I

El despertar de un sueño. El diario policíaco me da la fecha exacta de este amanecer. Fue el domingo 16 de abril de 1950.

El sueño se me está escapando como el humo de una hoguera. (Humo de hogueras. San Juan, las vacaciones de la infancia. Saltos sobre el fuego.) En el sueño estoy en mi casa: puertas blancas, cortinas blancas del techo al suelo, pasillos empapelados con papeles de rosas rojas o rosas azules sobre fondo gris.

Aquel ambiente único en el mundo, el de mi casa, aquel crujido de la madera de los pasillos, aquella alegría. No quiero despertar del todo. No quiero olvidarme. Recuerdo al caballero de raza negra que salió para abrirme la puerta vestido de etiqueta con chistera en la cabeza y con bandas y condecoraciones. Yo lo reconocí inmediatamente en el sueño y ahora no lo reconozco. Él me llevó a través de la niebla del pasillo y las luces encendidas hasta la luz del sol poniente en el comedor. Yo sabía que me esperaban. Me esperaban todos. Todos alborotamos alrededor de la mesa ovalada del comedor con ese señor de color, tan importante, presidiendo, y nos hemos reído. Reconozco las risas pero ¿de quién? En el sueño he vuelto a sentir la ligereza de las bromas, las claves de nuestro lenguaje familiar. Y sobre todo esa insoportable ternura que amenaza hacer estallar el corazón a la vista de los muebles sólidos, ni feos ni hermosos, pero vividos, usados, nuestros. Si he soñado ha sido sobre algo que existe, que permanece, que podré encontrar aquí o donde sea cuando despierte. El tresillo de cuero donde nuestras botas dejaron arañazos, el ladrido de los perros, la radiogramola en el cuarto de estar, los tres lavabos excavados en una vieja pieza de mármol en el cuarto de baño, y sobre todo, las cortinas blancas, el mirador de cristales, el Retiro frente a los balcones, el olor primaveral de tierra mojada mezclada a la de la madera encerada del viejo entarimado.

Estoy despierto ahora. ¡Ya no recordaré nada más! No tengo deseos de abrir los ojos. Me duelen al apretarlos. Supongo que estoy en Toledo con la luz de la Fonda Vieja de Toledo rodeándome. Pero no acabo de creer que estoy allí, me siento en mi casa. Hasta sigo percibiendo los olores del parque… Tanto rodar por el mundo para soñar después este regreso. Pero ¿qué mundo he recorrido? Un mundo estrecho: pensiones, casas de huéspedes de Madrid. Despertares de noche en invierno. Cuántas veces me ha sucedido, al timbre del despertador, levantarme en la oscuridad intentando salir de la cama por el lugar donde está adosada a la pared; o buscar la puerta en la sombra del armario, o confundir el agua de un espejo con la ventana… Tuve muchas veces que esperar, la cabeza entre las manos, a que el bulto de los muebles se parase en su lugar exacto mientras yo, Martín Soto, trataba de recordar por qué escaleras había arrastrado mi maleta en la tarde anterior, buscando el alojamiento nuevo y más barato, y en qué calle, en qué lugar de la ciudad encontrado mi nueva madriguera. Tengo que abrir los ojos y ver la nueva madriguera a donde he llegado hoy. No me fío de mis sensaciones. Me han engañado muchas veces. Por ejemplo, ahora me siendo rígido, los ojos no los puedo abrir.

Por un instante tengo miedo. Se me ocurre que a lo mejor voy a despertar en una caja de muerto; que algo extraño ha ocurrido conmigo: estoy vestido. Noto el cinturón, la incomodidad de la chaqueta… Mis pies están helados y tengo la sensación de que no me puedo mover.

