XV

Imágenes que durante años rechazó por inútiles el mecanismo del recuerdo, aparecen nítidas en las secuencias de aquella comida alrededor de la mesa ovalada, la reunión en el cuarto de estar y todos los pequeños incidentes que hoy sé que marcaron el final de una época primaveral. Fue como si la misma primavera comenzara a endurecer y secar su frescor de barro mojado y brotes tiernos y unas grietas, aún finas pero perceptibles, se abriesen en ella.

Doña Froilana señaló el búcaro sobre la consola, donde un ramo de rosas que al amanecer estaban frescas, como recién cortadas, en aquel momento en que esperábamos a que llegase de la calle don Carolo, parecían casi mustias: comentó que se estaban asfixiando con aquel calor. No era para tanto. Aún no había llegado el calor verdadero. Sólo sentíamos la calma opresiva que precede a una tormenta. Me alegré de que Froilana me sirviese un whisky. Necesitaba un trago. El doctor Tarro y don Amando tomaban jerez seco. Anita aceptó sonriente, aunque casi nunca probaba el alcohol. La niña, vestida de gala con un traje de organdí con muchos volantes, comprado a gusto de Froilana, con sus cabellos espesos y cortos muy relucientes y unos gestos casi insolentes de mimo y mala educación, se lanzó a comer a puñados las almendras saladas y cogió de dos en dos los canapés del aperitivo, sin que nadie la riñese. Me pareció otra niña. Don Amando la observaba con satisfacción maliciosa; Froilana, con ternura, Yo, con fastidio.

Tarro se dedicaba a mirar las piernas de Anita o los ojos de Anita, y a veces miraba también hacia el reloj. Debía de ser hombre de costumbres metódicas y quizá le ponía nervioso el retraso en la comida. También le disgustaba la presencia de Pérez. Cuando sus ojos tropezaban con la triste figura de don Amando, los labios de Tarro se entreabrían agresivos, dejando ver sus colmillos blancos. Era un espectáculo interesante observarlo.

Seguí a Anita cuando fue al comedor a repasar los detalles de la mesa porque Pepa, aquella sirvienta que según Pérez parecía disfrazada, aparte de usar con gusto la cofia y los guantes y de llamarnos a todos en tercera persona, era muy cateta.

Yo no sé por qué deseaba que me preguntase Anita algo que me diese pie para decirle que necesitaba hablar con ella a solas y confiarle mi preocupación. Por ejemplo, si ella se hubiese interesado, preguntándome lo que había hecho aquella mañana, hubiera sido fácil volver a establecer el clima de confianza que había cortado mi dolor de cabeza nocturno. Pero no me hizo la pregunta. Por lo demás, no era la clase de preguntas que se hacían en aquella casa. Anita me había enseñado la fórmula básica de convivencia familiar Corsi: no se podía preguntar a ningún miembro de la comunidad ¿qué has hecho?, ¿a quién viste?, ¿por qué llegas tarde? Cada uno contaría lo que quisiera, pero no debería ser interrogado jamás.

Aquellos minutos del comedor los dedicó Anita al doctor Tarro: me advirtió que no se me escapase decirle que el cirujano al que nos había recomendado Tarro cuando la operación de Corsi, no recordaba a ningún doctor Tarro. Esto, en su día, nos había sorprendido mucho.

—Pero podría ofenderse si lo decimos, Martín. Ya sabes que es un hombre importante y muy susceptible. Y es mala suerte que haya venido hoy el viejecito ese tan sucio que le pone nervioso.

Miré a Anita asombrado. Siempre era yo quien la advertía contra sus imprudencias. Era Anita y no yo quien tenía la costumbre de decir todo lo que pasaba por su cabeza, sin pensar si era conveniente o no.

Contempló la mesa con su cristalería reluciente y los cubiertos colocados.

—Ya está todo. Menos mal que tía Froilana ha hecho preparar una especie de banquete para obsequiar a su monsieur Pérez. Al doctor le gusta comer bien y tengo el presentimiento de que come mucho además. Por fortuna fui yo misma a buscar unos postres. Tengo interés en que Tarro se sienta a gusto.

