Capítulo 49

Comisaría de Montpellier

La máquina expendedora se tragó las monedas de Simon y arrojó un chorro de líquido marrón diluido en un vaso de plástico. El puñetero vaso era tan endeble que apenas podía cogerlo sin derramar todo el caté. Bebió un sorbo mientras atravesaba el pasillo en dirección al despacho de Cellier y sus facciones se contrajeron.

En la pared del pasillo había uno de aquellos pósteres de personas desaparecidas que veía en todas partes con el adolescente que se había esfumado hacía unos días. Incluso habían clavado uno en el sórdido bar del pueblo donde vivía el viejo cura.

Miró su reloj. Cellier ya llegaba más de diez minutos tarde. Tenía que compartir con él sus notas sobre el caso de Ben Hope y enseñarle la nueva información que acababa de comunicarle la Interpol. ¿Por qué todo el mundo era siempre tan jodidamente lento? Deambuló de un lado a otro sin dejar de mirar el póster.

Probó otro sorbo del vaso de plástico y decidió que no podía bebérselo. Asomó la cabeza por la puerta de cristal esmerilado del despacho de Cellier. La secretaria alzó la vista del teclado.

—¿Dónde puedo encontrar una taza de café decente por aquí? —preguntó Simon—. Alguien os ha llenado la máquina de diarrea.

La secretaria sonrió.

—Hay un buen sitio calle arriba, señor. Yo siempre voy allí.

—Gracias. Cuando llegue tu jefe, si es que llega, dile que vuelvo dentro de unos minuto», ¿de acuerdo? Ah, ¿dónde puedo tirar esta mierda?

—Démelo a mí, señor —se ofreció ella, riendo, y Simon se inclinó sobre el escritorio para entregárselo. Había un expediente abierto encima del escritorio con una fotografía de Marc Dubois, el chico desaparecido. Encima del expediente había una bolsita transparente con diversos objetos.

—Vale, hasta dentro de un rato. ¿Por dónde se va a la cafetería? —dijo, señalando a ambos lados de la calle por la ventana.

—Por ahí.

Simon estaba saliendo por la puerta cuando se detuvo bruscamente. Se volvió hacia el escritorio y se agachó para volver a mirar el expediente.

—¿De dónde ha salido eso? —preguntó.

—¿El qué, señor?

—Lo que hay en la bolsa. —Dio un golpecito al objeto que le había llamado la atención a través de la bolsa de plástico—. ¿Dónde lo han encontrado?

—Son cosas del caso de la desaparición de Dubois —contestó la secretaria—. No es más que un cuaderno y un par de cosas que pertenecían al chico.

—¿Y esto de aquí? —Señaló.

Ella lo miró con el ceño fruncido.

—Me parece que lo encontraron en su habitación. Pero no creo que sea importante. Solo estoy pasando a máquina las notas del caso. ¿Por qué lo pregunta?

Demasiado impaciente para recorrer a pie las tres manzanas que lo separaban de la cafetería, se subió de un brinco al coche sin distintivos que le habían asignado y fue conduciendo. Salió al cabo de tres minutos con un brioche y un vaso de algo cuyo aspecto y aroma parecían mucho más auténticos. Volvió a subir al coche y se quedó sentado bebiendo el café a sorbos. Ah, sí, mucho mejor. El café lo ayudaba a ordenar sus ideas.

Estaba tan absorto en sus pensamientos que no reparó en la figura que se acercaba al coche hasta que Ben Hope abrió la puerta y se sentó en el asiento de al lado apuntándole a la cabeza con una pistola.

—Deme la treinta y ocho —ordenó Ben—. Con cuidado.

Simon vaciló un instante, suspiró y extrajo el revólver de la funda poco a poco, apartando los dedos del gatillo y entregándoselo a Ben por la culata.

—Qué cara tiene, Hope.

—Vamos a dar una vuelta.

