Capítulo 65

Villiers apuntó con el revólver a la cabeza de Ben. Fairfax cerró los ojos y bebió codiciosamente del cáliz de oro.

—Antes de que me dispare debería saber una cosa —dijo Ben—. Lo que acaba de beber no es el elixir de la vida. Es agua del grifo de su propio cuarto de baño.

Fairfax bajó el cáliz. Un hilillo de agua le resbalaba por la barbilla. La expresión de arrobamiento de su rostro se desvaneció.

—¿Qué has dicho? —preguntó lentamente.

—Ya me ha oído —contestó Ben—. Debo admitir que me había engañado. Estaba en lo cierto sobre mí. Sus mentiras me cegaron, en efecto. Fue brillante, Fairfax. Y casi funciona. Si no fuera por un neumático pinchado y por haber conocido al jefe de sus establos, ahora tendría en sus manos el auténtico elixir.

—¿De qué estás hablando? —exigió Fairfax con voz sofocada.

Villiers había bajado la pistola. Sus facciones estaban crispadas de concentración.

—Herbie Greenwood trabaja en su finca desde hace treinta y cinco años —prosiguió Ben—. Pero no había oído hablar de ninguna Ruth. No tiene hijos, Fairfax, ni mucho menos nietos. Su esposa murió sin descendencia. Aquí nunca ha habido una niña.

—¿Qué has hecho con el verdadero elixir? —exclamó Fairfax. Arrojó el cáliz de oro, que produjo un tenue sonido metálico y rodó por el suelo.

Ben sacó del bolsillo la botellita de cristal que le había dado Antonia Branzanti.

—Aquí está —anunció. Y antes de que pudieran detenerlo echó la mano hacia atrás y arrojó la botella a la chimenea, donde estalló en un millar de pequeños fragmentos contra la reja de hierro. Las llamas se avivaron un instante al consumirse el conservante alcohólico del preparado.

—¿Qué le parece eso, Fairfax? —preguntó Ben, mirándolo a los ojos.

Fairfax se volvió hacia Villiers con el rostro pálido.

—Llévatelo y enciérralo —le ordenó con voz helada, conteniendo apenas su cólera—. Te juro por Dios que hablarás, Hope.

Villiers titubeó.

—Villiers, ¿es que no me has oído? —bramó Fairfax, cuyo rostro pasó del blanco al rojo.

Entonces Villiers alzó de nuevo el revólver, se volvió hacia su patrón y le apuntó con la pistola.

—Villiers, ¿qué estás haciendo? ¿Te has vuelto loco? —Fairfax retrocedió encogiéndose.

—No se ha vuelto loco. Fairfax —corrigió Ben—. Es un espía. Trabaja para Gladius Domini. ¿No es cierto, Villiers? Eres el topo. Le informabas a tu jefe Usberti de todos los movimientos que yo haría.

Fairfax había reculado hasta la chimenea. Las llamas rugían y crepitaban a sus espaldas. Tenía una mirada suplicante y se había ensuciado los pantalones de orina.

—Te pagaré lo que sea —dijo débilmente—. Lo que sea. Venga, Villier,… vamos a trabajar juntos. No dispares.

—Ya no trabajo para usted, Fairfax —repuso desdeñosamente Villiers—. Trabajo para Dios. —Apretó el gatillo. El agudo estallido de la Magnum 357 sofocó el grito de Fairfax. El anciano se aferró la camisa blanca mientras una oscura mancha escarlata se extendía rápidamente sobre ella. Se tambaleó, se aferró a una cortina y la arrancó de los rieles.

Villiers volvió a dispararle. Fairfax echó hacia atrás la cabeza. Tenía un pequeño agujero redondo entre los ojos. La sangre salpicó la pared. Se le doblaron las rodillas y resbaló sin vida hasta desplomarse al suelo sin desasirse de la cortina, a la que arrastró consigo. Uno de los bordes se precipitó en la hoguera y las ondulantes llamas la devoraron codiciosamente.

Antes de que Ben pudiera saltar al otro lado de la mesa, Villiers se había dado la vuelta y le estaba encañonando con la pistola desde el lado opuesto de la habitación.

—Quieto ahí.

Ben rodeó la mesa y se dirigió lentamente hacia Villiers, observando sus reacciones. Se percató de que estaba nervioso, puesto que sudaba profusamente y su respiración era un poco más pesada y acelerada que de costumbre. Probablemente nunca había disparado a nadie. Estaba completamente solo en una situación peliaguda. No había previsto aquel giro de los acontecimientos. Su organización estaba desarticulada y no podía ofrecerle apoyo alguno. Pero un hombre nervioso podía ser tan letal como uno confiado. Tal vez aún más letal.

Alargó la pistola y apuntó a la cara de Ben.

—Si te acercas disparo —masculló.

