Montpellier
—¿Más preguntas? ¿Por qué no van a buscar a mi hijo en lugar de venir constantemente?
Natalie Dubois invitó a Ben a pasar a la sencilla y modesta vivienda y lo acompañó al salón. Era una mujercita rubia de treinta y tantos años, pálida y de aspecto tenso con grandes bolsas negras bajo los ojos.
—No tardaré mucho —le prometió Ben—. Solo necesito algunos detalles.
—Ya se lo he contado todo a los agentes —repuso ella—. Hace días que desapareció… ¿Qué más necesita saber?
—Madame, yo soy un especialista. Por favor, me parece que si coopera conmigo tendremos muchas más posibilidades de encontrar a Marc enseguida. ¿Puedo sentarme? —Sacó una libreta y un bolígrafo.
—Solo sé que le ha pasado algo horrible. Lo presiento. Creo que nunca volveré a verlo. —El rostro de madame Dubois estaba demacrado y macilento. Sollozaba en silencio sujetando un pañuelo.
—Así que la última vez que lo vio se disponía a marcharse con su ciclomotor. ¿No le dijo a dónde iba?
—Claro que no, se lo habría mencionado —contestó ella con impaciencia.
—Quizá podría anotarme el número de la matrícula de la moto. ¿Había hecho algo parecido anteriormente? ¿Desaparecer durante unos días, marcharse a alguna parte?
—Nunca. Había llegado tarde a casa varias veces, pero no había hecho nada parecido.
—¿Y sus amigos? ¿Es posible que se marchara con alguien o que fuera de visita? ¿Quizá a un concierto o una fiesta en alguna parte?
Ella meneó la cabeza, sorbiendo por la nariz.
—Marc no es de esa clase de chicos. Es tímido e introvertido. Le gusta leer y escribir historias. Tiene amigos, pero no se marcha con ellos.
—¿Sigue yendo a la escuela?
—No, la ha dejado este mismo año. Trabaja de aprendiz de electricista con mi cuñado Richard.
—¿El padre de Marc vive con usted? —Ben había advertido que no llevaba anillo.
—El padre de Marc nos abandonó hace cuatro años —dijo ella fríamente—. No lo hemos visto desde entonces.
Ben anotó en la libreta: «¿Padre involucrado en el secuestro?».
Ella emitió una carcajada amarga.
—Si está pensando que se lo ha llevado su padre se equivoca. Lo único que le interesa a ese hombre es él mismo.
—Lo siento —dijo Ben—. ¿Marc es religioso? ¿Alguna vez ha hablado de unirse a una organización cristiana o algo parecido?
—No. ¿Me lo pregunta por eso que encontraron en su habitación?
—El medallón.
—No sé de dónde ha salido, no lo había visto nunca. La poli, o sea, los demás agentes, creen que lo robó. Pero mi Marc no es un ladrón. —Madame Dubois se incorporó en la silla, poniéndose a la defensiva.
—No, yo tampoco creo que sea un ladrón. Escuche, ¿cree que podría hablar con Richard, el tío de Marc?
—Vive aquí cerca, en esta misma calle. Pero no podrá contarle nada más que yo.
—Aun así me gustaría hacerle una visita. ¿Está en casa en este momento?
Cuando se levantaba para marcharse ella le asió la muñeca y lo miró a los ojos.
—Monsieur, ¿encontrará a mi niño?
Ben le dio una palmadita en la mano.
—Lo intentaré.
—Al chico no lo han secuestrado, por amor de Dios. Se habrá ido a alguna parte, es probable que tenga novia O novio. ¿Quién cojones sabe, con los tiempos que corren? —Richard le ofreció una cerveza—. Es el primer poli que veo que acepta una copa estando de servicio. —Se rio mientras Ben abría la lata y acercaba una silla a la mesa de la cocina.
—Se podría decir que soy un asesor externo —explicó este—. ¿Por qué está tan seguro de que se ha escapado?
—Mire, entre usted y yo, ha salido a su padre, mi hermano Thierry. Es un vago incorregible. No ha dado un palo al agua en su vida, siempre está entrando y saliendo de la cárcel por toda clase de pequeños delitos. Me parece que el chico va por el mismo camino y que su madre no se da cuenta. Cree que el sol sale por su culo. Me arrepiento de haber dejado que me convenciera de que contratase a ese capullo. Es una completa pérdida de tiempo y de dinero, y si no lo despido pronto probablemente se acabará friendo con un cable pelado y me echarán la culpa a mí…
—Lo comprendo, pero no obstante tengo que considerar este caso sospechoso hasta que se demuestre lo contrario. Usted es su tío y él no tiene padre. ¿Alguna vez le confió algo, quizá le mencionó algo extraordinario?
—¿Está de broma? A Marc todo le parece extraordinario. Tiene la cabeza en las nubes.
—¿Como qué, por ejemplo?
Richard hizo un ademán exasperado.
