VII

De muchacho, cuando llegué a Madrid quise tener mi estudio en una de las buhardillas de la plaza Mayor. Creía que una buhardilla tenía que ser algo tan barato que incluso para mí sería asequible en cuanto terminase el servicio militar, en cuanto encontrase trabajo.

Me veo una noche, en los alrededores de Navidad, mi primera Navidad en Madrid, vagando por la plaza, llena de puestos de figuritas de belenes y de golosinas malas de posguerra, de ruido de pitos y panderetas, de gente llena de frío y bufandas, y yo sin bufanda pero con frío también, las manos en los bolsillos, mirando las luces de algunas ventanas de las buhardillas: mi estudio. Escogí entonces la buhardilla donde había vivido la Fortunata de Galdós, la de la casa de los escalones de piedra. Pero habían pasado los tiempos de Galdós. Las buhardillas estaban llenas. Y solicitadas. Mi buhardilla se me convirtió en un imposible. Después fui desinteresándome. Necesitaba un estudio y compartí habitaciones-estudio con otros compañeros hasta que el señor Luis, el comerciante del Rastro, me cedió aquella habitación sobre el almacén de su tienda de compraventa de muebles y objetos artísticos. La habitación no era mía, no era alquilada, me la cedía generosamente el señor Luis, aunque se reservaba un rincón para sus novelas policíacas, que él amontonaba en el suelo formando pirámide y en aparente desorden, pero que utilizaba ordenadamente. Siempre tenía lectura con aquel montón de libros a los que rara vez añadía alguna nueva adquisición. En el turno de lectura iba cogiendo las novelas de la base de la pirámide. Cuando terminaba una la echaba encima de las otras y cuando al cabo del tiempo volvía a sus manos, ya había olvidado el argumento y le parecía nueva. Era un viejo estupendo el señor Luis, con su calva tostada de leer al sol en la puerta de su tienda, entre la vida, los gritos y el colorido del Rastro; le veo siempre metido en aquel guardapolvo color de canela que se ponía para andar en el negocio. Era flaco hasta notársele las costillas y la forma de la calavera, llevaba gafas con montura de metal. Yo le hice muchos dibujos. Le tenía mucho afecto. Ahora lo sé. A mí el montón de novelas amarillentas en el estudio no me estorbaba. Ni me importaba que aquel cuarto no fuera mío. Me cabían el caballete grande y los lienzos, las pinturas, el banco de carpintero… Todas mis herramientas de artista y de artesano. De día tenía muy buena luz: la ventana daba al patio del almacén y en verano rodeaban la ventana las hojas de una gran parra. La habitación no tenía luz eléctrica, cosa que me alegraba. Así no había equívocos en aquello de las cuentas de la luz —porque el señor Luis era muy meticuloso—. Me tuvo confianza, siempre me dejaba una llave para que si se me ocurría, o si no podía a otra hora, trabajase de noche. Todo el mundo me conocía en el barrio: los serenos y guardas nocturnos, el dueño del bar de al lado… Todo el mundo me veía entrar y salir, siempre solo. Yo tenía allí, para mi uso, dos lámparas de petróleo que daban una luz blanca que me parecía suficiente. Cuando no tenía dinero para petróleo, no pintaba de noche. Frío sí que hacía. Mucho en invierno, claro. Pero entonces no sentía el frío, aunque a veces llegué a tener las manos llenas de sabañones. Era la época del hambre. Todo el mundo pasaba hambre y frío. Yo también. El señor Luis me advirtió que el estudio era sólo para el trabajo. «Nada de juergas ni amiguitas aquí». Pero yo sólo lo quería para el trabajo. No quería el estudio para juergas. Ni para reuniones políticas clandestinas. Yo no estaba metido en esas cosas. Javier no había intentado catequizarme, «Ojo con ese amiguete, el médico; ése te va a enredar que sé yo que anda mucho con tipos sospechosos, que me lo han chivado a mí. Tú no te dejes meter en líos, que te trincan un día y no vuelves a ver salir al sol hasta que te tiemblen las manos de viejo; que la vida es muy hermosa, muchacho, y bastante hemos tenido con la guerra civil…». Cuando el señor Luis se convenció de que yo el estudio sólo lo empleaba para trabajar, se mostró inesperadamente decepcionado. Me insultó una mañana en que estaba de mal talante llamándome «demasiado bueno» con una serie de tacos pintorescos detrás de esa apreciación, dedicados a la generación a que yo pertenecía. «Vosotros los chicos de ahora no hacéis diabluras, parece que no tengáis sangre en las venas». Luego descubrió lo de mis «desahogos» detrás de la cortina. Es algo que me ha impresionado en el diario policíaco. Me fastidió recordarlo. Me fastidia aún. Quizá la dottoresa al subrayar esos párrafos quiso darme la imagen que me he formado de mi personaje juvenil. Pero también era puro y algo tímido y ferozmente independiente. Cuando volví de Alicante, unas tres semanas antes de la noche toledana, el señor Luis me empezó con la cantinela de que yo, sin saberlo, necesitaba casarme. Sentí una opresión al oírle como si me indicase que necesitaba enterrarme vivo. Y al mismo tiempo estaba como vacío, indeciso, nunca estuve así hasta entonces. Ocurrió que en Alicante tuve una vida materialmente mejor de la que había tenido desde hacía tiempo. Comidas a horas reguladas y sol y aire. Y era como si las energías sobrantes, en vez de darme vitalidad, me entorpecieran el cerebro. En otro tiempo había tenido días negros, sobre todo después de una época en que mis locuras sobre aquello de la luz de Toledo y la técnica nueva que quería inventar para pintarla me ponían lo que mi amigo Javier, que era estudiante de medicina, llamaba mi cara de gato esquizofrénico. Él me regalaba vitaminas y en seguida volvía a mi ser.

