VIII

Llegamos lo bastante tarde a la clínica, para encontrarnos con que don Carolo estaba enfadado con nosotros. Anita se entusiasmó al ver varios ramos de flores en las habitaciones. Don Carolo, después de echar una ojeada a la camisa y a la corbata que yo llevaba, para darme a entender sin palabras que las reconocía, consintió en hablar con voz muy tenue a su hija. «Hasta esa joven, Zoila, ha venido. Claro que se fue en seguida al ver que no me acompañaba nadie. Dejó esas flores». Había otros ramos, y don Carolo estaba demasiado débil para abrir las tarjetas. Anita acarició a su padre y escuchó con su cara junto a la del enfermo algo que éste le decía.

—No te preocupes por las cuentas. Sí, daremos propinas. Martín se ocupa, sí, papá, este Martín, tu sobrino Martín tiene dinero. Es muy rico, nos adelanta todo lo que necesitamos…

Don Carolo cerró los ojos. La enfermera de las gafas —la que había salido huyendo cuando nos vio besarnos aquella mañana— estaba al pie de la cama. Era tarde ya. El enfermo estaba cansado. Nosotros estábamos cansados. Pero ¿por qué me sentía feliz? La enfermera preguntó después de poner una inyección a don Carolo quién se iba a quedar aquella noche cuidando al enfermo. Anita la miró con el ceño fruncido.

—Usted se quedará. Nosotros no somos enfermeros, ¿verdad?

La enfermera soltó una risita. Ella —dijo— no estaba de guardia esa noche: «La primera noche siempre se queda la familia con el enfermo. Es costumbre. Pero si no quieren…».

Don Carolo suspiró y gimió que él era el enfermo más abandonado del sanatorio.

—No se hace pesada la noche. —Anita y yo nos miramos, no sabíamos qué decir. La de las gafas quiso tranquilizarnos—. A las ocho de la mañana ya arreglan las habitaciones y está servido el desayuno.

Me parece que a la enfermera le había subido la moral escuchar de labios de Anita aquel «tu sobrino» al dirigirse a don Carolo. Si el parentesco entre Anita y yo era el de primos, la escena de la mañana no había sido al fin y al cabo tan monstruosa. No se trataba de un incesto.

—¿A las ocho? —se asustó Anita—. Entonces, papá, lo siento. A las ocho no hay quien me levante a mí de una cama más que en caso de vida o muerte como hoy… Figúrate qué tragedia y qué jaleo se armaría. A lo mejor se empeñaban en operarme a mí también para que pudiera seguir en cama sin faltar al reglamento… No, papá, no me quedo. No te serviría de nada. Se resolvió el asunto. Yo me quedaría. Don Carolo volvió a mirarme de aquella manera rápida levantando las cejas y fijándose en mi corbata un instante antes de cerrar los ojos de nuevo. Anita le acariciaba, le alisaba las sábanas. Parecía aliviada de un buen peso con mi ofrecimiento de quedarme. Me había hipnotizado hasta convencerme de que eso era «lo lógico».

—Ahora tú descansarás un poquito y nosotros nos vamos pero Martín vendrá después de cenar. Y haz el favor de no poner cara de mártir si usa tus pijamas. Tiene que usarlos, porque su ropa no ha llegado a casa aún. Es un sobrino este Martín. Se ha ocupado muchísimo de ti. Ha puesto cables a América y un telegrama a tía Froilana… Mañana avisaremos a la marquesa. ¿Te alegrarías si viniese Froilana? Habría grandes líos con la marquesa entonces…

El señor Corsi parecía no escuchar hasta que se habló de la marquesa y de Froilana. Entonces dijo algo.

—¿No te importa que venga o no venga Froilana? —tradujo Anita.

No. No le importaba. Oí unas palabras italianas; don Carolo calificaba a aquella Froilana de vecchia pazza. Don Carolo mezclaba una serie de idiomas cuando se sentía trastornado.

Retuvo a Anita cuando ella ya se levantaba. Otra vez Anita tradujo en alta voz lo que él le decía.

—¿La marquesa? Sí, mañana la avisaremos. ¿Esta noche? Muy bien, esta noche. ¡Claro que te afeitarán y te pondrán muy guapo para cuando venga la marquesa…! De Froilana no quieres saber nada, ¿verdad?… ¿Habría líos si la marquesa y ella se encontraran junto a tu lecho de dolor?

Don Carolo entendía las bromas de su hija. Sonreía: tenía los ojos cerrados pero sonreía. Anita le besó la mano con que él acariciaba la suya. Esa escena entre don Carolo, que para mí era un anciano, y su hija me conmovía contra mi voluntad. El que Anita fuese tan cómplice de las aventuras amorosas del viejo era extraño, pero más raro para mí era que me resultase algo tan inocente, aquella complicidad, una broma tierna.

Es que de algo inocente se trataba. Algo tan poco conocido por mí como la ternura. Si Anita no se hubiese negado con tanta energía a quedarse velando a su padre aquella noche, me hubiera parecido una santa transformando en broma tierna las aventuras de un viejo verde en una especie de milagro.

