El señor Pérez tardó en dar señales de vida. La niña estaba preparada —en cuanto a ropas y zapatos— para marchar cuando desease llevársela don Amando, pero aunque se le dejó recado telefónico en su pensión, no hubo respuesta hasta una tarde, precisamente aquella en que Corsi, tras de una temporada más larga de lo previsto en la clínica, acababa de volver a nuestro lado.
Después de comer, para comodidad de movimientos, Anita puso el teléfono portátil sobre la consola del cuarto de estar donde nos reuníamos y pudimos oír la conversación que sostuvo doña Froilana con el padre de Soli.
—¡Oh, sí, monsieur Pérez! ¡Oh, sí! ¿Cómo? Gracias, gracias. No. ¿Qué dice? ¡Oh, no!…
Froilana, tapando la rejilla transmisora, se volvió a mirarnos desorientada.
—Es imposible que haya comprendido bien. Dice que si nuestra pequeña no roba. ¿Monsieur…? Sí. No, no es boba, es muy inteligente, ayuda mucho en casa. ¿Hurtar? ¿Robar? No. Dios mío, pero ¿por qué? Claro que todos tenemos defectos pero ¿por qué iba a ser ladrona la pequeña? Sí, venga luego, sí. ¡Ah, claro que puede quedarse! ¿Todo el mes de mayo? Naturalmente.
Dejó descolgado el teléfono y se acercó a don Carolo.
—Corsi, dice monsieur Pérez que nuestro Gnomo se quedará aquí el mes de mayo si podemos tenerla; que él tiene mucha confianza en nosotros, que no le importan nuestros defectos de extranjeros porque la niña tiene los suyos… Creo que ha bebido un poco ese buen señor Pérez.
Los ojitos de Frufrú se volvían casi en redondo para darnos a entender que consideraba que el señor Pérez estaba trastornado.
—Froilana —contestó Corsi—, ya sabes que por mí no hay inconveniente si Anita quiere. Y Martín. Cada cual puede votar a favor o en contra.
—Claro que se queda —decidió Anita.
—¿Monsieur? Sí, todos muy contentos. La pequeña da mucha alegría. ¿Por qué no viene usted a comer mañana? ¿No? Bien, venga luego y decidiremos. No, el señor Soto no estará luego, se iba en este momento. Sí, ahora está. Le paso a Martín.
Mientras me dirigía al teléfono, tuve tiempo de ver la cara de Anita. Fruncía el entrecejo y se reía un poco y miraba hacia el teléfono con una expresión que no le hubiera gustado ver a Pérez. Froilana, a quien no habíamos informado de las impresiones de Pérez sobre su persona y la casa, se enfadó con Anita.
—¿Qué gesto es ése? La niña podría creer…
—La niña ha huido en cuanto supo que su papá estaba al teléfono. Me parece que tendremos que buscarla bajo una cama.
Yo aguantaba la risa apretando la pipa entre los dientes. Oí la voz de Pérez. Quería saludarme, me daba pomposamente las gracias porque comprendía que había sido discreto y se ofrecía para cualquier cosa. Casi me suplicaba que le diese alguna orden. Era mi servidor. Podía estar un poco bebido, en efecto, pero sabía lo que se hacía.
Se me ocurrió en aquel momento que estábamos a final de mes y que Pérez podría hacerme un recado que me daba pereza. Me quité la pipa de la boca.
—Sí, don Amando, gracias. Yo le pagaré los gastos, pero por favor busque un recadero y vaya con él a la pensión Jerónimo. Tengo la habitación pagada hasta mañana; ahora llamaré para que dispongan de ella y recojan mis cosas en una maleta; cuando usted pueda va a buscarlas y que las traiga el recadero. Sí, bueno. ¿Va a pasar usted por aquí a traer las cosas que tiene ahí de la niña? Pues le dejaré una carta para el dueño de la pensión. No corre prisa, cuando sea me hace el recado, por favor. ¿Cómo? No, no deje dirección alguna ahí. No hace falta.
