XIII

Recuerdos olvidados. Aquí estamos Pérez y yo en el café que hace esquina a Alcalá, sentados mano a mano a una mesa, el viejo inclinado hacia mí, hasta hacerme notar su tufo en su afán de secreto, y de pronto soltándome sus dudas, exigiéndome una explicación por haber metido a Soli, a su niña inocente, en una casa de ambiente tan turbio. Allí había gato encerrado y yo tenía que saberlo mejor que nadie. Aquello olía a casa de lenocinio…

Mi carcajada le desconcertó. Cualquier cosa hubiera esperado yo menos aquello. Había esperado un párrafo de gratitud y de deslumbramiento por la bondad de aquellas amistades mías tan importantes con su «pobre hija» y hasta dentro de la malicia de Pérez y de su costumbre de intentar sablazos a todo el mundo, pude esperar un regateo sobre el valor de las ropas de Soli que Anita hizo tirar a la basura. Todo menos lo que estaba insinuando aquel hombre.

—Pero, don Amando, ¿qué demonios se le ha ocurrido? Esa gente a la que ofende son amigos de toda una vida, casi parientes. Se van a divertir cuando les diga lo que piensa usted.

—¿Usted me da su palabra, Soto, de que mi hija no peligra si está unos días más en esa casa? Tengo que velar por su inocencia y su pureza. Esto es muy serio. Los padres tenemos una carga muy grande con una hija. Yo no pensaba que mi Soli tuviera que preocuparme tan pronto, pero esas señoras ven en ella algo que me escama, me escama mucho. Yo soy perro viejo. Conozco casos que le erizarían a usted los pelos, Soto. Cuando entré en esa casa y vi a la vieja, a la francesa, me dio mala espina. Luego pensé que no era más que una extranjera después de todo y hasta me daba vergüenza quitarme la capa, porque, como usted sabe, estoy reducido a la miseria y no hay que avergonzarse de ello, pero a veces avergüenza… Convendrá usted conmigo en que allí hay algo raro. Usted presume de que son gentes distinguidas y dice que los conoce de toda la vida. Pero la gente distinguida no abre sus puertas así como así a tipos de aspecto derrotado como yo… Y ese capricho por la niña es escamante. La vieja me dijo que se la llevaría a París si yo quería dársela. Imagínese. Desde ese momento anduve con cien ojos. A usted le conozco no sólo por haber vivido en la misma pensión sino porque don Vicente —usted lo recordará— sabe de buena tinta quién es su familia. Ya sabe usted que su novia era prima segunda de la abuela de usted. Sí, sí, no se ría tanto, que hasta parece usted tonto, hombre. Le estoy hablando de cosas serias. Yo confié en usted al entregarle a mi hija porque sé que es un buen muchacho y porque viene de buena gente, y la novia de don Vicente no es para desconfiar se diga lo que se diga.

»Yo no tenía la menor idea de que aquel barbudo valetudinario que había sido también compañero de hospedaje tuviese una novia y menos que esa señora tuviera además parentesco conmigo. La diversión que más tarde me produjo pensar en ese noviazgo no entró siquiera en mi incontenible risa de aquel momento: sólo podía pensar en la cara que pondría Anita cuando yo le contase esta conversación, y mientras tranquilizaba al viejo la risa me atragantaba; y vi que me habían puesto delante un vaso de agua, bebí un sorbo y estuve a punto de soltar el agua por la nariz. Volvía a imaginarme contando a Anita las opiniones de Pérez sobre su tía. Y sobre ella. “La joven es escamante también. Se sienta con un descuido que se le ven los muslos. Y para fin de fiesta la visita, la señora esa estupenda que a una legua huele a hembra consentida. Yo digo si unos días en ese ambiente no trastornarán la cabecita de mi hija. Un padre tiembla por la honra de la hija, usted lo sabe”.

Casi tomé simpatía al viejo por haberme hecho reír tanto. Pero comprendí que tenía que reaccionar.

—Ya se lo he dicho, hombre de Dios. Si no fuese todo tan disparatado, no me habría reído así. Pero mire, quédese tranquilo. Dígame lo que le costó el abrigo ese de su niña y los zapatos y los calcetines, y yo se lo doy ahora mismo. Y ahora mismo también subimos a buscar a Soli y se la llevo a usted en taxi a su pensión y ya allí hace usted lo que quiera, le compra las ropas a su gusto y deja usted de temblar por su honra. Mire, don Amando: ¿Quiere un consejo? En vez de esos temblores idiotas, trate con un poco más de cariño a la chiquilla. Estaba aterrada de encontrarse con usted, ¿no lo recuerda?

Don Amando quedó serio, encogido y pensativo.