Entonces no se trataba de días negros. Se trataba de la temporada más gris de mi vida. Aquellas tres semanas desde mi regreso de Alicante hasta la noche toledana yo andaba como embotado, sin fuerzas para salirme de aquella situación de espera y desesperanza al mismo tiempo.

Madrid, sin Javier y sin Pedro, mis mejores amigos y casi mis únicos amigos —los demás eran conocidos encontrados unas veces, saludados, olvidados en cuanto desaparecían de los círculos habituales y los cafés o las tascas donde podía encontrárseles—, estaba tan vacío como yo mismo. Ni siquiera tenía ganas de ir a buscar a la gente que conocía por medio de Javier o por medio de Pedro. Prefería estar solo con mi pereza.

Javier se había ido a Venezuela como emigrante. Y Pedro, aunque no me pudiese caber en la cabeza el asunto, se había marchado a encerrarse en un convento de una orden medieval recién restaurada. Yo no podía creerlo. Pero así me lo había asegurado su familia: «Todavía no podemos decir dónde está. Cuando lo admitan en el noviciado, él mismo le escribirá a usted, que era uno de sus amigos preferidos». Hablé con la hermana, hablé con la madre de Pedro. Todo por teléfono. No me atreví a visitarlas en su piso de la calle de Lagasca, donde yo no había estado nunca, aunque acompañaba a Pedro a veces hasta la puerta de esa casa cuando nos reuníamos de noche en algún café del centro y yo tenía ganas de pasear… Aquellas voces, al teléfono, me impresionaron por la alegría con que me hablaban de lo de Pedro.