Yo tenía que salir. Y también salir de aquel cuadro familiar me daba pereza. Me detuve en la puerta. Anita estaba haciendo de secretaria de su padre. El señor Corsi se sentía muy excitado porque el consulado había comenzado a tener movimiento. Acababa de llegar a Madrid una súbdita de Nguma y era la primera vez que ocurría tal cosa desde que el señor Corsi se encargaba del consulado honorario. Dictaba en francés:
—Señor Ministro de Asuntos Exteriores. Señor: la súbdita de Gnuma mademoiselle Brigitte… Anita, busca un papel en el bolsillo de mi pijama. Espero que no lo hayáis mandado a lavar con ese papel donde Merceditas me apuntó el apellido. El apellido o lo que sea, porque parece que eso de los apellidos en Gnuma es algo caprichoso. Es muy difícil de recordar. ¿A ver? Kniboro… No, no es eso. Ve a buscar la nota, figliola.
Yo estaba mirándola y me parecía graciosa Anita en su seriedad y entusiasmo por colaborar, con el bloc sobre las piernas cruzadas que lucía, como decía el viejo Pérez, tan descuidadamente y tan sin malicia. No sé por qué me empeñaba entonces en verla como una chica sin experiencia, con un fondo de pureza tras de su vitalidad, que me inspiraba un respeto como no había sentido nunca por otra mujer. Comprendía yo mismo que era un absurdo eso de la inexperiencia con aquella historia de su matrimonio que había durado cerca de dos años. Pero hasta en su peor charlatanería, cuando Anita contaba aquellos proyectos ridículos de sucesivos matrimonios y divorcios, o cuando decía comprender las mayores atrocidades que comete la gente, no había asomo de verdadero conocimiento de esas atrocidades. Eran como un juego de imaginación infantil esas charlas, como si en vez de hablar de futuras aventuras amorosas dijese que se sentía capaz de ir a la luna trepando por un rayo de luz. Otras veces, en cambio, tenía tanta madurez para entender y hablar de cosas sorprendentemente espirituales y en contraste con el cinismo infantiloide de que hacía gala, que me dejaba admirado. El sacrificio de los santos y de los sabios entregados a un trabajo valioso y de los artistas y de la gente que se supera a sí misma, no le era indiferente. Y lo entendía mejor que yo. Algunas cosas las entendí gracias a ella.
Ahora recuerdo aquel minuto en que la contemplé con gran ternura. Estaba junto al padre, cómodamente instalado en un sillón con una manta a cuadros sobre las rodillas, que le dictaba. Al fondo, el balcón abierto dejaba ver una llovizna suave de primavera. Anita se puso en pie para cumplir las órdenes de don Carolo en el momento en que Froilana volvía, llamándome.
Froilana había estado dando palmadas por el pasillo y voceando en tonos de trino de jilguero el nombre de Soli.
—Tengo el presentimiento de que la pequeña Soli está escondida bajo una cama, Martín. No quiero asustarla. Ayúdame si no tienes mucha prisa.
Me puse a buscar a Soli bajo las camas. No estaba en su cuarto. La encontré en el mío y, efectivamente, bajo mi cama.
—Haz el favor de salir. ¿Qué manía es esa?
—Oh —decía Froilana en la puerta—, no importa nada que esté un ratito bajo las camas si le gusta, no hace mal a nadie, pero esta tarde debe ver a su papá y debe estar muy guapa con su trajecito bien planchado.
Hasta que se fue Froilana no consintió en salir de su escondrijo.
—¿Qué diablos te asusta ahora? ¿Puede saberse?
—Yo no robo…
—Ah, ya, es esa manía de tu padre. Claro que no robas. ¿Para qué ibas a robar?
Recordé confusamente que el día que le llevé a Toledo a la niña, el viejo Pérez me había contado una historia de que los habían despedido de la pensión porque Soli fue acusada de usar algo de otro huésped. El viejo me pareció insoportable otra vez. Me alegraba de no verle aquella tarde.
—Yo no robo, y no juro porque está mal. Yo no…
—Claro que no. Hala, ve al cuarto de estar y no te acuerdes de tonterías. A Corsi le gusta verte. Tu padre ha perdido la cabeza. Anda, ve.
—Tú no crees que yo robo, ¿verdad?
Claro que no lo creía. La llevé al cuarto de estar y la dejé allí en el refugio de los brazos de Froilana.
Mientras bajaba la escalera me indigné del maligno empeño del viejo Pérez en decir cosas desagradables de todo el que le rodeaba. Lo mismo daba que hubiese tomado unas copas de más o que estuviese más sereno que una taza de café puro. El viejo era odioso. Años después, en esos relatos del «cuento de Soledad», supe la base de las advertencias de su padre.
