Cuando despierto, aún es de noche. He descansado tan profundamente que me entran remordimientos por no haber cuidado al enfermo, pero don Carolo duerme. Me visto, cierro la puerta de comunicación para no molestar al señor Corsi y abro la ventana del saloncillo. Es el momento en que a la oscuridad más profunda sucede una luz verdosa que, poco a poco se suaviza, se vuelve líquida como agua clara que reflejase estrellas. El palpitar de la ciudad se nota muy lejano, muy apagado aún.
Las luces del alumbrado público van perdiendo fuerza lentamente, mientras la claridad del día hace destacar los contornos: un gran edificio en construcción enseña sus esqueletos. Una grúa en descanso se ve sobre la primera luz en dos trazos negros. El jardincillo de la clínica va mostrando sus plantas, sus caminos disciplinados cubiertos de grava. Más allá de las tapias se oye el rechinar de unos frenos. Madrid crece, avanza: un oleaje de casas y de calles. Hace poco estos lugares eran tierra arenisca de desmontes y no muy lejos debe de estar el pueblo de chabolas de los emigrantes de todo el país que construían sus viviendas, sus refugios de buscadores de oro y de pan. Las chabolas de esta parte de Madrid las conozco porque en mi primer empleo de chófer de una camioneta, conduje de noche muchas veces materiales de construcción para esas madrigueras de la miseria y la esperanza.
Allá abajo algo se mueve: son las tocas de una monja. Una bandada de pájaros que se levanta desde la hiedra de las tapias hacia el cielo. Aumenta el rodar del tráfico. Se oyen bocinazos. El ulular de una sirena.
Hacia el este se anuncia el sol en cuatro nubes de algodón rosa con los bordes inflamados de oro. Es de día. La noche toledana, que ha durado años-horas de dos noches con un día en medio, termina, ha terminado ya.
Toledo iba recuperando sus contornos. Sus esquinas, sus pequeñas plazas, la torre gótica de la catedral, su alma en las sombras. Era como una de esas ciudades de leyenda, sumergidas, que a una hora, en un día determinado, salen de las aguas.
No sé si me di cuenta de que ya no era «mi» Toledo, sin embargo. No lo fue nunca más. Mis locuras de chico solitario, entre las que era la más grande mi solitario amor exclusivo por Toledo, ya no existían.
—Hay un tiempo para amar y otro para olvidar, ¿no es así?
Sí. Me di cuenta. Recuerdo esta contestación de Anita, que quería citar sin saberlo, y desde luego sin lograrlo, alguna frase del Eclesiastés. Le conté a Anita mi enamoramiento por Toledo y cómo sucedió el primer día en que llegué a esa ciudad desde Madrid entre otros compañeros —una excursión de estudiantes de Bellas Artes—; y cómo sentí un auténtico flechazo de amor cuando el autobús que nos llevaba, al subir hacia Zocodover, pasó junto a la Puerta del Sol. Ni siquiera fue el colorido: ese amarillo rosáceo de Toledo, ni la curiosa belleza del monumento mudéjar; fue un amor por el alma misteriosa de Toledo. Sus mil muertes y mil vidas en piedras y ladrillos. Fue como si me estuviera esperando la ciudad para decirme algo de mí mismo, de todas mis contradicciones, del barro y la piedra con que yo mismo estaba amasado, de la muerte y la vida que llevaba en mí. Como si en Toledo romana y visigótica, judía, árabe cristiana de tan diferentes épocas de cristiandad, guerrera y comerciante, rica y pobre (con su inmensa carga de tesoros guardados entre ruinas), ciudad provinciana después de haber sido capital de un imperio, como si en aquella ciudad se hubieran mezclado sangres que me llegaron a mí y me hicieron comprenderla.
—Pero no sabemos nada de nuestra gente. Nos olvidamos en dos generaciones. No tengo la menor idea. No sé si hubo alguien de Toledo entre los parientes de mi padre o de mi madre. Que yo sepa, no los hubo. Claro que eso no importa. Me duró muchos años ese amor. Te parecerá una tontería, pero así fue.