Salieron de la ciudad en silencio dirigiéndose al noroeste en dirección a Bois de Valène, atravesando las carreteras boscosas que discurrían junto a las riberas del río Mosson. Al cabo de unos kilómetros, Ben señaló una abertura entre los árboles y dijo:

—Por ahí. —El coche patrulla se adentró a trompicones en un camino de tierra y llegó a un penumbroso claro del bosque. Ben llevó a Simon a punta de pistola desde el coche hasta donde se despejaban los árboles en la orilla del río y el agua azul titilante se agitaba y borboteaba contra las rocas.

—¿Piensa dispararme, comandante Hope? —preguntó Simon.

—Ya veo que me ha investigado —sonrió Ben—. Yo no hago esas cosas. Usted y yo vamos a tener una pequeña charla en este sitio tan bonito.

Simon se estaba preguntando si Ben se acercaría lo suficiente para darle ocasión de arrebatarle la pistola. No parecía probable.

Caminaron hasta el río. Ben le indicó con la pistola que tomara asiento en una roca plana y se sentó a un par de metros del detective.

—¿De qué hay que hablar? —preguntó Simon.

—Para empezar, podemos hablar de que va a quitarme a sus perros de encima.

Simon se rio.

—Y, ¿por qué iba a hacerlo?

—Porque yo no soy el asesino que está buscando.

—¿No? Pues parece que deja un rastro de cadáveres por dondequiera que va —repuso Simon—. Y secuestrar a un agente de policía a punta de pistola no es una conducta propia de un hombre inocente.

—No pienso entregarme.

—Comprenderá que eso apunta a que es culpable.

—Lo sé —contestó Ben—. Pero tengo un trabajo que hacer y no puedo hacerlo si los suyos me pisan los talones a cada paso.

—Ese es nuestro trabajo, Hope. ¿Dónde está Roberta Ryder?

—Ya lo sabe. La han secuestrado.

—He perdido la cuenta de las veces que la han secuestrado —replicó Simon.

—Esta es la primera vez. Ella y yo hemos estado trabajando juntos.

—¿En qué?

—Lo siento, no puedo decírselo.

—Supongo que me habrá traído hasta aquí para decirme algo.

—Así es. ¿Le dice algo la expresión «Gladius Domini»?

Simon hizo una pausa.

—Sí, en efecto, así es una de sus víctimas se la había tatuado.

—No es mi víctima. Le disparó uno de los suyos. Con una bala que estaba dirigida a Roberta Ryder…, o a mí.

—¿En qué coño se ha metido. Hope?

—Me parece que son una secta cristiana fundamentalista. Puede que sean algo más que una secta. Están bien organizados y bien financiados y no se andan con tonterías. Se han llevado a Roberta.

—¿Por qué? ¿Qué quieren de ella?

—La semana pasada intentaron matarnos a los dos. No estoy seguro de por qué. Pero puedo rescatarla.

—Eso es un asunto de la policía —protestó Simon.

—No, este es mi territorio. Ya sé lo que pasa cuando la policía interviene en casos de secuestro. Lo he visto muchas veces. La víctima suele acabar en una bolsa de plástico. Tiene que retirarse y dejar que me encargue de esto. Le daré algo a cambio.

—No está en posición de negociar conmigo.

Ben sonrió.

—Soy el que empuña la pistola.

—¿Qué le hace pensar que no lo cogeré, comandante Hope?

—Y, ¿qué le hace pensar a usted que no lo cogeré yo, inspector Simon? —replicó Ben—. Podría haberlo matado. Y puedo encontrarlo cuando quiera.

—Ah. Un asesinato encubierto. Para eso los entrenan, ¿verdad?

—No lo estoy amenazando. Quiero que nos ayudemos el uno al otro.

Simon enarcó las cejas.

—¿Qué saco yo de eso?

—Le entregaré a los asesinos de policías. Los que mataron a Michel Zardi y trataron de matar a Roberta Ryder, aunque usted creyó que estaba loca.

Simon se miró los pies, sintiéndose incómodo ante aquel recordatorio.

—Eso es solo para empezar —prosiguió Ben—. Me parece que se sorprenderá cuando averigüe hasta dónde conduce el rastro.

