Cuando dejé a Anita en el hotel después de nuestro paseo entre la neblina que llenaba las calles, tardé un rato en decidirme a volver a mi fonda. Me detuve apenas comencé a andar, porque oí la voz de mi amiga llamándome. Corrí hacia el hotel, hacia ella, y casi nos abrazamos al encontrarnos. Estaba asustada. El corazón le latía de tal manera que me asusté yo también. No sé por qué tenía la impresión de haber vivido antes este momento.
—Martín, mi padre está muy grave. Me acaban de entregar un recado telefónico. Ha llamado desde Madrid pidiendo que vuelva inmediatamente. Ven, Martín. Ayúdame, por favor.
El soñoliento conserje de la noche decía que era casi imposible encontrar taxi o coche de alquiler a aquella hora y en sábado. Tenía dos teléfonos para casos urgentes. Uno no contestaba. En otro contestaron que estaba de servicio aquella noche el conductor.
Cuando se tiene sensación de peligro se nota uno a veces como si se le encendiese una luz en el cerebro. Yo tenía que estar tranquilo y dar seguridad a Anita, que no estaba ni tranquila ni segura, y me había contagiado su alarma. Estaba convencido de poder ayudarla. En seguida, inmediatamente, tendríamos un vehículo. No sabía si sería cómodo. Pero nos llevaría a Madrid. Se lo dije a Anita y estaba convencido de ello.
Y es que pensé en la única persona que conocía yo en Toledo: aquel amigo del señor Luis que se llamaba Toribio Díaz y que a veces le servía de agente para algunas adquisiciones de antigüedades. Recordé que tenía una furgoneta para sus negocios, que no eran los del señor Luis, desde luego, creo que vendía cosas por los pueblos. No sé qué. Estaba decidido a que me prestase la furgoneta.
La decisión me llenó de fuerza. Tranquilicé a mi amiga. Le pedí que preparase a Soli, que recogiese sus cosas, que me esperasen las dos en el vestíbulo. Y eché a andar con mis zancadas más largas, con mis pasos más firmes, entre aquella neblina que yo sabía pasajera. Una neblina invernal en pleno abril. Por la mañana Toledo resplandecería otra vez al sol. Pero no estaríamos en Toledo al día siguiente. Teníamos que salir en seguida. Mi vieja timidez, mi imposibilidad de decidirme a molestar habían quedado tan fuera de uso como las ropas mojadas de Soli tiradas a la basura.
Iba en dirección a la calle de Pozo Amargo, resuelto a llamar a aldabonazos si era preciso en casa de Toribio. Decidido a levantarle de la cama, de obligarle con mi firmeza a entregarme las llaves de su furgoneta. Todo estaba tranquilo, cerrado y solitario. Sólo se oían, entre la niebla, mis pasos. Las manchas amarillas de algunas luces parecían difuminadas. Y de pronto agujereó aquel mundo algodonoso la luz de los faros de un automóvil en la callejuela por la que yo acortaba el camino… Era un auto de alquiler con matrícula de Madrid y se detuvo dos casas más allá de donde yo estaba junto a un portón claveteado, de viejo palacio.
Iba tan poseído de mi seguridad en lo efectiva que iba a ser mi ayuda para Anita, que al ver que salían los ocupantes del coche y que el chófer sacaba las maletas como dando por terminado el viaje, no me cupo la menor duda de que el auto iba a quedar disponible para mí en el preciso momento en que lo necesitaba. Me extraña recordar en estas nimiedades tanta exaltación, tanta emoción de apuesta, pero así ocurrió aquella noche, supe que aquel coche era el que solucionaría el problema de Anita, y así fue. No sé cómo, porque el chófer me dijo que no era un taxi aquello y el tipo que acababa de bajar del automóvil decía también que el conductor tenía pagada su fonda en Toledo y que no necesitaba molestarse en un nuevo servicio. Y yo seguía absolutamente convencido de que nada de lo que decían aquellos personajes tenía la menor importancia, sacudía sus palabras como moscas inoportunas. Hablé de un enfermo grave, impidiendo despedirse a gusto a aquellos dos hombres —el chófer y el pasajero— y también a la mujer que los acompañaba, y al fin, el chófer, exasperado, me pidió que aguardase un momento. Y aguardé.