—No, no, yo ahora no me llevo a la niña. Lo que me dice me basta. Yo… ¿qué más quiere un padre que unas señoras se ocupen de su hija? Esas señoras tienen todos mis respetos. ¿Dice que el padre de la joven es cónsul? No me diga más. ¿De dónde? No conozco ese lugar.

Otra vez la desconfianza. Pero tuve que disimular la risa porque a mí también me había parecido irreal el nombre.

—Se pronuncia Enguma, se escribe —deletreé— Nguma.

Para mi sorpresa, el viejo Pérez se acordó de esa república; la primera que había sido declarada libre, aparte de Liberia. Aquel demonio de viejo sabía muchas cosas.

—Así que ¿es africano ese señor Corsi? La hija no tiene facciones que indiquen origen negro, pero en confianza, Soto, no me diga que no parece raro todo. Yo también le doy mis explicaciones. Y le daré luego un consejo a usted, jovencito. Hay un refrán que dice: «piensa mal y acertarás». Algunas veces se equivoca uno siguiendo el refrán y aquí me parece que he metido la pata. Las extranjeras son raras, eso no me lo negará usted, pero así, cariñosas con los niños no suelen ser, y quererse quedar con mi Soli, ¿qué más querría yo, en buenas circunstancias, que se encapricharan de ella gentes pudientes y me la cuidaran? Pero esos afanes de quedársela sin más ni más… Bueno, usted me entiende. Claro que tratándose de gente buena y sin tacha, si me la tuviesen hasta que don Vicente me consiga la beca en un colegio, yo no iba a decir que no. En fin, le estaba explicando, Soto, lo que vi allí que me escamó. Las pintas de ellas desde luego, y más tarde cuando la niña se quedó un ratito a solas conmigo y vi tan asustada a la criatura, quiso la pobrecita decirme que se encontraba bien, y para darme a entender las grandezas de aquella casa me contó que estaba llena de camas donde «no dormía nadie por la noche». Así mismo. ¿Eh? ¿Qué me dice?

—Pues le digo que es cierto, que han tomado en alquiler una casa amueblada demasiado grande. Pero no veo el mal por ninguna parte.

—Y luego, cuando estábamos comiendo, llega la criada, que parece de alta comedia, y dice que traen dos trajes para el señor Corsi y la factura, y la joven —¿Anita se llama?— le mira a usted, Soto, y usted, que es un tipo agarrado si los hay, recoge la factura, saca una cartera llena de billetes y le da a la sirvienta para que pague. No, no, no me diga nada. Son como parientes suyos, los conoce desde hace no sé cuánto tiempo, muy bien, pero yo no estaba seguro de eso, y era raro. Ya sabía yo que usted es rico ahora. Sí, señor, ya lo sabía yo. La novia de don Vicente se lo escribió. Antes de encontrarle a usted el otro día, cuando se empeñó en sacar a pasear a mi niña, ya me lo había contado don Vicente. «¿Se acuerda usted, Pérez, del joven Soto? Pues ha heredado una fortuna de la pobre abuela y está haciendo disparates, ha ordenado malvender todo según me cuenta Eduvigis…». Conque ya lo sabe. Cuando lo encontré a usted con su traje viejo de siempre, tan sencillo como siempre, pensé: «Éste no ha recibido dinero todavía o es un tipo más listo de lo que se cree y va a ser de los que se dediquen a negocios y lo vamos a ver en coche cualquier día». Cuando vi la cartera llena de billetes y usted venga a pagar cuentas, me dije: a éste tan ordenadito, tan agarrado como es, me lo están desplumando. Todo se explica, sí, señor, todo se explica y ya sé que aunque usted dio el dinero eso no quiere decir que pagase usted los trajes. Pero lo creí. Y para mí no dejaba de ser raro…

—Bueno, pues nada, don Amando. Vamos a buscar a Soli ahora mismo para que se quede usted más tranquilo.

—No, Soto, no, si yo… Si ya sabe usted la carga que es esa pobre hija desgraciada… Bien está que me la tengan hasta la semana que viene como me dijeron. El día que yo vuelva a comer tendré el gusto de conocer al cónsul y me prepararé para darle conversación al señor ese sobre Nguma, no me crea ignorante, Soto. No soy tan ignorante como usted cree. Y quisiera que no me tuviese en cuenta lo que he dicho, Soto. Y si a usted le parece, para que no tenga que avergonzarse de mí, voy a atreverme a pedirle a usted un pequeño préstamo para presentarme más decente cuando vuelva a alternar con sus amigos. Usted se avergonzó, no lo niegue, cuando me tomaron por su padre.

Lancé lentamente el humo de mi pipa. ¿De manera que al fin había llegado el momento del sablazo? El viejo aquel me pareció repugnante.

