Capítulo 40

Anna no lograba concentrarse en su trabajo. Aún no había conseguido urdir una trama satisfactoria para su novela histórica, de modo que se veía reducida a bosquejar el borrador de la introducción de la autora. Debería haberle resultado sencillo, puesto que conocía el tema en gran profundidad. Pero no le salían las palabras. Ahora se había formado en su mente una nueva distracción, además del bloqueo de escritora que la inquietaba desde hacía tanto tiempo. Cuando intentaba concentrarse en la página que tenía delante perdía el hilo de sus pensamientos al cabo de un par de minutos y se descubría pensando en Ben Hope.

Algo la inquietaba. Algo sepultado en el fondo de su mente. ¿De qué se trataba? Era algo distante y nebuloso como una palabra medio olvidada que flotaba burlonamente sobre la punta de la lengua y no conseguía plasmaren un pensamiento claro. Observó el cuaderno de Rheinfeld, que estaba junto a su codo encima del escritorio con el calco de la hoja de la daga metido entre las páginas. Quizá el cuaderno encerrase más de lo que jamás había creído. Las marcas…

Se reclinó en la silla giratoria para mirar por la ventana. Estaban saliendo las estrellas, que empezaban a titilar en la creciente oscuridad del ciclo azul sobre la hilera de negras siluetas de las cimas de las montañas. Siguió con la mirada la cuerda del cinturón de Orion. Rigel era un sol lejano a más de novecientos años luz de distancia. Las estrellas daban vida a la historia para ella. La luz que ahora veía había comenzado su periplo a través del espacio hacía casi mil años; el mero hecho de observarla era viajar hacia atrás en el tiempo y comulgar con el pasado viviente. ¿Qué oscuros, terribles y hermosos secretos habían presenciado las estrellas en el Languedoc medieval?

Suspiró y trató de volver al trabajo.

En marzo de 1244, en el castillo situado en la cumbre de la montaña de Montsegur, ocho mil cruzados pagados con el oro de los católicos rodearon a un grupo de trescientos herejes cátaros indefensos. Después de haber sufrido el asedio y el bombardeo durante ocho meses, los cátaros se morían de hambre Todos menos cuatro perecerían quemados vivos por los inquisidores tras el último ataque a las murallas. Antes de la masacre, cuatro sacerdotes escaparon del castillo sitiado llevando consigo una carga desconocida y desaparecieron. Su historia sigue siendo un misterio. ¿En qué consistía su misión? ¿Acaso transportaban el legendario tesoro de los cátaros, tratando de ocultarles su secreto a sus perseguidores? ¿Existía realmente ese tesoro? Y, en ese caso, ¿en qué consistía? Estas preguntas han permanecido sin respuesta hasta hoy.

Dejó el bolígrafo. Apenas pasaban de las nueve, pero había decidido acostarse temprano. Solía tener las mejores ideas cuando estaba relajada en la cama. Se daría un baño caliente, se pondría una copa y se acurrucaría con sus pensamientos. Quizá a la mañana siguiente tendría la mente más despejada y podría llamar a Ben Hope para concertar otro encuentro.

Se preguntó qué rastro andaría siguiendo, qué significado tendrían la cruz de oro y el manuscrito de Fulcanelli. ¿Estaría conectado con sus investigaciones acerca del tesoro de los cátaros? Se sabía tan poco al respecto que la mayoría de los historiadores habían renunciado a aclarar la antigua leyenda.

Tenía una sensación curiosa que no experimentaba desde hacía mucho tiempo… Sonrió para sus adentros La excitación que le provocaba aquella perspectiva no se debía solamente a la curiosidad intelectual. Anhelaba su próximo encuentro.

Cerró la puerta del estudio y atravesó el pasillo en dirección al dormitorio. Entró en el cuarto de baño anejo que había al otro lado y abrió los grifos de la bañera; a continuación se desvistió y se puso una bata, recogiéndose el cabello. Observó su rostro en el espejo, que ya se estaba empañando a causa de los chorros de agua caliente.

Se puso tensa. ¿Había oído un ruido en la planta baja? Cerró los grifos e inclinó la cabeza hacia un lado para escuchar. Quizá fuesen las cañerías. Abrió de nuevo los grifos, chasqueando la lengua, enojada por su propio nerviosismo.

Pero cuando se quitó la bata de los hombros para meterse en la bañera volvió a oírlo.

Se anudó el cinturón de la bata mientras atravesaba de nuevo el dormitorio en dirección al rellano con cierto nerviosismo. Se detuvo para escuchar, ladeando la cabeza y frunciendo el ceño.

