El tercer día, Ben se sintió con fuerzas para bajar a sentarse al sol del mediodía de otoño. Vio a Roberta a lo lejos, dando de comer a las gallinas y evitándolo deliberadamente. Se sentía mal al saber que había herido sus sentimientos. Se sentó a sorber el té de hierbas que le había preparado Marie Claire y retomó el diario de Fulcanelli.
19 de septiembre de 1926
Empiezo a arrepentirme de haber depositado mi confianza en Nicholas Daquin. Escribo estas palabras con un peso en el corazón, sabiendo ahora lo estúpido que he sido. Mi único consuelo es no haberle revelado completamente los conocimientos que adquirí mediante los artefactos cátaros.
Ayer se confirmaron mis peores temores. Contradiciendo todos mis principios y para mi eterna vergüenza, he contratado a un investigador, un hombre discreto y digno de confianza llamado Corot, para que siga a Nicholas y me informe de sus movimientos. Parece que desde hace ya algún tiempo mi joven aprendiz es miembro de una sociedad parisina llamada los Vigilantes. Naturalmente, yo conocía la existencia de ese pequeño círculo de intelectuales, filósofos e iniciados en la sabiduría esotérica. También sabía por qué Nicholas se había sentido atraído por ellos. El objetivo de los Vigilantes consiste en liberarse de las constricciones impuestas por el tradicional secretismo de la alquimia. Se reúnen cada mes en una sala situada encima de la librería de Chacornac para discutir cómo podrían introducirse en la ciencia moderna los frutos de los conocimientos alquímicos para emplearlos en beneficio de la humanidad. Para un joven como Nicholas deben de representar el futuro, la fundación de una nueva era, y entiendo bien que debe de sentirse desgarrado entre su visión progresista de una nueva alquimia y lo que percibe como la postura anticuada, cauta y recelosa que yo represento.
No se ha de menospreciar tanto candor y espíritu juvenil. Pero lo que Corot me relató a continuación me ha dado grandes motivos de preocupación. Por medio de su asociación con los Vigilantes, Nicholas ha hecho un nuevo amigo. Sé poco de ese hombre excepto que se llama Rudolf, es un estudiante del ocultismo y lo llaman «el Alejandrino» porque nació en Egipto.
Corot ha visto varias veces a Nicholas con ese tal Rudolf, observándolos cuando se sientan en las cafeterías y mantienen largas discusiones. Ayer los siguió hasta un lujoso restaurante y consiguió escuchar a escondidas un fragmento de su conversación cuando estaban sentados en la terraza.
Rudolf le servía sin cesar una copa tras otra de champán a mi joven aprendiz, y era evidente que lo hacía para tirarle de la lengua.
—Pero es cierto, ¿sabes? —aseguraba Rudolf mientras Corot tomaba notas en secreto desde una mesa cercana—. Si Fulcanelli creyera realmente en el poder de su sabiduría no intentaría ponerle trabas a una de sus estrellas más brillantes. —En este punto llenó la copa de Nicholas hasta el borde.
—No estoy acostumbrado a tantos lujos —oyó decir Corot a Nicholas.
—Un día tendrás todos los lujos que puedas desear —repuso Rudolf.
Nicholas frunció el ceño.
—No ambiciono la fama ni la gloria. Solo quiero emplear mis conocimientos para ayudar al pueblo, eso es todo. Eso es lo que no consigo entender del maestro, por qué eso le parece tan malo.
—Tu altruismo es encomiable, Nicholas —dijo Rudolf—. Tal vez yo pueda ayudarte. Tengo algunos contactos influyentes.
—¿De veras? —contestó Nicholas—. Aunque eso significaría quebrantar mi juramento de silencio. Ya sabes que lo he pensado a menudo, pero aún no me he decidido.
—Deberías confiar en tus sentimientos —aconsejó Rudolf—. ¿Qué derecho tiene tu profesor a impedir que se cumpla tu destino?
—Mi destino… —repitió Nicholas.
Rudolf sonrió.
—Los hombres con destino son una especie insólita y admirable —declaró—. Si no me equivoco contigo habré tenido el privilegio de conocer a dos hombres así en mi vida. —Sirvió lo que quedaba de champán—. Conozco a un hombre, un visionario que comparte tus mismos ideales. Le he hablado de ti, Nicholas, y presiente, al igual que yo que puedes desempeñar un papel muy importante en la creación de un futuro maravilloso para la humanidad. Algún día lo conocerás.
