con nadie y el doctor no está casado. Y tú no debes decir esas tonterías. Parece que andamos todos locos desde que empezó el calor.

—Ya, ya. El doctor sí que tiene mujer. Es la señora esa que no sale nunca y que da tanto miedo, que antes era su madre. Ayer, cuando fui a la tienda a un recado porque Kikú no sabe, estaba la criada gallega contándoselo a todo el mundo. Decía que el que dijera que su señora era la madre del doctor Tarro era un infame, que su señora estaba casada con el doctor, pero que antes era su madre, y que ella lo sabía muy bien, su señora era una santiña y el doctor había sido muy malo y que cuando la señora era la madre le pagó los estudios para cura y él no quería ser cura, y la madre se casó con él y luego el doctor no quiso besar el suelo por donde ella pisaba y se escapó a América y se hizo doctor allá lejos, que antes no era doctor. La madre, que es su mujer, se quedó abandonada la pobriña y él volvió, porque es su mujer y tenía un papel que don Serafín quiere que no se lo dé a los frailes, y cuando la señora estaba mala el año pasado vino el doctor y dijo que la curaba y se la trajo a Madrid y la está volviendo loca con el testamento, y ella dice que si él es bueno le dará el testamento que si no, pues no, porque la señora no está loca y él quiere que se muera para casarse con otra y ahora van a la aldea por el calor y porque la señora también tiene aquí frailes amigos y Tarro, que es don Serafín, se pone furioso cuando vienen a verla y está furioso porque no puede vender nada, ni tocar el dinero de la madre, que es su mujer, porque los frailes lo tienen todo muy bien arreglado. Ya ve, Martín. Se llama Serafín y no le gusta llamarse Serafín. Y la gallega no le llama casi nunca doctor Tarro, sino don Serafín.

No interrumpí la charla de la niña porque me daba cuenta de que por mucha imaginación que tuviese Soli, aquel galimatías no podía haberlo inventado del todo ella, y sin saber bien por qué me interesaba. Le dije solamente que se apresurase con el helado, que la acompañaría después hasta su cuarto, como hacía antes doña Froilana, y que no hiciese caso de las habladurías de las sirvientas en la tienda. A nosotros no nos importaba la historia del doctor Tarro. Luego recapacité.

—Y sobre todo esa historia de que Anita se va a casar con el doctor. ¿De dónde la has sacado?

—Pues sí, porque se quieren. Se dan muchos besos.

Me enfadé con Soli. Esto sí que lo había inventado ella, y no se daba cuenta de que era algo muy feo decir eso de Anita. Anita era una señora, una persona buenísima. De Anita no se podían inventar historias de esa clase y si yo me enteraba de que Soli, aun en broma, volvía a decir una cosa así, vaya que la llevaba yo mismo con su papá a pasar el verano en la pensión de los enfermos, como llamaba Soli al hospedaje de su padre; la llevaba cogida de una oreja…

La niña se encogió ante mi tono y mi cara seria, mientras le amenazaba. Prometió débilmente no decir nada a nadie y súbitamente cambió el gesto mirándome y lanzándome la afirmación de Galileo.

—Pero se besan.

—Estás chiflada. ¿Cuándo has visto tú que se besen, di?

—Muchas veces. Tú no estás nunca y por eso no los ves. Se besan y se besan y se besan. Hablan mucho en el cuarto de estar y se besan. Hoy, cuando llegó el doctor Tarro y estaban solos en el cuarto de estar, se estaban besando cerca del mirador, como en las películas. Mucho. A mí no me vieron. Nunca me ven. Pero yo no digo nada si no quieres… Yo quiero irme con mi papá. Yo no quiero dormir con Kikú. Que sí, que anoche se metió Kikú en mi cuarto y durmió en la cama que era de Frufrú y yo me desperté y me dio miedo… Y me voy a esconder y no me encontraréis nunca, nunca…

Soli dejó a medias su helado y echó a correr. La seguí y la vi entrar en su cuarto. Y me encogí de hombros.