Martín no lo creía y por milagro los otros no se habían dado cuenta, pero Soli robaba. Un poquito. Y además, no era robar, porque ella tenía derecho. Nadie se daba cuenta al principio, pero si se daban cuenta, sentía mucha pena al ver a su papá llorando. No quería que su papá llorase.
Empezó todo porque ella se había vuelto muy limpia. Era limpia como los chorros del oro. Y muy valiente. Nunca más volvió a tener piojos. Primero le lavaron la cabeza muchos días seguidos con aquel jabón que picaba tanto, luego dijeron que se la lavase ella sola. La bañaron con agua caliente un día y le dijeron después que se lavase sola. Al día siguiente pidió que le calentasen agua para bañarse y le dijeron que unas veces nada y otras tanto y que se lavase con agua fría o que le dijera a don Amando si quería pagar baños diarios. Y se bañó con agua fría en el baño aquel tan húmedo y oscuro, y su papá se quejó de que las toallas estaban empapadas. Y ella aprendió a llevar las toallas al terradillo, o a la cocina, y tenderlas a secarlas. Pero no siempre podía. Y luego su papá se quejó de que se acababa el jabón en seguida y ella cogió un día la pastilla de jabón del cuarto de don Vicente. Se lavaba la cabeza y el cuerpo al chorro del grifo, que era un grifo muy feo y estaba colocado muy en alto en aquel baño de las Emes. Usaba la pastilla de jabón de don Vicente, y don Vicente no dijo nada. Pero por si acaso usaba alguna vez la de su cuarto. Y alguna vez, en vez de jabón, la barra de jabón de afeitar de su papá. Y se lavaba la cabeza siempre y olía muy bien y era limpísima. Hasta entonces no había robado más que jabón, y eso sabía ella muy bien que no era robar sino ser limpia. Nadie se dio cuenta más que la gorda señora Matilde, pero no dijo nada porque era amiga de Soli, que la ayudaba mucho en sus asuntos. Doña Matilde era muy lista, pero parecía muy boba y era más lista por eso. La historia de doña Matilde era otro secreto de Soli y no tenía nada que ver con el jabón.
Llegó un día en que se fueron a la otra pensión en que había mucha gente y no tenían más que una toalla para Soli y su papá, pero había horas que no había nadie en las habitaciones y entonces aprovechaba Soli y una vez usaba la toalla y el jabón de una habitación y otras de otra habitación, y una vez había una señora que tenía colonia y Soli se echó colonia, y la señora se dio cuenta porque dijo que Soli olía a su perfume y Soli dijo que le había dado la dependienta de la droguería un frasquito pequeño de perfume, y eso era verdad, porque se lo había dado cuando fue a comprar con su papá, pero ella no había abierto el frasquito porque era como de juguete, y lo tenía muy escondido, y aquella vez su papá se enfadó mucho con la señora aquella y no pasó nada y de la peseta que estaba en el suelo y Soli la recogió y se compró luego altramuces a la hora en que se escapaba a la calle, nadie se dio cuenta, y de los dos reales que se encontró otro día tampoco se dio cuenta nadie, y del jabón y las toallas nadie. En aquella pensión nadie sabía que se bañaba Soli cuando quitaban las macetas que ponían dentro del baño para regarlas; ella tenía buen cuidado de que no lo supieran y nunca más se puso colonia. Pero una mañana entró en un cuarto que le gustaba mucho porque vivían allí dos señores y siempre dejaban cosas interesantes por allí encima. No las tocaba, pero le gustaba mirar los muestrarios de botones y de telas, que eran preciosos. Y una vez dejaron un montón de calderilla y ella no cogió todo, sólo tres perras gordas, además del jabón y la toalla, claro está. Era la tercera vez que volvía a aquella alcoba. Estaban las camas deshechas aquella mañana y olía mucho a colillas, como el cuarto donde dormía Soli con su papá. Y le gustaba a Soli ese olor mezclado al olor de hombre que había en las sábanas, aunque era muy distinto al olor a colonia, porque éste le gustaba para ella misma y el otro olor era de hombres.