Nada. Pero sin duda había oído algo. Alzó silenciosamente la estatua egipcia de bronce de Anubis del pedestal de madera que había en el rellano. Bajó las escaleras descalza, sopesando en la mano a modo de porra la efigie del dios con cabeza de chacal. Se le estaba acelerando la respiración. Empuñaba la estatua con los nudillos blancos. El oscuro vestíbulo de la planta baja llegaba a su encuentro a cada paso que daba. Si conseguía llegar al interruptor de la luz…

Ahí estaba de nuevo aquel sonido.

—¿Quién anda ahí? —Quería que su voz sonara fuerte y con fiada, pero en cambio produjo un agudo tembloroso.

El fuerte golpe en la puerta la sobresaltó. Emitió un jadeo; el corazón le palpitaba violentamente.

—¿Quién es?

—¿Anna? —dijo una voz de hombre desde el otro lado de la puerta—. Soy yo, Edouard.

Relajó los hombros de alivio y dejó caer el brazo al costado sin soltar el Anubis. Fue corriendo a la puerta y la abrió para dejarlo pasar.

Edouard Legrand no esperaba un recibimiento tan caluroso después de que ella lo hubiese rechazado rotundamente por teléfono varias veces. Se sintió gratamente sorprendido cuando lo invitó a pasar al vestíbulo principal.

—¿Qué estás haciendo con eso? —preguntó con una sonrisa, señalando con un ademán de cabeza la estatua que sostenía en la mano.

Anna la miró, sintiéndose repentinamente estúpida. Depositó el Anubis encima de una mesa.

—Me he llevado un susto de muerte —explicó al tiempo que cerraba los ojos y se ponía la palma de la mano encima del corazón, que seguía acelerado—. Había oído ruidos.

Legrand se rio.

—Bueno, estas casas viejas están llenas de ruidos extraños. La mía es igual. Probablemente oíste a un ratón. Es asombroso el ruido que puede hacer un ratoncito.

—No, te había oído a ti —dijo ella—. Lo siento si te parezco nerviosa.

—No pretendía alarmarte, Anna. Espero que no estuvieras durmiendo —añadió al reparar en la bata.

Anna sonrió, relajándose al fin.

—La verdad es que iba a darme un baño. ¿Por qué no te pones una copa? Bajaré dentro de cinco minutos.

—Adelante, por favor, tómate el tiempo que necesites.

Maldita sea, pensó Anna mientras se dirigía al humeante cuarto de baño. Al invitarlo a pasar con tanta premura parecía haberle dado ánimos. Hablando de emitir señales ambiguas.

No podía decir que realmente le disgustase Edouard Legrand. No carecía por completo de encanto. Tampoco era nada feo. Pero no habría podido corresponder a sus evidentes sentimientos por ella ni en un millón de años. Tenía algo, algo que no conseguía definir, que hacía que se sintiera incómoda en su presencia. Tendría que deshacerse de él con la mayor delicadeza posible, pero deprisa y con decisión, antes de que se le ocurrieran ideas equivocadas. No podía evitar sentir una punzada de culpabilidad. Pobre Edouard.

En la planta baja, Edouard estaba recorriendo el salón de un lado a otro mientras repasaba las frases que había preparado. Entonces se acordó del champán y las flores que había dejado en el coche para no parecer demasiado descarado presentándose ante su puerta como un pretendiente que la rondaba rebosante de esperanzas. Pero como lo había dejado pasar de buena gana y estaba claro que deseaba su compañía había llegado el momento de sacarlas. ¿Dónde estaba la cocina? Tal vez tendría tiempo de meter la botella en el congelador para que se enfriase mientras ella se bañaba. Podrían pasar una noche perfecta juntos. ¿Quién sabía adónde podía llegar? Nervioso de excitación, salió para dirigirse al coche.

Anna salió de la bañera, se secó con una toalla y se puso unos pantalones de chándal y una camiseta. La sinfonía de Mozart que sonaba en el equipo estéreo del dormitorio estaba dando paso al júbilo del segundo movimiento y ella lo tarareó. Cuando bajó las escaleras aún no había decidido cómo debía ocuparte de su inesperado visitante. Quizá debiera permitir que se quedara un rato y procurar comportarse con tranquilidad.

La puerta principal estaba abierta de par en par. Anna chasqueó la lengua. ¿Adónde había ido? ¿A dar un paseo por el jardín en la oscuridad?

—¿Edouard? —exclamó a través de la entrada.

Entonces lo vio. Estaba inclinado sobre la ventanilla abierta, con la cabeza y los hombros dentro del coche, como si se dispusiera a coger algo.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó, esbozando una sonrisa. Bajó trotando los escalones de la casa de campo, aspirando el cálido aliento nocturno de las flores.

