Mientras surcaba la agreste campiña siguiendo la D-118 en dirección a Rennes-le-Château, Ben pensaba en lo que había leído acerca de aquel lugar en su nueva guía. Recordaba vagamente haber oído aquel nombre en un documental que había visto distraídamente en televisión, pero no había caído en la cuenta de que la otrora somnolienta aldea medieval se había convertido en una de las atracciones turísticas más sensacionales del sur de Francia. La guía aseguraba que se trataba de «un centro de gran importancia para los buscadores de tesoros sagrados y fenómenos mágicos. Aunque no crea en el ocultismo, las ideas cabalísticas, los ovnis ni los círculos de las cosechas, no se puede negar el singular misterio de Rennes-le-Château».
El enigma de Rennes-le-Château estaba basado en la historia de un hombre llamado Bérenger Saunière, el humilde sacerdote del pueblo que, según se decía, había descubierto cuatro pergaminos sellados dentro de otros tantos tubos de madera durante una restauración de la antigua iglesia en 1891. Los pergaminos estaban fechados entre 1244 y la década de los ochenta del siglo XVIII y, según afirmaba la historia, habían llevado al padre Saunière a descubrir un gran secreto.
Nadie sabía qué era lo que había encontrado Saunière, pero, al parecer, inmediatamente después de realizar aquel descubrimiento el sacerdote había pasado de pobre a millonario de la noche a la mañana. El origen del dinero seguía siendo un misterio. Algunas fuentes aseguraban que había encontrado el legendario tesoro de los cátaros, una fortuna en oro que los herejes les habían ocultado a sus opresores en el siglo XIII. Otros afirmaban que el tesoro no consistía en dinero ni en oro, sino en un gran secreto, una suerte de conocimiento antiguo, y que la Iglesia había sobornado a Saunière para que guardara silencio.
Como era de esperar, los rumores del tesoro y el enigma de los hechos se combinaron para provocar una histérica oleada de interés cuando los medios de comunicación se hicieron eco de la historia a principios de los años ochenta. Se había desencadenado un acalorado seguimiento de culto de todo lo relacionado con el misterio de Rennes-le-Château. Hordas de místicos, jipis y buscadores de tesoros se congregaban allí cada verano. La industria turística de Languedoc se había vuelto loca por los cátaros desde entonces.
Ben abandonó la carretera principal en Couiza y el coche se internó en un serpenteante camino montañoso. Al cabo de cuatro kilómetros de paisaje cada vez más escarpado llegó al pequeño pueblo de Rennes-le-Château.
La iglesia estaba alejada varios metros de la calle, al otro lado de una puerta de hierro. Al lado había una oficina de turismo que ofrecía un extraño contraste con el antiguo y ruinoso pueblo medieval. Se estaba realizando una visita: había numerosos viajeros provistos de cámaras que seguían a un guía. Ben se unió a ellos y por el rumor de las conversaciones se percató de que eran británicos.
—Y ahora, damas y caballeros —anunció monótonamente el guía turístico—, si hacen el favor de seguirme, entraremos en la misteriosa iglesia propiamente dicha. Al igual que todas las iglesias medievales, el edificio está orientado de este a oeste y la planta tiene forma de cruz. El altar es…
Ben siguió al grupo que se filtraba por la angosta entrada y deambulaba por el interior, observando la florida decoración que los rodeaba. En cuanto entraron se toparon con la sobrecogedora estatua de un demonio cornudo de mirada penetrante. Sobre él había cuatro ángeles que miraban en dirección al altar, al otro lado de la iglesia.
El guía les indicó la figura demoniaca. Su voz reverberó en la iglesia.
—Se cree que este tipo tan feo representa al demonio Asmodeo, custodio de secretos y guardián de… tesoros ocultos. —Eso pareció complacer a la muchedumbre, pero Ben ya había comprendido que no iba a sacar nada en claro. Se desmarcó del grupo y volvió a salir a la luz del sol, arrojando de una patada una piedra al otro lado de la calle polvorienta impulsado por la frustración.
El pueblo de Rennes-le-Château estaba posado en la cumbre de la ladera de una colina rocosa que dominaba un dramático panorama. En el confín occidental del pueblo el suelo descendía abruptamente en forma de acantilado. Ben se detuvo al borde del precipicio para contemplar las colinas y los valles, protegiendo el mechero del viento para encender un cigarrillo. Suspiró. Se preguntó dónde estaría Roberta en aquel momento. No se había sentido tan dolorosamente solo desde hacía años.
