Capítulo 46

Dieciséis minutos después, las unidades de respuesta táctica de la policía se estaban concentrando delante del hotel Royal. Separándose en grupos, los agentes paramilitares vestidos de negro y armados hasta los dientes con subametralladoras, escopetas de cañones recortados y lanzagranadas de gas lacrimógeno rodearon el edificio. Sacaron a la Fuerza a los empleados y los perplejos huéspedes, y los obligaron a congregarse en los jardines a una distancia prudente. Se corrió la voz y enseguida todos se enteraron de que la policía estaba buscando a un peligroso delincuente armado. ¿Era un terrorista? ¿Un psicópata? Todos tenían su propia versión de la historia.

Encontraron su rastro enseguida detrás del hotel. Más allá del aparcamiento de los empleados había un agreste prado herboso que llevaba a las granjas vecinas. Un agente de policía de mirada penetrante encontró el rastro en el punto en el que se inclinaba la hierba alta. Alguien la había atravesado corriendo hacía poco. Los pastores alemanes de la policía olfatearon el olor de inmediato. Ladrando furiosamente y tirando de las correas condujeron a sus cuidadores a través del campo mientras los agentes armados los seguían de cerca. El rastro atravesaba el campo hasta adentrarse en un bosquecillo. El fugitivo no podía haber ido lejos.

Pero el rastro no llevaba a ninguna parte. Se terminaba al borde del bosque. Los agentes escrutaron las copas de los árboles, pero no había ni rastro de él. Era como si se hubiera esfumado.

Los perseguidores tardaron unos minutos en darse cuenta de que su presa los había engañado. Había vuelto sobre sus pasos para dejar un rastro falso. Con el hocico pegado al suelo, los pastores alemanes los llevaron de nuevo al hotel. El rastro doblaba la parte trasera y cruzaba una entrada a las cocinas. Los agentes desenfundaron sus pistolas. Otros los secundaron con escopetas.

De repente los perros se detuvieron, desorientados, estornudando y tocándose el morro con las patas. Alguien había derramado un recipiente de pimienta molida de tamaño industrial por el suelo.

A la señal, el escuadrón táctico uniformado con cascos negros registró todas las habitaciones del hotel. Haciéndose señales con las manos, cubriéndose mutuamente con sus armas, se desplazaron hábilmente de los pasillos a las escaleras, y batieron las plantas y las habitaciones de una en una, inspeccionando todos los rincones posibles en busca del fugitivo.

Encontraron a un hombre en la suite de luna de miel, pero no al que esperaban encontrar. Se trataba de un francés de cincuenta y dos años en ropa interior, atado con sus propias esposas a una de las columnas de la cama. Se le congestionó la cara y se le desorbitaron los ojos cuando los tiradores de la policía irrumpieron apuntándole con sus armas. Alguien le había metido una toalla de mano del hotel en la boca. Era el sargento Emile Dupont.

El uniforme de policía táctico resultaba un poco holgado para Ben y los pantalones le quedaban unos centímetros demasiado cortos. Pero nadie se percató de ello cuando abandonó confiadamente el hotel, vociferando órdenes con tono severo a unos jóvenes agentes. Nadie advirtió que llevaba una bolsa militar de color verde no reglamentaria.

Y nadie reparó en él cuando atravesó la muchedumbre de huéspedes parlanchines, se introdujo subrepticiamente en uno de los coches patrulla estacionados delante del hotel y se marchó en silencio.

El testigo había afirmado que el Porsche negro había doblado a la izquierda. Había titubeado. Ben dobló a la derecha. Cuando se alejó del hotel pisó a fondo el acelerador, mirando por el espejo retrovisor para asegurarse de que se había salido con la suya. La radio estaba transmitiendo mensajes. No podía quedarse mucho tiempo con aquel coche.

Roberta solo había bajado para ver la pequeña boutique de ropa del vestíbulo del hotel. Ben estaba profundamente dormido en la antecámara encima de un montón de notas y papeles. No había querido molestarlo. De todas formas pensaba volver dentro de cinco minutos con algo fresco y limpio que ponerse al fin.

La boutique no abría hasta las nueve menos cuarto. Se asomó al escaparate, decidiéndose por un jersey que le gustaba y unos pantalones vaqueros negros. Tenía que matar unos minutos y el aire matutino era frío y refrescante. Dio un paseo ante la fachada, admirando algunas plantas, intentando todavía no pensar en el día anterior.

