La brisa nocturna agitaba las copas de los árboles sobre él. Estaba en cuclillas, perfectamente quieto e invisible entre los matorrales, esperando y observando, tan silencioso y paciente como cualquiera de las salvajes criaturas predadoras que habitaban el tenebroso bosque que lo rodeaba. Su mente había bloqueado el dolor de los cortes y los moratones, el pómulo arañado y las palmas de las manos despellejadas tras haberse deslizado por las ramas del enrejado. Ya apenas sentía nada. Pero la rabia le parecía una burbuja de acero fundido en la garganta.
No había nada que Franco Bozza odiase más que el fracaso, que la frustración, sobre todo cuando el triunfo parecía seguro. Le habían arrebatado a sus presas y no podía hacer nada al respecto. Había perdido.
Por el momento.
Esperó un poco más, respirando más acompasadamente a medida que la furia daba paso a una cólera que hervía a fuego lento. Ladeó la cabeza cuando oyó la sirena a lo lejos. El aullido de la ambulancia resonó en la desierta carretera comarcal antes de que esta pasara corriendo ante el escondite de Bozza, tiñendo momentáneamente de azul los árboles y los arbustos con sus destellos.
La observó mientras se acercaba a la entrada de la villa, que estaba más adelante, y frenaba para doblar la curva. Antes de que llegase se encendieron los faros de un coche que venía en dirección contraria. Al cabo de unos segundos un maltrecho Renault pasó junto a la ambulancia en la estrecha carretera. Dio muestras de frenar cuando la ambulancia enfiló el sendero de la villa, a continuación adquirió velocidad y Bozza oyó el traqueteo del motor que se acercaba. Cuando pasó, ya estaba atravesando la arboleda en dirección al Porsche oculto.
Enseguida le dio alcance sin dificultades. Cuando estuvo próximo esperó a que la carretera se desviara en un cruce. Entonces apagó las luces. Si el conductor del Renault estaba prestándole atención le parecería que el coche de atrás se había apartado hacia otra dirección.
Ahora estaba absorto y totalmente concentrado dentro del Porsche oscuro e invisible, guiándose solo con las luces de cola de Renault por la serpenteante carretera. Al cabo de unos kilómetros su presa frenó para adentrarse en el sendero de un pequeño hotel rural. Bozza aparcó el Porsche en la cuneta, salió y se coló subrepticiamente en los jardines.
Hope y la americana no lo vieron cuando entraron en el hotel, aunque solo estaba a cincuenta metros de distancia, entre las sombras. Estaba bajo los árboles, observando el edificio, cuando vio que se encendían las luces. La ventana del centro en la primera planta.
Pasó el tiempo. Alrededor de la medianoche vio a dos figuras en la ventana. Estaban bailando. Bailando. Después desaparecieron y las ventanas se oscurecieron.
Bozza siguió esperando un poco mientras calculaba metódicamente la distribución del hotel. Después rodeó el edificio hasta encontrar una entrada a la cocina que no estaba cerrada con llave. Merodeó por los pasillos silenciosos hasta que llegó a la puerta que deseaba. Llevaba el cuchillo de repuesto metido en el cinturón.
Bozza estaba insertando la ganzúa en la cerradura cuando se encendió una franja de luz amarilla por debajo de la puerta de la suite de luna de miel. Maldijo en silencio, sacó la ganzúa y se retiró por el oscuro pasillo. Hope era demasiado peligroso para enfrentarse a él sin el elemento sorpresa. Tendría que seguir esperando a que se presentara su oportunidad.
Pero llegaría, llegaría.