Entonces me di cuenta —hasta donde podía darme cuenta dentro de mi obsesión de alquilar el automóvil— de que aquellos tipos eran muy raros. El chófer no iba uniformado aunque sí —según vi luego— llevaba la gorra de uniforme, que había dejado descuidadamente en el asiento delantero del automóvil, y tenía unas extrañas confianzas con el dueño de aquel palacio mientras le ayudaba a trasladar las maletas. El pasajero era bajito en contraste con el chófer (un tipo alto como yo y más fuerte) y los dos de edad madura. Se cambiaban palmadas y risas como si hubieran bebido juntos y parecía que en aquella borrachera al dueño de la espléndida casa toledana le hubieran disfrazado con ropas que no le venían bien. Fijándome más observé que llevaba un esmoking de talla superior a la suya y prendido en la solapa un clavel blanco. Su aspecto de juerguista trasnochado tenía algo de irreal, y las risas del chófer mientras entraban las maletas y sus susurros al oído del caballero, también. Y el tercer personaje, a pesar de su tiesa pasividad, tampoco contribuía a un equilibrio en aquella especie de pantomima. La dama iba vestida de blanco con un traje largo hasta los pies; era alta y flaca, con una cara de cartón piedra muy maquillada, y melenas teñidas en color caoba con las puntas rizadas. Me pareció rarísima. Entre las manos sostenía apretadamente un pequeño maletín que supuse no sé por qué que contendría joyas.
Cuando después de muchos abrazos el chófer se despidió […][1] pisándose el vestido en el portal. Todo lo que se me ocurrió pensar era que yo desconocía totalmente las costumbres de las gentes del Toledo actual y menos del Toledo señorial.
Pero en cuanto el portón se cerró detrás de aquellos personajes, volví a atacar al chófer con mi demanda de viaje urgentísimo a Madrid, con lo del enfermo grave; y en una súbita inspiración, hasta sacándome la cartera —que recordé llevaba repleta— ofreciéndole lo que me pidiese por el viaje.
El chófer se pasó la mano por la frente.
—Bueno, tratándose de una cosa así… Yo no le voy a llevar más que la tarifa de costumbre. ¿Quiere salir en seguida? Pero irá con la familia, ¿no?
—Sí —mi entusiasmo se convirtió en un triunfo. Yo iba con la familia y saldríamos en seguida. Todo estaba resuelto. Y como estábamos muy cerca de la Fonda Vieja indiqué al conductor que diese la vuelta por la calle de la fonda y se detuviese un momento delante de la puerta.
Ni siquiera tuve que llamar. El portal estaba entornado y había luz en el vestíbulo, donde encontré mi caja de pintor y la recogí de entre dos montones de mochilas de muchachos falangistas que aún quedaban en el recibidor. No había nadie allí. Nadie me vio entrar ni salir y sin saberlo ni desearlo veo ahora que en aquel momento borré las huellas de mi presencia en Toledo que el señor Luis intentó encontrar más tarde inútilmente.
Entré tan agitado y triunfante en el vestíbulo del hotel, que pasé corriendo por delante de Anita sin verla hasta que me llamó. La niña dormitaba en un sillón, envuelta otra vez en mi gabardina. Estaba fumando nerviosa y preocupada, pero al ver mi locura se contagió de mi entusiasmo. Me sentí un héroe.
—Nada de furgoneta —le dije atropelladamente mientras cogía a Soli en brazos—. He encontrado un coche como el de tu amiga Obdulia, ni más, ni menos…
Anita se adelantó a verlo y le oí unas exclamaciones que me parecieron exageradas aun para mi aturdida satisfacción.
—¡Extraordinario, Martín! Sólo tú eres capaz de eso. ¡Qué maravilla! ¡Es muchísimo mejor que el de Obdulia…!