Nicholas apuró la copa de un trago y la depositó en la mesa. Respiró profundamente.
—De acuerdo —anunció—. Está decidido. Compartiré contigo lo que sé. Quiero cambiar las cosas.
—Me honras —contestó Rudolf, con una breve inclinación de cabeza.
Nicholas se inclinó hacia delante en la silla.
—Si supieras cuánto he deseado hablar de esto con alguien. Hay dos secretos importantes, que están revelados en un antiguo documento codificado. Mi maestro lo descubrió en el sur, en las ruinas de un viejo castillo.
—Entonces, ¿te ha enseñado esos secretos? —preguntó ansiosamente Rudolf.
—Me ha enseñado uno de ellos. He sido testigo de su poder. Es realmente asombroso. Poseo ese conocimiento. Sé cómo usarlo, y puedo demostrártelo.
—¿Qué hay del segundo?
—Su potencial es más increíble aún —afirmó Nicholas—. Pero hay un problema. Ahora Fulcanelli se niega a enseñármelo.
Rudolf puso una mano en el hombro del joven.
—Estoy seguro de que con el tiempo lo aprenderás —dijo con una sonrisa—. Pero mientras tanto, ¿por qué no me cuentas más cosas de ese asombroso conocimiento? Quizá deberíamos continuar nuestra discusión en mi apartamento.
Ben dejó el diario. ¿Quién era aquel «Alejandrino»? ¿Qué le había contado Daquin? ¿Quién era el «visionario» que Rudolf había prometido presentarle?
Probablemente fuese otro chiflado como Gaston Clément, se dijo. Hojeó las páginas siguientes y descubrió que la última sección del libro al completo estaba terriblemente deteriorada a causa de la descomposición. Era difícil precisar cuántas páginas faltaban. Se esforzó por descifrar la última entrada del diario, que apenas era legible. Fulcanelli la había escrito inmediatamente antes de su misteriosa desaparición.
23 de diciembre de 1926
Todo está perdido. Mi amada esposa Christina ha sido asesinada. La traición de Daquin ha puesto nuestros preciosos conocimientos en manos del Alejandrino. Que Dios me perdone por haber permitido que esto ocurriera. Temo por mucho más que mi propia vida. Las maldades que pueden cometer esos hombres son inimaginables.
Mis planes están en marcha. Me iré de París de inmediato con mi querida hija Yvette, que ahora es lo único que me queda, y dejaré todo en manos de mi leal Jacques Clément. Le he advertido que también debe tomar todas las precauciones posibles. Por mi parte, no pienso regresar.
Así que eso era todo. De algún modo, cuando Daquin traicionó la confianza de Fulcanelli sobrevino el desastre. Al parecer todo giraba en torno a ese misterioso Rudolf, «el Alejandrino». ¿Habría asesinado a la esposa de Fulcanelli? Y lo que era más importante, ¿adónde había ido el alquimista a continuación? Tenía tanta prisa por marcharse de París que hasta había dejado atrás su diario.
—Qué día tan bonito hace —observó una voz familiar, interrumpiendo la ensoñación de Ben—. ¿Puedo acompañarte?
—Hola, padre. —Ben cerró el diario.
Pascal se sentó a su lado y se sirvió una copa de vino de una jarra de cerámica.
—Hoy tienes mejor aspecto, amigo mío.
—Gracias, me siento mejor.
—Bien. —Pascal sonrió—. Ayer me hiciste un gran honor confiando en mí y contándome tu secreto…, que, naturalmente, queda entre nosotros. —Hizo una pausa—. Ahora es mi turno, pues yo también tengo un pequeño secreto.
—Seguro que no puedo ofrecerle el mismo apoyo que usted me ha dado —dijo Ben.
—Sin embargo, te interesará mi secreto. En cierto modo te incumbe.
—¿Cómo?
—Venías a buscarme, pero tu verdadero objetivo era encontrar a Klaus Rheinfeld. Roberta me lo ha contado.
—¿Sabe dónde se encuentra?
Pascal asintió.