—Pues todo, joder. El chico vive en un mundo de fantasía; si uno se creyera la mitad de las cosas que cuenta pensaría…, no sé…, que su vecino es Drácula y que los alienígenas gobiernan el mundo. —Bebió un sorbo de cerveza y cuando apartó la lata tenía un cerco de espuma alrededor del labio superior. Se lo limpió con la manga—. Como el trabajo que hicimos justo antes de que se escapara…
—O desapareciera.
—Sí. Lo que usted diga. —Richard le habló de lo sucedido en el sótano—. Y no dejaba de hablar de ello. Estaba convencido de que era algo raro.
Ben se inclinó hacia delante en el asiento, dejando la lata de cerveza para sacar la libreta.
—¿Era una residencia privada?
—No, es una especie de agrupación de santurrones. —Richard sonrió—. Ya sabe, un centro de algún rollo cristiano. Una especie de escuela. Son buena gente, amables y decentes. Y además me pagaron en efectivo.
—¿Tiene la dirección?
—Sí, por supuesto. —Richard se dirigió al vestíbulo y cuando regresó estaba hojeando una abultada agenda de trabajo—. Aquí está. Centro para la Educación Cristiana, a unos quince kilómetros de aquí, en el quinto pino. Pero está perdiendo el tiempo si cree que ese mierdecilla descreído ha ido allí. —Richard suspiró—. Mire, a lo mejor le parece que soy duro con el chico. Si le ha pasado algo lo lamentaré y me tragaré mis palabras. Pero no lo creo. Dentro de tres o cuatro días se habrá quedado sin el dinero que le haya mangado a Natalie del monedero y volverá a casa con resaca y con el rabo entre las piernas. ¿Y en esto se gastan el dinero de nuestros impuestos, en lugar de detener a maleantes?
Roberta ignoraba cuánto tiempo había pasado tendida en el duro y estrecho camastro. Poco a poco se le aclaró la mente mientras parpadeaba y trataba de recordar dónde estaba. Le sobrevinieron recuerdos espantosos. Un tipo fuerte y corpulento que la había sacado a rastras de un coche. La había sujetado para inyectarle algo mientras ella gritaba. A continuación debía de haberse desmayado.
Le palpitaba la cabeza y tenía mal sabor de boca. Estaba en un sótano oscuro, frío y desprovisto de ventanas. La estancia era alargada y espaciosa, pero la habían encerrado en una celda minúscula y estrecha. Estaba rodeada de barrotes de acero por tres lados. Detrás había una pared de fría piedra. Una bombilla desnuda que colgaba de un filamento de alambre en medio del sótano proyectaba débilmente una mortecina luz amarillenta sobre los gruesos pilares de piedra.
En otra celda, a escasos metros de distancia, había un adolescente comatoso en el suelo de hormigón. Parecía fuertemente sedado o muerto. Intentó llamarlo. No se movió.
El guardia era un hombre esquelético que tendría unos treinta años. Tenía los ojos saltones y huidizos y una descuidada barba rubia. Llevaba una subametralladora colgada de una correa alrededor del cuello. Deambulaba nerviosamente de un lado a otro sin cesar. Ella lo observó, midiendo el sótano basándose en el número de pasos que daba. De vez en cuando el guardia le dirigía una mirada, escrutándola de arriba abajo con sus ojos saltones.
Al cabo de un rato lo relevó un sujeto achaparrado que tenía la cabeza afeitada; parecía mayor y más seguro de sí mismo. Le llevó una taza de caté aguado y arroz con alubias en un plato de hojalata. Después de eso la ignoró.
El adolescente de la celda de al lado recuperó el sentido. Se incorporó aturdido sobre las manos y las rodillas, y se volvió a mirarla con los ojos inyectados en sangre.
—Me llamo Roberta —susurró ella a través del espacio que los separaba—. ¿Cómo te llamas?
El muchacho estaba demasiado atontado para contestar. Se quedó mirándola fijamente. Pero era evidente que el fornido guardia no deseaba que hablasen. Sacó una jeringuilla de una bolsa con cremallera, aferró el brazo del chico a través de los barrotes de la jaula y le puso una inyección. Al cabo de un minuto el chico había vuelto a desplomarse.
—¿Qué cojones le estáis dando? —masculló Roberta entre dientes.
—Cállate, zorra, o a ti también te lo daremos. —A continuación volvió a ignorarla.
Al cabo de lo que le parecieron muchas horas el guardia achaparrado fue relevado de nuevo por el hombre barbudo y esquelético. Poco después de haber retomado la custodia de Roberta le dirigió una sonrisa tentativa y ella se la devolvió.
—Oye, no podrías traerme un vaso de agua, ¿verdad? —le pidió Roberta. El guardia titubeó antes de dirigirse a una mesa donde los guardias tenían una jarra y vanos vasos polvorientos.
Después de beber agua, dio muestras de querer acercarse a la jaula. Ella volvió a sonreír.
—¿Cómo te llamas?
—A-André —contestó nerviosamente.
—André, ven un momento. Necesito tu ayuda.
El guardia esquelético miró por encima del hombro, aunque no había nadie más en las inmediaciones.
