Domingo 16 de abril, a media mañana. Me veo junto a Anita representando una escena que no encaja en el curso que han seguido nuestras relaciones desde que nos encontramos en el hotel toledano. Si no hubiese prometido a la doctora Leutari proyectar las imágenes perdidas en el recuerdo, tal como se vayan presentando a la memoria, yo volvería a sepultar esta escena en el olvido. No es nada, y me molesta recordarla. Es una equivocación. Pero ahí está.
Anita me ha hecho conocer lo que llama su humor negro de las mañanas. Ceño. Irritabilidad. Ojos hinchados por el sueño y hasta arrugas: una arruga incluso junto a una de las comisuras de los labios. Una arruga que le da un aire maligno. Con Soli ha estado insoportable y despótica. Como si la niña fuese propiedad suya, le ha dado órdenes: la ha hecho ir y volver no sé cuántas veces por los largos pasillos de la casa. Y Soli, para mi sorpresa, no se ha rebelado, ha corrido como un ratón de un lado a otro arrastrando las chinelas de tacón alto, y lo ha hecho con entusiasmo. Fue la pequeña quien me avisó cuando yo, algo pensativo y fastidiado, estaba preparando, con mi torpeza habitual para esas cosas, el café del desayuno. «Don Carolo dice que se va a morir y Anita está muy asustada».
Sí, Anita está asustada. Además, no ha dormido. La tranquilidad que le proporcionó anoche mi ayuda parece que se ha esfumado. Solamente delante de don Carolo se contiene Anita y bromea incluso. A mí parece no verme. Es casi ofensivo. Pero el aviso de Soli hace que me avergüence de mí mismo y comprendo que Anita no toma las cosas del cariño tan frívolamente como cree Zoila. El cariño por su padre es en ella tan sincero, que me conmueve otra vez. Sí, en los recuerdos desechados está, dentro del desorden de estas horas, esa cálida preocupación de unos por otros, Anita y su padre y yo y Soli unidos en esta atmósfera de amor. Existía. Había olvidado esto. Tomo las riendas de la situación ocupándome de todo, facilitando las cosas. Me parece que no he hecho en mi vida otra tarea que solucionar los asuntos de esta casa nuestra, vuelvo a ser capaz de irradiar energía. No sé qué esperaba yo hoy. Esperaba abrazos conmovidos como los de anoche, esperaba que ella me llamase Ángel de la guarda, dulce compañía, con esa broma suya que me llenó de una ingenua y gloriosa vanidad hace unas horas, no sé cuándo, en algún punto de la noche toledana; porque seguimos, según el cuento de Soli que ya voy asimilando como cosa mía, dentro de la noche toledana que dura dos noches con un día en medio. Pero se me olvidan esas tonterías. Me inspiran ternura los esfuerzos de Anita por ser valiente cuando la veo muy peinada, con un traje fresco y limpio, las facciones más encajadas dentro de una palidez terrosa y la mueca de la risa que dedica a su padre, para animarle, cuando le sacan de casa en una camilla.
En la clínica cuando se llevan a don Carolo al quirófano ya no manifiesta mal humor, sino un terror infantil. Le castañetean los dientes. Parece que no me oye cuando le digo que una operación de apendicitis no es nada, que en Norteamérica a todos los niños les operan de apendicitis al nacer para evitarles molestias. Es algo que, aunque no sé si es cierto, he oído contar; y entre su temblor nervioso Anita se ríe un momento.
—¡Ah, Martín, qué bueno eres! Uno no lo piensa, pero hasta la gente que uno quiere puede morirse. Yo no puedo soportar que a papá le suceda eso, que se muera ahí dentro, rodeado de todos esos instrumentos de tortura, entre ese olor a cloroformo, o a éter o a lo que sea. Igual que las pobres gentes que fueron torturadas en la guerra… Me acuerdo de todo lo horrible que he visto en mi vida. Las ciudades destruidas, las cámaras de gas, las espantosas fotografías… Tantos muertos, y yo mientras morían tan feliz, tan inconsciente…
Estas imágenes no son adecuadas. Pero no escucha Anita lo que lo digo. Por fin logro llevármela a la salita particular en las habitaciones que hemos tomado en la clínica para el señor Corsi, y estamos sentados muy juntos en un sofá de brazos cromados, esperando que termine la intervención quirúrgica. Anita se deja acariciar, deja que la estreche contra mí, que le comunique mi calor. Tengo una mano suya entre mis manos. Es una mano nerviosa y siempre expresiva, pero ahora está lacia, con la palma fría y un poco sudorosa. Acerco esa mano abandonada a mis labios y la beso dos o tres veces hasta que la dueña de esa mano reacciona.
