Era media tarde cuando cogieron el coche del padre Pascal para dirigirse a Montsegur, que se hallaba a una hora de distancia. El viejo Renault resollaba y traqueteaba por las serpenteantes carreteras comarcales, atravesando paisajes que se alternaban entre impresionantes puertos de montañas rocosas y exuberantes valles de viñedos.
Justo antes del antiguo pueblo de Montsegur abandonaron la carretera principal. La villa de Anna Manzini estaba al final de un largo sendero, en lo alto de una colina, rodeada de árboles. Era un magnífico edificio de piedra ocre con postigos en las ventanas, plantas trepadoras y un balcón que circundaba la fachada. Parecía un oasis en medio del árido paisaje. Las flores rebosaban de las vasijas de terracota. Los árboles ornamentales crecían en hileras ordenadas que bordeaban las paredes y el agua borboteaba alegremente en una pequeña fuente.
Anna salió de la casa para recibirlos. Llevaba un vestido de seda y un collar de corales que resaltaban su piel del color de la miel. A Roberta le pareció la clásica belleza italiana, fina y delicada como la porcelana. Parecía de otro planeta entre el sudor y el polvo de los páramos de Languedoc.
Cuando salieron del coche, Anna les brindó una cálida bienvenida en inglés con un leve y aterciopelado acento italiano.
—Soy Anna. Encantado de conocerlos. Señor Hope, ¿esta es su esposa?
—¡No! —exclamaron al unísono Ben y Roberta, mirándose mutuamente.
—Esta es la doctora Roberta Ryder. Trabaja conmigo —dijo Ben.
Anna le dio un inesperado beso en la mejilla a Roberta. Su delicada fragancia era Chanel N.º 5. Roberta se percató repentinamente de que en las distancias cortas probablemente apestaba a la cabra Arabelle; Marie Claire y ella la habían ordeñado aquella mañana. Pero si Anna percibió algo fue demasiado cortés para arrugar la nariz. Les dedicó una sonrisa perfecta y los invitó a pasar.
El aroma de las flores recién cortadas impregnaba las estancias blancas y frescas de la casa de campo.
—Habla muy bien inglés —comentó Ben mientras Anna les servía una copa de jerez helado. Lo apuró de un solo trago y se percató de la mirada colérica de Roberta.
—No lo engullas de esa forma —susurró enfurecida.
—Lo siento —repuso—. Mea culpa[4].
—Gracias —dijo Anna—. Siempre me ha encantado su idioma. Trabajé tres años en Londres al principio de mi carrera docente. —Profirió una carcajada musical—. Eso fue hace mucho tiempo.
Los condujo a un amplio salón con ventanas francesas que daban a una terraza de piedra con el jardín y las colinas al otro lado. Una pareja de canarios cantaban y trinaban en una jaula decorativa de gran tamaño situada junto a la ventana.
Roberta reparó en algunos ejemplares de los libros de Anna en un estante.
—Los herejes de Dios: descubriendo a los auténticos cátaros, de la profesora Anna Manzini. No tenía ni idea de que veníamos a visitar a semejante experta.
—Bueno, no soy una verdadera experta —repuso Anna—. Es que me interesan ciertos temas que se han investigado poco.
—¿Como la alquimia? —preguntó Ben.
—Sí —asintió Anna—. La histona medieval, el catarismo, el esoterismo y la alquimia. Así conocí al pobre Klaus Rheinfeld.
—Espero que no le importe que le hagamos algunas preguntas —dijo Ben—. Nos interesa el caso Rheinfeld.
—¿Puedo preguntarles por qué les interesa?
—Somos periodistas —respondió sin vacilar—. Nos estamos documentando para escribir un artículo sobre los misterios de la alquimia.
Anna les preparó un café solo italiano en sendas tacitas de porcelana y les habló de sus visitas al Instituto Legrand.
—Me entristecí mucho al enterarme de la muerte de Klaus. Pero he de reconocer que no me sorprendió del todo. Estaba profundamente perturbado.
—Me sorprende que le permitieran siquiera acceder a él —comentó Ben.
—Normalmente no lo habrían hecho —admitió Anna—. Pero el director me dejó visitarlo para ayudarme a documentarme para mi libro. Estaba bien protegida, aunque el pobre Klaus solía estar tranquilo conmigo. —Meneó la cabeza—. Pobre hombre, estaba muy enfermo. ¿Saben lo de las marcas que se hizo en su propia carne?