Menos mal, en efecto, que Froilana no economizó aquel día ni la calidad ni la superabundancia en el banquete que se le había ocurrido en honor del viejo Pérez. Al salir del comedor, oímos voces huecas y exclamaciones alegres de Froilana. Para nuestra sorpresa, don Carolo llegó de la calle con dos invitados que no se esperaban: Zoila y su guitarrista, que era un hombre pequeñito, cetrino y muy serio. Naturalmente fieles a la consigna familiar, no hicimos preguntas y don Carolo tampoco juzgó oportuno contarnos cómo se le había ocurrido invitar a los otros. Estaba de muy buen humor. Le gustaba encontrar la casa llena de gente. Al saludar a don Amando, le preguntó si también él sabía tocar la guitarra. Don Amando adoptó una actitud ofendida. Froilana, con gran tintineo de pulseras al agitar los brazos, corrió a pedir a Pepa y a la asistenta que la ayudasen a poner en la mesa el tablero que la alargaba. Compartía la alegría de Corsi por aquel lleno.

El doctor Tarro desaprobó con un fruncimiento de cejas al guitarrista, pero se animó al ver a Zoila y al saber que ésta nos entretendría más tarde con sus canciones, dijo que él también cantaría. Dijo que su voz tenía un registro muy amplio. Zoila se quitó la torera que completaba el traje de hilo de color verde mar que llevaba, y por primera vez sentí su atractivo: como si se hubiera iluminado la habitación con sus brazos desnudos y su escote. Al doctor le brillaron los ojos.

Recuerdo la colocación de la mesa. A la derecha de don Carolo estaba Froilana, y junto a ella el viejo Pérez; entre éste y el guitarrista la niña, después yo, Anita, Tarro y por fin Zoila, que quedaba a la izquierda de Corsi. Lo recuerdo porque yo tenía ganas de mirar a Zoila y no me era muy fácil.

En el momento de empezar los entremeses sonó el timbre de la entrada. María, la asistenta, fue a abrir. La vimos pasar corriendo. Al cabo de un momento la vimos otra vez, sin atreverse a entrar al comedor, pero haciendo señas a Pepa para que acudiese. Frufrú lo permitió con un gesto. Y las dos mujeres desaparecieron. Regresó Pepa con cara de pasmo.

—Señor, una señora salvaje pregunta por el señor. Me ha dado esto para el señor.

Pepa portaba un tarjetero de plata y sobre él, en vez de tarjeta, un pasaporte.

—¿Una señora salvaje? ¿Qué dices, hija mía? ¿A ver?…

Nos pidió perdón muy excitado porque tenía que acudir a la visita.

—Es mademoiselle Brigitte. La envía Merceditas.

—Una súbdita de Nguma. La única que hay en Madrid —dijo Anita al doctor.

—¿La negrita de la marquesa, pues? —preguntó Zoila.

Froilana frunció el entrecejo.

—No pongas ceño, tía. No la envía la marquesa, sino su nieta Merceditas. Se la ha traído su hermano Agus, es decir, el nieto de la marquesa, que estuvo en Nguma. Parece que esa Brigitte es una princesa y además enfermera, y Agus pensó que sería una buena y espectacular señorita de compañía para su abuela; pero la marquesa no la quiere y la pobre mademoiselle Brigitte anda algo desorientada en casa de Merceditas. No saben qué hacer con ella. Por lo visto es más fácil traer a un súbdito de Nguma, bien acompañado por un diplomático como Agus, que mandarlo de regreso a su país.

Oímos risas y voces guturales en el pasillo, y apareció Corsi con la súbdita de Nguma. Pepa retrocedió hasta el extremo más alejado de la puerta, demostrándonos con esa pantomima que estaba ausente. No era para tanto. La súbdita de Nguma resultaba muy vistosa con un traje de tela brillante y vivos colores. El crespo cabello lo llevaba recogido sobre la cabeza con un aro dorado y lucía en los brazos tantas pulseras como Frufrú. Era negra como el betún y tenía una boca espectacularmente grande con hermosos dientes blancos; su cuerpo era joven y flexible.

El señor Corsi, aunque muy contento, estaba algo desorientado.

—No puedo entenderla —dijo en español y muy de prisa—, a ver si vosotras podéis traducirme…

—¿Habla francés? —preguntó Tarro.

—Francés de Nguma, sí. El otro lo hablo yo también, doctor, pero hoy me siento torpe.

Brigitte fue colocada entre el guitarrista y yo, precisamente dos comensales que no sabíamos francés. Al menos yo entendía algo (no a mademoiselle Brigitte, sino a los Corsi cuando hablaban este idioma), pero el guitarrista me pareció a mí que no sabía una palabra de francés. Sin embargo, el hombrecillo de cara cetrina se animó a su manera con la proximidad de aquella señorita. Dijo en tono afirmativo y curiosamente lúgubre:

—¡Ole las hembras de rumbo!

