Estos recuerdos, estas imágenes olvidadas me llegan ahora en gran desorden. Confundo la cronología si no hago un esfuerzo. En junio se estrenó la sala de fiestas donde debutó Zoila. Una instantánea del recuerdo olvidado viene a ayudarme y me hace comprobar que doña Froilana aún estaba con nosotros. Todos íbamos de gran gala para la cena y salíamos ya de casa. El flash me hace ver a Soli en un rincón del recibidor. Pepa, sin cofia y desgreñada, está sujetando a la niña, que patalea, grita histéricamente y tiende los brazos a doña Froilana. Veo las sombras de don Carolo y del doctor Tarro, que han huido de esos gritos corriendo vergonzosamente hacia la escalera. Yo sujeto con firmeza por un brazo a Frufrú, que es un amasijo de chales y plumas y lentejuelas y que si me descuido retrocede desde la puerta para abrazar a «su pequeña». Anita está a mi lado con su ligero ceño, sus ojos brillantes, su media sonrisa ante la huida del doctor y de su padre, y muy bonita y elegante con ese traje blanco que descubre sus delicados hombros y que el doctor, chispeándole los ojos, acaba de criticar en broma diciendo a Anita que se ha disfrazado de jeune fille, cosa que no le va a su inteligencia ni a su carácter.
Soli se ha vuelto maleducada, exigente. Chilla con una especie de maullido de gato en cuanto se la contraría lo más mínimo. Doña Froilana se deja martirizar por ella y cada noche dice que la niña tiene razón: su Frufrú le había prometido llevarla a la fiesta. Su Frufrú no puede comprender qué tiene de malo un espectáculo nocturno al que una niña puede ir acompañada de toda la familia.
Estas estampas de Soli, mimosa e insufrible, sólo están en mis recuerdos olvidados. En la película de mi vida, tal como yo me la he comentado y dirigido, nunca vi así a la niña. Debió de ser una temporada muy corta aquella en que Soli tuvo esos comportamientos.
De la fiesta recuerdo los salones del restaurante —no se pudo inaugurar el local en los jardines, como se había pensado, porque el tiempo era demasiado fresco e inestable—. Recuerdo que reunimos varias mesas entre la familia y los conocidos. Recuerdo la cara ordinaria (con una nariz llena de cráteres como la superficie de la luna) de aquel tipo, el dueño o administrador o director o lo que fuese de la sala de fiestas, el señor Valina, que estuvo a saludarnos en compañía de su mujer, que nos prometió una gran sorpresa para después y que nos dejó a su esposa como una especie de prenda o rehén para asegurar aquella sorpresa. A la señora Valina me la colocaron a mi lado. Y tuve que atenderla. Por eso de estar a mi lado y también porque Zoila me había pedido que me portase amablemente con los Valina. Recuerdo a Zoila con el traje rojo que lucía al principio y al final de la fiesta, cuando cantó algunas canciones acompañada de sus guitarristas y con el traje verde, ceñido y brillante, que la hacía parecer una sirena cuando cantaba junto al micrófono al mismo tiempo que animaba nuestros bailes con el ritmo de su cuerpo. Tuvo mucho éxito Zoila. La fascinación que ejercía sobre mí no era exclusiva, como casi llegué a creer algunos momentos en que ella, desde el estrado, parecía buscarme con la mirada.
Recuerdo que la señora Valina me soltó, entre risas, maledicencias atroces aquella noche. Era su costumbre, su manera de hablar, y como esas atrocidades se referían a personas para mí desconocidas, mis pensamientos vagaban a otros lugares mientras estrechaba su cuerpo regordete en el baile y le sonreía de cuando en cuando. Hasta que su aguijón, traspasando mi coraza, llegó a herirme en un punto sensible, no la escuché.
A los Valina tuve el poco gusto de conocerlos algunos días antes de la fiesta y dos o tres más tarde de la reunión familiar organizada por don Carolo. Zoila me llamó una mañana pidiéndome que si no tenía mucho que hacer fuese a buscarla hacia las doce a su apartamento para acompañarla al ensayo en la sala próxima a inaugurarse. Debió de notar alguna vacilación en mí (yo esperaba que Anita, que era la última en levantarse en aquella casa, acudiese a la mesa del desayuno para poder combinar con ella un paseo en que pudiésemos hablar tranquilamente) y creo que Zoila interpretó a su manera aquel instante de silencio. «Estoy con una amiga, Martín, yo nunca estoy sola, mi hijito; ven a buscarnos a las dos con un taxi si haces el favor».