El hielo se deshace, me late el corazón cuando oigo la algarabía de los pájaros en el Retiro y unas voces en la calle, cinco pisos más abajo. Es muy temprano. Muy cerca oigo a una bandada de pájaros. Sobre el rumor apagado de la ciudad, sus llamadas primaverales, esa nota sensual, ese despertar de la vida en una serie de trinos hacen correr mi sangre por las venas. Huelo la tierra de enfrente, mojada y chupada por el sol. Oigo el motor de un camión, su paso por la Avenida de Menéndez Pelayo, la familiar vibración de los cristales en el mirador. La vida empieza lentamente en mi calle, en mi casa, en este piso grande y un poco destartalado del que conozco todos los ruidos y donde he visto con emoción hasta los deterioros del tiempo: esas manchas del techo, el trozo desprendido de las molduras del techo en el cuarto de estar… La emoción de algo muy real.

Además, me muevo, estoy muy vivo. Palpo mis ropas. Estoy tumbado boca arriba en una cama y completamente vestido. Los pies enfundados solamente en los calcetines. Tengo frío en los pies. Oigo a los pájaros, oigo una campana pequeña, la del convento de monjas llamando a misa, oigo la manguera del riego de la calle, el rebuzno que lanza el borriquillo del carro de la basura y el rodar de ese carro sobre el asfalto. Todo eso lo oigo.

Sólo falta un esfuerzo: lo hago, abro los ojos y veo las cortinas blancas del techo al suelo que cubren los cristales del mirador redondo de la esquina. He soñado esta misma casa donde estoy acostado en el diván forrado de cretona floreada, a un extremo del cuarto de estar frente al mirador. La habitación amplia y larga me recibe envuelta en la luz de un amanecer que me parece una maravilla. Las otras cortinas blancas, las del balcón, están descorridas, el balcón entreabierto deja pasar el fresco de la mañana de abril, el olor del parque de enfrente, y dando la espalda a ese balcón veo el tresillo de cuero. Recuerdos de toda una vida, de toda una infancia, de un calor, de una dicha perdida permanecen en este cuarto. La radiogramola también, las estanterías con álbumes de discos y revistas extranjeras, los pequeños grabados sin valor que adornan las paredes, el espejo grande sobre la consola, al otro extremo de la habitación. Y en el techo una mancha de humedad. Y en el rincón preciso la moldura de yeso que está rota.

No sé ya si es emocionante. No sé nada más que una cosa cierta: he vivido una vida entera en esta casa de Madrid, en este piso, y he regresado a esta dicha perdida después de un largo abandono y eso ha ocurrido en sueños. Me levanto. Mis pies notan el suelo encerado a través de unos calcetines viejos y hasta con agujeros. Tengo que comprar ropa interior —me digo—. Es una de las cosas que pienso todas las mañanas durante esta última temporada y se me olvida luego hacer esa compra. Y luego vuelvo al sueño: me repito que he soñado toda una vida en esta casa. Yo nunca viví una infancia en Madrid frente al Retiro en este piso.

La esquina mojada de la calleja al volver la cual me hace desaparecer el señor Luis en su diario, está muy lejos de mi mente. Se ha borrado por completo. No volveré a recordarla, pertenece a un tiempo del que me he salido sin darme cuenta. Pero estoy recuperando otros recuerdos: la llegada de noche a esta Avenida de Menéndez Pelayo. Los faros del automóvil que iluminaron las calles vacías de Madrid, mojadas por lluvias recientes: las hojas tiernas y goteantes del arbolillo cercano a este edificio en la Avenida, cuando la luz de los faros lo convirtieron en una imagen temblorosa de la primavera sobre el asfalto de la ciudad. Y Anita a mi lado, su mano sobre la mía. Y mi emoción cuando vi los cinco miradores redondos de la esquina. Reconocí la casa entonces. Era como jugar a los dados y que saliera el seis una y otra vez. Aquella noche todo resultaba así. Y se lo dije a Anita. «Si vives en esa casa, creo que hemos resuelto la preocupación mayor. Tenemos un médico al alcance de la mano. Un amigo además. No te preocupes. Todo sale…». «No te preocupes» era la frase, la que me hacia sentirme tan poderoso.