—No, don Amando. A mí no me saca usted un céntimo. ¿No dice usted que soy muy poco generoso? Pues bueno, sí, mi dinero es mío. Y además no tengo mucho, así que nada de préstamo. ¿Es que con todas las insinuaciones repugnantes que ha hecho usted antes buscaba motivos para un chantaje? No, hombre, no. Si no le he cogido por el cuello y no lo he echado a la calle es porque me da usted pena, pero no tanta como para darle una perra. Y ahora, vámonos.

Me detuvo con un ademán de súplica, señaló su taza vacía.

—Otro cafetito al menos…

Ya me sentía fastidiado, pero no pude negarme. Tampoco resistí luego la tentación de preguntarle por qué me creía tan avaro.

—Bueno, avaro no he dicho. Agarradillo, apañadito… Los jóvenes y más los artistas viven su vida cuando se van de sus casas como usted, que según me han dicho se fue muy joven; hacen locuras, se juegan el sueldo si lo tienen, cosas de ésas. Y usted nada de eso: no tuvo deudas nunca, no tuvo caprichos, no se le vio ninguna debilidad, ninguna travesura… Y ahora mismo, si me apura, le veo a usted con una cartera así de gorda exponiéndose a que le robe alguien en el metro, y le veo a usted vestido con su traje de siempre. Un traje original, como artista que es, pero ya ve usted cómo lo miraba la despampanante ésa, la visita… Como diciéndole que no está usted a tono con aquella casa, con todos ellos, vaya. Y sin embargo, la cartera que usted lleva sí está a tono. Le digo que es agarrado porque prefiere parecer un pobre diablo que gastar sus cuartos en usted mismo. Y crea que le aprecio, Soto, y que a mí también me da pena usted como a usted se la da mi pobrecita niña; me da pena porque no sabe vivir ni gozar ni ser bohemio ni ser señor. Por eso voy a darle un consejo.

—Pérez —dije levantándome y alcanzándole el sombrero—. Usted abusa de su vejez y de sus lástimas. Guárdese sus consejos. Vámonos.

Pérez no se movió.

—Usted también se ha permitido darme consejos a mí, así que escuche, Soto. No le pido ninguna limosna, se la doy yo con mis palabras. Lo que le quiero aconsejar es que si no tiene usted corazón para compadecerse de quien merece compasión, no lo tenga tampoco para quienes no merecen compasión alguna. Y no me refiero a esas señoras, que ya sé que son unas benditas. Pero no se fíe de los ricos; si hace un préstamo, hágaselo a un pobre. Los pobres devuelven lo que se les presta y si no lo devuelven porque no pueden, dicen que Dios se lo pague a uno. Los ricos, si pueden, no devuelven nada, dicen que se han olvidado de un préstamo que siempre les parece pequeño, y Dios se ríe y piensa que le está bien empleado al tonto que prestó por vanidad y que encima hizo sacrificios y se privó de vivir bien, como usted hace, y pudiendo parecer un señor no lo parece.

Mientras Pérez iba diciendo estas cosas le iba sacando yo a la calle.

—Ya ve, Soto, que le he hablado como un padre. Ya sé que con lo que le he dicho no he hecho más que enfadarle y que no me remediará usted ni con una perra. Y sin embargo, le he dado un consejo bueno. Algún día se arrepentirá de haberme tratado mal pensando en este consejo.

¡Qué Jeremías aquél! Nos paramos en la acera uno frente a otro y le vi tan pequeño, tan caricaturescamente parecido a su hija, tan hábil para pedir, para hurgar en el orgullo de uno, en ese orgullo que yo no sabía que tenía de ser joven, y un cuerpo sano, y dinero en el bolsillo por primera vez en mi vida. De tener consciencia de que todo eso eran dones inmerecidos si no sabía aprovecharlos. Le vi observándome con tanta ansiedad, que eché mano al bolsillo. Él lo notó. Notó mis dudas sobre lo que iba a darle. Su afán le traicionó.

—Si pudiera prestarme cien pesetas, Soto…

Cien pesetas habían sido mucho para mí cuando no tenía nada. Puede ser que a un cambio real fueran lo que en el momento en que anoto estos recuerdos suponen mil. Pero en la vida que llevábamos entonces, la vida que habíamos compartido en muchos aspectos Pérez y yo, eran más. Para mí, durante aquellos últimos meses de aturdimiento y de vejez de alma, ni siquiera habían sido nada. Me habían entregado un sobre con lo que suponía una fortuna en otros tiempos; lo que yo no había logrado ganar nunca en un año, y ese sobre, después de sacar lo que necesitaba según mi cómputo de siempre, lo cerré y lo guardé en mi cartera hasta olvidarme de ingresarlo en el banco cuando abrí la cuenta para los sucesivos envíos que me estaban llegando. Lo abrí en la noche toledana.