—Permíteme que empiece por el principio. Si sabías que debías venir a buscarme, seguramente sabes cómo me topé con ese pobre desgraciado.
—Lo leí en un viejo artículo.
—Parecía que se había vuelto completamente loco —explicó Pascal, apesadumbrado—. La primera vez que vi los terribles cortes que se había hecho en el cuerpo pensé que debía de ser obra del diablo. —Se santiguó automáticamente, tocándose la frente, el pecho y los hombros—. Y probablemente sabes que cuidé al enfermo y que se lo llevaron para ingresarlo en una institución.
—¿Adónde se lo llevaron?
—La paciencia es una gran virtud, Benedict. A eso voy. Déjame continuar… Lo que no sabes, lo que de hecho no sabe nadie más que yo y ese pobre lunático, es la naturaleza del instrumento que utilizó Rheinfeld para hacerse esos espantosos cortes… Ese es mi secreto.
Sus ojos adoptaron una expresión distante al evocar el recuerdo.
—La noche de la llegada de Rheinfeld fue terrible. Se abatía una tormenta violenta y fortísima. Cuando lo seguí hasta el bosque, ahí mismo —señaló—, vi que empuñaba un cuchillo, una daga extraordinaria. Al principio pensé que iba a matarme. Pero observé con horror que el pobre hombre se aplicaba la hoja a sí mismo. Aún no consigo imaginar su estado de ánimo. En todo caso, se derrumbó enseguida y lo traje a casa. Aquella noche hicimos lo que pudimos por él, aunque no estaba en sus cabales. Solo después de que las autoridades viniesen a buscarlo a la mañana siguiente temprano me acordé de la daga tirada en el bosque. Cuando volví la encontré entre las hojas.
Hizo una pausa.
—Me parece que la daga es de origen medieval aunque está perfectamente conservada. Es un crucifijo de ingenioso diseño con la hoja escondida dentro. Tiene numerosas marcas y símbolos extraños. La hoja también tiene una inscripción. Cuando comprobé que aquellos símbolos eran los mismos que Rheinfeld se había grabado en el cuerpo me sentí fascinado y horrorizado.
Ben comprendió que debía de tratarse de la cruz de oro que había mencionado Clément. La cruz de Fulcanelli.
—¿Qué fue de ella? —quiso saber—. ¿Se la entregó a la policía?
—Aunque me avergüence decirlo, no —confesó Pascal—. No hubo ninguna investigación. Nadie puso en duda que Rheinfeld se hubiera autoinfringido las heridas. La policía no hizo sino anotar algunos detalles. Así que me quedé con la daga. Me temo que siento debilidad por las antiguas reliquias religiosas. Desde entonces es una de las joyas de mi colección.
—¿Me deja verla?
—Claro, por supuesto. —Pascal sonrió—. Pero déjame continuar. Unos cinco meses después recibí una insólita e ilustre visita. Vino a verme un obispo del Vaticano llamado Usberti. Me hizo muchas preguntas sobre Rheinfeld, su locura, las cosas que me había dicho y las marcas que tenía en el cuerpo. Pero lo que más deseaba averiguar era si llevaba algo consigo cuando lo había encontrado. A juzgar por lo que me dijo, aunque no se refirió directamente a ella, me parece que le interesaba la daga. Que el Señor me perdone, yo no le dije nada. Era tan hermosa que como un niño estúpido y codicioso quise quedármela. Pero también percibí algo que me asustó. Aquel obispo tenía algo que me ponía nervioso. Lo disimulaba bien, pero supe que estaba buscando algo desesperadamente. Además, tenía muchísima curiosidad por saber si el loco llevaba papeles o documentos. No dejaba de mencionar un manuscrito. Manuscrito… Me lo preguntó una y otra vez.
Ben se sobresaltó.
—¿Dijo algo más sobre él?
—El obispo fue bastante impreciso. De hecho, me pareció deliberadamente evasivo cuando le pregunté qué clase de manuscrito estaba buscando. No quiso decirme por qué le interesaba. Sus maneras me parecieron extrañas.
—¿Y Rheinfeld tenía un manuscrito? —inquirió Ben, procurando ocultar su creciente impaciencia.
