IX

La noche toledana no termina nunca. Don Carolo está espabilado y quiere que me siente un rato junto a su cama cuando llego de puntillas, y borracho de cansancio, a las habitaciones en penumbra. El aire tibio de la clínica, sus luces blancas reflejadas en los anchos pasillos de mosaico, el vapor del éter, que parece se ha solidificado con la pintura lavable de las paredes, me han dado el golpe de gracia al entrar, y de pronto el esqueleto y la cabeza me pesan. Pero ¿cómo negarme a explicar a don Carolo cómo me llamo y de dónde vengo y por qué Anita me considera su hermano? Don Carolo me ha visto aparecer en su alcoba en la madrugada en que el dolor le hacía creer en alucinaciones. Dentro de la alucinación se movía una enanita de cabeza rapada, por cuyas explicaciones el señor Corsi llegó a entender que pertenecía a una familia de liliputienses de un circo instalado en Toledo y que Anita había ido allí a buscarla. Para colmo, el vecino del ático: un tipo rubicundo y bon vivant al que don Carolo encontraba alguna noche al volver a casa introduciendo la llave para abrir el portal, y que le lanzaba una sonrisa de medio lado con su boca de pez, mostrando al mismo tiempo aspecto de satisfacción, de buena caza, de gato que se relame; ese señor Tarro de quien José el portero cuenta que tiene encerrada a una mujer misteriosa a quien sirve una criada vieja que sólo habla gallego; el señor Tarro, en fin, en la alucinación de Corsi se había convertido en médico jovial con chispeantes ojos azules. Corsi comprende que mi persona no pertenece sólo a su alucinación. Soy un tipo simpático aunque uso su ropa interior, pero según Anita, corro con los gastos de estas habitaciones de la clínica. Aunque me ha costado entender lo que el señor Corsi me ha dicho y he tenido que reconstituir ese mundo de sus pesadillas y su interés por mí a base de frases sueltas seguidas de momentos en que parece que don Carolo se olvida y se duerme, don Carolo asiente cuando traduzco en voz alta, igual que Anita. Sé que él tiene derecho a hacerme preguntas, y me las hace, de cuando en cuando. El foco de luz de la cabecera del enfermo me da en plena cara y me molesta. Pero aguanto. Contesto, pero mis pensamientos van por donde quieren. Más que lo que contesto, me espabilan los pensamientos que me sugieren esas preguntas. A veces me parece que salgo yo mismo de un sueño cuando creo que don Carolo se ha dormido, pero cuando intento levantarme él me retiene.

—¿Entonces? ¿Ese tipo? Ese Tarro…

El doctor Tarro.

Al pensar en Tarro veo a Javier, el amigo a quien llamábamos «grande» precisamente porque es más bien bajo, muy delgado y aparentemente débil, usa gafas de concha y domina con frialdad científica sus muchas emociones. Pero es grande como el apodo que le hemos puesto. Un gran corazón. Un gran valor. Se lanza a la aventura del exilio voluntario. Se va dentro de unos días como emigrante a Venezuela. Es invierno y hace mucho frío esa noche. Javier lleva abrigo y sombrero. Los dos tenemos las manos metidas en los bolsillos —yo en los de mi vieja gabardina— y nuestras respiraciones se convierten en humo. El Retiro respira en neblinas entre las que se ven los esqueletos de los árboles. Javier me ha hablado del doctor Tarro. Lo ha conocido en una reunión de simpatizantes políticos —Javier no dice nunca nombres, habla con la cautela de un conspirador—, pero no era una reunión política. Tarro no pertenece a ningún partido. Sin embargo, es simpatizante. Y es un exiliado voluntario que fuera de España ha visto reconocido su gran talento como clínico y como psicoanalista. Tarro ha impresionado mucho a Javier y quiere que yo lo conozca. Esta eminencia que ha recorrido como conferenciante (y también llamado a consulta) casi toda América y que conoce Asia y Australia, se ha interesado por el joven con grandes gafas de concha que es mi amigo. Le ha hecho confidencias explicándole que vive temporalmente en Madrid para atender a la curación de alguien que le importa mucho y por quien ha dejado su clínica en Beirut. Pero está aquí casi de incógnito y desde luego no ejerce. No se ha inscrito en el Colegio Médico. Quiere permanecer en el anónimo aunque algunos colegas importantes le llaman a consulta algunas veces y no se puede negar a asistirlos… Y luego ha dicho a Javier, al saber que se va a Venezuela: «Le daré cartas de recomendación para alguien que le atenderá. Un médico no debe ir como simple emigrante y desde luego usted debe ejercer en Caracas. Usted vale». Esas dos últimas palabras, ese «usted vale», nos llenan de calor tanto a Javier como a mí. Yo imaginaba a Tarro como un anciano con barbas, con ojos extraordinarios, con manos de taumaturgo.