Tuve el impulso de dar mil pesetas al viejo para que se vistiese, para que se remediase. Pero su petición de cien pesetas me contuvo. Y el recuerdo de su malignidad. Quizá pensaba que trataba de comprarle.

—Mire, Pérez, voy a hacerle no un préstamo sino un regalo. Y tiene usted que saber una cosa: voy a contarles a mis amigas lo que usted ha pensado de ellas, porque les hará reír como a mí y no se lo harán notar a usted porque les da usted pena. Le voy a dar cinco veces más de lo que me ha pedido. ¿Va bien?

—Hombre, bien… —las manos le temblaron al coger el billete de quinientas pesetas—, y si me da usted mil todavía mejor. No, no crea que abuso. Yo le demostraré que soy agradecido. Si hay algo que pueda hacer por usted…

Me venció. Me dio lástima. Le dije que sí, que seguramente podría hacer algo por mí alguna vez. Y le despedí.

Me quedé en aquella esquina viéndole marchar hacia el metro, me quedé quieto al menos un minuto. Luego volví hacia la casa y a medio camino me arrepentí. Necesitaba un rato para mí mismo, para pensar, para desentumecerme.

Eché a andar por el Retiro hacia la puerta de Alcalá. El parque me parecía hermoso, la vida me parecía hermosa. Yo no había querido conservar las pobres rentas que la timidez de mis abuelos sacaba a una fortuna mucho mayor de lo que yo había supuesto aunque ya, en un plano de fortunas, no fuese grande. No había querido escuchar los consejos de los amigos de mis abuelos. Había querido tener aquel dinero en mi mano para algo: para pintar descuidado de toda preocupación por las pequeñas cosas de la vida. Y lo decidí, con tozudez, pero sin pensar demasiado. Si yo fuese un genio tendría derecho a eso, a vivir descuidado, metido en un afán, a vivir sólo mi parte. Pero en cuanto supe que podía hacerlo así, la magnífica idea de mi lucha se fue de mí, me quedé vacío. Yo no sería nunca un gran artista.

Por no sé qué milagro estaba disfrutando del simple hecho de vivir. No quise admitir que el viejo Pérez hubiera influido en mí para saber cuánta suerte tenía yo en la vida. Pero sentí que mi suerte era buena.

Me encontré en Cibeles. Eché a andar por Recoletos y, sin pensarlo, al pasar por la puerta del café donde me había reunido a veces con Perucho y sus amigos después de comer, me asomé a la puerta. Desde una mesa me llamó alguien: un pariente de Perucho que asistía a nuestras tertulias de pintores y escritores incipientes. Un hombre de mi edad que llevaba dos años preparando oposiciones a Registros, o a notarías, o a cosas de esas que a nosotros nos parecían irreales. Allí estaban tres o cuatro conocidos. Un compañero de la Escuela de Bellas Artes y un escritor que decían que era un genio incomprendido y otros dos cuyos nombres no recordaba yo, pero que me saludaron. Mi amigo pintor me dijo que ya empezaban a creer que me había metido a fraile como Perucho.

—Monje —dijo Juan, el primo de Perucho—. Es distinto.

De pronto me encontré entre una discusión sobre la «traición de Perucho», el fracaso, el espionaje que había supuesto que mi amigo hubiera pasado tanto tiempo entre los demás ocultando que era retrógado.

—¿Espionaje de qué? Ha visto otra cosa, se ha ido. Es algo incomprensible, pero ha ido así.

—No tan incomprensible —dijo Juan—. Pedro, de chiquillo, era muy exaltado, tenía espíritu religioso, después perdió la fe, ahora la ha encontrado otra vez.

—Pero ¡qué cuernos es eso de la fe y para qué sirve metido en un encierro y sin hablar con nadie!

—Están los santos… y los artistas —dijo Juan—, todos vivimos pendientes de algo más allá de nosotros.

Me interesé. Pero la discusión se hizo pedestre en seguida. Allí no se admitía más que la traición, el engaño; no se admitía esa clase de fe. Perucho era un fracasado, y lo sabía. Se había encerrado entre cuatro paredes para dejar de luchar, para estar tranquilo.

Juan desvió la conversación hacia la pintura, dijo que sabía que yo había presentado dos cuadros a la Nacional aquel año y que estaban admitidos.

—No sé si es para darte la enhorabuena —dijo mi compañero de Bellas Artes—; en la Nacional han admitido cosas malísimas este año, lo que no haga sombra a los favoritos, a los académicos, y nada nuevo.

