III

Cuando más tarde volvimos al café grande de Zocodover, el local ya no parecía el mismo que la niña había encontrado tan atractivo al mirar por el ventanal. Las señoras con abrigos de garras de astracán negro, las jóvenes con sus peinados «de peluquería» milagrosamente conservados a pesar de la lluvia, los militares… Toda aquella gente «tan rica» había desaparecido. Durante nuestra estancia en el restaurante fantasma, había llegado la hora sagrada de la cena en la ciudad, y aquellos personajes estaban sin duda alrededor de una mesa bajo la pantalla familiar, frente al plato de sopa o de verdura, o lo que quiera que acostumbrasen a tomar los sábados por la noche.

El cambio de escena no me disgustó. Las cosas se normalizaban. Conseguí una aspirina además de la leche caliente con un poco de coñac para Soli sin ninguna dificultad. Le dije que la lluvia pararía muy pronto y que entonces saldríamos de allí. Recordé a Toribio Díaz, el amigo del señor Luis que debía enseñarme al día siguiente el mueble que le interesaba a mi amigo, y fui al teléfono para concertar una cita. En aquel momento se deslizó la sombra de otra pequeña casualidad para borrar mis pasos en Toledo: el teléfono de Toribio estaba estropeado. No vi en eso ninguna premonición. No era un inconveniente grave. Tenía tiempo de comunicar con Toribio al día siguiente. Tiempo de sobra. Tomé una copa de coñac y pedí otra. Zoila, mucho más tarde, me contó que, al entrar en el café, nada más verme, comprendió que yo era el hombre que le había predicho una echadora de cartas: el hombre alto y moreno que iba a encontrar después de un largo viaje, y que por eso me eligió sin titubeos entre todos los que estaban en el local. Pero al revivir esos momentos de calma que precedieron a su llegada, me doy cuenta de que si fue cosa del destino, el destino hizo forzosa su elección: la gran sala del café, con sus luces a medio tono, parecía un cementerio de veladores de mármol y sillas abandonadas. Y aparte de la pareja singular que hacíamos la niña y yo, sólo quedaban en un rincón un grupo de hombres maduros que, según me informó el camarero viejo, eran buenos muchachos, empleados de comercio que tomaban aperitivos extraordinarios (la abundancia de bebida les hacía reír muy fuerte y dar palmadas a cada instante para llamar al mozo —como ellos decían— y contar en voz alta chistes escatológicos), pero que en seguida se marcharían a la venta, a la cena de despedida de soltero de uno de ellos. Además de ese grupo estaban jugando al dominó en su lugar fijo —una mesa junto a una determinada ventana— unos señores venerables que habían llegado envueltos en grandes bufandas y abrigos bajo sus paraguas, y estaba el muchacho grueso que esparcía perezosamente puñados de serrín sobre el suelo sucio. Para completar la lista de los hombres sólo quedaba detrás del mostrador, junto al anaquel de las botellas, el camarero joven escuchando en la radio la retransmisión de un partido de fútbol.

Zoila encontró este panorama cuando empujó la puerta de cristales, y permaneció unos segundos quieta, cerca de aquella puerta, mirándonos a todos. En aquellos momentos de tristeza suave, de tiempo detenido, de luz amarillenta, su llegada causó sensación. Los alborotadores callaron durante un minuto al menos, los señores del dominó interrumpieron su partida y miraron con disgusto aquella figura esbelta sobre los tacones demasiado altos, aquel impermeable cuya materia plástica posiblemente era aún novedad en España y sobre la que resbalaban pequeñas gotas de lluvia. Soli me llamó la atención tirándome de la manga y me dijo en un cuchicheo extasiado: «¡Es una artista de película, Martín!».

La «artista» llamó al camarero, y los cuatro gatos que estábamos en el café seguimos sus menores movimientos. La mirábamos con el mismo asombro que hubiéramos sentido si en vez de una mujer hubiera aparecido un cocodrilo goteando agua del Tajo, y perdido en la fría primavera castellana.

