XII

El calor comenzó con fuerza aquel año. En el calor nos hacían sufrir las restricciones de agua. Madrid estaba creciendo demasiado de prisa. No sé si aquel mismo año o poco después se juntó el abastecimiento del agua de Lozoya —tan limpia y tan fría como recién brotada del manantial montañero cuando se abrían los grifos— con la de Santillana. Si ya se había cumplido esa disposición, no bastaba para el abastecimiento. Con el calor se dejaron de regar las calles, se secó el estanque del Retiro, hubo invasiones de insectos —sobre todo hormigas aladas y moscardones negros— y aun se dejó de notar alivio durante las noches. Hasta en los pasillos de aquella casa de techos altos parecían mustiarse las rosas rojas y las rosas azules, y la sangre ardía y el cuerpo rechazaba hasta el contacto de las sábanas. Quizá todo eso contribuyó a anular mi voluntad y a convertirme en una especie de loco suelto, sin casi discernimiento del bien ni del mal.

Pero apartando a un lado justificaciones y reproches a aquel muchacho, a aquel hombre de veinticuatro años que fui yo, lo que ponen de relieve los recuerdos desechados no es esta interesante explicación. No hay explicación. Y antes del verano, en la primavera, yo me sentía perfectamente bien y con la cabeza más lúcida que nunca.

El tiempo primaveral fue más bien fresco con algunos días hermosos y luego retrocesos al frío. Después de un giro de la naturaleza hacia el invierno, llegó de pronto el verano más caluroso que recuerdo. Yo, mientras tanto, me había quedado a vivir con la familia. Ni siquiera tomé la decisión de instalarme. La acepté como algo natural.

—¿Quieres esta alcoba? —me dijo Anita el lunes—. Le diré a María que te la arregle.

No sé por qué aquella alcoba. Estaba entre el comedor y el cuarto de Frufrú. Era amplia y cómoda, con un balcón que daba al Retiro. Pero aquél era un piso muy grande y había otros cuartos también buenos. Yo no supe elegir. Anita decidió por mí. Ella tenía razón cuando decía que en su casa cabía mucha gente y éramos muy pocos ocupándola.

—Tía Froilana querrá dormir con la niña. Nunca le ha gustado dormir sola. A mí sí, y nos hemos enfadado más de una vez por eso.

Aquella primera época fue la época de doña Froilana.

Apareció en la clínica el lunes, casi a primera hora. A mí me había dado tiempo para tomar un par de cafés en un bar cercano, porque aquel café lechoso que me sirvieron en la clínica me daba repugnancia. Una vez en el bar pensé escaparme. No de la familia, sino de la clínica. Pensé que sería conveniente ir a casa, despertar a Anita y traérmela al sanatorio. No sabía qué hacer con don Carolo y sus quejidos, ni cuándo me pedía que le afeitase convenientemente (yo no me atrevía a hacer de barbero en aquellas condiciones, nunca había afeitado a nadie más que a mí mismo). No me gustaba nada estar en el sanatorio. En resumen, quería irme. Nadie podía impedírmelo. Y nadie me lo impidió, pero la verdad es que sentía ciertos remordimientos. Según el enfermero, don Carolo pasó una noche agitada, pulsó el timbre varias veces y entró la enfermera de guardia sin que yo, dormido como un leño, me enterase de nada. Había sido un acompañante completamente inútil.

Volví a la clínica un poco exasperado por no haber encontrado abierto el quiosco de los periódicos, y me senté a fumar en el saloncillo. Don Carolo me llamó. Dijo con voz débil que prefería que fumase a su lado. Pasé unos minutos muy tediosos hasta que oí aquel cotorreo en francés junto a la puerta de la salita. Luego me llegó una frase española salpicada de palabras extranjeras. «Oh, no, ma soeur, los hijos están en América. Ese uomo es un impostor…». Recuerdo con claridad lo del uomo impostor, que se refería seguramente a mí, el hijo postizo de don Carolo. Las cosas habían cambiado y solamente era ya un simple sobrino, pero la persona que hablaba no lo sabía.

Entró seguida de la monja. Yo me puse en pie y don Carolo abrió los ojos, que se le llenaron de lágrimas.

Doña Froilana era muy menuda y aun antes de quitarse el sombrero me trajo al alma una racha de viejos recuerdos felices y coloreados. En aquel momento ella llevaba un abrigo ligero de un color amarillo intenso y una pamela adornada con frutas artificiales y cubierta por un velo que se anudaba bajo la barbilla. Era increíble. Don Carolo le tendió las manos.

—Te has dignado venir al fin.

Doña Froilana apartó el velo y, como también había llorado al ver al enfermo, secó sus lágrimas con un pañolito que olía a perfume. Después se quitó la pamela y la dejó sobre la silla. Vi una carita de mono, muy pintada y como arrugada, y un cabello de color de fuego, y recordé desde un asombro extasiado el nombre por el que yo conocía a aquella señora. El diminutivo que le daban Carlos y Anita, que le dábamos todos en otra época. Y dije en voz alta:

—Frufrú.