Apoyada en mi hombro, vuelve su cara hacia mí, y me sonríe un poco, y cuando correspondo a su sonrisa las lamparillas del miedo que se extravían en sus ojos se alejan hacia el fondo, desaparecen entre las pestañas entornadas. La mano se libera, Anita la emplea ahora en acariciar mis pómulos y luego me besa levemente en los labios y en las mejillas, recorre mis facciones besándolas así, y al mismo tiempo yo, casi sin darme cuenta, voy correspondiendo a sus besos de la misma manera, en un juego tierno que inconscientemente se vuelve sensual.
La ventana está entornada. Un filo de claridad que viene del jardín hierve cortando la penumbra. Zumba un moscardón primerizo y extraviado en el sol. Siento que el sol debe de quemar la tierra en el jardín cercano y en las lejanas playas, en lugares donde se olvida el insidioso olor a los anestésicos de los quirófanos. Hay una comunicación consoladora en este roce de los labios que repetimos incansables, como sonámbulos, como niños que ensayan un lenguaje con los ojos y los oídos cerrados, y sustituyen las palabras por este tanteo de nuestra boca en las facciones que, de momento en momento, sentimos más nuestras. Nos decimos todo lo que no nos hemos dicho nunca con palabras, nos pedimos perdón por nuestras torpezas, por el olvido del uno al otro en que hemos caído durante tantos años, perdón por no ser niños ya y, sin embargo, tener que buscarnos como niños perdidos; tener que empezar a comprender que somos el uno del otro sin remedio, que lo hemos sido siempre y que no quisimos ni sospecharlo. Nos decimos la soledad, la bárbara mutilación que hemos hecho separando cuerpo y alma en nuestras vidas por ese pecado de no haber sabido que teníamos que encontrarnos enteramente, ardiendo el espíritu en esta atracción que con nadie nunca hemos podido tener completa. Con nadie, nunca ha sido ni podrá ser esta verdad que nos quita poco a poco el pensamiento confuso de esa pena de no haberlo comprendido antes de ser este hombre y esta mujer que ya somos ahora, que vamos sintiendo que somos, hechos para la fusión de la amistad en la vida que recibimos uno del otro, para el abrazo, para este beso en que al fin se entreabren los labios de Anita para recibir mi boca. Nos estamos besando al fin en un olvido total. Boca a boca, vida a vida, juventud con juventud.
Y bruscamente, me despierto. Es como si la ventana se hubiese abierto de repente al invierno y hubiera dejado pasar una racha de ventisca y granizo. Es peor. Me sobresalto, me enderezo con tal brusquedad, que las espaldas de Anita tropiezan con el sofá. Una monja alta de cara severa y una enfermera de la que sólo recuerdo las gafas, han entrado en la habitación. Están mirándonos a dos pasos de nosotros. Anita frunce las cejas y su furia la hace recuperarse cuando aún estoy yo aturdido. La enfermera de las gafas se esfuma por donde ha venido, tan rápidamente que casi parece que haya sido su fantasma quien ha aparecido y desaparecido en un relámpago. La monja está como clavada en el suelo y no contesta a la pregunta que le hace Anita de si desea algo. Vuelve la cara con desprecio y sigue adelante, hacia la habitación ya preparada para el enfermo. Allí la oímos andar durante medio minuto con pasos fuertes. Vuelve a pasar delante de nosotros lanzándonos una última mirada fulminadora. Y se va.
La habitación sigue en penumbra. El filo de luz arde. Anita se levanta y abre la ventana de par en par. Si su corazón ha batido como el mío no se nota. Veo su figura recortada en la mañana que resplandece y sigo sus movimientos. Ha recogido el bolso abandonado en el suelo y saca la polvera y un espejo. Mientras se empolva la nariz, comenta que estamos en un sanatorio peligroso. La gente abre las puertas sin llamar. Mi sangre late desquiciada mientras la escucho. Su voz, un poco temblorosa, la traiciona también. Pero sólo un momento. Ya sólo queda en ella irritación.
—Además, Martín, esa monja tenía ojos de loca… Es un peligro que ande suelta por ahí, ¿no crees? ¿Qué diablos le pasaba para mirarnos así? ¡No hay derecho! Creo que voy a protestar a la dirección. Sí, protestaré. Y cuanto antes mejor. Ahora mismo.
Me recupero con un esfuerzo de voluntad, me acerco a ella y veo que da un paso hacia atrás. Pero la detengo. Sé que está demasiado nerviosa, y le hablo. Me escucha desde lejos con su sonrisa mala, cuando le digo que hemos aterrado a la pobre monja al encontrarnos besándonos. Intento bromear. Digo que un beso, como sabe Anita, es algo totalmente prohibido en nuestra moral social. Hasta en las películas se censuran los besos. En los parques públicos los guardas acechan más a los novios que a los posibles ladrones. Si una pareja cae en la tentación de besarse bajo unas frondas más o menos románticas, lo probable es que aparezca el guardián del jardín armando escándalo, amenazando con la comisaría… Para la pobre monja, esta clínica es algo que está bajo su custodia. El espectáculo de dos jóvenes besándose ha debido de ser turbador. Luego me río.