La llegada fue en plena noche. Esta luz de la mañana en el cuarto de estar es la primera vez que la veo. Me cuesta creerlo, pero mis zapatos gruesos de las excursiones me confirman que no han pasado más que unas horas desde mi llegada. Cuando me los calzo, toco el barro aún húmedo que los mancha. A pesar de la humedad de mis zapatones, dudo un poco: ya sé que no toda una vida, pero unos días, dos, tres, una semana… Me parece que he oído esos sonidos del amanecer muchas veces; esas voces, esos pasos tan nítidos en la primera hora me resultan demasiado conocidos: la vibración de los cristales cuando pasa un vehículo es algo que vibra también en mí a través de toda mi vida. Al fin lo acepto: el sueño ha cambiado las medidas del tiempo; quizá en otra vida he estado aquí entre estas cortinas blancas, este viejo tresillo, estos grandes espacios vacíos que me emocionan como algo tan mío.

El caso os que llegamos anoche. Tuvimos mucho que hacer. Las luces eléctricas no pudieron darme tantos detalles como he soñado… La mesa ovalada del comedor, con aquel reflejo del sol poniente en un espejo y el caballero negro, tan solemne, tienen que ser inventos del sueño. Y otras cosas también.

Me acerco, cruzando la habitación, al espejo grande de sobre la consola. Distraído, froto mi cara bajo los pómulos y noto la necesidad de afeitarme al roce de la barba.

Veo la mesita que centra el tresillo, aún están las tazas de café que usamos. La cafetera de cristal con infernillo de alcohol me hace ver de nuevo las manos de Anita manipulándola. La cafetera la dejamos en el suelo y también la botella de coñac francés. Sobre la mesa, la copa donde bebió el coñac el doctor Tarro. En el cenicero, dos colillas de puro y varios de los cigarrillos ingleses que fuma Anita. Vuelvo hacia atrás la vista y veo, sobre la otra mesa de mármol, la que está junto al diván donde he dormido, una de mis pipas y la bolsa de tabaco.

Así que llegamos anoche sábado, 15 de abril. No. Llegamos ya en la madrugada de este domingo. He dormido profundamente pero he dormido muy poco tiempo. ¿Y Anita? Charlaba con el doctor cuando yo tuve que echarme en el diván. Dice que no hay quién la despierte por las mañanas. Es temprano aún. Me da alegría saber que tengo que despertarla de todas maneras dentro de un rato.

¿Y si estoy todavía metido en un sueño? ¿Y si todo esto, esta casa, estas cortinas, esta alegría de vivir, esta sensación de ser imprescindible, no es más real que el sueño que se ha ido?

No importa. Es una aventura, si es un sueño da lo mismo. Es algo que aumenta la seguridad en mí mismo, único hombre despierto y vigilante. Tengo ganas de silbar de alegría.

Con cierta ansiedad de corazón abro la puerta y casi llego a dar un suspiro cuando me encuentro en la confluencia del pasillo de las rosas rojas de las alcobas con el de las rosas azules que lleva al vestíbulo donde dejé mi gabardina anoche. En uno de los bolsillos de mi gabardina tengo la bolsa de aseo con los útiles de afeitar. Despacio, con miedo de despertar con mis pasos a la casa dormida, voy al recibidor. La gabardina cuelga en el perchero junto a un abrigo desconocido y en el suelo está mi caja de madera donde llevo el caballete portátil y los trebejos de pintar.