A Pedro le llamábamos Perucho. Así firmaba sus caricaturas. Era un humorista que nos parecía muy bueno. Sus caricaturas más satíricas —«la serie negra, muchachos» (decía él)— sólo las conocíamos los amigos. Su manía eran los curas: el oscurantismo de la sotana, la opresión de la vida mediatizada por la exaltación de los misticismos y seudomisticismos pululantes por todas partes. Apariciones de santos y colas en las iglesias para obtener certificados de buena conducta para los salvoconductos, para el trabajo, para todo. Arrestos en los cuarteles durante el servicio militar por atreverse alguien a dar el paso adelante cuando se ordenaba a aquellos que «no quisieran comulgar» que dieran tal paso. Dominio del confesionario en las familias. Sermones violentos y fanáticos contra los enemigos políticos del régimen, que eran los enemigos de la fe. Altavoces en que el rezo del rosario de la madrugada despertaban a la gente dormida en ciudades y campos, y no sólo el rezo, sino también las exhortaciones más curiosas al arrepentimiento: «a confesar todos los que hayan ido a la piscina esta tarde. El confesionario espera…».

A mí, que desde mi incrédulo aislamiento no había sentido nunca esas opresiones ni tropezado con tales imposiciones —Javier y Pedro decían que por casualidad o porque vivía en el Limbo—, todo eso me hacía reír aunque tenía que reconocer que en parte sí era cierto; que miedo y religión andaban combinados con hambre y dificultades de todo tipo en aquella vida nuestra de entonces. Perucho era implacable. «Los ambientes de El Rojo y el Negro de Stendhal, hijo mío, no son nada comparados con los nuestros de ahora. Por eso es un libro prohibido. Y lo peor de todo es que hay gente buena que tiene fe: la madre de uno, las hermanas de uno dispuestas siempre al martirio y a pasarse la noche rezando para que se convierta uno…».

Nos reíamos con Perucho. Javier hablaba entonces de que había que actuar. Javier estaba convencido de que el comunismo era la única esperanza. Perucho decía: «Pero en este país no hay remedio. Pero ¡si me hablas de lo mismo que tenemos aquí!… Los comunistas, otra dictadura con curas laicos. Fuera todas las opresiones, chicos». Y discutían. A mí me parecía que Perucho tenía razón. Y Javier sabía que a mí tampoco podía entusiasmarme. Conmigo tenía, sin embargo, más esperanza. «Tú mismo un día lo verás. No se puede no estar comprometido en estos tiempos. El arte sin compromiso es una eme, hombre. Hay que estar con los oprimidos, con todos los seres humanos y no en el egoísmo ese en que tú te metes de tu triunfo personal. ¿Qué es eso? Nada».

Bueno. Hacía algún tiempo que no veía yo a Perucho cuando tuve que ir a Alicante por la muerte de mi abuela y la cuestión de aquella herencia inesperada. Al regreso me entero de lo del convento. Maitines, rezos de madrugada. Disciplinas. Penitencias increíbles. Todo lo podía esperar de Perucho menos eso. Todo lo que se me ocurrió hacer fue escribir a Javier a la dirección que él me había dado en Caracas diciéndole que si aquello le parecía distinto a lo que teníamos en España alrededor, yo me iba también, que me enviase una llamada. Seguiría gestionando mi pasaporte de emigrante. Estaba casi decidido…

No sé por qué le estuve yo contando esas cosas de mi vida a Anita mientras tomábamos café y yo fumaba muy despacio una pipa que se me apagaba muchas veces. Recuerdo que me interrumpió en el momento en que yo le contaba mi exasperación por el cambio incomprensible de mi amigo Pedro. Parecía muy interesada.

—Martín, pero es estupendo eso… Tu amigo no puede ser una persona vulgar. Encerrarse en un convento así, con todo lo que le fastidiaban los curas según dices, indica una fe tremenda. Dios sabe cómo se habrá dado cuenta de esa fe absoluta. Quizá te lo cuente algún día. Debe de ser algo estremecedor… Como una pasión. O más. Da miedo, pero es envidiable. ¿No le envidias? Tú también eres propenso a cosas así… ¿Has leído ese libro tan interesante de Graham Greene El poder y la gloria? Trata de la fe católica precisamente…

Anita resultaba siempre sorprendente en sus reacciones. Rechacé con un gesto de irritación la posibilidad de misticismo que me atribuía, como quien espanta a una mosca, y vi reír a Anita. Después continuamos la conversación por otros rumbos.

