El viaje hacia el sur desde París por la autoroute fue largo y caluroso. La autopista se interrumpía momentáneamente en Nevers, de modo que recorrieron la carretera nationale hasta Clermont-Ferrand antes de regresar a la autoroute 75 en dirección a Le Puy. El destino de Ben se hallaba mucho más al sur, en la región de Languedoc, donde conseguiría encontrar el rastro de Klaus Rheinfeld y confiaba en que haría algunos progresos en la búsqueda.
Con la única guía del diario de Fulcanelli, que solo había leído a medias, aún no tenía una idea precisa de lo que estaba buscando. Lo único que podía hacer era seguir lo mejor posible aquellos tenues indicios y confiar en que las cosas fueran un poco más prometedoras más adelante.
Roberta está durmiendo en el asiento de al lado, balanceando la cabeza sobre el hombro. Dormía desde hacía una hora, aproximadamente el mismo tiempo que había transcurrido desde que Ben se había asegurado de que los estaban siguiendo. El BMW azul que ahora estaba observando por el rabillo del ojo en el espejo retrovisor les estaba pisando los talones desde algún tiempo después de que abandonaran París, manteniéndose a su altura a pesar del tráfico.
El coche que los perseguía le había llamado la atención por primera vez al hacer un alto en el camino para reabastecerse de combustible. El Peugeot estaba delante de él en la cola. Los cuatro ocupantes del BMW habían dado muestras de nerviosismo. Entonces se percató de que no deseaban perderlo de vista.
Ben los había puesto a prueba al reincorporarse a la carretera. Cuando adelantaba a un vehículo más lento, el BMW lo seguía. Cuando disminuía tanto la velocidad que los restantes conductores se enojaban, el BMW hacía lo propio, ignorando los atronadores cláxones de los indignados automovilistas hasta que Ben aceleraba, y entonces lo imitaba. No cabía ninguna duda.
—¿Por qué conduces de una forma tan errática? —se quejó Roberta, soñolienta, desde el asiento de al lado.
—Supongo que es porque tengo una personalidad errática —contestó Ben—. La verdad es que odio tener que decírtelo, pero tenemos un amigo. El BMW azul —añadió mientras ella se daba la vuelta en el asiento, completamente despabilada de repente.
—¿Crees que son ellos otra vez?
Ben asintió.
—Si no lo son es que quieren pedirnos indicaciones.
—¿Podemos salir de esta?
Ben se encogió de hombros.
—Depende de lo pegajosos que sean. Si no conseguimos deshacernos de ellos nos seguirán hasta que lleguemos a una carretera tranquila y entonces intentarán hacer algo.
—¿Intentarán hacer qué? No me respondas. A ver si puedes librarte de ellos.
—Vale. Agárrate fuerte. —Bajó dos marchas y aceleró con violencia. El Peugeot se precipitó hacia delante, virando violentamente para adelantar a un camión. Se oyó un claxon detrás de ellos. El rugido del motor llenó el vehículo. Ben miró el espejo y comprobó que el BMW los estaba persiguiendo, cambiando constantemente de carril—. Si eso es lo que quieres —musitó, y apretó aún más el acelerador.
Había otro camión que estaba cambiando de carril más adelante. El Peugeot se apresuró a introducirse en el hueco para adelantarlo por la derecha. El camión daba furiosos bandazos y tocaba airadamente la bocina al tiempo que se iba haciendo rápidamente más y más pequeño en el espejo.
—¿Eres un suicida? —exclamó Roberta, sobreponiéndose al estruendo del motor.
—Solo cuando estoy sobrio.
—¿Estás sobrio? —Hizo una mueca—. Tampoco me respondas.
Había un tramo despejado más adelante. Ben pisó a fondo el acelerador hasta que la aguja del velocímetro rebasó la marca de los ciento sesenta kilómetros por hora. Roberta se aferró a los lados del asiento El BMW surgió del caos circulatorio que habían provocado, apretando el ritmo tras ellos.
El 206 de Ben serpenteaba vertiginosamente entre el tráfico a pesar de las protestas de los conductores. Era mucho más ágil que el pesado BMW de sus perseguidores y cuando llegaron ante una salida los aventajaban en cien metros. El Peugeot se internó a la carrera en una tortuosa carretera comarcal. Ben atravesó dos cruces al azar, desviándose sucesivamente a la izquierda y a la derecha. Pero la velocidad del BMW compensaba su escasa agilidad, y la determinación manifiesta del conductor hacía que fuese difícil librarse de él.