Anita apareció por el pasillo y me llamó. Sólo veía yo su silueta sobre el fondo de luz que, al final del pasillo, llegaba desde el cuarto de estar. Ese momento mío también lo he olvidado; ese momento mío en que contra toda razón pensé en que si Anita se dedicaba a esos juegos de que hablaba Soli, con un hombre mayor, con un tipo que se introducía en la casa fingiéndose amigo, que si Anita era capaz de un disimulo así, si era capaz de ser «una cualquiera», jamás volvería yo a creer en la pureza de ninguna mujer.

Ese momento, en que me sentí poco menos que con los derechos de un marido oriental para matarla si la encontraba besándose con Tarro, fue, afortunadamente, una brevísima locura que no llegó a manifestarse ni en gestos ni en palabras y que me cuesta admitir. Pero hoy sé que esa locura aguda pasó por mi cabeza aunque duró menos que lo que Anita tardó en decirme que dejaré de hacer de niñera, que me esperaban para cenar. Contesté algo y sentí necesidad de lavarme las manos con el fervor con que Tarro lo hacía tan a menudo. No había agua en los grifos a causa de las restricciones. Teníamos un jarro lleno junto a los lavabos y lo utilicé de mal humor. Me serené y volví a la sala donde Tarro explicaba que iba a llevarse a su madre a su aldea gallega, pero que no dejaba el piso, que tenía alquilado con muebles, por el momento, pues no estaba seguro de que no hiciese falta traerla otra vez para un nuevo tratamiento.

Anita nos servía a todos con alegría y sin escuchar demasiado a Tarro. Llevaba un traje muy ligero, sin mangas, y estaba morena porque a menudo iba a una piscina. Tarro no iba a la piscina. Tarro no hablaba para Anita en aquel momento, sino que le contaba estas cosas a Corsi. Decía que no estaba seguro de poder comenzar en serio el psicoanálisis que deseaba Anita que le hiciese. Probablemente tendría que dejar a su madre o marchar a su clínica de Beirut. Era demasiado tiempo el que llevaba fuera de sus ocupaciones. Si su madre mejoraba, incluso estaba dispuesto a llevarla con él para no abandonarla, pero no podría quedarse definitivamente en España.

Me olvidé de Soli con el descanso que me producía la actitud cortés, y a un tiempo distante, de Anita con Tarro. Con la repentina preocupación por Anita inspirada por las palabras de Soli, me olvidé también un rato de la atroz impaciencia que estaba sintiendo aquellos días en que Zoila debía llamarme y no me llamaba.

El doctor preguntó a Anita si ella también iría a Mondariz con su padre. Su aldea no estaba lejos de allí. Anita contestó con naturalidad e indiferencia que a ella los balnearios la aburrían mucho, y me miró como consultándome y terminó diciendo que aún no habíamos hecho proyectos para salir fuera de Madrid.

Me olvidé de los histerismos de la niña. Fue una cena plácida y bastante aburrida aquella en que Tarro se despidió de nosotros. El balcón y las ventanas de los cristales del mirador estaban abiertos y no entraba un soplo de aire. Llegó un momento en que todos deseábamos que se fuera Tarro y acostarnos. Nos sentíamos cansados. Yo, al menos, me sentía cansado.

Sobre el Retiro, en el azul de la noche, flotaba una polvareda que parecía enrojecerse con los puntos de luz eléctrica. Anita, cuando Tarro se despidió, me dijo algo de salir, y yo no quise. Estaba muerto de cansancio: como si estuviera enfermo. Quería tumbarme en la oscuridad y pensar largamente en Zoila. Si no me llamaba, no creía yo que hubiese ningún mal en ir a verla y saludarla en la sala de fiestas y preguntarle qué había ocurrido. Yo sabía que Díaz no estaba ya en Madrid. Sabía que se había despedido de don Carolo por teléfono diciendo que se iba a América. Zoila no iba a dejarme así, sin una explicación. Lo nuestro era muy serio. Ella me había dicho que estaba loca por mí. Que nadie, nunca… Sólo yo. Y yo estaba loco, obseso por ella. Teníamos que hablar. Si Carlos no sabía protegerla, si estaba tan tranquilo dejando a su mujer en peligro de que cualquiera pudiese abusar de ella, yo, en cambio, estaba dispuesto a llevarla a cualquier lado del mundo. A luchar por ella. Yo no era un hombre indeciso y sin estímulo. Estaba dispuesto a hablar con Carlos cara a cara. El matrimonio de ellos era sólo un contrato civil, no un verdadero matrimonio. Zoila no sabía lo que era sentirse realmente protegida y deseada, considerada como algo importante.