Con Soli en los brazos me detuve para contemplar, junto a Anita, el automóvil. A ella además de parecerle estupendo el auto de alquiler, le producía risa, le estaba produciendo risa. No me había fijado en que las portezuelas y el interior estaban adornados con lazos y flores artificiales de azahar. Era un auto nupcial el que había conseguido para Anita… Al oírnos reír juntos, el chófer se disculpó y dijo que en un minuto quitaba los adornos; que yo parecía llevar tanta prisa, que le había aturdido. Pero Anita se negó a que quitase nada. Jamás había viajado en un auto como aquél y, dijo, le producía una ilusión loca y añadió —ya lanzada— que además era muy a propósito, ya que en realidad aquél era su viaje de bodas…
—¿De veras, señora? Poco me lo esperaba yo cuando venía con la otra pareja, que iba a volver a Madrid con otros novios.
Echó una ojeada a Soli, a la que yo había acomodado a mi derecha —mientras Anita se había instalado a mi izquierda en el asiento trasero—, y preguntó si llevábamos enferma a aquella niña.
—La niña es nuestra hija y no está enferma sino dormida o casi dormida, como usted ve. El enfermo está en Madrid. Habrá que buscar un médico al llegar.
No quise intervenir y escuché, mientras salíamos de Toledo, una conversación en la que se mezclaban fantasías y realidades. El chófer parecía de buen humor. No se enfadaba por aquellas ocurrencias tontas. A las preguntas de mi amiga le contó que los novios que había traído a Toledo eran parientes suyos, una pareja ya vieja, porque habían ahorrado toda la vida para poder vivir bien, y que si no hubiera sido por los señores de ella —que sirvió muchos años en una buena casa— hubieran seguido esperando hasta caerse de viejos.
—Sobre todo por el piso, ya sabe. No hay manera de encontrar nada. Pero los señores le dieron a él la portería de esa casona de Toledo y ya tiene una casa muy buena para toda la vida. Vamos, portero y también guarda de las propiedades que tienen los señores aquí…
¡Qué noche toledana! Anita charló con el conductor hasta que se cansó. Después se acurrucó contra mí, como Soli al otro lado. Los campos corrían negros a nuestro paso. Entre los faros, la carretera parecía blanca. Me hubiera gustado conducir yo, pero aun sin conducir me desbordaba el alma una dicha singular sintiendo tanto a Anita como a la niña bajo mi protección. Y Anita, después de haberse distraído con el chófer, seguía necesitándome mucho. Me dio la mano como si mi contacto la aliviase de su preocupación.
El camino se hizo muy corto. Madrid estaba silencioso, con sus luces de madrugada en las calles brillantes de agua y soledad. Comenzamos a preocuparnos por cómo encontrar a un médico pero antes había que ver lo que realmente le ocurría al señor Corsi. Yo recordaba una clínica de urgencia. Me puse a pensar en esa donde había trabajado Javier, pero estaba muy lejos. Tenía que haber otras. En la guía de teléfonos encontraría la más cercana.
Cuando el coche enfocó el edificio de los miradores redondos en la Avenida de Menéndez Pelayo, supe que había encontrado lo que buscábamos: el doctor Tarro. Había un cincuenta por ciento de posibilidades de que ya se hubiese marchado a Beirut, pero aposté interiormente por la suerte de que aún viviese allí. ¿Cómo podía yo prever el futuro? No había ni pasado ni futuro en aquel momento. Sólo un deseo intenso de que el doctor siguiese viviendo en el edificio de los miradores redondos… Aquella noche deseaba las cosas de tal manera que se cumplían mis deseos. El sereno nos informó de que el señor Tarro seguía viviendo en el ático, justo sobre el piso de los Corsi. Tuve la impresión de que en la lotería de la vida me había salido un número premiado. No sé si mi gran desconfianza de ahora cuando se realiza algo que he deseado, esa especie de niebla que me impide considerarme feliz, viene del reducido olvidado de esa fervorosa oración de deseo por la presencia de Tarro junto a Anita y su realización poco después.