Ésas son las imágenes que tengo de Zoila aquella noche: el blanco impermeable goteante y, cuando el camarero la ayudó a quitárselo, el traje de chaqueta blanco también y muy ceñido a su delgado cuerpo, la melena lisa y larga de color platino, el brillo de una joya en su mano, el pañuelo de seda de colores vivos que le protegía el cuello. Era «de película», como decía Soli. No parecía posible allí.

Pude ver los gestos de desagrado de los viejos señores del dominó. Uno de ellos hasta señaló el cartel amarillento en que se anunciaba que aquel local se reservaba el derecho de admisión. Debían de encontrarla indecentemente provocativa. Y los del grupo de la despedida de soltero también. De allí llegó un silbido seguido de risas. El camarero viejo estaba apurado.

A mí me parecía aquella mujer, con su traje demasiado impoluto y su cara maquillada a la última moda, uno de los maniquís que yo había vestido en mis tiempos de escaparatista de unos grandes almacenes. Comúnmente no me atraen ni me emocionan los maniquís de madera ni los trajes que lucen y ahora sé muy bien que de ninguna manera era yo el tipo que Zoila imaginaba cuando salió del hotel en busca de una boîte de moda o una sala de fiestas, «donde se encuentra siempre esa clase de hombres amables y bien portados que pueden inspirar confianza y ayudar a una señora». Pero no había elección posible. Cuando su mirada se fijó en mí me sentí nervioso, quizá hasta envanecido.

Zoila dudó un momento entre ir directamente al teléfono y considerarse vencida, suplicando a su cuñada que le enviasen el coche apenas volviese el chófer a recibir órdenes después de la cena, o dirigirse hacia aquel joven que era yo, vestido de negro «con aire de existencialista, de esos que conocí en París cuando fuimos el otoño pasado para la presentación de Pulque». La niñita de cabeza rapada, con aquel abrigo que despedía un ligero vapor de humedad, la hizo vacilar un momento más. Pero Zoila era decidida. La vi cambiar unas palabras con el camarero mirándonos, y me avergoncé. Aparté los ojos. Me dediqué a hurgar en la cazoleta de la pipa. Oí su taconeo decidido y me sentí ligeramente trastornado. Enredé mis piernas en las patas del velador al levantarme y creo que mi piel morena me libró del apuro de que ella me viese sonrojado cuando la saludé y, claro, acepté inmediatamente que se sentase a nuestra mesa para descansar un momento así, acompañada.

De ese modo recuerdo la llegada de Zoila, pero aún faltaba un poco para que comenzase verdaderamente la noche toledana… ese cambio mío, ese desenfoque de la realidad… La noche toledana. Sé cuándo ocurrió: fue en el momento en que aquella mujer, con su voz sorprendentemente cálida y su acento lánguido de Sudamérica, se presentó diciendo que ella se llamaba Zoila Corsi. Creo que entonces me eché a reír y pedí otro coñac mientras servían a Zoila una copa de jerez dulce.

No sé qué dije para disculparme de mi risa, pero ella sonreía también. Desde luego charlábamos porque Zoila estaba muy dispuesta a hablar. Incluso hablaba con la niña, que le preguntó amistosamente si era o no era artista de cine. Y yo intervenía en la conversación dando datos míos que me fueron preguntados. La nueva copa de coñac me sentaba muy bien, me llenaba de alegre diversión. Pero ya no veía yo las luces y el vacío del café provinciano. Estaba viendo un espejismo. Una vez me había ocurrido, cuando hice con Perucho una excursión por tierras gallegas, en la montaña. Cuando menos lo esperaba, entre los montes neblinosos, entre una inesperada apertura de nubes y sol, vi una playa grande, espléndida, solitaria y llena de oleaje y color. Perucho también pudo verla desde mi mismo punto de mira. Reconoció la playa, que, según me dijo, era la playa de la Lanzada y existía realmente al otro lado de la montaña: eso era un espejismo.