No se percató del hombre que se le acercaba por detrás. Era rápido y silencioso. A continuación, una mano enfundada en un guante negro le cubrió la boca y la punta afilada y fría de un cuchillo se le hincó en la garganta.

—En marcha, puta —le susurró ásperamente al oído. Tenía un marcado acento extranjero.

Al otro lado del aparcamiento, semioculto tras un voluminoso arbusto ornamental, había un Porsche negro con las puertas abiertas. El hombre era fuerte y corpulento. Roberta no logró que le soltara el brazo ni gritar mientras aquella poderosa mano le sujetaba la cara. La metió en el coche a empujones y le propinó un fuerte puñetazo en la cara. Ella saboreó la sangre antes de desmayarse.

Era imposible precisar la distancia que habían recorrido por la carretera antes de que recuperase el conocimiento. Su mente se aclaró rápidamente mientras su cuerpo bombeaba adrenalina Desde el estrecho asiento del copiloto del coche deportivo el rostro del secuestrador parecía de granito. Le apretaba la hoja contra el estómago mientras conducía con la otra mano. El Porsche corría por la carretera comarcal; el velocímetro señalaba ciento cincuenta y el paisaje abierto y los árboles ocasionales desfilaban a toda velocidad.

Era una locura hacer algo. Nos mataremos los dos. O me clavará el cuchillo.

Pero lo hizo de todas formas.

El coche estaba enfilando una serie de curvas cerradas, frenando hasta los ochenta y cinco kilómetros por hora. El conductor se distrajo un instante. Roberta lo atacó con todas sus fuerzas y lo golpeó en la oreja. El cuchillo cayó al suelo con un repiqueteo. El secuestrador rugió, y el Porsche viró bruscamente. Roberta dio un brinco en el asiento y aferró el volante, dando un volantazo hacia ella. El coche se desvió descontroladamente hacia la derecha, patinó hasta el terraplén pedregoso y se estrelló de costado contra un árbol. Roberta salió despedida contra la puerta del copiloto y la fuerza del impacto arrojó a su secuestrador encima de ella. El peso de su cuerpo la dejó momentáneamente sin aliento.

El Porsche se detuvo en medio de una neblina de polvo. Dentro, Bozza la estaba aplastando. Éste recogió el cuchillo y le hincó la hoja en el cuello. Imaginó que, ejerciendo apenas un poco más de presión, el filo del acero cuidadosamente afilado atravesaba las capas de piel y empezaba su lento y deliberado avance hacia el interior a través de la carne, hundiéndose cada vez más profundamente mientras la sangre empezaba a manar. Al principio saldría lentamente. Después lo haría en chorros palpitantes mientras él la sujetaba y sentía que su cuerpo se debatía para zafarse.

Pero a través de la vaguedad roja de su lujuria recordó la llamada telefónica que había hecho al arzobispo la noche anterior.

«El inglés tiene el manuscrito», le había informado a Usberti, aunque no le reveló que había permitido que se le escapara entre los dedos.

«Los quiero vivos, Franco», le había ordenado la voz de Usberti. «Si no consigues recuperar el manuscrito, tendremos que pensaren una forma de obligar a Hope a que nos lo entregue».

Bozza amaba el trabajo que hacía para Gladius Domini, pero la política y la intriga no le interesaban en absoluto. Observó enfurecido los forcejeos de Roberta Ryder, sujetándola en el asiento del coche mientras ella se retorcía y le escupía a la cara. Era frustrante privarse del placer de matarla. Bajó el cuchillo, volvió a golpearla y siguió conduciendo.

El coche patrulla robado despedía nubes de polvo mientras Ben se precipitaba por las carreteras desiertas. Estaba empezando a preguntarse si debería haber ido por el otro lado cuando llegó a las curvas y vio las negras marcas de los derrapes recientes desviándose a la derecha por el terraplén pedregoso. En lo alto del terraplén, un viejo árbol había resultado dañado, le habían arrancado la corteza del tronco y una rama se había quedado balanceándose como un brazo roto.

Detuvo el coche y se agachó en la cuneta. Encontró escamas de pintura negra en el suelo e incrustadas en la corteza arrancada del árbol herido.