Sin timidez, llamé al timbre y golpeé la puerta de Tarro hasta que el mismo doctor, envuelto en un batín de seda azul, con las zapatillas en chancletas y los ojos azules chispeando cólera, me abrió la puerta. Ni siquiera me arredré. Hablé de Venezuela, de mi amigo Javier… Del vecino de Tarro a quien habíamos encontrado gimiendo en la cama… Y Tarro se calmó. Se portó admirablemente, la verdad, después de su mal genio.
—Ah, ¿esa joven de las piernas bonitas? Una chica llena de vida, ya lo creo. Sí, su padre es el caballero de las sienes plateadas, el cónsul. Bien, chico, bajo en seguida. Ya sabes, a título de amigo. Yo no ejerzo la medicina en España.
En cuanto Tarro entró en aquella alcoba donde entre Soli —con su nuevo atuendo, la chaqueta de punto y las chinelas— y Anita acababan de adecentar al enfermo y cambiar la cama, se hizo cargo de la situación. Casi inmediatamente reconoció los síntomas de una apendicitis aguda.
Pero necesitaba los análisis… Necesitaba también lavarse las manos (se lavó las manos muchas veces aquella noche), buscó en la guía de teléfonos a un cirujano y logró hablar con él nada más dar su nombre, a pesar de la hora tan importuna. El cirujano nos envió el analista de urgencia. ¡Cuántas idas y venidas por entre los pasillos de las rosas rojas y las rosas azules! Cuántas emociones. Yo seguía empeñado en considerar a Tarro como un triunfo personal. No estaba seguro de que Anita se diese cuenta de nuestra suerte.
—¿Qué te parece el doctor? —le pregunté a Anita más de una vez en nuestros encuentros por los pasillos.
Algunas veces se reía y se llevaba un dedo a la sien como indicándome que Tarro parecía un chiflado. Esta broma, en mi ansiosa alegría y nerviosísimo, me molestaba. Al fin, una vez que logré detenerla, sujetándola por los hombros ella me sonrió y me pareció sincera durante aquel instante al menos cuando me dijo:
—Martín, tú eres un genio. Y ese hombre es un genio. ¡Su charla ha anestesiado a papá…!
Salí más que corriendo a buscar una farmacia de guardia para comprar unos calmantes. Estaba cerca, por fortuna. Al volver encontré instalado a Tarro junto a una copa de coñac en el cuarto de estar. Anita había colocado el teléfono portátil sobre la consola para que nos dijesen en seguida el resultado de los análisis.
Cuando Tarro entró a poner una inyección sedante a don Carolo, Anita me retuvo en el pasillo.
—Ven —me susurró—, vamos a preparar otra toalla limpia. Ya sabes que ese genio se lava las manos a cada momento y luego tira al suelo las toallas.
¿Se había reído de mí Anita al decirme aquello de que Tarro le parecía un genio? Es muy duro ver en estas imágenes desechadas mi ansiedad de corazón, mi angustia infantil y absurda. Mi necesidad de que Anita reconociese el talento de aquel hombre extraordinario. ¡Y que no se riese! No podía soportar en aquellos momentos que Anita se riese de Tarro.
En el cuarto de baño Anita empezó a reírse. La miré con cierto estupor desolado.
—Qué noche, Martín. Si no fuese por la angustia que tengo, me divertiría.
Me pareció que se estaba divirtiendo a pesar de la angustia. Y con el mismo estupor y casi la misma angustia descubrí que yo me divertía también.
—El doctor ese es un genio pero también comiquísimo. Si vieras… Me ha dicho, cogiéndome las manos y mirándome a los ojos como si quisiera taladrarme, que él es un genio, pero un genio del amor.
Me pareció aquello una de las disparatadas invenciones de Anita. Pero me hizo reír contra mi voluntad, me reí con el nerviosismo de un chico en la escuela ahogando la risa para que no me oyese el doctor.