Y Brigitte entendió. Soltó una de sus risitas guturales y en cuanto la sirvieron comenzó con toda delicadeza a comer con los dedos. Nos fascinó por unos momentos. Froilana intentó hacer de traductora entre ella y Corsi, pero no había manera: el francés de Nguma era otro francés. Y no es que Brigitte no entendiese lo que se decía. A quien no entendía nadie era a ella.

—No sé el objeto de su visita de hoy —dijo Corsi—; el pasaporte está en regla.

Anita y Frufrú intentaron al mismo tiempo preguntar a Brigitte, y ella giró los ojos, dijo algo raro y se echó a reír. Soli también reía, pero se quedó seria cuando aquella señorita la miró fijamente.

El viejo Pérez me preguntó a través de la mesa si aquella criatura vivía también en la casa. Le tranquilicé porque parecía inquieto por tal posibilidad. De pronto la nueva invitada se movió como si le hubiera dado un escalofrío y sin venir a cuento lanzó otra risa. Como estaba a mi lado, me fijé que el guitarrista tenía tendencia a rozar una pierna suya con otra de aquella señorita. Y entonces intervino Zoila dirigiéndose a Brigitte.

—Repórtese. ¿Oyó?

A esta voz autoritaria el guitarrista y Brigitte se serenaron y la comida transcurrió sin más incidentes. Cuando nos levantamos de la mesa Corsi se dirigió al teléfono. Me hizo una seña para que le acompañase. Le oí hablar con Merceditas mucho rato. Don Carolo, después de permanecer en silencio y de contestar sobriamente luego con algunas exclamaciones como ¡oh! ¡ah! y más tarde pequeñas frases «¡no me digas!» o «probaremos, sí», comenzó a negarse a complacer a Merceditas en algo que ella deseaba. Pero lo hacía muy cortésmente. Más tarde la conversación tomó un rumbo que debió de satisfacer más a Corsi, y los ojos de don Carolo brillaron. Su morena cara se rejuveneció y me recordó su alegría a la de Anita en los mejores momentos. «Sí, niña, sí. Lo tengo todo preparado. Aún estoy convaleciente. Necesito un poco de mimos caseros… No, mi prima la pobrecilla no es tremenda. No tiene celos de ti, sino de tu abuela. Tú le resultas muy simpática. Y Zoila es saladísima. Canta bien, sí, en su género. Te gustará».

Don Carolo me había provisto de un bloc y un lápiz para que yo tomase notas de su conversación cuando me indicara. Pero no me indicó nada. Oí que se despedía. «Un saludo a la marquesa. A ver si logras traérmela».

No era asunto del consulado —me explicó después—. Mademoiselle Brigitte se había escapado de casa demostrando su talento al orientarse tan bien en Madrid. Según Merceditas, no nos hablaba en francés sino en castellano, porque había sido educada en un colegio hospital de la Misión española, y si nos fijábamos la entenderíamos. También hablaba francés y asimismo era difícil entenderla, pero Merceditas estaba segura de que nos había hablado en castellano. La explicación de su escapada al consulado podría ser, según la nieta de la marquesa, que debió de oír cómo los amigos de Corsi opinaban que quizá nosotros la tomáramos como sirvienta; que para nosotros sería ideal tener en casa a una súbdita de Nguma. Y ella había cogido su pasaporte y ni corta ni perezosa se nos presentó.

—Merceditas vendrá luego a buscarla. Dice también que, aunque está bautizada con el nombre de Brigitte, prefiere que se le dé otro nombre que suena así como Kikú… Así que vamos a hacer la prueba.

Kikú resultó bien. Atendía en seguida si se le decía Kikú. Sobre todo atendía a Zoila, que de cuando en cuando empleaba la palabra mágica:

—¡Repórtese!

Zoila estaba guapísima. Hasta entonces ni siquiera la había encontrado guapa y aquel día me parecía una belleza. Yo no alcanzaba a comprender por qué. Ella debió de notarlo y casi siempre se dirigía a mí. A veces, hasta hablando con otra persona me miraba y sonreía un poco. El doctor Tarro se aburrió de este juego de nuestras miradas, dedicó su atención a Anita y le explicó el tratamiento que él había inventado para mejorar el reúma infeccioso de su madre. Al doctor Tarro le gustaba ser escuchado y Anita parecía verdaderamente interesada. No sé por qué al ver a Zoila junto a Anita encontré a esta última como disminuida, apagada. Era el día de Zoila sin duda alguna. En aquel momento en que hasta Soli parecía como fatigada por la tormenta, Zoila daba la impresión de una flor lozana abierta y fragante. Fue una imagen idiota que se me ocurrió durante un solo momento. Inmediatamente me dediqué a mirar a Anita y vi que también era un encanto, como siempre. Pero Anita sólo atendía a Tarro.