Creo que Anita escuchó con interés lo que le dije, que no se echó a reír, que tampoco comentó que le parecía de loco aquella felicidad que yo había sentido durante varios años en mis visitas solitarias a Toledo. Pude decírselo, simplemente. Nos sentíamos ya muy amigos. Hablar y escuchar con todo el alma, es amistad. Yo lo sentía así.
Anita venteaba el aire frío de la noche y a veces se adelantaba a mí y volvía como un perro joven a quien uno lleva de paseo. Se lo dije y se echó a reír con tal descuido en una calleja solitaria, que le hizo eco en los rincones y levantó asustada a una ave nocturna, que emprendió el vuelo desde un tejado hasta una torre.
Se iba serenando mi cabeza. Me daba alegría ver disfrutar a Anita con el paseo y la noche, y al mismo tiempo su personalidad despertaba mi sentido crítico. Ella me había dicho que yo era como un hermano y me sentía como algunos amigos míos con sus hermanas, algo gruñón. Con aquel ir y venir y hablar en voz alta, y pisar fuertemente «clip clop clip clop», parecía un potrillo.
Ella me escuchaba con paciencia y risa. «¿Qué más parezco, Martín?».
Esas instantáneas de Anita en la noche toledana no son favorecedoras en cuanto a su belleza. Envuelta en su abrigo grueso, con un pañuelo anudado bajo la barbilla para proteger las orejas, con su aire independiente y su paso seguro sobre aquellos tacones, no tan altos como los de Zoila y que quizá por eso no le impedían andar sin cansancio y sin apoyo. Anita no presentaba ningún síntoma de debilidad femenina y tampoco de aquella elegancia natural que le encontré un rato antes cuando la vi en el hotel.
En la plaza de la catedral, Anita se alejó de mí. Corrió de un rincón a otro, buscó perspectivas para ver la fachada y la torre gótica bajo el cielo cargado de nubarrones, manchado por la luz pobre de aquella luna triste que nos había tocado en suerte. No sé si por la hora o por otra circunstancia cualquiera, aquella noche Toledo no tenía iluminados sus monumentos. Anita dijo que lo prefería así, con la luna y las sombras y los faroles.
—Ya veo que no te cansas como otras mujeres. Pareces un muchacho…
Anita se sorprendió.
—¿Por qué un muchacho? Es la primera vez que me dedican semejante piropo… si puede llamarse piropo. ¿Es que te recuerdo a Carlos? Tú preferías a Carlos, ¿verdad?
Me sentí desconcertado. Anita no se parecía a Carlos. Y no parecía un muchacho. Y yo era un imbécil. Pero lo mismo que el acento familiar, hay gestos familiares. Y era verdad que tenía gestos de mi amigo de otros tiempos.
Y era verdad que yo había preferido a Carlos. Y me sentía fastidiado por esa perspicacia suya y empecé sin saber cómo a hablarle como un hermano mayor, gruñón, bueno, preocupado. Dije que le hablaba porque Carlos le diría lo mismo si estuviese allí. Me parecía a mí que el señor Corsi, su padre, le daba demasiada libertad para vivir en España siendo hija de familia. Eso de poder quedarse en Toledo con un desconocido, por ejemplo…
Aquella noche recorrimos Toledo de verdad, de punta a punta; nos metimos por la judería, por los barrios más pobres, nos adentramos en el recuerdo de los edificios mozárabes. No sé en qué momento tuvimos esa conversación.
—Ahora sí que lo has arreglado, Martín. ¿Crees que soy una chiquilla? Soy una mujer y tengo toda mi libertad. ¿No la tienes tú?
—Es distinto —expuse—. Y la libertad hay que ganarla. Los hombres nacemos libres, a las mujeres hay que protegeros. Al menos, en este país nuestro es así. Y tú lo sabes porque, como dices a cada momento, eres medio española y además has vivido mucho aquí. Esta noche yo he estado medio aturdido, medio mareado con esas historias y esos encuentros… Pero ahora me siento como hermano tuyo y por eso te digo…
—Ay, Martín, qué divertido eres. Cuánto le gustaría a papá escucharte. ¿Crees que soy una niñita? Papá es muy camaleón y aunque sabe muy bien que nunca he sido una niñita a quien haya que cuidar, ahora se empeña en que debo tener ciertas apariencias de eso, de niñita, y quiere prepararme un matrimonio. ¿No es maravilloso? Pero… ¿dónde estamos, Martín? Anda, cuéntame cosas de Toledo.
