La noche toledana. Soli me contó aquel cuento en el restaurante donde nos recibió una camarera asustada; una mujer flaca que, en seguida, nos habló de muertos. Antes nos dijo que no era hora de cenar. Después echó una mirada a Soli y a sus zapatos, y a las huellas fangosas que había dejado la niña en el pavimento, y al ver que yo estaba decidido a quedarme allí, a esperar lo que fuese antes de volver a la lluvia con la chiquilla, pidió con voz lamentosa que nos fuésemos, que aquella noche sólo habían abierto para unos clientes, pero que había un muerto en la casa.
—¿De cuerpo presente?
—No, señor, está enterrado, pero… Váyanse, no habrá bastante cena…
Noté el miedo de la niña, encogida contra mi gabardina, y dije que no nos asustaban los fantasmas, que ya habíamos corrido demasiado bajo la lluvia y que nos quedábamos. Queríamos cenar lo que hubiese. Queríamos, si era posible, que nos trajesen un brasero, algo para calentar aquella nevera. En un rincón había una chimenea sin leña ni rastros de haber tenido fuego nunca, y hacía falta un poco de fuego.
La camarera me miró con más susto que antes y dijo que consultaría con el ama.
Esperé mientras la mujer iba a hacer su consulta. Me quité la gabardina, di unos cuantos paseos hacía la ventana, y vi que seguía cayendo el agua. Soli se acercó a mí y preguntó si el muerto enterrado que estaba en la casa, no se nos aparecería, entre tanto llover y tanto llover…
—Soli, todo eso son bobadas. No sé qué pasa esta noche, que las cosas se complican tanto pero aquí no hay más fantasma que esa camarera que parece que gime al hablar.
—Eso es la noche toledana. Yo me quiero marchar… Me da miedo la noche toledana…
La mujer flaca del delantal blanco apareció de nuevo haciendo sonar los nudillos de sus manos al estirarse los dedos. Sus palabras eran bruscas, como las de cualquier castellano que se precie cuando está confuso. Su tono seguía siendo un lamento.
—Que se vayan, dice el ama, que esto está abierto por orden de don Julián, pero que no recibe más que a gente conocida, a ustedes no les conocemos.
Me enfadé sin hacer caso de Soli, que tiraba de mí, y corrí detrás de la camarera que se escapaba por un largo pasillo en busca del ama otra vez. Así llegué hasta la cocina, de la que vi salir un reflejo de luz temblorosa en la revuelta de aquel pasillo.
Me alegré de que Soli hubiera quedado en el comedor porque en aquella cocina, en efecto, había una reunión de duelo. Un corro de mujeres vestidas de negro, sentadas rezando el Rosario, y en el centro, donde no había túmulo ni mesa alguna, una serie de velas encendidas pegadas al suelo con su propia cera. Una de las mujeres —seguramente el ama— se levantó al verme y me mandó al comedor.
—Si no le da respeto el difunto, vuelva a su mesa y se le servirá. Pero confórmese esta noche con lo que se le dé…
¡Qué mujer! Me hizo pensar en salir corriendo otra vez, pero recordé los estornudos de Soli.
—Señora, es por la lluvia. Necesitamos unas toallas para secarnos un poco en los lavabos… No se puede despedir a nadie así, en un lugar público.
—Vaya al comedor si quiere, pero esto es una casa de comidas, decente y nada más. Aquí no hay lavabos; si quiere pasar al corral, la sirvienta le indicará. Pero otra cosa no hay.
No me dio ningún gusto pensar en el corral. No tenía necesidad de ir a recibir más agua en la cabeza entre cacareos de gallinas. Lo que necesitaba era secarme.
—¡Qué noche! —le dije a la niña—. Pero no te asustes, es mejor tomar algo aquí, resguardados, que buscar otro sitio para cenar mientras llueva tanto… ¿No croes? A ver, ¿ya no estás asustada?
Nos secamos las cabezas con las servilletas adamascadas y hasta nos reímos. Pero la niña me habló otra vez de su papá, que ya le había advertido que íbamos a pasar una noche toledana que dura dos noches con un día en medio… Y ella no sabía muy bien si eso iba a ser bueno o a ser malo. Parecía más bien malo, más bien aburrido, pero qué íbamos a hacer.
A mí también me había advertido aquel histrión de Amando Pérez: «Usted, Soto, no sabe lo que es llevar a una criatura a cuestas todo un día. Dios le proteja. Quizá comprenda lo que es mi vida después de ese fin de semana. Tengo que advertirle: está a tiempo de volverse atrás. Esa criatura es de lo que no hay. Mala. Se lo digo a usted. Y hay que estarla cuidando para que no se meta debajo de un coche, para que no enferme… En fin, allá usted, pero comprenda que sobre sus hombros recae la responsabilidad de lo que pueda ocurrirle a mi hija. Tenga en cuenta que es lo único que tiene en este mundo, un pobre viejo desgraciado si los hay».