Apenas pude fijarme en el apartamento de Zoila, apenas en la amplitud de la sala, una de cuyas paredes estaba sustituida por la gran cristalera que daba a la terraza, desde donde se veía una panorámica magnífica; no pude fijarme más que en la señora Valina, que en cuanto me vio volcó sobre mí sus ingeniosidades, sus risas y sus guiños. Habló sin parar durante el viaje en taxi y su compañía la gocé toda la mañana mientras Zoila ensayaba o hablaba con los componentes de la orquesta, los guitarristas y los electricistas, junto al señor Valina, que ya estaba esperándonos cuando llegamos a la Cuesta de las Perdices. De mi observación de la señora Valina saqué la poco interesante conclusión de que era muy vulgar; de que su peinado, su reloj de pulsera, de oro y adornado de pequeños brillantes; sus ojos, grandes y con las pestañas oscurecidas por el rímel, su voz chillona, sus críticas de todo el mundo y su vitalidad ya las había sufrido yo mil veces en otras tantas señoras regordetas que pululaban por todas partes. Era una conclusión caprichosa y falseada por mi aburrimiento, desde luego. Creo que Zoila quiso hacerme notar aquella mañana que su vida en Madrid estaba totalmente controlada por la protección evidente de los Valina. Los maldicientes Valina —el hombre también lo era— protegían a Zoila de la maledicencia de los demás. Díaz, el gran amigo de Carlos, les había encargado mucho que cuidasen de Zoila y de su prestigio, que como artista de categoría y mujer de Alexis debía mantener libre de habladurías. Y Zoila parecía complacida. Se dejaba controlar la vida minuto a minuto. Salía mucho con los Valina y cuando lo hacía con otras personas, los Valina sabían adonde iba y con quién. A mí me presentó Zoila como pariente de Alexis. («¿Eres sobrino de don Carolo o de la madre de Alexis, Martín?»). Por fortuna siguió hablando sin esperar mi respuesta, cosa que agradecí, y la señora Valina intentó averiguar directamente mi vida y milagros, mis relaciones y mis gustos por un sistema que no tuvo éxito conmigo. Consistía en alabar algo y denigrar en seguida otra cosa por una caprichosa comparación. Después me preguntaba: «¿No te parece? Zoila es finísima. No es como la Josephine esa que se finge francesa y nació en Vallecas en el año del cataplum, una bestia, y además, hijo mío, invertida. Sí, hijito, para que algunos se entusiasmen. ¿No te parece, que hay hombres imbéciles? ¿Tú eres de Alicante? Me encanta. Es una ciudad finísima aunque la perjudicó el tren botijo, pero es una ciudad fina, eso es lo que yo digo, no como Valencia, que es de una ordinariez que no hay quien pare y quitando las fallas no tiene nada, ¿no te parece?». Con estos «¿no te parece?» después de comparaciones entre futbolistas, hombres de la política, naciones: Francia y España, España y Portugal, Inglaterra y Alemania, etc., yo no contestaba más que con una sonrisa que ya me dolía en la cara. Las pesquisas de la Valina conmigo le dieron poco resultado. Con Zoila sólo tuve un minuto de soledad en los jardines —mientras la Valina nos observaba a lo lejos, porque esperaba a su marido—, cuando ya nos íbamos a almorzar juntos en un restaurante cercano.
«Como verás puedes estar tranquilo por tu amigo Carlos, Martín, estoy más guardada que una monja».
Murmuré tontamente sobresaltado que yo no sentía ningún temor por Carlos, que jamás había pensado que Zoila hiciese una vida poco respetable, que… Vi que Zoila se reía con los ojos. Y que hablaba con guasa lánguida y maliciosa. «¿Me juras que no crees que he tratado de seducirte?». Sentí un desagradable calor en el cuello y en las orejas. Ella dejó el tono de broma entonces.
—Aunque quisiera no podría como ves; los Valina no dejan que se me vea sola con ningún hombre. Pero no quiero… Estoy enamoradísima de Alexis, Martín.
Sólo eso. Yo no pude replicarle —los Valina se acercaban ya, jadeantes— que jamás se me había ocurrido tal idea sobre mi seducción. Quizá fue mejor que no pudiera replicarle nada. No volví a verla hasta la noche de la fiesta, pero pensé mucho en sus palabras. ¿No sería ella la que tenía miedo de mí y no yo de ella?
Ahora, con la Valina entre mis brazos, escucho algo sobre la gran personalidad de Díaz, a los que los Valina casi veneran. Nada me importa que ese Díaz, para mí desconocido, sea un hombre celosísimo, pero sonrío asintiendo. De pronto me importa que Díaz esté celosísimo de Zoila. ¿Ha dicho Díaz o Carlos? La Valina se ríe. Me mira de manera que temo levante la mano para pellizcarme la mejilla.
—Hijo, parece que caes de un guindo. No es un secreto que la boda esa con Alexis ha sido una tapadera de conveniencia para todos. En fin, yo no he dicho nada, no te vayas a chivar al suegro si no lo sabe, ¿eh?
La Valina me causó repulsión. Recordé los ojos claros de Zoila mirando hacia aquel horizonte de lomas de tierra árida que rodeaban el gran jardín. Miraba la lejana masa de yeso y cristales de la ciudad que aparecía al fondo como un grabado con perfiles en blanco y negro. Sobre Madrid recuerdo en aquel momento unas quietas y bien trazadas nubes que parecían dibujadas y difuminadas en gris. Los ojos de Zoila parecían perseguir un sueño en el paisaje cuando me dijo: «Estoy enamoradísima de Alexis».
Todos esos momentos de emociones desagradables o turbadoras han estado arrinconados hasta hoy en el cajón del olvido junto a las escenas mañaneras en el comedor de los Corsi, cuando Froilana discutía invariablemente con don Carolo —frente a frente y cada uno con la taza de té de sus desayunos sobre la mesa ovalada— lo muy conveniente o inconveniente que era para ella casarse con monsieur Dupont bajo el régimen de separación de bienes. Según Frufrú, eso probaba el absoluto desinterés de monsieur Dupont; el mismo día de la boda sus cónyuges harían testamento, y en el caso de que monsieur Dupont muriese antes que Froilana, le dejaría todos sus bienes sin restricción alguna; Froilana haría un testamento exactamente igual a favor de monsieur Dupont. Podían hacerlo, ya que ninguno tenía herederos directos.
—Y eso buen monsieur Dupont no va por mi dinero como pretendes, Corsi. Ha tenido la desgracia de enviudar dos veces antes de conocerme y, aparte de los ahorros cuantiosos que ha hecho como fruto de su trabajo, sus dos esposas eran ricas y le dejaron todo, así que lo mío es algo sin importancia. Él desea el calor del hogar y además me ama, Corsi; aunque te parezca imposible, me ama. ¿Puedes negar el hecho de que tres veces por semana recibo carta? ¿Puedes negar que esas cartas son cada vez más apremiantes y en ellas únicamente me habla de su soledad y la dulce alegría que tendremos al habitar juntos mi casita de Fontenay? Ni siquiera quiere privarme de mi casa. Su piso de París lo dejaremos para la notaría nada más.
