Capítulo 34

La furgoneta se alejó en medio de una neblina de polvo y humo de diesel. El repartidor estaba encantado con el bulto que tenía en el bolsillo, la suma de mil euros que sus extraños autoestopistas (la americana de mal genio y su novio silencioso y demacrado, que parecía enfermo) le habían ofrecido a cambio de que se desviara de su ruta para recorrer los kilómetros que los separaban de la pequeña aldea de Saint-Jean. Se preguntó de qué iba todo aquello… Pero bien mirado, ¿qué más le daba? Esa noche invitaba él.

Roberta seguía sacándose hebras de heno del cabello después de haber pasado una noche incómoda en un granero. El granjero a cuya camioneta habían saltado no había descubierto a los pasajeros. Después de un accidentado trayecto por carreteras comarcales había metido la camioneta en el granero dando marcha atrás y se había esfumado. Roberta se había bajado a hurtadillas y lo había registrado hasta dar con una manta vieja y áspera con la que tapar a Ben. Estaba temblando y sufría mucho dolor.

Había pasado la mayor parte de la noche observándolo, preocupada porque no lo había llevado a un hospital. Dos gatos de granja los habían encontrado y se habían acurrucado a su lado en el profundo lecho de heno. Se había quedado dormida en algún momento después de las tres, aunque le parecía que solo habían transcurrido unos minutos hasta el alba, cuando los habían despertado los alaridos de un gallo.

Habían tardado horas en llegar a Saint-Jean y el sol vespertino estaba iniciando su trayectoria descendente. La aldea parecía desierta.

—Parece que este sitio no ha cambiado mucho en los últimos siglos —observó Roberta, mirando en derredor.

Ben se había apoyado en un muro de piedra seca con la cabeza baja. Tenía mal aspecto, pensó ella alarmada.

—Espérame aquí. Iré a ver si consigo encontrar a alguien que nos ayude.

Ben asintió débilmente. Ella le tocó la frente. Estaba ardiendo, pero tenía las manos frías. Le costaba respirar debido al dolor del costado. Roberta le acarició la cara.

—A lo mejor hay un médico en el pueblo —dijo.

—No quiero un médico —musitó Ben—. Busca al cura. Busca al padre Pascal Cambriel. Roberta se puso a rezar por primera vez en su vida mientras recorría la calle desierta. El camino era de tierra desnuda resquebrajada por la falta de lluvia. Las casas antiguas, cuya suciedad habría parecido miserable en cualquier parte menos en el sur de Francia, parecían apoyarse unas en otras para sostenerse.

—Si estás ahí arriba, Señor —se dijo para sus adentros—, ayúdame a encontrar al padre Pascal, por favor. —Sintió un repentino escalofrío al imaginar que le decían que había muerto o se había trasladado. Apretó el paso.

La iglesia estaba al otro lado del pueblo. Al lado había un pequeño camposanto y más allá, una casita de piedra. Roberta oyó el agradable cloqueo de las gallinas que se habían cobijado en una dependencia. Había un viejo Renault 14 polvoriento y gastado aparcado fuera.

Apareció un hombre entredós casas. Parecía un labrador, tenía el rostro surcado de líneas profundas, curtido por los años de trabajo bajo el sol inclemente. Frenó al verla.

—Perdone, monsieur —lo llamó Roberta. El hombre la observó con curiosidad, apretó el paso y desapareció en una de las casas, cerrándole violentamente la puerta en las narices. Roberta estaba atónita, hasta que cayó en la cuenta de que, posiblemente, una extranjera despeinada y sucia con la camisa empapada de sangre y los pantalones vaqueros desgarrados no fuera una visión típica en aquellos parajes. Prosiguió apresuradamente la marcha, pensando en Ben.

Madame? Je peux vous aider? —dijo una voz. Roberta se volvió y vio a una anciana completamente vestida de negro que se envolvía los hombros con un chal. Un crucifijo colgaba de una cadena que le rodeaba el cuello arrugado.