—¿Las vio?
—En una ocasión, cuando estaba muy alterado y se desgarró la camisa. Estaba obsesionado con un símbolo en particular. El doctor Legrand me dijo que lo había dibujado por toda su habitación, con sangre y… otras cosas.
—¿Qué símbolo era? —preguntó Ben.
—Dos círculos que se intersectaban —contestó Anna—. Cada círculo contenía una estrella; una era un hexagrama y la otra un pentagrama, con las puntas tocándose.
—¿Como estos? —Ben sacó de la bolsa un objeto envuelto en una tela. Lo puso encima de la mesa y retiró los bordes de la tela para revelar la reluciente daga cruciforme. Extrajo la hoja y le enseñó a Anna la inscripción que había en ella. Los dos círculos, tal como ella los había descrito.
Anna asintió, abriendo los ojos como platos.
—Sí, exactamente iguales. ¿Me permite? —Ben se la entregó. Anna volvió a introducir cuidadosamente la hoja en la vaina y examinó la cruz desde todos los ángulos—. Es una pieza magnífica. Y extremadamente peculiar. ¿Ven esas marcas alquímicas que hay en la funda? —Alzó la vista—. ¿Qué saben acerca de su historia?
—Muy poco —confesó Ben—. Solo que es posible que antaño le perteneciese al alquimista Fulcanelli. Además, creemos que su origen puede remontarse a la Edad Media. Según parece Rheinfeld se la robó a su propietario en París y se la trajo consigo al sur.
Anna asintió.
—No soy anticuaria, pero a juzgar por estas marcas estoy de acuerdo con la antigüedad. Puede que sea del siglo X u XI. Se podría verificar fácilmente. —Hizo una pausa—. Me pregunto por qué le interesaba tanto a Klaus. No solo porque era valiosa. No tenía un céntimo y habría obtenido una gran suma si la hubiera vendido. Pero se la quedó. —Enarcó una ceja—. ¿Cómo la ha encontrado?
Ben estaba preparado para aquella pregunta. Le había prometido a Pascal que no revelaría su secreto.
—Se le cayó a Rheinfeld —contestó— cuando lo encontraron deambulando y se lo llevaron. —Observó la reacción de Anna, que dio muestras de aceptar la respuesta—. ¿Qué hay del símbolo del doble círculo en la hoja? —preguntó, cambiando de tema—. ¿Por qué le interesaba tanto a Rheinfeld?
Anna aferró la vaina de la cruz y extrajo de nuevo la hoja con un tenue ding metálico.
—No lo sé —admitió—. Pero ha de haber un motivo. Es posible que estuviera trastornado, pero no era tonto. Era un especialista en algunos campos. —Estudió la hoja con ademán pensativo—. ¿Les importa que haga una copia de este símbolo? —Puso la daga delante de ella y sacó una hoja de papel carbón y un lapicero de punta fina de un cajón. Puso el papel encima de la hoja desnuda y calcó cuidadosamente las marcas que había en ella. Roberta advirtió la manicura perfecta de sus manos. Se miró las suyas y las metió debajo de la mesa.
Anna estudió el calco terminado con aire complacido.
—Ya está. —Entonces frunció el ceño y lo examinó más de cerca—. No es exactamente el mismo del cuaderno. Hay una pequeña diferencia. Me pregunto…
Ben le dirigió una mirada penetrante.
—¿Cuaderno?
—Lo siento, debería habérselo mencionado. Los médicos le dieron un cuaderno a Klaus con la esperanza de que transcribiera sus sueños. Creían que eso contribuiría al tratamiento y que tal vez ayudase a esclarecer lo que le había provocado ese trastorno. Pero él no transcribía sus sueños, sino que llenaba las páginas de dibujos y símbolos, de números y poemas extraños. Los médicos no entendían nada, pero le permitieron conservarlo porque parecía reconfortarlo.
—¿Qué fue de él? —quiso saber Ben.
—Cuando Klaus murió, el director del Instituto, Edouard Legrand, me lo ofreció. Creyó que podría interesarme. Klaus no tenía familia, y en cualquier caso, no habría sido una gran herencia. Lo tengo arriba.