Me tranquilicé al ver en el pasillo la luz debajo de la puerta del cuarto de Anita. Probablemente estaría escribiendo a su amiga la enfermera polaca de París. Anita era, a pesar de su edad, una criatura. Y yo sabía mejor que nadie lo fría y lo casta que era Anita a pesar de su presunción constante de coqueteos con chiquilicuatros, nada peligrosos cuando se los conocía. Anita, sobre todo, tenía la manía de contarme a mí todos esos coqueteos que ella llamaba «éxitos». Nunca me hubiera ocultado que le gustaba el doctor Tarro en caso de gustarle. Pero ¿cómo le iba a gustar aquel hombre? Exagerando muchísimo pensé que casi podía ser su padre. Lo que no se me ocurrió pensar es que Anita no era mi mujer, ni tenía por qué contarme todos sus asuntos mientras a mí hubieran podido matarme antes de dejarle adivinar los míos. Eso no se me ocurrió.

Me tranquilicé al ver la casa a oscuras, seguro de que Anita estaba en su cuarto lo mismo que don Carolo en el suyo. Me tranquilicé. Volví a utilizar agua de un jarro y de un barreño. Y me olvidé de que había dejado abiertos dos grifos de los lavabos a los que había puesto el tapón. Me tumbé sobre las sábanas y dejé balcón y puerta abiertos para establecer algo de corriente en la oscuridad que me permitía pensar en Zoila. Y me dormí hasta que me despertó un grito de Soli debajo de mi cama. Al cesar la hora de las restricciones, los grifos abiertos hicieron rebosar los lavabos y el agua se extendió por el suelo del baño y del pasillo y entró en mi cuarto alcanzando a Soli, que se había dormido en el suelo escondida bajo mi cama sin que nadie pensara que teníamos que buscarla. Ahora se me ocurre que quizá fue esa noche a la que se refiere ella en uno de sus «cuentos» de la infancia.

La dejaban sola. No la quería nadie. Solamente la quería su papá, pobrecito, que decía que ella estaba muy bien allí hasta que fuese al colegio. Pero no estaba bien allí y se iba a esconder y la buscarían y no la encontraría nadie y cuando todos estuvieran dormidos se escaparía y todos llorarían mucho y entonces verían lo que pasaba, porque a su papá tendrían que darle mucho dinero porque habían perdido a Soli y cuando su papá fuese rico como ellos, entonces aparecería Soli con su hucha, que tenía también mucho dinero y se comprarían un coche como el de Martín. Soli, cuando fuera mayor, tendría un traje de noche como el de Anita y collares como Frufrú y sería mucho más guapa que Anita, que no era guapa. Doña Froilana dijo que Anita no era guapa y dijo que Soli era guapa. Frufrú se despidió de Soli llorando mucho, y le regaló una hucha de barro y le puso dentro de la hucha un duro. Soli había metido dentro más pesetas y más duros, y Martín metió dentro un billete que debía de valer muchísimo; pero no le hacía caso Martín. Ahora ya no era su amiga Soli. Pero cuando ella fuese mayor se casaría con Martín y tendría automóvil y se reiría de Anita, que no tenía automóvil, y el doctor Tarro tampoco tenía automóvil y era más feo que Martín. Y si la echaban a vivir con su papá, ella sabía cómo ganar dinero porque estaba creciendo mucho y en cuanto fuese alta como una mujer, Soli sabía muy bien lo que iba a hacer para ganar dinero. Antes no pensaba en esas cosas porque era pequeña, pero ya se había vuelto más lista y podía pensarlas. A Frufrú se lo dijo un día y Frufrú se echó a reír, a reír, y la besó y dijo que era muy graciosa y no lo creyó. Pero era verdad. Fue el día en que hablaron de una noticia que traía el periódico, un día que estuvo su papá a verla a ella y se pusieron todos a hablar en el cuarto de estar porque el papá de Soli había ido a hacer una interviú al «mendigo de cuello duro», que era un señor que había hecho una promesa de pedir limosna para comprarse un hábito, que llevaría durante un año, en agradecimiento a la curación milagrosa de un hijo suyo. Martín dijo que era absurdo que publicasen esas cosas los periódicos y que si se prohibía la mendicidad y se alentaba por otra parte a los frescos para que con el achaque de las promesas a los santos pidiesen libremente, resultaría la calle como un retablo de miserias pintorescas. El papá de Soli dijo que era un gran mérito el de aquel hombre, que humillaba su dignidad pidiendo. Y se armó una discusión grande. Frufrú decía: Pero ¿qué mal hay en pedir? Uno es libre de dar o no dar, ¿no es eso? El que pide es que lo necesita. Por la noche, cuando doña Froilana la llevó a acostarse, Soli le dijo un secreto: «Yo he pedido limosna disfrazada de monja y me dejaban entrar en todas partes y me decían: “Perdone, hermana”, cuando no me daban limosna y casi siempre me daban para las niñas que teníamos recogidas». Y doña Froilana se echó a reír y la besó.