Algo oscuro y reluciente al borde del camino atrajo su atención. Lo tocó con los dedos. Era una mancha de aceite de motor que seguía caliente al tacto. A juzgar por la anchura de las marcas los derrapes habían sido obra de gruesos neumáticos deportivos adherentes. Un coche negro deportivo que se dirigía a toda velocidad hacia su destino. Tenía que tratarse del Porsche.

Encontró más aceite un poco más adelante carretera abajo, manchas regulares y gotas que se alejaban en la dirección que estaba siguiendo. El conductor debía de haber pisado una roca que había dañado el cárter. ¿Por qué se había estrellado el coche? ¿Había sufrido daños graves? Había una posibilidad de que lo encontrase averiado en la carretera si continuaba perdiendo tanto aceite. Pero aunque el coche patrulla era rápido y potente, llamaba mucho la atención y Ben era un pato de feria dentro de él.

Siguió el rastro de aceite durante unos kilómetros, manteniendo una oreja atenta a los chisporroteantes mensajes de la radio de la policía. Como esperaba, no tardaron mucho tiempo en darse cuenta de la ausencia del coche y mandar a otros en su busca. Tendría que cambiar de vehículo y desaprovechar la ocasión de dar alcance al Porsche dañado.

Al borde de una soñolienta aldea rural había un pequeño taller con un solo surtidor de gasolina y un rótulo que restallaba ondeando en la brisa. Al otro lado había un camino de barro con surcos que se bifurcaba hacia un lado. Se desvió para tomarlo, exhalando un suspiro de frustración. Recorrió la senda unos quinientos metros antes de que esta terminase en un campo pedregoso con arbustos amarillentos y matorrales espinosos. Se quitó el uniforme de policía y volvió a ponerse su ropa, limpió todo cuanto había tocado en el interior del coche, arrojó las llaves a una zanja y volvió corriendo al taller.

El mecánico alzó la vista cuando el hombre alto y rubio atravesó la abertura de la reja metálica que daba al taller. Se frotó la barbilla erizada con dedos ennegrecidos y ásperos, se apartó de la maltrecha furgoneta que estaba arreglando y encendió un cigarrillo. Sí, había visto pasar un Porsche negro hacía poco menos de una hora. Un coche bonito, una pena que estuviese dañado. Parecía que había sufrido un accidente; el guardabarros trasero estaba abollado. A juzgar por el sonido, algo rozaba contra la rueda.

—Sí, ¿tenía matrícula italiana? Ese cabrón lunático me ha embestido —dijo Ben—. Me ha sacado de la carretera ahí detrás. He tenido que recorrer varios kilómetros a pie.

—¿Necesita una grúa? —El mecánico señaló la oxidada grúa que descansaba en el patio delantero con un ademán de la barbilla.

Ben meneó la cabeza.

—Tengo un trato especial con el seguro. Los llamaré. Gracias de todas formas. —Recorrió el taller con la mirada mientras hablaban. Había una pequeña sala de exposición aneja al taller que vendía sobre todo pequeños coches y camionetas de segunda mano. Su mirada se posó sobre algo—. Pero ¿sabe qué le digo? ¿Eso está en venta?

No se subía a una motocicleta desde hacía más de diez años. La última que había montado era una antigua moto militar de despachos que vibraba como un martillo neumático y perdía aceite y gasolina. La elegante Triumph Daytona 900 triple que ahora pilotaba era una máquina de otra categoría, dotada de una potencia brutal y más rápida que la mayoría de los vehículos de cuatro ruedas. Siguió la carretera, manteniéndose atento a las manchas de aceite. Si tenía suerte, aquellos charquitos redondos serían el rastro de migas de pan que lo condujese hasta el destino del Porsche.

Al cabo de varios kilómetros se le cayó el alma a los pies cuando el rastro de aceite cesó de repente. Siguió avanzando durante un kilómetro y medio más o menos, observando atentamente mientras soltaba el acelerador y la Triumph seguía avanzando al paso de una persona andando. Nada. Masculló un juramento. A menos que la gotera se hubiera reparado sola por arte de magia, habían remolcado al conductor a alguna parte. ¿Servicio de carretera con una víctima de secuestro en el coche? Parecía improbable. Debía de haber llamado a un contacto local para que fuese a remolcarlo. Y ahora había desaparecido.

Ben detuvo la motocicleta y se quedó contemplando la carretera desierta.

La había perdido.