Pasaron junto a una señal que indicaba un pueblo y Ben enfiló la salida, derrapando. Se encontraban en una larga recta. El coche más grande ganaba terreno poco a poco. Ben no le quitaba la vista de encima al velocímetro y circulaba lo más deprisa que le permitía el atrevimiento. Detrás de ellos, uno de los pasajeros del BMW sacó el brazo por la ventanilla y efectuó varios disparos con una pistola. La luna trasera del Peugeot se resquebrajó.
Se adentraron en el pueblo y atravesaron corriendo la plaza mayor, derrapando para esquivar una fuente y aterrorizando a los parroquianos de la terraza de un bistro que vociferaron y sacudieron el puño solo para ponerse de nuevo a cubierto cuando el BMW apareció rugiendo y arrojó las mesas y las sillas al otro lado de la acera.
En el siguiente cruce, Ben se desvió hacia la izquierda, arrancando un chirrido a los neumáticos. Un camión viró para eludirlos y se estrelló contra un Fiat aparcado. El Fiat se interpuso, dando vueltas, en el camino del BMW en el momento preciso en que este doblaba el recodo en su persecución. El BMW asestó un golpe atronador al costado del coche desbocado, que salió despedido dando vueltas contra un muro al otro lado de la carretera. El BMW, con uno de los guardabarros abollado y el capó deformado, se recompuso y reanudó la persecución, adquiriendo velocidad.
Para entonces habían salido del pueblo y circulaban rápidamente por una carretera que se devanaba entre los árboles que la flanqueaban. Cuando apareció un hueco entre los árboles de la derecha, Ben giró el volante y el Peugeot salió de la carretera para enfilar el camino de tierra. Los neumáticos rodaban sobre la inestable superficie. Ben rectificó la trayectoria del coche, controlando el derrape. A continuación, un profundo surco puso los amortiguadores al límite y les dio un vuelco el estómago.
El BMW los perseguía obstinadamente, arrojando tierra a su paso. Roberta se dio la vuelta de nuevo para ver que el morro abollado del BMW desaparecía en una nube de polvo al precipitarse al otro lado del surco.
El Peugeot dobló corriendo una curva pronunciada. De repente un tractor llenó la carretera. Patinando descontroladamente sobre la superficie inestable, Ben consiguió dominar el coche y atravesar la endeble puerta de una granja. Esta se hizo astillas como si fuera de madera balsa y el Peugeot se adentró en el campo, atravesó aquella abrupta superficie dando brincos y bajó una empinada pendiente. A continuación se escuchó un estrépito cuando se estrelló contra la ladera opuesta de la profunda zanja. El Peugeot rebotó y se detuvo.
Se bajaron mientras el BMW descendía abruptamente por la colina tras ellos. Al ver el polvo que se elevaba del Peugeot accidentado, el conductor frenó con tanta fuerza que el BMW derrapó de costado. Giró sobre sí mismo, se estrelló contra otro surco, se puso sobre dos ruedas y volcó, deteniéndose cabeza abajo en medio de una gran columna de humo.
Los cuatro ocupantes descendieron, aturdidos. Uno gordo a quien le manaba sangre de la sien disparó al Peugeot con una pistola. La ventana del copiloto estalló y llovieron cristales sobre Roberta mientras esta se arrastraba para ponerse a cubierto.
—¡Roberta! —Ben empuñó la Browning y respondió al fuego. La pistola le dio una sacudida en la mano cuando la bala perforó el costado del BMW a diez centímetros de la cabeza del gordo. La joven se guareció a su lado.
Tres de los perseguidores se cobijaron al otro lado del BMW. El cuarto se arrastró hasta ponerse detrás de una roca aferrando una escopeta de cañones recortados. Cuando abrió fuego, la bala hizo un agujero dentado en el techo del Peugeot y Roberta chilló. Ben volvió a sacar la Browning y efectuó rápidamente cuatro disparos. Se levantó polvo alrededor del francotirador, que estaba tumbado boca abajo. El cuarto tiro de Ben lo alcanzó en la parte superior del brazo. Abandonó rodando la protección de la roca mientras cargaba la escopeta. Ben volvió a abrir fuego y siguió disparando una bala tras otra hasta que consiguió abatirlo y la Browning se quedó sin munición. Expulsó el cargador vacío y metió la mano en el bolsillo para sacar uno nuevo.
