II

La noche toledana, según dice Soledad, comenzó para mí cuando Zoila se acercó a nuestra mesa en el café grande de Zocodover. Para Soli, empezó cuando el coche de línea nos dejó en la plaza toledana junto a los soportales y ella corrió hacia las luces de ese café y apoyó la nariz en los cristales de una ventana para contemplar el espectáculo que le ofrecía un interior caldeado por respiraciones humanas y humo de tabaco. A sus ojos resultaba interesante la animación del local a la hora del aperitivo vespertino del sábado, que había hecho concurrir a gente de la burguesía de la ciudad a pesar del mal tiempo. La niña tenía sus ideas propias sobre lo que iba a encontrar en Toledo y me dijo que Toledo era precioso con tantas señoras con abrigos negros de piel y tantas señoritas muy bien peinadas, y los militares y los «señores ricos».

Soli me hacía reír. Allí, pegada a la vidriera, tenía cierto aire de insecto: una cigarra de color verde chillón, con el abrigo nuevo que le había comprado su padre, dos tallas mayor de lo que la niña necesitaba, y la cabeza rapada. ¡Soli con la cabeza rapada! No podía acostumbrarme aún a verla así.

—Soli —le expliqué seriamente—, eso no es Toledo. Mañana verás Toledo. Ahora vamos a la Fonda Vieja.

Noté que la niña quería entrar en el café. Lo deseaba mucho. No sé por qué la idea de complacerla me parecía absurda y la arranqué de su contemplación y la llevé a vagar bajo la lluvia. El café grande de Zocodover no entraba en mi programa de Toledo. El hecho insólito de que aquella noche, en vez de ir solo a Toledo, hubiese llevado conmigo a la hija del viejo Pérez, no iba a alterar mis costumbres.

Porque yo en Toledo tenía mis costumbres, una inercia que me servía de encubridora de mis citas secretas con la ciudad. Durante todos los años que llevaba viviendo en Madrid y excepto la primera vez que fui a Toledo, llegué siempre allí solo en la noche de un sábado. Siempre me alojé en la Fonda Vieja y fui a un cine a ver cualquier película, no importaba cuál, para que pasase el tiempo en aquella última sesión de cine y Toledo quedase luego vacío de gentes y lleno de alma para mí. Si alguien me hubiese avisado de que un rato más tarde volvería a aquel lugar del que apartaba a la niña tan enérgicamente y que Toledo seguiría siendo un lugar casi desconocido para mí aquella noche, me hubiera encogido de hombros como quien escucha un absurdo. Yo estaba seguro de que cenaría en la Fonda Vieja con la niña, y que el anciano fondista y sus para mí también ancianas hijas, se harían cargo de Soli, la acomodarían en una habitación y yo la dejaría durmiendo. Daría mi paseo nocturno como de costumbre. Por entonces sólo la lluvia resultaba insólita…

Llovía a estilo de Diluvio Universal. Yo nunca había visto Toledo bajo una lluvia así. Zocodover, solitario, parecía hervir en aquel continuo y furioso caer del agua contra sus piedras. Una vez leí que un escritor creo que fue Valle-Inclán, dijo que si lloviese con fuerza sobre Toledo, Toledo se desharía en barro. Toledo se deshacía en agua. Con la niña de la mano aún esperé unos minutos bajo las arcadas a que cediese la violencia del aguacero. Pero no cedió y al fin me decidí a echar a correr con Soli. Vimos, desenfocadas, las luces de los escaparates de la calle del Comercio y las escobas de agua barrieron hacia nosotros los paraguas de los escasos transeúntes. Aquella carrera se parecía a todo menos a una de mis caminatas por las calles toledanas. Nos llenó los oídos al subir por las calles en cuesta un rumor de arroyos, se metían en los ojos sombras deshechas por las cataratas del cielo, también deshecho en aguas vivas y golpeantes. Y cuando alcanzamos la luz en el portal de la Fonda Vieja, el ruido de mar embravecido que salía de su interior, llegó a hacerme pensar en una catástrofe. O la casa estaba inundada o me había equivocado de lugar.