Ella al pronto ni me escuchó. Sólo la monja se volvió a mirarme. Frufrú daba sus explicaciones a don Carolo.

—¿Cómo querías que viniese? ¿Volando? No había tiempo de buscar billetes de avión. Además, el avión me pone mala de miedo y tú lo sabes. En cuanto oí tu llamada, pedí a monsieur Dupont que me aconsejase. Oh, sí, no dudé de sacarle de su lecho a altas horas de la noche para acudir al teléfono. C’est très bon garçon. Él me impidió hacer tonterías, como llamar a Madrid, por ejemplo. Supo convencerme de que si estaba decidida a venir no era necesario que gastase en una conferencia. Monsieur Dupont es admirable. Me acompañó muy temprano a la gare… Todo el día rodando en tren por Francia. Toda la noche por España. Y aquí estoy.

En su charla Frufrú mezcló tres idiomas.

Durante los primeros días de su estancia entre nosotros me fue difícil entenderla. A los pocos días se hizo comprensible, pero en aquel momento tuve que adivinar el sentido de sus palabras. Entendía lo suficiente para hacerme un lío.

—No es posible, le pusimos un telegrama ayer, Frufrú, después de la operación.

—Ayer estaba yo en el tren. Vine porque Corsi me ha llamado.

Don Carolo gruñó que no había creído que Froilana le oyese. ¡Se oía muy mal por teléfono! Sólo ruidos.

—Claro que oí tu voz, Corsi. ¡Sé muy bien que eres capaz de decir que te mueres por un catarro cualquiera, pero también sé que no hubieras humillado tu orgullo llamándome por eso.

Fue la primera época. La época de doña Froilana. Nada hacía presentir la fiebre del verano.

Doña Froilana se ocupó de todo lo que concernía a nuestra comodidad y encontró en seguida una sirvienta fija para que nos atendiese aparte de María la asistenta. Los suelos fueron encerados, los cristales brillaron, hubo un remozamiento, un esplendor de cortinas y objetos de plata. Hasta Anita, a quien ponía nerviosa en aquella época la presencia de su tía, se alegró de que estuviera con nosotros.

Nosotros nos olvidábamos de todo según nos hizo notar Frufrú. Por ejemplo, nos olvidamos de que el martes habíamos invitado a comer al viejo Pérez: ni siquiera se nos ocurrió hablarle de eso a doña Froilana. Por azar se había dispuesto la comida en casa el martes. Anita y yo, al salir de la clínica, fuimos a unas mantequerías para dejar una lista de encargos y luego nos entraron ganas de vagabundear un poco por el Retiro. Sabíamos que doña Froilana se había ocupado ya de la asistenta, de la comida, de la niña. Teníamos un rato de libertad.

Yo quería que Anita me dijese si era o no cierto que había estado casada alguna vez con un señor llamado Italo. Pero ya me habían comenzado los síntomas de una enfermedad, de timidez, de miedo a hacer preguntas, que siempre me había acometido delante de los Corsi. Prefería que ellos con su charla me revelasen las cosas. Y no me atreví a investigar seriamente el asunto de Italo en aquel paseo, a pesar de que Anita lo nombró descuidadamente a propósito de su tía Froilana. La conversación sobre esa señora era la única que interesaba a Anita desde el día anterior. Se estaba obsesionando con ella.

—Se ha vuelto insoportable. Y avara. ¿Quieres creer que no ha traído ni un céntimo para ayudarnos si hacía falta? Desde que es rica se ha vuelto atroz. Imagínate si no llegas a estar tú con nosotros, Martín. No teníamos un céntimo en casa. Papá perdió jugando al bridge lo que le quedaba de la última remesa. Hubiéramos tenido que pedir un préstamo y Froilana estaba esperando que eso sucediera. Se ha vuelto maligna. Y esa locura de quererse casar con su espantoso monsieur Dupont…

Anita no demostraba su sentido del humor cuando se trataba ese asunto. Me eché a reír y dije que realmente era inconcebible. Seguramente una locura senil. Había oído decir que había locuras seniles. Una anciana…

Mi voz se perdió en un murmullo. No me pareció oportuno decir que doña Froilana se había empeñado en considerarme futuro marido de Anita. La tarde anterior, cuando comenzaron a llegar visitas a la clínica, yo acompañé a la vieja señora a casa y ella me dijo en su charla, medio incomprensible aún, que debería animar a Anita a una boda rápida. Hacíamos una hermosa pareja. Una pareja de estudiantes. Ella nos ayudaría. Viviríamos en París, en su casa, y Anita estudiaría. Afirmó con seriedad que Anita era una buena estudiante, la calificó de cerebro privilegiado. Sólo le faltaba el examen final para acabar el Baccalauréat.