—Sí —asintió lentamente Pascal—. Así es. Pero…, me temo que he de admitir que…
Ben se puso aún más nervioso durante la espera. Dos segundos se le antojaron una eternidad.
Pascal prosiguió.
—Cuando se lo llevaron y volví al lugar donde estaba la daga encontré los restos empapados de lo que parecían pliegos de un antiguo pergamino. Debían de habérsele caído de los harapos. Estaban aplastados en el barro donde se había desplomado. La lluvia los había destruido… La mayor parte de la tinta se había corrido. Vi algunas inscripciones e ilustraciones que aún estaban intactas y traté de recogerlo, creyendo que el manuscrito era precioso y que tal vez podría devolvérselo a su propietario. Pero se hizo pedazos entre mis manos. Recogí los fragmentos y los traje aquí. Pero fue imposible salvarlos, de modo que los tiré.
A Ben se le cayó el alma a los pies. Si entre los papeles de Rheinfeld se hallaba el manuscrito de Fulcanelli, se había acabado todo.
—Pero no le conté nada de eso al obispo —añadió Pascal—. Me daba miedo, aunque no comprendía por qué me sentía así. Algo me decía que sería una equivocación decírselo. —Meneó la cabeza—. Desde ese día he sabido que volvería a oír hablar de la historia de Rheinfeld. Siempre he presentido que otros me encontrarían cuando lo buscasen.
—¿Dónde está Rheinfeld ahora? —preguntó Ben—. Me gustaría hablar con él a pesar de todo.
Pascal suspiró.
—Me temo que será difícil.
—¿Porqué?
—Porque está muerto. Descanse en paz.
—¿Muerto?
—Sí, murió hace poco, hará unos dos meses.
—¿Cómo lo sabe?
—Mientras estabas enfermo llamé por teléfono al Instituto Legrand, una institución mental próxima a Limoux en la que Rheinfeld había pasado los últimos años. Pero era demasiado tarde. Me dijeron que el pobre desgraciado había puesto fin a su vida de una forma espantosa.
—Entonces se acabó —musitó Ben.
—Benedict, te he dado la mala noticia —dijo Pascal, tocándole el hombro—. Pero también tengo buenas noticias para ti. Les dije quién era a la gente del Instituto y les pregunté si sería posible hablar con alguien que hubiese conocido a Rheinfeld, tal vez alguien que hubiese llegado a conocerlo bien durante su estancia en aquel lugar. Me dijeron que en el Instituto Legrand nadie había conseguido atravesar el caparazón del loco. No dejaba que nadie se le acercase ni estableciese vínculos con él. Su conducta era problemática e incluso violenta. Pero había una mujer, una extranjera, que solía visitarlo de vez en cuando durante los últimos meses. Por alguna razón, su presencia tranquilizaba a Rheinfeld y ella conseguía hablar con él con bastante normalidad. El personal del hospital me aseguró que hablaban de cosas que no entendía ninguno de los enfermeros del psiquiátrico. Me pregunto, Benedict, si esa mujer no podría haber descubierto alguna información que te resulte provechosa.
—¿Dónde puedo encontrarla? ¿Averiguó cómo se llamaba?
—Les dejé mi número y les pedí que le dijesen a aquella señora que el padre Cambriel deseaba hablar con ella.
—Apuesto a que no llamará —repuso Ben sombríamente.
—La confianza es otra de las virtudes que discutimos ayer, Benedict, y que debes empezar a cultivar. De hecho, Anna Manzini, que así se llama, ha llamado por teléfono esta mañana temprano, mientras Roberta y tú aún estabais durmiendo. Es escritora, historiadora si no me equivoco. Ha alquilado una casa de campo a pocos kilómetros de aquí. Espera noticias vuestras y está disponible mañana por la tarde si queréis hacerle una visita. Podéis llevaros mi coche.
De modo que aún quedaba una oportunidad. Eso le levantó el ánimo.
—Padre, es usted un santo.
Pascal sonrió.
—Lo dudo —dijo—. Un santo no habría robado un crucifijo de oro ni le habría mentido a un obispo.
Ben sonrió.
—El diablo tienta incluso a los santos.
—Cierto, pero la idea es resistirse a él —repuso Pascal, riéndose entre dientes—. Soy un viejo tonto. Ahora te enseñaré la daga. ¿Crees que a Roberta también le gustaría verla? —Frunció el ceño—. No le dirás que la robé, ¿verdad?