De tanto en tanto divisaba a lo lejos algunas torres antiguas y edificios ruinosos, así como algunos pueblos antiguos de piedra ocre. En el fondo del valle baldío se hallaba el pueblo que según el mapa se llamaba Espéraza. El nombre le provocó una sonrisa. Esperanza[6]. Escrutó el horizonte hasta detenerse en unas ruinas distantes que el mapa identificaba como Coustaussa.
Un recuerdo lo agitó. El escenario era idéntico. Estaban en lo alto de la ladera de una colina cerca de la casa de campo de Anna, contemplando los valles. Recordó lo que esta le había confiado. En un lugar especial, las posiciones relativas de los antiguos asentamientos apuntaban un indicio de un secreto que le reportaría gran sabiduría y poder a quien resolviera el misterio.
—¿Qué estabas intentando decirme, Anna? —musitó mientras contemplaba el horizonte. Fulcanelli. Los cátaros. Tesoros perdidos. Todo estaba relacionado, tenía que estarlo. ¿Acaso el alquimista había descubierto el antiguo manuscrito y la cruz en algún lugar de los alrededores? ¿Por eso Usberti había escogido aquella parte de Francia para establecer la sede de Gladius Domini?
Deambuló un rato por el pueblo, arrastrando los pies. Cerca de la iglesia encontró una pequeña cafetería para turistas en la que vendían postales y recuerdos turísticos. El local estaba casi desierto y el café olía bien. Escogió una mesa en el rincón más apartado y se sentó a beber sorbos de una taza mientras trataba de ordenar sus ideas. ¿De qué demonios iba todo aquello? Extrajo el cuaderno de Rheinfeld del envoltorio de plástico y lo abrió. Su mirada volvió a posarse en aquella extraña estrofa rimada.
Los muros de este templo no pueden romperse
Los ejércitos de Satán los atraviesan sin darse cuenta
En ese lugar el cuervo protege un secreto no pronunciado
Que solo conoce el buscador leal y justo
Quizá fuera una idea descabellada fruto de un cerebro consumido y privado de sueño, o tal vez fuera un rayo de claridad que horadaba la neblina de los acertijos alquímicos. Pero de repente una idea lo asaltó como un rayo.
Pasó hacia atrás las páginas del cuaderno hasta que dio con el diseño de los círculos gemelos de la hoja de la daga. Tal como recordaba, lo que diferenciaba la versión del diagrama del cuaderno de la inscripción de la hoja era el símbolo del cuervo que señalaba el centro. Si Rheinfeld lo había copiado escrupulosamente del original significaba que Fulcanelli había añadido deliberadamente al motivo la nueva característica. Tenía que ser importante, pero ¿cómo?
En ese lugar el cuervo protege un secreto no pronunciado.
Volvió a mirar la otra página, en la que aparecía el mismo símbolo del cuervo junto con la palabra «domus». La Casa del Cuervo.
Se quedó sentado meditando. Una hipótesis: si la Casa del Cuervo, dejando aparte por el momento lo que esta fuera en realidad, se hallaba en el centro de la forma geométrica de los círculos gemelos, ¿era posible que esta indicase un lugar real? ¿Un lugar que, como había sugerido Anna, se desvelaba al superponer las líneas al paisaje físico tomando los antiguos asentamientos como puntos de referencia?
Parecía una locura, pero de alguna forma tenía todo el sentido del mundo.
Volvió a la estrofa rimada. Los muros de este templo no pueden romperse.
¿Qué clase de muros no podían romperse? Los de piedra no, eso seguro, a juzgar por el número de ruinas antiguas que había en los alrededores. Los ejércitos de los cruzados habían sido inexorablemente meticulosos destruyendo las fortalezas y las iglesias de sus enemigos herejes.
Pero entonces se le ocurrió otra idea. ¿Y si los muros del templo no fueran de piedra en absoluto? ¿Y si nunca lo hubiesen sido? ¿Y si fueran las líneas de un plano geométrico invisible que se extendiera sobre la tierra, que solo conocieran los leales y los justos que estaban al corriente del secreto? Los ejércitos que merodeaban por allí ni siquiera se habrían percatado de dicho templo. Porque sus muros eran invisibles. Era un templo virtual.
En efecto, se trataba de un mapa. Fuera lo que fuese la Casa del Cuervo, estaba en el centro del diseño y parecía indicar algo. Quizá algo que podía ocasionar muchos problemas. ¿Un tesoro alquímico secreto? Usberti estaba obsesionado con encontrarlo. Los nazis lo habían deseado. Tal vez los que habían emprendido el holocausto contra los cátaros también lo hubiesen estado buscando.
