La larga escalera de caracol descendente lo condujo a las entrañas de la roca maciza. El sonido de la tormenta que se abatía en el exterior se atenuó a medida que se adentraba en el túnel vertical hasta que se desvaneció por completo.
Al cabo de un rato la escalera desembocaba en un serpenteante pasadizo horizontal que se internaba en las tinieblas. Solo había un camino a seguir y el único sonido era el eco de sus pasos y las gotas de agua. La altura de las paredes torneadas y lisas del túnel le permitía caminar erguido. Debían de haber tardado años en excavar aquello en el terreno montañoso. Un conducto tosco habría bastado igualmente, pero al creador de aquello no le interesaba solamente la utilidad. Ansiaba la perfección. Pero ¿por qué? ¿Adónde llevaba el túnel? Siguió caminando.
El túnel dobló bruscamente un acusado recodo y Ben creyó momentáneamente que había llegado a un callejón sin salida. Pero entonces sintió que algo le agitaba el cabello. Una brisa fresca procedente de arriba. Alzo la linterna. A la izquierda había un pasaje y más escalones ascendentes. Subió más y más. El ascenso le estaba pareciendo mucho más largo que el descenso. Eso solo podía significar una cosa; que ahora estaba subiendo por encima del nivel del suelo. Se acordó del barranco adyacente a la casa y comprendió que debía de hallarse dentro de la montaña. En las entrañas de la misma, completamente rodeado de miles de toneladas de roca. El fulgor de la linterna se estaba atenuando. Cuando se tornó amarillo antes de apagarse se la metió en el bolsillo y se valió del mechero Zippo para alumbrarse. La temperatura estaba bajando y el viento silbaba alrededor, aunque el hueco de la escalera era estrecho y apretado. El metal del mechero le quemaba los dedos al calentarse y le inquietaba que se prendiera el combustible inflamable que contenía si se calentaba demasiado. De repente su pie erró el escalón en la oscuridad, resbaló y estuvo a punto de caerse. Se detuvo un instante, con el corazón palpitante. Dejó que el mechero abrasador se enfriase un rato, volvió a encenderlo y siguió subiendo.
Enseguida coronó la escalera y se encontró en una cámara. Se puso en pie. Parpadeó de asombro al levantar el mechero. La cámara parecía extenderse en todas direcciones. Se detuvo ante una columna de piedra que parecía brotar del suelo hasta la arcada abovedada del techo a unos dos metros por encima de su cabeza. La columna estaba alisada y esculpida laboriosamente y cubierta de intrincados diseños que representaban iconos y escenas religiosas. A escasos metros de distancia de ella había otra columna semejante, y después otra.
Alumbró en derredor con la llama del mechero. Encontró hileras de crucifijos dorados que relucían bajo el tembloroso resplandor. Se hallaba ante un inmenso altar de piedra esculpido en la piedra maciza con profusos adornos dorados.
Estaba dentro de una iglesia. Una iglesia gótica medieval excavada en el interior de una montaña.
Ben encendió las velas del altar. Había docenas de ellas, todas sostenidas por gruesos candelabros de oro macizo. Poco a poco, una vela detrás de otra, la iglesia se inundó de claridad ambarina. Ben resopló al percatarse de las dimensiones del espacio excavado. Su opulencia era asombrosa.
Entonces reparó en los cofres de piedra que bordeaban las paredes. Había docenas de ellos, de un metro cuadrado, que le llegaban a la altura de la rodilla. Se acercó. Estaban llenos a rebosar de oro. Inspeccionó uno de ellos, removiendo con los dedos pepitas y monedas de oro macizo, así como anillos y amuletos. Había oro suficiente en la iglesia para convertir a su descubridor en el hombre más rico de la tierra.
A continuación se dirigió al imponente altar, empuñando un pesado candelabro para alumbrarse. Había dos leones blancos esculpidos en la piedra lisa que al converger en una sola cabeza sostenían una pileta de piedra redonda de unos dos metros y medio de diámetro. La luz de las velas arrancaba destellos al agua oscura del interior. Alrededor del borde liso se leían las siguientes palabras, grabadas con letras entrelazadas:
Omnis qui bibit hanc aquam, si fidem addit, salvus erit
«El que beba este agua encontrará la salvación si cree».
Al pie de la estatua de un ángel había un pedestal de oro sobre el que descansaba un alargado cilindro de piel. En su interior encontró un pergamino. Desenrolló delicadamente el agrietado y arcaico documento en el suelo y se puso de rodillas para examinarlo. Era a todas luces de origen medieval, aunque se hallaba extraordinariamente bien conservado. La escritura era una extraña forma de latín que no comprendía, mezclada con algo que parecían jeroglíficos egipcios.