Como no tenía más remedio, le conté cosas de Toledo. Desde leyendas románticas hasta leyendas de romances antiquísimos. Le hablé de la historia. De los Comuneros, de los misticismos y herejías, de los ritos católico y mozárabe, de las sinagogas, de los sefarditas que en tierras lejanas guardan las llaves de sus viejas casas de Toledo que aún existen…
Creí que la estaba aburriendo; las muchachas que yo conocía no hubieran soportado tanta información sabihonda. Pero estaba encantada. Sentí una honda gratitud porque así fuese.
—¡Cuánto sabes, Martín! ¡Me gustaría tener tu cultura! Yo me he dedicado a estudiar cosas más científicas. Y desde luego esta ciudad, como todas las ciudades, se puede ver desde distintos puntos de vista. No. No te rías. No te digo que lo vea desde un punto de vista científico. Aunque antropológicamente la gente de aquí debe de ser muy interesante. Tanta mezcla… ¿no crees? Pero me gusta mucho saber eso de los túneles secretos que atraviesan la piedra en el subsuelo de la ciudad y llegan hasta el río para el aprovisionamiento de agua en tiempos de cercos y guerras. Y también que por esos túneles pasasen las damas enamoradas para reunirse con sus amantes a la orilla del río…
—Bueno, no hagas mucho caso. Son leyendas. Se dice que doña Isabel de Freyre, la amada imposible de Garcilaso de la Vega, se reunió al fin con el poeta una noche, a la orilla del río, pasando por un túnel de esos. Y se acabó el amor de Garcilaso al encontrar a la amada en realidad, no en fantasía.
Anita no sabía bien quién era Garcilaso. Me pidió perdón. De literatura española sabía poco. La literatura francesa, clásica, sobre todo, era su fuerte…
Yo me reía de Anita. En especial, aquella ocurrencia de que ella se había dedicado a estudios científicos me divertía mucho. Y me conmovía un poco su desconcierto y al fin su modesta vacilación sobre sus pretensiones de estudios. Defendió como pudo sus alardes de cultura.
—De todas maneras, Martín, te hubieras aburrido más con Zoila que conmigo paseando por aquí. A mí me interesa todo lo que dices. Y Zoila te hubiera puesto en un aprieto porque habría querido que la llevases a lugares de diversión actual, que aquí no existen y que si existen me parece que no conoces tú.
—Zoila no sabe nada. Yo no la habría llevado a dar un paseo como éste. No te concibo como sabia, pero no te comparo con ella.
Ella volvió a hablar de Carlos… Nuestras conversaciones, que a veces tocaban el absurdo, hacían que Toledo, tan conocido, a veces me resultase desconocido. Entre mis pedanterías y las de Anita, su risa resonaba por rincones en que nunca soñé oír la risa de los Corsi. Junto a la iglesia de santa Leocadia, frente al palacio del rey don Pedro, cerca del rumor hondo del Tajo en San Juan de los Reyes…
—Martín, eres muy español. Muy ibérico, como decís vosotros. ¿No admites otra cultura que la tuya? Zoila no es totalmente inculta. Te voy a decir que ella me ha contado que tú eres inculto. Lo descubrió con gran asombro. Sí, sí, no pongas esa cara… Dice que no sabes quién es Einsestein.
—¿Einstein? ¿No sé quién es Einstein? Vamos…
—No Einstein sino Einsestein, el director de cine. El ruso de El acorazado Potemkin… ¿Ves cómo también tienes fallos? Zoila sabe mucho de cine. No es que haya estudiado, pero ha vivido mucho con gentes inteligentes que se dedican a eso. Yo también, y sin embargo sé menos que ella, me he fijado menos.
Me sentí ligeramente fastidiado.
—Zoila, y Obdulia y tú y Toledo. Anita, ¿por qué eres tan loca? Esas mujeres…
Estábamos en ese momento que Anita creía de mi «humillación por ignorancia» junto al muro del jardín de un viejo convento. Anita se había quitado los guantes para tocar las piedras de aquel muro. Hacía cosas así. Una mancha de luz me hizo ver su cara. Me miraba pensativa. La vi con ceño, como si le asaltase una idea repentina, y luego me envolvió en una mirada tranquilizadora.