—Vale, ¿qué es lo que quiere?

—Necesito que haga algo. —Ben le arrojó la tarjeta con el número de teléfono que le había sonsacado al calvo debajo del puente.

—¿Qué es esto? —preguntó Simon, leyéndola con aire perplejo.

—Escúcheme. Que sus mejores agentes de París llamen a este hombre. Responde al nombre de «Saúl». Que su agente finja ser Michel Zardi.

—Pero si Zardi está muerto.

Ben asintió.

—Sí, pero Saúl cree que está vivo. Y probablemente cree que está trabajando conmigo de algún modo. No se preocupe por los detalles. Dígale a Saúl que Ben Hope ha vuelto a París, que lo ha traicionado y lo ha hecho prisionero. Dígale que puede entregárselo por un precio. Que sea alto. Concierte un encuentro.

Simon se mordió el labio, intentando encajar mentalmente las piezas.

—Que sus hombres detengan a Saúl —continuó Ben—. Presiónelo. Dígale que los policías lo saben todo sobre Gladius Domini, que el calvo lo traicionó antes de morir y que será mejor que se lo cuente todo.

—Me he perdido —musitó Simon, frunciendo el ceño.

—Lo comprenderá si hace lo que le digo. Pero tiene que darse prisa.

Simon guardó silencio unos minutos, dándole vueltas a lo que le había dicho. Ben se relajó un poco y dejó la pistola en el regazo. Cogió un guijarro y lo arrojó al río, donde se hundió con un chapoteo.

—Bueno, cuénteme más cosas sobre Roberta Ryder y usted —dijo Simon—. ¿Están liados, como se suele decir?

—No —respondió Ben después de una pausa.

—Los hombres como nosotros no somos buenos para las mujeres —observó Simon pensativamente, imitando a Ben y arrojando otra piedra. Ambos la observaron mientras describía un arco, recortándose contra la luz del sol, y se precipitaba hacia el agua, despidiendo ondas hacia fuera—. Somos lobos solitarios. Queremos amarlas, pero solo les hacemos daño. Así que nos abandonan…

—¿Lo dice por experiencia?

Simon lo miró y sonrió con tristeza.

—Dijo que la vida conmigo era como la muerte. Que lo único en lo que pienso, lo único de lo que hablo, es la muerte. Es mi trabajo, es lo único que conozco.

—Lo hace bastante bien —dijo Ben.

—Bastante bien —admitió Simon—, pero no lo suficiente. Como no ha tardado en señalar, el que empuña la pistola es usted.

Ben le devolvió la treinta y ocho.

—Como muestra de buena voluntad.

Simon pareció sorprendido y guardó la pistola en la funda. Ben le ofreció un cigarrillo y se quedaron sentados fumando en silencio, contemplando la corriente de agua y escuchando a los pájaros. Después Simon se volvió hacia Ben.

—De acuerdo. Supongamos que accedo. Quiero que haga otra cosa a cambio.

—¿De qué se trata?

—Quiero que nos ayude a encontrar a un adolescente desaparecido. Ese es su trabajo, ¿verdad?

—Ha hecho muy bien los deberes.

—Me lo dijo su amigo el cura. Al principio no me lo creí, así que lo verifiqué con la Interpol. ¿No sabrá nada del caso del secuestro de Julián Sánchez?, ¿verdad? La policía española sigue preguntándose quién fue el misterioso rescatador que hizo un trabajo tan… riguroso.

Ben se encogió de hombros.

—Extraoficialmente, puede que sepa algo sobre eso. Pero no puedo ayudarlo. No tengo tiempo. Tengo que encontrar a Roberta.

—¿Y si le dijera que me parece que este caso de desaparición está relacionado?

Ben le dirigió una mirada penetrante.

—¿De qué demonios está hablando?

Simon sonrió.

—Encontraron un medallón de oro en el dormitorio del chico. Estoy seguro de que reconocería el símbolo que tiene. Se trata de una espada con un estandarte con las palabras «Gladius Domini» grabadas.