Parpadeó al comprender la verdad. ¿De modo que ese era el legendario manuscrito que todos habían estado buscando? Ahora estaba claro que los papeles que Rheinfeld le había robado a Clément, así como la copia que había hecho en el cuaderno, no contenían sino las notas del propio Fulcanelli. El alquimista había dejado constancia de las pistas que lo habían llevado a descubrir el manuscrito. Las mismas pistas que habrían de guiar al próximo buscador que siguiera sus pasos.
Ahora que al fin lo tenía delante comprendió el poder de aquel singular documento y la terrible atracción que había ejercido sobre tantas personas. Era imposible saber cuánta sangre se había derramado por su causa a lo largo de los siglos, tanto para custodiarlo como para apoderarse de él. Albergaba la capacidad de inspirar la maldad. ¿También tendría el poder de hacer el bien?
Se había caído otra cosa del cilindro de piel. Era una hoja de papel doblado. Ben la abrió. Se trataba de una carta, y había visto antes aquella caligrafía.
Al buscador:
Querido amigo,
Si has conseguido leer estas palabras, te felicito. Este secreto, que ha eludido a los grandes y los sabios desde los albores de la civilización, ahora se encuentra en tus valientes y decididas manos.
No me queda sino transmitirte la siguiente advertencia: cuando el éxito corone al fin tus denodados esfuerzos, el sabio no ha de sucumbir a la tentación de las vanidades terrenales. Debe seguir siendo fiel y humilde, y tener presente en todo momento el destino que aguarda a los que son seducidos por los poderes malignos.
Con la ciencia y la bondad el adepto debe guardar silencio para siempre.
Fulcanelli
Ben miró la pileta de piedra al pie del altar. El elixir vitae estaba justo delante. La búsqueda había concluido. No había tiempo que perder.
Se puso en pie de un brinco, buscando en derredor un recipiente que pudiera usar para llevarle el elixir a Ruth Se acordó de la petaca y sin pensarlo dos veces desenroscó el tapón para derramar el güisqui. El licor se estrelló contra el suelo de piedra. Le palpitaba el corazón al sumergir la petaca en el agua para llenarla. ¿Creía? ¿Realmente podía curar aquella sustancia especial?
Cuando sacó de la pileta de piedra la petaca llena se derramaron unas gotas del precioso líquido. Sentía una curiosidad abrumadora. Se llevó la petaca a los labios.
El repugnante sabor estuvo a punto de hacerle vomitar. Escupió, sufrió una arcada y se enjugó la boca, asqueado. Acercó la vela y derramó más líquido en la pileta. Estaba llena de escoria verdosa.
Ben cayó de rodillas, agachando la cabeza. Se acabó. Había llegado al final del camino. Había fracasado.
El repentino estruendo de la detonación que se produjo en la cámara fue como un cuchillo atravesándole los tímpanos. Uno de los leones blancos de piedra se hizo añicos antes de derrumbarse. La pileta se resquebrajó y se partió en dos. El agua estancada manó a raudales sobre la base del altar. Formó un viscoso charco verdoso al derramarse.
Ben se puso en pie bruscamente, acuciado por el pánico. Antes de que pudiera sacar la Browning de la pistolera se encontró contemplando el cañón de una pesada automática Colt que avanzaba hacia él desde las sombras.
—¿Sorprendido de verme, inglés? —dijo Franco Bozza con un susurro ronco mientras se adentraba en la temblorosa claridad. Su rostro enloquecido estaba ensangrentado, como una máscara de odio en estado puro—. Suelta la pistola.
Bozza aún se resentía terriblemente bajo el chaleco antibalas del violento impacto de los tres proyectiles de nueve milímetros en la parte superior del torso. Un árbol había interrumpido la larga y accidentada caída por el precipicio. Las ramas le habían desgarrado la carne y habían estado a punto de empalarlo. Le manaba sangre de un centenar de cortes y tenía la mejilla derecha seccionada desde la boca hasta la oreja. Pero apenas había sentido dolor alguno mientras remontaba de nuevo el barranco y coronaba la ladera de la colina bajo los embates de la tormenta. Su mente estaba concentrada en una sola cosa: lo que pensaba hacerle a Ben Hope cuando volviese a darle alcance. Cosas que no habían experimentado ni siquiera sus víctimas más desgraciadas.
Y ahora estaba en su poder.
Ben lo miró fijamente un segundo antes de sacar la Browning de la pistolera. La dejó caer al suelo y la alejó de una patada, sin apartar la mirada de los ojos de Bozza.
—Y la Beretta —añadió este—. La que me quitaste.
