V

«Tan loco, paseando a esa niña que tiene cara de gnomo astuto, bajo la lluvia… Te reconocí en seguida. Supe que eras de la familia. Un verdadero Quijote. Dispuesto a hacer ganar a Zoila su apuesta llevándonos al fin del mundo… No es que te reconociese a ti, Martín, porque claro, yo no pensaba en aquella playa de la infancia, y además te has hecho un hombre tan diferente de aquel chiquillo… pero supe que eras como nosotros, una persona nuestra».

Nadie me consideró loco en el sentido que lo decía Anita, hasta la noche toledana. En realidad yo era loco, si ser loco quiere decir tener un mundo íntimo distinto al de los demás, pero mi locura terminaba en los límites de mi frente. En la vida era cauto, tranquilo, y no me había batido nunca con los molinos de viento. Prefería escaparme de la gente que oponerme a ella con una lógica mía que sabía diferente de la de las personas que me rodeaban. Quizá no me gustara el mundo ni el tiempo que me había tocado en suerte vivir, pero tampoco acababa de darme cuenta de ello si era así. Pasaba distraído entre la gente de la calle y entre gentes que veía a menudo también. A veces, los notaba tan seguros con sus intereses pequeños, tan felices con sus logros, que pensaba que quizá tuvieran razón todos menos yo.

«Tan loco, dispuesto a todo…».

Quizá considerara yo lejano y fantasmal el mundo de la gente que se sostenía con los pies bien puestos sobre la tierra, que se regía y que invocaba las leyes sociales escritas y las no escritas de lo que es bueno y lo que es malo, esté admitido o no admitido. Y en cierta manera yo llevaba en mi educación, en mi sangre, algunas normas de aquéllas grabadas hondamente. No, no fui rebelde. Claro que Anita no dijo rebelde, sólo eso: loco como don Quijote.

Pero fue más tarde. En el momento en que Zoila entró a buscarnos al café grande de Zocodover, la niña aún no había recibido su sobrenombre de Gnomo Astuto, y yo era aún un joven reservado y amable, el joven a quien nunca nadie exceptuando el señor Luis le había conocido líos ni escándalos, ni siquiera excentricidades de artista, como apuntó el señor Luis en su desconcertante diario policíaco.

El señor Luis, a pesar de saber cosas que casi me sonrojaron cuando el diario me las hizo recordar, me consideraba incapaz de «esas locuras propias de la edad». No me creía ningún don Quijote dispuesto a batirse con los molinos de viento. Anita sí.

«Ningún asunto que pudiera haber provocado una huida —dice ese diario—. Lo más que se podía decir de él, en contra, era su poca paciencia para conservar los empleos malos y eventuales que siempre se las arreglaba para conseguir. Y ninguna ambición para labrarse un porvenir. Y una timidez que casi era enfado cuando se le indicaba que debería conocer a gente que pudiese ayudarle en su camino, que era, según él, el de su pintura. Entre mis clientes tengo yo buenas amistades y le ofrecí a aquel chico presentarle a algún señor de los que otros se darían con un canto en el pecho por conocer. Pero él rehuía todos esos encuentros. Decía que hasta que no estuviese satisfecho con su obra, no quería enseñarla. Quitando algún amiguete estudiante de los del Ateneo, parecía que los intelectuales y los artistas le daban miedo. Ni siquiera cultivó la amistad con los compañeros de la escuela de Bellas Artes. En eso era muy especial. Pero de su honradez no se podía decir nada. En eso era como un funcionario de los de mi época. De los que decíamos probo funcionario. “Probo artista”, le llamaba yo. No sé cómo se las arreglaba para no tener deudas nunca. Era una mezcla de cosas interesantes el muchacho, pero ninguna de ellas peligrosa. Y era educado y agradecido a nuestra familia. Decía siempre que habíamos hecho mucho por él y pagaba como podía el plato de comida que siempre tuvo en la mesa de mi hermano Joaquín: más de cuatro paisajes que hubiera podido vender, se los regaló a mis sobrinas, allí los tienen adornando la sala. A mí me correspondió también con cuanto pequeño favor podía hacerme y sirvió de mucho en muchas ocasiones cuando se trataba de peritaje en la antigüedad de muebles o de cuadros, porque es entendido en eso. Lo comprobé muy bien y le dije que su porvenir estaba en el peritaje artístico y que podía ayudarle, pero no me hizo caso.

»Empecé a tomarle confianza al fin y al cabo. Al principio me parecía demasiado santo para que fuera verdad. Un chico que no se emborracha nunca, que no se divierte siquiera en una juerga —todo lo más que supe en ese sentido fue lo de las comidas, de cuando en cuando en una tasca con los amigos, estudiantes tan sosos como él, y algunas muchachas de esas también estudiantes y, si me apuran, con gafas gordas y algo marimachos—. No tenía novia y me confesó con inocencia que no quería casarse y que por eso no había intentado ningún noviazgo. Quería ser libre para poder vivir así, sin cargas ni preocupaciones, con su pintura y su pobreza. Una especie de santo o de ave fría.

»Tengo amigos por todas partes y como pensé que, aunque no lo parecía, bien pudiera tener tendencias hacia los hombres en vez de tenerlas hacia las mujeres, quise averiguarlo. Si era así, aunque él mismo no supiera nada y me parecía que no lo sabía, llegaría un momento en que se le conociese algún asunto. Lo que averigüé me hizo tacharlo de la lista.