—Vecchia pazza! Tu casa es espléndida y claro que será algo estupendo para el viejo avaro ese habitarla. Pero lo que yo temo es algo peor. A ver si me escuchas: dos esposas ricas, viejas y muertas, son muchas esposas ricas, viejas y muertas. Tú puedes ser la tercera. ¿No te acuerdas de Landrú? ¿No te da miedo por lo menos?
—¿Es que te atreves a llamarme vieja? Tú precisamente que…
Nada les importaba a don Carolo y Frufrú discutir delante de mí y delante de Soli, ya que Anita no solía asistir a sus desayunos. Era notable verlos tan agitados. Yo, casi siempre, salía de puntillas sin que se diesen cuenta. Soli se quedaba a escuchar con la boca abierta. Un día me dijo:
—Martín, Frufrú llora mucho porque don Carolo no la quiere y es malo con ella.
Soli llamaba Frufrú a doña Froilana. Anita me había contado que la familia había dejado de darle el apreciativo porque llegó un momento en que oírse llamar Frufrú le fastidiaba a la buena señora y lo prohibió. Frufrú se le antojó una expresión poco respetable sin que nadie supiese por qué. Doña Froilana estimaba mucho la respetabilidad desde que tenía su propia casa. Sin embargo, a la niña la había enseñado ella a llamarla así. Y yo, a veces, también la llamaba Frufrú sin darme cuenta, pero sin que ella lo tomase a mal.
La música de fondo que teníamos en casa con aquellas pasiones de las personas mayores no era sombría. Nunca pude tomar en serio aquellas discusiones en que se oían los nombres de Landrú y de la vieja marquesa del alma de don Carolo, a quien Frufrú no había visto nunca —yo tampoco—, pero que aborrecía tan sin razón. La marquesa y don Carolo se veían en lugares pecaminosos: el club de bridge y el club Puerta de Hierro, donde algunas mañanas tomaban juntos el sol. Era una música de fondo que parecía saltarina, alocada y humorística. Yo no comprendía pasiones más que entre la gente de mi generación. Aquellos vejestorios eran marionetas.
Mis propios asuntos me absorbían.
—Y tú, muchacho —me había dicho el señor Valina el día en que almorzamos juntos en un restaurante de la Cuesta de las Perdices—, ¿vives sólo de renta como dice Zoila, o te ocupas en algo más?
Acostumbrado a la libertad individual de que se gozaba en el ambiente familiar, la pregunta en sí me resultó impertinente y, hecha con el tono grosero de Valina, casi ofensiva. Pero la expresión alerta de los ojos de Zoila y aquel indefinido temor a los Valina que yo había creído captar en sus palabras y actitudes, me contuvieron de labios adentro aquel «Perdone, señor Valina, eso a usted no le importa» y dije vagamente que me ocupaba en un asunto de subastas de arte, pero que no me gustaba hablar de trabajo a las horas de comer.
No es que me ocupase precisamente, pero de algo me iba enterando respecto al asunto de las subastas en encuentros y conversaciones con Asís Alvarado. Como algo posible para después del verano, se trató de una colaboración mía, quizás una participación en el negocio cuando yo recibiese a principios del año siguiente la parte más importante de la liquidación de mi herencia. En cuanto a mi trabajo como experto bajo la supervisión y autoridad de Jiménez Din, también prometí algo a Asís. Más adelante. Después del verano. En aquel momento me resultaba imposible.
—Me parece que andas demasiado preocupado con tu prima. Estás enamorado. Te envidio.
—¿Enamorado de Anita? ¡Qué disparate! Hablas en broma, ¿no?
Asís me miró con curiosidad y simpatía burlona.
—Pues tienes todos los síntomas. Resplandeces cuando está ella en el grupo. Te quedas serio y ensimismado cuando no está. Miras el reloj continuamente cuando tiene que llegar y se retrasa. Crees verla por la calle en las mujeres más raras y menos parecidas con tal de que lleven el cabello recogido, como ella, sobre la cabeza. Sí, ayer mismo, cuando bajábamos por Goya, me dijiste: «Pero ¿qué hace Anita hablando con este tipo allí, en la esquina?». Yo no vi a Anita por ninguna parte. Al fin comprendí, cuando tú mismo te reíste, que te referías a una señora mayor que estaba de espaldas y que, por fortuna para Anita, no tenía el menor parecido con ella.
—Chico, no te creía tan observador… Todo eso que dices no es más que el resultado de mi distracción; es una especie de enfermedad ese despiste mío. Pero no estoy enamorado de Anita. En realidad, yo no he estado enamorado en mi vida.
—Yo sí —dijo Asís—, por eso conozco los síntomas.
Esa contestación me asombró tanto como sus observaciones. Era curioso: ninguno de mis amigos me había confesado nunca que estaba enamorado. Alguno decía «tengo una novia que me tiene bastante chiflado» o cosas de ésas; pero la palabra amor no era de nuestro uso corriente. Y Asís hablaba en serio. Sin ningún énfasis ni afectación. En aquel momento creo que empecé a tomarle afecto.
—Pero conmigo te equivocas. Mira, para decirte la verdad, aun sin estar enamorado hay una mujer en quien pienso. Esa mujer no es Anita. ¿Es que acaso has estado enamorado de Anita tú?
Negó con la cabeza y no insistió en lo mío.