—¿Podemos verlo? —pidió Roberta, impaciente.
Anna sonrió.
—Desde luego. —Fue a buscarlo a su estudio. Volvió al cabo de un minuto, llenando de nuevo la estancia con su perfume fresco, sosteniendo una bolsita de polietileno—. Lo metí aquí dentro porque era asqueroso y maloliente —explicó, depositando suavemente la bolsa encima de la mesa.
Ben extrajo el cuaderno de la bolsa. Estaba ajado y arrugado y parecía que lo habían empapado un centenar de veces en sangre y orina. Despedía un olor acre a humedad. Lo hojeó. La mayoría de las páginas estaban en blanco, aparte de las primeras treinta más o menos, que estaban embadurnadas con huellas dactilares mugrientas y manchas marrones de sangre seca antigua de modo que en algunos puntos resultaba difícil leer la caligrafía.
Los pasajes que consiguió descifrar eran lo más insólito que había visto jamás. Las páginas estaban llenas de fragmentos de extraños poemas, crípticas secuencias de letras y números sin sentido aparente y notas garabateadas en latín, inglés y francés. Era evidente que Rheinfeld había sido un hombre culto, así como un artista competente. Había dibujos aquí y allá; algunos eran simples bocetos, mientras que otros estaban ilustrados con meticuloso detalle. Le recordaron a las imágenes alquímicas que había visto en los textos antiguos.
En una de las páginas más sucias y manoseadas del cuaderno había un dibujo que le resultaba familiar. Se trataba del diagrama de la hoja de la daga, los círculos gemelos con estrellas que se intersecaban que tanto obsesionaba a Rheinfeld.
Cogió la daga y los comparó.
—Tiene razón —dijo—. Son ligeramente distintos entre sí.
La versión de Rheinfeld era casi idéntica, pero introducía un pequeño detalle. Le costaba distinguirlo, pero parecía un pequeño emblema heráldico en el que figuraba un pájaro con las alas desplegadas y el pico largo. Estaba en el mismo centro del motivo de los círculos gemelos.
—Es un cuervo —anunció Ben—. Y me parece que lo he visto antes. —Era el símbolo que estaba tallado en el porche central de la catedral de Notre Dame en París.
Pero ¿por qué modificó Rheinfeld el diseño de la hoja?.
—¿Significa algo para usted? —le preguntó a Anna.
Ella se encogió de hombros.
—La verdad es que no. ¿Quién sabe en qué estaba pensando?
—¿Puedo echarle un vistazo? —pidió Roberta. Ben le entregó el cuaderno—. Dios, qué asco —rezongó mientras pasaba las páginas con repugnancia.
Ben se estaba desanimando de nuevo.
—¿Descubrió algo sobre Rheinfeld? —le preguntó a Anna, confiando en descubrir algo valioso al menos.
—Ojalá pudiera decirle que sí —contestó ella—. La primera vez que el doctor Legrand mencionó a ese extraño e intrigante personaje creí que me ayudaría a inspirarme para mi nuevo libro. Sufría un bloqueo de escritora. Aún lo tengo —añadió apesadumbrada—. Pero cuando lo conocí me dio lástima. Lo visitaba más para consolarlo que para inspirarme. No puedo decir que descubriese nada sobre él. Lo único que tengo es este cuaderno. Ah, y hay otra cosa…
—¿Qué? —preguntó Ben.
Anna enrojeció.
—Cometí una pequeña, cómo se dice, travesura. En mi última visita al Instituto llevé a escondidas el pequeño artilugio que utilizo para dictar mis ideas para los libros. Grabé mi conversación con Klaus.
—¿Podría oírla?
—No creo que le sirva de nada —repuso Anna—. Pero escúchela si quiere. —Sacó una grabadora digital en miniatura de un aparador que estaba detrás de ella. La puso en el centro de la mesa y apretó el botón de «Play». El murmullo entrecortado de Rheinfeld resonó por el altavoz metálico.
Roberta sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
—¿Siempre hablaba en alemán? —preguntó Ben.
—Solo cuando repetía esos números —dijo Anna.
Ben escuchó atentamente. El balbuceo de Rheinfeld empezaba entre susurros, como si fuera un mantra.