Toledo no parecía Toledo y la Fonda Vieja tampoco era la Fonda Vieja. Creo que murmuré algo de esto mientras la niña y yo nos sacudíamos en el portal. La Fonda Vieja había sido para mí siempre el lugar más silencioso del mundo. Una casa de portada estrecha y de interior hondísimo, de pasillos y escaleritas que salvaban desniveles, y un comedor muy triste donde escasos huéspedes me acompañaban a la hora de la cena. Pero en aquel momento la fonda desbordaba de vida. El pequeño recibidor estaba lleno de mochilas y mantas cuarteleras. Y el comedor y el pasillo, hasta donde alcanzaba la vista, estaban llenos de muchachos inquietos vestidos de falangistas. Cadetes de falange. Una expedición provincial —me dijo uno de ellos— que iba a Madrid a los campeonatos deportivos juveniles. Habían venido los chicos en dos camiones desde los pueblos de la provincia. Iban a cenar en la fonda, pero además muchos de ellos quizá tuvieran que quedarse a dormir. Uno de los camiones se había averiado cerca ya de la ciudad y habían hecho una buena caminata bajo la lluvia. Como no estaban los mandos para poner orden, jugaban, cantaban, alborotaban de mil maneras todos ellos. El mostrador de recepción aparecía vacío. El teléfono sonaba inútilmente. Las criadas desconocidas que servían el primer turno de la cena, aturdidas, ni me contestaron cuando intenté preguntarles por el dueño de la casa.

A mí se me había metido el agua por el cuello de la gabardina, pero Soli, la pobrecilla, chorreaba. Su abrigo nuevo había empapado la lluvia y parecía haberse alargado hasta casi llegarle a los pies. Además, desteñía.

—No sé, no sé… —decían los chicos de falange a mis preguntas—. No, los mandos tampoco están. No hay nadie ahora.

No me hacían mucho caso. Miraban a la niña como si no hubieran visto nada tan raro en toda su vida.

Soli parecía contenta. Seguía diciéndome que le gustaba mucho Toledo. De pronto los chicos que estaban sentados en el suelo del pasillo, se pusieron a cantar la vieja canción dedicada a las mujeres del mercado negro y a las prostitutas sin cartilla, a las que rapaban en el cuartelillo cuando las pillaban los guardias. «Pelona, sin pelo, cuatro pelos que tenías los vendiste de estraperlo…».

Decidí no esperar al fondista por el momento. Dejar allí mi pesada caja de madera, junto a las mochilas de los muchachos, y llevarme a Soli a cenar a cualquier parte mientras se calmaba el alboroto.

Sí, es posible que la noche toledana hubiera comenzado ya, pero aún no me daba cuenta de que aquella serie de pequeños incidentes casuales iban modificando todas mis decisiones. Todavía seguía siendo el hombre despistado entre las realidades de la vida, ninguna sacudida interior me había abierto el espíritu y ni siquiera se me ocurrió que podríamos encontrar otro alojamiento en Toledo, la niña y yo, aquella noche. Mi pensamiento seguía, tan seguro como un tranvía sobre sus carriles, mis pequeños planes.

Cuando de nuevo me lancé con la criatura a aquel vagabundaje incierto entre los gruesos hilos de la lluvia, no había pensado adonde la llevaría a cenar. Toledo no era para mí un lugar en que pudiese pensar en restaurantes, en comercios, en vida cotidiana. Nunca había pensado en esas cosas cuando iba a aquella ciudad. Supuse que de una manera o de otra nos encontraríamos frente a algún bar o una tasca donde nos diesen algo caliente que reanimase a Soli. Pero no sé por qué fuimos por lugares tan oscuros y cerrados, sintiéndonos tan perdidos como si estuviéramos en una balsa en medio del océano. Al fin me encontré en una calle más céntrica y la niña me señaló la luz de una ventana y la muestra de un restaurante.