Ben estaba pensando a toda prisa. Sacó el mapa de carreteras de la bolsa, desdobló con un restallido el cuadrado de papel y lo extendió sobre la mesa de plástico. Su dedo se posó sobre Rennes-le-Château. Ese era el lugar al que lo había conducido Fulcanelli. Allí empezaba la búsqueda, en el mismo núcleo del país de los cátaros y el centro del misterio del tesoro perdido. Empleando el borde del menú plastificado de la mesa de la cafetería a modo de regla, empezó a trazar líneas tentativas en el mapa con un lapicero. Enseguida empezó a advertir que surgían patrones.
Saint Sermin, Antugnac, La Pique, Bugarach.
Couiza. Le Bezu.
Esperaza, Rennes-les-Bains.
Y al menos una docena más. Se trataba en todos los casos de líneas rectas que conectaban perfectamente las iglesias cercanas, los pueblos y las ruinas de los castillos atravesando directamente el punto en el que estaba sentado, el corazón de Rennes-le-Château. Aquel extraño hallazgo parecía confirmar que estaba buscando en el lugar adecuado. Dibujó más líneas, y enseguida estaba modelando una extensa cuadrícula que se extendía de una forma sorprendente por toda la zona.
Los clientes de la cafetería entraban y salían sin que Ben se diera cuenta. El café se enfriaba junto a su codo. Estaba fascinado por el vertiginoso laberinto de controlada complejidad que empezaba a desplegarse bajo el lapicero. Al cabo de una hora había estableado un círculo perfecto cuya circunferencia conectaba cuatro iglesias antiguas de la zona, Les Sauzils, Saint Ferriol, Granes y Coustaussa. Para su asombro, las líneas que proyectaba generaban una estrella de seis puntas que encajaban a la perfección dentro del círculo y tocaban exactamente las dos primeras iglesias. El primer círculo se centraba precisamente en Espéraza, el pueblo del valle que se hallaba debajo de Rennes-le-Château.
Una hora después, los trabajadores de la cafetería empezaron a preguntarse cuánto tiempo pensaba quedarse sentado garabateando en el mapa aquel extraño cliente. Ben no les prestó atención. Ahora se estaba generando un segundo círculo y Ben lo dibujó con pulso firme. Se centraba en un lugar llamado Lavaldieu, «el valle de Dios». Los círculos eran del mismo tamaño y estaban dispuestos diagonalmente de noroeste a sudeste en el mapa. Siguió trazando líneas y meneó la cabeza de asombro a medida que se revelaba el complejo símbolo alquímico.
Una de las puntas meridionales del hexagrama del círculo de Espéraza estaba en Les Sauzils y otra en Saint Ferriol. Las dos puntas occidentales del pentagrama del círculo de Lavaldieu correspondían a Granes y Coustaussa. Una línea recta perfecta que conectaba Peyrolles con Blanchefort y Lavaldieu facilitaba la punta meridional del pentagrama al tocar el borde del círculo de Lavaldieu. Por último, otra línea recta perfecta que conectaba el centro de Lavaldieu con el distante castillo de Arques señalaba la posición de la punta más oriental de la estrella.
Se reclinó en la silla y contempló las profusas líneas y notas del mapa. Apenas podía creer lo que estaba viendo. Había completado las estrellas de los dos círculos gemelos. El diagrama era perfectamente geométrico; el templo virtual estaba allí mismo, en un mapa de carreteras barato que había adquirido en una gasolinera.
Fuera cual fuese la civilización que había creado aquel fenómeno, muchísimo antes de que Fulcanelli se tropezase con él, debía de haber sido extraordinariamente hábil en la cartografía, la geometría y las matemáticas. La logística que entrañaba el mero hecho de haber urdido aquella elaborada telaraña sobre un agreste paisaje montañoso era alucinante de por sí, por no hablar de las extremas molestias que se habían tomado para edificar deliberadamente iglesias y asentamientos enteros en los puntos exactos que indicaban el invisible trazado del círculo o la intersección de dos líneas imaginarias. ¿Y todo eso solamente para establecer el escondite de cierto conocimiento críptico? ¿Qué clase de conocimiento merecía tantas molestias?
Quizá estaba a punto de descubrirlo. Estaba siguiendo las huellas históricas de Fulcanelli. Ahora lo único que tenía que hacer era encontrar el punto del centro y de ese modo obtendría la ubicación exacta del descubrimiento del alquimista. Dibujó dos líneas adicionales que intersecaban el motivo de manera diagonal y simétrica formando una equis alargada que señalaba el centro exacto.
—La equis marca el lugar —murmuró. El centro estaba cerca de Rennes-le-Château. No podía distar mucho más de un par de kilómetros, aproximadamente hacia el noroeste.
Pero ¿qué le esperaba cuando llegase? Solo había una forma de descubrirlo. Se estaba acercando.