Ni Zoila ni nadie podían ver que aquella mención de su apellido me había trasladado a mi otro mundo también de playa, de vacaciones de adolescencia, de chicharras entre los pinos rojizos; al ambiente, para mí tan singular, de la familia de mi amigo Carlos Corsi. Todo ese mundo se había perdido en mi recuerdo, sólo había quedado la imagen de mi amigo admirado y perdido de pronto en un mal recuerdo en el que procuraba no pensar nunca y en el que en los últimos años no pensaba ya nunca. Pero aquel ambiente, aquellas gentes originales que se movían por el jardín y por la casa —unos cuantos personajes que se me antojaban ahora muchos y llenos de colorido, entre los que la vida tenía otro ritmo—… en todo eso pensé mientras Zoila hablaba.

Cuando me di cuenta de ella otra vez, traté de que no se notase mi distracción. ¿No había dicho Soli que ella era artista? Y sí, resultaba que lo era. Artista de la canción, porque para el cine no resultaba fotogénica. Su marido sí que era artista de cine, un artista conocidísimo que estaba nada menos que en la selva ecuatorial venezolana trabajando en una película dirigida por el gran Rilcki. Era increíblemente divertido que las historias de esa señorita o señora Corsi pareciesen continuar las historias de los otros Corsi de mi espejismo. Mientras hablábamos, ella me miraba con cierto recelo, mezclado a una coquetería vanidosa.

—Claro, es posible que usted haya oído el apellido Corsi, es un apellido italiano. ¿Dice que conocía a una familia medio española medio francesa que se llamaba así? Es fácil; los apellidos, como hay tanta gente en el mundo, se repiten. Corsi es de la familia de mi marido, pero al casarnos me gustó más que el mío y además tengo derecho a usarlo, ¿no cree? Pero mi nombre artístico es Zoila solamente; antes me había inventado el nombre de Zoila Dublín, pero fue Rilcki, que es un genio como usted tiene que saber, quien me convenció de que quedaba más lindo el nombre solamente. Mi marido también usa sólo un nombre, pero si se lo digo, como es tan conocido, no lo va a creer. Quizá lo haya adivinado al hablarle de Rilcki… Zoila hizo ademán de taparse la boca, con un azoramiento no sé si real o fingido por haber hablado de Rilcki.

Yo no tenía la menor idea de quién era aquel señor Rilcki. En el mundo del cine era totalmente profano. Cine mexicano, decía Zoila; su marido era mexicano, ella también tenía la nacionalidad, pero era cubana de origen y había vivido en Puerto Rico y en Venezuela. Muchos viajes… ¿A mí no me gustaba viajar?

Hablaba mucho y al mismo tiempo con esa mirada de reojo, esa pausa, ese recelo de no decir cosas antes de tiempo, que a mí me divertía tanto… Soli la escuchaba mientras tomaba a sorbos su leche, me fijé en que la niña miraba, con un entusiasmo de urraca que me sorprendió, la sortija que Zoila llevaba en el dedo: una gran esmeralda que parecía buena y estaba bien montada. El aspecto de aquella señora Corsi era próspero.

A mí más que todas aquellas historias recelosas sobre el mundo del cine y el nombre no pronunciado de su marido, me interesaba saber cómo aquel pájaro exótico había llegado a esa noche toledana de la lluvia y el café grande de Zocodover. Y ella estaba ansiosa por contarlo. Había llegado a Toledo un rato antes, en un automóvil de alquiler que tenía su amiga Obdulia; sí, alquilado con chófer el auto y a su disposición durante todo el tiempo que durase su estancia en Madrid. Obdulia era una señora importante, riquísima; Zoila la había conocido en el barco; porque embarcaron en Venezuela y llegaron a Barcelona hacía no más de diez días. Se alojaron en el Palace de Madrid las dos, aunque Zoila tenía familia en Madrid (parientes del marido), pero era independiente y quería tener su apartamento propio durante el tiempo que durase su estancia en la ciudad. Porque había venido a España con un contrato profesional. Iba a inaugurar una nueva sala de fiestas en la Cuesta de las Perdices… Pero Obdulia estaba en un apuro y todas estaban en un apuro; tres señoras (aún existía otra señora, sí). Las otras dos esperaban en el mejor hotel que había entonces en Toledo, a ver si se resolvían las cosas… Ya me explicaría.