Al vestíbulo da una puerta en la que no me fijé la noche anterior. La empujo y me encuentro en una habitación que no tiene el mismo aire familiar que las demás de la casa. Es un despacho amueblado —como el del doctor Tarro en el ático—, con muebles de falso estilo Renacimiento. A pesar de la luz que entra a través de los visillos del balcón, me parece una habitación oscura y fría. No me gusta. Esa habitación no ha entrado para nada en mi sueño. Esa escribanía tiene un aire estúpido. Esas sillas talladas e incómodas y esas cortinas oscuras adamascadas me dan ganas de huir. Retrocedo un paso, pero me detengo porque he sentido una mirada en mi nuca. Creo que inicio una sonrisa, admirado, cuando encuentro fija en mí la mirada del caballero negro de mi sueño. Allí está con su chistera, sus bandas, sus condecoraciones, muy quieto y vigilante en una enorme fotografía ampliada que preside la habitación. Oigo mi propia voz en un susurro: «¿Quién diablos?…». Pero me fijo en un pergamino enmarcado y colgado también en la pared, y me acerco. En lengua francesa se declara allí que Monsieur Carolo Corsi es en Madrid cónsul honorario de la República africana de Nguma.

De pronto me echo a reír. Allí solo, como un tonto. Como en el sueño, como desde hace unas horas, los detalles pequeños de la vida, los detalles en los que antes no me fijaba, me divierten, los veo, los vivo.

Cuando llego al cuarto de baño que está frente a las alcobas reconozco, como a viejos amigos, los tres lavabos, y los saludo con una mueca mirándome en sus tres espejos enmarcados en madera tallada con guirnaldas blancas y rosas. Ningún cuarto de baño se parece a éste, tan grande y destartalado, con el armario de donde sacamos las toallas anoche y la ventana que por fortuna deja pasar el sol desde el gran patio central, tan silencioso. Por fortuna, porque debe de tocar un turno de restricciones eléctricas en este barrio a esta hora, y las luces no funcionan y el calentador eléctrico con ducha tampoco. Me ducho con agua fría metido, como en un barco, en la enorme bañera sostenida por garras de hierro pintadas con purpurina. Tengo costumbre de afeitarme con navaja y con agua fría. Nada de eso me molesta. Este piso, con su lujo anticuado y destartalado, es el lugar más confortable en que he vivido, con restricciones eléctricas o sin ellas.

Mientras me afeito me parece que oigo ruidos en el interior de la casa. Puertas. El clic-clic de las patas de los perros que se pierde luego en el tercer pasillo estrecho con alfombra de linóleo, que lleva al mundo ignorado de las habitaciones y la puerta de servicio. Otra puerta. Quizás unas voces. Luego, silencio. Me alegra que la casa despierte. Tengo necesidad de comprobar que Anita existe, que habla con ese indefinible acento extranjero que sólo recordaba yo en la voz de su hermano. Tengo ganas de verla. Me hago un pequeño corte. Sigo afeitándome más despacio, con cuidado. Pero estoy alerta. Cuando me quito el jabón sobrante, oigo pasos de mujer en el pasillo. Y los pasos se acercan.

Es curioso. No son los pasos de Anita. No reconozco esos pasitos torpes, ese taconeo pesado y corto. Escucho tan intensamente que no puedo pensar. Los pasos llegan. Se detienen. Silencio ahora. Dejo sin limpiar la navaja y la brocha. Doy dos zancadas hasta la puerta y la abro de un tirón.

En el pasillo, apoyada contra la pared de las rosas rojas, está Soli. Es una niña que debe de tener diez años, pero parece más pequeña porque es bajita y menuda. Hace poco que le raparon el cabello, pero empieza a salirle ya en forma de gorro de piel negra y lustrosa. Me parece muy pequeña cuando la veo así, de pronto, y sin embargo su estatura ha aumentado porque tiene los pies metidos en unas raras chinelas bordadas de lentejuelas de colores, con tacón alto; Soli parece disfrazada, con esas chinelas y el chaleco gris de punto de mangas largas —recogidas con imperdibles, por más señas— que debe de pertenecer a don Carolo y que a ella le sirve como abrigo que la cubre hasta las rodillas. Es la primera vez que me resulta una niña de aspecto descuidado y feliz, una niña que juega a los disfraces, que puede jugar a cualquier cosa, y me divierte verla en vez de producirme esa áspera compasión que otras veces ha sido el impulso que me ha acercado a ella en todos nuestros encuentros. Me asombro de no haber recordado a Soli esta mañana. No tengo la menor idea de que su figurilla haya estado mezclada para nada en mi sueño. No me produce compasión, pero sí unos vagos remordimientos por mi olvido. Y cuando me sonríe, la levanto en mis brazos hasta acercar su cara a la mía. Las chinelas caen al suelo y durante unos segundos nos asustamos y luego nos reímos juntos. Le pregunto en voz baja si no ha tenido miedo de despertar en casa extraña.

