Capítulo 48

La Daytona lo condujo rápidamente lejos de Saint-Jean, hendiendo el agreste paisaje, inclinado sobre el depósito mientras el viento aullaba alrededor del casco y la carretera discurría bajo sus pies a toda velocidad. El semblante de Ben mientras pilotaba era resuelto, meditando sobre cuál debía ser su próximo paso. Sabía en el fondo que solo podía hacer una cosa: encontrar a Roberta. Pero podía estar en cualquier parte. Incluso podía estar muerta ya.

Aflojó el acelerador al acercarse a una curva con un muro de piedra arenisca en un lado de la carretera y un precipicio escarpado que daba al bosque de abajo en el otro. La motocicleta se inclinó pronunciadamente al doblar la curva; la rodilla estirada de Ben casi rozaba la carretera. En el vértice de la curva apretó el acelerador y la máquina se enderezó mientras aceleraba poderosamente y el tono del motor se alzaba hasta convertirse en un aullido entre sus rodillas.

El sol destellaba sobre el metal a lo lejos. Ben maldijo tras la visera negra. A trescientos metros de distancia, al final de una larga recta, había una barricada que estaba deteniendo a los vehículos. Ya debía de haberse movilizado un ejército de policías por Languedoc. Un asesinato en la villa Manzini, un secuestro y un fugitivo huido. Habrían divulgado su foto a todos los agentes de la región.

Aminoró. Cuatro coches patrulla, policías con ametralladoras preparadas al hombro. Habían detenido a una camioneta Volvo. El conductor había salido del coche y estaban inspeccionando sus papeles. Ben no los tenía y lo descubrirían en cuanto lo obligasen a quitarse el casco.

El problema no era tanto que lo descubriesen como el lío en que se metería si se resistía al arresto, como sabía que tendría que hacer. No quería verse obligado a lastimarlos y no podía permitirse que un millar de policías y soldados peinasen todo el sur de Francia para encontrarlo cuando él precisaba hasta el último minuto para encontrar a Roberta y terminar lo que había empezado.

Frenó y la moto se detuvo en la carretera a cien metros de la barricada. Se quedó sentado acelerando un momento. Si no se detenía ante la barricada, podían dispararle. Era demasiado peligroso. Giró el manillar y le dio la vuelta a la Triumph en un apurado cambio de sentido. Soltó bruscamente el acelerador, sintiendo que se le estiraban los brazos y la rueda trasera giraba y temblaba a causa de la brutal potencia del motor.

A medida que la motocicleta aceleraba y la carretera serpenteaba hacia Ben a una velocidad que apenas le dejaba pensar y reaccionar, una mirada furtiva al espejo montado en el carenado le reveló que lo habían visto y lo estaban persiguiendo: faros y destellos azules seguidos de una sirena. Soltó más el acelerador, atreviéndose a liberar un poco más de potencia de la Triumph. El elevado puerto de montaña descendía bruscamente en una larga serie de curvas amplias y el paisaje rocoso se perdió de vista al precipitarse hacia un valle boscoso. El coche patrulla de los espejos, que ya estaba muy lejos, se encogió rápidamente hasta convenirse en un punto minúsculo.

Más adelante se abría una recta que lo condujo por una larga pendiente entre laderas de bosques tupidos de tonos verdes y dorados. Cuando Ben atravesó el bosque y la carretera subía una pendiente pronunciada en dirección al siguiente puerto de montaña el coche patrulla había desaparecido. Salió de la carretera en el siguiente cruce, sabiendo que otros coches acudirían en su busca. Recorrió los senderos tortuosos, subiendo más y más, hasta que a sus pies se desplegó el panorama de todo el valle del río Aude como un modelo a escala. La serpenteante carretera se convertía en una impracticable pista de surcos. Detuvo la motocicleta cerca del borde de un precipicio, la apoyó en el caballete y, desabrochándose el casco, desmontó, un tanto agarrotado por el asiento.

Aquí y allá distinguía las lejanas ruinas de castillos y fuertes antiguos, como puntos de afiladas rocas grises contra el bosque y el cielo. Se acercó al borde del precipicio de modo que los dedos de los pies sobresalieran del borde. Miró hacia abajo, un vertiginoso descenso de miles de metros.

¿Qué iba a hacer?

Se quedó allí durante lo que se le antojó una eternidad mientras el gélido viento de la montaña silbaba a su alrededor. La oscuridad parecía cernerse sobre él. Sacó la petaca. Todavía estaba medio llena. Cerró los ojos y se la llevó a los labios.

Se detuvo. El teléfono estaba sonando.

—¿Benedict Hope? —le dijo al oído una voz metálica.

—¿Quién es?

—Tenemos a Ryder. —La voz esperó a que respondiese, pero Ben no lo hizo.

El hombre prosiguió.

—Si quiere volver a verla con vida escúcheme atentamente y siga mis instrucciones.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Ben.

—Lo queremos a usted, señor Hope. A usted y al manuscrito.

—¿Qué le hace pensar que lo tengo?

—Sabemos que se lo dio Manzini —continuó la voz—. Nos lo entregará personalmente. Se reunirá con nosotros esta noche en la place du Peyrou de Montpellier. Junto a la estatua de Luis XIV. A las once en punto. Acudirá solo. Lo estaremos observando. Si vemos a algún policía le devolveremos a Ryder en pedacitos.

—Quiero una prueba de vida —exigió Ben. Mientras escuchaba, oyó el rumor del teléfono cuando se lo pasaron a alguien. La voz de Roberta sonó repentinamente en su oído. Parecía asustada.

—¿…tú. Ben? Yo… —A continuación la voz se interrumpió bruscamente cuando le arrebataron el teléfono.

Ben se estaba devanando los sesos. Estaba viva y no la matarían hasta que hubieran obtenido lo que deseaban. Eso significaba que podía ganar tiempo.

—Necesito cuarenta y ocho horas —anunció.

Se produjo una larga pausa.

—¿Por qué? —exigió la voz.

—Porque ya no tengo el manuscrito —mintió Ben—. Está escondido en el hotel.

—Pues vuelva a recuperarlo —le ordenó la voz—. Tiene veinticuatro horas o matamos a la mujer.

Veinticuatro horas. Ben reflexionó un instante sobre ello. Necesitaba más tiempo para poner en práctica cualquier plan que se le ocurriera para rescatarla. Había negociado con secuestradores muchas veces y sabía cómo pensaban. A veces eran inflexibles con sus exigencias y ejecutaban a alguna víctima a la primera de cambio. Pero eso sucedía casi siempre cuando sabían que no tenían mucho que ganar, cuando las negociaciones fracasaban o cuando les parecía que no iban a pagarles. Si aquellos tipos ansiaban el manuscrito lo suficiente y pensaban que iba a entregárselo podía jugar aquella carta por si acaso. Ya había conseguido que aquel tipo se echase atrás. Podía presionarlo un poco más.

—Espera —repuso tranquilamente—. Seamos razonables. Tenemos un problema. Por vuestra culpa en este momento el hotel está lleno de policías armados. Estoy seguro de que puedo recuperar el manuscrito, pero necesito ese tiempo extra.

Al cabo de otra larga pausa se escuchó una conversación amortiguada de fondo. Después su interlocutor volvió a ponerse al teléfono.

—Le damos treinta y seis horas. Mañana por la noche a las once en punto.

—Allí estaré.

—Más le vale, señor Hope.