Tres mujeres en aquel hotel al que habían llegado hacía unas horas en plena lluvia y las tres exasperadas por el encierro y porque en Toledo no se conocía el rastro de alguien a quien había ido a buscar para descubrir, al fin, que aquella dirección que tenían, la de Pepito Díaz Paramera, en la finca Villahermosa, en Toledo, que creían era un chalet propiedad de doña Romualda Paramera, la tía de Pepito, no existía. Pero había un lugar en la provincia que se llamaba Villahermosa. Debía de ser un sitio chiquitito, sin más teléfono que el de la guardia civil. ¿Y qué hacían? Tenían que ir a Villahermosa… El chófer se negaba a llevarlas, aquella noche de lluvia, por carreteras y caminos que no conocía. Se negaba a llevarlas hasta el día siguiente. Y era tan urgente encontrar a Pepito. Por eso ella había apostado con Anita que era capaz de hallar en Toledo a un caballero, un amigo que las aconsejase y en caso necesario les proporcionase un chófer de allí, que conociese bien los caminos. Anita se empeñó en que Zoila era una ilusa si creía que iba a encontrar una boîte o una sala de fiestas donde trabar conversación con un caballero así. Además, Anita quería salir a dar un paseo, con lluvia y todo, pero no para nada sino para estirar las piernas, algo inconcebible en aquella noche, y por eso Zoila se adelantó sin esperar al chófer, que había ido a cenar y más tarde quizá podía haberla conducido a donde ella quería. Preguntó al conserje del hotel y le dijo que lo más céntrico de Toledo estaba allí, al alcance de la mano, a dos pasos, y era la plaza de Zocodover. Anita se había quedado riéndose de ella.

De toda aquella confusa historia retuve el nombre de Anita.

—Es mi cuñada, ya le dije, la hermana de Alexis… Y ahora que le he dicho lo de Alexis ya sabe usted todo; yo no quería mezclar en eso el nombre de su marido. Pero ya está, ya lo sabe. ¿Dice que usted no ha oído el nombre de Alexis? ¡Eso no es posible! ¡Si recibe todos los días cartas por centenares desde todo el mundo…! ¿Y de Pulque, la película que es medalla de oro interamericana, y que tuvo tanto éxito en París, tampoco ha oído hablar? Pero ¿qué dice? Un hombre culto como usted… Un pintor, un artista… Es el primer caso que encuentro… usted está de guasa… ¿no?

A mí me había chocado el nombre de Anita. Porque era el de la hermana de mi amigo Carlos Corsi, nuestra compañera en algunas correrías; una chica mandona, llena de vitalidad y que sólo en eso se parecía a Carlos. Una chica morena y feúcha, según mi vago recuerdo, en contraste con aquel muchacho que parecía un dios nórdico o poco menos. A mi amigo hubiera sido capaz de dibujarlo: tan claramente recordaba su aspecto; de ella se me habían borrado las facciones, pero se llamaba Anita, y por un momento se me ocurrió que pudiera darse la casualidad de que el espejismo del ambiente Corsi que se me había aparecido en la noche toledana no fuese espejismo y que mis olvidados Corsi resucitasen de pronto. Pero aquel Alexis era un desconocido. Zoila seguía empeñada en no poder creerlo. Repitió a todos que todo el mundo conoce a Alexis. Estaba tan decepcionada que casi me dio pena.

—Bueno, estoy seguro de eso, pero es que yo no sé nada de cine. Tiene que perdonarme, pero de cine mexicano sólo me suena el nombre de Jorge Negrete y el de María Félix, y eso porque es imposible que no suene en los oídos. Yo no sé quién es Alexis, ni quién es usted, ni nada de nada, de verdad. Pero es una ventaja. Usted tiene miedo de que fuese indiscreto. Bueno, pues ya no recuerdo cómo se llama su esposo, Boris o Alexis o el padrecito Stalin para mí resultaría lo mismo. Y me gustaría mucho ayudarla y hablar con esa otra Anita y con la señora distinguida, con Obdulia. Yo sé conducir y podría llevarlas al pueblo ese. Si tienen un mapa de carreteras, no necesito más.