—N sechs; E vien I sechs un dzwanzig… —Alzaba progresivamente la voz, adoptando un tono frenético—: A elf; E funfzehn… N sechs; E vier… —Y la secuencia se repetía mientras Ben la anotaba apresuradamente en la libreta. Oyeron que Anna le decía suavemente:
—Klaus, cálmate.
Rheinfeld se interrumpió un instante y después su voz volvió a empezar:
—Igne nature renovatur integra… Igne natura renovatur integra… Igne natura renovatur integra… —Repitió la frase una y otra vez, cada vez más deprisa y más alto hasta que su voz se convirtió en un chillido que distorsionó el altavoz. La grabación terminaba con otras voces agitadas.
Anna apagó la máquina con una expresión triste. Meneó la cabeza.
—En ese punto se vieron obligados a sedarlo. Ese día estaba extrañamente alterado. Parecía imposible calmarlo. Fue justo antes de que se suicidara.
—¡Qué siniestro! —comentó Roberta—. ¿Qué significaba esa frase en latín?
Ben ya la había encontrado en el cuaderno. Estaba observando el boceto de un caldero en el que burbujeaba un extraño líquido bajo la atenta mirada de un alquimista barbudo con un hábito. Las palabras latinas «IGNE NATURA RENOVATUR INTEGRA» estaban escritas con letras mayúsculas en el costado de la caldera.
—Mi latín está oxidado —dijo—. Algo acerca del fuego…, la naturaleza…
—Por medio del fuego la naturaleza se renueva por completo —le tradujo Anna—. Es un antiguo dicho de los alquimistas que está relacionado con el proceso que empleaban para transformar las materias comunes. Estaba obsesionado con esa frase y cuando la repetía contaba con los dedos, así. —Remedó los gestos espasmódicos y apremiantes de Rheinfeld—. No tengo ni idea de por qué lo hacía.
Roberta se inclinó para ver la imagen del cuaderno. Cuando se acercó le acarició la mano a Ben con el cabello. Señaló la imagen. El alquimista había encendido una hoguera llameante debajo del caldero. Bajo las llamas se leía el rótulo «ANBO» escrito claramente con letras mayúsculas.
—Anbo… ¿Qué idioma es ese? —preguntó.
—Que yo sepa, ninguno —dijo Anna.
—¿Así que el cuaderno y esta grabación son lo único que tiene? —le preguntó Ben.
—Sí —suspiró ella—. Eso es todo.
Entonces ha sido una pérdida de tiempo venir aquí, pensó amargamente. Era mi última oportunidad.
Anna estaba observando con ademán pensativo el calco de la hoja de la daga. Se estaba formando una idea en su mente. No podía estar segura, pero sonó el teléfono.
—Disculpen —dijo, y fue a contestar.
—En fin, ¿qué te parece, Ben? —susurró Roberta.
—Me parece que esto no nos lleva a ninguna parte.
Oyeron a Anna susurrando al teléfono en la habitación contigua. Parecía un tanto nerviosa.
—Edouard, te he pedido que dejes de llamarme… No, no puedes venir esta noche. Tengo invitados… No, mañana por la noche tampoco.
—A mí también me lo parece —convino Roberta—. Mierda. —Suspiró, se levantó de la silla y se puso a deambular por la estancia. Entonces algo atrajo su atención.
Anna terminó la llamada y volvió para unirse a ellos.
—Lo siento —dijo.
—¿Problemas? —inquirió Ben.
Anna meneó la cabeza y sonrió.
—Nada importante.
—Anna, ¿qué es esto? —intervino Roberta. Estaba examinando un magnífico texto medieval que estaba colgado en la pared, cerca de la chimenea, dentro de un marco de cristal. El pergamino agrietado y ennegrecido representaba un primitivo mapa de Languedoc, con antiguos pueblos y castillos dispersos. En los contornos del mapa había bloques de texto en latín antiguo y francés medieval con florituras y colores vivos, obra de un calígrafo muy hábil—. Si es un manuscrito original —dijo—, debe de valer una pasta.
Anna se rio.
—El americano que me lo dio también creía que tenía un valor incalculable. Hasta que descubrió que el documento cátaro del siglo XIII por el que había pagado veinte mil dólares era una falsificación.
—¿Una falsificación?