—No sé —dije sintiendo una extraña paz—, yo me he convencido de que no tengo talento y renuncio a la lucha. Ya no soy pintor. Hace dos meses que no cojo un pincel, y no lo echo de menos. Eso se acabó para mí. Ahora me dedico a otras cosas.

—Siempre te has dedicado a otras cosas: has sido la hormiga del pluriempleo. No me digas que te has casado y que quieres mantener a tu familia dignamente como Rogelio Báez, que ahora está empleado en la Standar.

—No. No me he casado. He cambiado de ocupación.

—Vaya. Llevas una camisa estupenda y la corbata también. Por lo demás, sigues con tu uniforme de pintor. ¿En qué te ocupas?

No tuve que contestar porque pasaba una señora por la calle y alguien reconoció en ella a la mujer de un personaje político. Empezaron las bromas agrias y las maledicencias. De la señora se pasó al marido, del marido a otros elementos que tenían en sus manos poderes o dinero. De eso se pasó a la corrupción general que había.

—Aquí hay que ser ladrones, pero ladrones de mucho, para triunfar.

—Aquí y en todas partes. Pero también tiene su miga eso de saber robar. Conozco a algunos sinvergüenzas tan derrotados como yo mismo.

—Si son sinvergüenzas de verdad, llegarán a mucho.

—Quizás haya que trabajar también en eso de la falta de escrúpulos. Quizá se necesite genio también para llegar a algo dentro del gremio de bandidos. Hay quien no llega más que a carterista de metro. Las medianías, los que se pasan la vida en un oficio, no sirven.

Recuerdo estas cosas como entre una niebla. Quizá no se dijeron aquel día, sino que se habían dicho otras veces. Yo estaba convencido de que lo que no valía la pena era hacer sacrificios para algo que no le llenase a uno el alma. Y lo dije. Yo había dejado de ser pintor porque me había convencido de que no me valía la pena aquella obsesión al margen de todo otro interés en la vida. Entendieron mal. Creyeron que decía que no valía la pena porque no sabía vender mis cuadros ni veía posibilidad en ellos para ganar dinero. No quise explicar nada.

Cuando salí de allí, con Juan, le pregunté si había tenido noticias de Perucho. Las tenía y me dijo el convento donde estaba. Si iba alguna vez por aquel pueblo de Segovia, a lo mejor me dejaban ver a Pedro.

Eché a andar otra vez. Mis pasos me llevaron firmemente hasta el taller del sastre de don Carolo. Encargué unas cuantas cosas y sentí que me gustaba aquello: nuevos uniformes. Nuevo pelaje. Quizá fuera la primavera, dicen que las plumas de algunos pájaros se colorean con colores nuevos al llegar la primavera. Todo tiene un sentido. Yo no pensaba eso, pero me sentía ilusionado como nunca en mi vida lo había estado. Excepto cuando me inventé aquel traje de pana negro, el que llevaba. Fui después de una zapatería a una camisería. Di el encargo de que llevaran mis compras junto con los zapatos viejos y la camisa y la corbata de don Carolo a casa; a la casa de los miradores redondos, que era la mía ya. En lugar de aquella camisa y corbatas prestadas me puse un jersey negro muy fino, de cuello de cisne, zapatos ligeros y calcetines negros también. Todo aquello le iba bien a mi traje. Al menos, yo lo pensé así.

Quisiera no acordarme de esas cosas. Pero si se trata de recordar precisamente lo que he olvidado consciente o inconscientemente, tengo que anotar esa sensación de poder, ese espíritu de conquista que me entró al verme reflejado en un espejo.

Todavía eran cortas las tardes. Había bajado mucho la luz cuando terminé mis compras. Me entró una impaciencia enorme. Se me ocurrió que quizás Anita ya no estuviera en la clínica si tardaba mucho en ir a buscarla, y tomé un taxi. Al entrar en el sanatorio la impaciencia me impidió esperar un ascensor y subí de tres en tres los peldaños hasta el piso donde estaban las habitaciones de Corsi.

Anita estaba en el saloncito. Y Zoila. Y otras personas. En la alcoba, junto a don Carolo, una señora madura y para mí desconocida acompañaba al enfermo. Se hacía así: junto a don Carolo iban pasando uno a uno sus amigos y luego se ponían a charlar en la recepción aquella del saloncito. Desde mi nueva obsesión de la tarde me fijé en que todos iban bien vestidos: la señora madura que hablaba con Corsi, y que según supe era la nieta de aquella marquesa de la que tanto había oído hablar, y una pareja joven que charlaba con Anita. De Zoila pensé que era demasiado rebuscada y demasiado maniquí para ser elegante. No lo era. La miré con extraña satisfacción al afirmarme eso. Y ella me dedicó un ligero y afectuoso saludo.