—Hay en ti una especie de santidad… —dije estúpidamente al salir de la habitación.

—¿Olor de santidad? —Anita se echó a reír—. No, es el olor del cloroformo, te vuelve tonto ese olor.

Como las últimas recomendaciones de don Carolo habían sido sobre la marquesa, cuando salimos pregunté a Anita quién era la marquesa. Como me había supuesto, era un amor de don Carolo «pero un amor peligroso: puramente espiritual, no como otras veces. Forzosamente tiene que ser así porque la marquesa es una vieja antipática con cerca de ochenta años. Papá a su lado se siente un niño. Tiembla cerca de ella y la obedece. Le está arruinando con el bridge. Es una maestra en ese juego. Ya te digo que es un amor peligrosísimo».

Bajábamos la escalinata que llevaba al jardín del sanatorio. Anita se detuvo y me hizo parar un instante.

—Martín, mira qué color tiene el cielo.

El color de la primera hora de la noche en primavera. Mi vocabulario de pintor no me servía para definir el azul: no era añil, no era marino. Era un azul fresco y profundo de una suavidad que hacía pensar en algo florido. Nos sentíamos dentro de una corola en forma de copa invertida; en el interior de una inmensa campánula azulada, ancha como el universo, donde, según íbamos andando, con las manos enlazadas, veíamos encenderse las estrellas poco a poco. Dentro de aquel azul de la noche olvidé el cansancio y la pesadumbre de la vida y hasta empecé a pensar si aquella gran mentira del amor completo por un ser humano, no sería una gran verdad algunas veces. Anita iba menos absorta y me hizo notar que entre los rumores de la ciudad y las luces de las calles, cuando después del vértigo sensual de mirar aquella copa de cielo fijábamos la vista en las sombras ligeras de los árboles temblando en el asfalto, sentíamos un ligero mareo. Nos dejaba vacilantes, riéndonos «como si hubiésemos bebido un poco».

Íbamos andando hacia la casa donde nos esperaba Soli, pero Anita decía que no quería llegar nunca, que era capaz de pasar la noche andando por las calles, así, en mi compañía, perdidos los dos como recién llegados o vagabundos. Después del encierro de la clínica era magnífico pasear, vivir era hermosísimo. Yo lo descubría otra vez con Anita. No hacía falta hacer nada, sólo darse cuenta de que se vivía para que todo se transformase en un prodigio. A pesar de que no estábamos cansados nos sentamos frente al Retiro, en la terraza de una cervecería, al aire libre. Los dos teníamos sed. Por eso nos sentamos y también porque resultaba una maravilla estar allí, juntos, bebiendo la cerveza fría frente a aquel cielo, y también resultaba increíble la sensación de libertad que nos producía cualquier gesto que hacíamos, cualquier risa e incluso el descanso a medio camino, que no habíamos proyectado. Libertad y paz también en estar juntos y callar juntos y decir las palabras que se nos ocurrían a veces, y encontrar nuestro propio interés en el interés de la persona amiga, tan conocida y tan llena de posibilidades de sorpresa, que teníamos al lado. Nunca más volveríamos a tener conversaciones idiotas como la de aquella tarde. Nunca más ninguno de los dos estropearía la amistad. Era como si nos lo jurásemos. Anita hizo comentarios a las cosas inmediatas que yo sin ella no hubiera visto, personas que estaban sentadas en sillas próximas y que a la indicación de mi amiga parecían surgir para mí como fantasmas coloreados desde el vacío, moviéndose, riendo, con caras parecidas a una calabaza o una zanahoria, a una vela de cera o al contador de la luz… También fue Anita la que dijo que la cerveza le hacía recuperar la vida de sus huesos que se le habían convertido en polvo seco, y yo sentí aquella polvajera en mi garganta, calmándose trago a trago, risa a risa.

Encendí mi pipa tranquilo, como si la niña no esperase en la casa vacía sin más compañía que los perros; como si don Carolo, por quien tanto nos habíamos preocupado y sufrido aquella mañana, no estuviese esperándome. Hice los comentarios que se me ocurrieron sobre don Carolo y su marquesa. Anita me envolvió en la más brillante y tierna de sus miradas. Siempre me miraba así cuando me encontraba tonto.

—Pero… ¿por qué te extraña tanto ese amor, Martín? Al fin y al cabo, la marquesa es un ser casi humano. Se mueve un poquito dentro de sus joyas y dice cosas desagradables con una voz muy incisiva. Tus amores son mucho más raros. Anoche me lo contaste. Me contaste que jamás te habías enamorado de una mujer, pero que te habías enamorado de una ciudad. Me lo contaste cuando paseábamos por las calles de esa ciudad precisamente. Toledo es bellísimo, pero todavía mucho más viejo que la marquesa. Y enamorarse de unas piedras viejas está bien, pero al menos debería hacerte más comprensivo para los amores de los demás, ¿no crees?