Aquel día encontró tiradas sobre la mesilla de noche tres pesetas. Seguro que nadie se había dado cuenta de que las dejaban allí, estaban entre otros papeles y eran tres pesetas de papel y muy viejas, pero Soli sabía que no importaba y que valían a pesar de todo. Las cogió. Y salía de puntillas con la toalla y el jabón y las pesetas cuando la sirvienta, que estaba observándola detrás de la puerta entornada, la atrapó al salir. Fue el día en que pasó tanto rato llorando y aunque dijo que todo aquello estaba tirado y ella lo había recogido para que no se perdiera, no le hicieron caso y su papá lloró porque su hija era una ladrona, y a la hora de comer le hizo pedir perdón de rodillas a todos los que estaban comiendo. Ese momento malo no lo fue tanto porque, gracias a eso, le dijeron a su papá que si no volvía a repetirse los dejarían seguir allí, pero con la condición de que la niña no se quedase sola en la casa sino que saliese siempre con su papá. Y cuando el papá se mudó de pensión, porque aquello no podía ser, y fueron a la pensión cerca del hospital, donde los enfermos tosían mucho, porque todos habían venido a Madrid para ir al hospital, vuelta a las toallas y a los jabones y todo eso. Pero su papá hacía que ella le acompañase muchas veces a muchos sitios: al Ateneo y también al periódico, y Soli se quedaba con los conserjes. Y al café de la calle del Prado también la llevaba y Soli se aburría mucho porque todos los amigos de su padre tomaban copas y café, y a ella no le daban nada. Pero entonces ocurrió que en la pensión de los enfermos dijeron que había desaparecido un billete de cien pesetas. No dijeron que fuese ella, pero su papá sí que creyó que había sido Soli. Y se encerró en la alcoba con la niña y le preguntó muchas veces si por casualidad no había sido. Y ella juró que no y se puso de rodillas delante de su papá y le dijo «Lo juro, lo juro, que me condene si no es verdad». Pero su papá le decía que la otra vez también había jurado y había sido cierto y quería saber por qué había robado la otra vez y no ésta. Soli lloraba y le decía: «Por limpieza». Y su papá no la creía. Después aparecieron las cien pesetas, pero el papá de Soli estaba muy triste y como fue poco antes de encontrar a Martín se lo contó a éste, que no hizo ningún caso.
En casa de Anita no robaba el jabón ni la colonia porque estaban allí, en el baño, y nadie le decía que no los usase, y el primer día don Carolo le dio su colonia. Lo que Anita no quería era que Soli usase su perfume, el que tenía en el tocador, y un día le dijo que aquello no, que usase la colonia del baño. Pero daba mucho gusto ponerse un poco del perfume de Anita en las manos y luego lavárselas para que no se diesen cuenta, y siempre quedaba un poquito de olor en las manos y a Soli le gustaba. Y luego estaba aquello de las vueltas del dinero cuando la mandaban a un recado. Se quedaba parte de las vueltas cuando era Anita la que la mandaba. Tenía derecho y estaba bien porque ella no era la Cenicienta, como dijo doña Froilana, y si trabajaba de Cenicienta debía tener su ganancia. Anita no se fijaba aunque fuese bastante lo que se quedara Soli. No contaba el dinero de la vuelta cuando la mandaba al cerillero del restaurante porque se le había olvidado a ella comprar cigarrillos. Pero doña Froilana sí se daba cuenta. Una vez le pidió que fuese por pan y notó que faltaba un duro. Pero no creyó que había sido Soli. Doña Froilana le dijo: «Mira, pequeña Soli, vuelve a la panadería y enseña esto que te han devuelto. Lleva las cartillas y verás cómo saben los cupones que han cortado, y te devolverían cinco pesetas más, porque se han confundido». Claro que Soli no volvió a la panadería sino que estuvo un ratito fuera de casa y añadió el duro a lo demás y dijo que sí, que le habían devuelto más dinero. Doña Froilana no creía que Soli pudiera hacer nada malo y se enfadó mucho con don Carolo por defender a Soli el día en que la llevó a la clínica vestida con el abrigo y el traje más bonito que le habían comprado, y una señora que estaba allí dijo: «Tienes una nieta muy divertida, Corsi». Y después don Carolo le dijo a Froilana que no volviese a llevar a la niña porque no quería que la confundieran con una nieta suya. Doña Froilana se enfadó y contestó que por qué le ofendía eso, que tenía nietos mayores que la niña, y Corsi dijo que sus nietos eran guapos y doña Froilana que la niña también era guapa. Y don Carolo: «Mira, Froilana, no la traigas más». Doña Froilana lloraba cuando