El matrimonio joven y la nieta de la marquesa se despedían. Anita se acercó a su padre y Zoila hizo que me sentara a su lado un momento. Se había dado cuenta de mi cambio, y le gustaba. Sentí más simpatía por ella, que, después de todo —como había dicho el viejo Pérez—, era una mujer despampanante y tenía unos ojos preciosos. Lo que entendí en sus ojos me hizo sentirme muy seguro. Me acerqué a Anita un momento y le pedí que saliésemos luego a cenar por algún sitio si no estaba cansada. Ella sí que no se daba cuenta de que yo había cambiado. Se alegró con la perspectiva de la cena y aceptó.

Lo hice a tiempo porque luego aparecieron dos personajes masculinos —un señor de la edad de Corsi y un joven que podía ser su hijo—. El joven se llamaba Asís y quizá por eso, porque nunca había oído antes ese apelativo de Asís a un Francisco, me resultó antipático y me pareció afectado. Quizá me resultó antipático por su nombre o acaso por la familiaridad con que trataba a Anita o por cómo me observó cuando ella dijo que yo era su primo, aunque no había impertinencia en la observación, sino algo así como una ligera sorpresa. Le dejé hablando con Anita y me acerqué a Zoila y al señor mayor, que estaba muy animado charlando con ella, pero Anita me llamó.

—Martín, Asís quiere pasar luego a buscarnos para ir a cenar al Riscal con los demás, yo creo que esta noche no podemos, ¿verdad?

Me dio alegría aquel «no podemos». Y repetí con suavidad que no, aquella noche no podíamos.

Anita nos miró a los dos, a mí y al otro.

—Quizás él sábado como siempre, Asís. ¿No te parece?

Yo decidí que el sábado no podría ir a cenar tampoco, pero Anita aceptó.

Me empecé a sentir ahogado en aquel ambiente de visitas y entradas y salidas de personajes a los que con una nueva manía calificaba de elegantes o no elegantes. Pero antes de poder escapar de allí tuve que escuchar las aventuras que le ocurrían a Zoila en su búsqueda de un piso amueblado. «Tienes que acompañarme, Martín. ¿Por qué no? Mañana por la mañana, a las doce, ¿verdad? Me recoges en el Palace. Tengo dos direcciones que parecen buenas. Yo quiero una casa recogida, muy independiente…».

Cuando empezaba a exasperarme, ocurrió el milagro. Llegó una señora cuyo atuendo inspiraba a uno la idea de la magnificencia, acompañada de un hombre maduro también lleno de magnificencia pero no elegante. Se marcharon. Se había marchado todo el mundo. Anita atendió a su padre y yo también unos minutos. El señor Corsi estaba mejor, pero un poco cansado.

—¿Por qué tienes ese aspecto tan fúnebre, hijo mío? Pareces Fantomas.

Anita se fijó entonces en mí.

—Ahora no pareces el Ángel de la Guarda sino el ángel de la noche, Martín.

Nos escapamos. Bajamos la escalera, como yo la había subido, casi volando, cogidos de la mano. La noche estaba fresca, olía a lluvia. Anita dijo que tenía ganas de bailar. Yo también tenía ganas.

—¿Sabes bailar, Martín? No sé si te dejarán entrar en una boîte sin corbata tal como vas. Son muy pesados en esas cosas. En la boîte de Castelló me conocen mucho.

Los trajes. Estábamos bajo su signo.

Probamos en la boîte nuestra suerte, y pasamos. Vi un ligero titubeo, eso sí, en los ojos del portero uniformado, pero quizá fueron suspicacias mías. No me dijeron nada.

Bailamos un rato descargando la tensión de nuestros cuerpos. El aire estaba denso de humo, la música llenaba los oídos. La pista era a veces insuficiente, pero yo no lo notaba. A veces tenía la impresión de estar bailando con Anita, solo en el mundo, solo con ella.

—Martín, qué magnífico. ¿Quién te ha enseñado a bailar así?

Me había enseñado ella cuando éramos chiquillos, pero no quiso creerlo cuando se lo confesé.

—De todas maneras se ve que en esa vida de monje que, según dices, has llevado tantos años, has tenido tiempo de practicar. Alguna vez me contarás tu vida.

Fue una noche tan buena como todas las de aquella primavera cuando logré que saliésemos solos. Cenamos en una tasca bajo el puente de Segovia y luego buscamos una feria ambulante de las que se arman en las afueras de la ciudad, una feria pobre con columpios, caballitos para niños y tiros al blanco. Mi puntería ganó para Anita una muñeca enorme que nos pareció muy fea.

—Quizá le guste a nuestro Gnomo.