—Pero además, Anita, tú has tenido la ocurrencia de decir al entrar aquí que somos hermanos. Si la pobre señora ésa se ha enterado, nuestros besos deben de haberle parecido, y con razón, cosa infernal. Haz el favor de no complicarlo con protestas.
No sé qué espero. Seguramente que Anita suavice el gesto, que vuelva a mí. Pero Anita retrocede un paso más.
—No digas esas cosas horribles, nadie puede pensar así. No me vas a decir ahora que nos besamos de verdad… ¿O es que no has besado a nadie y te crees que eso es besar?
Estoy acostumbrado a dominarme, no soy como Anita un puñado de nervios sueltos ni tengo una imaginación falseada, ni me gustan las mentiras.
—Perdona —afirmó—, nos estábamos besando.
Los ojos le brillan de furia. Como deben de brillar también los míos.
—¡Tú y tus besos idiotas!… ¿qué te has creído? Pero ¿es que has podido pensar que yo estaba haciendo una escena de amor contigo? No sé ni lo que estábamos haciendo. Estás loco. Ten cuidado, aunque fueras el único hombre que hubiese en el mundo, nunca haría el amor contigo, ¿me oyes? Y hoy, y ahora, precisamente, pretendes que nos besáramos… ¡Vete! No puedo ni verte.
Clavado en el suelo (no encuentro otra frase mejor para definir mi actitud). Clavado en el suelo la veo darme la espalda y apoyarse en la ventana mirando hacia el jardín. Su espalda me es odiosa. Odio a Anita. Odio su estupidez, su histerismo. No puedo ni hablar. Los ojos se me llenan de lágrimas de rabia. Y desde luego pienso irme. Puedo pensar incluso en darle a Anita una patada en el trasero y hacerla salir volando por la ventana. Y este pensamiento me alivia hasta el punto de decirle que me voy. En ese momento me marcho.
Ella se vuelve hacia mí y mi corazón se disloca en un aturdimiento que me deshace. Porque Anita está llorando. Sin saber lo que hago, abro los brazos. Me adelanto. Pero ella no deja que me acerque. Me desarma por completo con esa tristeza suya. Me encuentro perdido en un sufrimiento, en una vergüenza de mí mismo que me pierde. Trago una saliva de hiel.
—Nunca más, Martín, prométeme… Martín, ¿te das cuenta de que nos hemos olvidado de lo único que importa? ¿Por qué no traen a papá? ¿Por qué dura tanto esto? Estamos locos…
Pasa por delante de mí. Abre la puerta, mira hacia el pasillo. Echa a correr porque se oye el rodar de una camilla que alguien empuja hacia nuestro departamento. Y al cabo de un momento vuelve. Y le tiembla la voz otra vez.
—Tengo miedo. Ven conmigo, Martín, creo que lo traen. Viene tapado y tan quieto… Ven conmigo.
No sé lo que nos ha pasado. Nunca más volverá a pasar. Esa mujer que me tiende las manos, me mira como lo que es: una hermana, una intocable amiga, alguien a quien no sé por qué me siento unido con lazos hondamente familiares. Jamás he pensado en ella como amante. Jamás he pensado en ninguna amante. Decirle a Anita lo que a nadie he dicho, esas ridículas palabras de amor, sería un insulto. Todo esto lo pienso palabra por palabra. En el recuerdo desechado quedaron estos pensamientos. Es un recuerdo que mereció ir al cesto de los papeles. O al cajón del olvido, de donde no debió salir. Es un recuerdo tontísimo. Pero aquí está.
Lo demás es confuso. Sí, ya no pienso nada. Sólo acompaño a mi amiga y sólo importa la operación de don Carolo, que dicen que ha ido perfectamente. Puedo compartir la alegría conmovida de Anita. Puedo compartir todas sus emociones. Puedo hablar con el cirujano, incluso. Poco a poco se alivia ese dolor casi físico en el pecho por algo que se ha equivocado, que se ha estropeado entre nosotros, por vergüenza de la ternura que he sentido y la atracción física tan rabiosamente rechazada por Anita, que ahora ya se ha olvidado por completo del incidente. Yo también me olvido, esta escena, esta angustia no es nada, desaparece en este enfoque de la vida en presente cambiando minuto a minuto en el que el oleaje de la noche toledana me empuja a vivir.