salieron del sanatorio y le decía a Soli: «Ya no hay nada que hacer, no hay nada que hacer, Corsi se ha vuelto loco. Él sabe que yo me quedaría si me lo pidiese, pero sólo porque estás tú, y en una casa donde hay pequeños a quienes cuidar yo me quedo; pero me ha dado a entender claramente que no le importo. Oh, soy muy desgraciada». Doña Froilana era muy buena y le dejaba ponerse sus zapatos de tacón dentro de casa, aunque ya tenía Soli sus propios zapatos, y la llevó un día a la casa de fieras y le contó la historia de un león que se llamaba Bermello y se reía mucho si Soli se empolvaba la cara con sus polvos de tocador, y no se enfadaba con ella. Pero además era muy lista doña Froilana y Soli nunca volvió a darle mal las vueltas de dinero si la mandaba a algún recado. Anita no era tan buena y, además, se creía muy guapa y se miraba mucho al espejo, y no quería que Soli usase su perfume ni sus polvos ni su crema, y además decía doña Froilana que Anita y Martín eran como novios, y Soli los acechaba mucho para ver si se daban un beso, pero no se daban besos, así que no eran novios. Quitarle dinero a Anita no importaba y no era un robo, porque ella no se daba cuenta. Pero si su papá venía contando lo de las pastillas de jabón y las pesetas que robó aquel día Soli, doña Froilana pensaría en seguida en aquel duro que faltó en la vuelta del pan y pensaría cosas malas de Soli. Y Soli no quería.
Doña Froilana la llamaba desde el pasillo y Soli no se movió. No quiso salir. No quería pedir perdón de rodillas otra vez. No quería que la echase don Carolo. No quería que la encontrase Martín. Ya llegaba Martín. Se dijo a sí misma la frase aquella de doña Froilana: «Oh, soy muy desgraciada». Y eso la alivió mucho.
El estrafalario Pérez y su niña. Son personajes secundarios en mi vida de aquel tiempo y, sin embargo, constantemente mezclados en ella. Hay seres, hay ambientes que escogemos, pero el destino nos lanza a los brazos, a los ojos o al pensamiento, personas que nunca habríamos creído que intervinieran en nuestros momentos cruciales.
A Soli la tenía en casa. De cierta manera me importó siempre la chiquilla, pero el hecho de verla aparentemente tan cambiada, vestida con gracia y con aspecto saludable, hacía que no me ocupase mi imaginación. En cuanto al viejo Pérez, después de aquella llamada telefónica dejé de pensar en él por completo. Lo borré. El hombre parecía haberse eclipsado. Vagamente oí alguna vez que doña Froilana hablaba de monsieur Pérez, de sus visitas a la niña o de charlas telefónicas. Pero no presté atención. Mi vida estaba llena de novedades.
Anita me presentó a sus amigos; algunas parejas jóvenes, algunos hombres desparejados que ella creía que le hacían la corte. Tuvimos encuentros en cenas, reuniones, y a veces, a la hora del aperitivo, en la calle de Serrano. Mis nuevos conocidos y yo nos observábamos mutuamente. Bajo la frivolidad de nuestras conversaciones me ocupaba en averiguar a qué se dedicaban aquellos amigos de Anita que daban la impresión, como yo mismo, de estar en perpetuas vacaciones. Algunos trabajaban ganando dinero en cosas que hasta entonces habían pertenecido a una parte de la vida desconocida para mí: importaciones, bolsa del automóvil, exportaciones, y lo que aún no llamábamos relaciones públicas, en enlace con los ministerios. Todo me interesaba. Algunos de aquellos conocidos que en los primeros días cuando salimos juntos en gran pandilla a cenar y a bailar me resultaron antipáticos, dejaron de sérmelo. Y el más antipático de todos, aquel rubio pequeño y elegante, Asís, siempre al tanto de chismes sociales y políticos, siempre atento y cortés, no sólo dejó de serme antipático sino que cuando Anita me dijo que Asís admiraba ciertos conocimientos míos en materia artística, me resultó hasta atractivo. Lo que no podía imaginar era que aquel muchacho pudiera ser y portarse conmigo, andando el tiempo, como un verdadero amigo. Asís estaba desocupado siempre, según pensaba yo. Era de los habituales en el círculo de diversión de Anita. Siempre nos encontrábamos. Hasta cuando mi amiga, empeñada en que yo conociese a gente importante para mi «carrera de pintor», me llevó a una de las reuniones en casa del filósofo y crítico de arte Eugenio d’Ors, encontré a Asís entre la apretada concurrencia de «personas interesantísimas», según la calificación de Anita, que llenaban las salas de la casa de la calle del Sacramento. Pero a mi primer encuentro importante con Asís me llevó indirectamente Soli.