—Adelante, mátame —dijo Ben tranquilamente, sin detenerse—. Pero será mejor que luego eches a correr. Porque cuando tu jefe salga de la cárcel te encontrará y te torturará como no puedes ni imaginarte por haber perdido su botín. Si me disparas, harás bien en suicidarte.

Las llamas se habían propagado a la alfombra desde la cortina. Los pantalones de Fairfax estaban ardiendo. La estancia estaba llena de un pestilente olor a humo y carne quemada. El fuego prendió en el costado del sofá, inflamando rápidamente la tapicería, lamiéndolo y crepitando.

Villiers había retrocedido poco a poco, acercándose a las llamas imparables. La mano que empuñaba la pistola estaba temblando.

—Solo hay un problema —continuó Ben. Sentía que la rabia se acumulaba en su interior como un resplandor frío y blanco. Fulminó con la mirada a Villiers mientras avanzaba lentamente hacia él—. Que no podrás capturarme vivo tú solo. Vas a tener que apretar el gatillo, porque si no lo haces te mataré yo ahora mismo. Hagas lo que hagas, eres hombre muerto.

Villiers tensó el dedo en el gatillo. El sudor le resbalaba por la cara. Amartilló el percutor del revólver. Ben vio que la bala blindada de punta hueca de la cámara se ponía en posición, disponiéndose a alinearse en la recámara cuando el percutor descendiera, se estrellara contra el cebo y arrojara el cartucho que le haría un agujero en el cráneo.

Pero Villiers ya estaba exactamente donde Ben quería: a corta distancia, sin espacio para seguir retrocediendo. Le asestó un gancho inesperado en la muñeca. Villiers profirió un grito de dolor y la 357 salió despedida hacia la hoguera. A continuación le propinó una patada en el estómago que lo arrojó contra la armadura. Esta se derrumbó con un estruendo de láminas de acero y la espada se desplomó produciendo un repiqueteo. Villiers manoteó desesperadamente para apoderarse de ella y se precipitó sobre Ben, cortando el aire con la pesada hoja. Ben se agachó y el violento mandoble se estrelló contra una vitrina antigua, derramando licoreras de cristal llenas de güisqui y coñac. Se inflamó un lago de fuego que se extendió por el suelo.

Villiers lo acometió de nuevo, blandiendo la espada de un lado a otro. Ben reculó, pero entonces pisó el cáliz de oro que Fairfax había arrojado al suelo, este rodó y Ben resbaló y cayó, golpeándose la cabeza contra la pata de la mesa.

La espada volvió a descender con un silbido. Aturdido a resultas de la caída, Ben se apartó a un lado justo a tiempo y la hoja se estrelló contra la mesa a corta distancia. Los platos y los cubiertos cayeron al suelo a su alrededor. Algo reluciente atrajo su atención por el rabillo del ojo y lo asió con dedos vacilantes.

El humo negro se espesaba a medida que las llamas se propagaban por la estancia, ahora incontrolables porque todo cuanto se interponía en su camino estallaba en llamas. El cuerpo de Fairfax estaba ardiendo de la cabeza a los pies, sus ropas eran poco más que ondulantes harapos carbonizados, dentro de los cuales se asaba la carne.

La figura de Villiers se recortó contra las llamas cuando enarboló la pesada espada para asestar el mandoble final. El fuego arrancó destellos a la hoja. Sus ojos estaban llenos de un triunfo animal.

Ben se retorció para incorporarse a medias. Describió un arco con el brazo. Algo borroso hendió el humo que los separaba.

Villiers se detuvo. Sus dedos soltaron la espada. La pesada hoja se estrelló contra el suelo con un repiqueteo. Se tambaleó, retrocedió un paso y después otro. Sus ojos giraron hacia arriba y su cuerpo cayó de espaldas sobre las llamas. Siete centímetros y medio de acero y el mango de ébano del cuchillo de trinchar le sobresalían del centro de la frente.

Ben se puso en pie dificultosamente. La habitación entera estaba ardiendo. Sentía que se le arrugaba la piel debido al calor. Cogió una silla y la arrojó contra una de las altas ventanas, haciendo añicos el panel de dos metros y medio. El aire inundó la estancia y el fuego se convirtió en un infierno. Atisbó una abertura entre las llamas y se arrojó a través de ella con todas sus fuerzas. Se precipitó violentamente por el agujero dentado de la ventana y sintió que una astilla de cristal le cortaba el antebrazo. Se estrelló contra la hierba y rodó para ponerse en pie.

Cegado parcialmente por el humo y aferrándose el brazo ensangrentado, se alejó a trompicones de la casa atravesando el jardín para dirigirse a las hectáreas de zona verde. Se inclinó contra un árbol, tosiendo y farfullando.

Las llamas se derramaban por las ventanas de la residencia de Fairfax y una enorme columna de humo se elevaba hacia el cielo como una torre negra. Observó unos minutos las llamas imparables que arrasaban toda la casa. Después, cuando se acercaron las lejanas sirenas, se volvió y desapareció entre los árboles.