Fue a primera hora de la tarde del domingo. En el cuarto de estar. Anita se había quitado los zapatos y estaba echada en el sofá. Habíamos llegado a mediodía cargados con flores y pasteles como si llegáramos a una fiesta para celebrar el éxito de la operación del señor Corsi. A Soli la encontramos en la portería charlando con el señor José, el portero, mientras los dos cocker enanos, que habían quedado a su cuidado, corrían por la acera sueltos y felices. La chiquilla lucía unos zapatos de tacón alto que no eran las chinelas que le había dado Anita. Dijo con cierto susto que había encontrado «tirados» junto a un armario abierto muchos zapatos de aquellos. Anita se echó a reír y Soli, aliviada, se volvió charlatana. Había bajado a la calle muchas veces con los perros; había contestado al teléfono… Estaba contenta. Soli ayudó a colocar las flores por toda la casa, sobre todo en el cuarto de estar y en el comedor del espejo y de la mesa ovalada. No comimos en casa, sino en la tasca cercana, donde conocían a todos los Corsi, incluso a los perros Tali y Chuchi, que también fueron a comer allí con nosotros. Naturalmente, nos rodearon los camareros, el dueño, la cocinera, el cerillero… Todos querían saber noticias del señor Corsi.

—¿Usted también es hijo de don Carolo?

Anita improvisó con naturalidad un nuevo parentesco.

—Es mi primo Martín Soto, el pintor. Es muy importante… ¿No lo conocían ustedes? Antes vivía en Alicante. La niña también está en casa ahora. Tiene derecho a venir aquí y a que le den un bocadillo cuando quiera. Lo anotan en nuestra cuenta.

Soli puso su cara de ansiedad y picardía.

—Podríamos pedir ahora el bocadillo y yo me lo llevaba para luego; y otro para los perros…

Tali y Chuchi no comen más que una vez al día. No se te ocurra darles. Ya han comido. Pediremos lo que quieras para ti y lo comes tú sólita.

Soli suspiró asombrada. Había tragado mucho y no podía creer que no le pusieran impedimentos a lo que se le antojase en materia de comida. La vida de aquella niña había estado sembrada de dificultades de todo orden y de prohibiciones por cualquier cosa. Creo que se encontraba hasta incómoda con tantas facilidades.

Aquella tasca oscura y mediocre me pareció simpática.

—Es baratísima —dijo Anita—, no sé cómo pueden vivir con lo que cobran, son unos santos, por eso echan tanto pimentón en todo para que no se note que falta carne y todo eso…

A mí la tasca no me parecía ni barata para la calidad de lo que daban, ni «típica» como decía Anita, ni limpia siquiera. Pero me gustaba el calor humano que tenía aquella gente que apreciaba a los Corsi. Era eso. No quise quitar a Anita su entusiasmo, haciendo críticas. No quería quitarle ni una chispa de su recién recuperado buen humor. Su miedo por lo que pudiera ocurrirle a don Carolo había desaparecido al ver que estaba vivo al salir del quirófano. Su cara se había embellecido otra vez con la alegría y yo me dejaba contagiar por esa alegría suya. Me hacía falta.

Estábamos en el cuarto de estar, la niña al sol en el balcón, con los perros y con un plato de pasteles que iba comiendo uno tras otro como si fuese algo así como un deber no dejar ni una miga de ellos; Anita y yo un poco cansados después de haber telefoneado al padre de Soli. Llamé yo a la pensión donde vivía y cuando al fin pude comunicar con él lo encontré decepcionado por nuestro regreso. ¡No nos esperaba hasta la noche! Le estaba dando firmemente la dirección para que viniese a buscar a su hija cuando Anita me quitó el auricular y se enfrascó en una conversación larguísima con el viejo Pérez. Después fue cuando se quitó los zapatos y se echó en el sofá.