Me miró con sus ojitos redondos y observó que aquello no me impresionaba demasiado. Debió de pensar que yo también necesitaba ánimos y afirmó que era inteligente. Estudiaríamos los dos en París.

La idea me resultó tan divertida que hasta me costó trabajo quitarle las ilusiones a doña Froilana explicándole que ni Anita ni yo teníamos edad de ser estudiantes. Y menos de Bachillerato. Por otra parte, yo hacía muchos años que había terminado mi Bachillerato. A la edad corriente de esos estudios.

—¿Y te dedicas a hacer algo ahora, mon petit? —dudó un momento—. Pero al menos tienes algo de dinero. Anita me ha explicado que has recibido una buena herencia de tu querida abuela, ¿no es cierto?

Le dije que era pintor.

—Oh, es magnífico… Un artista. Un gran artista. Monsieur Juan Gris, monsieur Pablo Picasso, monsieur Martín Soto. ¿Por qué no? Tú pintarás, encontraremos un buen marchante. La fama, la gloria… Y Anita concluirá sus estudios. Nunca debió dejarlos, nunca.

Le expliqué a Frufrú que Anita y yo no éramos más que unos amigos muy recientes y que de ninguna manera estábamos enamorados y que en nuestros planes no entraba la posibilidad de un matrimonio en ningún caso. Lo más que se podía decir de nosotros era que la vieja amistad de la adolescencia nos hacía considerarnos hermanos.

Veo a doña Froilana en aquel momento. Abrió la puerta de nuestra casa y se libró del entusiasmo de los perros con unas rápidas caricias, olfateó el olor a la cera con que María acababa de frotar el suelo y escuchó mis últimas palabras con impaciencia mientras se quitaba su sombrero. Las rechazó con energía.

—Tonterías. Ustedes —siempre nos llamaba de usted en plural al estilo sudamericano—, ustedes son uno del otro, como Adán y Eva. Me ha bastado verlos juntos para dar gracias al buen Dios por el prodigio. Anita ha encontrado por fin a su hombre, a su esposo. Ya me voy dando cuenta de que aún no se han atrevido a acostarse juntos. No me mires con esa cara. Lo sé porque eso se nota, y está bien así, con tal que la boda se haga pronto y todo vaya normalmente.

Nada dije de esto a mi compañera de paseo. Pero insistí en la ligera locura senil que tenía doña Froilana con la tecla de los matrimonios, pero aparte de eso era simpática…

—¿Qué dices ahí de ancianidad? Tía Froilana sabe muy bien lo que hace. Y no es anciana —se echó a reír—. ¡Tiene la edad de Italo! ¿Dices que ya tenía aspecto de anciana cuando la conociste? Pues no tenía ni cuarenta años entonces. Lo sé muy bien, porque el año en que yo me casé dijo que tenía cuarenta. Como Italo… Cuarenta años es una edad respetable, pero hay gente mucho más vieja que no se considera anciana. Italo se cree muy joven y verdaderamente es joven. Todo el mundo habla de él como de una promesa aún. Y papá no sé qué edad tiene, pero le ha confesado al médico cincuenta y cinco, y si le llamas anciano creo que te odiará para siempre. Tía Froilana no cambia de aspecto porque ha nacido así, con el pelo teñido y sus pulseras en las muñecas y sus arrugas alrededor de los ojos. Pero ha cambiado de carácter. Por eso le doy menos mimos que antes. Se ha vuelto susceptible. Y no es vieja para eso. En fin, es una calamidad. Qué cosas más tristes, Martín. Nunca entenderé a la gente. Qué ganas de amargarse por nada. ¿Vamos a casa? Si no llegamos en punto a la comida hasta es capaz de enfadarse. Y cuidando a papá nos hace un favor. Hay que reconocerlo.

Íbamos como casi siempre cogidos de la mano. Me agradaba ir con Anita por aquel parque. El cabello castaño de Anita brillaba bajo las frondas como si volaran sobre su cabeza una serie de mariposas de luz. Me lancé a hacerle una pregunta. Una sola.

—¿Es verdad que te casaste alguna vez, Anita? ¿Existe ese señor llamado Italo?

Anita no me oyó o no se dignó contestarme.

Encontramos a la niña cuidando a los perros junto a la puerta del Retiro más cercana a la casa. Aún llevaba el jersey de don Carolo y los zapatos de tacón alto de doña Froilana, sobre los que había aprendido a andar con soltura de equilibrista a pesar de que le estaban grandes. La llamamos y llegamos con ella a casa.

Entramos en el piso armando mucho ruido. Y los perros entraron corriendo a la salita dorada: una habitación, junto al despacho, que me había dado la impresión de que los Corsi no usaban nunca y que era como esas salas de respeto de las casas de provincias, un lugar recargado de muebles pretenciosos. Oímos a doña Froilana tranquilizando a alguien para que no se asustase de los animales, y Anita tuvo curiosidad por ver quién estaba allí. Yo la seguí mientras Soli pasaba corriendo por el pasillo y huía a las profundidades de la casa.