»Averigüé que no era tan santo. Dos veces me avisaron que le habían visto en el bar de Lavapiés, un sitio de los más tirados, un antro para coger enfermedades, para vomitar de asco. El muchacho tuvo allí sus desahogos detrás de la cortina. Comprobado. ¡Vaya lugar que eligió! Pero no fue con hombres, sino que se atrevió con esas tías de a perra chica que a mí en mis tiempos me hubieran hecho correr dando berridos de miedo de sus cataduras. Hubiera preferido yo cualquier otra debilidad en el muchacho, y al pronto me decepcionó. Luego lo comprendí. Y me callé como un muerto. Ni le menté el asunto, y además me quedé tranquilo de que no fuera tan santo y me entró confianza de que, aparte de que si se descuidaba podía pescar algo malo —y hoy se cura todo eso con la penicilina—, aparte de eso, Martín no era atrapable por las debilidades corrientes. Él, en eso, a lo bestia. Y que yo supiese tampoco tenía enviciamiento. Soy viejo y he corrido mucho dentro de mi modestia y sin dar escándalos. Yo, cuando recuerdo lo del bar y el rincón mugriento detrás de la cortina, estoy seguro de que Martín no se escapó a estilo romántico con una mujer casada como pretenden mis sobrinas, las inocentes. Lo más tirado sirve a veces de contrapeso a lo más puro. Yo me entiendo. Ahora dice mi sobrina Paloma que eran novios en secreto ellos dos y que el muy sinvergüenza se libró del compromiso abandonándola de pronto. Y no lo creo. Pienso que el muchacho no tenía por qué tener secretos de noviazgo cuando a mí me hubiera complacido mucho ese asunto. Y que de haber noviazgo hubiera sido para matrimonio a las claras, que Martín, si podía apencar con las tipas que consienten en el bar al que me refiero, es que no quería compromisos y no tenía necesidad de buscar desahogos más románticos y más peligrosos que las enfermedades. Porque si creo en algo que él no es capaz de hacer, es eso de causar una deshonra de familia. Líos de mujeres, ni buenas ni malas, no creo que los tuviera. Asuntos políticos, por lo menos que se hayan podido averiguar, tampoco. Pero de todo lo que he sabido después de la desaparición —y que es bien poco para quien como yo suele averiguar todo lo que le interesa—, iré dando cuenta en este diario, tomándolo del libro de notas donde apunté lo que hice por saber su paradero, día a día».

Transcribo estos párrafos del prólogo del diario policíaco porque repentinamente se inmiscuyen entre las imágenes de la noche toledana en mi propio recuerdo algo idealizado, lo reconozco, de mi juventud y sobre todo porque me produce asombro que no averiguase el señor Luis mis nada ocultos pasos de aquel tiempo, cuando antes llegó hasta encontrar mis más secretos pozos negros, las andanzas encubiertas a todos y casi a mí mismo —mis pasos olvidados como malos sueños, pero que fueron ciertos, desahogos bestiales y esporádicos en contrapeso de una vida quizá demasiado inocente— según también la expresión del señor Luis. Pero que él averiguara tales cosas y que después del día 15 de abril perdiera mis huellas, resulta incomprensible.

¿Le hubiera contado yo al señor Luis, cuando volví a verle, una aventura de tipo negro si hubiese sido la causa de mi desaparición? Nuestras cordiales relaciones eran amistosas, pero totalmente superficiales. Jamás sospeché que su interés por mí estuviese teñido de una curiosidad tan aguda y clarividente, ni creí psicólogo a aquel hombre. Ni con tanta inteligencia, ni siquiera comprensivo…

Después de su muerte, cuando el notario me envió el diario en un paquete lacrado que guardaba para mí, fue cuando la personalidad del tendero me inquietó.

Sólo hace un año que recibí el diario y me hizo pensar por primera vez que algo misterioso al estilo de las novelas de ficción científica parecía haber intervenido en mi vida: un cambio que supuso un paso fuera del tiempo. No sé. Pero ¿quién o qué me hizo invisible y me ocultó a persona tan preparada en averiguaciones de las vidas ajenas como el señor Luis? Quizá se desinteresó pronto por mí. El diario comienza en julio, cuando ya había dejado de hacer averiguaciones, y junto a este misterio está el de mi olvido, tan difícil de explicar.

Si realmente hubiera habido misterio, secreto, aventura en el hecho de mi olvido de amistades y costumbres adquiridas en mi vida anterior a la noche toledana, quizás el día en que volví a ver al señor Luis le habría contado lo que fuese. Si no pude hacerle un relato de mis andanzas era porque yo mismo no entendía entonces aquel olvido repentino; un olvido que no tenía justificación porque nada había ocurrido que lo justificase. Y que me hacía sentirme incómodo en presencia del señor Luis. Preferí hacerle creer que había estado en Venezuela; que tuve amnesia… Lo que él quiso. Y así me aparté, a fuerza de equívocos, de su amistad, sin pena de su parte ni de la mía.

Yo mismo cerré la memoria a todas las nimiedades de mis primeros pasos en la noche toledana y lo demás que siguió, o al menos una gran parte de todo aquello. Hechos sin sustancia, naderías. Detalles que me parecieron idiotas una vez perdido el incomprensible encanto que tuvieron para mí. Esos desechos de celuloide, esos sobrantes en la película del recuerdo de mi vida son los que hoy intento proyectar en la pantalla de la memoria, los que hoy me parecen, aun en su confusión, tan vividos y tan cercanos.

Yo a Anita la reconocí inmediatamente. No había cambiado tanto. Aunque era poca nuestra diferencia de edad las mujeres se hacen antes. Ella era una mujer ya cuando dejé de verla. La reconocí aunque cinco minutos antes me parecía que no recordaba sus facciones.

¿Por qué cuando aparece Anita en la puerta del saloncillo donde la esperábamos se interpone otra figura, como en esas fotografías en que el cliché ha sido impresionado dos veces?