Recogí los dos cuadros que había presentado a la Nacional, y como me daba una pereza inmensa volver a mi viejo estudio sobre el almacén del chamarilero del Rastro y dejarlos allí, y como no quería llevarlos a casa tampoco, telefoneé a un mueblista y decorador de lujo del barrio de Salamanca, un conocido que había vendido ya algunos otros cuadros míos y que aceptó que dejase aquellos dos en su tienda. Cuando fui a entregar los cuadros encontré a Asís, que se movía en aquel reino del mueble de lujo como Pedro por su casa. Era —me dijo— sobrino del dueño y aunque nada tenía que ver con el negocio, colaboraba con su tío en un asunto de subastas de arte al que Asís se dedicaba.
Digo que Soli me llevó allí porque en mis dos cuadros aparecía transfigurada la niña, tal como la había conocido en casa de las Emes. Sabía yo que para la retratada sería reconocible su figura y que le causaría mortificación verse. Aquellos cuadros eran como pequeñas traiciones a nuestra amistad, como pequeños abusos espirituales, ya que habían sido pintados a espaldas de ella.
En uno de aquellos cuadros figuraba un muro encalado reflejando un sol de pueblo de Castilla y aplastada por aquella luz, se veía una figura de niña vestida de negro, sin facciones, pero que era Soli con sus trenzas. El otro cuadro había nacido en una conversación con Soli por aquella misma época en que yo tomaba apuntes de la niña en mi bloc para el cuadro del muro. A ella no le gustaban los dibujos que yo hacía. Le expliqué que los pintores no teníamos por qué retratar a los modelos exactamente: no éramos fotógrafos. Soli me dijo: «¿Puedes pintarme con un vestido distinto al que tengo? Pues píntame vestida de embajador del Perú». Quedé asombrado.
—¿De embajadora del Perú, Soli?
—No; de embajador del Perú.
Entre Soli y la gorda doña Matilde me aclararon aquella ocurrencia. La niña había acompañado a doña Matilde en uno de los recorridos que esta madura señora hacía por Madrid transportando imágenes de santos de una casa a otra. En la calle de Bailen se detuvieron junto a otros curiosos en la acera para ver el cortejo de carrozas que acompañaban al mariscal Ureta cuando fue a presentar sus credenciales de embajador al Palacio de Oriente. A Soli la dejaron pasar a primera fila, al borde de la acera, y la carroza donde iba el mariscal se paró un momento frente a ella. La niña no había visto en su vida nada tan deslumbrante: la carroza escoltada por palafreneros, postillones y cochero vestidos a la Federica, pero sobre todo el propio embajador, la admiró con su guerrera negra, sus charreteras y faja doradas, y aquel pantalón rojo y el espadín de oro. En las mangas de la guerrera llevaba soles de oro y entre las manos un bastón recamado por brillantes y soles de oro también.
—¿Tú ves la película de la Cenicienta? Pues más precioso aún. —Soli no había visto en su vida nada que pudiera compararse.
—Y el sombrero, Martín, con dos picos y plumas blancas y rojas. Tienes que pintarme con el sombrero.
La niña había preguntado sobrecogida si aquel señor era Franco. Y le dijeron que era el embajador del Perú. El padre de Soli, al oír sus comentarios, le había llevado un recorte del periódico donde se reseñaba el paso de la comitiva, y la niña me lo enseñó.
Yo, en mi estudio, había pintado a Soli en forma de muñeco de madera con articulaciones sujetas por clavos, con un gorro de picos de papel de periódico adornado con plumas, y las trenzas negras, tiesas, figuraban también ser de madera barnizada. A este último cuadro le di un colorido muy vivo y aunque ya no me gustaba y no era en absoluto lo que yo había soñado en pintar durante años, creo que no estaba mal. Soli podría reconocerse perfectamente en aquella caricatura de sus sueños.
Asís me dijo: «No está mal esto, Soto, yo creo que tienes talento, de veras; es una pena que…».