—¡Ah!, ahora comprendo por qué te preocupabas antes tanto por Zoila y Obdulia y por mí… No te lo dije, ¿verdad? Crees que me he metido en algo feo con el asunto de Obdulia; que la he dejado marchar tan tranquila a matar a Pepito Díaz Paramera. Pero no es así. Jamás contribuiría a un asesinato. Zoila ha vivido ocho días en el mismo hotel de Obdulia, como sabes. Se han hecho muy amigas y te sorprendería saber todo lo que ha descubierto Zoila. Lleva la cuenta de las joyas y las pieles de Obdulia y sabe lo que cuestan, y no sólo eso: también la ropa interior, los productos de tocador… Conoce cada rincón de sus armarios y sus maletas. Si tuviese un arma de fuego, o aunque fuese arma blanca, un estilete o lo que sea, Zoila lo sabría. Y además, por si acaso, mientras Obdulia dormía hemos registrado su bolso, sus bolsillos, todo. Nos hemos convencido de que no puede matar a Pepito. Si no fuera así, no la habríamos dejado ir en ese estado de furia. La habríamos atado a la cama del hotel de aquí o la habríamos dormido otra vez con sus tranquilizantes. Yo sé lo que hago, Martín. Yo no me meto en asuntos de asesinatos. Si me piden ayuda, ayudo; pero para una cosa así no, de ninguna manera. ¿Estás tranquilo?… Zoila no es tonta, Martín, no la desvalorices tanto. Y yo tampoco soy tonta.
Yo no estaba tranquilo, sino estupefacto. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que aquella absurda historia de la noche toledana pudiese enfocarse en tragedia. Yo pensaba en otras cosas…
—¿Cómo que no, Martín? Tú sí que eres inocente… Es que las mujeres de aquí son muy mansas a pesar de que se dice, eso de que las españolas llevan una navaja en la liga; pero en América las mujeres y los hombres dan menos importancia a la vida. Te lo aseguro. Todo el mundo lleva pistolas y revólveres y cosas así. Yo no soy apasionada, pero he visto a gente apasionada. He viajado. Tú eres un chiquillo, Martín, comparado conmigo. La gente se mata, ¿sabes? Es horrible. Yo sé prevenir esas cosas… Puedo andar por el mundo más prevenida que tú…
Tuve que callarme cuando me dijo que las mujeres que yo conocía eran muy mansas. Desde luego ninguna de las que yo había conocido me parecía capaz de asesinar por pasión. Y las muchachas de la edad de Anita, que viven con sus padres en casas bien tranquilas, bien guardadas por sus familias, mucho menos. Recordé a Paloma, recordé a Amalita, las sobrinas del señor Luis preparando alrededor de su costurero el equipo de boda de Amalita. Eran muchachas pacíficas y buenas. Una historia como la de Obdulia ni me hubiera atrevido a contársela, en efecto… ¿navajas en la liga? Me reí.
Me venían esos pensamientos desde lo hondo de unas raíces de educación, de atavismo, de realidad conocida, las mujeres que se casan, que van a ser madres de familia, las mujeres que forman la gran mayoría de un país, no conciben esas cosas. El que Anita me considerase un chiquillo demostraba simplemente lo poco femenina que era. Superficial, poco profunda… Mi pensamiento daba esos saltos dentro de un silencio rabioso, aunque mis emociones del momento en que estuvimos juntos en la mezquitilla se habían borrado ya. Estábamos, creo, asomados al despeñadero oyendo el rumor del Tajo, viendo cómo se formaba la niebla. Y Anita me distrajo al fin haciéndome notar aquellas nubes de niebla que subían hacia la ciudad.
Esto ocurrió a última hora. Este momento nuestro en que estuvimos apoyados contra la muralla rota. Antes sucedió lo de la mezquita; algo que ahora vuelve a mí y que ya había sido enterrado en mi recuerdo cuando hablábamos Anita y yo frente a los montes de los cigarrales, cuyas sombras y las luces salpicadas en lo oscuro, iba borrando la neblina. Lo de la mezquita comenzó cuando empecé a lucir mis conocimientos sobre el Toledo más antiguo.