Su bolsillo estaba vacío. De pronto recordó que todos los cargadores y la munición estaban en la bolsa, dentro del coche.
Otro hombre salió de detrás del BMW volcado. Empuñaba una pistola negra oblonga provista de un alargado cargador de culata y un grueso silenciador. La subametralladora Ingram disparó una ráfaga entrecortada que agujereó el costado del Peugeot, obligando a Ben a refugiarse cuando intentaba entrar en el coche. El tercer y el cuarto tirador estaban saliendo de detrás del BMW empuñando sendas pistolas y avanzando con cautela. El hombre de la Ingram disparó una nueva ráfaga, trazando una línea de polvo y piedras a la izquierda de Ben. Esto no marcha bien.
De pronto la Ingram se quedó sin munición y el pistolero trató de recargarla. Ben vio su oportunidad. Metió la mano en el Peugeot y cogió la bolsa. Manipuló los cierres hasta que encontró lo que estaba buscando. Insertó un cargador nuevo mientras se aproximaba el pistolero de la Ingram y le disparó dos veces en el pecho, sacando el brazo que empuñaba la pistola sobre el techo del coche. Vio como se desplomaba de espaldas, pataleando en el aire. El pistolero que estaba más cerca del BMW volvió a salir corriendo para ponerse a cubierto, haciendo un disparo a ciegas por encima del hombro. Su compañero, al percatarse de que estaba demasiado lejos del coche, hincó una rodilla y vació la nueve milímetros apuntando en dirección a Ben.
Ben se agachó cuando las balas le pasaron silbando.
Pero una de ellas lo alcanzó. El impacto en el costado derecho lo obligó a darse la vuelta. Se puso recto y devolvió el fuego. El hombre cayó despatarrado con los brazos extendidos y soltó la pistola.
Ben se tambaleó. Había sangre por todas partes. Se le nubló la vista y de pronto se vio contemplando el círculo de las copas de los árboles y el cielo gris.
Roberta advirtió que Ben se derrumbaba, exclamó: «¡No!» y le cogió la pistola mientras caía. Nunca había disparado una pistola, pero la Browning era sencilla; solo había que apuntar y apretar el gatillo. El último pistolero volvió a salir de detrás del BMW y disparó. Roberta percibió el restallido cuando la bala pasó volando junto a ella. Disparó empuñando la Browning con ambas manos, obligándolo a ponerse a salvo bajo una lluvia de cristales. Sacó la mochila por la ventana rota del Peugeot.
—¿Puedes correr? —le gritó a Ben. Éste gimió, se dio la vuelta y se puso en pie tambaleándose. Le flaqueaban las rodillas. Se escuchó otro disparo. Roberta disparó a ciegas y la bala alcanzó en el muslo al atacante, que volvió a cobijarse detrás del coche gritando y chorreando sangre. Ahora la Browning había vuelto a quedarse sin munición y no funcionaba. El herido volvió a salir arrastrándose con una escopeta de dos cañones. Abrió fuego y el retrovisor lateral estalló.
—¡Vamos! —Asió el brazo de Ben y bajaron corriendo la empinada ladera. Debajo había un terraplén escarpado que continuaba abruptamente a una ondulante carretera comarcal. Una camioneta cargada de heno circulaba lenta y pesadamente. Con cuatro saltos apresurados se situaron tres metros más arriba y entonces Roberta se arrojó al vacío, arrastrando consigo a Ben. Surcaron el espacio durante un terrorífico segundo. La caja de la camioneta se elevó rápidamente para recibirlos y se precipitaron en el espinoso lecho de heno en una confusa maraña de brazos y piernas.
El hombre de la escopeta descendió por la pendiente cojeando y maldiciendo, dejando atrás a sus tres compañeros muertos. Gritó enfurecido al comprobar que la camioneta desaparecía en la luz menguante con Ben y Roberta en la caja.