Zoila cantó para nosotros. Sin embargo, tuvo que esperar turno para su lucimiento. Creo que fue ella misma la que propuso a Kikú que bailase una rumba para calmar su inquietud. El guitarrista volvió la guitarra y golpeó la madera marcando el ritmo. Kikú bailó con entusiasmo y sudó a chorros. Zoila cantó después, y su voz nos envolvió en una oleada de sensualidad y nostalgia.

—Ahora —dijo sonriendo a mi entusiasmo—, la canción de los arbolitos para Anita y Martín.

Estábamos como magnetizados oyéndola cantar. Por primera vez comprendí que Carlos se hubiera enamorado de ella. Cuando llegó a la frase «Y con sus mismas ramas se hacen caricias, bajo el amparo santo y la luz del cielo»… vi que Froilana se secaba los ojos conmovida. Entonces recorrí todos los rostros de los asistentes. No todos participaban de mi entusiasmo ni de la emoción de Frufrú. Vi, con desagrado, que el viejo Pérez hacía esfuerzos para no dormirse. Soli tenía la boca abierta mirando a Frufrú. La súbdita de Nguma, apoyada en la barandilla del balcón, nos daba la espalda, aunque marcaba el ritmo de la música moviendo la cintura. Don Carolo saboreaba su coñac muy complacido. El guitarrista mantenía su cara impasible, como siempre. Tarro parecía sorprendentemente rabioso. No es que hiciera nada; también tomaba coñac como Corsi, pero era hombre expresivo y sus ojos echaban chispas de rabia mirando a Zoila. Anita estaba pálida, abstraída, con los ojos oscurecidos. Ni siquiera se dio cuenta de que yo la miraba.

Así vi a todos. Así quedaron todos dentro de mí en una fotografía indeleble y sin embargo olvidada muchos años.

—No me dirá usted, Soto, que no son algo extraños sus parientes, ¿eh? Claro que mi pobre hija parece contenta y bien cuidada, eso sí. Esa bendita doña Froilana merece todos mis respetos. No tengo que decir más que eso, Soto. Todos mis respetos.

Se fue. El guitarrista también tenía que marcharse. Protestaron Anita y don Carolo, que querían oír cantar a Zoila otra vez.

—Vendrá luego Merceditas. Te convendría que te oyese, Zoila. Va a llevar mucha gente a su estreno.

—No importa —Zoila irradiaba simpatía—, yo misma sé acompañarme así, entre amigos. Pero el doctor está enfadado porque no le hemos oído cantar. Yo tengo mucho interés. De verdad, doctor. Antes de que se vaya Aristo, ¿qué nos va usted a cantar?

Creí que el doctor se iba a sentir molesto creyendo a Zoila impertinente por sacarle a relucir su broma anterior. Pero no había dicho lo de su buena voz en broma. Bebió de un trago el coñac que quedaba en su copa y se volvió al guitarrista.

—Una habanera. ¿Va bien?

Aristo asintió y Tarro empezó a tararear para que el guitarrista supiera la música y el tono.

A mí me divertía extraordinariamente aquello. Después, de pie y mirando a Anita en actitud de conquista, soltó Tarro el chorro de su voz sorteando perfectamente las dificultades del cante.

—«Contigo me caso, indiana, si se muere tu papá…».

El señor Corsi me hizo una mueca como preguntándome si él era el papá que tenía que morirse. Si tenía que escuchar aquello.

—«Decíselo a tu mamá, la riquísima cubana…».

Todos aplaudimos. Y Tarro volvió a cantar. De esta segunda canción no recuerdo más que aquella expresión suya de gallo de conquista dirigiéndose a Anita. No sabía yo cómo Anita podía mantener su sonrisa complacida sin soltar la carcajada. Después me confesó que no había tenido mérito alguno su actitud: le había gustado mucho oír a Tarro y no comprendía por qué tenía que reírse en aquella ocasión. Los que nos divertíamos éramos Zoila y yo. Ella animaba, decía «bravo, doctor, bien», y los grandes ojos, de un azul gris con chispitas doradas, los tenía llenos de una guasa de la que me hacía cómplice al mirarme.

El guitarrista tenía que marcharse. Kikú, desentendida de las canciones de Tarro, daba pasos como de baile alrededor de la habitación tocando los objetos que aparecían al alcance de su mano. Don Carolo llamó aparte a Aristo y habló con él.