Es un absurdo de la memoria. Una película estropeada. Pero aquí están las dos imágenes. La más antigua es la de Soli en la cocina de las Martínez. Se une a la otra, no sé por qué.

Doña María y doña Matilde Martínez eran las dueñas de la pensión; los huéspedes las llamábamos las Emes, a sus espaldas, aunque creo que ellas lo sabían de sobra. La casa donde vivíamos, creo que lo he dicho, era un edificio ruinoso. Las escaleras crujían, olían a las comidas de los últimos inquilinos resistentes. Eran unas escaleras temblequeantes y apuntaladas con grandes vigas negras. El piso de las Emes quedaba bajo el tejado. Además de ellas y Paca, la criada patizamba que parecía sacada de un dibujo de Eduardo Vicente sobre tipos populares madrileños, resistíamos valientemente allí tres huéspedes. Los otros dos eran: un viejo alto de voz bronca y barbas blancas al que llamaban don Vicente el carlista y otro viejo menudo, astroso y charlatán, que se llamaba don Amando Pérez. Eran enemigos políticos y casi siempre, al levantarme de la mesa para salir corriendo a la calle, los dejaba yo discutiendo (a gritos y puñetazos en la mesa el carlista, y con voz incisiva don Amando) sobre las atrocidades de la guerra civil. Pero aunque parezca raro no se aborrecían en el fondo y el carlista había firmado avales a favor de don Amando. A pesar de eso, a don Amando todo le iba mal y todos lo sabíamos porque sus desdichas eran el centro de su conversación: en el periódico La Tarde, donde trabajaba, no le ponían en nómina porque aún no estaba depurado políticamente. Sus enemigos, envidiosos, le acechaban; los reportajes que a veces le encargaba el director eran escamoteados por los compañeros y se publicaban cuando ya habían perdido vigencia. Y mil cosas más. También contaba la historia de su viudez. Había estado casado con una tal doña Soledad, una señora inmensamente gorda, que conocí en una fotografía. Como en los cuentos, vivieron muchos años felices, sin una sola discusión. Suponíamos todos que sólo hablaría don Amando en un monólogo animado y continuo cuando estuvieran juntos. Cuando aún no habían empezado sus desdichas. ¿De qué hablaría? ¿Contra quién se enfadaría aquel hombrecito menudo? Doña Soledad conservaba el piso, que era, según don Amando, un pisito «coquetón y bien alhajado», limpio como una patena, y dejaba hacer a su marido la «vida bohemia» de cafés y amigos, sin una sola queja. Sin hijos que los estorbaran, vivían «como reyes». Luego llegó la catástrofe. Durante la guerra perdieron el piso en un bombardeo, lo perdieron todo. Don Amando sólo conservaba de sus pasadas glorias una capa española, y eso gracias a la costumbre de la bendita doña Soledad de empeñar aquella capa en el Monte de Piedad cada verano, porque decía que era la mejor manera de conservarla libre de polilla. «Pues bien» —don Amando usaba esta expresión en sus relatos—, a los veinte años de matrimonio feliz sin hijos, recién terminada la guerra, cuando estaban viviendo como realquilados en una habitación miserable y sin más entradas que las que proporcionaba el trabajo de doña Soledad, que llegó hasta a hacer faenas de asistenta además de las de costurera a domicilio, en aquel periodo espantoso en que doña Soledad estaba enferma y hecha un esqueleto, se quedó embarazada.

—¡Dantesco, Soto, dantesco!… Llegué a pensar mal de aquella santa, dije que lo que iba a venir no era mío. Pasábamos hambre, llorábamos. El dueño de la casa donde estábamos realquilados nos quiso echar, y no nos denunció porque él tenía más cargos que yo, si se va a ver, en cuestión política; pero un día sacó un cuchillo para amedrentarme y mi mujer, doña Soledad, acudió con una tranquilidad pasmosa y se interpuso entre el cuchillo y yo, y sin hablar palabra le quitó al hombre el cuchillo de las manos. Escenas infernales, Soto. Infernales del Infierno de Dante. Y de pronto, al final de aquel embarazo de pesadilla, llego yo un día a mi casa, es decir, al miserable cuarto aquel donde se acumulaban nuestros trastos y el infernillo de petróleo para hacer la comida, donde no cabíamos ni nosotros dos, y me encuentro a mi cuñada Juana la del pueblo que dicen que es una santa, pero como todas las santas, más mala que la quina, más seca que un cardo y yo no la pude tragar en mi vida. Estábamos peleados, no nos hablábamos, yo no la había visto en años… La encuentro allí, tiesa, instalada como una reina, y me dice que se queda con nosotros para atender a su hermana. Las dos mujeres dormían en la cama, y yo en el suelo en un colchón; y además la bruja aquella, con sus decencias, complicaba las cosas cada noche atando un cordel a dos clavos de la pared para colgar una cortina y que así no se viese la cama desde mi colchón. Yo estaba como loco y ella, encima, rezaba el rosario en voz alta detrás de la cortina. Yo la llamaba bruja, ignorante, tragasantos, y le decía que rezara porque muriera aquel aborto infernal que iba a venir.

»Pues a Dios tengo que dar gracias que estuviera con nosotros la bruja esa que tanto me hizo sufrir, que odié como a nadie en aquellos tiempos; porque la hubiera matado si hubiese podido, ésa es la verdad. Porque yo no estaba bueno de la cabeza. Ni de nada. Yo estaba muriéndome, sí, muriéndome. Pero tengo que humillarme y reconocerle gratitud a Juana y sé que se portó bien. Porque Dios me castigó en mi locura y el aborto infernal no murió al nacer y en cambio murió mi santa doña Soledad, que Dios tenga en su gloria; y si me tengo que quedar con aquella criatura, aquella niña que era como un conejo desollado, yo hago un crimen, una tragedia, porque mato a la criatura y me mato. Pero la Juana se llevó la chica al pueblo, y en eso estoy agradecido. Por mucho que me fastidie, le estoy agradecido a esa bruja.