Legrand tenía las rodillas dobladas y su cuerpo parecía haberse derrumbado contra el costado del coche. No se movía.

—Edouard, ¿te encuentras bien? —¿Estaría borracho?

Alargó una mano y le zarandeó el hombro.

Las rodillas de Edouard cedieron y se desplomó hacia atrás. Cayó de espaldas sobre los guijarros y se quedó tendido, contemplándola con ojos ciegos. Le habían cortado la garganta hasta la columna vertebral, produciéndole una herida de oreja a oreja. Su cuerpo estaba empapado de sangre.

Anna gritó. Se dio la vuelta y salió corriendo hacia la casa. Cerró violentamente la puerta a sus espaldas y cogió el teléfono del pasillo con una mano temblorosa. Lo habían cortado.

Volvió a percibir el sonido que había oído anteriormente. En esta ocasión era más claro y más sonoro. Se trataba del roce metálico del acero contra el acero. Procedía del interior de la casa. Del salón. Era la hoja de un cuchillo al arrastrarse lenta y deliberadamente sobre los barrotes de la jaula de pájaros.

Fue corriendo a las escaleras. Pisó algo blando, caliente y húmedo. Miró hacia abajo. Era uno de los canarios, que yacía desmadejado y ensangrentado en el escalón. Se llevó las manos a la boca.

A través de la puerta entreabierta del salón oyó una risa, la risita áspera de un hombre que a todas luces estaba disfrutando de aquel jueguecito con ella.

La estatua de Anubis estaba encima de la mesa al pie de las escaleras, donde la había dejado. Volvió a cogerla con una mano temblorosa. Oyó pasos que se dirigían hacia ella y fue corriendo a las escaleras. El teléfono móvil estaba en el dormitorio. Si conseguía llegar y encerrarse en el cuarto de baño…

Le tiraron de la cabeza hacia atrás y profirió un chillido de dolor. El hombre que se le acercaba por la espalda era alto y musculoso, tenía el pelo acerado y corto, y facciones de granito. Volvió a tirarle del pelo para obligarla a darse la vuelta y le propinó un fuerte puñetazo en la cara con una mano enguantada. Anna cayó al suelo pataleando. Su atacante se inclinó sobre ella. Anna blandió el Anubis y le asestó un crujiente golpe en el pómulo.

La cabeza de Franco Bozza se sacudió hacia un lado. Se puso los dedos enguantados ante la cara y estudió la sangre con una mirada impasible. Después sonrió. De acuerdo, se había acabado el juego. Ahora al trabajo. Le aferró la muñeca y se la retorció violentamente. Anna volvió a gritar, la estatua se le cayó de la mano y fue rebotando escaleras abajo. Se alejó a cuatro patas y Bozza la observó mientras se alejaba. Casi había llegado a lo alto de la escalera cuando volvió a agarrarla. Le estrelló la cabeza contra el pasamanos y Anna vio un estallido de luces blancas. Se desplomó de espaldas, saboreando la sangre.

El atacante se arrodilló sobre ella, tomándose su tiempo. Le relucían los ojos mientras metía una mano en la chaqueta y desenvainaba una hoja con un tenue rumor de acero sobre fibra sintética. Anna abrió los ojos como platos cuando la arrastró juguetonamente desde la garganta hasta el abdomen. Su aliento brotaba en forma de rápidas bocanadas. Bozza le sujetó la cabeza hacia atrás por un mechón de pelo.

—Dame la información que buscaba el inglés —susurró—. Y puede que te deje vivir. —Le apretó tranquilamente el cuchillo contra la mejilla.

Anna consiguió hablar. Su voz sonaba débilmente.

—¿Qué inglés?

Sintió la frialdad del acero y profirió un chillido agónico cuando la hoja se hundió en su carne. Bozza extrajo el cuchillo, observando el tajo de siete u ocho centímetros. La sangre le manaba por el rostro. Anna meneó la cabeza de un lado a otro, forcejeando para zafarse de la presa de su agresor, que le apretó el cuchillo contra el cuello.

—Dime qué es lo que quería —repitió con un áspero murmullo—. O te cortaré en pedacitos.

Anna estaba pensando apresuradamente.

—No le he dicho nada —insistió, con un hilillo de sangre entre los labios.

Bozza sonrió.

—Dime la verdad.

—Es la verdad —protestó ella—. Estaba buscando un documento…, un texto antiguo.

Bozza asintió. Eso era lo que le habían dicho.

—¿Dónde está? —susurró.

Anna hizo una pausa, devanándose los sesos. Bozza le apuntó al ojo con el cuchillo y la miró inquisitivamente.