En mis recuerdos del mes de junio tengo idea de que estuve muy ocupado. Fue un mes en que hasta que el repentino y fortísimo calor empezó a agobiarnos, me veo siempre fuera de casa, saliendo, entrando, hablando con personas diversas… Y huyendo de mis introversiones; ésa es la verdad. Entre mis ocupaciones tuve la de encontrar un coche de segunda mano, ya que era tan difícil y tan largo ponerse en la fila de los solicitantes y esperar hasta que Dios quisiera concederle a uno el turno, que, según decían, no llegaba nunca sin una poderosa recomendación. Entre mis nuevos conocidos encontré quien me proporcionó conocimiento con personas que querían deshacerse de coches usados o que les acababan de entregar, porque se negociaba con aquello de las influencias para conseguir el coche. Si hubiera querido, habría podido comprar una licencia y así tener la máxima garantía de que el automóvil que me entregasen era absolutamente nuevo. Pero se me había antojado tener un coche inmediatamente. No quería esperar. Me ofrecieron un Citroen Stromberg a buen precio, según mis informadores, pero tenía muchos kilómetros. Estuve dos días dudando entre dos coches: un Ford Prefect fabricado en Inglaterra y otro coche inglés, un Standar, pero a pesar de que me los ofrecían personas muy simpáticas y que cuando yo lo comentaba en casa don Carolo se manifestaba a favor de cualquier manufactura inglesa, porque los ingleses le parecían admirables como pueblo y ejemplo de seriedad comercial, a mí aquellos autos de pocos caballos me parecieron malos. Aquella emoción, aquella prisa por adquirir el coche me aliviaba de una nueva y enloqueciente llamada a mi conciencia que me tenía perturbado. Hablaba mucho de coches y de motores con los Corsi —sobre todo con don Carolo, que no era entendido en absoluto— y alguna vez con Tarro —que sí era entendido— cuando aparecía a tomar café. Por consejo del doctor estuve a punto de adquirir un Renault. Pero se me presentó la ocasión de un Citroen 11 completamente nuevo, por el que pagué una buena prima, con una alegría y un orgullo que no había sentido jamás por la posesión de ningún otro bien terrenal.
Anita se reía oyéndome hablar siempre de caballos: ocho, 9,12,11 caballos.
Recuerdo esta risa, esta imagen olvidada de Anita en plena naturaleza entre las montañas: su cara feliz, y despeinada. Los cabellos mojados, mal sujetos con una cinta ancha, su traje de baño blanco, sus pies frioleros cuando rozaban la superficie de la laguna. Estábamos hablando de cosas de ésas.
—Es raro, Martín. Me parece que tú eres la única persona que como yo, cuando no tenías nada, no envidiabas nada y sin embargo cuando llega el momento te entusiasmas. Porque… ¿verdad que tú has pasado hasta hambre? ¿Verdad que me has contado que a veces dudabas en la boca de un metro si comprar a las estraperlistas un pan o un poco de tabaco ordinario para tu pipa, porque para las dos cosas no tenías bastante y casi siempre te decidías por el pan? ¿No se te ocurría entonces envidiar a la gente que tenía automóvil ni deseabas ganar mucho dinero de cualquier manera que fuese para tenerlo? Tú sabías conducir y tenías carnet desde que hiciste el servicio militar. ¿No deseabas locamente un automóvil?
—No.
Me eché de espaldas a mirar las nubes, ligeras en el esplendor del cielo, las nubes que había visto un momento antes reflejadas en el agua. La hierba se aplastaba bajo mi cuerpo. Vi la cara de Anita inclinada sobre la mía un instante; la veo ahora como la imagen misma de mi juventud.
—Tú me has enseñado a disfrutar de la vida, Anita. Sí. Creo que has sido tú. Yo también disfrutaba a mi manera de ciertas cosas, pero tenía un mundo como cerrado, ¿comprendes? Un mundo mío, pero me doy cuenta de que era terrible, de que me apresaba.
—Ya sé: Toledo.
—Sí, Toledo y otras muchas cosas. Vivía más que nadie y al mismo tiempo no sabía vivir. Sin darme cuenta, yo era un fanático. Toda la vida la miraba, la recortaba, la sacrificaba en función de lo que yo creía lo único importante: mi arte, lo que aún no era pero que iba a ser mi arte. Ahora lo veo así.
Me senté otra vez junto a mi amiga. Aquel aire espeso y el sol fuerte cayendo sobre el mundo, incendiando la laguna entre el cerro de montañas azules, me emborrachaban.