Esta historia, cambiando los detalles, adornándola de mil maneras y con grandes dramatismos, don Amando se la contaba a todo el mundo. Tanto la contaba que mucha gente le llamaba el viudo Pérez. Era imposible no conocer esa historia de la viudez si se había vivido cerca de don Amando algún tiempo. Pero lo que había sido de la niña, la pequeña Soledad, yo no sabía nada más, ni me importaba. En realidad, en casa de las Emes, aparte de para dormir y comer, yo no estaba nunca. La pensión, por las circunstancias del desahucio, era muy barata y estaba en la calle de la Luna, en el centro de Madrid. Fue una de las muchas pensiones en que viví. Si sus personajes se me han quedado grabados en la memoria, creo que se debe a mi encuentro con Soli.

Fue un mediodía de invierno. Nada más entrar en la casa, el largo tubo del pasillo me trajo a los oídos los gimoteos de don Amando y voces apaciguadoras que le contestaban. No sabía yo qué nueva tragedia le había ocurrido al viejo Pérez, pero me detuve en el pasillo y escuché lo suficiente para darme cuenta de por qué el señor Pérez andaba tan preocupado desde hacía algún tiempo y se escondía cuando llegaba el cartero, como si esperase una bomba en el correo. La cuñada santa (o bruja) del pueblo había muerto de repente. El párroco había escrito a don Amando varias veces para que fuese a recoger a su hija, que había quedado abandonada. Ahora lo estaba contando.

—Y yo le contesté, sí, señores, le contesté a la primera carta con otra que habría ablandado a una piedra; por caridad, le pedí en esa carta que me metiese a la niña en un hospicio o donde fuese; que yo soy un pobre viejo que no tengo donde caerme muerto. Y ahora, sin más, la manda con dos señoras que dice en su carta que tenían que venir a Madrid y que más valdría que se hubiesen quedado en su casa, digo yo. Dos señoras caritativas, dice. Me río yo de las caridades y de los papeles en regla. Dice que está perfectamente demostrado que es mi hija legítima, ¿y qué culpa tengo yo, Dios mío, para este castigo? ¡Ojalá no fuera legítima…! Morirá bajo un puente abrazada a mí, la infeliz, si ustedes no me socorren, si usted, Vicente, que es un carca y un carlista y un santurrón, no me busca un colegio gratuito para ella, usando en bien, por una vez en su vida, sus influencias con los curas y las monjas. ¡Esa desgraciada criatura morirá de hambre!

Así, con altibajos, seguía aquella declamación cuando me asomé a la puerta de la cocina.

La cocina de las Emes era la habitación donde se hacía la vida en invierno. Era el único lugar caliente de la casa y estaba dividida por la altura del techo en dos partes, la que las Emes llamaban «servil» y en la que el techo descendía y estaba colocada la cocina de hierro, el fregadero, la artesa de lavar y la silla de paja de Paca, la sirvienta, y la que las Emes llamaban «parte noble», donde teníamos un gran aparador y una mesa camilla con una lámpara de pantalla verde pendida del techo, con su contrapeso para levantarla o acercarla a gusto. En aquella mesa se nos servía la comida, y alrededor de ella discutían los viejos y hacía sus labores de encaje para ornamentos de iglesia la más gorda de las Emes, doña Matilde, que vestía un traje como monjil, un hábito de no sé qué Virgen, y además tenía una profesión rara: decía ella que era santera. En verdad no era una profesión, sino una ocupación. De cuando en cuando llevaba imágenes de santos metidas en caja de madera en forma de capilla a ciertas casas de personas que estaban suscritas a la «visita» del santo; pagaban por tener la imagen en casa una semana o quince días. Después doña Matilde iba a recoger la imagen y la llevaba a otra casa. Doña María, la hermana de nariz aguileña y pelo blanco, se ocupaba de todo lo de la casa y de las cuentas y las preocupaciones, y su índice de energía y de inteligencia parecía mayor.

Cuando me asomé a la puerta de la cocina vi que todos los habitantes de la casa, incluida Paca y también el gato, estaban alrededor de don Amando, que accionaba sentado junto a la mesa camilla, ya preparada la comida del mediodía. Tan pronto levantaba los brazos invocando al cielo como se mesaba las greñas de su cabellera. Por la redonda cara de doña Matilde caían gruesas lágrimas. Todos estaban conmovidos. Todos le consolaban.

—Mi hija, mi pobre hija —gritaba—. ¡Qué castigo, Señor, qué castigo!

Entonces me fijé en la puerta ventana que daba al terradillo frente a la entrada, y la vi a contraluz apoyada contra los cristales. Una figurilla vestida de negro. Una especie de ratoncito con trenzas. No sé, algo muy pequeño y muy solitario. Sobre aquel fondo de luz y de las sábanas blancas tendidas en el terradillo, tiesas de escarcha a pesar del sol, estaba alejada de todos y escuchando aquellos lamentos de un padre al que veía por primera vez. Nadie le hacía caso.

Me acerqué a la criatura y ya he dicho que quizá por primera vez en mi vida sentí verdadera compasión, ese sentimiento áspero que casi destroza. Intenté acariciar su cara y en un ademán instintivo la niña levantó un brazo para protegerse como si le fuese a pegar. Nunca lo olvido. Ésta no es una imagen desechada en el cuento de mi vida.