Le había hablado a Anita de la mezquitilla del siglo x, que antes había sido capilla bizantina.
Y fuimos. Anita quería verlo todo. Pasamos entre arcos románicos y visigóticos para subir la cuesta que lleva a ella. Nos encontramos con muros cerrados, obras de despeje del monumento alrededor del edificio. Saltamos un muro. Saltó Anita decidida y yo detrás en el momento en que ella lanzaba una exclamación ahogada, porque se había dado contra una piedra al caer.
—No, no es nada. Sólo se ha roto la media. Vamos.
El recinto estaba totalmente a oscuras y con un frío de diez siglos estancado entre sus columnas. Empecé a frotar cerillas que me quemaban los dedos rápidamente. Anita me tendió su encendedor. Las corrientes de aire apagaban la llama, pero sirvió en sucesivas iluminaciones para darnos cuenta de los arcos, los rastros de las valiosas pinturas bizantinas. El frío se nos metía en los huesos. Encendí el mechero por última vez y resguardé la llama con la otra mano. En aquel momento vi los ojos de Anita llenos de reflejos y una dulce y anhelante expresión en su cara, mirándome.
Ese instante se hundió en el olvido con un soplo de aire. Ya no estaba en mi memoria cuando más tarde charlamos al borde del despeñadero. Pero ahora vuelve. Está grabado en mí con la imagen del rostro de Anita, tan vivo a la débil luz de la llama. Está grabado con el olor a frío húmedo, con el sonido. (El aire golpeando en algún sitio una madera suelta y los ladridos de un perro que debía de estar muy cerca y al que respondían ladridos que llegaban en diferentes tonos y desde distintas lejanías de la ciudad).
En esa mínima fracción de tiempo que ahora revivo, siento la atracción que tuvo para mí la sonrisa medio inocente, medio provocativa de Anita y el descubrimiento de cuánto me gustaba y la seguridad de que iba a besarla. Un deseo y una seguridad tan fuertes que sólo una alucinación pudo pararlos: una alucinación extraña debida a las sombras y el reflejo vacilante de la luz en sus facciones. O simplemente el recuerdo de un gesto, como pensé después, ya que hay gestos familiares que se reproducen en personas muy distintas. De lo que estoy seguro es de que vi sobre el rostro moreno y expresivo de Anita la cara adolescente y rubia de su hermano tal como era en el tiempo en que nos conocimos.
Me quedé más frío que las sombras que nos rodeaban. La rabia de sentirme atraído otra vez por un hechizo hacia esa raza de seres vacíos, egoístas, inconsecuentes (había pensado así de Carlos muchas veces), me heló. Ni siquiera tuve tiempo de pasarme la mano por los ojos para alejar la visión desconcertante. Mi sonrisa llena de soberbia juvenil se reflejó en los ojos de Anita. ¿Fue una alucinación también? Me pareció que ella me correspondía con la misma soberbia en la mirada: las cejas fruncidas de pronto, la media sonrisa de desafío. Las manos me temblaron y dejé apagar la llama del encendedor. En la oscuridad repentina solté una exclamación de fastidio por mi torpeza y en seguida acudí a la voz y los pasos de Anita y salí junto a ella a la dudosa luz de aquel cielo oscuro que, por contraste, nos pareció casi brillante con aquel charco amarillento donde nadaba entre las nubes la luna decreciente.
Disimulé mi aturdimiento. Anita dijo: «Estás temblando de frío», se empeñó en palmear mi espalda sobre la gabardina. Yo no sentía nada. Ella me golpeaba con tal inocente camaradería que me avergoncé. Anita ni con su actitud ni con palabra alguna me preguntó qué diablos me había pasado en el interior de la antigua ermita. No se había dado cuenta de nada. No había intentado coquetear conmigo ni desafiarme. Cuando echamos a andar por las calles de un Toledo dormido, con las manos enlazadas al estilo familiar de los Corsi, me dijo simplemente que desde que había perdido a Carlos hasta esa noche no había vuelto a tener un hermano con quien compartir la aventura que significa el encuentro con gentes y con ambientes nuevos. Pero sabía —dijo— que esa noche tenía ya un hermano en mí. ¡Nos habíamos divertido tanto al ir en busca de la mezquita!