—Mira, cuando iba con aquella camioneta, cuando estuve empleado de chófer para esas expediciones nocturnas de que te he hablado y llegábamos al barrio de chabolas que se estaba levantando en los terrenos de mi jefe, el señor Joaquín, yo disfrutaba, pero a mi manera. Mira: estaba allí el frío o la suavidad de la noche: las hogueras encendidas para tener luz y calor, los carros de la pobre gente que iba llegando a la ciudad con todos sus enseres, bien guardado el puñado de monedas recién adquiridas con la venta de una casita o de un huertecillo que no les daba para comer en el pueblo… No creas que me daba compasión aquella gente. Me gustaban demasiado para sentir compasión. Me sentía como ellos. Disfrutaba de su aventura. Me parecía bien su energía. Eran como esos pioneros de las películas del Oeste americano: las abuelas, los abuelos, los niños, los colchones, el pájaro en la jaula… Todas esas cosas las tengo dentro de mí, pero es que las guardaba como aliento para mi arte. He dibujado esas cosas, he soñado con pintarlas transformándolas. Eran riquezas mías… He visto en aquellos sitios muchas peleas. He oído el lenguaje más soez, las palabras más bestiales y he visto la mayor solidaridad y hasta abnegación de seres humanos para otros seres humanos. Una vez dio a luz una mujer de las recién llegadas. La metieron en la chabola de otras gentes mientras se terminaba de armar la suya. Era emocionante para mí. Llevé la lámpara de petróleo que guardábamos en la camioneta y estuve sosteniéndola en alto en el momento preciso en que salió el chiquillo. Fue hermoso allí, en aquel lugar tan mísero, sobre un colchón en el suelo. Me parecía más hermoso haberlo visto allí que en cualquier otra parte. El niño se quedó quieto un instante, y de pronto fue como verle llegar la vida cuando empezó a berrear… Anita, todo aquello yo lo vivía, mas para utilizarlo como material y construir algo con ello. No era humano. Yo no me daba cuenta, pero no era humano. Creía que todo me interesaba, pero no me interesaba más que lo que me parecía que iba a servirme en lo mío. Un día me cansé de aquel trabajo. Creo que fue cuando por palabras del señor Joaquín empecé a comprender que allí había un gran negocio. El señor Joaquín, como dueño de los terrenos (aunque estaba prohibido construir chabolas), garantizaba la estabilidad de aquellas viviendas que, al menos, el dueño de la tierra no iba a denunciar. Para más garantía se hacía pagar un mínimo alquiler después de haber cobrado los materiales de construcción. «Y más adelante —me dijo un día—, si dan facilidades y ventajas para construir viviendas baratas para los dueños de las chabolas, el dueño de las chabolas soy yo, y quien voy a tener las ventajas soy yo». Anita, no es que yo juzgue al señor Joaquín. Yo creo que me avergoncé al oír cómo iba a aprovechar en su favor todo aquello porque yo mismo, a mi manera, ¿no estaba haciendo un acaparamiento de material pictórico en luces y sombras, y caras iluminadas por el fuego y manos que colocaban piedras sobre piedras y ponían los tejados de uralita? Sólo me interesaba mi propio negocio, no podía pensar siquiera en la injusticia o bondad de aquello. Yo me escapaba.
Anita me escuchó con atención, pero tuvo que levantarse y correr hacia Soli, que jugaba en un lugar peligroso. La vi ir saltando, descalza sobre las piedras y volver con la niña, que quedó a nuestro lado extendiendo a su capricho unos guijarros que había ido a buscar.
—Martín, yo quería decirte otra cosa. El doctor Tarro me ha contado la fuerza de su odio cuando era un chico pobre, cuando hasta estudiar una carrera tenía que deberlo a la generosidad de unos parientes lejanos. Un odio constructivo, un deseo loco por tener los que otros tenían y él quería disfrutar, que le llevaba a ser capaz de cualquier cosa.
—Envidia y odio, no. También me he escapado de eso. Y no hay odio constructivo.
—Pues sí que hay odio constructivo, Martín. Pero yo no lo tengo en la forma de envidia al menos. Tú tampoco. Claro que yo he tenido siempre lo necesario y hasta mucho más de lo necesario; muchas cosas. Pero no eran mías, me las daban. Las disfrutaba, y ya está. Las dejé siempre sin pena. No tengo el sentido de la propiedad y eso le asombra al doctor Tarro, dice que es malo. Mira… Cuando hice un viaje a Venezuela y conocí a esos hermanos que tengo del primer matrimonio de mi padre y que son riquísimos, no se me ocurrió nunca pensar que yo, que no era rica, tuviera que serlo. Mis cuñadas, que se portaron conmigo fantásticamente, de verdad, no me causaban envidia. Me regalaron trajes, quisieron casarme con un millonario… Me divertí como una loca, pero no sentía ganas de casarme ni la menor comezón por ser dueña yo también de una fortuna. Y cuando me casé con Italo, conocí una gran despreocupación; podía comprarme los vestidos que se me antojase. Italo me regaló joyas. Vimos juntos cosas muy interesantes, de verdad, algún día te contaré lo que fue la película que Italo logró hacer, con permiso de la Unión Soviética, en las ruinas de Varsovia… Y luego íbamos a los mejores hoteles en Londres; en París tuvimos aquella villa en Neuilly no demasiado fastuosa, la verdad, pero donde teníamos cosas inasequibles a mucha gente: tres criados, por ejemplo, y un mayordomo fantástico incluso, que es algo que me parecía divertido tener. Teníamos comida para dar cenas en la época en que aún era todo difícil después de la guerra. Un día abrí la ventana de mi cuarto, que estaba en el piso bajo, en la parte de detrás del chalet, y salté por aquella ventana. No quise cruzar toda la casa. Italo y Carlos y sus amigos hablaban en la biblioteca. Me puse un abrigo sobre el traje que llevaba en aquel momento y salí con el dinero justo para tomar el metro y luego el autobús para Fontenay. Me había cansado yo también, como tú. Sentí una alegría de liberación absoluta. El aire tenía color de tabaco con tantas hojas secas. Sí, era en otoño. Era magnífico, hermosísimo. Estaba cayendo la tarde cuando llegué al pueblo. Llamé a casa de Froilana y así volví a casa, porque preferí de pronto mi familia, mi casa, mi manera de vivir y de ser. Carlos ya no era el mismo.
Soli, que se había acercado mucho a nosotros, intervino en la conversación diciendo que ella, cuando fuese mayor, tendría muchas joyas y no las dejaría tiradas. La acariciamos sin hacerle caso. Yo dije:
—Pero, Anita, eso es diferente. Tu casa era la otra. La de tu marido.