De este modo comenzó una conversación con Asís que me llevó a hablarle de Jiménez Din como autoridad indiscutible e indiscutida en cuestiones de autenticidad de la pintura de los grandes maestros. Asís quiso que yo viese un lote realmente interesante de cuadros de distintas épocas y autores, que se iban a subastar. Como joya de la colección me enseñó lo que me dijo que era un boceto de Goya para sus ángeles femeninos. Una pieza muy curiosa. A mi juicio era una copia bien hecha de uno de aquellos ángeles. Y fijándome más, no una copia sino una falsificación que me atrevía a asegurar así, a primera vista, que había sido hecha no más de veinte años atrás. Asís se interesó. Él conocía algo a Jiménez Din, mi maestro, pero (como yo sabía) Jiménez no quería ya informar sobre pintura. Estaba enfermo y sólo se dedicaba a hacer restauraciones, y eso en casos interesantes quizás, y sin prisa. Pero si Jiménez me respaldase con su autoridad sería tal vez interesante para Asís y para mí comenzar una colaboración de trabajo.
No me interesaba en aquel momento ese trabajo. Pero a la proposición de Asís de visitar juntos al maestro Jiménez, noté una contracción dolorosa en la boca del estómago y empecé a balbucear de tal manera, que vi que Asís tuvo dudas de si no sería una estúpida mentira mi afirmación de la amistad que me unía a Jiménez. Entonces, sin pensarlo, por pura vergüenza, me comprometí a hacer aquella visita si Asís lograba que nos recibieran. Yo estaba seguro de que nos recibiría al oír mi nombre, pero no lo dije, como tampoco dije la causa de mi repentina angustia.
La conciencia es algo extraño. Mi conciencia me decía que yo era un hombre con repugnancia instintiva hacia el mal dondequiera que se encontrase. ¡Y había seguido diciéndome esto en toda aquella temporada, desde mi regreso de Alicante, en que tuve buen cuidado de no recordar que tenía que hacer una visita a Jiménez Din y a su mujer!
Entonces no me decía nada mi conciencia. Me lo decía mi cuerpo. Tenía ganas de vomitar. Asís creyó que me había puesto enfermo repentinamente. Y estaba enfermo. Pero al llegar a casa, entre aquel ambiente medio alegre y medio disparatado que avivaba la presencia de Froilana, sus colorines, sus pulseras, sus risas y las de Soli, mezcladas a los gruñidos de don Carolo y sus suspiros por lo lento de su convalecencia, los ladridos de los perros y la vital y querida presencia de Anita, mejoré mucho.
Mi conciencia volvió a darme una tregua. Yo no había ofendido al maestro Din ni a doña Rosalía. Ellos eran víctimas de una desgracia: aquella hija a la que yo había ido a visitar durante mi estancia en Alicante, porque me lo pidieron los dos viejos. La hija era una muchacha guapísima y decían que además en ciertos aspectos era muy inteligente. Una mujer de cuerpo espléndido que, según comentarios de amigos míos, no tenía ningún reparo en enseñar posando de modelo para los compañeros cuando fue estudiante de Bellas Artes —cuerpo espléndido y espléndidos ojos negros y una personalidad desquiciada, totalmente opuesta a sus padres—. Fue un gran alivio para mí —que le tenía cierto miedo— cuando se casó y dejé de verla por el taller de Jiménez. Creo que también fue un alivio para los padres, a pesar de que la querían muchísimo. Pero duró poco el alivio. El marido de Beatriz, antes del año de la boda, huyó de ella. Se perdió su rastro en un supuesto viaje vía México.
Beatriz volvió a la casa paterna más desquiciada que nunca, y yo espacié mis visitas al taller del restaurador. Hacía meses que no veía a aquella familia cuando me fui a Alicante, pero les telefoneé antes de marchar y me dieron las señas de Beatriz, que estaba pasando una temporada en un sanatorio de reposo para enfermos nerviosos. Los pobres viejos creían que era muy justificable el desquiciamiento de su hija después del abandono del cónyuge. Bueno, yo había ido en mala hora a verla. Y no tenía ganas de hablar del caso con el maestro Din. Eso era todo.
Fue todo bien hasta que tres o cuatro días más tarde Asís me llamó, diciendo que a la mañana siguiente pasaría a recogerme para ir a Chamartín: don Alfredo Jiménez nos recibiría.
La llamada de Asís llegó en una de aquellas pocas noches que Anita no tuvo ganas de salir después de cenar. Una noche en que, para colmo de buena suerte, todos menos Anita y yo se habían retirado a sus habitaciones y teníamos por delante un rato de charla, una intimidad que hacía muchos días que yo necesitaba.