—Es muy amable —anunció Corsi—. Dice que no le importa acompañar a mademoiselle Brigitte a su casa. Así, cuando venga Merceditas tendrá menos preocupaciones. Y a la marquesa, si viene, le complacerá no encontrarse con la señorita Kikú. Tiene pequeñas diferencias de criterio con ella.

—No te forjes ilusiones, papá. —Anita hizo una ligera caricia a don Carolo—. La marquesa no vendrá. Ya sabes que no le gusta hacer visitas.

Mademoiselle Kikú no se opuso a que el guitarrista la acompañase. Mostró su más amplia sonrisa y salieron los dos juntos muy contentos. La guitarra quedó en casa, después de una ligera discusión entre Aristo y Zoila. Froilana y la niña salieron también. Dijeron que iban a dar una vuelta con los perros y que traerían helados para todos al regreso.

Los perros no se habían portado demasiado hospitalariamente. Se habían atrevido a gruñir a Tarro y hubo que encerrarlos. Frufrú pensó que necesitaban un poco de expansión.

Nosotros también necesitábamos expansión. Sobre todo el doctor Tarro, que daba paseos alrededor del tresillo de cuero donde nos habíamos agrupado. Pepa entró con el carrito a recoger el servicio de café y las copas. Zoila y Anita salieron de la habitación unos minutos y volvieron riendo. Anita se había empolvado la nariz, pero seguía pálida y con una dulzura inhabitual en ella, que indicaba su baja forma. Tarro se ausentó también. Al regresar pude advertir que el gran hombre seguía muy irritado. Quizá porque don Carolo, a su vez, acababa de eclipsarse, Tarro se atrevió a apartar autoritariamente a Anita de la compañía de Zoila (andaban ellas mirando en las estanterías los álbumes de discos), se la llevó al balcón y le habló enseñándole las manos y un pañuelo mojado que sacó del bolsillo. No sé si oí o adiviné que le decía algo del cuarto de baño y las toallas. Me pareció el colmo. Y el sometimiento de Anita, una indignidad. Pero la presencia de Zoila, su fragancia junto a mí, me distrajeron.

—Tengo noticias de tu amigo Alexis, es decir, de Carlos. ¿Te interesa?

Me interesaba mucho. Pero seguía preocupado por la conversación de Anita y el doctor. ¿Cómo podían resistir los lancetazos de aquel sol tormentoso que agujereaba las nubes polvorientas y se metía por el balcón?

Tarro estaba sofocado. Se oyó un lejano tronar, como si rodasen muebles en el piso de arriba. El doctor se asomó un instante al balcón y miró hacia la Sierra. Luego corrió la cortina blanca y ligera para protegernos del chorro del sol. La cortina permaneció lasa, sin vida. Todos estábamos así. Es decir, Anita y quizá yo mismo. El doctor luchaba por contener sus nervios y esa lucha casi visible cargaba de agresividad el ambiente, como si Tarro relampaguease. Creo que hubiera escapado a esconderme bajo una cama como habían hecho los perros un rato antes, como hacía Soli algunas veces, si Zoila no hubiera estado conmigo. Si no me hubiese sentido incapaz de apartarme de su magnetismo, eso es lo que hubiera hecho. Pero ella estaba. Y don Carolo, que apareció muy elegante con un traje más ligero y refrescando la atmósfera con el olor a espliego de su colonia, contribuyó a suavizar la tensión del ambiente.

¿Qué sortilegio tenía Zoila aquel día? Don Carolo, que siempre la había mirado con desconfianza, la aprobaba sin reservas y se le notaba complacido cuando ella le llamaba «padrito».

—Padrito, ¿sabe que quizás Alexis y Rilcki vengan a Europa? Pudieron salir de la selva antes de las lluvias, llegaron a un puesto desde donde telegrafiaron a Díaz. Y Díaz ha ido a ciudad de México porque ellos terminarán por alcanzarle allá…

Don Carolo no estaba muy seguro de quién era Díaz. Por eso, al explicárselo Zoila, me enteré de que Díaz era el productor archimillonario que sufragaba los gastos de aquella película disparatada que se le había ocurrido al genio de Italo Rilcki. Díaz tenía negocios en todas partes. También en España. La sala de fiestas que iba a inaugurarse unos días más tarde con la actuación de Zoila, formaba parte de una cadena de locales en los que intervenía Díaz. La noticia, magnífica para Zoila, era la llegada de Díaz a Madrid. Era un gran amigo. Le había escrito directamente a ella prometiéndole su visita y, aunque eso no podía asegurarlo, a poco que pudiese llegaría a tiempo para el debut de Zoila.