—Uf, estoy cansada. Siempre me pasa. Más tarde me entra más alegría y nunca tengo ganas de acostarme. Debo de haber nacido de noche, la noche me gusta… Bueno, Martín, está arreglado: Soli se queda con nosotros hasta el martes. El martes he invitado a comer a ese viejecito, que, por más señas, así, por teléfono, me ha parecido encantador… Como me contaste aquellas cosas tan horribles, me parecía siniestro devolverle al pobre Gnomo para que lo martirizara, pero creo que estás equivocado y que quiere mucho a su hija el pobre hombre. A la niña hay que comprarle zapatos y abrigo y todo. No podemos devolvérsela desnuda al ancianito. En realidad, yo me quedaría con la niña. Ya seríamos tres en la casa. No hay derecho a tener tantas alcobas vacías en una casa. Yo, sabes, encuentro que las casas tienen que estar llenas y si no, pues se va uno a vivir a un hotel, así no hay que estar pendiente de que vengan y se vayan las criadas porque dicen que hay desorden. Pero es mucho más agradable una casa con mucha familia alrededor. ¿Y si nos trajésemos también al viejecito ese tan maligno, al padre del Gnomo? A lo mejor estaba encantado… Pero papá se pondría celoso.

Me estiré ineducadamente en el sillón, enervado por la luz de la siesta, y corté las fantasías de Anita.

No sé si influía en algo aquella escena que no pensaba, aquella frase: «Aunque no hubiera más hombre que tú en el mundo no haría el amor contigo». Pero me sentí hermano mayor de Anita. Me sentí maduro, razonable al estilo que me habían enseñado que la gente es razonable: en ese estilo las familias no se formaban así. Di unas chupadas a la pipa después de estirarme y miré con compasión a aquella insensata y le expliqué que tener seres humanos alrededor, niños sobre todo, supone entregarse a ellos. Yo, por eso, no quería casarme, no quería cargar con esa responsabilidad. Ella me hablaba de matrimonio y de divorcio con la mayor inconsciencia. Incluso pensaba en casarse otra vez. Era mejor que viviese en un hotel, como decía, tanto si se casaba como si no, pero que no pretendiese hacer una parodia de madre de familia con aquellas ideas de ir recogiendo gente por los caminos. Si quería casarse en España al menos tenía que pensar como una mujer y no como una chiquilla loca. No la veía yo madura para el matrimonio, el verdadero matrimonio, claro que no era esa farsa de registro civil, va para unirse y viene para descasarse. Quizá algún día sí, sería capaz de llevar una casa y hacer feliz a la gente que la rodeara y hasta de sentarse a coser por las tardes, un rato. Todas las mujeres casadas cosen, o hacen jerseys de punto para su marido y para sus hijos… Las mujeres que no son unas aventureras, las mujeres normales, las que un hombre quiere para casarse no hablan de cosas serias, así, en broma…

Veo la cara de Anita. Su ceño. Su sonrisa. Su asombro y luego la extraña mirada de ternura que me dirigió.

—Martín, por favor, chico… ¿qué te pasa? ¡Estás como amargado! Te vuelves tonto de pronto, ¿qué tiene que ver que quiera que viva con nosotros el Gnomo con el matrimonio y que…?

—Mira, niña: no sabes lo que dices. Tan pronto hablas del matrimonio como de un juego y dices con tal ligereza que ya te has casado una vez y te has divorciado, que no sé si es cierto lo que has dicho o es otra fantasía; o tan pronto como eso dices que te gustan las familias numerosas y te creas una de tu invención. Yo creo que los seres humanos tenemos que elegir, ¿no? A mí no se me ocurre casarme porque sé que soy más bien solitario. O lo he sido. Porque precisamente tengo mucho respeto por todo eso que es la base de la vida: la familia, los hijos, el mismo matrimonio, y no me siento capaz de encerrarme en algo tan definitivo. Yo voy viendo que tú, como todas las mujeres que no son unas aventureras, vas a terminar en tu casa, tranquila y cosiendo por las tardes rodeada de un montón de hijos y abuelos. Pero mientras no te decidas por ese camino de persona normal, no creo que estés preparada para cuidar hijos ajenos o abuelos ajenos. Suena a burla.