Yo procuraba no emocionarme con la cercanía del cuerpo de Anita. Ella seguramente no tenía ningún problema en esa clase de emociones, y su alegría y su vitalidad descuidada hacían muy fácil la diversión inocente que sentíamos. Empiezo a dudar, cuando recuerdo tan vívidamente la sensualidad que había en mi propia contención y mi terca seguridad de que jamás volvería a sentirme atraído hacia Anita como un enamorado, si no fui un gran tonto. Y ella. Quizá podíamos sentirnos tan tontos o tan seguros porque vivíamos juntos, porque volvíamos a casa juntos, porque al despertar sabíamos que íbamos a encontrarnos. Si doña Froilana me decía que Anita y yo éramos una pareja enamorada, la risa mía ante el absurdo era sincera. Y Anita un día se enfadó con Froilana y le prohibió decir disparates. La última época de doña Froilana en casa fue amarga para la vieja señora.

—Oh, está loca Anita, ya no es una niña para estar tan loca. Y tú, otro loco. Vais terriblemente equivocados.

A nosotros no nos importaban las angustias de doña Froilana respecto a nuestras personas. Nos importábamos nosotros mismos, nuestra confianza, la alegría de estar juntos. Más tarde empezó para mí la decepción de que Anita, poco a poco, me fuese abandonando como compañero y cada vez más a menudo se marcharse sola con otras gentes. Claro que yo también participé de algunas salidas en compañía de amistades de Anita. El primer sábado aquel en que Asís me invitó no fui a cenar con la panda aquella por un motivo secreto: no tenía aún los trajes que me había encargado. Pero no lo dije. Me volví misterioso, pretexté un compromiso fuera de Madrid. Cargué con mi caja de pintor y me fui a la Sierra: nunca he pasado un fin de semana más absurdamente triste, pero aguanté mi tristeza hasta la tarde del domingo y llegué tostado por el aire del campo y lleno de jovialidad para encontrar la casa vacía, ya que Frufrú había llevado al cine a Soli y Anita probablemente estaba en el sanatorio. Y la criada tenía su tarde libre. Los perros se alegraron de verme. Recuerdo que puse un disco nuevo en la radiogramola y resultó que era la melodía de cítara de Antón Karaz de la película El tercer hombre. Una intensa melancolía, una espera feroz, una necesidad de ver a mi amiga me hubieran convencido de que la necesitaba para siempre, si cuando llegó ella no se me hubiera calmado toda la inquietud tan de repente que me pareció incluso que no me importaba lo más mínimo.

Esto, como digo, ocurrió el fin de semana. Aquella noche del martes anterior, cuando volvimos a casa después de haber vagabundeado mucho y con la gran caja de la muñeca bajo mi brazo, entramos como Reyes Magos en la alcoba de doña Froilana. Soli dormía allí sin compañía porque doña Froilana estaba en la clínica. Dejamos a los pies de la cama aquel juguete sin despertar a Soli y salimos muy despacio sin que la niña se enterase. Por cierto que la ilusión de Soli con aquella muñeca fue mucho mayor de lo que habíamos supuesto. Fue una ilusión tan grande, que nos conmovió. Según nos dijo «era la primera muñeca que le habían “echado” los Reyes Magos». Y aún hoy existe esa muñeca. Soledad la conserva.

No teníamos sueño aquella noche y no sé de qué hablamos. Teníamos tanto que decirnos y nos decíamos tantas tonterías, que siempre quedaba lo importante en el fondo. Lo importante que deseábamos contarnos.

Aquella noche y todas las noches en que salimos juntos durante la primavera nos sentimos felices como si estuviésemos enamorados uno del otro. Más felices que si estuviéramos enamorados. A veces pensaba yo que Anita, con toda su naturalidad, no era una mujer verdaderamente madura; que su frialdad, su pureza física eran las de una jovencita. Pero jugaba a eso sin serlo. Yo sabía ya que había estado casada, que era cierta aquella historia del tal Italo de la que me refería a veces anécdotas sueltas, como sin ilación, sobre la base de algo que fuese ya demasiado sabido para pararse a explicarlo. Alguna vez hablamos de nuestras experiencias sobre lo que podía ser el amor y convinimos en que nunca nos habíamos enamorado. ¿Tampoco se había enamorado Anita de su marido? No, de su marido tampoco. Era un hombre admirable —me dijo— en muchos sentidos. Habían acordado una experiencia en aquel matrimonio, una especie de prueba que duraría lo que tardase en durar el interés por la vida en común de cualquiera de ellos, del que se cansase antes. Anita, según ella, fue quien se cansó antes. Pero ¿por qué? ¿Era desgraciada? Hizo una vez un gesto de duda, pero se le ensombrecieron los ojos. No me quiso decir si había sido desgraciada o no. Dijo que no lo sabía. Pero sí lo sabía. Yo decidí que sí había sido desgraciada y en aquel momento casi estuve seguro de mi amor por ella. Pero fue un momento que pasó. Y otros tantos momentos.