Sobre esta imagen de Soli tengo la cara de Anita cuando la vi en la noche toledana. Es un absurdo, pero… ¿por qué aquella cara de Anita, con sus ojos llenos de luminosidad y fuerza, una cara tan expresiva y natural, me pareció desamparada?

Es un misterio que no llego a entender. Y entonces no tuve tiempo ni de pensarlo porque, con la llegada de Anita, la noche toledana se volvió casi vertiginosa en su ritmo. No es que pasase nada, es que nos movíamos o esa impresión me daba a mí.

Antes de su aparición, Zoila nos hizo esperar en el saloncillo porque la línea del teléfono de la habitación de Obdulia comunicaba. Ella subió a buscar a Anita y un botones nos llevó a través del patio, de puro estilo toledano —suelo de mármol y macetones con plantas de hojas grandes y verdes—, hasta la salita «íntima», con su lámpara de pie de hierro forjado y su tresillo de felpa y una alfombra que Soli tuvo miedo de manchar con aquellos sus zapatos, hinchados por el agua hasta romper las costuras y que soltaban fango. Cuando el botones se retiró, la niña se sintió más a gusto y me dijo con una voz extraña:

—Ya he visto un hotel, Martín. Es casi como en las películas. Es precioso, ¿verdad? ¿En Toledo también vive la gente como en Madrid, siempre en hoteles los que son ricos, y en las fondas y las pensiones los que no son ricos?

Desde que don Amando le contó que en Madrid, después de la guerra, nadie tenía piso para una familia sola, todas las casas eran pensiones porque no cabía la gente. No había quien hiciera creer a Soli otra cosa.

A mí me fastidiaba que el viejo, cuando no estaba de mal humor y armaba escándalos sobre su tragedia por tener aquella carga de la hija a cuestas, se dedicara a contar a la chiquilla las mentiras que ella creía artículos de fe y que eran tan difíciles de contrarrestar. Yo no quería decirle continuamente que su padre era un mentiroso.

Esperamos bastante tiempo hasta que oí la voz de Anita en el patio —hablaba con todo descuido en voz alta y clara—. Y reconocí antes de verla el indefinido acento extranjero. No era posible ese acento en otros Corsi.

Venía discutiendo con Zoila, que en cambio hablaba muy bajo y trataba de que ella bajase la voz. Anita decía que si el asunto se había resuelto bien con su llamada a la Guardia Civil, no comprendía el susto de Zoila. Y Zoila debió de pararla en medio del patio para decirle algo en un cuchicheo. Se detuvieron. Cesaron durante un momento el taconeo de Zoila y los pasos de Anita. Luego la voz de Anita en unas frases que también detuvo Zoila con un siseo.

—Sí, tengo ganas de ver la cara de ese tipo que has encontrado por la calle. ¿Dices que lleva a una niña que parece recién salvada de ahogarse en algún sitio? Es original, ¿no?

Yo me había puesto de pie al oír la voz de Anita Corsi. Ella apareció en la puerta con su cara de curiosidad: con una sonrisa preparada y las cejas ligeramente fruncidas sobre aquella mirada llena de fuerza que ha tenido siempre. Llevaba el pelo recogido sobre la cabeza como en la playa, y como en la playa se le había soltado un peinecillo de los que le sujetaban el cabello, y lo llevaba en la mano tratando de recoger el mechón suelto. No sólo la reconocí, sino que supe que la habría reconocido en cualquier lugar que la hubiese visto, en cualquier ocasión. Anita no se parecía a nadie. Y no era feúcha como yo había pensado. Ni guapa. Nunca he podido encontrar puntos de comparación para describirla. Llegaba radiante con su ocurrencia de llamar a la Guardia Civil de Villahermosa a ver si sabían el paradero del emigrante a Venezuela Pepito Díaz Paramera. Zoila estaba reconcentrada y dentro de cierta reserva, disgustada. Decía con una voz muy baja que era muy serio lo que había hecho Anita y que a ella le daban miedo esas cosas: no recuerdo a Zoila en aquellos momentos, pero sé que decía esas cosas.

Todo es confuso en este punto de la noche toledana, menos la figura de Anita. Sé que Anita cambió su expresión al verme y que se fijó en la niña, pero no sé en qué momento le hice comprender que nos conocíamos desde hacía años y vi aquella alegría en su expresión. Cuando exclamó «¡Increíble!» me pareció que estábamos dentro del espejismo de la nostalgia. Pero no tuve tiempo de emocionarme porque Zoila y Anita discutían. No, no discutían. ¿Por qué no puedo ver a Zoila ni a nadie más que a Anita en esta imagen del recuerdo? Todo está oscuro pero oigo la voz de Zoila preguntando si podía creer Anita que yo no supiera nada de Alexis y de su fama.

Zoila nos oyó hablar de la casa del inglés y de que éramos hermanos o esclavos (ella dijo que yo y Carlos seríamos «sus esclavos» y que era como encontrar a su hermano encontrarme).

—Pero ¡es un escándalo! Amigos de siempre y Martín no sabía quién era Alexis. ¿Puedes creerlo, Anita?

—Claro que puedo creerlo, él no conoce a Alexis, pero conoce a Carlos. Eso de Alexis, tan complicado, es el nombre de guerra, o como se diga, que tiene Carlos para el cine, ¿sabes, Martín?

—Pero todo el mundo le llama Alexis.

La cara de Anita expresó cierta hostilidad.

—La familia no. Nosotros no.

—Pues yo misma…

—Pero la familia no. Martín es de la familia desde siempre, es nuestro… Es una cosa que no entiendes; Martín, sí. ¿Verdad, Martín?