Anita me miró con la boca abierta.

—Eres extraordinario, Martín. Dices unas cosas más raras… ¿Qué tiene que ver eso de casarse con coser la ropa de la familia? Yo me he casado, aunque no lo creas, y no se me ha ocurrido por eso coser un solo botón. Mi marido tenía un ayuda de cámara que cosía estupendamente los botones. Se llama Panchito. No, no mi ex marido, no seas idiota; el ayuda de cámara es el que se llama Panchito. Ya te dije que mi marido se llamaba y se llama Italo, si no ha cambiado de nombre… ¿Y por qué hablas tú también de personas normales? ¿Qué es eso de personas normales? Sólo existen personas, sin más, creo yo, y hay tanto chiflado y asesino y malo y bueno y generoso y loco entre lo que alguna gente llama personas normales y la que otra gente dice que no somos normales no sé por qué. Martín, esa clasificación me da miedo. Yo me enteré en unas circunstancias horribles que decían de nosotros, de nuestra familia, que no éramos gente decente, gentes normales…

Anita se incorporó apoyando un codo en el brazo del sofá que le servía de respaldo, y encogió bajo la falda las piernas, que me había estado enseñando descuidadamente. Sus ojos estaban oscurecidos.

—No, Martín, no digas eso. Personas normales… No hay «personas normales». Pero las que dicen que lo son, me dan miedo. Desde aquel horrible asesinato que quisieron achacarle a Carlos porque decían que nosotros no éramos personas normales, me da miedo esa palabra.

Me incorporé a mi vez. La pereza, el sol, el abandono de aquella hora desaparecieron. Sentí que Anita estaba diciendo algo que realmente había ocurrido, que no inventaba. Y me interesó mucho lo que decía. Me interesó hasta un punto que a Anita la puso en guardia.

—¿Carlos? ¿Metido en un asunto de asesinato? ¿Cuándo ocurrió?

—No puedo hablar de eso, Martín. Hoy no. Carlos no estuvo metido en asesinatos. Hubo un hombre normal, según decían normalísimo, que asesinó a su mujer, que era una señora de unos cuarenta años lo menos, y que tenía montones de hijos y que además parece que cosía y lavaba la ropa y todo lo que tú dices que hacen las personas normales solamente. Y la gente dijo que Carlos tenía la culpa. ¿Te enteras? Carlos tenía diecinueve años y no hubiera sido capaz de matar ni una mosca, creo yo.

—Diecinueve años… Pero entonces…

—Sí. No mucho después de las últimas vacaciones en aquella playa donde tú nos conociste… Pero, Martín, vamos a dejar eso ahora. Me pongo mala cuando lo recuerdo.

Se levantó. Se fue a mirar la cara en el espejo de sobre la consola y fue declarando quejosamente que estaba despeinada, que tenía el traje arrugado, hecho un desastre.

—Martín, tenemos que volver a la clínica. Si papá está consciente, se enfadará al ver que le hemos dejado solo. No te enfades, Martín, porque no te cuente todo ese asunto hoy. Más adelante quizá. A Carlos, si alguna vez le ves, no le hables de eso. No lo puede soportar. Mira, vamos a cambiarnos y a adecentarnos un poco. Tú puedes ponerte una camisa y una corbata de papá. Lo necesitas. Debes estar guapo también.

Supe que no había nada que hacer. Que no me explicaría nada hasta que se le ocurriera un día. O nunca. Creo que obedecí a las disposiciones de Anita para mi atuendo con la cabeza vacía, y que la tuve en blanco hasta que llegamos a la clínica, y que debimos de perder mucho tiempo en arreglarnos y en tomar decisiones para dejar instalada a la niña, porque allí llegamos más tarde de lo que habíamos pensado.