Revivo en la lejanía de los años todas aquellas andanzas que fueron un preludio de lo que Soledad y yo hemos llamado siempre la noche toledana, periodo de tiempo comprendido entre la noche del sábado 15, en que tanto me hice ver en Toledo, sin que nadie recordase después haberme visto, y el amanecer del lunes 17 de abril.

Antes de esas fechas algo se puso en marcha: ocurrió el encuentro con el viejo estrafalario Amando Pérez, mi antiguo compañero de hospedaje en la pensión de la calle de la Luna, y con su hija Soli, y este encuentro fue el primer eslabón de una cadena de casualidades que al fin me llevaría al café grande de Zocodover a la hora precisa para mi encuentro con Zoila.

El encuentro ocurrió el día anterior, viernes por la mañana. Tenía yo tiempo de sobra para ir despacio, en plan de paseo, de un lado para otro en aquella temporada. Aunque sólo había estado ausente de Madrid dos o tres meses me sentía sin encajar en la ciudad, sin rumbo en ella, sin obligaciones. Se me ocurrió sacar con antelación mi asiento del coche de línea que había decidido tomar el sábado para ir a Toledo. Últimamente me había vuelto comodón. Me hacía poca gracia pensar en los trenes abarrotados a los que había subido tantas veces a última hora por la ventanilla, de cabeza, después de un impulso gimnástico, y recibiendo las maldiciones de los ocupantes del pasillo sobre los que caían mi larga persona y la dura caja de madera que guardaba mi equipo de pintor. Había soportado de buen humor, incluso en aquellos tiempos pasados, todos los regresos a Madrid entre el ajetreo de mujeres que llevaban comestibles de contrabando para surtir el mercado negro, y hasta en una ocasión ayudé galantemente a tirar, desde una plataforma, un enorme saco de harina cuando el tren disminuía su velocidad, cierta curva que era un lugar convenido por aquella gente con sus asociados madrileños. Había tragado mucha carbonilla, de pie, apretado entre masas que se trasladaban en aquellos tiempos del hambre, de Madrid a las cercanías en un constante ajetreo. Había subido otras veces a última hora a los coches de línea formando parte de los viajeros «sobrantes», quiero decir de pie y en ciertos momentos agachado por orden del cobrador si se temía que la guardia civil de las carreteras estuviese haciendo una ronda. Todos estos recuerdos de mi turismo artístico-heroico me empujaron a sacar el billete del auto de línea para asegurarme asiento, aunque ya empezaba a haber más facilidad en los transportes.

Era una mañana ventosa y brillante. Yo bajo la cuesta de Atocha y me fijo en la carrera de las nubes sobre el telón del cielo allá, al fondo, en la cuesta de Moyano. De pronto el aire se vuelve oscuro de polvo y forma remolinos, levantando papeles y quitando la gorra a un individuo, que se vuelve tropezando conmigo en su afán de alcanzarla. Me detengo y entonces los veo en la otra acera, al viejo Pérez y a su hija.

Amando Pérez va, como siempre, envuelto en su capa española. Se sujeta con las dos manos el abollado sombrero de fieltro bajo el que revuelan las greñas entrecanas de su melena «al estilo bohemio», y su niña va agarrada a la capa paterna quizá para que no la lleve el viento que infla su, para mí, desconocido abrigo verde. Desde mi marcha a Alicante no he vuelto a ver a aquella pareja. Sé que el edificio de la calle de la Luna, en cuyo último piso habíamos tenido nuestro albergue común en casa de las Martínez, ha sido derruido al fin en mi ausencia, cumpliéndose una sentencia de desahucio que pesaba sobre aquella finca hacía mucho tiempo. Lo primero que se me ocurre al ver por la calle y desde lejos al menudo Amando Pérez es echar a correr. Si me ve estoy perdido; se agarra a mis solapas para no dejarme marchar y me cuenta todas sus desgracias quiera o no quiera oírlas. Pero a Soli, la niña, le tengo afecto.