En la salita dorada estaba sentado el señor Pérez envuelto aún en su sofocante capa española y atendido por doña Froilana, que, en aquel momento, se secaba sus gafas con el suyo. Los dos habían estado lloriqueando.

Confieso que me sentí avergonzado. Una de esas vergüenzas juveniles absurdas, por el aspecto de aquel hombre, por sus melenas sucias, por el tufo que despedía y por sus lloriqueos. Ya había contado la historia de su viudez. Y doña Froilana parecía creerle algo así como mi pariente más próximo, quizá mi padre.

Froilana se volvió rápidamente a Anita para regañarla. El pobre monsieur Pérez no iba a poder ser atendido debidamente. No se había preparado una comida especial para él, y todo por el descuido de Anita al no advertirla de la invitación. El señor Pérez tendría que volver a comer la semana próxima, cuando Corsi estuviese en casa.

Una estampa olvidada del recuerdo es esta comida alrededor de la mesa ovalada: el ramo de lilas reflejado en el espejo, y algunos de nuestros gestos. Y don Armando presidiendo, ya despojado de su capa española, lleno de manchas y con los puños de la camisa sucios y deshilachados. Doña Froilana le había tomado bajo su protección y le hacía hablar. Don Amando tomó la palabra para demostrar sus conocimientos sobre personajes famosos de aquel momento en política, en deportes, en arte. Me di cuenta de que además de todas sus gracias, aquel hombre tenía una lengua maligna. Toda aquella gente tenía historias vergonzosas, eran indeseables, ladrones, repugnantes.

—Si no estuviese delante mi hija, ya les diría…

La niña nos miraba a todos, miraba a su padre y volvía a mirarnos tapándose la boca a veces con la mano para ocultar la risa, con un gesto nervioso. Siempre lo hacía cuando Anita se reía —a veces sin venir a cuento me parecía a mí— de las narraciones de Pérez. Froilana desvió la conversación hacia algo que Pérez le había contado antes y que a ella le había gustado mucho. Pérez había hecho una interviú al dueño de la gata con alas, el monstruo que tanto espacio ocupaba en las crónicas del Madrid de aquel tiempo.

—El animal, para mí, tiene una enfermedad: le salían unos pellejos raros a los lados y estirándoselos daban la impresión de alas, sí, señores. Y el dueño es un hombre muy patriota. Dice que le han ofrecido no sé cuántos dólares por llevarse el animalito al extranjero, pero que él lo daría por menos a un instituto de observación o a un particular, con tal de que fuera español. No quiere que algo tan extraordinario salga de España.

—Oh, no creía yo que los españoles fueran tan amantes de los animalitos.

La criada nueva, ingresada en la casa aquella misma mañana, miraba con asombro a Pérez y con asombro a todos nosotros. Sólo cuando Frufrú le indicaba con autoridad sus faltas en el servicio, recobraba la compostura. Era una sirvienta acostumbrada a «buenas casas» y había exigido cofia, delantal haciendo juego y guantes para servir a la mesa. Y los llevaba. Anita en un aparte me había dicho que no sabía cómo Froilana había encontrado esas cosas. Hacía mucho tiempo que las sirvientas que desfilaban por la casa se negaban a usar tales refinamientos. («Bueno, la verdad es que yo no les digo nada. Que vayan como quieran. Yo…»).

La niña no decía nada. Pero debía de estar pensando que «aquello era de película», como decía ella. ¡Pobre Soli! A veces, entre sus gestos de risa, suspiraba. Estaba muy contenta de que su padre, gracias a que aún no le habíamos repuesto los zapatos y el abrigo perdidos en la noche toledana, no podía llevársela. Antes de la comida se escondió. Tuvimos que buscarla. No contestaba a nuestras llamadas. Empezábamos a inquietarnos seriamente, creyendo que se había marchado a la calle, cuando María la asistenta la encontró bajo una de las camas del cuarto de doña Froilana. Al verse descubierta tuvo una pataleta histérica resistiéndose a salir de allí y gritando entre sollozos que su papá le pegaría. Fui yo quien la saqué a rastras y la tranquilicé diciéndole que su padre se guardaría mucho de pegarle delante de mí. Pero ¿por qué iba a pegarle? Era absurdo.

—Los zapatos nuevos —hipó la niña apretada contra mí—, el abrigo tan bonito, tan caro… Mi papá no tenía dinero.

Lo que pensó Soli escondida bajo aquella cama es algo que me contó muchos años más tarde. Pertenece a lo que la doctora Leutari llama «El cuento de Soli». Este cuento de Soli me ha prohibido la doctora que lo mezcle a mis recuerdos en este relato.

A la niña le latía el corazón allí en la penumbra, tumbada en el suelo. «Mi papá se marchará —pensaba—. Cuando le digan que he roto los zapatos, contará que soy mala y que robé el jabón y todo. Anita le dirá que fui yo quien tiró a la basura el abrigo. Anita es una mentirosa, pero la van a creer a ella y no a mí. Ahora no quiero que me encuentren. Ahora no».