Me sentí avergonzado de aquel minuto mío, lleno de sensaciones que se me iban haciendo incomprensibles. Ese minuto de la mezquitilla. Ese oleaje negro de rencor a los Corsi. A todos ellos. Por Carlos, el más querido amigo, el más tonto y más vacío y más egoísta amigo, ¿por él, rencor? ¿Cuando ya no me acordaba siquiera de haberle conocido? A medida que Anita, con aquella inocente naturalidad en que se me mostraba, iba borrando su atractivo de mujer para mí, iba en cambio haciéndose más querida, más amiga, más igual a mí, más hermana como ella decía. Creo que me trasvasó su sentido del humor y que llegué en mis pensamientos a burlarme de mí mismo en un último recuerdo de aquel momento extraño y ya pasado. «¿Será posible que yo haya podido sentir un atavismo de ese machismo brutal de los hombres elementales, para los que la mujer no es un ser capaz de sentimientos propios sino una propiedad pasiva de los hombres de la familia que la guardan porque es esa propiedad respetada o bien despreciada por otros hombres, la verdadera plataforma de las pasiones de envidia o de desprecio, amistad o enemistad masculinas?».
Me hice esa pregunta y dejé la respuesta en el aire, porque la compañía de Anita me iba aireando el alma, sacudiéndomela de intromisiones, haciéndome vivir el tiempo en un presente continuo, refrescante, que entonces tenía un tierno interés, una curiosidad y una alegría amistosa, a las que terminé por abandonarme sin más complicaciones.
Mucho después fue cuando vimos subir y espesarse la niebla desde lo hondo del Tajo. Volvimos hacia el hotel de Anita perseguidos y luego envueltos por nubes blanquecinas. Charlábamos mientras yo iba encontrando, casi por instinto y por costumbre, el camino. Cercos de luz deshecha en las bombillas del alumbrado y cegada la luna de los Corsi. Y Anita contándome cosas en las que no podía creer.
—No quiere que diga que soy divorciada, dice que eso no gusta aquí. Sobre todo dice «en una chica tan joven». Para él sigo siendo una chiquilla…
—¡Tú qué vas a ser divorciada! No me metas bolas. Creo tanto en que puedes haber estado casada y seas divorciada como en que tu vocación es la de sabia científica.
—Pues mi vocación es la medicina, en ciertos aspectos, claro; psiquiatría y todo eso, y en mi vida hay un divorcio. Un divorcio fatal según papá, porque no me enriqueció en absoluto. Pero ¿no es extraordinario que con lo que me necesita el pobre papá esté empeñado en que me case otra vez y además a la manera española, con uno de esos buenos chicos que conozco y me admiran? Bueno, pues dice que es mejor dejar correr el bulo de que Italo ha muerto, una muerte trágica durante un safari en Nguma dice que es muy elegante. ¡Pobre papá! Pero es tan divertido… Yo no digo nada cuando alguien me pregunta sobre eso; digo, si estoy muy apurada, que no quiero hablar de cosas tristes. Pero en casa hago rabiar a papá, que termina por reírse cuando le explico cómo me imagino a Italo despidiéndose de la vida, asomando la cabeza por las fauces de un león o un cocodrilo, y su barbita roja en punta, temblando en el adiós supremo…
Yo no creo nada. Pero no tengo más remedio que imaginar a ese Italo con una cara «algo mefistofélica», como dice Anita, con barbita de retrato de Van Dick. Vamos muy juntos Anita y yo en este regreso entre la niebla. Yo digo que mañana nos encontraremos para ver Toledo con sol… Las nieblas nocturnas no duran.
Cuando dejo a Anita en el hotel, me quedo un rato quieto en la calle mirando a la puerta iluminada por donde ella ha desaparecido. Al fin me vuelvo para dirigirme a mi Fonda Vieja. Doy dos pasos y oigo la voz de mi amiga llamándome. Creo que es una invención de mis sentidos ese grito y noto que me late aprisa el corazón. Pero me detengo. Y la llamada se repite. Vuelvo hacia la luz del hotel. Corro y nos tropezamos Anita y yo entre la niebla.