Y hasta si puede hablarse de amistad entre una chiquilla de aquella edad y un hombre, había amistad entre nosotros. Nunca pude olvidar el día en que la enviaron desde el pueblo en que la habían criado a la casa de huéspedes donde se alojaba su padre. Era entonces una criatura temblorosa, vestida con ropas teñidas de negro y con unas trenzas gruesas y apelmazadas que parecían teñidas también de un luto pobre y polvoriento. Aquella imagen del desamparo que me pareció la niña en un rincón de la cocina, me impresionó, me hizo intentar vencer su miedo huraño de los primeros días en aquella casa desconocida para ella y amaestrarla en mi amistad: era como a un perrillo vagabundo.

Al verla subir la cuesta de Atocha colgada de su padre, la vieja compasión revivió. Incluso me pareció más miserable la niña con aquel abrigo tan feo y tan largo, y sobre todo con su irreconocible cabeza rapada: ella estaba orgullosa de sus trenzas. Yo recordaba ese detalle.

En vez de huir del viejo Pérez crucé la calzada y alcancé a los dos cuando entraban en el refugio de un portal. Siguieron los abrazos de Pérez, el recontar sus lástimas, la penosa impresión de ver a la chiquilla escondiendo su cabeza desguarnecida detrás de la capa del viejo, quien me explicó con cierta confusión que habían tenido que raparla a causa de unas fiebres. Naturalmente, Pérez decidió acompañarme hasta la administración de los coches de línea y la chica se fue tranquilizando y acostumbrándose otra vez a mi presencia. Inesperadamente, cuando iba a sacar mi billete, oí su voz diciéndome que le había prometido llevarla conmigo a Toledo un sábado. Sí —vi que me miraba de reojo— se lo había jurado. Sí.

—Y tú también eres mentiroso. Te fuiste a tu pueblo y no me llevaste nunca.

Yo estaba seguro de no haber prometido tal cosa a la chiquilla, pero como don Armando la llamó insolente y corrió detrás de ella para darle uno de sus acostumbrados coscorrones, yo detuve aquella mano y le dije que si me daba permiso llevaría a la niña conmigo. Así sucedieron las cosas.

Si no hubiera hecho esa promesa a Soli, si no me hubiera sentido incapaz de decepcionarla, yo no habría ido a Toledo aquél sábado de mal tiempo. No es que me importase mucho la fiesta de las sobrinas del señor Luis, pero sé que hubiera aceptado la invitación. Aceptarla hubiera sido menos molesto que una negativa.

Y allí estábamos, en Toledo, y bajo el aguacero de aquella noche negra. Era lamentable nuestro aspecto al entrar en el restaurante. El abrigo de la niña goteaba agua verde, sus zapatos dejaban charcos fangosos en el suelo y ella temblaba de frío entre las corrientes de aire que llegaban desde lugares misteriosos a aquella habitación y hacían ondular los manteles blancos de las mesas. No había nadie. Sólo nosotros en el pequeño comedor. Empecé a dar palmadas. Nadie acudía. La niña estornudó.

—Este sitio es muy raro, Soli. ¿No te parece?

—No sé… ¿Es que tampoco parece Toledo este sitio? Yo creo que todo esto es la noche toledana, Martín. Mi papá dijo que íbamos a pasar la noche toledana… ¡Mi papá sabe mucho!

El pañuelo, con el que intentaba secar la cabeza empapada de la chiquilla, estaba tan mojado que tuve que escurrirlo. La habitación en que nos encontrábamos no tenía nada de particular, sólo aquel frío de las corrientes de aire, aquel frío de los azulejos que adornaban las paredes, el frío del suelo, el frío de los manteles como fantasmas en las mesitas preparadas para comensales ausentes.