—No quiero discutir eso ahora. Lo que te cuento es para explicarte lo que a Tarro se le hace difícil concebir, porque él siempre ha deseado todo y no le gusta soltar lo que tiene ganado, según dice. Y a mí me parece hasta admirable lo de Tarro, pero yo no soy así. No eché de menos ni siquiera el calor, porque nosotros éramos privilegiados en aquella posguerra de París y teníamos con qué encender la calefacción y quien nos la encendiera y mantuviera… En casa de Frufrú, entonces, todo estaba manga por hombro. Nos costaba trabajo encontrar leña para la estufa de la cocina, una cocina como de campo que daba al huerto. Durante cerca de dos años me vestí con las ropas que más tarde me trajo Carlos de parte de Italo. Las joyas no me las envió, naturalmente, porque eran parte de sus inversiones… Ni se me ocurrió que podía pedir algunas como me suplicaba papá cuando volvió de América y se enteró de todo, porque no le íbamos a escribir mi escapada, ¿verdad? No echaba de menos el coche, ni las cenas, ni las invitaciones. Nada. Sabía que había disfrutado mucho de aquello, pero no envidiaba a quienes lo seguían disfrutando. Me divertí muchísimo con los estudios, con la escasez, con los madrugones para llegar a clase, con la amistad de una chica que fue a vivir con nosotros y que estaba trabajando para convalidar su bachillerato en Francia. Ella y su novio, sus amigos, que eran polacos exiliados y el trabajo. ¿Ves? Somos así. Ni siquiera envidiaba yo a los que a mi edad ya tenían su carrera hecha o la estaban terminando.
Descubro que aún Anita y yo teníamos mucha intimidad, que nos encontrábamos muy bien juntos. Descubro esto en el recuerdo de ese momento entre las montañas, junto a la laguna de Peñalara, en una soledad prodigiosa que hoy no encuentro en ningún lugar. Hoy que la mayoría de la gente tiene coche para acercarse a todas partes.
¿Fue a últimos de junio o primeros de julio? Sé que escapé con Anita y con Soli del calor agobiante. Dejamos el coche en la carretera para hacer la excursión a la laguna de Peñalara. La niña se portó bastante bien en la marcha. La excursión no es fatigosa, más para la niña quizá lo fuera, aunque nosotros no nos dábamos cuenta. Desde la partida de tía Froilana a París, no le hacía nadie caso, de manera que volvía a ser la Soli de siempre, y no se quejaba nunca. Ella y Anita dieron gritos de entusiasmo al mismo tiempo, cuando descubrimos los veneros del hielo entre las rocas. Anita y yo nos bañamos en la laguna, en puro hielo líquido. Al salir estábamos rojos como cangrejos cocidos. Llevábamos comida y allí comimos antes de emprender el regreso en automóvil. Volvimos en dirección a Segovia, donde pasamos aquella noche y otras dos más. Dormíamos en Segovia y hacíamos excursiones por el día. La primera fue para ir al monasterio, donde ya sabía yo que estaba mi amigo Perucho de novicio o de aspirante. El monasterio quedaba lejos del pueblo, en un paisaje espléndido. El edificio, enorme y en parte ruinoso, estaba en reconstrucción; los monjes sólo ocupaban una parte.
Yo sabía que Anita no podría entrar en el convento, y el primer día esperó mi regreso sin acercarse siquiera. Yo volví muy pronto porque sólo me dieron hora para dos días más tarde. De la visita a Perucho recuerdo sobre todo mi tremenda emoción. Antes de ver a mi amigo (que junto con un monje me acompañó a visitar el huerto y las obras que se estaban haciendo) sabía yo que no iba a poder hablarle de nada de lo que me preocupaba y que en cierta manera me había hecho desear aquella visita. Pero imaginé una imposibilidad mía de confidencia en un asunto como el de mis remordimientos por lo de Beatriz y otro que se me antojaba infinitamente más grave, que borraba con su importancia cualquier otro desastre de mi vida. Lo que no imaginé fue aquella lejanía de Perucho hacia mí, a pesar de toda su amabilidad; aquellos ojos casi siempre mirando al suelo detrás de las gafas… El monje viejo era más natural y muy parlanchín. Llamaron a un mandadero seglar para que me acompañase a ver la parte de la iglesia y los recuerdos de la sacristía, que se abrían al público, y así se despidieron de mí. El mandadero estaba escandalizado con Anita y con Soli.
—¿Viene con usted esa extranjerota sin medias y esa niña?
El hombre, según me dijo, no se había fijado en que Anita no llevaba medias: «que si no, no pasa a ver la iglesia»; pero le pareció muy desenvuelta. Le dio las gracias por haberla obligado a ponerse la chaqueta de punto sobre su traje sin mangas «porque la iglesia era heladora». El mandadero le contestó que el frío era lo de menos, que para frío el que pasaban los monjes en invierno en los rezos nocturnos. A la extranjera le interesó aquello y preguntó mucho lo que eran maitines y laudes; y no sólo nombres de rezos sino otros aspectos de la vida monástica. Pero al llegar a la sacristía se desmandó. Se vio en seguida que era una hereje. Porque al explicarle los cuadros que representaban milagros y levitaciones del santo patrono, empezó a reírse y la chiquilla empezó a reír también. El mandadero de los frailes la echó. Dijo que si no se marchaba inmediatamente la echaba a escobazos. Y todavía se resistió la tal extranjera diciendo que había pagado su boleto para verlo todo. Así que agarró el mandadero una escoba en la sacristía y salió corriendo tras ellas hasta que la vio a campo traviesa con la niña de la mano.
Me enfadé con Anita, le dije que aunque ni ella ni yo pudiéramos comprender la fe de aquellos hombres encerrados, casi enterrados en vida de penitencia y oración, había que tener respeto.
—Pero ¿qué dices? ¿Tú no puedes comprender esa fe? Yo sí. Pero esos milagros me dan risa. Y esas tentaciones de los santos siempre sobre el asunto sexual me dan risa también tal como las representan. ¿Qué quieres que le haga? Un hombre con tentaciones de esa clase debe quitárselas de manera natural y no intentar ser monje, ¿no? Yo creo que hoy día los hombres no son tan tentados, de todas maneras. Ni siquiera los monjes. No te imagino a ti revoleándote en una zarza para evitar pensamientos sobre mujeres; y tú eres medio santo…
Anita hablaba en su tono de broma. Pero yo recuerdo mi vergüenza al oírla mientras íbamos en el coche entre pinares hacia Segovia. ¿Podría olvidar alguna vez a Zoila?