En aquel momento, a mí particularmente, los abundantes datos biográficos y amistosos de Díaz me interesaban menos que el descubrimiento ocasional de que aquellos dos personajes, Italo, el ex marido de Anita, y Rilcki, el director de las películas que habían hecho célebre a Alexis, es decir, a mi amigo Carlos, eran una sola persona, un solo personaje. Se me ocurrían, en imágenes, ideas estúpidas. Una barba roja. ¿Cómo sería aquel tipo que usaba barba? Se la habría afeitado para estar más fresco, dado el calor húmedo de la selva, ¿o bien le serviría de protección contra los mosquitos? Imaginaba un gigante sudoroso y tripudo, calvo y con barba roja. Un hombre de más de cuarenta años. Un terrible viejo, genial y borracho seguramente. Anita tenía veinte años cuando se casó. ¿Cómo había podido soportar…?

Sufrí una sacudida porque la conversación había cambiado. El doctor Tarro había estado hablando con energía y conocimiento de asuntos de cine. Einsestein, el célebre Einsestein, era amigo o había sido amigo del doctor. Don Carolo aprovechó una pausa de Tarro para pedir discreción a Zoila. Ya sabía ella que don Carolo tenía interés en que se ocultase en lo posible que el célebre Alexis era su hijo. Quería que Carlos pudiese venir a su casa sin que un ejército de periodistas los asediase a todos. Y en cuanto a lo de Anita, Zoila había sido imprudente y don Carolo rogaba a Tarro que considerase como un secreto de su profesión lo que acababa de saber. Don Carolo tenía un interés, aún más grande que en lo de Carlos, en que no se supiese que Anita había estado casada con Rilcki. Vivían en España, donde el divorcio era deshonroso. Una divorciada de veinticinco años era poco interesante en el ambiente donde se movía don Carolo. Eran secretos de familia todo aquello.

—Procuraré hacer creer que tiene usted dos hijos, padrito: un Carlos que no conoce nadie y que puede venir cuando quiera, y un Alexis que es mi marido. Porque piense que para mi publicidad el que yo sea la mujer de Alexis es esencial… Consultaré con Díaz.

¿Qué hacía Anita? Estaba lánguida como una hoja en aquella espera de la tormenta. Pero podía hablar al menos. Y con la volubilidad de costumbre. Estaba diciendo a su padre que el doctor Tarro era de la familia también, y las cejas alzadas de don Carolo demostraban claramente su desagradable sorpresa. No aprobaba aquel añadido familiar a pesar de su costumbre de admitir sin rechistar las ampliaciones de la parentela. Bueno, Anita no quería decir exactamente eso; quería decir que el doctor tenía conciencia de su secreto profesional (don Carolo suspiró aliviado) porque precisamente el doctor Tarro iba a estar al tanto de todo lo que había sucedido en la vida de Anita desde que tomó su primera papilla. Anita había pedido a Tarro que la psicoanalizara.

No sé si la tormenta se acercaba y rodaban los truenos muy cerca ya, o fuimos nosotros los que armamos ruido. Me puse en pie y me volví a sentar en seguida porque no era yo, sino don Carolo, quien tenía que protestar contra aquel disparate. Anita y el psicoanálisis. Aquello se me antojó nada menos que monstruoso. Don Carolo, con mi aplauso, lo calificó de idiotez. Zoila se reía. Anita decía que no iba a desaprovechar esa ocasión que le brindaba Tarro para aprender cosas que le interesaban muchísimo. La psiquiatría la apasionaba. ¿Desde cuándo le apasiona eso?, pensé yo. Rodaron como los truenos los nombres de Freud y Adler en la conversación. Zoila opinó que era una cosa «moderna». Todo el mundo se psicoanaliza. Su amiga Obdulia, que tenía tendencias suicidas, se mejoró enormemente cuando el psicoanalista la convenció de que debía canalizar su instinto de agresividad en defender causas nobles, o por lo menos que siempre era mejor que diese una bofetada a quien la molestase que intentar quitarse ella misma de en medio. No hacía mucho a Obdulia se le presentó el dilema. Y en vez de suicidarse de desesperación, se salvó golpeando con el tacón del zapato la cara de un hombre que la había ofendido.