La casa de los miradores redondos. Subimos en el gran ascensor anticuado. Tarro mismo nos abre la puerta y me intimida en esa cara de hombre ya maduro (¿tendrá treinta y cinco o treinta y seis años?) el brillo alegre de los ojos. No se parece nada a la imagen que me he formado de él, pero de todas maneras me impresiona. Es rubio, lleva muy corto el rizado cabello y su frente tiene grandes entradas que la hacen aparecer aún más amplia. Es ancho de hombros, más alto que Javier, pero bastante más bajo que yo, va bien vestido, sin ostentación. No es un hombre que pueda llamarse grueso porque su musculatura se adivina fuerte, pero no es delgado. Me siento como indefenso, como si ese hombre supiese todos mis secretos sólo con mirarme. Javier, nerviosísimo, feliz, me lanza ojeadas cómplices de nuestra apreciación común. En un momento en que estamos solos digo a Javier que aunque Tarro no es joven es increíble que no sea viejo y sin embargo haya hecho tantas cosas.

Tarro nos hace pasar a un pequeño despacho atestado de papeles y libros. Hay una máquina de escribir abierta y comprendemos que ha dejado su trabajo para atendernos. Todo lo que hace ese hombre nos interesa. El doctor aprovecha estos meses de retiro para escribir un libro de sus experiencias clínicas. Da algunos consejos a Javier. Le habla del clima y del paisaje venezolanos. Es simpático. Expresivo. Se ríe. Me siento como cautivado por esa risa. El superhombre nos trata con camaradería. Desciende hasta a hablar de las mujeres de allí, tan atractivas y apasionadas como todas las sudamericanas… Nos cuenta una aventura personal que parece salida de un filme de espionaje. Después mira el reloj y saca del cajón de su mesa las cartas que ya ha preparado para Javier. Mi amigo y yo salimos a la calle conteniendo nuestra exaltación. A Javier le tiemblan las manos incluso cuando enciende un cigarrillo. Quizás el curso de su vida, su porvenir científico dependen de la intuición genial de Tarro y de su amistosa generosidad. Ésa era mi imagen de Tarro antes de que se me ocurriera llevárselo a don Carolo: claro que al enfermo sólo le digo que su vecino es un gran médico, que yo lo conozco y nada más. No voy a empezar a hablarle a don Carolo de Javier y de nuestra amistad.

Javier se marchó a Venezuela pocos días antes de que me llegase el telegrama que me hizo marchar a mí a Alicante. Desde Alicante le escribí a la dirección que él me había dado. No obtuve respuesta. Antes de salir de mi tierra volví a escribirle pidiéndole que me contestase a Lista de Correos de Madrid. No he vuelto a saber de mi amigo. Ese vacío que he notado en Madrid al volver de Alicante se debe en gran parte al vacío que ha dejado mi amigo en la ciudad. Ahora me doy cuenta; lo he sabido. Pero hoy me doy cuenta de estas cosas del cariño, de la amistad, como nunca me he dado; se me ha hecho más grande el corazón en la noche toledana.

A Tarro, claro está, no esperaba volverle a ver. Pero cuando llegamos a Toledo en aquel automóvil gran lujo Anita y yo, cuando los faros del automóvil enfocaron la Avenida de Menéndez y Pelayo, desierta y mojada en la noche de primavera y vi los miradores redondos en la esquina, supe que teníamos la salvación a mano. El médico que necesitábamos. Uno de los mejores del mundo, según la exaltada apreciación de Javier.

Porque llegamos en un auto gran lujo.