Soli no tiene miedo. Ha dormido muy acompañada en un extremo de la cama grande de don Carolo y con Tali y Chuchi, los dos cocker enanos. Don Carolo se ha portado muy bien. Ha dormido gracias a los calmantes, pero ahora está muy raro, y Soli cree que está «en delirio». ¿No te acuerdas de que me quedé con él para avisar si se ponía peor? Ahora dice que se está muriendo y quiere que vayáis todos a su cuarto: Anita y el médico y mucha gente que no está aquí, muchos hombres que son sus hijos y una señora que tiene un nombre muy raro que no recuerdo, y Zoila y todos…

Soli ha sido muy lista —según me cuenta—, ha abierto la puerta de servicio a los perros para que salgan a la calle, ha alargado la colonia a don Carolo para que se frote las manos y don Carolo mismo le ha dado permiso para que ella se eche colonia en el pelo. Y por cierto que el olor de Soli se parece al del caballero negro en mi sueño: el olor a colonia que llenaba la alcoba del enfermo anoche.

Ahora veo como si lo hubiera dibujado el cuarto del enfermo en penumbra, la lamparita eléctrica con pantalla y la lamparilla de aceite que producía sombras movibles. Los muebles grandes, las cortinas corridas sobre el balcón, oscuras. Los perros que subían sobre la cama, y que acabaron escondiéndose bajo ella y gruñendo cuando entró el doctor Tarro. Las orejas doradas de la perrita Tali. El rabo entre las patas de Chuchi a quien el médico dio un puntapié en el pasillo. El vómito y la colonia. La cara desencajada de don Carolo. Sus cabellos grises revueltos. Las sábanas limpias que dejó Anita sobre un espacio libre de aquella cama cuando llegamos y la voz de Soli «Yo sé hacer las camas. ¿Te ayudo?…».

Soli me observa.

—¿Por qué no me haces caso? ¿Esta casa es una pensión o un hotel? —Soli cree firmemente que en Madrid todo el mundo vive siempre en hoteles o en pensiones—. Hay muchas alcobas con dos camas. Pero no las ocupa nadie. Los colchones están recogidos con sábanas por encima… Como es de día, no da miedo… Encontré la alcoba de Anita y la llamé como me dijo don Carolo, y ella me insultó y me tiró la almohada, pero luego, cuando se dio cuenta de que le gritaba que su papá se muere, se sentó y se espabiló y se está vistiendo. Tiene un genio muy malo Anita. Pero no hay nadie más en la casa. Tampoco está Zoila. ¿Cuándo se fue? Yo no me acuerdo…

—¿Zoila? —Y creo que repetí este nombre mientras dejaba en el suelo a la niña—. ¿Zoila?

Soli se calzaba las chinelas que debían de pertenecer a una mujer con el pie muy pequeño, pero a Soli le quedaban grandes a pesar de todo. Se calzaba las chinelas y me miraba de reojo.

—Sí, la artista se llama Zoila. ¿No? ¿No vive aquí? ¿Verdad que vino con nosotros anoche? Pero ¿es que no te acuerdas de Zoila, Martín? ¿No te acuerdas de que cuando entró en el café, con su impermeable blanco y tan guapa, dijiste tú que entonces empezaba la noche toledana aunque la noche toledana había empezado antes y tú no lo creías?