Toda aquella primavera estuvimos pendientes el uno del otro, sin llegar a querer pensar que nuestra atracción tenía ese nombre, amor, que nos irritaba. También nos irritaba nuestro mutuo cuidado en no dejarnos dominar por aquella imantación de nuestros cuerpos, que en algún momento nos hacía acercarnos, sin pensar, uno al otro. Anita tenía gran habilidad para parar cualquier acercamiento de ésos. Quizá tuviera razón doña Froilana, quizás estábamos locos. O quizás hacíamos bien en no estropear las cosas y el engaño hubiera sido fingirnos a nosotros mismos que nos queríamos. Porque de ser aquello un enamoramiento, ¿no hubiéramos terminado por encontrar el camino del abrazo y de la fusión del alma y del cuerpo? Yo hasta olvidé más tarde aquella tensión primaveral junto a Anita; sólo recordé una época algo loca: los días de la clínica, las nuevas amistades, la sensación de estar en vacaciones y más tarde el enojo impertinente de Anita reprochándome que no hiciese nada, que no me ocupase de mi pintura, y entre todo eso mil cosas que llenaban los días, y entre los quehaceres la observación de la tonta vida de Anita entre los que ella creía sus pretendientes, y la curiosidad por sus pequeños misterios tontos, como el de aquella correspondencia que mantenía regularmente con Francia, aun en la época en que doña Froilana estaba con nosotros y que llegó a obsesionarme porque, que yo supiese, no tenía ella nadie en Francia que pudiera interesarle. Me decepcionó saber de qué se trataba al fin aquella correspondencia; pero ella se negaba a contestar a las preguntas más inocentes y me irritaban sus estúpidos misterios cuando descubría en qué consistían.

Un día nos encontramos unidos sólo por la familiaridad, por el hecho de participar en la vida de una casa común, pero ya sin aquella confianza primera, como si no hubiéramos podido soportar el punto de acercamiento a que habíamos llegado. No habíamos podido soportarlo. Pero en vez de estallar como la vida entera cuando llega su época, en un emparejamiento, en un amor que nada ni nadie nos impedía, nos separamos: cada uno de nosotros encontró un interés distinto, una pareja nueva, y cada uno lo mantuvo en secreto al otro y cada uno nos sentimos destrozados en lo que uno del otro habíamos admirado y querido; al menos por mi parte fue así.

Ahora veo esas cosas. Pero en todo puede haber equivocaciones cuando se recuerda, menos en las puras imágenes. Las fotografías de nuestros actos en la memoria son lo único que no engaña, según la doctora Leutari.

Vuelvo a aquel día, a aquella noche en que nuestra diversión estuvo marcada por el signo de los trajes: traje de «Fantomas», traje de vestir, trajes de hombre de mundo, de hombre de negocios, de persona segura de sí misma, viejos uniformes de cosas que uno no era ya… Un guardarropa flotante colgó sobre mi cabeza aquella noche en que permanecí casi hasta el amanecer con los ojos abiertos. Como después de despedirnos Anita y yo no podía dormir, me levanté a buscar un libro en el despacho de Corsi. Todos los que encontré eran libros franceses y volví con uno de ellos a la cama, pero me costaba esfuerzo leer en ese idioma y apagué la luz. No quise pensar en Anita, aunque había visto, tanto al ir como al venir por el pasillo, una raya de luz bajo su puerta, y su desvelo nos unía con una dulzura muy profunda. No quise pensar en ella y pensé en la nueva vida que se preparaba en mí, en una serie de caminos y experiencias de trabajo y suerte, en una serie de ocupaciones masculinas para las que me sentía dotado, pero que iba rechazando una a una según se me ocurrían, para volver a aquel presente en vacaciones, en espera de algo que llamaba de manera misteriosa a mi espíritu, que se revelaría —pensaba yo— en su momento. Aquel equipo de trajes de calle y de vestir, de deporte, de entretiempo y de verano convenía lo mismo a un chico topolino, como se decía entonces, que a un hombre de negocios; podía haberme encargado —tan seguro estaba de que algo que hacer se me revelaría y tan a ciegas de lo que eso podría ser— un traje de aviador y otro de buzo y otro de explorador por si acaso. Todo era posible una vez liberado de aquella obsesión de ser artista grande. Un fantástico guardarropa.

Me dormí riendo. Casi siempre me dormí riendo en aquella primavera y con deseos de que la noche pasase en seguida, de que llegara el día nuevo a su sorpresa.