—Sí, por favor, espero que pueda ayudarme —contestó Roberta en francés—. Estoy buscando al sacerdote del pueblo.

La anciana enarcó las cejas.

—¿Sí? Está aquí.

—¿El padre Pascal Cambriel sigue siendo el sacerdote de este pueblo?

—Sí. Sigue aquí —aseguró la anciana, esbozando una sonrisa desdentada—. Me llamo Marie Claire. Le limpio la casa.

—¿Quiere llevarme con él, por favor? Es importante. Necesitamos ayuda.

Marie Claire la condujo hasta la casita y entraron.

—Padre —exclamó—. Tenemos visita.

La casita era una morada humilde y escasamente amueblada que no obstante transmitía una sensación de inmensa calidez y seguridad. La hoguera estaba lista para que la encendieran por la noche, con los troncos apilados sobre las ramas. Había dos simples sillas de madera ante una sencilla mesa de pino y al otro lado de la estancia un viejo sofá cubierto con una manta. Había un voluminoso crucifijo de ébano colgado en una pared encalada y una fotografía del papa junto a una imagen de la crucifixión.

Se oyeron unos pasos chirriantes y desacompasados en las escaleras y apareció el sacerdote. Ahora que había cumplido setenta años, Pascal Cambriel tenía ciertas dificultades para caminar y se apoyaba pesadamente en un bastón.

—¿Qué puedo hacer por ti, hija mía? —preguntó, dirigiendo una mirada curiosa a la insólita apariencia de Roberta—. ¿Estás herida? ¿Ha habido un accidente?

—No estoy herida, pero estoy con un amigo que no se encuentra bien —contestó ella—. Usted es el padre Pascal Cambriel, ¿verdad?

—Así es.

Ella cerró los ojos. Gracias, Señor.

—Padre, veníamos expresamente a verlo cuando mi amigo resultó herido. Está enfermo.

—Esto es algo serio. —Pascal frunció el ceño.

—Sé lo que va a decir, que debería ver a un médico. Ahora mismo no puedo explicárselo, pero no quiere hacerlo. ¿Nos ayudará?

—De todas formas, aquí ya no hay médico —le explicó Pascal mientras el Renault iba dando brincos por la calle—. El doctor Bachelard falleció hace dos años y nadie ha ocupado su lugar. Los jóvenes no quieren venir a Saint-Jean. Me apena admitir que es un pueblo moribundo.

Ben estaba semiinconsciente cuando el coche del sacerdote se detuvo con un chirrido a las afueras de la aldea.

—Dios mío, está muy enfermo. —Pascal fue cojeando hacia la forma lánguida de Ben y lo cogió del brazo—. ¿Puedes oírme, hijo mío? Mademoiselle, tendrá que ayudarme a llevarlo al coche.

Roberta, Pascal y la anciana Marie Claire ayudaron a Ben a subir las escaleras de la casita hasta la habitación de invitados del sacerdote. Lo acostaron en la cama y Pascal le desabotonó la camisa ensangrentada. Hizo una mueca al ver la herida en las costillas de Ben. No dijo nada, pero supo que se trataba de una herida de bala. Las había visto antes, hacía muchos años. La palpó con los dedos. La bala había atravesado el músculo antes de salir por el otro lado.

—Marie Claire, ¿sería tan amable de traer agua caliente, vendas y desinfectante? Y, ¿todavía nos queda ese preparado de hierbas para limpiar las heridas?

Marie Claire, sumisa, se marchó de puntillas para cumplir su cometido.

Pascal le tomó el pulso a Ben.

—Es muy rápido.

—¿Se pondrá bien? —Roberta había palidecido por completo y apretaba los puños a los costados.

—Necesitaremos un poco de la medicina de Arabelle.

—¿Arabelle? ¿Es una curandera local?