—¿Qué quieres? —musitó con suspicacia.
—Se me ha perdido un pendiente —dijo ella. Eso era cierto. Debía de habérsele caído en algún momento del trayecto desde el hotel. Señaló hacia las sombras del suelo—. Se ha caído ahí, a tu lado. No llego entre los barrotes.
—Vete a la mierda, búscalo tú misma. —Se apartó con una expresión de resentimiento.
—¡Por favor! Es antiguo, de oro de veinticuatro quilates. Vale mucho dinero.
Eso atrajo su interés. Vaciló y después se echó la subametralladora a la espalda y se acercó a ella. Se hincó de rodillas para buscar en el polvo.
—¿Por dónde?
Roberta se puso en cuclillas delante del guardia al otro lado de los barrotes.
—Me parece que está por ahí…, a lo mejor un poco más cerca… Sí, por ahí…
—No lo veo. —Estaba buscando a tientas con los dedos, con una expresión de codiciosa concentración en la cara. Se acercó a Roberta y esta captó el aroma del sudor rancio mezclado con desodorante barato, una especie de olor a alubias con salsa de tomate fría. Esperó hasta que estuvo a punto de tocar los barrotes de la jaula con la cabeza. Pasó las manos entre los barrotes a ambos lados de la misma. Se le empezó a acelerar el corazón al pensar en lo que se disponía a hacer. La atención del guardia estaba fija en el suelo. Roberta aspiró una honda bocanada de aire y fue a por él.
Con un movimiento brusco le asió la barba con ambas manos. El guardia echó la cabeza hacia atrás con un grito sofocado, pero Roberta lo tenía bien sujeto. Apuntaló las rodillas contra los barrotes para apoyarse. Tiró con todas sus fuerzas y la huesuda frente del guardia se estrelló contra la jaula de acero. Profirió un grito de dolor y le aferró las muñecas. Agarrándole la barba con más fuerza, Roberta se arrojó violentamente hacia atrás y le estampó la cabeza contra los barrotes por segunda vez. El guardia se desplomó, aturdido, pero no cesó de forcejear. Ella le hundió los dedos en el cabello grasiento, cogió fuertemente un puñado y con la espontánea brutalidad que acompaña a la desesperación le sacudió repetidamente la cabeza contra el suelo de hormigón hasta que dejó de chillar y debatirse y quedó tendido inerte. La sangre manaba de la nariz fracturada.
Roberta lo soltó y se echó hacia atrás dentro de la jaula, resollando y enjugándose el sudor de los ojos. Cuando vio el llavero que el guardia llevaba en el cinturón se arrastró por el polvo y alargó el brazo para quitárselo. Apenas estaba al alcance de sus dedos extendidos. Lo desprendió, manipulándolo con torpeza, temerosa de que alguien entrara y la sorprendiera. Mientras probaba las diversas llaves del llavero miraba nerviosamente a la puerta de acero en lo alto de los escalones.
La cuarta llave que probó descorrió el cerrojo. Empujó con fuerza la puerta de acero para apartar del camino el cuerpo inerte, cogió la subametralladora caída y se la echó al cuello.
—Oye, despierta. —Aporreó los barrotes de la jaula del adolescente, pero este no reaccionó. Pensó en abrir la celda y sacarlo, pero pesaba demasiado para ella. Si conseguía escapar de allí sola volvería más adelante con la policía.
Atravesó corriendo el sótano en dirección a los escalones de piedra. Justo cuando llegaba al tercer escalón la puerta de acero de arriba se abrió y Roberta se quedó petrificada.
El hombre alto vestido de negro apareció en la entrada encima de ella. Sus ojos se encontraron.
Conocía a aquel tipo. Era el secuestrador. Sin vacilar le apuntó a la cabeza con la SMG y apretó el gatillo.
Pero él siguió bajando las escaleras, dedicándole una amplia sonrisa. Roberta apretó el gatillo con más tuerza, pero el arma estaba atascada o algo parecido; no funcionaba. Otros tres guardias desfilaron a través de la entrada y todos ellos la encañonaron con armas semejantes.
Y todos se habían acordado de amartillarlas.
Bozza le arrebató el arma. Interceptó el puñetazo que le lanzó Roberta y le retorció el brazo violentamente detrás de la espalda. Sintió una punzada de dolor. Medio centímetro más y se lo rompería. La empujó de nuevo hasta la celda y la arrojó al interior. La puerta con barrotes se cerró con estruendo a sus espaldas.
Bozza ardía en deseos de rajar a aquella mujer lenta y deliberadamente. Sacó el cuchillo y pasó la hoja por los barrotes de acero.
—Cuando tu amigo Hope se entregue a nosotros —susurró con aquella voz áspera y estrangulada— nos vamos a divertir todos juntos.
Ella le escupió en la cara y Bozza se limpió con una áspera carcajada.
A continuación Roberta presenció cómo le cortaba la garganta al guardia esquelético y este se desangraba, chillando como un cerdo, sobre el desagüe que había en medio del sótano.