Se distrajo cambiando de postura, pasando los dedos por los alambres del somier y se acordó del gato que tenían las Emes y que se llamaba Carabina. El gato y ella se metían a veces bajo las faldas de la mesa camilla en la cocina. Si al terminar de comer ella lograba escurrirse y desaparecer así, quedándose muy quieta junto al brasero, era casi seguro que su papá se olvidaba de pedirle los deberes. La niña escuchaba las conversaciones de su padre con don Vicente el carlista. Hablaban de gentes de antes de la guerra, y si uno opinaba que una persona era valiosa el otro opinaba que era una mierda, así, con todas sus letras. Si uno decía que alguien era valiente, el otro decía que era un asesino. Soli comprendía que era un juego. Alguna rara vez hablaban de ella. Eso era al mismo tiempo malo y bueno. Bueno porque a Soli le palpitaba el corazón al ver que su papá se estaba acordando de ella. Malo porque terminaban llamándola después de hablar del colegio para el que iba a conseguir una beca don Vicente. Un colegio de monjas. Soli tendría que pasar un examen para ver si era merecedora de la beca que le darían. La beca —se lo había explicado su papá— era dinero para pagar aquel colegio carísimo donde Soli tendría que andar de puntillas y decir a todas horas «sí, madre; no, madre, o sí, hermana; no, hermana». Esto se lo había explicado a Soli doña María. El papá de Soli le exigía que diariamente hiciese deberes escolares. Tenía que copiar todos los días un trozo de la enciclopedia elemental que le había regalado un amigo de su padre, y copiarlo sin hacer una sola falta. Y aun eso era lo más fácil: solía hacerlo cuando su papá se marchaba al café, o al periódico, o al Ateneo y se marchaba don Vicente y la cocina quedaba tranquila. Como la mesa camilla era muy grande, Soli se instalaba de rodillas en un asiento, para hacerlo mejor; frente a doña Matilde, que hacía sus encajes para ornamentos de ropas eclesiásticas.

Cuando terminaba la copia, si tenía suerte y no se fijaban en ella cuando decía que iba a guardar el cuaderno, marchaba pasillo adelante después de ponerse el abrigo y abría despacito la puerta de salida, bajaba la escalera y se encontraba en el frío y la animación de la calle. Esas escapadas le gustaban mucho. A veces iba hasta la Gran Vía a ver las carteleras de los cines.

Sabía calcular el tiempo y volvía quedándose en el rellano de la puerta hasta que Paca, la sirvienta, salía a buscar la leche como todas las tardes. Ella fingía que la estaba aguardando para darle un susto y luego entraba. Paca la denunció un día, pero después se acostumbró y nunca más le dijo nada. Otro día entró con Martín, que inesperadamente llegó antes de que saliese Paca. Fue la tarde que Martín llegó enfermo con dolor de cabeza y fiebre, y estuvo después en cama dos días seguidos con anginas.

El caso es que casi nunca hacía Soli las cuentas y casi nunca se aprendía la lección que había que recitar de memoria, y cuando su papá se acordaba de ella antes de marcharse a la calle y Soli salía de debajo de la mesa, la cosa se ponía mal. Su papá se enfadaba mucho y le mandaba hacer las operaciones aritméticas delante de él y daba gritos de furia cuando ella no acertaba. Una vez, por la noche, después de la cena, el papá de Soli le exigió los deberes. Martín, que nunca se quedaba en casa después de las comidas, aquella noche estuvo con ellos porque era en la época de sus anginas, y se quedó al calor del brasero fumando por primera vez tras de su enfermedad. Don Vicente había salido. Doña Matilde hacía sus labores. Doña María remendaba unas sábanas rotas a la luz de la lámpara baja y don Amando se enfureció al ver que Soli no sabía hacer una división con decimales. Dijo que se lo iba a explicar y se lo explicó cada vez más enfadado. Le dijo tantas veces «¿entiendes? ¿entiendes?», que Soli, después de decir que no, dijo que ya entendía y se sentó en su silla, con el cuaderno delante y el libro de aritmética abierto, a hacer la división que le había puesto su padre. Temblaba tanto que no podía pensar y se le ocurrió copiar la división que llevaba como ejemplo el libro, pero para que no se diesen cuenta no poniendo los mismos números sino otros cualesquiera y la hizo bien, es decir, con los números muy bien colocados, pero al ver el resultado su papá la zarandeó, le dio un coscorrón y la llamó algo que nunca la había llamado. Le dijo «jodía tonta» y empezó a dar gritos porque su hija era una desgraciada imbécil, y cuando quiso darle otro coscorrón, Martín le sujetó la mano que tenía alzada ya. Intervino con tanta rabia, que Soli creyó que iba a pegar a su papá. Le insultó. Le llamó viejo imbécil. A eso no tenía derecho Martín. Así que ella, Soli, se abrazó a su padre llorando y llamó a Martín mamarracho y le dijo que se fuera y que su papá podía matarla si quería porque para eso era ella su hija. Martín se portó muy mal.