Mientras Zoila hablaba, el doctor Tarro protestó en nombre del psicoanálisis de los disparates de Zoila, y don Carolo habló de la confesión en el catolicismo. Según él era lo más acertado, lo más humano, lo más noble. Y gratis. Tarro decía que era imposible no cobrar honorarios crecidos a los pacientes. En el psicoanálisis, el hecho de pagar era esencial para la curación del enfermo. Una penitencia provechosa para el confesor laico —decía don Carolo—. El doctor Tarro estaba perdiendo los estribos y gritaba. Don Carolo se encogió de hombros y se enjugó la frente con el pañuelo que había empapado antes en agua de colonia, mientras decía que estaba bien tranquilo por Anita en ese caso, ya que no sabía de dónde iba a sacar dinero su hija para pagar. Zoila seguía defendiendo el psicoanálisis a su manera sin que Tarro se lo agradeciese lo más mínimo. Casi la llamaba necia. Todos hablaban al mismo tiempo. Yo callaba, apretando la pipa apagada entre los dientes.

Anita y el doctor Tarro estaban de pie y a veces se apoyaban como en un antepecho de ventana en el respaldo del sofá de cuero. Don Carolo se volvía hacia ellos de perfil, sentado como estaba en un extremo de aquel sofá. Yo me había acomodado en una silla frente a ellos. Era el espectador de la comedia. Don Carolo quedaba enfrente, hacia mi izquierda, y Zoila estaba sentada en uno de los sillones, a mi derecha.

Me dolían la garganta y las mandíbulas de apretar y callar y no dejarme arrastrar en la enloqueciente discusión. Anita, antes de decir «Doctor, no te preocupes, ya te he dicho que puedo pagar», me había mirado a mí y, aunque sus ojos estaban en sombra, yo sentí, como un aguijón que se me clavase en la frente, la tranquila seguridad de ella. «Martín me dará el dinero». Yo le había dicho que todo lo mío era suyo. Lo había dicho y lo había demostrado. Y ella me demostraba su confianza con aquel aguijonazo que me enrabiaba la sangre porque me encontraba a mí mismo hecho un imbécil. Yo no quería pagar el psicoanálisis de Anita. Pero iba a pagarlo. Lo presentía.

Detrás de la cortina dio un bajón la luz del día y se empezaron a encender relámpagos. Tuve la sensación de que aquellos relámpagos prendían fuego en mis sesos y que mi cabeza iba a estallar en llamas. Algunas palabras oídas como al azar en la discusión me quemaban: «manía suicida». Beatriz tenía manía suicida. Antes de su boda, una vez intentó ahorcarse porque los padres le prohibieron que saliera de noche. Y luego, cuando el marido la abandonó, en plena crisis se había cortado las venas rompiendo el cristal de una ventana. Después no recordaba. No sabía por qué tenía vendadas las muñecas. Me lo contaron. Y al mismo tiempo, su sexualidad exacerbada hasta la locura. Aquel paseo a pleno sol por el barrio de chalets de veraneo deshabitados en aquel mes de marzo. Aquellas tapias, aquel rincón del jardín abandonado. Aquel momento en que me dejé arrastrar por su enloquecimiento. Era yo quien necesitaba el psicoanálisis y no Anita. Quizá pudiera curarme del dolor angustioso que llevaba dentro desde hacía unos días, si supiera por qué cuando aquello sucedió no sentí remordimiento alguno, y sólo al llegar a Madrid comenzó aquella molestia, aquel zumbar de mosquito que espantaba diciéndome que no tenía necesidad de hacer visitas al maestro Din y a su mujer. Y de pronto, desde hacía unos días, desde que supe que iba a verlos, aquel remordimiento que era una enfermedad. Si no era culpa mía lo que había pasado, y a ellos no los ofendía puesto que lo ignoraban, ¿por qué el remordimiento? Y si era un crimen, como iba creyendo, lo que yo había hecho con una criatura que no era dueña de su comportamiento, ¿por qué no lo había sentido así desde el primer momento? Fue en marzo. Estábamos a mediados de mayo. ¿Por qué?

Un instante de oscuridad. El zigzag de un rayo detrás de la cortina y el estallido de un trueno que nos puso en pie a todos. A la algarabía y el tronar que la paró, siguió un instante de silencio en que don Carolo hizo oír su voz pidiéndome que le hiciese el favor de ir a la cocina para que nos trajesen hielo, bebidas, agua… Todos estábamos secos.

Obedecí mecánicamente. ¿Llovería alguna vez? Necesitaba agua fría sobre mi cabeza.