La pobre Soli no me parecía mala en absoluto; se había portado con una docilidad conmovedora. Y si estaba asustada no era para menos entre aquel aire frío con aquellos fantasmas hablando de muertos. Además de asustada estaba resfriada y estornudaba, moqueaba y se sonó con una servilleta. Desde luego, yo no la había cuidado bien. Su nariz estaba afilada. Parecía una cigüeñita triste.
—¿Qué decías antes, Soli, de la noche toledana?
—Pues eso. ¿Tú no lo sabes? Cuando mi papá se levanta tosiendo o con dolor de muelas, dice que ha pasado una noche toledana. ¿Tú sabes por qué se dice eso cuando se ha pasado una noche que parece muy larga, larga?
Sí. Yo sabía la leyenda del gobernador árabe Amru, que mandó cortar en Toledo trescientas cabezas de enemigos en una noche perdida en los siglos y que es el supuesto origen de esa frase de «una noche toledana» como sinónimo de mala noche. Se lo conté muy orgulloso. Así la distraía. Se animó, pero me contradijo.
—¡No lo sabes! ¡No es así! Si te cortan la cabeza no pasas una noche larga sino corta, porque te mueres y se acabó. Mi papá me lo contó. La noche toledana dura lo mismo que dos noches con un día en medio, así que…
A Soli le gustaba mucho hablar, como al viejo Pérez, pero mientras que el viejo me había resultado siempre insoportable, la chiquilla me conmovía. Y la dejé hablar y la escuché entre escasas interrupciones de la camarera, que nos sirvió un pisto tibio y grasiento, y mucho más tarde unos aceitosos huevos fritos. No era cosa de protestar, y no protesté. Aquellos momentos de la noche fueron todos para Soli, conseguí verla no sólo tranquila sino a gusto, con los ojos espabilados y sintiéndose importante. Me hacían gracia sus disparates y sus pantomimas. Y ella lo notaba, y le brillaban los ojos.
—Es que mi papá lo sabe todo. Como es poeta y escribe todo lo que la demás gente no sabe, en los periódicos, por eso sabe tanto, y es amigo del emperador Carlos Quinto y tiene una fotografía en que el emperador está con sus pantalones bombachos y todo.
El cuento que don Amando había contado a Soli lo ambientó en la época en que Toledo era corte imperial, y resultaba una confusa mezcla de comedia grotesca y novela de la picaresca del hambre.
En ese tiempo vivía en Toledo un caballero (también con pantalones bombachos, anchos así y sujetos con medias. «Ya sé, Soli, cómo se vestían en aquel tiempo») que tenía un palacio muy grande, «pero muy vacío porque era pobre».
—Pero nadie podía saber que era pobre porque entonces no se hubiera podido casar con una señorita rica, ¿sabes? Y los criados se disfrazaban de mendigos y salían a pedir limosna para que comiera el caballero y comer ellos también, y para que cuando se casase les pagara el sueldo. En mi pueblo también había un hombre así. Y se casó con la viuda de don Marcial, ¿sabes?
¿Cómo iba a imaginar yo que el restaurante de los fantasmas y el sorprendente duelo que encontré en la cocina se iban a borrar inmediatamente de mi mente y, en cambio, el cuento disparatado de la chiquilla iba a calar en mi recuerdo y la frase aquella de la noche toledana me seguiría como una musiquilla pegadiza imposible de olvidar?
El caballero tenía un pariente, un hidalgo campesino que le mandaba todos los años, por Navidad, «por lo menos un jamón», y el caballero le mandaba a su vez con el recadero una carta dándole las gracias y diciéndole que cuando quisiera podría disponer de su casa de Toledo.
—Él se creía que no iba a venir nunca a Toledo el hidalgo, pero una tarde se presentó montado a caballo y dijo que venía a pasar una temporada muy larga en la corte, porque eso de corte quiere decir que vivía el emperador entonces aquí. ¿Lo sabías? Ah, bueno…
Soli, que había dejado la mitad del primer plato sin comer, decidió hacer comedia en mi honor; se levantó de la silla y empezó a hacer gestos desesperados llevándose las manos a la cabeza: eran los gestos del caballero toledano y sus criados, hasta que se les ocurrió la idea de ahuyentar al huésped indeseable con la invención de la noche toledana.
—Trajeron mucho vino que tenían en la bodega y reunieron todas las limosnas de pan y aceite y sardinas en lata y todas esas cosas buenas que les habían dado, y le dijeron al hidalgo que ellos ya habían cenado porque en Toledo se cenaba tempranito. Y en el vino le pusieron a aquel hombre unas yerbas para dormir, y en seguida tuvo sueño. Lo metieron en una habitación sin ventanas, y lo acostaron. Y cuando fue el día siguiente, ya a mediodía, el hidalgo se despertó y estaba a oscuras como si fuera de noche y llamó muchas veces porque tenía hambre.