Mi visita a Zoila, ocho o diez días después de la inauguración de la sala de fiestas, no pertenece a los recuerdos olvidados y la angustia que siguió a ella, con distintos vaivenes y gradaciones, hasta que ciertas circunstancias y convencimientos me la borraron, tampoco es cosa olvidada; sólo olvidé esos momentos en que me veo junto a Anita en intimidad y amistad, que sí había olvidado por completo al pensar en esa época. Trataré de resumir con la objetividad que pueda aquella visita.
Zoila me llamó más tarde, después de comer, dando a la asistenta otro nombre al preguntar por mí. Yo al pronto ni conocí su voz, que estaba como desfigurada y enronquecida. Me preguntó si no había nadie a mi lado y me pidió que fuese a verla con urgencia, que dejase todo lo que tuviera entre manos, cualquier cosa que fuese, y que corriera al apartamento. Era urgente y grave, y no tenía que decirlo a nadie.
Naturalmente fui y durante el trayecto y la subida en aquel ascensor (siempre funcionaba; las restricciones de fluido no le alcanzaban porque el edificio disponía de un grupo energético propio), hasta notaba los latidos de mi corazón. Pensaba, no sé por qué, en un crimen. Luego me reía de mis pensamientos, ya que el crimen que me parecía más posible era el de que Zoila hubiera terminado por estrangular a la señora de Valina.
Zoila, después de preguntar quién era el visitante, me abrió la puerta, me hizo pasar rápidamente y la cerró detrás de mí. Era una Zoila desconocida, sin maquillaje alguno, pálida, asustada, con una bata echada sobre un camisón ligero y arrugado; una Zoila llena de angustia, que en cuanto la miré se tapó la cara con las manos y se echó a llorar. Dijo que estaba enferma. La acompañé a su alcoba y siguió llorando, echada en la cama, hasta que pudo hablarme de Díaz, de una tragedia con Díaz. Me descubrió su cuerpo para que yo, horrorizado, pudiese ver las marcas de los golpes que le había propinado Díaz. Era una salvajada. Puñetazos, patadas…
—Pero ¿se ha vuelto loco? ¿Dónde está?
—No está ya en Madrid —y este pensamiento la calmó—, se fue esta mañana en avión a Barcelona. Vuelve el lunes.
Yo pensé en Carlos. Zoila también pensaba. Al casarse con Carlos, me dijo, creyó que éste iba a protegerla de Díaz, que había sido su ángel malo desde que casi una niña, con el pretexto de hacer progresar su carrera artística, la protegió a cambio de su entrega. Zoila no hablaba volublemente ni cínicamente de estas cosas. Hablaba con un dolor terrible. Para mí fue alucinante oírselas contar. Yo introducía a Carlos en el relato a cada minuto. Pero ¿se había casado ella enamorada de Carlos? Me dijo que sí y que Díaz lo aceptó como irremediable. Pero Carlos no la había protegido. Se marchó en seguida a rodar aquella película y consintió que Díaz organizase lo de la sala de fiestas de Madrid. Díaz mandaba en todo y en todos. La había amenazado con rescindirle el contrato a ella, con no dar más dinero para la película de Carlos y la había golpeado salvajemente. Zoila esperó hasta estar segura de que Díaz estaba en Barcelona. Después avisó a Valina que ella no actuaría hasta el domingo por la noche, porque se iba a Barcelona a reunirse con Díaz. «Le dije que salía inmediatamente en auto para que no viniese». Y me había llamado «porque eres el único amigo que tengo en este mundo».
Lo que pasó desde mi llegada a casa de Zoila hasta que ella me despertó a las cinco de la mañana (había puesto el despertador, que yo no oí, porque no quería que nadie me viese salir y sobre todo que no nos descuidásemos antes de la llegada de la asistenta), lo que pasó entonces y en las noches siguientes lo sé perfectamente. No hace falta que lo describa. Zoila estaba segura de que no nos molestaría nadie, porque Díaz había enviado al pueblo a la criada de Zoila con vacaciones pagadas. La asistenta trabajaba un par de horas por las mañanas solamente. Todos los días menos el domingo. El domingo Zoila me dejó dormir hasta la hora del desayuno. Estaba encantadora y sin huella alguna de tragedia. Se despidió de mí. Yo no debía volver hasta que ella me llamase. Sobre todo, por nada del mundo debía telefonearle. Tampoco ir a la sala de fiestas durante su actuación a no ser que fuese con amigos, en grupo, como quien va a otra cosa, sin hacerle caso. Si Díaz salía de viaje de nuevo, se las arreglaría para avisarme. Y si no, cuando Díaz se marchase. Él pensaba estar un mes en España. Pero tenía que hacer viajes a otras ciudades donde también tenía negocios.