Ben se rio.
—No se preocupe, padre. Su secreto está a salvo conmigo.
—Es preciosa —murmuró Roberta. Estaba más animada desde que Ben le había pedido disculpas por sus ásperas palabras. Sabía que había algo en la fotografía que le causaba dolor, que le había tocado una fibra sensible. Pero de algún modo parecía distinto después de haber hablado con Pascal.
Ben sostuvo la daga cruciforme y le dio la vuelta. De modo que esa era una de las preciosas reliquias que tanto estimaba Fulcanelli. Pero no alcanzaba a comprender su importancia. El diario no ofrecía ninguna pista.
La cruz medía unos cuarenta y cinco centímetros de largo. Cuando la hoja se enfundaba en la vaina parecía un simple crucifijo de oro con exquisitos adornos. Había una serpiente dorada enroscada en la vaina como en el antiguo símbolo del caduceo, con pequeños rubíes a modo de ojos. La cabeza, que estaba en el extremo, donde la vaina se unía con el travesaño, era un resorte. Si uno sostenía la parte superior del crucifijo como si fuera la empuñadura de una espada corta y oprimía el resorte con el dedo pulgar se accionaba la reluciente hoja de treinta centímetros. Era delgada y afilada y había extraños símbolos grabados con líneas finas en el acero.
Sopesó el arma. Nadie esperaría que un hombre de Dios sacase de repente una daga oculta. La idea le pareció diabólicamente cínica, aunque quizá solo fuera sumamente práctica. La daga parecía resumir bastante bien la religión de la Edad Media. Del lado de los ganadores estaban los sacerdotes que asestaban puñaladas por la espalda. Del otro estaban los que siempre tenían que guardarse las espaldas. A juzgar por lo que Ben sabía ya acerca de la historia de la relación de la Iglesia con la alquimia, el que llevase aquella cruz bien podría haber pertenecido a los segundos.
Pascal señaló la hoja.
—Esa es la marca que Rheinfeld se había hecho en el centro del pecho. Parecía que se la había hecho varias veces, era un enorme entramado de cicatrices que resaltaba sobre la piel. —Se estremeció.
El símbolo que estaba señalando era un diseño preciso consistente en dos círculos, uno encima del otro, que se intersectaban. En el círculo superior había una estrella de seis puntas, cada una de las cuales tocaba la circunferencia. En el círculo inferior había una estrella de cinco puntas o pentagrama. Los círculos se intersectaban de tal manera que las dos estrellas estaban entrelazadas. Unas delicadas líneas entrecruzadas señalaban el centro exacto de la extraña forma geométrica.
Ben contempló el diseño. ¿Significaba algo? Era evidente que para Klaus Rheinfeld sí.
—¿Alguna idea, Roberta?
Ella lo examinó atentamente.
—¿Quién sabe? A veces el simbolismo de los alquimistas es tan críptico que es prácticamente imposible descifrarlo. Es como si te desafiaran, burlándose de ti, dándote información insuficiente hasta que averiguas adonde debes ir en busca de más pistas. Se trataba de proteger sus secretos. Eran fanáticos de la seguridad.
Ben gruñó. Esperemos que merezca la pena descubrir esos «secretos», pensó.
—Esperemos que esa tal Anna Manzini pueda arrojar más luz sobre este asunto —dijo en voz alta—. Quién sabe, a lo mejor Rheinfeld le dijo lo que significaban los símbolos.
—Suponiendo que lo supiera.
—¿Tienes una idea mejor?
Ben se había visto obligado a subir la colina que dominaba Saint-Jean para tener cobertura en el móvil y así ponerse en contacto con Fairfax e informarle acerca de sus progresos. Le dolía el costado al contemplar el boscoso valle.
Había dos águilas que se precipitaban en picado, recortándose contra el cielo azul y describiendo círculos la una alrededor de la otra en una danza aérea majestuosa a la par que grácil. Las observó mientras planeaban sobre las corrientes térmicas, deslizándose y resbalando hacia un lado mientras se llamaban mutuamente, y se preguntó por un instante cómo sería aquella libertad. Marcó el número de Fairfax y protegió el teléfono del azote atronador del viento.