Un rato antes me hubiera parecido increíble estar dispuesto a conducir esa noche, por malos caminos, a tres desconocidas, una de las cuales (aquella Obdulia) debía de ser una histérica o una loca furiosa, ya que Zoila en su charla había contado que no se la podía dejar sola en el hotel porque había intentado suicidarse dos veces aquella tarde. Deseaba encontrarme frente al volante, en la noche, lanzado a aquellos absurdos. Yo el cauto, el desconfiado Martín. Y además me había olvidado de la niña, Soli, a quien vi de pronto entusiasmada.

—Sí, vamos en coche, Martín; vamos en coche.

Vacilé.

—No sé. Bueno, no sé. Tú podrías quedarte tranquila si te acomodásemos en la Fonda Vieja; mis amigos cuidarían de ti.

—No, Martín, yo quiero ir…

Zoila también consideraba el asunto. Miraba a Soli y me sonreía luego vacilante. Me parece que sólo le importaba de momento ganar su apuesta.

—Vengan al hotel, hablen con Anita. Ella les explicará mejor. Tal vez sea más razonable esperar a mañana si se puede convencer a Obdulita, pero más podrá usted convencerla que nosotras. ¡Es una suerte tan grande tener un hombre que nos aconseje!… Las mujeres solas no hacemos más que enloquecernos unas a otras. ¿Verdad? ¿Quiere que llame al hotel para que nos envíen el auto en cuantito llegue el chófer?

La idea de esperar a un coche para que nos llevase dos manzanas más allá de Zocodover me dio risa. Zoila me explicó suspirando que para ella había sido una agonía llegar hasta el café con aquellas piedras del pavimento de las calles, en las que resbalaban los tacones. Todo el camino agarrándose a las paredes incluso, para no romperse un tacón, y hasta rezando. ¿Podía creerlo? En aquel pueblo, Toledo, le había dicho Anita que se rezaba mucho, que lo que había que ver en Toledo no era ninguna boîte sino la catedral, que era magnífica, y Zoila lo tomó como broma de mal gusto. ¿Por qué me extrañaba yo? Las catedrales no le gustaban a ella. Cada cual tiene sus gustos. Sin embargo, había rezado. Cuando tenía miedo creía en todo.

Salimos de aquel local seguidos de la expectación de algunas tranquilas familias que habían ido llegando para tomar un café antes de la última sesión de cine. Nuestro trío no era corriente. Creo que hasta hoy día habría llamado la atención aquella llamativa joven del impermeable blanco, y la niña de la cabeza rapada y abrigo húmedo y desteñido apretadas contra mí. Y sin embargo, nadie me vio en el Toledo de aquella noche lluviosa, de aquel año en que no ocurría nada en Toledo sin que se enterasen desde el último mono hasta el señor arzobispo. Buscaban las huellas de otro Martín seguramente; cuando me buscaban, a nadie se le ocurrió preguntar por un hombre acompañado por una niña de cabeza rapada. Soli era quien fijaba la atención sobre ella.

Bajo las arcadas la niña me dio la mano cuando Zoila se agarró fuertemente a mi brazo. Aspiré profundamente el aire de la noche. La placita tranquila y solitaria con sus piedras mojadas donde se reflejaban los faroles, me volvió por un momento a mi vieja sensación del encanto de Toledo. La lluvia había cesado, pero el aire fresco que hacía agujeros en las nubes nos trajo a la cara algunas gotas de agua. Me sentía muy contento.

Allá arriba, al fondo de un pozo, entre nubes de gasa negra, aparecía una luna viuda, en cuarto menguante. La luna de la inicial de los Corsi. De otros Corsi. Le hice una ligera mueca a la luna en forma de ce. Daba lo mismo el cambio de personajes. Al parecer, lo que volvía todo al revés era aquel nombre. De todas maneras, pensé, aquella Anita de los años de mi bachillerato me hubiera sido una desconocida total: ni siquiera recordaba sus facciones. Sólo recordaba su cuerpecillo de bailarina de ballet, sus gestos al atarse las alpargatas estirando una pierna, doblando la cintura.

Pero aquel vagar por Toledo con la niña y aquel encuentro con el frío del restaurante del duelo y la fantasma que nos hizo correr a Zocodover y encontrar a Zoila me hizo encontrar a Anita Corsi. No otra Anita, sino la que había aparecido en mi espejismo.