No era toda la verdad, pero era verdad. La que se disfrazaba de monja era la más gorda de las Emes: doña Matilde. Doña Matilde iba vestida siempre con hábito, que era un traje negro de lana hasta los pies y zapatos como de monja y cinturón.

Una tarde llevó a Soli con ella a la calle y le dijo que tenían el secreto juntas, porque Soli se escapaba a la calle y doña Matilde se callaba y Soli robaba el jabón de don Vicente y doña Matilde se callaba y Soli se callaría lo del disfraz de monja.

Doña Matilde tenía guardada la toca y el crucifijo y todo lo que faltaba para completar el hábito, en casa de una amiga que vivía en una buhardilla. Allí se disfrazó y luego salió con Soli. Tomaron el tranvía y las dejaban pasar delante de todos en la cola que estaba esperando para tomar el vehículo. Hacía mucho frío, pero Soli con su abrigo nuevo y la monja con su traje grueso y un jersey bajo, iban abrigadas. Iban lejos del centro, a un barrio donde no conocían a doña Matilde, y subieron a las casas en ascensor, cuando había ascensor, hasta el último piso y doña Matilde llamaba a la puerta de cada piso y decía que si querían recibo de la limosna y cuando le decían «Sí, haga el favor, hermana», doña Matilde sacaba un talonario y rellenaba los espacios en blanco y lo daba. Pero casi siempre le decían que no, hermana, no hace falta. Algunos preguntaban de qué Orden era doña Matilde y ella decía la Orden y daba el nombre de la superiora y todo, y la gente a veces se fijaba en la cabeza de Soli y preguntaban algunos si rapaban a todas las niñas que recogían. «Ya ve, pobrecitas. A muchas les hace falta cuando llegan. Hay tanta miseria…».

Después, doña Matilde, ya en la calle y soltando humo por la boca al hablar de tanto frío que hacía, criticó mucho a los ricos de aquel barrio: que eran muy finos, pero no daban casi nada. Si ella se hubiera atrevido a pedir donde ella se sabía, más habría ganado con gentes menos «aparentes» pero de más corazón; aquellos a los que habían ido eran unos miserables y si daban una peseta les parecía que ponían una pica en Flandes y si la orden tuviera que esperar a sacar a las niñas adelante con las limosnas, aviada estaba.

Doña Matilde jugaba tan bien al juego de la monja que hasta Soli se creía de verdad que ella era una niña recogida en el convento de aquella orden. Después le decía a Soli:

—Tú a mi amiga no le digas nada. Si te pregunta cómo nos ha ido, dile que no sabes, pero que nos despedían en casi todas partes sin darnos. Mi amiga es una avara. Y tiene escondido un «gato» en el colchón que no sé cómo no le da miedo de que alguien se lo robe. Trabaja en la limpieza de una casa de baños y no creas que gasta un céntimo del sueldo. Tiene propinas y, además, los vecinos de la casa, como la ven vivir en la buhardilla con tanto frío y sin luz eléctrica, le dan las sobras de la comida y la protegen, y de cuando en cuando le regalan un traje viejo, y así va tirando y sin gastar. Fíjate si es avara que teniendo ese «gato» que tiene (yo no sé si dentro de un colchón o bajo un ladrillo, pero lo tiene) se tiñe las canas con un corcho quemado para no gastar en tinte y cuando tiene dolor de cabeza si uno, por pena, le regala una aspirina, no toma más que la mitad. Así que no es pecado engañarla y darle poco de lo que traemos. Ella no se lo gana.