Había cierta tensión entre ellas. Cosas de mujeres. Yo me sentía centro de atención de las dos. Zoila me había encontrado. Anita me reclamaba como cosa suya. Aquello, en el fondo, era halagador para mí. A cada momento Anita se volvía hacia mí y me ordenaba: «No te rías». Y se reía ella también.

Asimismo estaba entre ellas la cuestión de la desconocida dama que había intentado suicidarse dos veces aquella tarde: una, tirándose desde la ventana de su habitación del Palace delante de Zoila, que lo impidió, y que en su apuro recordó a la cuñada que vivía en Madrid y que quizá pudiera aconsejarlas sobre aquel asunto del hombre que tenía una cita en el Palace un día determinado y no había aparecido ni contestaba a los telegramas. (En la guía de teléfonos de Toledo no figuraba ninguna doña Romualda Paramera). Obdulia mandaba telegramas que no le eran devueltos ni contestados. Esta tensión, este resultado infructuoso de la guía, de la central de teléfonos de Toledo, de esperar inútilmente contestación a sus telegrafías fue lo que desató los nervios de Obdulia, y cuando un botones del hotel le trajo un cable de Venezuela en vez del telegrama de Toledo corrió a la ventana… La segunda vez, el intento de suicidio ocurrió en Toledo, cuando ya no se encontró rastro de Pepito ni de su tía ni de la supuesta finca Villahermosa en la ciudad. Obdulia quiso abrirse las venas con las tijeras de las uñas en el baño del hotel. Dejó la puerta abierta y Anita y Zoila se dieron cuenta enseguida. La sujetaron. Anita le dio una bofetada y después le dio una dosis bastante fuerte de pastillas somníferas haciéndoselas tragar a la fuerza, disueltas en agua.

El disgusto de Zoila tenía por origen aquella decisión que tuvo Anita de llamar a la Guardia Civil de Villahermosa sin consultar a nadie. «Usted comprende, Martín. Un asunto de divisas y llama a la Guardia Civil… ¡Es como si quisiera que nos metiesen en la cárcel a todas!». «No llames de usted a Martín», dijo Anita.

Las veo ahora a las dos: Zoila sentada; un poco seria, con los ojos claros, grandes, que a aquella luz resultaban favorecidos por la sombra de las pestañas. Su compostura, su reserva, la hacían parecer mayor que Anita. Posiblemente era mayor. Yo no sabía medir la edad de dos mujeres jóvenes. Pero en Zoila existía cierta sabiduría acumulada. Sus ojos, a pesar de ser tan hermosos, eran viejos no físicamente sino en su manera de mirar. Tampoco sabía yo por qué encontraba tan elegante a Anita, que llevaba un traje muy sencillo: lo recuerdo, un traje primaveral de una tela estampada de flores en distintos tonos de azul, ajustado a la cintura. Seguía teniendo la cintura estrecha y también conservaba su costumbre de lucir sus piernas llenas y bien formadas, pero sus gestos, aunque fueran bruscos a veces, no eran desmañados, a veces tenía mucha dulzura, algo se había transformado en ella. Se reía como una chicuela, aunque no era una chicuela, daba órdenes como una señora acostumbrada a llevar una casa. O como un general. Y lo hacía bien. La obedecíamos. Solamente Zoila se resistía a esas órdenes de manera pasiva. Soli las sufrió, con todas sus consecuencias, aquella noche. En un momento determinado, Anita se asombró de que yo dejase a la niña con aquel abrigo chorreante sobre su cuerpo y aunque ella no quería que se lo quitase, logró hipnotizarla para que accediese y la envolvió en mi gabardina después de ordenarle que se estuviese quieta mientras le quitaba también los zapatos y los calcetines. Dejamos al fin vencida a Soli, muy envuelta, como un paquete entrando en calor en el extremo del sofá. Yo también ayudé.

Veo a Anita examinando la suela deshecha de los zapatos de Soli. Soli desde su rincón dijo que los zapatos eran nuevos, que no estaban rotos. Y el abrigo también era nuevo. Todo nuevo. Se lo había comprado su papá todo muy grande para que le durase mucho tiempo. Anita me miró con reproche como si yo fuese «el papá» que había hecho aquellas compras.

—Son de cartón estos zapatos…

Tenían las suelas de pasta de papel. Yo no sabía que se siguieran empleando todavía aquellos materiales de urgencia de guerra. Anita se levantó y se dirigió al botones, a quien había mandado traer una toalla para secar a la niña. Señaló el montón que formaban zapatos, abrigo y calcetines mojados.

—Tire a la basura todo esto.

Soli empezó a llorar. Habló entre sollozos de su papá, del dinero, y otra vez dijo que todo era nuevo, que era bonito, que era suyo… No quería que nadie lo tirase a la basura. Anita se sentó junto a ella y la acarició.

—Calla, Gnomo Astuto, que tienes cara de gnomo astuto. Te devolveremos a tu papá con ropas nuevas, y no se enfadará. Te prometo que te vestimos de pies a cabeza. ¿Verdad, Martín, que tú también se lo prometes?

Yo estaba hipnotizado. No me opuse a ninguna de aquellas disposiciones de Anita. No tuve compasión de los sollozos de Soli.

Todo aquello ocurrió a la luz de la lámpara del saloncillo, entre sombras que animaban de vida a una armadura que adornaba un rincón del cuarto. Y creo que Zoila ya no estaba en aquel momento con nosotros, que había subido a hacer compañía a Obdulia. Terminé, en mi hipnotismo, por ver sólo a Anita, y sólo a ella veo ahora, en esos momentos.

Un poco antes había aumentado el enfado de Zoila al ver el desparpajo con que mi amiga me hablaba de las relaciones de Obdulia con aquel Pepito Díaz Paramera: Zoila la escuchaba muy nerviosa.