Arabelle es nuestra cabra. Tenemos algunos antibióticos de cuando sufrió una infección en la pezuña hace algún tiempo. Me temo que ese es el límite de mis habilidades médicas. —Pascal sonrió—. Pero Marie Claire sabe mucho de remedios herbales. Me ha ayudado muchas veces, al igual que a otros miembros de nuestra pequeña comunidad. Me parece que nuestro joven amigo está en buenas manos.

—Padre, le agradezco muchísimo su ayuda.

—Es mi deber prestar servicio a los necesitados, pero también es un placer —contestó Pascal—. Ha pasado algún tiempo desde la última vez que usamos esta habitación para cuidar a un hombre enfermo. Me parece que deben de haber pasado cinco o seis años desde que la última alma herida encontró el camino que conduce a nuestro pueblo.

—Era Klaus Rheinfeld, ¿verdad?

Pascal interrumpió abruptamente lo que estaba haciendo y se volvió para dirigir a Roberta una mirada penetrante.

—Está durmiendo —murmuró Pascal cuando bajó las escaleras—. Vamos a dejarlo un rato.

Roberta acababa de salir del baño y se había puesto la ropa que le había dado Marie Claire.

—Gracias de nuevo por su ayuda —le dijo—. No sé lo que habríamos hecho…

Pascal sonrió.

—No hace falta que me des las gracias. Debes de tener hambre, Roberta. Vamos a comer.

Marie Claire les sirvió una comida sencilla: un poco de sopa, pan y un vaso de vino de la viña de Pascal, que lo había prensado personalmente. Comieron en silencio, con el único acompañamiento de los grillos que chirriaban en el exterior y un perro que ladraba a lo lejos. De tanto en tanto, el sacerdote alargaba la mano y cogía un tronco partido de una cesta para arrojarlo al fuego.

Al término de la cena, Marie Claire recogió la mesa, les dio las buenas noches y volvió a su casita, que estaba al otro lado de la calle. Pascal encendió una larga pipa de madera y se trasladó a una mecedora instalada junto a la chimenea. Apagó la luz principal de modo que los bañara el trémulo resplandor anaranjado de la hoguera, y la invitó a sentarse en un sillón delante de él.

—Me parece que tenemos algunas cosas que discutir, tú y yo.

—Es una historia larga y extraña, padre, y no sé todo lo que hay que saber. Pero procuraré explicarle la situación. —Le refirió lo que sabía sobre la misión de Ben, el peligro al que esta lo había expuesto, las cosas que le habían sucedido a ella y los temores que albergaba. Su relato fue confuso e inconexo. Estaba terriblemente cansada y le dolía todo el cuerpo.

—Ahora entiendo que fuerais reacios a ver a un médico —admitió Pascal—. Teméis que os denuncien y os acusen falsamente de esos crímenes. —Miró al reloj de la pared—. Hija mía, se hace tarde. Estás exhausta y debes descansar. Dormirás en el sofá. La verdad es que es muy cómodo. Te he bajado algunas mantas.

—Gracias, padre. Le aseguro que estoy agotada, pero, si no le parece mal, creo que debería velar a Ben.

Pascal le tocó el hombro.

—Eres una compañera fiel. Lo quieres mucho.

Ella guardó silencio. Sus palabras la habían conmovido.

—Pero yo lo velaré mientras tú descansas —continuó el sacerdote—. Hoy he hecho poco más que cuidar a las gallinas, ordeñar a Arabelle, que Dios bendiga a esa querida critura, y oír dos confesiones rutinarias. —Sonrió.

Pascal se quedó sentado hasta tarde leyendo la Biblia a la luz de una vela mientras Ben se agitaba intranquilo en la cama. En una ocasión, alrededor de las cuatro, se despertó y preguntó:

—¿Dónde estoy?

—Con amigos, Benedict —contestó el sacerdote. Le enjugó el sudor frío de la frente y volvió a tranquilizarlo basta que se durmió—. Ahora descansa. Estás a salvo. Yo rezaré por ti.