Al recordar lo mal que se había portado Martín, Soli empezó a llorar bajo la cama de doña Froilana. Martín se había aprovechado de que su papá era más bajito que él, pero su papá era un señor muy importante, «un señor de Madrid», como decía tía Juana la del pueblo. Y era su papá y Martín no lo era.

Soli escuchó. Alguien la llamaba. No. Se habían olvidado de ella. ¿Quizá se había marchado su papá? No. Había oído la voz de Anita dando órdenes a María para que llevase el aperitivo al cuarto de estar. ¿Le contarían lo de los zapatos y el abrigo? ¿Le echarían las culpas a ella? ¿Dirían que había sido Soli la que había tirado a la basura aquellas cosas? Todo el mundo decía mentiras. Soli comprendía que hay que decir mentiras porque si no, no se puede vivir, pero no le gustaba que la acusaran porque eso era «una calumnia»; su papá le había explicado la diferencia. Por ejemplo, cuando su papá decía que habían rapado la cabeza a Soli porque había tenido fiebre, eso era una mentira buena, porque si decía que la habían rapado porque tenía piojos era mucha vergüenza. Pero si Anita decía que ella había querido que tirasen a la basura su abrigo, el abrigo que le había comprado su papá, pues eso era calumnia. Ni más ni menos.

A Soli le empezó a latir el corazón al acordarse de aquel día de invierno en que ella y su papá habían ido al colegio. No era el colegio de monjas, sino una escuela parecida a la del pueblo, muy cerca de casa de las Emes, y una de las maestras era amiga de doña Matilde. Su papá la llevó para hablar «con la señora directora» porque la iban a admitir mientras no se resolvía lo del otro colegio. La escuela estaba en un piso y el despacho de la directora era un cuartito pequeño con un retrato grande de Franco y otro del Sagrado Corazón y un ramo de flores artificiales preciosísimas sobre la mesa. Hacía mucho frío allí, pero era como una iglesia, algo de mucho respeto. La directora era pequeñita y gorda y amable. Habló un ratito con su papá y después le dio una lista de las cosas que tenía que comprar para el colegio.

—Y desde luego, don Amando, tiene que mandármela con un equipo decente. No usamos uniforme aquí, sólo los guardapolvos para que no se ensucien las niñas en clase, pero aquí vienen niñas muy decentitas y muy bien vestidas, y la niña tiene que venir con otro abrigo y otros zapatos y otro vestidito. Yo sé que está todo muy caro, hijo de mi alma, pero no la puedo admitir si no.

Salieron desalentados del colegio. Don Amando gruñía que de dónde iba a sacar él el dineral que se necesita para comprar ropa a una niña y que se había acabado aquella aventura del colegio, que no y que no. Soli se escondió bajo la mesa de la cocina y lloró con el gato entre los brazos. La escuela le parecía una cosa inasequible, un lugar privilegiado, sólo para niñas ricas, y ella, si la gente no se hubiera vuelto tan mala después de la guerra, sería una niña rica. Su tía Juani se lo había dicho: «Si hubieses nacido en otros tiempos, paloma, no hubiera habido quien te aguantara, hubieras estado hecha una princesa».

Dos días más tarde ocurrió algo emocionante. El papá de Soli había logrado un crédito. Eso quería decir que iba a comprarle la ropa nueva, y todo lo que hacía falta.

Fueron a unos almacenes el papá, doña Matilde y Soli. Los tres. Los almacenes tenían dos pisos y la gente entraba y salía y había «puestos» de cosas diferentes como en las ferias, puestos de juguetes, puestos de tela, puestos de ropa interior y otros de zapatos. Y en el de papelería compraron la cartera escolar y un estuche con lápiz, pluma, plumilla de acero y goma de borrar. Era algo precioso de ver. Don Amando dijo que se mareaba. Doña Matilde dijo que era el calor: «Quítese esa capa, don Amando, que aquí hay calefacción». Pero el papá de Soli no se quitó la capa.

Tardaron mucho en comprar la ropa porque había que escoger cosas buenas y baratas, como decía doña Matilde. «Y crecederas —decía el papá de Soli—, no quiero tener este problema a cada momento; si hay que gastar cinco duros más ahora en una talla mayor se gastan, que siempre será mejor que gastar cincuenta dentro de unos meses si se le quedan pequeños esos trapos». Así, discutiendo, tratando de regatear, haciendo sacar a cada vendedora una cosa y otra y otra para elegir, se completó el equipo: dos bragas, dos trajes de verano, porque eran más baratos y porque el verano ya estaba cerca; un par de zapatos, dos pares de calcetines y aquel abrigo tan precioso. Todo para Soli. Ella, por la noche, no se podía dormir pensando en lo que le habían regalado.