Ésa era la situación, complicada con mis remordimientos respecto a mi amigo, que empezaron a ser cada vez más negros desde aquel domingo en que dejé de ver a Zoila. Comprendí que tenía que dar por acabado el asunto; que cuando Zoila me llamase debía decirle francamente que no era posible para mí hacerle aquello a Carlos. No tenía que verla más. Empecé a gestionar con una prisa febril lo de mi automóvil. Y al mismo tiempo, sin darme cuenta de lo que hacía, me las arreglé para convencer a la panda con la que salimos una noche a cenar a hacerlo en la sala de Zoila. Esta vez fue en el jardín donde cenamos y donde ella cantó con micrófono. Lo pasé muy mal al verla de lejos. Ella me había advertido que sufriría al verla tan distante y sin hacerme caso, pero que ella lo pasaría peor aún, porque en aquel momento de su vida yo era lo único que tenía para poder seguir viviendo. No tenía ya protección, ni marido, ni hijo…
Porque yo al despertar, la primera noche que pasé con ella, había recordado lo del niño. Alguien había dicho a Anita que Zoila estaba esperando un niño. A mí me parecía monstruoso que una mujer embarazada pudiera hacer el amor. No sé; recuerdo que me parecía imposible. Zoila se sonrió un poco y luego empezó a llorar. Había perdido al niño con el cambio de clima: durante el viaje en barco estuvo ya malísima. Así se hizo amiga de Obdulia, que la cuidó tanto. Díaz no lo había sabido hasta aquella noche en que la golpeó. Se puso furioso. ¿Por qué? Porque se había resignado a que se alejase Zoila estando así, pero creyó que había sido una mentira aquel alejamiento, un pretexto inventado por Zoila para librarse de sus garras. En mi ofuscamiento estaba deseando enfrentarme con Díaz. Le buscaría y si él era fuerte yo era más joven y sabía boxear lo suficiente para darle una lección. Zoila me hizo volver en mí preguntándome en qué lugar quedaría Carlos entonces. Lo nuestro no debía saberlo nadie en el mundo. Era una locura que había consentido en su desesperación y que era todo lo que tenía, pero por bien de Carlos especialmente, nadie debería enterarse jamás.
Fue Díaz el que habló del niño aquella noche del debut de Zoila. Cuando cerró la sala de fiestas, Valina nos dijo que en casa de Zoila había un desayuno preparado para la familia y los íntimos. Éramos bastantes la familia y los íntimos. Y no sé de dónde habría sacado Zoila aquellos dos criados tan despejados y dispuestos a servirnos chocolate con churros, o café a quien lo prefiriese. Díaz me pareció un hombre extraordinariamente amable y bien humorado. Era ancho, fuerte, ya mayor, pero su cara de indio tenía atractivo. Resultaba muy cortés y simpático. Habló mucho con el señor Corsi, que estaba contento. Díaz le había tranquilizado acerca de la publicidad de Zoila. Por el momento no se revelaría que estaba casada con Alexis. Era posible que Carlos viniese a Europa con Rilcki. Entonces le haría Zoila una visita y se diría que estaban casados si era conveniente para Carlos. Eso lo decidiría Rilcki. Pero no tenían que temer molestias los Corsi.
Pude acercarme a Zoila un momento. Casi la abordé en el instante en que ella dejaba una taza sobre un mueble. Recuerdo el gran espejo que completaba el mueble: en aquel espejo me veo reflejado junto a Zoila y también la mirada vigilante de ella hacia las demás personas de la sala que aparecían en el campo visual.
—Zoila, tengo que advertirte contra esa señora Valina. No es tan amiga tuya como crees. Ha estado hablando conmigo…
Zoila palidecía bajo su maquillaje. Me dio pena cuando la oí murmurar: «Ahora no, Martín, ya te contaré… No te puedes figurar lo que es mi vida».
Sólo eso.
Anita se reunió conmigo. Salimos a la terraza a ver la aurora, que era tranquila, sin el frío desapacible de la noche. El cielo daba impresión de calor con aquel rojo diluido, aquel rojo hacia el Este, que Anita descubrió llevándome a otro rincón de la terraza. Allí estaba Díaz. Fumando. Solo. Dio los buenos días a Anita llamándola señora Rilcki. Anita sonrió. «Díaz, sabes muy bien que yo no me llamo así». «Porque no quieres. Italo te recuerda con mucho cariño. En su departamento de México tiene tu foto expuesta a todas las miradas». «¿Dónde? ¿En el rincón de los recuerdos, junto a la de sus otras dos ex mujeres?». Díaz se reía cordialmente. «Sí, allí, pero tu foto es más grande. Y ya sabes que no se ha vuelto a casar». «Bueno, Díaz, pues yo soy Anita Corsi por ahora».
Anita allí hablando con Díaz, tan viva, con los ojos brillantes, sin sueño. Podía resistir una noche entera de pie, cada vez más despejada. No llegué a preguntar a Anita si se habían conocido antes aquel señor y ella. Era muy posible. Hablaban como viejos amigos.
—¿Qué te parece la mujer de Carlos, Anita?
—¿Zoila? Muy simpática.
—¿No te sorprendió la boda?
—No sé… No. Ya no me sorprende nada de lo que haga Carlos. Ella es muy agradable, ¿verdad? Y canta muy bien.
—¿Sabes que te va a dar un sobrino?
Así fue. Lo dijo Díaz. Se lo dijo a Anita. Zoila no le había dicho nada y como no se le notaba, pues no, Anita no sabía. ¿A Anita no le gustaban los niños? «Pues bueno, no sé tampoco. Cuando son muy pequeños no me fijo nunca». Nada más.
Al marcharnos hubo que buscar a Frufrú, que se había dormido acurrucada en un silloncito en la alcoba de Zoila. Estábamos contentos aquella mañana. Anita me era muy querida. Ahora la veo en la última instantánea de aquel amanecer: está junto al portal de la casa de la Avenida de Menéndez Pelayo. Es día claro. Anita con su traje blanco, el chal sobre los hombros, la mirada curiosa, empuja la puerta, que ha quedado entreabierta para facilitar el trabajo de los basureros. La veo empujando la puerta con ciertas precauciones, como si esperase encontrar allí, en el interior, algo distinto, una sorpresa en el día nuevo. En aquel momento noté mi cariño por ella como algo vivo, natural y fuerte. Como notaba mi propio corazón dentro de mí.