Camino de la cocina vi la puerta del baño abierta y, olvidando el encargo que me habían dado, me metí allí para poner la cabeza bajo el chorro del grifo de un lavabo. Me alivió. Entonces cerré la puerta, abrí la ventana porque sentía ahogo a pesar de las grandes proporciones de la habitación. Me desvestí y me metí bajo la ducha. Seguía tronando. Y de pronto, al mismo tiempo que el agua de la ducha caía sobre mi cuerpo, una lluvia estruendosa, fuerte como una cascada, se soltó sobre el patio. Sobre el mundo. Tuve ganas de aullar de gozo. ¡Pobre Kikú «la señora salvaje»!, había dicho Pepa. Todos éramos salvajes. Yo más salvaje que Kikú. Y no me importaba.

Recordé el encargo de don Carolo cuando volví con la cabeza y el cuerpo en paz, al cuarto de estar. El encargo ya no era necesario. Alguien lo había cumplido por mí. ¿Froilana? Allí estaba Froilana de vuelta del paseo, cloqueando de risa. Zoila me dio un vaso de ginebra con mucha agua y hielo. Las cortinas estaban descorridas. Entraba fresco. El doctor Tarro había transformado su furia en genialidad y reía con don Carolo. Los ojos de Anita habían recuperado su brillo. «¡Estoy más contenta, Martín!… Luego te hablaré. ¿Tú estás mejor?». «Me voy a la calle, Anita, a dar un paseo». «¡No! ¿Qué dices? Merceditas viene con Agus y con Rafael ahora mismo. Papá quería darnos la sorpresa: acababan de traer fiambres de la mantequería, sandwiches ya preparados y pasteles. En fin, una merienda-cena. Vendrá otro guitarrista. Es una reunión familiar para celebrar el restablecimiento de papá». «Oye, no te vayas, Anita. Sí, yo también me quedo a la fiesta, pero dime por qué milagro te inspira confianza ahora el doctor Tarro para…». «Ha sido por ti. Por lo que tú me dijiste de él. He comprendido que yo soy una idiota al reírme de sus manías. Es un genio. ¿Por qué me miras así? Tú lo has afirmado siempre. Ahora estoy bien segura».

Llegaron los amigos de don Carolo y luego un guitarrista alto y tan serio como el anterior. Cantó Zoila y todos cantamos y bailamos «la conga» y nos portamos como chiquillos. A última hora hasta Soli, a quien Froilana había mantenido alejada, participó en la fiesta con súbita timidez, mirándonos desde un rincón. El señor viejo y saltarín que acompañaba a Merceditas y a los otros jóvenes y que tenía los cabellos teñidos de un color negro intenso, dio más saltos que nadie. Más que Frufrú incluso.

Acompañé a Zoila en un taxi hasta el apartamento que había tomado en una casa nueva, casi un rascacielos recién construido al final de la Castellana, cerca de los altos del Hipódromo. «Son buena gente esta familia de Carlos, ¿verdad, Martín? Yo les temía un poco, sobre todo a padrito. Y ahora, ya lo ves, come de mi mano». «¿Por qué no vives con nosotros, Zoila?», mi alma expandía generosa hospitalidad. «Estás loco. Ya oíste a padrito: ni siquiera permite que se comente lo de Alexis. Además mi hijito; yo necesito mi independencia, mi rinconcito, mi casita propia aunque sea así como un dedal…».

La noche había quedado limpia, maravillosamente estrellada. Al bajar del taxi propuse a Zoila dar un paseo largo antes que se quedase en casa. Un paseo a pie naturalmente. Pero Zoila no era Anita. A Zoila le horrorizaban los paseos a pie.

—Sube a ver mi apartamento y te doy una copa. Tengo montones de fotos de Alexis. Ya verás.

Aquella voz de Zoila, aquel deseo de que yo aceptase lo que me proponía y que noté en la voz, me dieron miedo. Porque yo estaba deseando subir con ella a su casa. Le dije: otro día, Zoila. «Como quieras, pues. Pero no me abandones como hasta ahora. ¿Te llamo para que me acompañes a un ensayo? Adiós… Ah, oye. Ven aquí. Así, buen chico. Tengo que decirte una cosa en secreto —bajó la voz en un susurro—. Sé que me tienes miedo».

A mi cara de asombro soltó una carcajada tan alegre, que me avergonzó. Me despidió con un gesto.

—Anda, vete, que viene aquí el sereno. El taxista está aburrido de esperarte.

Despedí el taxi cuando Zoila entró en su casa. Y volví andando bajo las estrellas del cielo, andando hacia el oleaje de luces del centro de la ciudad, curándome el alma con el aire fresco, el olor a pinos que llegaba de la Sierra, a ozono, a tormenta primaveral. Sin psicoanálisis.