—Encima de la chimenea —gimoteó—. E-en el marco.

Sus ojos fríos le sostuvieron la mirada un instante, como si estuviera decidiendo si le estaba diciendo la verdad. Limpió la hoja en la moqueta con ademanes deliberados y dejó el cuchillo en suelo al lado de su cabeza. Después echó el puño hacia atrás y lo descargó contra su cara. La cabeza de Anna quedó inerte hacia un lado.

Bozza la dejó tendida en las escaleras, enfundando el cuchillo mientras bajaba al salón. Arrancó el marco de la pared, rompió el cristal contra la esquina de la repisa de la chimenea y sacudió los fragmentos. Sacó el texto medieval de la montura, lo introdujo en un estrecho tubo y se lo metió en el profundo bolsillo interior de la chaqueta.

Así que Manzini no le había dicho nada al inglés. Usberti estaría complacido. La había encontrado con diligencia y eficacia, y había hallado lo que le había encargado su jefe.

Ahora la despertaría para divertirse un rato con ella. Le encantaba la expresión de sus caras cuando comprendían que no pensaba dejarlas vivir después de todo. El terror de sus ojos, el delicioso momento en que se encontraban indefensas en sus manos. Era incluso mejor que la tortura lenta y el clímax de gritos que se producían a continuación.

Volvió a salir al pasillo y entrecerró los ojos. La mujer había desaparecido.

Anna fue tambaleándose al estudio. Oyó el sonido de los cristales rotos en la planta baja cuando Bozza destruyó el marco. La sangre que manaba del corte de la mejilla le resbalaba por la garganta y tenía la pechera de la camiseta pegajosa y caliente. La cabeza le daba vueltas, pero consiguió concentrarse en el escritorio. Las gotas de sangre que destilaban de la mano extendida cayeron sobre las notas de la investigación. Cerró los dedos en torno al cuaderno envuelto en plástico. Aferrándolo fuertemente, medio ciega a causa del dolor y las náuseas, atravesó el pasillo a trompicones en dirección al dormitorio.

Al pie de las escaleras Bozza advirtió que la puerta del dormitorio se cerraba. La siguió, subiendo las escaleras con sus andares tranquilos y pausados. A medida que se acercaba a la puerta del dormitorio alargaba la mano hacia la bolsa de plástico que llevaba en el cinturón.

El dormitorio de la mujer estaba desierto. Al otro lado de la estancia había otra puerta. Bozza probó el picaporte. Estaba cerrada por dentro.

Encerrada en el cuarto de baño, Anna pulsaba las teclas del teléfono presa del pánico, ensuciando el plástico con sus huellas dactilares ensangrentadas. Con un estremecimiento de náuseas recordó que se había quedado sin saldo. Dejó caer el teléfono, aturdida por el terror. Sabía que aquel loco no pensaba dejarla vivir. Iba a morir de una forma horrible. ¿Lograría suicidarse antes de que la atrapase? La ventana no era lo bastante alta. Solo quedaría lisiada y el asesino volvería a atraparla enseguida.

La puerta se abrió violentamente con el crujido de la madera al astillarse. Bozza atravesó la habitación a grandes pasos y la derribó de una bofetada. Anna se estrelló de cabeza contra los azulejos del suelo y perdió el conocimiento.

Estaba aferrando algo con la mano extendida. Bozza le separó los dedos ensangrentados, se lo arrebató y lo examinó.

—Intentabas ocultar esto, ¿verdad? —le susurró a su cuerpo inerte—. Qué chica tan valiente. —Se guardó el cuaderno envuelto con plástico en el bolsillo de la chaqueta, se la quitó y la colgó escrupulosamente en el respaldo de una silla del cuarto de baño. Debajo llevaba una doble funda de hombro, una pequeña semiautomática y cartuchos de reserva bajo la axila izquierda y el cuchillo envainado bajo la derecha. Sacando primero el cuchillo y depositándolo en el borde del lavabo, desabrochó la bolsa que llevaba en el cinturón y extrajo el mono fuertemente doblado. Se puso la ruidosa prenda de plástico por la cabeza y la alisó cuidadosamente, como hacía siempre.

Luego cogió el cuchillo del lavabo con un tintineo de acero contra cerámica y se dirigió lentamente a Anna Manzini. La empujó con el pie. Ella refunfuñó, agitándose dolorosamente. Entreabrió los ojos, que se desorbitaron de espanto cuando lo vio cerniéndose sobre ella.

Bozza sonrió. El cuchillo brilló al igual que sus ojos.

—Ahora empieza el dolor —susurró.