A Soli lo que más le interesaba era el gato. Se imaginaba a aquel animalito metido en el interior del colchón de aquella vieja amiga de doña Matilde y debajo de un ladrillo.

—¿Es un gato como Carabina? ¿Se está quieto y no maúlla cuando lo encierra ella?

—No seas boba, hija. El «gato» es una bolsa llena hasta arriba de dinero. Está bien parecer que uno es bobo, hija mía. Ya ves, mi hermana dice que yo soy medio tonta. Y yo me río por dentro y me digo: «Bueno, bueno, puede que esta tonta tenga que mantenerte algún día».

Soli admiraba a doña Matilde y cuando le daba consejos la escuchaba con mucha atención. Doña Matilde era muy lista y eso era un secreto para todos menos para la niña. También se justificaba a veces ante ella.

—No creas que es pecado lo que hago. Pedir limosna no es pecado si uno lo necesita; se lo consulté a mi confesor y le dije que yo pedía limosna vestida con mi hábito porque tenía promesa y que lo necesitaba y no le pareció mal, siempre que mi necesidad fuese apremiante. No le dije lo de la toca y lo demás porque eso no tiene importancia, hija, lo importante es la intención, y mi intención es buena porque pido para los pobres y yo soy pobre y tú también eres una niña pobre y casi te tenemos recogida en casa, porque lo que puede pagar don Amando no da para nada.

Aparte de aquella frase «eres una niña pobre» que le daba angustia todo lo que decía doña Matilde le parecía muy bien a la niña.

A Soli le gustaban aquellas calles distintas a las del centro, a pesar de que la Gran Vía era más importante, con más luces y anuncios, y los cines y las aceras estaban más animados.

Las tres veces que la niña acompañó a doña Matilde disfrazada de monja, fueron a distintas calles, pero todas del mismo barrio, que tenía árboles en las aceras —árboles descarnados, negros, y que uno de los días estaban blancos de nieve endurecida—, y le gustaba el color del cielo que parecía más limpio y le gustaba que la gente que se cruzaba con ellas o se detenía a ver los escaparates, diera la impresión de no tener prisa, de estar siempre de paseo y de no tener frío, aunque las mujeres especialmente parecían menos abrigadas que doña Matilde y que la misma Soli, que además de su abrigo verde llevaba una gran bufanda que le tapaba hasta la nariz. Soli pensó que aquellas gentes parecía que llevasen dentro la calefacción de sus casas.

En la buhardilla de la avara, a la que volvían al final del recorrido, sí que se notaba frío y estaba oscurísima. Cuando entraban, la avara, que las había esperado metida en la cama y envuelta en una toquilla, encendía un cabo de vela para ver bien el dinero que doña Matilde sacaba de una bolsa escondida en un profundo bolsillo de su falda. Soli se divertía porque parte de aquel dinero lo había puesto doña Matilde en otra bolsita que guardaba la niña en su propio bolsillo. La avara, que se llamaba Blasa, se mostraba poco conforme al hacer las particiones. Era muy flaca y con un perfil agudo que se doblaba en una sombra enorme proyectada en el techo y la pared. Tomaba la mitad de las monedas y gruñía que doña Matilde merecía que la denunciase, por engañarla. Doña Matilde se echaba a llorar y la otra se tranquilizaba. Cuando salían a la calle, el llanto de doña Matilde se había disipado. Volvían a casa muy contentas y con las mejillas encarnadas por el aire frío, y explicaba doña Matilde que habían ido a llevar tal o cual santo —como otras veces hacían de verdad—. Y doña María le decía a su hermana que no eran horas de llevar a la criatura de paseo con tanto frío, y doña Matilde volvía a soltar lágrimas y en seguida doña María se calmaba. Doña Matilde le explicó a Soli un día que las lágrimas son un don de Dios porque ablandan los corazones y que si se quiere lograr algo en este mundo hay que llorar mucho y reír muy poco. Sí, sí, llorar aunque no haya ganas de llorar.