—Claro, Martín: Obdulia está chiflada por este hombre, aparte de que está chiflada por completo. Era ese Pepito empleado suyo en Caracas. Obdulia es casada, tiene hijos mayores, no es ninguna niña, pero le ha dado por ese muchacho. Bueno, a lo mejor es un señor mayor como ella… Nosotras, ni Zoila ni yo, lo hemos visto nunca. Por eso le entregó Obdulia aquella cantidad de dólares tan importante cuando él se vino en avión hace mes y pico, y luego ella se vino a Europa en viaje de recreo en barco; para disimular… ¿Comprendes?

—Anita, no tienes derecho a decir eso. Son cosas muy graves… Tú no sabes nada… Y dices al primero que te escucha lo que se te ocurre. Es como si yo contase lo que sé de ti al primero que me quisiera oír… Y así, golpeándole a una los oídos a puros gritos…

—El que me escucha es Martín y tú puedes contarle lo que quieras. Martín es para mí como el mismo Carlos… Creo que hasta me resulta más íntimo que Carlos. Carlos se ha vuelto muy idiota. Además tiene derecho a enterarse en qué le has metido. La desesperación de Obdulia es por eso. Comprenderás, Martín. Yo creo que una mujer tan rica como ella no se iba a suicidar por unos dólares más o menos… O a lo mejor sí. ¡Quién sabe! La gente es muy rara. Además, Obdulia tiene muchas decepciones encima. Creyó que Pepito era de una familia aristocrática y eso le hacía una ilusión extraña. Bueno. Llamé a la Guardia Civil diciendo que yo era Obdulia y hablé del emigrante y de una cantidad de dinero que tenía en depósito; di mi dirección, es decir, la de Obdulia en este hotel y en el Palace, y me atendieron con mucha amabilidad al saber que era extranjera. Me pidieron que volviera a llamar una hora más tarde, y estaba hablando con ellos cuando llegasteis. Para mi asombro me pusieron al teléfono… ¿sabes a quién, Martín? Pues a doña Romualda, la tía. A Pepito no lo habían encontrado y la tía estaba ya en su cama, la pobre mujer. Fue despertada con urgencia y la llevaron a la casa cuartel para que hablase conmigo. Tartamudeaba muchísimo y hablaba a gritos, y yo también. Resulta que esta señora es dueña de una tiendecita de comestibles en la aldea y cree que su sobrino sólo ha traído de Venezuela los ahorros ganados con su sudor… Y eso sí que debe de ser verdad, porque por mucho que le haya dado Obdulia, poco será para la lata de ser sirviente suyo. Pero lo peor es que con esos ahorros Pepito decidió establecerse en España, sin perder tiempo, y se asoció a doña Romualda en el negocio y se casó con su novia de toda la vida. Hace una semana que está casado. Y está en Madrid de luna de miel el muy idiota. Doña Romualda me dio las señas del hotel donde se aloja; menos mal que no se le ocurrió alojarse en el mismo de Obdulia… Pero Obdulia está recogiendo el equipaje para marchar en seguida a Madrid: dice que quiere correr a tiros a Pepito delante de su novia.

Todas estas conversaciones entre Anita, Zoila y yo, y otras de Anita conmigo, estuvieron cortadas por idas y venidas de las mujeres al cuarto de arriba o al teléfono de la conserjería, adonde Obdulia las reclamaba. Yo recuerdo esas salidas y entradas (y aun mis propias actividades cuando ayudé a Anita a desvestir a Soli) a un ritmo de película antigua acelerada.

Zoila desapareció de mi horizonte antes que Anita me terminase de contar la historia de Obdulia. Creo que ya había discutido arriba, en el cuarto, en una de sus ausencias, porque Anita no quería acompañar a Obdulia al llegar a Madrid hasta el hotel de Pepito Díaz Paramera. No quería saber nada de las venganzas de Obdulia. Recuerdo que delante de mí alegó una serie de motivos muy comprensibles, pero que Zoila juzgaba pretextos que indicaban falta de amistad y deslealtad. Zoila no quería irse sola con Obdulia, cosa que yo también comprendía perfectamente. Estaba pálida, estaba casi llorosa. Anita terminó dándole explicaciones.

—Es que además tú sabes que papá está algo malo. Está hoy rarísimo. Dice que le duele el estómago. Le he llamado antes y dijo que iba a acostarse, que no me preocupase; pero incluso le dejé el teléfono de aquí por si acaso. No. No le he dicho que estoy con Obdulia aquí. Papá no sabe quién es Obdulia. Cree que estoy de turismo contigo… Ya ves: no puedo ir en busca de ese Paramera.

Cuando Anita empezó a contar con desenfado la última parte de la historia de Obdulia, Zoila me fue simpática. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Anita salió a atender una llamada telefónica y yo ayudé a Zoila a secarse las lágrimas de manera que no se le corriese el rímel.

—Anita es muy cruel sin darse cuenta. Eso que cuenta es una tragedia y le va mucho a Obdulia en todo ello, pero Anita lo dice como si se tratase de un chiste. Parece que no haya sentido nunca nada por nadie, como si no tuviera corazón…

Yo sonreí y animé a Zoila pero no sé por qué en aquel momento me pareció muy bien que Anita no hubiera sentido nada por nadie, que no tuviera corazón. Yo tampoco tenía corazón. Era magnífico eso de que no nos inspirase compasión Obdulia. Zoila me era simpática por tener tan buenos sentimientos, pero yo no los compartía. Sólo la ayudaba a limpiar el rímel que se le había corrido.