—Después, si nos cansamos, salimos un rato a estirar las piernas.
—Yo no me canso —dije firmemente—. Esta noche tengo que hacerte confesar lo que hay de cierto en esa correspondencia tuya, en esas cartas que escribes a París por las noches cuando todos dormimos, y que por las mañanas echa Soli al buzón.
Anita se reía porque le gustaba intrigarme.
—Ya te he dicho que es una correspondencia de tipo científico que mantengo con un par de compañeros de estudio.
Estaba segura de provocar mi exasperación y mi risa porque la mención de tareas científicas o estudios de Anita siempre me daba risa. Yo había visto varios sobres dirigidos a una tal madame Piasecka. Anita dejaba las cartas ya preparadas sobre la consola del cuarto de estar, porque ella se levantaba tarde siempre que podía. Frufrú me aclaró, a la manera vaga de los Corsi: «Ah, sí, nuestra querida Hanka. Anita la admiraba extraordinariamente. Es polaca, participó en la resistencia de los franceses. Se casó con otro polaco, y los dos son estudiantes. Hanka vivó con nosotras una temporada; Anita tiene una inteligencia muy superior, pero admira a su buena amiga. ¿Qué se va a hacer? Para mí esa Hanka y su esposo son pesados como tanques. Pero buenos, muy buenos».
Yo quería de Anita el relato de su amistad con aquella señora que merecía tantas horas de escritura en desvelos dignos de mejor causa. Y estábamos en eso cuando me llamó Asís.
Cuando regresé, Anita se asustó al verme.
—Dime qué te pasa, Martín querido.
No me solía llamar querido todos los días. Y estuve a punto de contárselo. Pero decidí que Anita no iba a comprenderme. A veces me decía ella lo mismo: «Hay cosas que me divierte dejar en el aire a ver si tú mismo las averiguas, pero hay cosas, Martín, que no te puedo decir porque no me entenderías; cosas que no podré decirte jamás».
Yo no quería intrigar a Anita. Dije que no estaba bueno. Y no lo estaba. La dejé sola en el cuarto de estar. Sola para que escribiese a su amiga si quería y me fui a mi cuarto «con dolor de cabeza».
Al día siguiente fui con Asís al pequeño chalet tan conocido con sus rosales recién floridos y su gran taller de la parte de atrás. Y vi a los Din, llenos de afecto por mí, como siempre. Beatriz seguía en Alicante, pero habían recibido una carta muy poco clara del médico, diciendo que consideraba necesario que alguien fuese a buscarla. Ellos temían algo malo.
—¿Tú la viste, Martín?
Fue un mal rato el que pasé. No pude negar que había visto a Beatriz y, muy por encima, comenté que su aspecto no me había parecido bueno, pero yo no entendía… Ellos no insistieron.
Asís consideró un éxito la visita y algo muy valioso saber la fe que tenía en mí el viejo Din. Yo no recordaba lo que había dicho Din de mí. Sólo pensaba en mis remordimientos. ¿Y si se lo contase todo a Anita? Yo no consideraba a Anita «una inteligencia», como decía la bobalicona de doña Frufrú, pero admitía que a veces ella tenía una comprensión muy grande para las debilidades humanas. La noche anterior vi que se quedaba triste cuando la dejé. Triste por mi cambio de actitud.
Reflexionaba en estas cosas mientras subía a pie la escalera porque, a causa de las restricciones eléctricas, no funcionaba aquel día el ascensor. El ejercicio me fue serenando. Contarle aquello a Anita era muy duro, pero si me daba una absolución, una penitencia como los curas de mis confesiones cuando yo era un chiquillo creyente, si ocurría eso, yo me salvaba.
Al entrar en casa comprendí que tendría que dejar para más adelante esa confesión mía. Porque precisamente aquella mañana teníamos invitados al almuerzo.
Allí estaba el viejo Pérez, invitado por doña Froilana, y allí estaba el doctor Tarro, invitado por Anita, que había olvidado decírselo a Froilana de la misma manera que Froilana había juzgado innecesario hablarle a Anita de don Amando. Noté cierta tirantez en el ambiente del cuarto de estar. Y un calor inusitado, oprimente.
El doctor Tarro descorrió las cortinas del balcón y me señaló el cielo, oscurecido por nubes quietas de bordes quemados. Dijo que se estaba preparando una tormenta.