Soli se había aprendido de memoria todos los detalles del relato y contó la escena las tres veces que según ella se repitió. El huésped llamaba y aparecía un criado tembloroso en camisa de noche y con un farol en la mano y pedía por Dios que se calmase el hidalgo, porque faltaba mucho para amanecer y el emperador había prohibido que durante la noche hicieran ruidos en las casas y también que nadie saliese a la calle y que nadie encendiese las cocinas.
—Y eso no era verdad, pero el pobre hidalgo se lo creyó porque era tonto y decía al final, desesperado, que llamasen a su primo el caballero toledano, y cuando ya era otra vez de noche llegó el primo, también en camisa de dormir, y le dijo lo mismo que los criados: que faltaba muchísimo para amanecer.
Soli volvió a levantarse de la mesa en el momento en que entraba la camarera con la bandeja de los huevos fritos, pero estaba tan entusiasmada que no vio a la mujer, sino que se puso de rodillas para imitar el ruego del hidalgo de provincias de que al menos le llevaran a algún sitio donde pudiese ver ese amanecer tan deseado.
La camarera se santiguó y murmuró algo así como: «cómicos tenemos en la casa», dejó la bandeja sobre la mesa y se marchó. Yo quise que la niña comiese algo. Pero no quería más que contar su cuento.
—Y entonces llevaron al hidalgo a una galería abierta que daba a un jardín interior y le dejaron allí sentado en un sillón muy duro, muy duro, sin cojines ni nada y se quedó con la boca abierta porque era de campo y entendía el cielo y veía que faltaba mucho para amanecer. El dueño de la casa le dijo que tuviera paciencia porque las noches de Toledo no eran como las noches de otros lugares. «Primo mío —decía Soli accionando—, primo mío, la noche toledana es distinta, es una noche muy larga, muy larga…». Una noche que duró dos noches con un día en medio —recalcó Soli—, y al amanecer del segundo día el caballero del pueblo no quiso saber más de Toledo, dijo que nunca más volvería a pasar una noche toledana y se montó en su caballo y se fue a galope, y no quiso desayunar y todos se alegraron y todos se rieron. Y fin.
Soli no había comido casi nada, y eso me preocupaba. En los tiempos de nuestra amistad en el hospedaje de la calle de la Luna la había visto devorar condumios mucho peores que el que nos habían servido aquella noche. Además, estornudaba continuamente. Me resultaba muy desagradable imaginar la cara del viejo Pérez si yo le llevaba a la niña con una pulmonía. Había oído contar a unas mujeres que los niños cogen una pulmonía al menor descuido: en cuanto se mojan, «las madres siempre están temblando».
Por primera vez notaba las angustias de la responsabilidad maternal o paternal. ¡El abrigo de la niña estaba tan mojado…! Miré con inquietud hacia la ventana. Me pareció que la lluvia había amainado, pero yo quería hacer algo por la criatura antes de volver a la Fonda Vieja. Si aquel restaurante no hubiera sido tan poco propicio, habría pedido consejo a la camarera. Pero resultaba imposible. Recordé al fin que mi abuela me cortaba los resfriados en mi niñez con un vaso de leche muy caliente con azúcar y un chorro de coñac. Y después de dar muchas palmadas y hasta voces, empujando la puerta misteriosa y asomando la cabeza al pasillo oscuro, conseguí que volviese la camarera y le pedí lo que necesitaba la niña.
—Aquí no hay de eso. Si quieren mazapán de postre se lo serviremos, pero esto no es una lechería ni un bar. Vayan a un café si quieren leche. Ahí a lo mejor le sirven de eso.
Era el momento. Quizá estaba escrito, como dicen los mahometanos. La niña y yo pensamos al mismo tiempo en el café grande de Zocodover.
La lluvia era mucho menos fuerte cuando corrimos de nuevo. En este preludio de la noche toledana siempre me veo corriendo bajo los hilos del agua. Siempre rechazados la niña y yo: dos siluetas grises entre la lluvia gris y el cielo negro. Dos pájaros atontados y con la orientación perdida. Pero en aquella última carrera ya llevábamos rumbo fijo. Después del frío del restaurante, las palabras heladas de la fantasma me hicieron desear de pronto la luz y la tibieza y hasta las voces y el calor de seres humanos y vivientes del interior del café, que un rato antes había evitado con toda decisión.
Como es natural, la niña no sabía el camino. Yo la llevaba, pero su impaciencia iba dos pasos delante tirando de mi mano como si fuese ella mi lazarillo en ese Toledo extraño y rezumante de humedad, en el que yo me movía vacilante y como ciego.