Cuando volví a verlo en el cuarto de estar, me sentí lleno de remordimientos, incluso enfadado con Anita por ser tan estúpida, por ser tan insensata. Tarro estaba serio, pulcro y tranquilo. Nos dijo que a las seis de la mañana tenía que salir de viaje y que, si nos parecía bien, en cuanto hablase con el cirujano después de tener noticias de los análisis, subiría a su casa a recoger el maletín y esperaría de tertulia con nosotros a que llegase su hora de ir a la estación. Ya no podría dormirse. Me enfadé conmigo mismo otra vez porque en vez de alegrarme por aquel honor que nos iba a hacer Tarro, sentí tal cansancio que deseé que no se cumpliese aquella amenaza de tertulia. Anita cuando nos quedamos solos me preguntó esperanzada.
—No lo hará, ¿verdad? Sería insufrible. Tiene que darse cuenta de que nosotros no queremos que se instale aquí. ¿Te has fijado que los perros no le tienen simpatía? Es un tipo de sabio, pero también es un plomo…
Pero Tarro cumplía siempre lo prometido. Mientras tomábamos café, ya relajados de nuestras últimas actividades, oí hablar a Tarro a través de una niebla de cansancio. Entre esa niebla me pareció que el gran hombre miraba mucho hacia las piernas de Anita y coqueteaba con ella. O ella con él, quizá para hacerme creer que era cierto aquello de la frase que atribuía al doctor «soy un genio del amor». Y hacía preguntas, se interesaba por todo como si estuviese en su casa, como si no hubiéramos interrumpido su sueño. Estaba fresco como una rosa, mientras yo me dormía a chorros y temía las contestaciones de Anita al gran hombre al mismo tiempo. Por fortuna, las contestaciones de Anita no parecían ni molestarle ni sorprenderle. Y con esta tranquilidad mi sueño se me hizo somnolencia insoportable. Anita era capaz de olvidar su cansancio para divertirse a mi costa. Pero Tarro llevaba la voz cantante.
—¿Que quién es Martín? ¿Usted cree en el poder de la oración, doctor?
Me espabilé a estas palabras. Yo sí me asombraba aún de las salidas de Anita.
Tarro afirmó con seriedad:
—Creo. ¿Cómo no? No sería psicólogo si no creyese. Y no me llames de usted. Para vosotros soy Tarro simplemente. Di, di lo que me comenzaste a explicar hace un momento sobre la oración.
—Es que cuando yo era pequeña me enseñaron la oración que rezan los niños españoles; mi madre era española y mi tía Froilana me decía que le hubiera gustado oírnosla rezar a mi hermano y a mí. Bueno, la oración esa «Ángel de la guarda, dulce compañía…». ¿La conoce? Pues después de tantos años de haberla rezado (durante mi infancia) la oración hizo efecto y me ha llegado el Ángel de la guarda, dulce compañía… Mi hermano Martín. Bueno, no es de verdad mi hermano. Pero nos llamamos así: hermanos. Eso somos.
Tuve un momento de cálida vanidad dentro de mi cansancio, vanidad que me hizo recordar todas las apreciaciones que había hecho de mi persona aquella amiga, aquella inesperada hermana mía. Anita estaba guapa con sus ojos espabilados y desmintiendo con su ternura el tono de broma. Tuve ganas de levantarme y estrecharla contra mí. Pero no hice nada. Y en seguida comenzaron ellos dos —Tarro y Anita— una larga conversación científica o seudocientífica que me hizo cabecear. Me mandaron a la cama como a un chico. Me señalaron el diván de cretona floreada para que me echase un poco.
Ahora ocurre lo mismo. Debo haber recordado estas cosas entre sueños. Doy una cabezada y me sobresalto. El señor Corsi abre los ojos, que también tenía cerrados. La luz encendida a la cabecera del enfermo me hace daño a la vista. Don Carolo me autoriza al fin a retirarme.
La cama preparada en la salita me parece un paraíso. Las sábanas ásperas se convierten en nubes de algodón. En dos segundos estoy metido en esa marea de blancura. Y duermo.