Ben esperaba que la hubiera olvidado. Sacó lentamente la 380 oculta en la cintura y la arrojó.
Los labios pálidos y finos de Bozza se curvaron en una sonrisa retorcida.
—Bien —susurró—. Por fin solos.
—Es un verdadero placer.
—El placer será todo mío, te lo aseguro —graznó Bozza—. Y cuando hayas muerto pienso encontrar a tu amiguita Ryder y divertirme un rato con ella.
Ben meneó la cabeza.
—Nunca la encontrarás.
—Ah, ¿no? —repuso Bozza con algo que era casi una sonrisa en su tono. Se metió en el bolsillo una mano enfundada en un guante negro y agitó la agenda de direcciones roja de Roberta—. Después de esto pienso irme de vacaciones. —Sonrió—. A los Estados Unidos de América.
Una horrible oleada de terror acometió a Ben cuando vio la agenda. Le había dicho que la destruyera. Debía de tenerla en el bolso cuando Bozza la secuestró.
—Ella será la última en morir —continuó Bozza, sonriendo para sus adentros. Ben notaba que estaba disfrutando cada palabra—. Primero verá cómo hago pedazos a su familia lentamente delante de ella. Después, antes de matarla, le enseñaré el pequeño trofeo que le habré llevado. Tu cabeza. Y por fin dedicaré mis atenciones a la doctora Ryder, «Pues fuerte es el Señor Dios que la juzga». —Bozza sonrió sádicamente y bajó el Colt, apuntando a la rodilla izquierda de Ben. Su dedo se tensó sobre el gatillo. Primero le volaría una rótula y luego la otra. A continuación un brazo y luego el otro. Entonces, cuando su víctima estuviera retorciéndose indefensa en el suelo, sacaría el cuchillo.
Ben se había entrenado años atrás en las técnicas para desarmar a un pistolero hostil a corta distancia. Todo era cuestión de distancia, aunque en el mejor de los casos se trataba de una maniobra desesperada. Si el oponente estaba lo bastante cerca era relativamente menos insensato tratar de arrebatarle el arma. Si estaba un solo paso demasiado lejos era virtualmente imposible moverse con la velocidad suficiente. Lo único que hacía falta era un movimiento del dedo y estabas muerto.
Mientras Bozza hablaba, Ben sopesaba la distancia que los separaba. Estaba justo en el límite entre el riesgo extremado y la temeridad suicida. Sabía que sus reflejos le otorgaban apenas una pequeña ventaja, medio segundo como mucho. Era una locura, pero solo tenía una vida; tenía que luchar por ella.
Tardó una décima de segundo en tomar la decisión. Se disponía a abalanzarse contra Bozza cuando el disparo hendió el aire.
Las curtidas facciones de Bozza se quedaron petrificadas en una expresión de sorpresa, con la boca abierta en una voz silenciosa, mientras soltaba la pistola, que se estrellaba con un repiqueteo, y se aferraba desesperadamente el chorreante agujero de salida de la garganta.
La figura de las sombras alzó de nuevo la pistola para efectuar un segundo disparo que resonó ensordecedoramente por toda la cámara y le voló la tapa de los sesos, arrojando un chorro de sangre y cerebro. Bozza se quedó estático un instante, como suspendido en el espacio, buscando a Ben con la mirada mientras se apagaba la luz de sus ojos.
Después se derrumbó abruptamente al suelo. Su cuerpo se estremeció con un par de espasmos convulsos mientras la vida lo abandonaba y a continuación se quedó inerte.
Ben contempló incrédulo a la sombría figura, una aparición casi fantasmal que avanzaba poco a poco hacia él desde la penumbra de las columnas. Era una mujer, aunque no alcanzaba a discernir su rostro en la oscuridad.
—Roberta, ¿eres tú?
Pero a medida que la mujer se adentraba en la claridad comprobó que no se trataba de ella. La anticuada pistola Mauser C96 seguía apuntando al cadáver de Bozza; un fino penacho de humo se enroscaba alrededor del largo cañón ahusado. La precaución no era necesaria. Esta vez Franco Bozza no volvería a levantarse.
El fulgor dorado de la vela bañó el rostro de la mujer cuando se acercó. Ben la reconoció con asombro. Se trataba de la ciega.
Y ya no lo estaba. Se había desprendido de las gafas oscuras y lo miraba directamente con la intensidad de un halcón. Una sonrisita enigmática le torcía las comisuras de la boca.
—¿Quién eres? —preguntó Ben, estupefacto.
Ella guardó silencio. Ben bajó la vista y se percató de que le estaba apuntando directamente al corazón con la automática Mauser.