La primera mañana que fue al colegio no la olvidaría Soli nunca. Había nevado por la noche, porque después de los días buenos que hubo en enero —los días en que se marchó Martín para ir al entierro de su abuela— empezó a hacer frío y aquella noche había nevado. Y sobre la nieve vino una helada. Soli se dio cuenta en seguida, nada más despertar. Los cristales del ventanillo que daba a los tejados tenían por la parte de dentro de la habitación una capa de cristalitos de hielo que no se quitaba nunca, pero por la parte de fuera aquella mañana había nieve. Soli y su papá se habían acostado vestidos, de frío que tenían, pero Soli se había acostado con los vestidos viejos, de luto, no con los nuevos. Los nuevos se los puso con tanta excitación que no le importó quedarse antes desnuda en aquel frío y además se lavó la cara con el pico de la toalla mojado en agua y se alisó el pelo. Las trenzas no hacía falta deshacerlas nunca, sólo alisarlas con un poquito de agua por encima. Y su papá se sintió orgulloso de verla tan bien vestida. Soli lo notó en seguida. Su papá la miró embobado. Hizo que diera una vuelta por la cocina para que la viese doña María, y además dijo que aquel primer día él la llevaría al colegio. Podía volver sola porque estaba allí mismo, a la vuelta de la esquina, pero el primer día su papá la acompañó.

La nieve la estaban acumulando los barrenderos junto a las aceras, en trozos grandes y sucios, pero quedaba en algunos balcones, en algunos tejados, toda blanca, y el día estaba poniéndose azul ya, sobre la ciudad, y el frío daba ganas de llorar, pero de alegría. Su papá le daba la mano y caminaba con mucho cuidadito, y los dos iban muy callados y Soli se sentía contenta hasta estallarle el corazón de contento y coquetería cuando algún señor metido en un abrigo grueso y con las manos en los bolsillos o alguna señora muy abrigada también, se cruzaban con ella y la miraban y miraban su abrigo nuevo. Y cuando llegaron al portal de la escuela, el papá de Soli se inclinó hacia ella y le dio un beso. Soli subió la escalera tan llena de orgullo, que le parecía que estaba llena de aire, que la subía sin sentir. Llevaba una bolsa de tela blanca nueva, con su nombre bordado por doña Matilde, y dentro de la bolsa su guardapolvo y en la otra mano la cartera con el libro y los cuadernos que había pedido la señora directora. Era una niña rica. Tenía de todo. Cuando las otras chicas la miraban, pensaba ella: «Podéis mirar; otras habrá más guapas, pero como decía mi tía Juana, unas trenzas como las mías no se encuentran». Y esa vez añadió a sus pensamientos «Y un abrigo como éste tampoco se encuentra así como así».

Fue un día de felicidad. Hubo varios días de felicidad. No se acordaba cuántos, hasta una mañana en que la maestra hizo una revisión y les miró la cabeza a todas las niñas y un rato más tarde llamaron a Soledad Pérez al despacho de la señora directora y la señora directora le dio una carta para su papá y le dijo que se fuera a casa. Después la miró y le dijo que aquello no era un castigo, sino un recadito que ella, la señora directora, quería que hiciese Soli y que no tenía que volver al colegio hasta que lo ordenase su papá.

Soli presintió algo malo. Recogió el abrigo del perchero y se echó a llorar cuando la maestra le dijo que se llevara también el guardapolvo. Algunas niñas se asomaron a la puerta de la clase. Una dijo: «Ésa es la de los piojos». Y se reían.

Se reían las otras y Soli lloraba. Lloraba tanto, que se apoyó en la esquina de un escaparate porque no veía con el llanto. Una mujer que llevaba al brazo la bolsa de la compra con muchas verduras y barras de pan y que tenía una cara redonda, roja, y llevaba un pañuelo en la cabeza, se paró junto a ella y le preguntó qué le ocurría. Soli, como todavía no sabía que eso no se podía decir, dijo entre hipos que tenía piojos y que la habían echado del colegio.

—Bueno, hija, en estos tiempos ya se sabe… Que te los quite tu madre y se acabó. Hay desgracias mayores. Un peine fino, hija, y petróleo es lo mejor.

Soli dijo que su mamá había muerto y la señora le dio diez céntimos de regalo y se fue. La niña quedó extrañamente consolada y se entretuvo mucho rato por la calle y hasta se olvidó de llorar mirando los escaparates de la tienda de ortopedia, que eran los que más le fascinaban. Cuando vio a lo lejos a una de sus compañeras de clase se dio cuenta de que era la hora y se apresuró a volver a casa.