Soli estaba llorando bajo la cama de Martín, para que la encontrasen allí, llorando. Pero nadie llegaba a buscarla. El suelo estaba fresco y poco a poco, entre hipos, Soli se quedó dormida. De pronto empezó a sentir frío y soñó que Anita quería tirarla a nadar a la laguna de Peñalara y se despertó gritando. Porque estaba mojada y no sabía dónde estaba y gritó con verdadero terror hasta que se enteró de que Martín se había dejado un grifo abierto y que al volver el agua se había producido una inundación.

Dos días después de la despedida del doctor Tarro, Zoila me llamó. Anita y yo corrimos al mismo tiempo hacia el teléfono. Lo alcancé yo antes y al oír la voz que esperaba hice un gesto a Anita y ella se retiró con aire desilusionado. Zoila hablaba en voz baja preguntando si estaba yo solo, como de costumbre. Me dijo que tenía que apresurarse por teléfono porque estaba muy vigilada. Había tenido que aceptar la hospitalidad de los Valina por unos días, pero dos o tres más tarde volvería a su casa, y teníamos que hablar. Mi emoción me anudaba la garganta; no sé ni cómo acerté a preguntarle si no importaba que fuese al espectáculo de la sala de fiestas con Anita y otros amigos. A Zoila le pareció que en eso no había ningún peligro y me prometió que incluso estaría con nosotros algún rato, ya que ella no estaba actuando continuamente.

Fuimos a ver a Zoila Anita y yo con Asís aquella noche. Sentí un alivio tan grande al ver a Zoila risueña y notar alguna de sus miradas, que me volvió el buen humor perdido en días anteriores. Con el buen humor perdido, recuperé también la alegría de tener a Anita a mi lado, y a Soli, y a los perros incluso. Algunos días acompañé a Anita por las mañanas para bañarme con ella en casa de unos amigos que tenían piscina en un chalet de Arturo Soria, y nuestra camaradería aumentó. Pero aunque las noches estaban tan hermosas, siempre que salíamos mirábamos la hora, y como si Anita se hubiese puesto de acuerdo conmigo, regresábamos pronto a casa. La luz de ella permanecía encendida. Yo apagaba la mía en seguida por mi necesidad de pensar así, a oscuras, en Zoila. Don Carolo y Soli andaban mustios y Kikú estorbaba en la casa. A veces la encontrábamos en alguno de los pasillos —que eran lugares frescos— tumbada en el suelo durmiendo. Don Carolo suspiraba de aprensión al pensar que tendría que llevársela de viaje.

Por fin, una noche pude ir a visitar a Zoila. Fue una visita amarga porque me anunció que muy pronto Carlos llegaría a Madrid y pasaría unos días en la ciudad. Y yo comprendí que lo nuestro acabaría entonces para siempre. Esa emoción hizo que la noche terminase desastrosamente, como de costumbre: volví a casa de madrugada y con una sensación de asco de mí mismo y de mi bestialidad, que casi no podía soportarme.

El piso estaba a oscuras. Sólo entraba la luz de la noche por los balcones abiertos. El balcón de mi cuarto estaba abierto también y no pensaba encender la luz, pero tuve como un vago aviso de que algo extraño pasaba allí y me detuve. Escuché una risita mientras buscaba el conmutador. La luz me ofreció el espectáculo de Kikú vestida con el traje con que la había dotado la Madre Naturaleza al nacer, echada en mi cama y mirándome risueña mientras se estiraba. Tuve una reacción mecánica: dije «Buenas noches». Después cerré la puerta furioso y huí pasillo adelante a meterme en una habitación que llamábamos «el cuarto de Carlos», por más que Carlos no lo había utilizado nunca. Cerré la puerta con pestillo, abrí el balcón y desdoblé el colchón, que desprendió un fuerte olor a naftalina. Me tiré sobre aquel colchón como si me tirase a un pozo, y confieso que estuve llorando de rabia antes de dormirme.