Y en un momento determinado Anita decidió conmigo que no tenía ganas de marchar a Madrid con Zoila y con Obdulia, y que se quedaba en Toledo aquella noche. Eso la libraría de más luchas con Zoila y además yo me quedaba y a ella le daba rabia dejarme así. Acabábamos de encontrarnos; al fin y al cabo teníamos muchas cosas que decirnos y el gnomo aquel, dormido en un rincón del sofá envuelto en mi gabardina, también se quedaba en Toledo. Pues Anita también. Siempre había deseado ver Toledo despacio.

—Imagínate, Martín. Siempre que he venido a Toledo lo he hecho en compañía de papá y de algún amigo suyo de esos que no quieren bajarse del coche, y he visto la ciudad desde fuera, y luego la venta donde comíamos perdices, como en los cuentos, y esos dulces tan indigestos de almendras, y siempre me han dicho que otro día, con más tiempo, veríamos la Casa de El Greco y la catedral y las sinagogas… A papá le da una especie de pánico visitar monumentos y museos. No sé por qué. Ya sabes que es muy culto. Habla de todo como si lo hubiese visto mil veces. Y cree que lo ha visto y le da pereza volverlo a ver… En fin, que es una maravilla que tú te quedes aquí hasta mañana por la tarde y que volvamos juntos a Madrid. Además —dijo con un sentido práctico que resultaba incongruente—, Obdulia pagará la habitación hasta mañana… No vamos a perder esa ocasión, ¿verdad?

No sé si me despedí de Zoila. Creo que sí, en el vestíbulo del hotel, cuando salía hacia el automóvil detrás de Obdulia; una Obdulia fugaz… Una mujer gruesa con una capita de pieles en la que oculta la cara como en esas fotografías de los periódicos, en que la esposa del asesino evita ser fotografiada. Pasó de prisa, sin detenerse. Zoila iba cargada con los dos maletines, el de ella y el de su amiga. Y me sonrió al paso. Tenía mucho mérito aquella amistosa sonrisa. Yo no la había ayudado en nada.

Me veo después en la habitación del hotel que las dos mujeres acababan de abandonar, acostando a Soli, que entre sueños apenas se daba cuenta de que había sido transportada hasta una cama. Veo el abrigo gris azulado de Anita ceñido a su cintura, el pañuelo de seda y el ademán con que se calzaba los guantes frente al espejo hablándome y mirando, al mismo tiempo que la suya, mi imagen reflejada.

Recuerdo la pausa de esos momentos. Después de aquella actividad alocada de idas y venidas mezclándose a la alegría del encuentro y a cierta decepción mía porque se había truncado la aventura de conducir de noche un automóvil por caminos difíciles, llegaba esa paz de sentir tan real y tan íntima a Anita. Tan abierta su confianza a mi confianza, que podía hacerle preguntas sin que se detuviese ni un minuto a pensar la respuesta. Todo era natural: mi presencia, la suya y la familiaridad de la habitación donde las tres mujeres habían pasado horas de nerviosismo encerradas en el anochecer de lluvia. Era natural preocuparme de Anita.

—Ah, no, Martín, ¿qué dices? Claro que yo no tengo que ver nada en ese asunto de divisas ni en los amores clandestinos del emigrante Díaz Paramera y la dama venezolana… ¿Que por qué me meto en esos enredos? Hijo mío, yo no me meto. Yo, cuando alguien me pide ayuda, doy mi ayuda. Y tú también, si no, no serías de la familia. Dio la casualidad de que esa tarde del sábado me quedé en casa para hacer una cura de descanso y belleza… Lo leí no sé dónde; parece que da muy buen resultado, pero no he podido comprobarlo: por una cosa o por otra nunca termino la cura esa. Ya sabes, crema en la cara, zumos de fruta, lectura de una novela policíaca… Esas cosas. Y hoy creí que todo iba bien pero me llamó por teléfono Zoila. A Zoila, aunque se casó con Carlos, no la conocemos mucho, no creas. En primer lugar sólo supimos que se había casado cuando Carlos nos puso un cable diciendo que su mujer venía a España, que nos comunicaría su llegada desde Barcelona, que la atendiésemos, y besos y abrazos… Así que estábamos dispuestos a tenerla en casa de todas maneras, aunque papá decía que un telegrama no era forma correcta de comunicar un matrimonio, como sabes muy bien si una misma se empeña en venir a casa viene, y da lo mismo que sea la mujer de Carlos u otra señora cualquiera, pero cuando se fue a vivir al Palace nos alegramos porque papá se ha vuelto un poquito maniático con la edad y dice que no es una verdadera señora y que no le gusta. Bueno, pues me llamó Zoila con voz trágica y me dijo que estaba en un apuro grave. Me quité la crema de la cara, llamé un taxi y fui al Palace. Encontré plumas de marabú esparcidas por toda la habitación. ¿Que por qué había plumas de marabú? Pues porque al parecer Obdulia llevaba una bata adornada con esas plumas cuando intentó tirarse de cabeza y Zoila la sujetó tirándole de la bata y de las plumas. Hice que me sirvieran un buen té con muchas pastas y tostadas y mermelada y todo eso: yo no había comido con la cura esa de belleza y necesitaba la merienda para escuchar con la cabeza firme todas las historias aquellas y pensé que si Obdulia tenía alquilado un automóvil con chófer y Toledo estaba tan cerca y si Pepito vivía en Toledo, lo mejor era venir aquí y enterarnos de lo que pasaba. Por eso vinimos. Lo resolví en cuanto tomé la segunda taza de té y terminé las tostadas. Era lo más fácil. ¿No crees?

El espejo me devolvía su imagen. Charlaba arreglando su pañuelo. Terminó de ponerse los guantes.

Nada más. Salimos a la calle y me encontré, casi sorprendido, en Toledo, esa ciudad que un rato antes se me había disuelto en la lluvia.