Creyó que lo peor había pasado. Pero no había pasado. Su papá, al leer la carta, se enfadó tanto como cuando no hacía los deberes. Y doña María y doña Matilde y Paca la sirvienta le dijeron que era una sucia y que bien podía saberse peinar sola con la edad que tenía ya. Por la tarde llegó el peluquero, la envolvió en una sabanilla blanca y le cortó sus trenzas. Después cortó y volvió a cortar trozos de cabello hasta que llegó el momento de meter la maquinilla y dejarla rapada al cero. Soli no lloró entonces. No dijo nada. Estaba como muda de espanto. El peluquero pidió alcohol para desinfectar la maquinilla. Ya estaba. Pero no estaba. Le llegó el turno a Paca la sirvienta. La llevó al cuarto de baño, que era húmedo y frío y oscurísimo y que nadie usaba más que Martín, porque todo el mundo tenía su jofaina y su jarro para lavarse en su cuarto, pero decían que Martín se bañaba desnudo dentro de una bañera, con agua fría, porque aseguraban que era loco, y aquel día Paca la sirvienta puso un barreño con agua caliente dentro de la bañera y dijo a Soli que se inclinara y frotó la cabeza monda con un estropajo y jabón de zotal. Antes le habían pasado un peine fino para quitarle costras y, como decía doña Matilde, «nidos», y el zotal le hacía gritar de dolor. La dejaron sangrando. Ella fue a su cuarto, se subió a una silla y se miró en el espejo que estaba sobre el lavabo. Lo que vio allí la espantó de tal manera que se bajó de la silla y se escondió bajo la cama. Hacía mucho frío pero ella no lo sentía de tanto llorar.

Por la noche la consolaron y le dieron leche caliente y una aspirina, y su papá le prometió que no volvería al colegio hasta que le creciese el pelo y ella prometió que se lavaría todos los días en la bañera como hacía su amigo Martín cuando vivía en la casa, y así no volvería a tener piojos nunca más. El único consuelo era aquel abrigo, aquellos trajes, aquellos zapatos nuevos que servirían aún —como dijo su papá— cuando le creciese el cabello nuevo.

Bajo su escondite de esta otra casa, bajo esta otra cama, Soli oyó que la llamaban.

—Soli, que está tu padre, ven a comer.

No, no. Ella no iba. Ella prefería morirse. No iba. La casa era muy grande. No la encontrarían nunca.

Pero María la asistenta la descubrió y el pánico que le dio su cara asomando bajo la cama fue tan grande que la hizo gritar, como si María llevase en la mano un cuchillo para matarla.

Al terminar la comida llegó Zoila, que había quedado con Anita en ir a recogerla para acompañarla a la clínica más tarde y sobre todo para conocer a Froilana, de quien Carlos le había hablado tanto. Frufrú no había sido informada previamente de esa visita y se sobresaltó y se emocionó y dio varios besos al aire, junto a las mejillas maquilladas de Zoila.

Oh, qu’elle est chic! C’est epatante!… Qué gusto el de mi Carlos al elegirte… ¡Nunca lo habría creído de él!

Casi no reconocí a Zoila. Llevaba un peinado espectacular y un traje complicadísimo. Nos observamos rápidamente, y cada uno al otro con cierta sonrisa de superioridad. Fue Zoila y no doña Froilana —ahora lo recuerdo— quien dijo algo de que estaba encantada de conocer a mi padre. Me hizo sentirme incómodo.

—Bueno, ¿no es así? Ah, es el padre de la niña… Es que hay algo que los recuerda.

—Claro —contesté— aparte de que el señor Pérez es bajo y yo alto, de que yo llevo el pelo casi rapado y él usa melenas y de que ni en ojos, nariz, boca ni cejas nos parecemos lo más mínimo, tienes razón, Zoila.

Ella echó una mirada y una sonrisa a mi estatura, a mi traje, que aquella mañana había limpiado y planchado la asistenta y que dentro del exotismo que en aquellos tiempos era llevar un traje de pana negra, estaba bien y se detuvo a mirar la corbata y la camisa de don Carolo, que yo lucía, y luego los desastrosos zapatones de campo, muy manchados, y volvió en seguida la vista al viejo bohemio, que acababa de envolverse en su capa española. Quizá quisiera decir esa sonrisa y esa mirada que tanto Pérez como yo parecíamos personajes de otro tiempo como a mí me había parecido la pareja de novios de Toledo.

Zoila me resultó estúpida. El viejo Pérez me había pedido que le acompañase hasta la boca del metro más próximo porque se sentía desorientado en el barrio. Yo sabía que aquello no era cierto, que el viejo se desenvolvía perfectamente por todas partes, pero Anita dijo que claro está, que yo iba a acompañarle. Nos íbamos cuando entró Zoila.

Pérez, para mi sorpresa, se empeñó en ir conmigo a un café cercano. Dijo que teníamos que hablar y que le debía el café ya que, como habría observado, él se había negado a tomarlo en casa. Dijo que le debía una explicación también y que él no era tonto y no se chupaba el dedo. Sin saber lo que quería decir Pérez, me resigné y le seguí al interior del local, me senté frente a él ante una mesa y escuché unos comentarios que me sorprendieron.