A la mañana siguiente reaccioné con energía. Planteé a don Carolo la cuestión de mademoiselle Brigitte y de su marcha, y me encargué de todo. Saqué nada menos que una cama individual a mademoiselle —la pagué por la urgencia en reventa no autorizada y me costó casi el doble de lo que debía ser—. Preparó un cartel que colgué al cuello de aquella señorita en donde avisaba su lugar de destino y, por si acaso, la dirección de la finca de la marquesa. La llevé a su hora a la estación y la recomendé al encargado del coche cama.

Cuando llegué triunfante y exhausto aquella noche a casa, Anita me tenía preparada una sorpresa: se había molestado en preparar la mesa del comedor con la mejor mantelería y cubiertos, con un precioso centro de flores frescas sobre el cacharro plano de plata y cristal de las grandes ocasiones, y dos candelabros con velas de cera: se había vestido con mucho esmero y a Soli la tenía preparada con sus mejores galas veraniegas. Me llevaron al comedor cuando ya las velas estaban encendidas. Al ver que sólo estábamos allí los cuatro, pensé que a lo mejor se celebraba el cumpleaños de don Carolo, que era quien tenía el aire de estar más contento.

—No, no. Todo es en honor tuyo, figliolo… Obedece a los caprichos de nuestra locuela particular.

Obedecí y me arrodillé según quería Anita, delante de ella, que con un abanico me dio un golpecito en la cabeza al mismo tiempo que Soli me echaba una toalla por los hombros como si fuese una capa, y me proclamó «Comendador de la gran Orden de grandes despedidores de servicio doméstico». Don Carolo me estrechó la mano y confesó que, aparte de la brillantez de aquella ceremonia que se me había ofrecido, necesitaba darme las gracias particularmente.

Unos días después apareció Carlos. Fue a la hora de la comida de mediodía, antes de sentarnos a la mesa. Yo abrí la puerta y mi aturdimiento era tan grande aquellos días que no reconocí al pronto en la sombra del vestíbulo aquella alta figura, aquella sonrisa. Carlos hablaba con un marcado acento mexicano que yo no recordaba en él.

Fue una visita muy alegre. Nadie se había enterado de la llegada de Alexis a Madrid. Iba a estar pocos días, papá no tenía por qué retrasar su viaje a Galicia… Aparte de aquella visita lo más probable era que se viese mucho con la familia aquel año, porque Rilcki tenía el proyecto de trabajar en París aquel invierno. Estaría la familia al alcance de la mano. ¿No era una suerte? Rilcki también estaba en Madrid, pero no vivía con Carlos y Zoila. Ya sabían todos cómo se las arreglaba Rilcki: le habían prestado un chalet fuera de Madrid para sus días de estancia, claro que no estaba solo, siempre viajaba Rilcki con tres o cuatro personas como sabía muy bien Anita. Nos veríamos todos. ¿Y la selva? Ah, pues la selva…

Viví sinceramente la alegría familiar en aquella visita de Carlos. Sinceramente. Mientras lo tuve delante no pude asociarlo en absoluto a Zoila. Carlos era nuestro hermano. Y había vuelto. Hasta comenté con Anita, con la misma preocupación que ella, que le habíamos encontrado excesivamente delgado y, bajo la piel tostada, pálido. Pero estaba de buen humor y contentísimo de no ser Alexis aquellos días. La vanidad no lo había estropeado.

Del encuentro con Carlos, de mi disociación de emociones aquellos días, tengo ideas claras en la película principal de mis recuerdos, así que no debo insistir. Sólo ahora una imagen perdida y recobrada: la expresión de Carlos al mirar a Anita de frente teniendo sus manos en los hombros de ella.

—¡Qué barbaridad! —le dijo—. Estás guapísima. Tienes cara de enamorada. ¿Sucedió el milagro? ¿Te enamoraste?

Y entonces ocurrió algo extraordinario: Anita se ruborizó tan visiblemente que, toda confusa por aquel rubor, se apartó de su hermano y corrió fuera de la habitación pretextando que iba a ver algo en la cocina.