—No es más antiguo que esta casa —le aseguró Anna con una risita—. De la década de los noventa del siglo pasado. Estaba tan cabreado, ¿esa es la expresión correcta?, que me lo regaló. Debería haberlo sabido. Como usted dice, un objeto auténtico en ese estado habría costado una pequeña fortuna.
Roberta sonrió.
—Los yanquis nos volvemos locos por cualquier cosa que tenga más de trescientos años. —Se apartó del manuscrito enmarcado y observó la alta y espaciosa librería, recorriendo con la mirada los cientos de libros que componían la colección de Anna. Había tantas cosas en ella: historia, arqueología, arquitectura, arte y ciencia—. Algunos son muy interesantes —murmuró—. Un día, cuando tenga tiempo… —Recordó que tenía un librito de notas adhesivas en la bolsa, que aún estaba en el coche—. ¿Quiere perdonarme un momento? Quiero anotar algunos de estos títulos. —Salió trotando de la habitación.
Anna se acercó a Ben.
—Ven, me gustaría enseñarte algo —dijo.
Ben se levantó y ella lo cogió del brazo. Sintió la tibieza de su mano en la piel.
—¿Qué quieres enseñarme? —preguntó.
Ella sonrió.
—Por aquí.
Salieron juntos por la ventana francesa y atravesaron el extenso jardín. Al fondo había un sendero pedregoso que desembocaba en la campiña abierta y después de haber subido una pequeña pendiente Ben se encontró contemplando un espléndido panorama crepuscular. Alcanzaba a ver las montañas de Languedoc durante kilómetros y por encima de todo ello el cielo era un rico lienzo catedralicio de relucientes dorados, rojos y azules.
Anna señaló al otro lado del valle para enseñarle las ruinas de dos lejanos castillos, cuyos negros perfiles se recortaban contra el cielo a kilómetros de distancia sobre elevados picos montañosos.
—Fortalezas cátaras —declaró, protegiéndose los ojos del sol poniente—. Destruidas durante la cruzada albigense del siglo XIII. Los cátaros y sus ancestros edificaron castillos, iglesias y monasterios por todo Languedoc. El ejército del papa los derruyó todos. —Hizo una pausa—. Te diré una cosa, Ben. Algunos historiadores especializados han afirmado que estos lugares poseen un significado más profundo.
Ben meneó la cabeza.
—¿Qué clase de significado más profundo?
Ella sonrió.
—Nadie lo sabe a ciencia cierta. Se decía que en algún lugar de Languedoc yace un antiguo secreto, que las posiciones relativas de los enclaves cátaros proporcionan la pista que hace falta para descubrirlo y que quien resuelva el misterio adquirirá gran sabiduría y poder. —Su oscuro cabello se mecía en la suave brisa vespertina. Estaba preciosa.
—Ben —dijo tentativamente—, no me has contado toda la verdad. Me parece que estás buscando algo. ¿Estoy en lo cierto? Algo secreto.
Ben titubeó.
—Sí.
Sus ojos de color almendra chispearon.
—Eso pensaba. ¿Y tiene algo que ver con la alquimia, con la leyenda de Fulcanelli?
Ben asintió y no pudo reprimir una sonrisa ante su perspicacia y su agudeza.
—Estaba buscando un manuscrito —admitió—. Creo que Klaus Rheinfeld conocía su existencia y esperaba que pudiese ayudarme. Pero parece que me equivocaba.
—Tal vez yo pueda ayudarte —dijo ella suavemente—. Tenemos que volver a vernos. Creo que podríamos trabajar juntos en esto.
Ben guardó silencio durante un instante.
—Me gustaría —respondió.
Roberta había vuelto del coche para descubrir que la casa estaba desierta. Oyó sus voces llevadas por el viento y se asomó a la ventana francesa. Vio a Ben y Anna descendiendo la ladera para dirigirse hacia el jardín. Oyó la risa de campanillas de Anna. Su esbelta figura se recortaba contra el atardecer. Ben le ofreció una mano ¿Eran imaginaciones suyas? Parecía que habían hecho muy buenas migas.
¿Qué esperabas? Anna es preciosa. A cualquier hombre le resultaría difícil resistirse.
—¿Qué clase de ideas son esas, Ryder? —se dijo para sus adentros—. Además, ¿a ti qué te importa?
Pero entonces lo comprendió. Sí que le importaba. Le estaba sucediendo algo terrible. Se estaba enamorando de Ben Hope.